Mayorguiana - Alberto Sucasas - E-Book

Mayorguiana E-Book

Alberto Sucasas

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Sin por ello abandonar su dominio –el concepto–, la filosofía puede interpelar a la escena teatral, la cual, a su vez, propone desafíos que el pensamiento puede hacer suyos. De ese doble diálogo, mantenido por dos focos de una elipse, surge la obra, dramática y reflexiva, de Juan Mayorga. 'Mayorguiana' explora un corpus híbrido, postulando que sus dos vertientes creativas nacen de una inspiración común; mejor aún, cada una se constituye en virtud de incitaciones que provienen de la otra. Cabe, pues, rastrear el sustrato discursivo de la propuesta teatral, la argumentación subyacente a su argumento y, aunque resulte menos obvio, sondar la matriz dramática de la idea. Escritura singular: Mayorga filosofa diseñando tramas y personajes, pero también sabe insuflar tensión dramática –'agón' teatral– al esfuerzo categorial.

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CONSEJO ASESOR

Elisabetta Di Stefano (Università degli Studi di Palermo, Italia), Ana García-Varas (Universidad de Zaragoza), Fernando Infante (Universidad de Sevilla), Antonio Notario (Universidad de Salamanca), Francisca Pérez-Carreño (Universidad de Murcia), Monique Roelofs (Amherst College, Massachussets, EE. UU.), Miguel Salmerón (Universidad Autónoma de Madrid), Rosalía Torrent (Universitat Jaume I de Castelló), Gerard Vilar (Universitat Autònoma de Barcelona)

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Juan Alberto Sucasas Peón, 2023

© De esta edición: Universitat de València, 2023

© De la fotografía de El cartógrafo: Gerardo Sanz Martín

Coordinación editorial: Maite Simón

Diseño del interior y maquetación: Inmaculada Mesa

Diseño de la cubierta:

Celso Hernández de la Figuera y Maite Simón

Corrección: David Lluch

ISBN: 978-84-1118-200-3 (papel)

ISBN: 978-84-1118-211-9 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-212-6 (PDF)

Edición digital

Para Elisa,vida nuestra

Índice

INTRODUCCIÓN

PARTE IENTRE PENSAMIENTO Y TEATRO

1. FILOSOFÍA Y TEATRO, IDA Y VUELTA. UNA APROXIMACIÓN A JUAN MAYORGA

1.1 Entre filosofía y teatro

1.2 ¿Benjamin o Kafka?

1.3 Ética de la escritura teatral

1.4 Escenas de poder

PARTE IITRES LECTURAS: MAPAS, BARBARIE Y PODER

2. CARTOGRAFÍA TEATRAL. (UN EPÍLOGO AEL CARTÓGRAFO)

3. ESCENARIOS DE BARBARIE: HIMMELWEGYEL CARTÓGRAFO

3.1Homo fragilis

3.2Theatrum mundi

3.3Himmelweg: encubrimiento victimario

3.4El cartógrafo: la víctima como testigo

4. DE BULGÁKOV A TERESA DE JESÚS: LA ESCENA DEL PODER Y EL PODER DE LA ESCENA

4.1 Poderosas palabras

4.2 Tragedia y drama

4.3 El tercero en discordia

PARTE IIIEL PENSAMIENTO DE UN DRAMATURGO

5. JUAN MAYORGA, ENSAYISTA

5.1 Un ensayo dramático: Revolución conservadora y conservación revolucionaria

5.2 El teatro pensado (I): del actor al espectador

5.3 El teatro pensado (II): hacia una antropología fundamental

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Introducción

La obra literaria, en general cualquier creación artística, demanda interpretación. Surgida de un monólogo –soledad de la escritura; aislamiento de la autoría–, aspira a generar un diálogo: finalizada la construcción, su puerta principal permanece hospitalariamente abierta a la visita del extraño. Lector común o crítico profesional, el receptor es un tú interpelado por el yo del autor. Como si el logos de la obra se supiese estéril mientras no halle, en el epí-logo de quien lo lee, su necesario complemento. Aspiración principal de los signos escritos: léeme.

Tal destino del hecho literario, de alcance universal, adquiere redoblada intensidad en el corpus de Juan Mayorga. No solo porque practique un género de escritura, el dramatúrgico, cuyo régimen verbal consiste, de principio a fin, en el (des)encuentro de voces, en una interlocución conflictiva. También, y ante todo, porque la suya es una palabra siempre consciente de su intrínseco inacabamiento, a la espera de ser leída o escuchada. Quizá nada lo exprese mejor que una decisión editorial: la publicación de sus piezas acoge, junto al propio texto teatral, un epílogo a cargo de un filósofo. De ese modo, la unidad –autoral y textual– se enriquece al desdoblarse: dos autores, dramaturgo y pensador, y dos géneros, dramático y ensayístico. En realidad, la duplicación habitaba ya la producción mayorguiana, ella misma consistente en una doble práctica de la escritura: junto a las obras escritas para la escena, los textos reflexivos. Pero dramaturgia y filosofía, en Mayorga, no solo coexisten yuxtapuestas; más bien, se contaminan mutuamente, de suerte tal que la interrogación filosófica impregna el hecho teatral y este, a su vez, subyace, de manera más o menos velada, al discurso ensayístico. Es ese mestizaje o hibridación lo que otorga al conjunto de su producción una configuración elíptica, dialécticamente tensionada entre dos focos: teatro y filosofía; filosofía y teatro.

Mayorguiana pretende ser un añadido hermenéutico, desde la filosofía, a un corpus donde esta juega ya un papel esencial. Trazaría, modestamente, una elipse bifocalmente definida por la obra y su variación interpretativa, si bien la desigualdad entre ambos polos aconseja otra metafórica: Mayorguiana, un satélite menor cuya trayectoria orbital gira, elípticamente, en torno al doblete filosófico-teatral de Juan Mayorga. Como ocurre con la Luna, cuya humilde luminosidad es préstamo de otro astro, el comentario se sabe abocado al eclipse. Pero justamente ahí, en el eclipse de la elipse, alcanza su vocación más íntima: celebrar la excelencia, solar, de una escritura.

En su metafórica, al lado de la figura geométrica de la elipse, se impone el imaginario del mapa. Adoptándolo, Mayorguiana puede presentarse como una aproximación cartográfica, unitariamente articulada en cinco capítulos. Tres de ellos reelaboran versiones previas;1 son rigurosamente inéditos los dos restantes. El primero dibuja un mapa global, insistiendo en la inspiración a la par unitaria y dual –filosófico-literaria– del conjunto. Los otros cuatro, dependientes de aquel, cartografían territorios parciales: interpretando una pieza única (El cartógrafo) o abordando dos dípticos (Himmelweg y El cartógrafo; Cartas de amor a Stalin y La lengua en pedazos); explorando, por último, la escritura ensayística. Así, Mayorguiana, en su coherencia como libro, aspira a ser un atlas, por supuesto tentativo e inconcluso, de un universo literario in fieri. Presupone y reafirma el reconocimiento y la admiración hacia una obra extraordinaria.

1. «Filosofía y teatro, ida y vuelta. Una aproximación a Juan Mayorga», Pensamiento 291, 2020, pp. 1079-1100. «Escenarios de barbarie: Himmelweg y El cartógrafo», Cuadernos Hispanoamericanos 841-842, 2020, pp. 32-45. Por su parte, «Cartografía teatral» apareció como epílogo de la edición separada de El cartógrafo (Segovia, La uÑa RoTa, 2017, pp. 105-128).

Parte IEntre pensamiento y teatro

Unas personas se separan de otras para representar ante estas posibilidades de la existencia humana. Es un desdoblamiento asombroso. Da que pensar. En ese separarse y ponerse enfrente para representar la vida, los actores abren un conflicto. A esa escisión conflictiva llamamos teatro (Mayorga, 2016: 87).

De procederse a un inventario, más o menos exhaustivo, de los temas mayores que, en el transcurso de dos milenios y medio, han ocupado a la filosofía occidental, muy probablemente el hecho teatral no se contase entre ellos. Sin estar por entero ausente del logos filosófico, el logos teatral parece haber sido, para aquel, objeto de una atención, si no marginal, sí al menos periférica.

No obstante, aun asumiendo esa presencia modesta, no cabría desdeñar el binomio filosofía-teatro proclamando su insignificancia. Cuando menos por cuatro órdenes de razones.

En primer término, la relativa frecuencia con que los filósofos han emprendido una meditación sobre el teatro. El repertorio, sin resultar abrumador, es a todas luces significativo; limitémonos a algunas referencias señeras: desde la crítica platónica del arte (República), incluido el escénico, y la tematización aristotélica de la tragedia (Poética), pasando por Rousseau (Carta a d’Alembert sobre los espectáculos), Lessing (Dramaturgia hamburguesa) y Nietzsche (El nacimiento de la tragedia), hasta propuestas de pensadores contemporáneos como Lukács (Metafísica de la tragedia), Ortega (Idea del teatro), Benjamin (El origen del drama barroco alemán), Goldmann (El dios oculto), Szondi (Tentativa sobre lo trágico) o Badiou (Rapsodia por el teatro). En esos clásicos, la dramaturgia es elucidada desde interrogantes genuinamente filosóficos, en un espacio problemático donde convergen inquietudes ontológicas (estatuto ficcional del espectáculo y su relación con lo real que dice representar), gnoseológicas (examen crítico de la pretensión de verdad inherente al teatro) y filosóficoprácticas (efectos ético-políticos de la representación). Coexisten, como es natural, con la meditación específicamente estética. Incluso cabría decir que la interpretación de lo trágico constituye una suerte de subgénero filosófico entre cuyos cultivadores se cuentan, aparte de los ya citados, algunos nombres mayores en la historia del pensamiento de los dos últimos siglos: no solo el idealismo alemán (Schelling, Hegel, Hölderlin), Schopenhauer o Kierkegaard, sino también espíritus como Unamuno, Simmel, Scheler o Jaspers.

Un segundo grupo de evidencias lo proporciona la práctica de la escritura teatral en el gremio filosófico. Sin excluir el posible precedente platónico (se dice que el filósofo, antes de devenir tal, habría escrito piezas trágicas; según la leyenda, el giro biográfico provocado por el encuentro con Sócrates le habría inducido a quemarlas), se impone destacar nombres como Séneca, Maquiavelo (La mandrágora), Voltaire, Diderot, Lessing, Marcel o Sartre. Señalemos que, en la mayoría de los casos, no estamos ante dos procesos de escritura heterogéneos e inconexos, sino más bien ante una inspiración unitaria que se bifurca en dos modalidades textuales.1 Un indicio de afinidades latentes entre logos filosófico y logos teatral.

Lo confirma, en tercer término, la densa presencia de la filosofía, de sus interrogantes y perplejidades, en buena parte de la producción dramática de la Weltliteratur. La tragedia ática habría inaugurado una «contaminación filosófica» de la escena que, en el curso de los siglos, no ha cesado de crecer, haciendo que la dialéctica de la idea haya discurrido pareja al agón dramático. Baste evocar nombres como Calderón, Goethe, Schiller, Hölderlin, Ibsen, Eliot, Beckett o Buero Vallejo. Se diría que nociones cardinales en la cultura de Occidente (libertad, verdad o justicia se contarían entre ellas) se han forjado, y persisten en ello, bajo la doble tutela del discurso (filosófico) y la escena (teatral).

Pero, indiquémoslo para concluir, no solo asistimos a una penetración del trabajo del concepto en el ámbito teatral. Se da igualmente la trayectoria inversa; algunos logros mayores de la reflexión filosófica han nacido de la acogida hospitalaria de motivos oriundos de la esfera dramática: ciñéndonos a tres ejemplos, señalemos cómo la tragedia fecundó la ética aristotélica de la phrónesis o, mucho más tardíamente, el proyecto dionisíaco de Nietzsche, su pensamiento trágico; otro tanto hizo el Trauerspiel barroco respecto a la elaboración benjaminiana de la noción de alegoría. Pero ese préstamo, que convierte a la filosofía en deudora del teatro, no solo ha operado a nivel material, en el plano de los contenidos doctrinales, sino también en la esfera de las formas. Aunque de una manera velada, que a menudo encubrió el débito, la escritura de la filosofía evidencia, en uno de sus géneros hegemónicos, una genealogía teatral. Nos referimos, por supuesto, a la forma-diálogo: desde su fundación platónica (notablemente paradójica: el pensador que condenó la ficción artística nunca dejó de ser su fértil cultivador) hasta el polílogo derridiano, ha servido de cauce expresivo a muchos de los momentos histórico-filosóficamente mayores en la andadura de la ratio europea. En la complicidad entre escritura dialógica y esfuerzo dialéctico se condensa la simbiosis filosófico-teatral.

Esa cuádruple constatación invita a reconocer la más que notable singularidad de uno de los corpus más valiosos de nuestra literatura reciente: la obra de Juan Mayorga.

1.1 ENTRE FILOSOFÍA Y TEATRO

Matemático y filósofo, docente (de Matemáticas primero, en la enseñanza secundaria; de Dramaturgia y Filosofía, más tarde, en la madrileña Real Escuela Superior de Arte Dramático) y dramaturgo, adaptador y director de escena, miembro de grupos de investigación filosófica y asiduo conferenciante, partícipe en proyectos escénicos renovadores y animador de publicaciones vinculadas al teatro…, la personalidad intelectual de Mayorga sorprende, en primera instancia, por su extraordinaria diversidad. Con todo, en ese denso panorama, no resulta difícil reconocer dos requerimientos principales: filosofía y teatro; teatro y filosofía. Más aún, se impone afirmar que toda su actividad nace de la sinergia entre ambos territorios: Mayorga habita la frontera que, a la par, los vincula y diferencia, convencido de «hasta qué punto los caminos del teatro y la filosofía son para mí uno solo» (Mayorga, 2016: 13).2

Primera evidencia: la duplicidad del corpus mayorguiano. Por un lado, la ensayística filosófica: una espléndida monografía sobre Walter Benjamin, Revolución conservadora y conservación revolucionaria, que versiona su tesis doctoral de 1997, y la extensa recopilación Elipses. Por otro, la producción dramática: tratándose de un corpus en formación, sería prematuro, e imprudente, presagiar su alcance íntegro; limitémonos a señalar que la edición de sus obras mayores hasta 2014 (que no incluye ni las piezas breves ni las numerosas adaptaciones) configura un voluminoso libro, ¡de casi ochocientas páginas!3 Sin embargo, no son las dimensiones cuantitativas, por significativas que en sí mismas resulten, clave principal para elucidar el proyecto intelectual, filosófico-teatral, de Mayorga. Lo esencial reside, más bien, en el dato cualitativo de que allí confluyen, sin por ello renunciar a sus respectivas idiosincrasias, lo filosófico y lo teatral. ¿Síntesis?; ¿hibridación o mestizaje?; ¿sinergia?; ¿contaminación recíproca?; ¿maridaje?; ¿interdisciplinariedad?… Quizá aporte mayor iluminación una metáfora muy querida del Mayorga matemático:4 las dos vertientes o sectores de su obra trazan una elipse cuyos dos focos serían filosofía y teatro. «Filosofía y teatro»: en ese sintagma importaría tanto la conjunción que los une («y») como los dos sustantivos que lo integran.

De hecho, Mayorga encarnaría ejemplarmente (un poco a la manera en que Hölderlin y Nikolái Leskov lo fueron para Heidegger y Benjamin, respectivamente, en tanto que referentes modélicos para determinar la naturaleza de la poesía y de la narración)5 el binomio filosofía-teatro que intentamos abordar desde el comienzo. En cada uno de los cuatro aspectos señalados.

En primer lugar, la adopción del hecho teatral, en toda su complejidad (no solo estética, también –quizá se impusiese decir: ante todo– ético-política), como objeto privilegiado de reflexión. De ello ofrecen abundante confirmación los textos de Elipses, que vuelven reiteradamente sobre su naturaleza específica y su función histórica. En ambos aspectos, la complicidad con la filosofía es decisiva. Desde supuestos mayorguianos, la raíz común de esas dos prácticas culturales reside en su vocación política. Grecia sería, también aquí, referencia fundacional: en la polis ateniense nacieron, o adquirieron temprano pero maduro desarrollo, filosofía y teatro; allí prosperaron dos modos dialógicos del habla, en forma de discusión pública en el ágora (interlocución socrática que el discípulo adaptaría a la escritura) o de agón trágico en el proscenio. Esa confrontación en el medio verbal conservaría, en nuestro presente cívico, toda su vigencia. Si el proyecto de la filo-sofía anhela una episteme apta para acallar el bullicio de la doxa dominante en el espacio público, no otro es el designio del teatro. Desvelar, sobre el escenario, la falacia del poder y sus acólitos: «Olvidan que el teatro nació precisamente para interrogar a los dioses. Y para desenmascarar a los hombres que se disfrazan de dioses» (Mayorga, 2016: 131).6

Asimismo, en segundo término, por la masiva presencia de lo filosófico en la escritura teatral de Mayorga, un filósofo que escribe –y dirige– teatro. Ya desde los títulos de algunos de sus textos, que bien pueden «citar», en una intertextualidad filosófico-teatral no exenta de intención irónica («Emmanuel Can» es, en El jardín quemado y La paz perpetua, nombre de perro), textos canónicos (La paz perpetua; Manifiesto comunista) o momentos decisivos (Angelus Novus remite al dibujo de Klee que inspiró a Benjamin su ángel de la historia) de la historia de la filosofía, o aludirlos de manera implícita (así, la pieza Tres anillos remite al Natán el sabio, obra filosófico-teatral de Lessing que Mayorga adaptará); igualmente, un término tan repleto de connotaciones categoriales como Justicia da nombre a una pieza breve. Otro tanto ocurre con nombres de personajes: Blumenberg en El traductor de Blumemberg o la viuda Kolakowski en Concierto fatal de la viuda Kolakowski. Para no demorarnos en la frecuencia con que interrogaciones filosóficas clásicas (sobre la existencia de Dios, por ejemplo) o contemporáneas (en El chico de la última fila se reitera el dilema planteado por George Steiner en un célebre ensayo: ¿Tolstói o Dostoyevski?) se inmiscuyen en el intercambio dramático. No obstante, lo esencial no reside en esos momentos lúdicos o de ironía intertextual, sino en la masiva presencia, en forma por supuesto dramatizada, de cuestiones filosóficas en la dramaturgia de Mayorga. Incluso cabría decir que esta consiste, fundamentalmente, en metabolizar, para la escena, motivos filosóficos. Acaso la trinidad Verdad-Memoria-Justicia sea el sustrato categorial que discretamente vertebra ese corpus teatral.

Conviene, empero, despejar un posible equívoco: Mayorga no es solo un filósofo que reflexiona sobre el teatro y escribe teatro; tampoco sería suficiente añadir que lo filosófico habita su escritura teatral. En él, el nexo filosofía-teatro es de ida y vuelta: en lugar de establecer un vínculo disimétrico, donde lo filosófico mantuviese una hegemonía incuestionada, promueve más bien un préstamo recíproco, un vaivén perpetuo entre dos espacios, el lógico y el escénico. No solo, pues, un injerto de nociones filosóficas en la representación teatral o la sostenida meditación sobre esta; también la impronta, clandestina pero rotunda, de la poética teatral en la escritura filosófica.

Algo que ilustra paradigmáticamente el estudio monográfico sobre Benjamin. En apariencia, estaríamos ante un escrito que, siguiendo convenciones de la prosa académica (no en vano en su origen está una tesis doctoral), se adentra en la intrincada propuesta filosófica de uno de los grandes clásicos de la pasada centuria, Walter Benjamin; la interpretación recurriría a una metódica comparativa, pues el universo categorial del filósofo alemán es confrontado con los de tres hermanos enemigos (Ernst Jünger, Carl Schmitt y Georges Sorel). A ese triple paralelo se añadiría, en el último capítulo de la obra («VI. El topo en la historia: la esperanza en un mundo sin progreso») (Mayorga, 2003: 241-257), una aproximación, en sintonía con la lectura benjaminiana, al universo narrativo de Kafka. Exceptuando de momento el tratamiento de este, la estructura de la obra promueve tres parejas filosófico-políticas: Benjamin-Jünger, Benjamin-Schmitt y Benjamin-Sorel. ¿Mero balance de coincidencias y divergencias entre un selecto puñado de contemporáneos? Sin dejar de serlo, le subyace, alentando su despliegue discursivo, un enfoque dramático: Mayorga se propone reconstruir, en efecto, el drama de la modernidad y, en orden a lograrlo, pone en pie una escena categorial donde un personaje principal (Benjamin) es confrontado con tres antagonistas. Las afinidades que con cada uno de ellos sin duda mantiene, a pesar de innegociables diferencias, no hacen sino potenciar el pathos dramático del constructo. Dicho de otro modo: permitiendo que la escritura filosófica se contagie de un aliento dramatúrgico, Mayorga propone, sin por ello abandonar el elemento del concepto, un agón filosófico-teatral. Y, en consecuencia, consiente que la escritura teatral contamine, sin abolirla, la lógica de la escritura filosófica. Revolución conservadora y conservación revolucionaria sería, en el fondo, un texto cripto-teatral. Algo ya sugerido por el propio título, en una suerte de retruécano semántico.

Digamos que tal «teatralización» o «dramatización» de la filo-sofía domina el talante intelectual de Mayorga, también cuando cultiva el ensayo: al igual que en la sala teatral se contraponen, antitéticamente, personajes que encarnan posiciones existenciales y políticas irreductibles, sin síntesis apaciguadora, la escritura filosófica de Mayorga rehúye el tono doctrinario o dogmático al que tan proclive ha sido, cuando se dejó seducir por la compulsión al sistema, el logos filosófico. Y no para recaer en un relativismo escéptico: la voluntad de verdad, irrenunciable, subyace a todo su discurso, pero el sentido crítico (y, lo que es más valioso, incondicionalmente auto-crítico) impide que ese anhelo, absolutamente filo-sófico, se pervierta en una prematura proclamación de la Verdad allí donde la interrogación mantiene su desafiante incertidumbre. Nada, pues, de teatro de tesis: el hecho teatral no puede importar una verdad venida de fuera (del continente filosófico), porque ese exterior nunca deja de ser fiel a la irreversible problematicidad de cualquier presunta certeza. En formulación programática:

Cuando escribo en modo alguno me pongo en la situación «Soy un escritor de izquierdas». Todo lo que intento es ejercer mi libertad. Ese empeño, previo a cualquier posición política concreta, es una posición política. Creo que antes que predicar la libertad hay que ejercerla, y que el modo natural en que un artista contribuye a la extensión de la libertad –y combate el autoritarismo y la docilidad– es ejerciendo la suya (Mayorga, 2016: 83).7

A través de un teatro filosófico y una filosofía dramatizada, en insistente travesía de ida y vuelta, Mayorga pone en práctica una convicción nuclear, la única que es objeto de adhesión categórica: una voluntad de verdad indisolublemente ligada al imperativo de (auto-)crítica.

1.2 ¿BENJAMIN O KAFKA?

Se ha vuelto tópico, entre estudiosos, críticos y comentaristas, caracterizar el corpus literario de Mayorga como un «teatro benjaminiano». Sin duda, no escasean razones para ello: al lado de préstamos literales y citas más o menos encubiertas que salpican sus piezas, argumentos, situaciones y personajes dramatizan motivos extraídos del autor del Passagen-Werk. Entre los temas mayores de esa dramaturgia se cuentan, en efecto, algunos de los principales nudos problemáticos del corpus benjaminiano: la superposición, que el crítico de la cultura ha de evidenciar, de barbarie y civilización en los hechos culturales; el anhelo de redimir el lenguaje –degradado, para decirlo bíblicamente, tras la Caída y la Catástrofe babélica– y el papel que en esa restauración desempeñaría la práctica de la traducción; la urgencia de recuperar la memoria de los vencidos y, por tanto, exhumar el pasado sepultado por el dominio (no solo político, también historiográfico) de los vencedores; la contraposición entre objetividad historiográfica y memoria mesiánica; la desolada imagen de la historia como escenario de una interminable acumulación de dominación del hombre por el hombre; los efectos devastadores, en la modernidad tardía, de la tecnificación de la existencia… El propio dramaturgo no oculta el papel que en su producción juega el filósofo alemán como presencia tutelar:

Soy deudor de Benjamin, hasta el punto de que la autointerpretación de mi trabajo le es deudora. Hay motivos, estrategias y fines de mi trabajo, tanto filosófico como teatral, que han sido ahormados por Benjamin. Por ejemplo, la figura de la traducción que es fundamental en mi teatro, la meditación sobre la violencia, la centralidad del pasado fallido, todos esos son motivos benjaminianos.8

Resultaría imposible poner en entredicho ese vínculo genealógico. Sin embargo, bien podría ocurrir que otra figura capital del pasado siglo, que despertó la pasión interpretativa de Benjamin y ha acompañado la trayectoria creadora de Mayorga, desplazase a aquel, sin por ello expulsarle, de su privilegiada posición. Nos referimos a Franz Kafka.

Mayorga le ha consagrado dos ensayos soberbios,9 en los que ofrece variaciones sobre un único tema: el poder, visto desde la perspectiva de quien, careciendo de él, lo sufre. Poder sufrido, que no ejercido: tal es –según Mayorga– el corazón de lo kafkiano. La grandeza de Kafka no consistiría sino en la asunción, lúcida y consciente, de su inextirpable pequeñez, pero no en la forma de una aceptación resignada, de cuño estoico, sino como reivindicación consciente y deliberada, como paradójico proyecto del impotente:

Si Kafka ha sido elevado a la categoría de primer testigo de la modernidad quizá sea porque la indiferencia y el miedo son las experiencias fundamentales del hombre moderno. En Kafka se reducen a una sola, la experiencia kafkiana fundamental: la experiencia que hace del poder el que no lo tiene, el impotente. La experiencia de la humillación –que no es la experiencia de la humildad–. Lo asombroso es que Kafka hace de esa experiencia fundamento de esperanza.

El gran tema de Kafka es el poder (Mayorga, 2003: 243-244).

Proponemos considerar la última frase de la cita como una confesión indirecta: mi [de Juan Mayorga] gran tema es el poder. Dos corpus literarios, los de Kafka y Mayorga, vendrían a ser sendas ondas expansivas que se propagan (narrativa, diarística y epistolarmente en Kafka; dramatúrgica y filosóficamente en Mayorga) desde un texto fundacional del primero, la Carta al padre.10 El nexo paterno-filial escenifica ahí, desde la experiencia vivida del hijo, la desigualdad irreductible entre un sujeto que encarna la Ley inflexible, e inflexiblemente culpabilizadora, y otro a quien corresponde identificarse, en el desamparo de su carne, con la culpa humillante. Lo notable de Kafka, insiste Mayorga, reside en que no propone invertir esa intersubjetividad signada por la dominación (en lo trágico kafkiano, exento de pulsiones violentas, no juega papel alguno el parricidio), sino iluminarla, y en la medida de lo posible propiciar su extinción, a partir de una fidelidad incondicional al punto de vista del dominado. De ahí las figuras de la debilidad que, en forma humana o animal (el bestiario es uno de los ingredientes irrenunciables del imaginario kafkiano), pueblan los relatos del praguense. De ahí, también, la relevancia del animal (el Mono Blanco de Últimas palabras de Copito de Nieve y la Harriet de La tortuga de Darwin son sus paradigmas, acompañados por las presencias caninas de La paz perpetua) en las creaciones de un Mayorga empeñado en denunciar «la aniquilación moral y física de los seres humanos; la animalización de los hombres, su reducción a cuerpo vulnerable» (Mate y Mayorga, 2002: 103).11

De Kafka se ha dicho, insistentemente, que su modo existencial predominante fue la soledad. Lo corroboraría el testimonio de Gustav Janouch:

–¿Tan solo se siente?

Kafka asintió.

–¿Igual que Gaspar Hauser?

Kafka rio y dijo:

–Mucho peor que Gaspar Hauser. Yo estoy solo… como Franz Kafka (Janouch, 1997: 135).12

Si bien esa experiencia de la soledad pudo marcar la biografía kafkiana, lo cierto es que, en su analítica del poder según la óptica del vencido o humillado, Kafka no estuvo solo. La suya fue una intuición compartida. Quienes la asumieron no formaban una tendencia cultural organizada, menos aún una escuela… ni siquiera un grupo generacional. Sin embargo, desde su aparente dispersión, esa pléyade de espíritus constituyó lo que, valiéndonos de un término del léxico benjaminiano, bien podríamos denominar una constelación. La integraron personalidades que, provenientes del judaísmo emancipado, articularon una crítica del poder, de su capacidad destructiva de la subjetividad humana, desde supuestos ético-políticos, más o menos implícitos (en algunos casos, así ocurre con Simone Weil, esa fidelidad al judaísmo diríase inconsciente, involuntaria: en la superficie de sus escritos, Israel es objeto de un rechazo incondicional), de la tradición hebrea. Con otras palabras: supieron extraer de la experiencia del exilio y la apatridia, de la supervivencia comunitaria sin Estado pero fiel al Libro, un non serviam exento de violencia.

A esa quimera de una «superación política de la política» oponen los apologetas de la debilidad otro programa: únicamente cabe sustraerse a la lógica del poder, a su congénita perversidad, reivindicando la perspectiva de quien lo sufre, del débil o impotente, del vencido. El precio a pagar consiste en la renuncia incondicional a cualquier ejercicio de la fuerza. Pero, entonces, ¿qué resta de la necesidad, a todas luces evidente, de un aparato institucional regulador, y transformador, del vivir-juntos? Tal es el talón de Aquiles del paradigma de la impotencia. También representa la frontera que excluye a Benjamin de su constelación: no porque él no reivindique los derechos del vencido (su filosofía política nunca pretendió otra cosa), sino porque al hacerlo políticamente estaría perpetuando el mal que se propuso erradicar.

La antinomia (condena del poder, sea cual sea, en tanto que modo de dominación versus necesidad del poder como instancia articuladora del hecho social) es, más que probablemente, irresoluble. Esa extrema problematicidad habita la dramaturgia de Mayorga. Pero en ella prevalece, si nuestra lectura es acertada, el enfoque kafkiano (no abandonar jamás la posición del dominado y, en consecuencia, abstenerse de toda complicidad con el poder) sobre el benjaminiano (recurrir a la buena violencia –la revolucionaria y mesiánica: «divina», llegará a afirmar Para una crítica de la violencia– para instaurar definitivamente, en un estado social donde se aproximan, hasta la indistinción final, las promesas de las revoluciones modernas y el imaginario de la paz mesiánica, un orden social ajeno a toda violencia).

¿Temas benjaminianos en el teatro de Mayorga? Sin duda, pero filtrados por un tamiz kafkiano, que los transforma. Con otras palabras: aquellos serían sub-temas que, a manera de planetas y satélites, describen sus respectivas trayectorias alrededor de una presencia solar, la crítica del poder. Ese sería el tema de Mayorga. En tal medida, su obra, la integridad del corpus, constituiría un vástago tardío de la constelación o tradición de la impotencia, respecto de la cual Kafka representa el momento constituyente y su Carta al padre el texto fundacional. (Aunque su prehistoria remita, como sugerimos, a la tradición ético-religiosa del judaísmo).

Así pues, la crítica (no-política) del poder, la reivindicación de la impotencia, instituye el centro inspirador:

Kafka renuncia a negociar con el poder, así como a combatirlo. Dedica todas sus fuerzas a apartarse de él. Ese es el punto en que su fragilidad se convierte en tenacidad. […]

La tenacidad de Kafka se orienta a separarse de todo poder. Ello implica restarse todo poder a sí mismo. En este sentido puede entenderse su afirmación de que nunca se expondría «al riesgo de ser padre». Pues serlo es participar del pecado hereditario del poder, que se adscribe al padre a través del hijo. […]

A su juicio, la vida solo ofrece dos posibilidades: «Volverse infinitamente pequeño o serlo. Lo segundo es perfección, o sea, inactividad; lo primero, comienzo, es decir, acción». […] Se refiere sobre todo a la estrategia de metamorfosearse en algo pequeño, es decir, en algo impotente. […]

El miedo del topo transforma a Kafka en topo. Kafka se identifica con los humillados. Desde el punto de vista de los humillados escribe su obra.

La opción por este punto de vista se fundamenta en que solo lo pequeño puede librarse del poder (Mayorga, 2003: 248-251).14

Esa rehabilitación de la impotencia opera en una doble dimensión dentro de la producción teatral. Desde un punto de vista material o de contenido, se traduce en la representación dramatúrgica del poder, en forma de intersubjetividad dual, acentuadamente bipolar y asimétrica, donde se enfrentan, sin mediación posible, poderoso e impotente. Pero, a nivel formal, promueve una paradójica ética de la escritura teatral, de suerte tal que la impronta kafkiana no se limita a dar voz, sobre la escena, al desposeído de todo poder, sino que contagia la propia voz del autor, la escritura de Juan Mayorga.

Comenzaremos por esa singular asunción de la autoría, asintóticamente tendente al debilitamiento y la renuncia.

1.3 ÉTICA DE LA ESCRITURA TEATRAL

Mal de autor; desazón de la autoría. Así podemos enunciar la peculiar relación, recelosa y (auto-)crítica, que el Mayorga dramaturgo mantiene con su propia vocación literaria. Como si la escritura hubiese de estar siempre bajo sospecha.15 ¿Cuál puede ser su mal congénito, su pecado original?

Justamente, el denunciado por la constelación de la impotencia: no hay creación literaria donde, cualquiera que sea su contenido, no asome un gesto de poder, ante todo en virtud del monopolio de la palabra que la soledad de la escritura presupone y perpetúa. Leer, o asistir a una representación escénica, supone someterse, en cuanto receptor de la obra, a lo dicho por otro, sumiéndose el lector, o espectador, en una situación de estricta heteronomía. Ubi auctor, ibi auctoritas. Sus afinidades electivas con Kafka impiden a Mayorga asumir con buena conciencia su condición de autor; sin renunciar a la escritura, ha introducido en su práctica un momento, determinante, de inquietud o resquemor, en virtud del cual su literatura vive del permanente auto-cuestionamiento, como si cada frase hubiese de coexistir con la amenaza de su borrado o surgiese de la borradura de las que la precedieron… a la espera de ulteriores borrados.

¿Auctor sine auctoritate? Ese lema formula un programa de imposible ejecución, condenado a la aporía. En lugar de eludirla, Mayorga la incorpora a su trabajo literario, sometido a la infinita tensión entre un momento afirmativo (lo dicho por el dramaturgo o ensayista) y la erosión irrenunciable de la negatividad.16 Como si hubiese de resultarles posible hablar y callar, o desdecirse, a la vez, dramaturgia y ensayística se instalan, con trágica lucidez, en ese double bind. Hasta esbozar una utopía de la escritura, consistente en depurar la palabra de su designio autoritario y, purificada, devolverle su complicidad con el silencio. Se diría que el acto de nombrar, exento de violencia, debiese rendir tributo a lo que resta innominado. Desafío abisalmente aporético: ¿cómo poner en pie un habla silenciosa, una escritura cuyos trazos respetasen la blancura virginal de la página? Esa cura de humildad, fomentadora de una ascética literaria, se alía con un imperativo heterológico, cuyo cometido principal es operar una fisura en la identidad del escritor y, a través de ella, permitir que la irrupción del Otro desquicie el ensimismamiento, proclive al dominio, de la palabra solitaria. (Algo sin duda favorecido por una peculiaridad del hecho teatral: a diferencia de otras manifestaciones literarias, en él lo textual solo representa una de sus facetas, por decisiva que resulte).

¿Cómo se pone en obra esa voluntad de elaborar el hecho literario desde una impotencia deseada? En Mayorga, activa una metódica que comprende seis estrategias básicas.

1. El doblete teatro-filosofía posibilita que la escritura dramática se vea acompañada, con propósito vigilante, por un pensamiento (auto-)crítico. De ahí la recurrencia, a manera de leitmotiv, de esta frase: ¿quién escribe mis palabras?17 En las páginas de Elipses es objeto de una reiteración al borde de la obsesión: no se trata del motivo, teorizado por Harold Bloom, de la «ansiedad de la influencia» (aquí prevalece un narcisismo literario que reafirma, hasta la exasperación, la voluntad de originalidad y, por ende, de autoría),18 sino, muy al contrario, del auto-cuestionamiento del escritor que sabe de las trampas a que está sujeta su lábil finitud. ¿Cómo, en efecto, asegurarse de que el propio acto de escritura no vehicule, aun sin saberlo ni quererlo, estereotipos de la doxa dominante, de tal modo que, creyéndose enunciación inaugural, en realidad sea mera caja de resonancia del poder, su portavocía involuntaria? ¿Cómo, con otras palabras, alcanzar la certeza de que el habla literaria no sea, bajo su superficie creativa, un ejercicio inconsciente de ventriloquía? No caben certidumbres definitivas. Solo el trabajo incesante de la sospecha, del recelo, de la mala conciencia. Nace de la humildad: de aceptarse la extrapolación de una noción teológica al ámbito literario, podría decirse que en el corpus de Mayorga alienta una inclinación kenótica, cuyo paradigma vendría dado por el auto-vaciamiento cristológico (kénosis) que la encarnación del Hijo llevó a cabo.