Medianoche en la historia - Reyes Mate - E-Book

Medianoche en la historia E-Book

Reyes Mate

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Walter Benjamin no quiso abandonar Europa cuando el fascismo le pisaba los talones. Tenía que mirar de frente a la barbarie para arrancarle el secreto de su poder. El resultado lo dejó escrito en unos folios titulados «Sobre el concepto de historia» que le costaron la vida. Decía que eran el «armazón teórico» para desentrañar el siglo xx. Frases suyas como «No hay un documento de cultura que no lo sea también de barbarie» o «Para los oprimidos el estado de excepción es permanente», están en todas la bocas, al igual que la imagen del ángel de la historia o la singular partida de ajedrez del muñeco y el enano. Benjamin es uno de los filósofos mayores de nuestro tiempo, aunque más citado que leído o comprendido. El propósito de Medianoche en la historia es adentrarnos en cada frase de sus famosas Tesis para reconstruir ese armazón teórico. No es tarea fácil habida cuenta del carácter fragmentario del escrito y de la proverbial sobriedad expresiva de su autor. «Que nada se pierda», la consigna que él daba al historiador formado en su escuela, es el principio que preside esta lectura de uno de los textos más lúcidos, radicales y conmovedores que hayan sido escritos. Aquellos eran tiempos oscuros que sólo invitaban a organizar el pesimismo. Benjamin avisó de que la lógica de su tiempo llevaba a la catástrofe. Su genialidad consistió en extraer de los desechos de la historia materiales con los que construir un futuro que no fuera prolongación del presente. Esa lección sigue vigente porque la lógica de la historia, pese a la catástrofe, sigue siendo la misma.

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Seitenzahl: 682

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Medianoche en la historia

Medianoche en la historia

Comentarios a las tesis de Walter Benjamin «Sobre el concepto de historia»

Reyes Mate

 

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Filosofía

 

 

Primera edición: 2006

Segunda edición: 2009

© Editorial Trotta, S.A., 2006, 2009, 2023

www.trotta.es

© Reyes Mate Rupérez, 2006

© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974 y 1989, para los textos de Walter Benjamin

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-167-6

ÍNDICE

Introducción

 1. Revisión de la crítica moderna de la religión o el encuentro entre el «materialismo histórico» y la «teología»

 2. La dimensión política de la memoria o por qué la idea profana de felicidad remite a la de redención

 3. Que nada se pierda o la nueva historia como cita de todo el pasado

 4. La lucha de clases en el interior de la teoría o el filósofo como trapero en busca de desechos

 5. La memoria como posibilidad de salvación o leer el pasado como si fuera un texto nunca escrito

 6. La diferencia entre historia y memoria o cómo conocer en momentos de peligro

 7. La historia, escritura de los vencedores o por qué todo documento de cultura lo es también de barbarie

 8. Complicidad entre progreso y fascismo o por qué los oprimidos viven en permanente estado de excepción

 9. El ángel de la historia o por qué lo que para nosotros es progreso es para el ángel catástrofe

10. La traición del comunismo o cómo liberar a la izquierda de las redes que la aprisionan

11. La capitulación del socialismo o por qué el dominio del mundo no es liberación del hombre

12. Quien sufre es el sujeto de la historia o por qué el futuro nace de la memoria de los abuelos ofendidos y no del ideal de los nietos satisfechos

13. Contra el progreso dogmático o por qué la concepción evolucionista de la historia lleva al desastre

14. La nueva historia como actualización del pasado fracasado o por qué la revolución consiste en tirar del freno de emergencia

15. La recordación como interrupción de la lógica dominante o por qué los revolucionarios dispararon contra los relojes de París

16. El objetivo de la memoria es cambiar el presente o por qué realidad no es lo mismo que facticidad

17. El historiador reconstruye el pasado, la memoria construye su sentido o por qué la universalidad consiste en salvar lo singular

18. La política es secularización de la religión o por qué la política no puede perder las huellas del mesianismo

19. La plenitud humana como respuesta al ahora del pasado o por qué cada segundo es la puerta por donde se cuela el Mesías

Nota Final: «Comer primero el pan blanco»

 

Apéndice: Materiales preparatorios del escrito «Sobre el concepto de historia»

Bibliografía citada

Índice de nombres

 

 

 

 

 

A Johann Baptist Metz, maestro y amigo

 

 

«Una voz me llega de Seír, en Edom:—Centinela, ¿cuánto durará la noche?El centinela responde:—La mañana ha de venir, pero es de noche aún;si queréis, preguntad; volved de nuevo.»

(Isaías 21, 11)

INTRODUCCIÓN

1

Las tesis «Sobre el concepto de historia» son la respuesta política de un filósofo cuando en Europa no había ningún lugar para la esperanza. Las anima ese gesto de resistencia que su autor, Walter Benjamin, hacía llegar al amigo Theodor Wiesengrund Adorno, en 1938, cuando éste le instaba a abandonar Europa y sumarse a la cadena de exiliados judíos que habían dejado atrás el Viejo Continente huyendo del fascismo: «Todavía», le dijo, «hay posiciones que defender en Europa». Quería fijar sus ojos en la Gorgona, esa figura mítica sin rostro que mataba a quien osara mirarla de frente, para arrancar a la historia el secreto del mal que se cernía sobre la humanidad. Unos años antes había descrito su posición como la de un náufrago que trepa hasta lo alto del mástil de un barco que se va a pique para, desde ahí, lanzar el SOS más potente. «Era la posición de un testigo que escogía estar ahí y no la de alguien que casualmente pasaba por aquel lugar» (Wohlfarth, 1999, 155).

Precisamente porque selló con su muerte el papel que se había dado de «avisador del fuego»1 es por lo que los textos fragmentarios de Benjamin se han revestido de una autoridad singular. ¿No decía acaso Franz Rosenzweig —el autor de La estrella de la redención, el libro que siempre acompañaba a su Angelus Novus, el cuadro de Paul Klee que tanto le inspiró en la particular cruzada contra la barbarie— que no hay mayor verdad que la que se defiende con la propia vida? (Rosenzweig, 1937, 395). De entre todos sus escritos son estos fragmentos póstumos, que él mismo había bautizado como Tesis2, los que más se han cargado de esa autoridad. Si hoy siguen conmoviendo y dando que pensar es porque además de hablar de aquel fascismo, desvelan una lógica histórica que sigue en activo.

El secreto de las Tesis es, en efecto, su actualidad acontemporánea. Nos dicen algo muy próximo, pero traído de lejos o de atrás: de raíces profundas que nutren la sustancia de las cosas. De ahí el sentimiento de cercanía que producen pese al tiempo transcurrido. Para un tiempo como el nuestro que consume café sin cafeína, nata sin grasa o cerveza sin alcohol; que se plantea guerras sin bajas (propias, claro); que despliega políticas sin política, es decir, que nos ofrece una existencia desprovista de sustancia por lo que ésta tiene de conflictiva y amarga, las tesis «Sobre el concepto de historia» resultan provocadoras porque argumentan con un descaro que no se lleva. A sus ojos, todos esos intentos de desustancialización pueden ocultar pero no eliminar la dura realidad de un mundo desquiciado que traumatiza al que llega a él de primeras y del que no nos libramos luego ignorando las cicatrices que deja.

Puede que a primera vista este mundo, al que le han algodonado las esquinas para que no dañen al que lo habite, se parezca poco a la medianoche del siglo que le tocó vivir a Benjamin. Pero, si nos fijamos bien, tienen algo nada accidental en común, algo que explica precisamente la actualidad del análisis benjaminiano. Ahora como ayer, en efecto, es verdad que para los oprimidos el estado de excepción es una situación permanente. Ni la multiplicación del Estado social de Derecho, ni el avance de la democracia liberal, ni el prestigio del discurso sobre los derechos humanos, ni el crecimiento de la riqueza mundial por obra y gracia de la globalización económica, han conseguido mandar al desván de las pesadillas la contundente afirmación de la tesis VIII, a saber, que todos esos progresos se hacen sobre las espaldas de una parte de la humanidad. Y si no hay derecho para unos, aunque fueran pocos, que no lo son, la justicia de todo el derecho queda en entredicho. Lo cierto es que el derecho se suspende a voluntad de los poderosos, las guerras producen muertos y la riqueza, miseria.

El autor de las Tesis se enfrenta a esa situación con un gesto filosófico radical. El filósofo es un paseante que sabe asombrarse ante situaciones que para el resto de los mortales forman parte del paisaje. Le sorprende, por ejemplo, que a los demás se nos escape la profunda complicidad entre progreso y fascismo; o que aceptemos con tanta naturalidad la racionalidad de un mundo construido con la lógica de la ciencia y de la técnica; o que demos por hecho que sólo el pasado de los vencedores tiene futuro; o que la política es cosa exclusiva de los vivos; o que cuando hablamos del pasado sólo demos significación al de los vencedores. El problema es entonces la costra de ideología que nos impide ver la realidad. El pensar que desencadena ese asombro es radical porque es un pensar nuevo, a contracorriente de los discursos asentados en nuestro medio cultural, y también porque no pierde de vista al hombre y el hombre es, como dice Marx, la raíz. Comprenderemos bien el alcance de esa radicalidad atenta al destino del hombre, si la comparamos con otra reflexión centrada en la cultura, como, por ejemplo, el multiculturalismo. Éste puede buscarse excusas a la injusticia o al sufrimiento del hombre real que la filosofía no puede permitirse.

Las Tesis vienen de muy hondo y de muy lejos. Benjamin llevaba más de veinte años rumiando su contenido, pero no las veía aún listas para darlas a la imprenta. De momento no eran más que «una gavilla de florecillas recogidas en paseos solitarios». Era tan consciente de su desconcertante novedad que darlas a conocer en ese momento era tanto como «abrir las puertas de par en par a la incompresión entusiasta». Su sueño era escribir una historia crítica de la sociedad moderna —a ello iban destinados los materiales que conocemos como el Libro de los Pasajes—, y lo que con estos pensamientos pretendía era construir su armazón teórico. Si se había decidido a verbalizarlos en los últimos meses de 1939 y los primeros de 1940, era porque la guerra y todo lo que la rodeaba le obligaron a enfrentarse a unos pensamientos tan extremos de los que hasta él mismo había querido protegerse durante años3.

La guerra no le había sorprendido. Estaban dadas todas las condiciones para que estallara. No se refería él a la desmesura geopolítica del fascismo, ni al resentimiento que había producido el Tratado de Versalles, sino al desarrollo de la técnica. Cuando la sociedad produce más técnica que la que la sociedad puede asimilar, se convoca a la guerra para darle salida. Lo sorprendente de verdad no es el conflicto bélico, sino «todo lo que rodea a la guerra». Eso que los demás toman con toda naturalidad o que aceptan con espíritu fatalista es lo que en él desencadena la furia de una reflexión filosófica.

¿A qué se refiere? A la claudicación de las democracias occidentales y de la Unión Soviética ante el Tercer Reich, en virtud del Tratado de Múnich de 1938 y del Pacto germano-soviético de 1939. El abandono de la República española a su suerte, mientras Hitler y Mussolini apoyaban sin vacilaciones a los rebeldes, hacía presagiar lo peor y lo peor eran esos deseos irreprimibles de franceses, ingleses y soviéticos por pactar con los nazis a cualquier precio. El acuerdo entre Stalin y Hitler para no atacarse y repartirse Polonia era la última muestra de ceguera de una política que no supo tomar las medidas a las ambiciones nazis. Ese pacto era el final de toda esperanza. Tal y como luego contaría a Gershom Scholem el escritor Soma Morgenstern, Benjamin se sintió profundamente descorazonado con ese acuerdo, a primera vista contra naturam, entre comunistas y nazis (Scholem, 1987, 225). Mal que bien y pese a haber comparado un año antes las prácticas de la policía estalinista a las nazis y de considerar el estalinismo «una dictadura personal con todo su terror», seguía pensando que por el momento había que seguir confiando en la Unión Soviética como «agente de nuestros intereses en una guerra futura». Es verdad que se trata de un agente muy caro pues «exige el mayor precio imaginable en cuanto que hay que pagarle con sacrificios que socavan los intereses que nos son más próximos en cuanto productores». Hay que pagar, por consiguiente, el enfrentamiento rojo al nazismo con el abandono, al menos provisional, de la causa proletaria4. El pacto Molotov-Ribbentrop da al traste con esa última confianza. El abatimiento que produce en Benjamin no está exento de un cierto alivio al sentirse por fin libre para ajustar las cuentas con el comunismo. Un alivio cercano a la rabia.

Para los luchadores antifascistas ese pacto sonaba a traición. Por eso se sorprendieron. Pero no había ahí de qué sorprenderse, piensa Benjamin, si tenemos en cuenta los valores de la izquierda convencional. ¿No decían los socialistas que nadábamos a favor de la corriente? ¿Y no había dicho Lenin que el comunismo eran soviets más electrificación? Bajo esas dos estrategias se ocultaba la misma confianza en el progreso. Lo letal era la lógica del progreso. Y lo único de lo que había que sorprenderse era de esa confianza ciega en el progreso. Ese asombro era el único que merecía la pena, el único con valor filosófico. El pacto había que entenderlo como lo que era: el último eslabón de una cadena que llevaba a consumar la traición5.

Ese acontecimiento histórico que sume a la historia en una noche ciega es vivido por Benjamin en unas circunstancias generacionales y personales muy extremas. Decía que estos fragmentos «no estaban inspirados sólo en la guerra sino también en la experiencia comprensiva de mi generación, la más duramente probada de la historia»6. Le parecía terriblemente dudoso que su generación hiciera lo que el mundo esperaba de ella, a saber, detener el inveterado ciclo de sangre y horror que amenazaba a la humanidad. Era muy consciente de que su generación no estuvo a la altura de las circunstancias; por eso se sumaba a la plegaria de Brecht que pedía a los descendientes que miraran sus fracasos con condescendencia porque quisieron y no pudieron ser amables. Si desesperante era la experiencia política, no menos negra era la personal. Exiliado en París desde el momento de la llegada de los nazis al poder, en 1933, acusa rápidamente la ocupación de Polonia por el ejército alemán: todos los judíos alemanes exiliados en Francia pasan a ser apátridas y para ellos decide el gobierno de Vichy el ingreso en un campo de «internamiento voluntario». Benjamin tiene que encaminar sus pasos a Nevers, de donde es liberado, gracias a la presión de amigos influyentes, a finales de noviembre. Entre ese momento y la primavera del año siguiente debió de poner por escrito los pensamientos de las Tesis. Sentía que un caudal muy profundo afluía a su pluma, por eso escribirá a Gretel que «el estudio de la memoria (y del olvido) [le] ocupará por mucho tiempo». Ni corto ni perezoso renueva el 11 de enero de 1940 su carnet de lector de la Bibliothèque Nationale, en París, que era su auténtico lugar de trabajo. Pero sus días están contados. Toda Europa se convierte en un campo, campos de batalla en Holanda, Bélgica y Francia que caen como un castillo de naipes al paso de la Wehrmacht; y campo de concentración para todos los espíritus libres. A mediados de junio, poco antes de que los alemanes ocupen París, «consiguió coger el último tren que abandonó París. No tenía nada más que un pequeño maletín con dos camisas y el cepillo de dientes»7. Atrás quedaba una ciudad ocupada, con la guinda cultural de un Ernst Jünger que se ganaba unos francos extra traduciendo cartas de despedida de rehenes que iban a ser fusilados; de un Carl Schmitt que daba conferencias sobre derecho internacional; o con un von Karajan que acunaba el descanso del guerrero con el Tristán de Wagner. Por delante iba un grupo de fugitivos poniendo tierra de por medio entre ellos y sus antiguos compatriotas. Benjamin toma la dirección del Midi, quizá porque su hermana Dora estaba internada cerca de Lourdes. Dos meses pasó refugiado en Lourdes, devorado por la suerte de los preciados papeles que había dejado atrás8 y por la espera de otros papeles, una visa, que debía llegarle de los Estados Unidos gracias a los buenos oficios de los frankfurtianos Horkheimer y Adorno. Una carta a este último fechada en el mes de agosto revela su estado de ánimo:

La total incertidumbre sobre lo que va a traer el día siguiente, la hora siguiente, domina desde hace muchas semanas mi existencia. Estoy condenado a leer cualquier periódico como una notificación personal y a escuchar en cada emisión de radio la voz del mensajero de la desgracia.

A finales de agosto llega a Marsella donde el consulado americano le entrega la ansiada visa. Todavía hay que llegar a Lisboa de donde partirá el barco que le sacará de Europa. Y eso significa no sólo que hay que atravesar España, cuya política con los refugiados judíos es impredecible, sino, sobre todo, que hay que abandonar Francia sin permiso. El día 23 el pequeño grupo toma el tren en Marsella hasta Perpiñán y luego hasta Port-Vendres. El resto había que hacerlo a pie para evitar controles policiales. Atraviesan la frontera española el día 25 de septiembre, por la ruta Líster, guiados por Lisa Fittko. Por ella sabemos que Benjamin iba cargado con una pesada cartera que entorpecía su marcha, pero a la que no quería renunciar. Era «la cosa más importante», decía a quienes le pedían que se deshiciera de ella para agilizar la marcha, sin duda porque contenía un manuscrito «que hay que salvar ocurra lo que ocurra. Es más importante que mi propia persona» (Witte, 1988, 253). Sólo al final del trayecto le faltaron fuerzas para superar la parte más arisca del camino y necesitó que le echaran una mano. Aunque sólo tenía 48 años, su salud no era buena. Los fugitivos llegaron al pueblo fronterizo español de Port Bou al atardecer del día 25. La policía española no les permitió seguir adelante porque ellos, unos apátridas, carecían del permiso francés para abandonar el país. Les dejaron pasar la noche en una fonda del pueblo para ser devueltos a la policía francesa al día siguiente y, por tanto, a la Gestapo. La perspectiva de un nuevo campo era demasiado para un Benjamin que ya había considerado seriamente la posibilidad del suicidio. Aquella misma noche decidió envenenarse «con tabletas de morfina», según relató el acompañante Henny Gürten9, que le causaron la muerte hacia las diez de la noche del día 26. Los policías, asustados por la muerte pero desconociendo seguramente que fuera resultado de un suicidio, dejaron seguir viaje al resto del grupo que antes de reemprender la marcha se hizo cargo del entierro de Walter Benjamin en el camposanto del pueblo. Compraron un nicho por cinco años donde depositaron sus restos el día 28 de septiembre. Allí reposaron hasta 1945, fecha en la que los restos fueron a parar al osario del cementerio. Se había hecho realidad en él el negro presagio de Franz Kafka cuando decía que había mucha esperanza, pero no para ellos. El hombre que se había hecho trapero para hurgar entre los desechos de la historia hasta descubrir una veta de esperanza oculta precisamente entre los desesperados, no pudo aplicársela a sí mismo. La famosa cartera con aquellos preciosos documentos no ha sido encontrada.

Era, efectivamente, medianoche en el siglo cuando se apagó la vida de Walter Benjamin. Se apagó su vida pero no su estrella. Esas pocas páginas que conforman el escrito «Sobre el concepto de historia»10, le han sobrevivido tras una azarosa historia. Una copia de la misma fue enviada por el autor a su lejana pariente Hannah Arendt quien a su vez se la envió a Adorno. Al saber de su muerte deciden, éste y Horkheimer, publicarla a modo de homenaje a multicopista, en 1942, en un volumen que lleva el título de En memoria de Walter Benjamin, editado por el Instituto de Investigaciones Sociológicas en Los Ángeles. Adorno había preparado una nota en la que reconstruía la historia del escrito, utilizando la carta de Benjamin a su mujer, Gretel Adorno. Aunque el escrito tenía un carácter reservado, tras la muerte de Benjamin «se convierte la publicación en una obligación. El texto se ha convertido en un testamento. Su forma fragmentaria conlleva la tarea de expresar la lealtad a la verdad de esas ideas mediante el pensamiento» (GS I/3, 1224). La nota introductoria no se publicó y en su lugar aparecía esta sobria dedicatoria, firmada por Horkheimer y Adorno: «Dedicamos estas colaboraciones a la memoria de Walter Benjamin. Las Tesis sobre filosofía de la historia son el último trabajo de Benjamin». La publicación pasó desapercibida. Pierre Missac, el entregado traductor de Benjamin al francés, las publicó en Temps Modernes, en 1947, sin mayores consecuencias. La misma indiferencia con la edición que hace Adorno en la revista alemana Neue Rundschau, en 1950. Hay que esperar a la aparición de la antología de textos en dos volúmenes que publica Adorno, en 1965, bajo el título de Schriften para que se inicie la recepción de un pensamiento que no ha cesado de crecer desde entonces11. En 1974 tiene lugar la edición de las Obras completas —Gesammelte Schriften— a cargo de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, con la colaboración de Adorno y Scholem. En 1967 aparece la primera traducción española de las Tesis (en Ensayos escogidos, traducción de H. A. Murena, Sur, Buenos Aires). Cinco años después Jesús Aguirre prepara y edita en Taurus la traducción más conocida en lengua española. Fue en 1991 cuando Giorgio Agamben descubre una nueva versión de las Tesis —un Handexemplar— que tiene la particularidad de incluir una nueva tesis, la XVIIa, ausente en las ediciones anteriores (por tanto en las traducciones españolas) y que los autores de los Gesammelte Schriften incluirán en el último tomo (VII/2, 783-784).

2

No es fácil detectar los ejes fundamentales en torno a los cuales giran estos fragmentos. Se les ha dado muchas lecturas. Hay quien ha visto en ellos un manual para la guerrilla urbana12, y no han faltado quienes los leen como una reflexión materialista adornada de metáforas teológicas o una meditación judía con resonancias proféticas. Sin olvidar a quienes los consideran un casamiento fallido entre marxismo y mesianismo. Todas esas interpretaciones no deberían perder de vista lo esencial, a saber, que son el armazón teórico con el que poder interpretar de una manera nueva la historia y, por tanto, su tiempo y el nuestro.

Podemos arriesgarnos a decir que el armazón teórico se sustancia en una propuesta filosófica articulada en torno a estos dos ejes que vertebran todo el texto: uno es de orden epistémico y se concreta en una nueva teoría del conocimiento; el otro, de orden político, y se desarrollará sobre la base del concurso del marxismo —o mejor, de esa modalidad de marxismo que Benjamin llama «materialismo histórico»— y del mesianismo.

En primer lugar, una teoría del conocimiento. Para Walter Benjamin las Tesis son algo más que materiales con vistas a una nueva teoría de la historia o a una nueva visión de la política. Son escritos filosóficamente ambiciosos puesto que se fajan con asuntos tan centrales y arduos como en qué consisten el conocimiento, la realidad o la verdad. Quieren ser una nueva teoría del conocimiento. Cuando decía Benjamin que quería un «armazón teórico» para la investigación sobre las entretelas de su tiempo —investigación que tenía el título provisional de «París, capital del siglo XIX» y ahora conocida con el título de Libro de los Pasajes—, en lo que estaba pensando era, ni más ni menos, que en una teoría del conocimiento13. Llama la atención que la carpeta en la que el autor guardaba el material de las Tesis tuviera por título «Conocimiento teórico, Teoría del progreso».

Sobre la particular orientación de su idea del conocimiento da un par de pistas. Dice, en primer lugar, que sus trabajos sobre la historia y el progreso «no pueden no tener consecuencias en la teoría del conocimiento»14. Hay una relación entre tiempo y conocimiento. Si tenemos en cuenta que la crítica que hace al progreso es en nombre de un «tiempo pleno» —en oposición al «tiempo continuo»— que es «pleno» porque se toma en serio las ausencias, entenderemos que eso afecte al modo y contenido del conocimiento, sobre todo al que se define en relación exclusiva con los hechos o presencias. A esto apunta su otra pista, la que él nos da cuando le dice al mismo Horkheimer, un año después, que acaba de redactar un cierto número de tesis sobre el concepto de historia, que van a marcar los límites profundos que separan «nuestro modo de ver del positivismo»15. Con este breve apunte está indicando que su teoría del conocimiento ni se va a atener a los hechos, ni tiene como modelo de conocimiento el de la ciencia, ni va a hacer ascos a cuestiones metafísicas.

Una teoría del conocimiento tiene que habérselas con asuntos tales como interrogarse sobre lo que significa la realidad, plantearse la cuestión de la posibilidad del conocimiento, su fundamentación, etc. Es decir, tiene que reflexionar sobre el sujeto que conoce, la realidad que quiere conocer y la relación entre sujeto y realidad. Esto es lo que constituye «el armazón teórico» que Benjamin necesita para analizar políticamente el tiempo que le ha tocado vivir. Cuando él piensa en un sujeto capaz de comprender lo que debe ser comprendido no está pensando en ese ser moderno que ha llegado a la edad adulta al hacer uso público, crítico y autocrítico de la razón16. A ese famoso sujeto ilustrado le ha pasado lo mismo que a los lotófagos de los que habla Ulises: se alimentaban con la flor de loto que producía amnesia y, consecuentemente, la ilusión de felicidad. Se olvidaban entonces de regresar, condenándose a la infelicidad porque «la felicidad implica verdad» (Adorno y Horkheimer, 1994, 114). El sujeto en el que él piensa no es un sujeto anestesiado, sino alguien que asume conscientemente su experiencia de sufrimiento y lucha contra sus causas. Aunque Benjamin revista a este sujeto del conocimiento con la vitola del materialismo histórico, no está pensando en el proletariado de la lucha de clases. De él tomaría su actitud beligerante contra la opresión, pero de él se distancia en lo esencial. Si Marx hacía del proletariado el sujeto de la historia es porque ya ocupaba, en el sistema capitalista de producción, el lugar central del sistema. Era su poder lo que fascinaba a Marx. Pero el sujeto benjaminiano es central por su debilidad. Es el lumpen, el que sufre, el oprimido, el que está en peligro, pero que lucha, protesta, se indigna. Ése es el sujeto que puede conocer lo que los demás (el que oprime o manda o pasa de largo) no pueden conocer. Su plus cognitivo es una mirada cargada de experiencia y proyectada sobre la realidad que habitamos todos. Esa mirada es la que puede decir, dentro de un Estado social de Derecho, que ahí los oprimidos viven en un permanente estado de excepción o que lo que para la mayoría es progreso es en el fondo un proceso de ruinas y cadáveres, como dice el ángel de la historia de la tesis IX. Las imágenes se suceden para explicar esta capacidad cognitiva del sujeto que sufre. Conocer es disponer de una agudeza visual, capaz de ver en objetos, situaciones o acontecimientos que todos miramos algo insólito. Es una mirada que conmueve las seguridades establecidas que sirven de fundamento a la vida en común, incluso en democracia.

También queda profundamente alterado el concepto de realidad. Identificamos habitualmente realidad con hechos, con lo que ha tenido lugar. En esa formulación —«lo que ha tenido lugar»— se ve la complicidad entre pasado y realidad, como si la realidad fuera algo que ha tenido lugar y sigue presente. Es inevitable referirse en este punto a una fórmula de Hegel tan certera en su sobriedad: «el ser es lo que ha sido y sigue siendo» («das Wesen ist das Ge-wesene»)17. Ahora bien, si lo que es fue y sigue presente, no hay que engañarse sobre el alcance de presente de ese pasado. Un acontecimiento pasado está presente, sí, pero como lo están las montañas o los ríos: como hechos mudos que dicen lo que el visitante quiera. El historiador puede visitar los hechos como los turistas las pirámides de Egipto: siempre están ahí, a merced del visitante. «A merced del visitante» significa que dirán lo que queramos oír. A Benjamin no se le ocurre otra imagen para desacreditar esa idea de la realidad como un hecho incambiable y a disposición que el de la prostituta. Quien tome así la realidad se comporta como el cliente de un lupanar que visita a la prostituta como el historiador el pasado: llega, se sirve, se larga y ella sigue ahí, siempre ella misma, a la espera del siguiente.

Pues no, la realidad se mueve; lo que tuvo lugar, está vivo. Esto es muy fácil de entender si pensamos en el destino del pasado victorioso: vive en la posteridad no sólo porque lo recuerdan y celebran sino porque su triunfo fue una de esas piedras angulares sobre las que está construido el presente. El problema es con los perdedores. Éstos, al perder, quedaron fuera del desarrollo histórico. Su pasado se ha convertido en algo inerte, casi natural. La teoría del conocimiento de Benjamin saca el pasado frustrado de ese sopor al descubrir vida en esas muertes. Los proyectos frustrados de los que quedaron aplastados por la historia están vivos en su fracaso como posibilidad o como exigencia de justicia. Quien se acerque a ellos no oirá el eco de su propia voz sino que se sentirá convocado como juez para que imparta justicia en una demanda de la que él no sabía nada. Llegamos así a la idea de que la realidad es facticidad y, también, posibilidad. Tomemos el tiempo del franquismo. La realidad de España no era sólo lo que ocurría con los protagonistas que la habitaban, sino también la sombra de la República que acompañaba a todo ese período como el proyecto que pudo ser y que al ser frustrado se hacía presente como posibilidad alternativa a la dictadura del momento. Esa sombra, en su impotencia, era una colosal crítica a un régimen que gracias a ese pasado no podía recibir legitimación histórica, aunque durara medio siglo. La mera posibilidad da vida a un pasado que parecía finiquitado porque su «ausencia» cuestiona la legitimidad de lo fáctico al tiempo que permite a la injusticia pasada hacerse presente como demanda de justicia. Porque el pasado pudo ser de otra manera, lo que ahora existe no debe ser visto como una fatalidad que no se pueda cambiar. Y si el presente tiene una posibilidad latente, que viene de un pasado que no pudo ser, entonces podemos imaginar un futuro que no sea proyección del presente dado, sino del presente posible.

Si el sujeto del conocimiento es el oprimido que lucha o el que sufre y se rebela, y el objeto del conocimiento es el hueco o vacío disimulado tras la contundencia compacta de lo fáctico, cabe sospechar que este tipo de conocimiento va a ser de difícil acceso. La puesta en juego de la posibilidad no es mecánica sino que exige la mediación del testigo que pasa a ser testigo de la realidad integral y, por tanto, de la verdad. Es sorprendente la naturalidad con la que se asocia en derecho testigo con verdad y lo reacias que son las teorías filosóficas de la verdad con el testimonio, desechado por subjetivo. Aquí se estaría insinuando una teoría de la verdad necesitada de testimonio porque sin él no habría noticia de lo que se ha perdido. Estaríamos ante un tipo de verdad que necesita ser verificada o reconocida.

Para romper la contundencia de lo fáctico el conocimiento benjaminiano necesita armas nuevas. Dice Horkheimer a Paul Tillich, en una carta de agosto de 1942, que «la ciencia es estadística. Al conocimiento le basta un campo»18, de concentración, se entiende. La ciencia deriva su conocimiento de una consideración de todos los hechos, mientras que para esta teoría del conocimiento, un solo hecho, pongamos la prisión de Guantánamo, basta para asaltar la fortaleza de lo fáctico y descubrir el secreto de una concepción de la verdad que tenga en cuenta todo lo que se frustra en ese lugar.

En segundo lugar, una visión mesiánica de la política. Si importante es tener bien presente la ambición epistemológica de las Tesis, no lo es menos reconocer su dimensión política, aunque conviene entenderlo correctamente. La querencia personal de Benjamin hacia un marxismo radical, incluso hacia un anarquismo con toques románticos19, nada tienen que ver con una propuesta de acción directa. Quiere hacerse cargo de las circunstancias del presente con el ánimo de transformarlas, pero sin pretender hacerlo a través de un golpe de mano. Cuando dice que hay que declarar el «verdadero» estado de excepción sobre la excepcionalidad reinante, o cuando invoca la violencia «divina» para acabar con la violencia mítica, no es para reproducir la suspensión del derecho sobre nadie o la violencia existente, sino para terminar con la excepcionalidad y la violencia. Su estrategia es la agudeza de la crítica; su arma, «el motín de la anécdota» (GS V/1, 677), detenerse ante un campo de concentración y deconstruir todo el complejo cultural, político o moral que lo envuelve. Él no se hace ilusiones sobre la eficacia del método. Llega a reconocer que los tiempos sólo permiten «organizar el pesimismo», que no es poco si tenemos en cuenta que lo que pretende es discernir una luz de esperanza cuando era medianoche en el siglo.

El contenido de la dimensión política de estos escritos sobre la historia se concentra en un término extraño que lejos de aclarar las cosas lo que hace es avivar la polémica: mesianismo. Mesianismo, concepto originariamente judío, es el prisma a través del cual Benjamin traduce a pensamiento propio la cultura judía20. De su amigo Gershom Scholem ha podido aprender lo que es el mesianismo judío, aunque dada su particular manera de quedarse con lo oído o leído, más vale atenerse a su propia elaboración.

La tesis XVIIa —la descubierta por Giorgio Agamben— anuncia el primer movimiento de este concepto, a saber, la política emancipadora como secularización del mesianismo («Marx ha secularizado la idea del tiempo mesiánico en la sociedad sin clases. Y ha hecho bien»); y luego, el mesianismo como un plus que tensa esa conciencia secularizada («al concepto de sociedad sin clases hay que devolverle su verdadero rostro mesiánico y eso en interés de la propia política revolucionaria del proletariado» [GS I/3, 1232]). Tenemos pues que la política a la que él aspira es, por un lado, una secularización, en el sentido de emancipación o liberación, del mesianismo, pero, por otro, un mesianismo secularizado, es decir, el mesianismo es ese palimpsesto sobre el que se escribe la política, pero que siempre está ahí como lo originario que inspira y exige a la política.

Notemos cómo este pensador ilustrado se relaciona con la Ilustración. La Ilustración suele presentarse en la sociología política como secularización del cristianismo (Mathes, 1971). Él, sin embargo, presenta su ideal político («la sociedad sin clases») como un mesianismo secularizado. ¿Hay alguna diferencia? Hay una, la que le permite decir que con la Ilustración puede que el mundo esté desencantado, pero no redimido (Wohlfarth, 1999, 92). El proyecto ilustrado pretendía liberar al hombre de los mitos. Pues bien, incluso en el caso de que lo hubiera conseguido, habría conseguido, sí, desencantar el mundo, pero no redimirlo. La intencionalidad práctica o política de Benjamin se esconde en esa distinción entre desencantamiento y redención. No le interesa sólo liberar al mundo de los mitos, sino al hombre de las injusticias, por eso contempla todas las cosas desde el punto de vista de la redención. El término redención tiene sabor teológico, pero no conviene precipitarse. Lo que está queriendo decir Benjamin es que si ante un crimen individual o colectivo, o ante una situación tan desesperada como la de su tiempo, se deja caer una frase como «No hay derecho» o «Estamos desesperados», se está invocando la redención, es decir, no se acepta el crimen, ni el totalitarismo nazi, ni la traición comunista, ni el conformismo socialista, como fatalidades, sino como fracasos y, por tanto, como momentos de privación del derecho o de la esperanza. Sólo podemos hablar de desesperación o de injusticia cuando creemos en la esperanza o exigimos justicia. Suena extraño escuchar de un superviviente de Auschwitz que «nunca fue la esperanza más grande» (Borowski, 2004, 46) que en el campo, pero era la forma de no interpretar la situación como una fatalidad o un factum que se imponía con la necesidad de las leyes naturales. El punto de vista de la redención abría la preocupación política a campos considerados hasta ahora como extra o metapolíticos porque se pensaba —y se piensa— que la política es cosa sólo de los vivos.

Precisamente porque Benjamin no se conforma con el estricto proyecto ilustrado de secularización —cifrado en el término «desencantamiento»—, sino que también quiere saber qué hay bajo la Modernidad entendida como mesianismo secularizado es por lo que añade: «Al concepto de sociedad sin clases hay que devolverle su verdadero rostro mesiánico y eso en interés de la propia política revolucionaria del proletariado». Estamos tocando uno de los centros neurálgicos del pensamiento benjaminiano. Pero ¿qué quiere decir con dar a la política un rostro mesiánico? Lo que está diciendo es que el mundo secularizado no debe perder de vista el origen mesiánico y eso no tanto por fidelidad al origen cuanto por interés de la propia política. Es leer el fracaso de los proyectos personales o colectivos como privación de un derecho; es poder ver en los aplastados de la historia a verdaderos «desesperados», esto es, seres a los que se les priva de la realización de sus ideales y «sólo» les queda la esperanza de que algún día será posible realizarlos. Es ver el mundo bajo el punto de vista de la redención.

¿Puede hacerlo la filosofía? La recordación tiene por objeto rescatar del pasado el derecho a la justicia o, si se prefiere, reconocer en el pasado de los vencidos una injusticia todavía vigente, es decir, leer los proyectos frustrados de los que está sembrada la historia no como costos del progreso sino como injusticias pendientes. Un autor con tan poco oído para los tonos místicos, según propia confesión, como Jürgen Habermas, no tiene inconveniente en seguirle hasta ese punto puesto que lo que Benjamin pone bajo el señuelo de redención es su voluntad de salvar «el potencial semántico, del cual dependen los seres humanos, con el fin de dotar de sentido su mundo de experiencia»21. Se reconoce pues a todos los seres la necesidad de dotarse de sentido. Lo propio de Benjamin sería incluir en ese «todos» también a los muertos. La filosofía tiene que preguntarse por el sentido de «todos» los seres; más aún, sólo partiendo del sentido de los muertos pueden los vivos desarrollar un verdadero programa de emancipación. Otra cosa es que la explicación convenza.

Horkheimer también le sigue en esa misma pretensión: «El acto horrendo que cometo, el padecimiento que dejo subsistir, sólo sobreviven, una vez que han ocurrido, en la conciencia humana que los recuerda, y se extinguen con ella» (Horkheimer, 1976, 198). La memoria permite mantener viva y vigente la injusticia pasada hasta el punto de que sin esa recordación el pasado deja de ser y la injusticia se disuelve. Este poder de la memoria —y esa precariedad de la ética— es de tal magnitud que tal debería ser, añade, «el interrogante de la filosofía». Pero lo que Horkheimer tiene muy claro, en contra de Benjamin, es que la recordación no significa consumación de la justicia pues «aun cuando una sociedad mejor haya superado la injusticia presente, la miseria pasada no será reparada, ni superado el sufrimiento en la naturaleza circundante» (Horkheimer, 2000, 173). La injusticia hecha a las víctimas de la historia no tiene reparación posible. Éste debería ser el punto final filosófico: podemos y debemos mantener viva la injusticia pasada, incluso reivindicar el derecho a la reparación, a sabiendas de que no hay justicia en este mundo que pueda reparar el daño. Pero Benjamin no se queda ahí. Le responde que la recordación puede abrir expedientes que el derecho da por archivado. Sólo la teología puede permitirse la osadía de decir que para esos casos hay justicia. Eso él, el filósofo Benjamin, no lo puede decir, pero añade algo desconcertante: la recordación permite hacer una experiencia mundana de algo que hemos conocido por la tradición judía. ¿Quiere decir que la recordación repara de alguna manera el daño o consuma de alguna manera la justicia? ¿En qué consiste esa experiencia mundana de la redención? Sin duda en ese encuentro entre un pasado declarado in-significante y un sujeto necesitado, encuentro que salve el sentido del pasado al tiempo que proyecta una nueva luz sobre el presente gracias a la cual entendemos mejor la realidad y descubrimos nuevas posibilidades suyas. En un escrito muy anterior a las Tesis, en el «Fragmento teológicopolítico», están algunas claves de esta desconcertante experiencia anamnética. Ahí distingue un orden profano, que es el orden de la felicidad de los vivos, y un orden mesiánico, que también tiene en cuenta la felicidad de los muertos. Ambos órdenes están representados por flechas que se mueven en paralelo pero en sentido opuesto: una tiende a la felicidad y la otra a la redención. Lo que es importante en esta composición es la idea de que el orden de la redención (el destino de la felicidad de los fracasados) es fundamental para la felicidad de los vivos (orden profano). Si nada tuvieran que ver, entonces habría que dar la razón a Hegel (que la historia avanza pisoteando las florecillas al borde del camino) o a Darwin (que sólo sobreviven los mejores o más fuertes). Si los muertos no importan, entonces la felicidad no es cosa del hombre sino del superviviente. Si importa la vida de todos, entonces relacionaremos la vida frustrada de los muertos con los intereses de los vivos, negándonos a seguir un proyecto que supusiera el desprecio de los caídos. Cuando damos el paso de olvidar la muerte perpetramos un crimen hermenéutico que se suma al crimen físico. Nada impide entonces que apliquemos a la vida individual o colectiva el principio darwinista de que el sentido lo encarnan y lo señalan los mejores o más fuertes. Por eso el orden de la redención, que da importancia hermenéutica a las florecillas del camino, es decisivo para el destino de los vivos.

El orden de la redención, aunque sea radicalmente diferente del orden profano ya que está dotado de otra lógica, fecunda, sin embargo, el deseo de felicidad de los vivos porque así los protege de la lógica darwinista que anima el progreso. Dicho esto, ¿hemos avanzado mucho respecto a la idea de Horkheimer de que lo más que puede hacer la recordación es reconocer la vigencia de las injusticias pasadas? Y, también, ¿necesitamos la referencia a la redención, el concurso del mesianismo, para declarar que el crimen no prescribe y que, por tanto, no podemos archivar la injusticia pasada?

Es innegable la situación aporética en la que se encuentra el autor de las Tesis. Por un lado, quiere ir más allá de la reducción de la recordación a reconocimiento de las injusticias pasadas; pero, por otro, le está vedada toda interpretación teológica. Para hacerse idea de la tensión entre esos dos polos hay que tener en cuenta la fuerza de la lógica teológica tal y como la entiende alguien tan cercano a Benjamin como J. B. Metz. El teólogo está de acuerdo con Horkheimer en que la felicidad de los nietos no repara el sufrimiento de los abuelos, ni hay progreso social que enjuague la injusticia que se cometió con los muertos. Eso le lleva a pensar que las utopías acaban siendo una gran broma si resulta que sólo ofrecen felicidad a los que alcanzan. De ahí su conclusión: «La esperanza en la resurrección de los muertos es la expresión de una justicia universal que será impartida por el poder de Dios que, según la visión apocalíptica, tampoco pierde de vista el pasado» (Metz y Ratzinger, 2001, 43). Para no defraudar la esperanza de las víctimas, hay que hablar de Dios. Benjamin no conocía, claro, a este teólogo, pero sí la opinión de un escritor francés, Charles Péguy, de quien se sentía muy próximo en algunos aspectos. Pues bien, este Péguy, empeñado también en ahondar en el significado de la memoria, se topó con el problema de si ésta traducía la redención en términos meramente hermenéuticos o llegaba a la justicia consumada. Péguy sentenció entonces: «Más vale vencer en el lugar del desafío» (Tiedemann-Bartels, 1986, 143)22, es decir, más vale decir pronto que la respuesta a la demanda de justicia por las víctimas del pasado es la virtud teologal de la esperanza... Ésta es una lectura estrictamente teológica, ésa que, como Benjamin confesaba a Horkheimer, le estaba vedada al filósofo que él era. Y así llegamos al punto de reconocer una situación aporética en la filosofía benjaminiana23. Si sigue a Péguy, pierde la razón, pero si renuncia al mesianismo, pierde la vida. Si no apura las posibilidades del mesianismo, recibirá los parabienes de los defensores de una razón con los pies en la tierra, pero al precio de desperdiciar posibilidades que salvarían al hombre. Si se pronuncia por la justicia consumada, le harán ver que no existe en este mundo. Pero si renuncia a esa exigencia, no habrá justicia. La recordación permite salvar el pasado al dar sentido a la injusticia pasada, aunque nadie garantice que algún día se le haga justicia. La redención que él alcanza es la del sentido.

Queda por saber si era necesario convocar al mesianismo para animar la esperanza o para salvar la justicia. Nosotros, hoy, ¿carecemos acaso del sentido de la justicia, nos negamos a luchar por la libertad, renunciamos a la aspiración de un mundo otro? Muchos contemporáneos responderán con un no, sin necesidad de invocar mesianismo alguno. Claro, los tiempos de Benjamin eran distintos. Era efectivamente medianoche en la historia. Toda Europa era un campo sin más categorías que las de deportado o carcelero. Benjamin buscó salida a ese tiempo reciclando el material que había de sobra: la desesperación, la injusticia, las ruinas, las calaveras. Hizo del filósofo un trapero. Pero, hoy, ¿es necesario llegar a esos extremos? Todo depende de si aquel horror está definitivamente superado o sigue latente. Ahora sabemos que los peores presagios de estas Tesis fueron desbordados por lo que ocurrió entre 1942 y 1945. Hasta para un «avisador del juego», como Walter Benjamin, lo que ocurrió fue impensable. ¿Quedaron conjuradas aquellas amenazas con los sucesos que tuvieron lugar? Desgraciadamente no bastó la experiencia de Auschwitz para conjurar el peligro puesto que la barbarie se ha repetido, es verdad que de otra forma. Adorno pensó muy benjaminianamente que había que convocar solemnemente a la recordación para evitar la repetición de la barbarie. Si, pese a ese nuevo imperativo categórico —«reorientar el pensamiento y la acción para que Auschwitz no se repita»— los genocidios, las dictaduras y la injusticia social se han repetido y siguen campeando por sus fueros ¿será porque no basta la memoria o porque no hemos recordado bien? Estas Tesis en las que se presenta al lector un contenido de la recordación, tan exigente como pendiente de ser estrenado, lo que vienen a decir es que no hemos tomado en serio la memoria.

3

Sólo cabe fiarse de la seriedad de un filósofo convertido en trapero. El modo de trabajar de Benjamin tenía que estar a la altura de la tarea epocal que se había impuesto. De poco valían los tratamientos convencionales o las escolásticas repetitivas. Si la presencia del triunfador era tan aplastante había que infiltrarse en sus filas y robarle el secreto de su poder. Hay quien se sorprende de ver a Benjamin frecuentando malas compañías. ¿Qué hace este hombre buscando la complicidad de un Carl Schmitt o interesándose por Ernst Jünger o descubriéndose ante figuras inventadas por un ser tan ambiguo como Sorel (cf. Mayorga, 2003)? Esas amistades tienen una explicación: «Arrancar de las manos de la reacción los motivos (de su acción) que tengan un valor propio; penetrar en el territorio enemigo para hacerse con esas motivaciones» (Taubes, 2003, 116). Si el hitlerismo es la realidad aplastante, hay que internarse en ese laberinto para minarlo desde dentro, es decir, hay que hacerse con las bases que lo sustentan. La izquierda, en su afán de cambio, confunde deseos con realidad, dando por periclitadas categorías vitales que son las que dan solidez al poder de los que ahora mandan. Los ilustrados pueden ilusionarse vendiendo la idea de que la Modernidad es postradicional. Lo cierto es que el poder de la derecha se basa precisamente en eso que la izquierda da por superado: el pasado, los muertos, la tradición, la religión. Antes de pasar página la izquierda debería preguntarse si esas potentes palancas no pueden ser utilizadas en otra dirección. Tomemos la tradición, ¿está condenada a una interpretación tradicionalista?, ¿no cabe acaso una versión innovadora de la tradición? Benjamin no desprecia la inteligencia del enemigo, por eso lo estudia en todos sus movimientos hasta robarle su fuerza en provecho propio. Hay otra razón para este internamiento en las trincheras del enemigo: le irritaba profundamente la frivolidad con la que los progresistas corrían tras la última novedad, sin percatarse de lo que exige lo nuevo. El conservador sí lo capta. Capta el trauma que conlleva lo nuevo, los esfuerzos que requiere, lo mucho que hay que sacrificar, por eso le hace frente y se opone con todas sus fuerzas. Esa lucha sólo se explica por lo mucho que está en juego.

Pero que nadie se equivoque. Su causa no es la del romanticismo conservador, sino la de los oprimidos. Él está en la escuela de Marx, aunque, eso sí, a su aire, es decir, sin más interés que el de la causa que defiende. Por eso será implacable con los vicios de la izquierda. Socialistas y comunistas son pasados por el cedazo de la crítica sin contemplaciones. De los primeros dirá que son conformistas y nada hay tan repugnante como la inercia a que todo un «movimiento» se abandona. Esto vale para los sujetos y también para el pensamiento porque si algo justifica la noble actividad del pensamiento es pensar de nuevo, es decir, desprenderse de lo ya sabido. De los segundos, que son traidores a la causa obrera y a la confianza de la izquierda antifascista que había depositado en ella sus últimas esperanzas. Y de uno y otro dirá que comparten con el fascismo una misma lógica en la concepción de la historia. Es implacable con sus desvíos históricos porque cree en el materialismo histórico.

Esa confianza no tiene de momento razones para el optimismo. Benjamin viene de una tradición con una larga historia de sufrimientos a sus espaldas que no sabe consolarse con cualquier cosa, por ejemplo, con la engañosa consideración de que el futuro será mejor y de que el destino de los nietos será mejor que el de los abuelos. Consuelo, si ha de haber, que sea aquí y ahora. Ningún éxito del nieto hará justicia a las desgracias del abuelo. No le valen los consuelos de las utopías cuando está sonando medianoche en el siglo. Eso invita tan sólo a organizar el pesimismo, como había escrito unos años antes, consciente de que sólo cabía ser optimista si a uno le entusiasmaba algo tan tenebroso como la IG Farben o se creía la misión pacifista de la fuerza aérea alemana. Esto lo escribía en 1929 y trece años después la empresa química suministraría Ziklon B a las cámaras de gas. ¿Qué optimismo podía fundar una empresa que producía el gas con el que matar o con el que suicidarse? Sobraban razones para el pesimismo, así que lo que procedía era organizarlo24.

Eso no significaba cruzarse de brazos, sino desarrollar una economía de guerra que busca en lo que abunda recursos para la propia causa. Lo que abundaba, efectivamente, eran peligros y desgracias. Pues bien, Benjamin convertirá el peligro en una categoría hermenéutica y las formas desgraciadas en figuras de esperanza. El peligro agudiza el ingenio y uno ve entonces lo que en condiciones normales pasaba desapercibido. Una de las ideas más originales de Benjamin, como luego veremos, es la de cómo captar lo que hay de vida en lo dado por finiquitado. Un acontecimiento o una palabra del pasado puede tener significaciones que escaparon no sólo a los contemporáneos, a pesar de estar tan cerca de lo ocurrido, sino incluso al autor de la frase. Este punto de su particular hermenéutica puede haberse inspirado en la tradición talmúdica. Allí se cuenta un encuentro de Moisés con Yahvé, ocupado en poner remates a la Torá. Moisés queda un tanto sorprendido pues entendía que estaba acabada… y a qué venía retocarla. Entonces Yahvé invita a Moisés a que presencie una sesión de trabajo en la academia del rabino Akiba ben Joseph. Hace tantos años que Moisés abandonó el mundo que no logra entender casi nada de los matices que ahí se traen entre manos y de las finuras exegéticas que se manejan. En su tiempo, piensa él, las cosas eran más simples. Su sorpresa no tiene límite cuando oye decir al maestro Akiba que todas esas finuras y profundidades las había aprendido de él, Moisés (historia narrada por Yerushalmi, 2002, 22). Ese plus interpretativo lo proporciona el estado de necesidad en que se encuentra el sujeto cognoscente. Dada la situación de extrema necesidad y peligro en que su tiempo se encuentra, el conocimiento que quiera estar a la altura de las circunstancias será tan radical como la necesidad que lo anima. Si lo que más necesita su tiempo es esperanza porque es medianoche en el siglo, habrá que buscarla en los desesperados, sobre todo en los que murieron desesperados. Benjamin, como Kafka, advierte que si mueren desesperados y no indiferentes ante su terrible destino es porque aspiran a la esperanza que la historia les niega. Ahí hay pues una reserva potencial inagotable de esperanza porque espera su realización.

Respecto a las figuras desgraciadas, Benjamin no piensa, como su pueblo, en la viuda, el huérfano o el extranjero, sino en la prostituta, el trapero y en esa figura moderna del hijodalgo mísero llamado flâneur. No es el interés sociológico lo que anima esta atención a esas figuras desgraciadas, sino su alto valor hermenéutico. Con ellas construye Benjamin unas «imágenes dialécticas» que desvelan su peculiar modo de conocer la historia. Se refiere a lo siguiente. El flâneur es un paseante que puebla las grandes ciudades europeas del siglo XIX en las que ha irrumpido la técnica. A los flâneurs se los podía ver en París paseando una tortuga mientras miraban escaparates en los modernos pasajes construidos con hierro y vidrio. Miraban desmayadamente porque tenían tiempo y les faltaba dinero. Miraban pero no compraban. Al contrario, vendían. Como lo suyo era observar convirtieron la observación en una profesión que vendían a gacetillas informativas. El interés de Benjamin no reside, desde luego, en la explicación sociológica de esa figura. Benjamin la rescata del pasado para llamar la atención sobre su extinción. Un siglo después de su aparición, se ha extinguido. El desarrollo industrial ha acabado con una figura que llegó en sus inicios. Hoy ya no hay calles donde pasear descuidadamente. Todo lo han invadido los coches y el flâneur ha sido empujado hacia espacios cerrados, artificialmente creados, como las grandes superficies o las calles peatonales. ¿Qué nos quiere decir Benjamin? Llamar la atención sobre la pérdida que hemos sufrido. Antaño el flâneur era un ser marginal, sí, pero que formaba parte natural del paisaje. Ahora es un sospechoso. El que mira y no compra es visto como un peligro. Por otro lado, el flâneur al tiempo que desaparece como un dandy que oculta su pobreza con modales distinguidos, reaparece encarnado en cada uno de nosotros. Todos nosotros nos hemos convertido en paseantes de los grandes almacenes donde miramos o mejor admiramos mercancías que al no poder comprarlas convertimos en fantasmagorías, es decir, en modelos de nuestros sueños. El flâneur le sirve a Benjamin para denunciar una sociedad que ha acabado con lo mejor de unos seres marginales, que nacieron cuando la técnica se presentó ante la historia como un instrumento de felicidad, mientras que ha universalizado sus elementos más negativos. Hemos perdido el paseo relajado por los comercios y nos hemos convertido en compradores convulsivos; hemos abandonado la distancia del observador ante la mercancía y elevado el escaparate a santuario de nuestros sueños e ideales de vida. El tiempo libre que ha podido traer la máquina al liberar al hombre de buena parte de su esfuerzo, en vez de ser tiempo de ocio es de consumo. Esas figuras del pasado le sirven a Benjamin para iluminar el presente.

De entre las muchas y poderosas imágenes que crea Benjamin para definir el talante del pensador formado en su escuela, quizá ninguna como la del trapero (Lumpensammler) (Wohlfarth, 1986, 559-611). Dice a propósito del Libro de los Pasajes cuyo armazón teórico deberían ser las Tesis:

Método de este trabajo: montaje literario. Yo no tengo nada que decir, sólo que mostrar. No voy a ocultar nada que valga la pena, ni apropiarme fórmula espiritual alguna. Pero los trapos, los desechos (die Lumpen, den Abfall): ésos yo no quiero inventariarlos sino hacerles justicia de la única manera posible, a saber, utilizándolos (GS V/1, 574).

El especialista formado en su escuela será un trapero y como tal no irá por ahí coleccionando preciosos fragmentos, sino recogiendo desechos. Con ese material no hay manera de construir una obra completa porque para eso los desechos deberían dejar de serlo y convertirse en sillares de un nuevo edificio. Si el pensador no se topa en la realidad con desechos, no hay razón para el discurso fragmentario. Pero mientras los haya, no hay razón para no hacerlo, ni para hacer otra cosa. Entendámoslo bien: el carácter fragmentario del discurso benjaminiano no proviene de que trabaje con fragmentos, sino con una situación que genera desechos. Éstos no permiten más obra que la respuesta inmediata a esas situaciones. Cualquier intento de construir una obra acabada, cerrando los ojos a la realidad de los desechos, será falsa. Por eso la imagen del constructor moderno no es el arquitecto en un despacho desde el que pretender conformar la realidad a capricho, sino el trapero con su hatillo al hombro, doblado con el peso de la recogida como si fuera el peso de la historia.

«El trapero», dice Benjamin, «es la figura más provocadora de la miseria humana. Es lumpenproletariado en un doble sentido: va vestido de andrajos y vive de ellos» (GS V/1, 441). No disimula su condición como los hijosdalgo de El Buscón don Pablos que enseñaban las puntas de los puños de la camisa para hacer creer que había algo debajo del jubón. Visten como lo que son. Pero además su vida está dedicada a lo que la sociedad ha desechado y puesto fuera de la circulación. Pues bien, él lo recoge, lo clasifica y consigue que esas basuras «masticadas por la sociedad de la abundancia, se conviertan en objetos útiles y placenteros» (GS V/1, 441). Lo que le fascina del trapero es que salve los desechos, pero no para reciclarlos y volver otra vez a la fatalidad del consumo, sino para despertarlos a una nueva vida, como hacían los surrealistas con esos mismos materiales. Benjamin piensa que el antídoto contra la miseria está en los pobres. Sólo el excluído puede imaginar un sistema sin exclusiones25. Así ve él al intelectual, «como un trapero que al alba, malhumorado, gruñendo, empecinado y algo borracho, se afana en pinchar con su bastón cachos de frases y trapos de discursos que echa en la carretilla, no sin agitar a veces en el ambiente de la mañana con gesto desaliñado algún trozo de paño desteñido llámese humanismo, interioridad o profundidad. Un trapero de madrugada, al alba del día de la revolución» (GS III, 225). El trapero se lleva lo que la cultura desecha, y entre los desechos a veces se encuentran paños tan valiosos como el humanismo, la subjetividad o la hondura. Hay, pues, un momento de demolición y otro de construcción. Lo que pretende el trapero es salvar lo que la cultura desecha y desechar lo que ella salva. Para él, los vestidos de la gran moda sólo son trapos y los trapos a veces son minas donde se oculta, cual material precioso, la verdad26.

4

El trabajo de construcción comienza deconstruyendo los tópicos de la Modernidad. «El Mesías no viene sólo como salvador; también como vencedor del anticristo», escribe Benjamin en la tesis VI. El concepto de construcción, tan ligado a su idea de mesianismo, es impensable sin el de destrucción. Es una forma de expresar, por ejemplo, su convencimiento de que la justicia es una respuesta a la injusticia. Lo nuevo no es mera sustitución de lo viejo, sino algo que brota, digamos que dialécticamente, de lo criticado. ¿Cómo no recordar aquí al joven Marx cuando escribe a Arnold Ruge?:

Desarrollamos los nuevos principios del mundo a partir de los ya existentes... el mundo está poseído por el sueño de una cosa de la que sólo tiene que poseer la conciencia para poseerla verdaderamente... no es cuestión de dar carpetazo conceptual a la relación entre pasado y futuro, sino de hacer realidad los pensamientos pasados.

El futuro ni es mera repetición, ni pura invención, pero sí creación sobre la base de materiales existentes. Esta relación entre construcción y deconstrucción se concreta en las Tesis como un re-pensar críticamente los lugares mayores de la Modernidad. Repasemos críticamente los más frecuentados.

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