Me caso en invierno - Sarah Morgan - E-Book
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Me caso en invierno E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Harper F, Historias en Femenino La familia White se reunió en la perfección nevada de Aspen para celebrar la boda relámpago de Rosie, la hija más joven, que se casaba el día de Nochebuena. Los primeros en llegar fueron Maggie y Nick, los padres de la novia. El matrimonio de su hija era un hito que estaban decididos a celebrar con entusiasmo, pero escondían un gran secreto: estaban a punto de divorciarse. Después de haber vivido separados durante seis meses, lo que menos necesitaban era verse atrapados juntos en un marco invernal incomparable e irresistiblemente romántico. Katie, la hermana mayor de Rosie, también temía esa boda. Le preocupaba que su cariñosa e impulsiva hermana cometiera un error y estaba decidida a salvar a Rosie de sí misma. Si conseguía que el apuesto padrino dejara de entrometerse en sus planes, claro. Rosie, la novia, amaba a su prometido, pero empezaba a tener serias dudas. Aunque, si ya se había desplazado toda la familia, ¿cómo les iba a decir que no estaba segura? Con el gran día acercándose y los sentimientos a flor de piel, ningún miembro de la familia White olvidaría jamás esa Navidad. ESTA NUEVA NOVELA DIVERTIDA, CONMOVEDORA Y CAUTIVADORA ES Sarah Morgan EN SU MEJOR MOMENTO. «Sarah Morgan crea un mensaje inspirador y revolucionario en un triple romance multigeneracional ambientado en la nieve». Publishers Weekly «El toque de humor elegante de Sarah Morgan dejará a los lectores con una sensación de optimismo y satisfacción». Publishers Weekly

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Me caso en invierno

Título original: A Wedding in December

© 2019 Sarah Morgan

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicada originalmente por HQN Books

© Traductor: Ángeles Aragón López

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Harlequin Enterprises Limited

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com, iStock y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-1897-609-4

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Maggie

Katie

Maggie

Rosie

Katie

Rosie

Maggie

Katie

Rosie

Maggie

Katie

Maggie

Katie

Rosie

Katie

Maggie

Rosie

Katie

Rosie

Maggie

 

 

 

 

 

Este libro está dedicado a Manpreet Grewal, una inspiración en todos los sentidos

Maggie

 

 

 

 

 

Cuando sonó el teléfono a las tres de la mañana, sacándola de un sueño que necesitaba desesperadamente, lo primero que Maggie pensó fue que eran malas noticias.

Su mente recorrió rápidamente las distintas posibilidades, empezando con la peor de todas. Muerte o, al menos, un accidente de los que cambian la vida, con policía y ambulancias.

Con el corazón latiéndole con fuerza y la mente nublada, agarró el teléfono, que descansaba encima de una pila inestable de libros. El nombre de la pantallita no la tranquilizó en absoluto.

Su hija menor tenía algún problema.

—¿Rosie? —preguntó.

Buscó a tientas la luz y se sentó en la cama. El libro que leía al quedarse dormida cayó al suelo y esparció el montón de tarjetas navideñas que había empezado a escribir la noche anterior. Había elegido una postal invernal con árboles cargados de nieve. Hacía casi una década que no veían ni un solo copo de nieve el día de Navidad y a menudo hacían bromas con que era una suerte llamarse White de apellido porque eso era lo más parecido que tenían a unas Navidades blancas.

Se acurrucó debajo de la manta con el teléfono.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó. La distancia física entre Rosie y ella le producía frustración e impotencia.

Todo el mundo decía que los viajes globales volvían el mundo más pequeño, pero a Maggie no se lo parecía. ¿Por qué no podía haber continuado su hija sus estudios más cerca de casa? Oxford, con sus famosos chapiteles y su antigua universidad, estaba a pocos kilómetros. Rosie había estudiado allí la licenciatura y después un máster. A Maggie le había gustado tenerla cerca. Habían paseado juntas al sol por calles adoquinadas, al lado de edificios antiguos de color de miel, y habían caminado por Christchurch Meadows, llenos de narcisos amarillos. Habían seguido el perezoso meandro del río y animado a los remadores en las regatas. Maggie había albergado la esperanza de que su hija se quedara cerca, pero, después de la graduación, a Rosie le habían ofrecido una beca para un programa de doctorado en Estados Unidos.

—¿Te lo puedes creer, mamá?

El día que había recibido la noticia, Rosie había bailado por la sala de estar, con el pelo agitándose en torno a su cara. Había girado hasta marearse y Maggie se había mareado también de verla.

—¿Estás orgullosa de mí?

Maggie estaba orgullosa y consternada a partes iguales, aunque, por supuesto, había ocultado la consternación. Eso era lo que había que hacer cuando eras madre.

Hasta ella veía que era una oportunidad demasiado buena para rechazarla, pero aun así, una pequeña parte de ella había querido que Rosie la rechazara. El vuelo transatlántico desde el nido dejaba a Maggie con el recurso de los emails, Skype y las redes sociales, y ninguna de las tres cosas le resultaba plenamente satisfactoria. Y menos en plena noche. ¿Rosie solo llevaba cuatro meses fuera? Porque daba la sensación de que hiciera una vida entera desde que Maggie la había llevado al aeropuerto un día de verano abrasador.

—¿Es el asma? ¿Estás en el hospital? —preguntó.

¿Qué podía hacer ella si Rosie estaba en el hospital? Nada. La ansiedad era una acompañante constante, sobre todo en aquel momento.

Si hubiera sido Katie, su hija mayor, la que se hubiera ido a otro país, quizá Maggie no se habría angustiado tanto. Katie era fiable y sensata, pero ¿Rosie? Esta siempre había sido impulsiva y aventurera.

—No estoy en el hospital. No empieces.

Solo entonces captó Maggie el ruido de fondo. Había vítores y gritos de alegría.

—¿Tienes el inhalador ahí? Pareces estar sin aliento —comentó.

Aquel ruido le despertó recuerdos de Rosie con los ojos saltones y los labios manchados de azul. Del sonido sibilante que producía el aire al luchar por abrirse paso por sus vías respiratorias estrechadas. De ella, Maggie, llamando a Urgencias con manos que casi temblaban demasiado para sostener el teléfono, del terror brutal que la invadía y que ocultaba a su hija. Había aprendido que la calma era importante aunque fuera fingida.

Aquello no había cambiado tampoco cuando Rosie había pasado de niña a adulta.

Algunos niños superaban el asma. Rosie no.

Cuando estaba en la universidad, había ido un par de veces a fiestas sin el inhalador. Y tras unas horas de baile, había terminado en Urgencias. Eso también había incluido llamadas a las tres de la mañana y Maggie había salido corriendo para ir a su lado. Y esos eran solo los episodios que ella conocía. Estaba segura de que había habido muchos más que Rosie no le había contado.

—Estoy sin aliento porque estoy contenta. Tengo veintidós años, mamá. ¿Cuándo vas a dejar de preocuparte?

—Me temo que nunca. Tu niña es siempre tu niña por muchas velas que haya en su tarta de cumpleaños. ¿Dónde estás?

—Estoy con la familia de Dan en Aspen, pasando Acción de Gracias, y tengo noticias.

Guardó silencio y Maggie oyó tintineo de vasos y la risa contagiosa de Rosie. Era imposible oír esa risa y no querer sonreír también. El sonido contrastaba con el silencio del dormitorio de Maggie.

Una ráfaga de aire le enfrió la piel. Se levantó y tomó la bata del respaldo de la silla. Honeysuckle Cottage parecía idílica desde el exterior, pero tenía muchas corrientes. La ventilación era un alivio en agosto, pero congelaba hasta los huesos en noviembre. Antes de considerar venderla, tendría que hacer algo con el aislamiento. El encanto histórico, las rosas trepadoras y la vista del parque del pueblo no compensaban la congelación.

O quizá no era la casa la que estaba fría. Tal vez fuera ella.

La envolvió una ola de tristeza y luchó por esquivarla.

—¿Qué ocurre? ¿Qué noticias? Parece que tenéis una fiesta.

—Dan se ha declarado. Te juro que no me lo esperaba. Nos estábamos turnando para decir por qué estamos agradecidos y cuando le ha tocado a él, me ha mirado raro, ha puesto una rodilla en el suelo y… ¡Mamá, nos vamos a casar!

Maggie se sentó con fuerza en el borde de la cama, olvidado ya el aire frío.

—¿A casar? Pero Dan y tú solo hace unas semanas que estáis juntos…

—Once semanas, cuatro días, seis horas y quince minutos. No. espera, dieciséis. Digo diecisiete —Rosie reía y Maggie intentó reír con ella.

¿Cómo debía lidiar con aquello?

—Eso no es mucho tiempo, hija —pero sí era acorde con la forma de ser de Rosie, que saltaba con entusiasmo de un impulso a otro.

—Sé que estamos hechos el uno para el otro, lo sé. Y tú lo entenderás porque a ti te pasó lo mismo con papá.

Maggie miró una mancha de humedad en la pared.

«Dile la verdad».

Movió los labios, pero no consiguió pronunciar las palabras. No era un buen momento. Tendría que haberlo hecho meses atrás, pero había sido muy cobarde.

Y ya era demasiado tarde. No quería ser la asesina de momentos felices.

Ni siquiera podía decir: «Eres demasiado joven», porque ella había tenido a Katie con esos años. Lo cual, básicamente, la convertía en una hipócrita. ¿O la convertía en alguien con experiencia?

—Acabas de empezar el doctorado…

—No lo voy a dejar. Puedo estudiar estando casada. Muchos lo hacen.

Maggie no podía discutir eso.

—Me alegro por ti —dijo. ¿Parecía contenta? Se esforzó más—. ¡Yuju!

Pensaba que había superado las partes más duras de la maternidad, pero resultaba que todavía la esperaban sorpresas. Rosie ya no era una niña, tenía que permitirle tomar sus propias decisiones. Y cometer sus propios errores.

—Sé que todo esto es un poco rápido —dijo su hija—, pero te gustará Dan tanto como a mí. Dijiste que te había caído bien cuando hablaste con él.

Pero hablar con alguien en una videollamada no era lo mismo que conocerlo en persona, ¿verdad?

Maggie se tragó todas las palabras de advertencia que se agitaban en su interior. No se iba a convertir en su propia madre ni a lanzar nubes que oscurecieran los momentos luminosos.

—Me pareció encantador y me alegro por ti. Si no lo parece, es porque aquí es de noche y ya sabes cómo soy cuando me acabo de despertar. Cuando he visto tu nombre en la pantallita, me he asustado pensando que tendrías asma.

—Hace siglos que no tengo asma. Siento haberte despertado, pero quería darte la noticia.

—Me alegro de que lo hayas hecho. Cuéntamelo todo —pidió Maggie.

Cerró los ojos e intentó fingir que su hija estaba con ella en la habitación y no a miles de kilómetros de distancia.

No había motivo para ceder al pánico. Aquello era un compromiso, nada más. Quedaba tiempo de sobra para que decidieran si eso era lo mejor para ellos.

—Lo celebraremos cuando tu hermana y tú vengáis por Navidad. ¿Crees que querría venir Dan? Estoy deseando conocerlo. Podemos dar una fiesta, invitar a los Baxter y a todos tus amigos de la universidad y del instituto —dijo Maggie.

Planear le subía el ánimo. La Navidad era su época favorita del año, la única ocasión en la que se reunía toda la familia. Hasta Katie, que llevaba una vida ajetreada como doctora, solía arreglárselas para pedir y negociar unos días en Navidad a cambio de cubrir el difícil turno de Año Nuevo. Maggie estaba deseando pasar tiempo con ella. Tenía la molesta sospecha de que su hija mayor la esquivaba. Siempre que Maggie sugería que se vieran, Katie ponía una excusa, algo poco habitual en ella, que nunca rehusaba un almuerzo gratis.

La Navidad les daría ocasión de charlar un poco más.

En opinión de Maggie, Oxford era el lugar perfecto para pasar esas fiestas. Cierto que era improbable que nevara, pero ¿qué mejor que un paseo después de comer oyendo el repique de las campanas en un día vigorizante y frío de invierno?

Prometía ser ideal, aparte de una complicación.

Nick.

Maggie todavía no había pensado cómo iba a lidiar con eso.

Quizá un compromiso fuera justo lo que necesitaban para cambiar el foco de atención.

—Navidad es una de las cosas de las que quiero hablarte —Rosie parecía vacilante—. Pensaba ir a casa, pero como Dan me ha pedido matrimonio… Bueno, a ninguno nos apetece esperar y ya hemos fijado la fecha. Nos vamos a casar el día de Nochebuena.

Maggie frunció el ceño.

—¿Del año que viene?

—No, de este año.

Maggie contó los días y casi le explotó el cerebro.

—¿Quieres casarte en menos de cuatro semanas con un hombre al que apenas conoces?

Rosie siempre había sido impulsiva, pero aquello no era un juguete de peluche que pudiera abandonar a los pocos días ni un vestido que luego resultara no ser del color apropiado. El matrimonio no era algo que se pudiera devolver. No había razón para correr, a menos que…

—Hija…

—Sé lo que estás pensando y no es eso. No estoy embarazada. Nos vamos a casar porque estamos enamorados. Yo lo adoro. Nunca he sentido esto por nadie.

«Lo conoces muy poco».

Maggie cambió de postura, miserablemente consciente de que conocer bien a alguien no te inoculaba contra los problemas.

—Me alegro mucho por ti —resultaba que podía fingir alegría con tanta convicción como podía fingir calma—. Pero yo no podría organizar algo con esa rapidez. Hasta una boda pequeña requiere meses de preparativos. Cuando Jennifer Hill se casó en verano, su madre me dijo que tuvieron que contratar al fotógrafo con más de un año de antelación. ¿Y dónde se quedaría la gente? Es Navidad. Todo estará lleno, y aunque lográramos encontrar algo, costaría una fortuna en esta época del año.

¿Cuántas personas podían hospedarse en Honeysuckle Cottage? ¿Y qué pensaría la familia de Dan de la casa de Rosie, con sus paredes levemente torcidas y su anticuado sistema de calefacción? ¿El encanto rural inglés podía compensar por los dedos de los pies congelados? En verano, la casa era perfecta, de película, con su jardín de muros bajos y su profusión de rosas trepadoras, pero vivir allí en invierno era casi un ejercicio de supervivencia. Aun así, Aspen estaba en las Montañas Rocosas, y eso también tenía que ser muy frío en invierno, ¿no?

Tal vez la madre de Dan y ella pudieran hacerse amigas hablando de las dificultades de calentar una propiedad en invierno.

—Tú no tendrás que organizar nada —dijo Rosie—. Nos casaremos aquí, en Aspen. Me siento fatal por alterar nuestra reunión familiar habitual en casa, pero será mágico pasar las fiestas aquí. ¿Recuerdas todos los años que pasábamos Katie y yo mirando por la ventana esperando que nevara? Aquí hay más nieve de la que puedas imaginar. La Navidad en Colorado será paradisíaca. Las vistas son increíbles y tendremos unas Navidades blancas en todos los sentidos imaginables.

Navidad en Colorado.

Maggie miró las cortinas de color rosa oscuro que caían sobre el suelo de roble. Las había hecho durante las largas noches que había pasado cuidando de Rosie.

—¿No vas a venir a casa por Navidad? —¿por qué había dicho eso? Ella no se iba a convertir en una de esas madres que entierran a sus hijos en culpa—. Tienes que casarte donde y cuando quieras, pero supongo que, a nivel organización, no habrá mucha diferencia entre Aspen y esto. Para planear una boda en menos de un mes se necesita un milagro.

—Tenemos un milagro. Catherine, la madre de Dan, es organizadora de bodas. Es genial. Solo hace una hora que lo hemos decidido y ya ha hecho unas llamadas y ha encargado las flores y la tarta. Prepara bodas de famosos, así que tiene miles de contactos.

—Ah, bueno… Genial —Maggie se sentía como si se hubiera caído a un río y la arrastrara la corriente. Impotente y zarandeada por el agua—. ¿No le importa ayudaros?

—Está encantada. Y tiene un gusto impecable. Todo será perfecto.

Maggie pensó en su vida imperfecta y sintió algo que reconoció como celos. ¿Cómo podía estar celosa de alguien a quien no conocía?

Seguramente lo suyo sería una crisis de edad madura, pero, en ese caso, ¿no debería haberla tenido años atrás, la primera vez que Rosie se había ido de casa? ¿Por qué en ese momento? Padecía un síndrome de nido vacío retrasado.

Parpadeó para aclarar su visión neblinosa y se preguntó cómo podía haber pensado alguna vez que sería fácil ser madre.

Procuró concentrarse en lo práctico e hizo una lista mental de todas las cosas que tendría que hacer para cancelar la Navidad. El pastel aguantaría, y la salsa de arándanos rojos también aguantaría en el congelador. Había encargado un pavo a un granjero de la zona, pero quizá todavía pudiera cancelarlo.

Lo que no podía cancelar tan fácilmente eran sus expectativas.

La familia White siempre se reunía en Navidad. Tenían sus tradiciones, que probablemente les parecerían una locura a algunos, pero que Maggie adoraba. Decorar el árbol, cantar villancicos, hacer un puzle gigante, jugar a juegos tontos. Estar juntos. Algo que no sucedía a menudo con sus hijas ya mayores, y algo que ella esperaba con impaciencia.

—¿Se lo has dicho ya a tu hermana? —preguntó.

—Mi siguiente llamada es para ella. Aunque no es probable que conteste al teléfono, siempre está trabajando. Quiero que sea mi dama de honor.

¿Cuál sería la reacción de Katie?

—Tu hermana no se considera una romántica.

Maggie se preguntaba a veces si tanto tiempo trabajando en la sala de Urgencias no habría distorsionado el punto de vista de su hija sobre la humanidad.

—Lo sé —dijo Rosie—. Pero esto no es una boda cualquiera, es mi boda y sé que hará eso por mí.

—Tienes razón, lo hará —Katie siempre había sido una hermana mayor cariñosa y protectora.

Maggie miró la fotografía que tenía en la mesilla de noche. Las dos chicas lado a lado, rodeándose mutuamente con los brazos y mirando a la cámara con las mejillas juntas y sus sonrisas fundidas. Era una de sus fotografías favoritas.

—Sé que odias volar, mamá, pero vendrás, ¿verdad? Deseo mucho que estéis todos presentes.

Volar. Rosie tenía razón. Maggie lo odiaba.

Cuando estaba con gente y se hablaba de viajes, fingía que ella no volaba por proteger el planeta, pero en realidad se protegía a sí misma. La idea de ser propulsada por el aire en una lata de hojalata la aterrorizaba. Esto estaba fuera de su control. ¿Y si el piloto había bebido mucho la noche anterior? ¿Y si chocaban con otro avión? Todo el mundo sabía que el espacio aéreo estaba atestado. ¿Y los drones? ¿Y los ataques de pájaros?

Cuando las chicas eran pequeñas, Nick y ella las metían en el coche y las llevaban a la playa. Una vez habían tomado el ferry para cruzar a Francia y habían ido conduciendo hasta Italia. «Nunca más», había dicho Nick, después de que se vieran bombardeados con un coro de «¿Falta mucho?», durante todo el camino desde París hasta Pisa.

Y su hija esperaba que fuera en avión a las Montañas Rocosas a pasar la Navidad.

Y lo haría. Claro que lo haría.

—Estaremos allí. Nada podría impedírnoslo —Maggie se despidió mentalmente de su sueño de una Navidad familiar en la casa—. Pero ¿y el local? ¿Podréis encontrar algo en tan poco tiempo?

—Vamos a hacer la boda aquí, en su casa. La familia de Dan es la dueña del Snowfall Lodge, un hotel boutique justo a las afueras de Aspen. Me muero de ganas de que lo veas. Tiene vistas del bosque y las montañas y jacuzzis exteriores. Será el lugar ideal para pasar la Navidad. El lugar perfecto para casarse. ¡Qué contenta estoy!

El lugar ideal para pasar la Navidad era Honeysuckle Cottage.

Maggie no se imaginaba pasándola en un lugar que no conocía, con personas a las que no conocía. No solo eso, personas perfectas a las que no conocía. Ni siquiera la reconfortaba la idea de la nieve.

—Parece que habéis pensado en todo. Lo único que tenemos que hacer nosotras es pensar en la ropa que llevar.

—Umm, te iba a hablar de eso. En esta época del año hace mucho frío. Tienes que traer mucha ropa de abrigo.

—Me refería a tu ropa. Tu vestido de novia.

—Catherine me va a llevar mañana a su tienda de novias favorita. Ha pedido cita y van a cerrar la tienda solo para nosotras.

En las pocas ocasiones en las que Maggie había pensado en la boda de Rosie, se había imaginado planeándola juntas, mirando a dúo fotografías en revistas y probándose vestidos.

Ni una sola vez se le había ocurrido pensar que todo aquello sucedería sin ella.

Aunque, pensándolo bien, pocas cosas en su vida habían resultado ser como las había planeado.

Miró la cama vacía a su lado.

—Eso es… muy amable de su parte.

—Ella es amable. Dice que soy la hija que nunca ha tenido. Me mima mucho.

«Pero Rosie es mi hija», pensó Maggie. Debería ser ella quien la mimara.

Por mucho que se esforzaba, le resultaba imposible no sentirse herida y un poco resentida.

Ya se sentía más como una invitada que como la madre de la novia.

¡No! Ella no se iba a convertir en ese tipo de madre. Se trataba del día especial de Rosie, no del suyo. Sus sentimientos no importaban.

—¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Nada. Venir aquí. Catherine está deseando conocerte. Sé que te va a encantar.

Maggie se preguntó qué habría dicho Rosie de ella. «Mi madre trabaja en publicidad académica. Le encantan la repostería y la jardinería». A una organizadora de bodas de famosos aquello seguramente le parecería tan emocionante como hacer la colada.

—Yo también estoy deseando conocerla.

—¿Me pasas a papá? Quiero oír su voz.

Maggie agarró con fuerza el teléfono. No estaba preparada para eso.

—Ah… Ahora no está aquí.

—Allí es de noche. ¿Cómo puede no estar?

Maggie buscó frenéticamente una explicación plausible. Casi podía oír la voz de Nick. «Por el amor de Dios, Maggie, esto es absurdo. Es hora de decirles la verdad».

Pero la verdad era lo último que necesitaba oír Rosie el día de su compromiso.

Maggie no estropearía el gran momento de su hija.

—Ha ido a dar un paseo.

—¿Un paseo? ¿A las tres de la mañana? ¿Es que por fin habéis comprado un perro o qué?

—No. Tu padre ha estado trabajando hasta tarde y no podía dormir, pero volverá en cualquier momento —repuso Maggie, levemente sorprendida de su creatividad bajo presión. Siempre había educado a las chicas para decir la verdad y resultaba que ella mentía como una profesional.

—Dile que me llame en cuanto entre por la puerta.

—¿No será ya tarde para ti?

Se oyó un tintineo de vasos chocando y Rosie soltó una risita.

—Aquí solo son las ocho de la tarde. ¿Le dirás que me llame?

Incapaz de inventar una excusa, Maggie prometió que Nick la llamaría en cuanto llegara y, después de unas cuantas frases de alegría más, finalizó la llamada.

Permaneció un momento sentada y luego se acercó a la ventana. Fuera estaba oscuro, pero la luna enviaba un brillo fantasmal al parque del pueblo.

En verano era el lugar donde jugaban al críquet, y en invierno, los árboles estaban decorados con lucecitas pagadas por el Ayuntamiento. Había habido un clamor popular para que se desviara el tráfico del centro del pueblo.

Maggie suponía que en Aspen no tendrían esos problemas. No era probable que tuvieran que combatir la muerte del servicio local de autobuses, ni la propuesta de abrir la biblioteca solo dos veces a la semana.

Incapaz de encontrar otra alternativa, tomó el teléfono y marcó el número de Nick.

Sonó bastante rato, pero Maggie perseveró. La capacidad de Nick para dormir en cualquier circunstancia era algo que a ella le había molestado y a la vez había envidiado cuando las niñas eran pequeñas. Había sido ella la que se arrastraba desde la cama cada media hora cuando Rosie era bebé, y también había sido Maggie la que se había llevado la peor parte de los ataques de asma cuando Nick estaba en casa entre viaje y viaje.

Al final, él acabó por contestar al teléfono con un gruñido.

—Hola.

—¿Nick?

—¿Maggie? —la voz de él sonaba espesa y ella lo imaginó sacudiéndose el sueño como un oso que despertara de la hibernación.

—Tienes que llamar a Rosie.

—¿Ahora? ¿En plena noche? ¿Qué ocurre? —para ser justa, la preocupación instantánea de él resultó evidente—. ¿Está en el hospital?

—No. Tiene noticias —¿debería decírselo o dejar que se lo dijera Rosie? Al final, decidió decírselo. Nick tenía tendencia a ser brusco en sus respuestas y ella no quería que le estropeara el momento a Rosie—. Dan y ella se van a casar —oyó un tintineo de cristal y a Nick lanzando juramentos—. ¿Estás bien?

—He tirado un vaso de agua.

Nick era un profesor de Egiptología tremendamente inteligente y encantadoramente torpe con los asuntos cotidianos. Al menos a Maggie eso le había resultado encantador al comienzo, aunque se había vuelto menos encantador a medida que pasaban los años y él iba rompiendo la mitad de su vajilla de porcelana favorita. Ella solía decirle que estaba tan habituado a lidiar con fragmentos de cerámica, que no sabía cómo tratar una pieza entera.

—Dan y ella se van a casar en Colorado en Navidad.

—¿Esta Navidad? ¿La Navidad del mes que viene?

—La misma. La familia de Dan tiene un hotel de lujo, he olvidado cómo se llama.

—Snowfall Lodge.

—¿Cómo sabes eso?

—Lo mencionó Rosie cuando me contó sus planes para Acción de Gracias. ¡Dios santo! Casarse. Eso no me lo esperaba. Nuestra pequeña Rosie. Siempre haciendo lo que no te esperas —hubo una pausa y Maggie oyó crujidos de fondo y el clic de un interruptor de la luz—. ¿Cómo te sientes?

Triste. Perdida. Confusa. Ansiosa.

Maggie no sabía cuántos de esos sentimientos podía atribuir a la noticia de Rosie.

—Estoy bien —dijo. Una mentira tan grande como hacerle pensar a Rosie que Nick estaba en la cama con ella—. Es su vida y debe hacer lo que quiera.

—¿Y la Navidad qué? Sé lo importante que es para ti.

—Vamos a tener Navidad, pero no en Honeysuckle Cottage. La boda tendrá lugar en Nochebuena —ella no consiguió del todo suprimir un temblor en su voz.

—¿Vas a ir?

—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Crees de verdad que podría no ir a la boda de mi hija?

—No lo había pensado en absoluto hasta hace dos minutos, cuando me lo has dicho —repuso él—. Sé que adoras la Navidad en tu casa y sé cómo odias volar. Lo sé casi todo de ti.

Ella pensó en la carpeta que había dejado abierta en la mesa de la cocina.

Él no lo sabía todo.

—Si mi hija se casa en Aspen, yo también estaré allí.

—¿Cómo? Nunca he conseguido que subas a un avión. Ni siquiera en nuestra luna de miel.

—Encontraré el modo —contestó ella.

Podía hacer un curso para el miedo a volar, pero eso le parecía un enorme desperdicio de dinero. Sería más barato el alcohol. No bebía a menudo, así que seguro que le bastaría con un par de gin-tonics.

—Ya hablaremos luego de los detalles. Quiere que la llames ahora para decírtelo en persona.

Hubo una pausa.

—¿Dónde cree ella que estoy? ¿Qué le has dicho?

—Que has salido a dar un paseo porque no podías dormir.

El suspiro de él resonó en el teléfono como una acusación.

—Esto ya ha durado bastante. Hay que decírselo, Maggie —parecía cansado—. Ya no son niñas. Merecen saber la verdad.

—Se lo diremos cuando sea el momento, y el momento no es cuando tu hija menor llama loca de alegría para decirte que se va a casar.

—Está bien, pero se lo diremos antes de llegar a Colorado. La llamaremos juntos la semana que viene. Hace meses que vivimos separados. Es hora de decirles a las dos que esto se ha acabado.

«Acabado».

Maggie sintió una opresión en la garganta y un dolor en el pecho.

Se dijo que se debía a que era de noche. Las cosas siempre parecían peores a las tres de la mañana.

—A Katie preferiría decírselo en persona, pero en este momento me esquiva. ¿Tú has hablado con ella últimamente?

—No, pero eso no es raro. Las dos tenéis esa historia de madre-hija y siempre te llama a ti.

Pero Katie no había llamado. No había llamado en algún tiempo.

¿Eso significaba que estaba ocupada, o que le pasaba algo?

—Probaré a llamarla otra vez. Normalmente se pasa las Navidades comiendo y durmiendo. El viaje a Aspen puede ser difícil para ella.

Difícil para todos ellos.

Una hermana que no creía en el matrimonio y unos padres en proceso de divorcio.

¿Qué clase de boda iba a ser aquella?

Katie

 

 

 

 

 

—Ya está, Sally. Hemos terminado.

Katie se quitó los guantes quirúrgicos y se puso en pie. Los puntos eran regulares y estaba satisfecha de haber hecho el mejor trabajo posible. Quedaría cicatriz, pero Katie sabía que, con cicatriz o sin ella, Sally nunca olvidaría esa noche.

—¿Hay alguien a quien quiera que llamemos? —preguntó.

La mujer negó con la cabeza. Tenía un moratón e hinchazón en la mejilla izquierda y desilusión en los ojos.

—Jamás pensé que esto me pasaría a mí.

Katie volvió a sentarse. Le dolía el hombro de estar sentada mucho rato en la misma postura y lo movió ligeramente en un esfuerzo por reducir la molestia.

—Le puede pasar a cualquiera. No es por usted. Es por él. Usted no tiene ninguna culpa —era importante decir eso, aunque sabía que probablemente no la creería.

—Me siento estúpida. No dejo de pensar que he tenido que pasar algo por alto. Hace dos años que estamos juntos y cuatro meses que nos casamos. Nunca antes había hecho nada ni parecido. Yo lo quiero y pensaba que él me quería. Nos conocimos cuando yo empecé un trabajo nuevo y fue un flechazo. Parecía el hombre perfecto.

Katie se estremeció. «Perfecto» no era normal. ¿Qué ser humano era perfecto?

—Lo siento —dijo.

—No ha habido señales. Ninguna pista.

Lo de «perfecto» podía haber sido una señal. O quizá era que ella era una prejuiciosa.

En los años que llevaba trabajando en Urgencias, había visto de todo. Abusos a niños. Malos tratos a mujeres y, sí, también a hombres. Había visto personas que se clavaban cuchillos, personas que conducían demasiado deprisa y pagaban el precio, personas que bebían y después se ponían al volante y segaban una vida. También había muchos accidentes normales, por supuesto, además de infartos, ictus y muchas urgencias que requerían atención inmediata. Y luego estaban las hordas que decidían que la sala de Urgencias era el mejor lugar para acceder a los cuidados médicos más triviales. Todos los días chapoteaba por un charco de humanidad, a veces bueno y a veces no tan bueno.

—Cuando nos conocimos era cariñoso y bueno. Amoroso. Atento —Sally se secó la mejilla con el canto de la mano—. Intento no llorar porque llorar duele. Las heridas físicas son horribles, pero lo peor es que eso anula tu confianza en tu criterio. Seguro que usted ya ha visto esto antes. No voy a creer que yo sea la primera.

Katie le tendió un pañuelo de papel.

—No es la primera.

—¿Cómo lo aguanta? Trabajando aquí, seguro que ve lo peor del comportamiento humano.

El hombro de Katie eligió ese momento para darle un tirón angustioso. Sí, ella veía lo peor del comportamiento humano. Tenía que recordarse que también veía lo mejor. Se preguntó qué pasaría con aquella mujer. Con su matrimonio. ¿Lo perdonaría? ¿El ciclo continuaría?

—¿Qué va a hacer? ¿Tiene un plan? —preguntó.

—No. Hasta que me tiró por las escaleras, no sabía que necesitara ninguno —Sally sopló por la nariz—. La casa es mía, pero ahora mismo no me siento segura allí, así que probablemente me quedaré con mis padres una temporada. Él quiere hablar conmigo, y supongo que debería oírle al menos.

Katie quería decirle que no volviera, pero no le tocaba a ella dar consejos. Su trabajo era arreglar los daños físicos. Ayudar a Sally a lidiar con el desastre emocional y encontrar algún tipo de empoderamiento era responsabilidad de otros.

—La policía quiere hablar con usted. ¿Se siente con fuerzas?

—Pues no, pero es importante, así que lo haré. Esta iba a ser nuestra primera Navidad juntos —Sally se guardó el pañuelo de papel en la manga—. Lo tenía todo planeado.

Que fuera ese momento del año parecía incrementar el disgusto de la mujer, pero Katie sabía por experiencia que la tragedia no descansaba en Navidad.

Alguien abrió la puerta.

—Doctora White, la necesitamos.

Los sábados por la noche en Urgencias no eran para débiles de corazón, aunque, en esos tiempos, no eran solo los sábados. Todas las noches eran de locos.

—Enseguida voy —dijo Katie. Miró a la enfermera que la había ayudado—. ¿Te encargarás de que Sally tenga toda la información que necesita? —miró a la paciente—. Cuando esté preparada, hay gente con la que puede hablar. Gente que puede ayudarla.

—Pero nadie puede hacer retroceder el reloj. No hay nadie que pueda convertirlo en el hombre que yo creía que era.

Katie se preguntó si la peor herida de Sally era el daño sufrido por su sistema de creencias. ¿Cómo podría volver a confiar en un hombre?

—Espero que todo le salga bien —dijo.

Por supuesto, era improbable que llegara a saberlo. Aquel sitio parecía una cinta transportadora de traumas. Lidiaba con lo que entraba por la puerta y pasaba a otra cosa. Allí no había tratamiento a largo plazo.

—Es usted muy amable. Sus padres estarán orgullosos —dijo Sally.

—¡Doctora White!

Katie apretó los dientes. La realidad era que había que comprimir la compasión en el tiempo más breve posible. Había dos doctores menos y tenía una fila de pacientes esperando a que les hiciera caso, así que volvió a sonreír a Sally y salió de la habitación.

¿Sus padres estarían orgullosos si hubieran visto su vida de las últimas semanas? Seguramente no.

Probablemente les estaba fallando. Desde luego, se estaba fallando a sí misma.

Miró a la enfermera que esperaba en el pasillo.

—¿El problema? —preguntó.

—El hombre que tose sangre…

—El señor Harris.

—Sí. Harris. ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe el nombre de todos aunque solo ha hablado con él menos de un minuto?

—Me gusta hacer que una experiencia inhumana sea lo más humana posible. ¿Qué pasa con él?

—Han llegado los análisis. El doctor Mitford lo ha visto y dice que hay que ingresarlo, pero hay una crisis de camas.

¿Y cuándo no había una crisis de camas? Una persona tenía más probabilidades de encontrar un unicornio en su calcetín el día de Navidad que una cama de hospital. La demanda sobrepasaba a la oferta. Un paciente al que ella había visto al principio del turno seguía esperando una cama seis horas después. Como había riesgo de pillar infecciones en el hospital, Katie enviaba a la gente a casa siempre que podía.

—¿Has hablado con su hija? ¿Está en camino?

—Sí y sí.

—Llámame cuando llegue. Hablaré con ella. Puede que esté mejor en casa, si hay alguien que cuide de él.

Y sería mejor para su dignidad. Katie había visto en las notas que era un director ejecutivo jubilado. Seguramente en otro tiempo había tenido gente a sus órdenes. Ahora era víctima de la fragilidad humana. Por muy ocupada que estuviera, ella intentaba recordar que acabar en Urgencias era uno de los momentos más estresantes en la vida de una persona. Lo que para ella era rutina, a menudo resultaba terrorífico para el paciente.

Nunca olvidaba lo que había sido para su madre estar en el hospital con Rosie.

Katie vio tres pacientes más en rápida sucesión y después se sintió mareada.

Le había ocurrido algunas veces en las últimas semanas y empezaba a asustarse. Necesitaba estar muy alerta en el trabajo, y eso no sucedía últimamente.

—Voy a tomar un café rápido antes de que me desmaye —dijo. Se volvió y chocó directamente con un colega.

—Hola, Katie —Mike Bannister y ella habían sido compañeros de clase en la facultad y habían conservado la amistad.

—¿Qué tal la luna de miel? —preguntó Katie.

—Digámoslo de este modo: dos semanas en el Caribe no han sido suficientes. ¿Qué haces trabajando? Después de lo que pasó, pensaba que… ¿Seguro que deberías estar aquí?

—Estoy bien.

—¿Tomaste algunos días libres?

—No necesito días libres —Katie se esforzó por respirar despacio, con la esperanza de que Mike pasara a otra cosa.

Él miró por encima del hombro para asegurarse de que no los oían.

—Estás estresada y al límite. Estoy preocupado por ti.

—Imaginas cosas —dijo ella, que estaba totalmente estresada—. Probablemente tenga hipoglucemia. Cuando tengo hambre, me pongo de mal humor y no he tenido ni un respiro desde que entré aquí hace siete horas. Voy a arreglar eso.

—Te está permitido ser humana, Katie —Mike le miró la cara—. Lo que pasó fue terrible. Terrorífico. Nadie te culparía si…

—Preocúpate de los pacientes, no de mí. Hay más que suficientes —contestó ella.

Intentó ignorar el dolor en el hombro y los latidos rápidos de su corazón. No quería pensar en aquello y, desde luego, tampoco quería hablar de ello.

Una vez había oído que su madre le decía a alguien: «Katie es firme como una roca».

Hasta un mes atrás, ella se habría mostrado de acuerdo.

Pero en ese momento se sentía de todo menos firme. Se desmoronaba y cada vez le resultaba más difícil ocultárselo a sus colegas. La mera idea de ir a trabajar la llevaba al borde de un ataque de pánico, y ella jamás había sufrido ataques de pánico.

Su madre no dejaba de llamar pidiendo que almorzaran juntas y ella seguía aplazándolo porque tenía miedo de derrumbarse.

—Perdón —una enfermera chocó con ella cuando iba a la carrera de un extremo de Urgencias al otro y el aullido de la sirena de una ambulancia le dijo que la carga de trabajo no iba a disminuir de momento.

—Los paramédicos traen una herida grave en la cabeza. Y los del documental me están volviendo loco —dijo Mike.

Katie se había olvidado de la gente que estaba grabando un documental en vivo. Sospechaba que estaban empezando a desear haber elegido otro sitio.

El cámara se había desmayado el primer día al ver el resultado de un accidente de tráfico especialmente horrible. Al caer se había golpeado la cabeza con un carrito y Katie había tenido que darle ocho puntos en la cabeza. A sus compañeros les había resultado muy gracioso que acabara al otro lado de la cámara, pero ella habría agradecido no tener ese trabajo extra.

—Es como una zona de guerra —había comentado uno de los periodistas unas horas atrás, y teniendo en cuenta que había trabajado en una de verdad, nadie le había llevado la contraria—. No me extraña que estén escasos de personal. ¿Nunca sienten tentaciones de dejar esto y estudiar para dermatólogos?

Katie no había contestado. Sentía tentaciones de muchas cosas, y eso empezaba a alterarla.

La medicina era su vida. Había decidido ser médico la noche en que Rosie tuvo su primer ataque de asma. Su padre estaba fuera y Katie era demasiado pequeña para quedarse sola en casa, así que había ido también al hospital.

La habían fascinado las máquinas que pitaban, el silbido suave del oxígeno y las hábiles manos del doctor cuyos cuidados habían hecho que su hermanita volviera a respirar.

A los dieciocho años había entrado en la Facultad de Medicina. Más de una década después, seguía esforzándose por aprender. Le gustaban sus colegas y adoraba la sensación de estar haciendo el bien, pero últimamente esa sensación no se daba con la misma frecuencia de antes. Quería hacer más por sus pacientes, pero escaseaban el tiempo y los recursos. Cada vez la frustraban más las limitaciones del trabajo y se cuestionaba más a menudo si era lo que quería hacer.

Aunque el momento para cuestionar eso habría sido doce años atrás, no entonces.

Se apartó de Mike.

Un residente joven estaba al lado, esperando comentar un caso con ella, pero antes de que Katie pudiera abrir la boca, llegó el borracho de la herida en la cabeza. Estaba cubierto de sangre y aullaba como un animal herido.

Pasó otra hora hasta que pudo por fin visitar la sala de descanso, donde tomó una barrita energética y una taza de café mientras miraba el teléfono.

Tenía tres llamadas perdidas de su hermana. ¿En mitad de la noche?

Tragó el último trozo de barrita y marcó, tranquilizándose al pensar en que su hermana era muy capaz de llamar en plena noche para decir que había empezado clases de ballet o decidido correr un maratón.

«Por favor, que sea algo así».

Si le había ocurrido algo a su hermana, no podría soportarlo.

—¿Rosie? —tiró la envoltura a la papelera—. ¿Estás en el hospital?

—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no puedo llamar a mi familia sin que todo el mundo asuma que estoy en el hospital? ¿Se puede saber qué os pasa?

Katie sintió un gran alivio.

—Si llamas a tu familia a las cuatro de la mañana, tienes que esperar esa reacción —decidió descansar los pies cinco minutos y se quitó los zapatos—. ¿Es una llamada de cortesía? —miró el sillón, pero decidió que, si se sentaba, quizá no volvería a levantarse.

—No exactamente. Te he llamado porque tengo grandes noticias, y algo especial que pedirte.

—¿Grandes noticias? —¿por qué le sonaba tan terrorífico que su hermana dijera eso?—. ¿Vas a dejar los estudios para irte de viaje a Perú?

Rosie se echó a reír, porque había habido un tiempo en el que había considerado exactamente eso.

—Vuelve a probar —dijo.

Con Rosie podía ser cualquier cosa.

—Has empezado clases de baile irlandés y te vas a vivir con una colonia de leprechauns.

—Otra vez no. ¡Me voy a casar!

Katie derramó el café, que le cayó sobre la falda y las piernas.

—¡Mierda!

—Sé que no eres la persona más romántica del mundo, pero no puedo creer que hayas dicho eso.

—Ha sido una reacción a la quemadura grave que me acabo de hacer, no a tu noticia —Katie antes nunca decía palabrotas, pero eso había cambiado después de años de trabajo en Urgencias—. ¿Decías? —tomó unas toallitas de papel y frotó el desastre—. ¿Casarte? ¿Con quién?

—¿Cómo que con quién? Con Dan, por supuesto.

—¿Me has hablado de Dan? —Katie había perdido la cuenta de las relaciones de su hermana—. ¡Ah, espera!, recuerdo que lo mencionaste. Es tu último novio.

—Es el último novio de mi vida, sí. Es mi hombre ideal.

Katie alzó los ojos al cielo y se alegró de que aquello no fuera una videollamada.

—También creías que Callum Parish era tu hombre ideal.

—Ese fue el primero. Siempre quieres al primero.

Katie no había querido a su primero. Nunca había estado enamorada. Estaba bastante segura de que esa parte suya estaba defectuosa.

—¿Cuál es su problema? —preguntó.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tú siempre eliges hombres que lo están pasando mal. Te gusta salvar a la gente.

—Eso no es verdad. Y Dan no tiene ningún problema, excepto quizá que su futura cuñada está loca.

¿Futura cuñada? Katie se esforzó por asimilar aquello.

—Si no tiene ningún problema, ¿por qué te casas con él?

—Porque estoy enamorada.

Amor. Una enfermedad con un pronóstico incierto que a menudo atacaba sin avisar.

—Solo quiero comprobar que no te metes en algo presionada, eso es todo. Es importante que lo hagas por las razones correctas.

A Katie no se le ocurría ni una sola razón que tuviera sentido, pero estaba dispuesta a aceptar sus propias limitaciones en ese terreno. Rosie tenía razón. No era romántica. No veía películas románticas ni leía novelas románticas. No soñaba con bodas. Llevaba una vida empapada de realismo. Veía muchos finales, pero pocos de ellos felices.

—¿No puedes alegrarte por mí?

—Soy tu hermana mayor. Mi trabajo es protegerte.

—¿De qué?

—De cualquier cosa, de todo lo que pueda hacerte daño. En este caso, de ti misma. Eres impulsiva y muy generosa con tus afectos. Eres amable y francamente adorable y eres un blanco para todos los fracasados.

—Dan no es un fracasado.

—Quizá no, pero es que tú no ves nada malo en nadie. Y… ¿cómo puedo decir esto sin ofenderte? No sabes juzgar a los hombres.

—Me has ofendido. Y por cierto, «adorable» hace que parezca un cachorrito que se ha caído en un charco. No es un cumplido para alguien que persigue una carrera académica. Tú nunca me tomas en serio. Quizá no sea una doctora de altos vuelos como tú, pero estoy haciendo un doctorado en Harvard. Hay personas a las que les impresiona eso.

—Sí te tomo en serio —contestó Katie. ¿Lo hacía?—. Y se puede ser adorable y académica. Sé que hay personas a las que les impresiona, por eso es mi trabajo mantenerte con los pies en el suelo para que lo de la universidad famosa no se te suba a la cabeza. Y con ese fin, tenemos que tú estudias cuentos de hadas, lo cual, básicamente, resume tu punto de vista de la vida.

Era una broma familiar desde hace tiempo, pero Katie sintió una punzada de culpabilidad al decirlo. Tal vez había usado esa broma demasiadas veces.

—Estudio lenguas, folklore y mitos célticos. No cuentos de hadas.

—Lo sé, y estoy orgullosa de ti —Katie suavizó su tono. Sí estaba orgullosa de su hermana—. Y también te quiero y quiero protegerte.

—No necesito protección. Lo quiero, Katie. Dan es… Es increíble. Es divertido, es bueno, es tan tranquilo que resulta increíble y besa como un dios. Nunca pensé que sentiría esto.

—No puedes casarte con un chico porque sea bueno en la cama —musitó Katie, aunque hacía tanto tiempo que no se acostaba con nadie, ni bueno ni malo en la cama, que probablemente no era quién para juzgar eso.

—¿Eso es lo único que has oído de lo que he dicho? Es mucho más que eso. Es el hombre perfecto para mí.

Después de haber tratado a Sally, las campanadas de peligro que oía Katie en su cabeza resultaban ensordecedoras.

—Nadie es perfecto. Si parece perfecto es, o bien porque se esfuerza mucho por ocultar algo, o porque no has pasado suficiente tiempo con él para ver sus defectos. Acuérdate de Sam.

—¿Te digo que me voy a casar y tú tienes que mencionar a Sam? ¿De verdad crees que es un buen momento?

—Tú adorabas a Sam. Y, por cierto, pensabas que era el hombre ideal para ti, hasta el momento en el que descubriste que se había acostado con dos amigas tuyas.

—La gente a veces se porta mal. Eso es un hecho.

—¿Lo estás disculpando?

—No, pero estábamos en la universidad. La gente hace locuras en la universidad.

—Te hizo daño, Rosie. Lloraste tanto que eso te provocó el peor ataque de asma de tu vida. Nunca olvidaré aquel recorrido de locura hasta Oxford. Y mentirle a mamá porque me suplicaste que no se lo dijera —su madre sabía menos de la mitad de las cosas que le habían pasado a Rosie desde que se había ido de casa. A veces Katie sentía la carga de eso. Ella veía la versión no filtrada de la vida de su hermana.

—No quería preocuparla. Ya la he preocupado muchas veces en mi vida.

—Y luego estuvo… ¿Cómo se llamaba? James —prosiguió Katie—. Insistía en que pagaras tú siempre que os veíais.

—Tenía poco dinero.

—Era una sanguijuela —Katie había tenido que prestarle dinero a su hermana, pero no le recordó eso. No se trataba de dinero, se trataba de saber juzgar.

—Dan es diferente —Rosie era testaruda—. Lo verás en cuanto lo conozcas.

—Estupendo. ¿Cuándo lo conoceré? —preguntó Katie.

En su opinión, cuanto antes mejor. Los compromisos se podían romper, ¿no? Muchas relaciones no duraban, en particular las de Rosie.

—Por eso te llamo. Nos vamos a casar en Navidad, aquí en Aspen. ¿Se te ocurre algo más romántico? Cielos azules y nieve.

—¿Esta Navidad? ¿La Navidad para la que falta menos de un mes? ¿Me tomas el pelo?

—¿Por qué os sorprendéis todos tanto?

—Porque, generalmente, te anuncian una boda con más de unas semanas de antelación y porque solo hace un par de meses que lo conoces —por la mente de Katie cruzó la imagen de Sally con la cara morada y bañada en lágrimas. «No ha habido señales. Ninguna pista»—. ¿Lo sabe mamá?

—La he llamado la primera. Está encantada. Y papá también.

Katie estaba bastante segura de que su madre había tenido un ataque de ansiedad.

—¿A qué viene tanta prisa? ¿Por qué no esperáis un poco?

—Porque no queremos esperar. Queremos hacerlo lo antes posible. Y yo quiero que estéis todos aquí. Pero no traigas melancolía y pesimismo.

—Lo siento —Katie tragó saliva. Lo último que quería era lastimar a su hermana—. He tenido unas semanas muy duras en el trabajo, eso es todo. No me hagas caso. Por supuesto que iré a tu boda. No solo eres mi hermana, también eres mi mejor amiga. No me lo perdería por nada. Perdóname.

—No hay nada que perdonar. Sé que quieres cuidar de mí —la voz de Rosie era suave y cálida y la generosidad de su respuesta hizo que Katie se sintiera peor.

La capacidad de su hermana para perdonar la fragilidad humana era su fuerza, y también su debilidad, pues la volvía vulnerable a todos los perdedores y aprovechados que se cruzaban en su camino.

¿Era Dan uno de ellos?

—¿Cuál es el plan? ¿Tengo que reservar algún sitio donde dormir? —preguntó. La idea de hacer planes de viaje acababa con la poca energía que tenía—. ¿Y mamá y papá?

—También vienen, por supuesto. Y está todo organizado menos el vuelo. La familia de Dan posee un hotel increíble en las montañas. Serán las mejores vacaciones que hayas tenido nunca.

Katie había temido aquella Navidad. Se había preguntado cómo iba a sobrevivir a las reuniones familiares sin desmoronarse. Normalmente le encantaban. Adoraba dormir hasta tarde y comer la comida increíble de su madre. Hablar con su padre y que este la pusiera al día de su trabajo. Pero todo eso había cambiado. Su vida se había alterado para siempre una oscura y lluviosa noche de unas semanas atrás.

Estaba agotada. ¿Podría volar hasta Aspen y poner buena cara?

—¿Cuándo quieres que vayamos? —preguntó.

—La boda será en Nochebuena y hemos pensado que vengáis una semana antes para que tengáis tiempo de conocer a Dan y a su familia. Luego podéis quedaros a pasar la Navidad y volver antes de Año Nuevo, o cuando vosotros queráis. ¡Ay, Katie, qué contenta estoy! No consigo decidir entre un trineo tirado por caballos o por perros para los invitados.

—Pues por mí no le des muchas vueltas. Soy perfectamente capaz de andar.

—Aquí hay ya más de treinta centímetros de nieve. Es un país de las maravillas invernal. Puede que no te resulte tan fácil andar.

—Andar es una de las pocas cosas que hago bien. He tenido años de práctica.

—Quiero que seas mi dama de honor. Por favor.

Katie no estaba segura de querer eso. ¿Por qué no podía ver su hermana que aquella boda era un grandísimo error?

—¿Estás segura? Probablemente te dejaré una huella de pie con barro en el vestido. No sé mucho de bodas —sabía menos aún de los deberes de una dama de honor, pero suponía que no incluían ser una aguafiestas.

—Lo único que tienes que hacer es sonreír y ayudarme. Y podrás reanimar a mamá si tiene un ataque de pánico en el avión. Me siento mal por arruinarle su Navidad familiar. Ya sabes lo importante que es para ella reunirnos a todos. Te echo de menos. Hace siglos que no hablamos. Empezaba a pensar que me estabas esquivando.

—Eso es ridículo. Estoy ocupada, eso es todo.

«Dile lo que te pasó. Dile que sientes que el mundo se derrumba a tu alrededor».

Sabía que Rosie se mostraría horrorizada. Conociendo la bondad de su hermana, probablemente subiría al primer avión para acudir a su lado.

Katie parpadeó. Era ella la que cuidaba de Rosie, no al revés.

Ella era la roca, el apoyo de su hermana. Y Rosie nunca había necesitado tanto su ayuda y consejo como en aquel momento.

En ese mismo instante tomó una decisión.

Olvidarse de la Navidad, del descanso y de pensar en sus propios problemas.

Su prioridad era impedir que su hermana cometiera un grandísimo error que acabaría en desgracia.

—No me perdería la boda por nada del mundo —musitó.

Tenía que ver a Dan en persona y pensar el modo de salvar a su hermana de sí misma. Y, si conseguía hacerlo en pocos días, quizá todavía pudieran volver a casa a tiempo de pasar la Navidad en Honeysuckle Cottage.

Con un poco de suerte, su madre estaría demasiado pendiente de Rosie para notar que a ella le pasaba algo.

—Me muero de ganas de ser tu dama de honor o lo que tú quieras. Lo único que te pido es que no me vistas de poliéster púrpura. No quiero sufrir un shock estático por el poliéster. Y no gastes demasiado dinero —«Porque esa boda no va a ocurrir». Se volvió al oír que se abría la puerta y entraba Mike—. Tengo que colgar, estoy trabajando.

—Estoy orgullosa de ti, Katie. Le digo a todo el mundo que mi hermana es doctora.

«Tu hermana se está derrumbando», pensó Katie, que se sentía como un fraude.

—Vamos, diviértete. Pero no tanto como para que olvides los inhaladores.

—Katie…

—Lo sé. Soy la policía del inhalador. Disfruta. Vive la vida. Te llamaré mañana —Katie finalizó la llamada y volvió a meter los pies en los zapatos.

Mike enarcó las cejas.

—No hay como dar consejos que tú no sigues. ¿Cuánto hace que no vas de fiesta y a vivir la vida?

—Voy de fiesta mentalmente. Ahora mismo estoy en una fiesta virtual.

—¿Y eso provoca una resaca virtual? ¿Quién se va a casar?

—Mi hermana. En menos de cuatro semanas.

—¿Esa es la hermana que estudia cuentos de hadas?

Katie hizo una mueca.

—Creo que he exagerado con esa broma. Estudia lenguas, mito y folklore celtas en Harvard. Ella diría que eso contribuye a la comprensión de la cultura y las creencias de la sociedad. Ha sido el tema de muchos debates animados en nuestras cenas. Es muy inteligente, pero sigo pensando en ella como en mi hermana pequeña y me paso con las bromas —se frotó la frente con los dedos—. Parece que fuera ayer cuando le leía libros infantiles.

—¿Hay una gran diferencia de edad?

—Diez años. Creo que mis padres habían renunciado a tener más hijos y entonces llegó Rosie.

—¿Y tú sufriste una dosis masiva de celos?

—¿Qué? —Katie lo miró—. No. Yo la adoré desde el primer momento en que vi su graciosa cabecita sin pelo —pensó en Rosie, una niña adorable de dos años que la seguía a todas partes. En Rosie con su pijama favorito de dinosaurios. En Rosie poniéndose azul en un ataque de asma—. Confieso que puede que haya sido demasiado protectora, y por eso voy a ir a Colorado a ver a ese chico.

—¿No lo conoces?

—No. Y no me mires así. Ya estoy bastante asustada. Hace un par de meses que se conocen. ¿Qué puedes saber de alguien en tan poco tiempo? ¿Y si es un jugador o un narcisista? Podría ser un psicópata. O un asesino en serie.

Mike se apoyó en la puerta y se cruzó de brazos.

—La doctora Fatalidad. Siempre tan optimista.

—No soy la doctora Fatalidad, soy la doctora Realidad, gracias a los años que llevo trabajando aquí. Tener la realidad de la vida delante de tus narices tiende a curar el optimismo. En esta vida no hay certezas y los dos lo sabemos.

—Razón de más para que disfrutes los momentos buenos que te surjan.

—¿De verdad has dicho tú eso? Si te echan de la medicina, puedes dedicarte a escribir tarjetas de felicitación —terminó el café y se dirigió a la puerta.

—Katie…

—¿Qué? —se volvió y vio la expresión preocupada de él.

—¿Tu familia sabe lo que te pasó?

—No. Y no hay razón para decírselo.

—Podrían darte apoyo.

—No necesito apoyo, yo soy mi propio apoyo —repuso Katie.

Sus padres ya las habían ayudado bastante a lo largo de los años. Había llegado el momento de que lo pasaran bien juntos.

—Quizá un par de semanas disfrutando del aire libre y respirando el aire de las montañas te sentarán bien.

—Tal vez —Katie ignoró la expresión preocupada de él y salió de la sala, dejando que la puerta se cerrara sola a sus espaldas.

No le interesaban nada ni la vida al aire libre ni el aire de la montaña. Ni siquiera le importaban unas Navidades blancas.

Iba a Colorado por una sola razón.

Impedir la boda de su hermana.

Maggie

 

 

 

 

 

Maggie, armada con una taza de café fuerte, escribió el nombre de Catherine en el buscador. Había fotos de la madre de Dan en una gala benéfica en Manhattan, esbelta como un junco, con el pelo rubio recogido en alto con un estilo digno de un paseo por alfombra roja.

Maggie se desplazó melancólicamente por la pantalla a través de una docena de imágenes más.

Catherine esquiando en una ladera casi vertical en Aspen.

Catherine con el puño alzado en la cima del monte Kilimanjaro, recaudando fondos para una organización de investigación de enfermedades cardíacas.

Catherine corriendo a una reunión con un vestido negro ceñido y una agenda organizadora debajo del brazo.

Rosie le había dicho un día que el marido de Catherine había muerto repentinamente de un ataque al corazón cuando Dan estaba en la universidad. Su pérdida había destrozado a la familia, pero Catherine se había obligado a seguir adelante.

Maggie alargó la foto. Aquella mujer no parecía destrozada. No había señales de pena ni ansiedad. Ni ceño fruncido ni pelo canoso. ¿Cómo podía sobrevivir alguien a un golpe de ese tipo y parecer tan entera? Una revista americana importante había publicado un artículo sobre ella titulado: De la tragedia al triunfo. Maggie lo leyó de principio a fin y descubrió que Catherine Reynolds había montado su negocio de bodas después de quedarse viuda y convertido sus habilidades como anfitriona en una aventura comercial.

Dan tenía veintiocho años, lo que implicaba que, a menos que su madre fuera una rareza médica, tenía que estar, como mínimo, cerca de los cincuenta.

La mujer que le sonreía desde la pantalla no aparentaba ni cuarenta.

Maggie jugó con las puntas de su pelo. Hacía treinta años que se lo cortaba en el mismo sitio y llevaba el mismo estilo. De hecho, ella había cambiado pocas cosas de su vida en ese tiempo.

Mientras Catherine se había reinventado y vuelto a empezar, llenando su vida de retos nuevos, la vida de Maggie se había ido vaciando lentamente. Primero se había ido Katie de casa y después Rosie. Su agenda diaria, en otro tiempo llena de compromisos escolares y deportivos, tenía grandes huecos. Había seguido haciendo lo mismo de siempre, trabajar y cuidar de su jardín. Estaba acostumbrada a cocinar para cuatro, pero luego habían sido tres, más tarde dos y, al final, cuando su matrimonio se había quedado sin vida, solo una. En lugar de hacerse una nueva vida, como claramente había hecho Catherine, ella había seguido viviendo una versión diluida de su vida de siempre.

Apartó a un lado el portátil y miró la carpeta que tenía abierta en la mesa. Estaba casi llena. Pronto no podría cerrarla.

Después de leer sobre la lucha decidida de Catherine por reinventarse, se sentía patética e inútil. Catherine había perdido a su esposo de un modo trágico. Maggie había perdido al suyo por descuido. ¿O había sido apatía? Ni siquiera lo sabía.

No podía sacudirse la sensación de que había, de algún modo, desperdiciado su matrimonio.

Parte de la razón de que todavía no hubiera contado la noticia a las chicas era que ella misma no había conseguido asimilarlo.

¿Nick y ella tendrían que haberse esforzado más?

Consciente de que había perdido una hora deprimiéndose, Maggie cerró la carpeta y la metió en un cajón, fuera de la vista. No quería que la viera Nick porque eso desencadenaría una conversación que no quería mantener.