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Una magnífica guía para introducirnos en el mundo interior de uno de los grandes artistas de todos los tiempos. Tras un breve perfil biográfico, la autora analiza la genialidad del pintor para lograr que hablen, desde los frescos de la Sixtina, los diversos protagonistas de la historia entre Dios y los hombres. Miguel Ángel pinta la misericordia divina mediante episodios que conmueven por su fuerza y su belleza, consciente de que su mensaje se dirige a la humanidad entera.
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Veröffentlichungsjahr: 2013
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Prefacio
Introducción
I. Entrando a los Museos Vaticanos
Galería fotográfica I
II. En la Capilla Sixtina
III. La aventura de la Bóveda (1508-1512)
IV. La pared del Juicio Final (1536-1541)
Galería fotográfica II
V. Una obra dos veces maestra
VI. A la salida de la Sixtina
VII. Selección bibliográfica comentada sobre Miguel Ángel y la Capilla Sixtina
Créditos
En agradecimiento a
Miguel Ángel,
por habernos revelado
a través de admirables formas sensibles
la belleza del misterio cristiano.
A mis padres,
que desde nueve meses antes de nacer
me transmitieron el sentido cristiano de la vida.
A san Josemaría,
que me hizo descubrir
Si los antiguos griegos consideraban afortunado a Aquiles por haber contado con Homero para inmortalizar sus hazañas, quizás podríamos decir que Adán y sus descendientes fueron igualmente agraciados por contar con pintores capaces de delinear el rostro y el cuerpo de multitud de figuras que cubren las paredes y la bóveda de la Capilla Sixtina. Uno de esos artistas fue Miguel Ángel: pintor y escultor cuyas obras han forjado un repertorio de iconos universalmente conocidos. Muchos libros, como este, ilustran su portada con el retrato de la Sibila de Delfos; y cuántas veces se ha recurrido a una de las imágenes más hermosas del mundo cuando se ha querido expresar el misterio de la creación del hombre bajo esa mirada profunda y poderosa de Dios presente en la parte central de la bóveda de la Sixtina.
Asimismo se ha dicho que Homero fue ciego; con seguridad, debió difundirse esta leyenda para insistir así en que leía la poesía en su interior. De igual forma, la mirada de Miguel Ángel tampoco estuvo exenta de dificultad: retratar la naturaleza humana es resultado de técnica, ensayo y talento; pero atreverse a plasmar la divina significa actuar de modo similar al del poeta: buscar el arte en el alma y, gracias a una mirada contemplativa —la de quien se sorprende y reflexiona ante lo grandioso de la belleza perfecta—, modelar algo de esa dimensión que le trasciende. De hecho, «el eco o la resonancia que pueden tener las percepciones más pequeñas y su posibilidad de que se conviertan en imágenes poderosas, depende de la capacidad de conservarlas, propia de la imaginación, para volver una y otra vez a ellas ahondándolas»[1].
Si hace veinticinco siglos se afirmó que «cosa leve es un poeta, y alada y sacra»[2], no es menos cierto que los pinceles y el escalpelo de este artista aseguran que reúne estas cualidades que, sin duda, se perciben fácilmente cuando se contemplan sus obras, y, esta es la paradoja del arte: aun siendo su pintura algo sutil y delicado contiene tal fuerza de espíritu que es capaz de levantar nuestra mirada hacia algo más elevado.
El libro de María Ángeles Vitoria es una buena guía para introducirnos en el mundo interior de este pintor del cinquecento y de su proyecto de decoración de una capilla excepcional: sus motivaciones y cansancios, sus logros y sus dificultades, pero fundamentalmente su tenaz genialidad para perfilar acabadamente los rostros de aquellos hombres y mujeres en los que creía y que cumplieron su misión en esta tierra; pues si Homero narró con la palabra la cólera de Aquiles, estableciendo un escenario y unos personajes que conformaron la mentalidad de sus contemporáneos, Miguel Ángel detalló con la pintura la misericordia de Dios, siendo consciente de que ese mensaje se dirigía a la humanidad entera. Lo que leeremos, pues, en estas páginas es una aproximación a la agudeza de Miguel Ángel para hacer asequibles y conmovedoramente bellos los episodios principales de la historia de la salvación.
Silvia Mas
[1] M.A. LABRADA, «Imaginación y trascendencia» en Estrategias de la imaginación. Fábulas y escenarios. Actas de la Universidad de Verano. Creación y Talento innovador. La Coruña, agosto 2003.
[2] PLATÓN, Ion 534 a.
Miguel Ángel Buonarroti, junto con Rafael de Urbino y Dante Alighieri, forman la gran tríada artística italiana. Y, entre los cultivadores de las artes plásticas, Miguel Ángel —pintor, escultor, arquitecto y literato— ocupa un lugar singular. Sus mismos contemporáneos lo llamaron «el divino», enfatizando el carácter sobrehumano de su inspiración. También Cervantes, en los Trabajos de Persiles y Sigismunda, pone junto a Parrasio, Polignoto y Apelle, al «divino Miguel Ángel»[3].
Su arte fue conocido, imitado y admirado enseguida, en Italia y en otros países. Los frescos de la Capilla Sixtina se constituyeron en punto de referencia para los artistas de su época. Los pintores que llegaban a Roma se dirigían al Vaticano para hacer diseños de las composiciones miguelangelescas. El Juicio llegó a definirse «Academia del diseño» y «Escuela del mundo». En España, Becerra y Berruguete se consideran discípulos suyos.
La vida de Miguel Ángel Buonarroti atraviesa dos centurias. Nace en Caprese (Toscana) en 1475 y muere en Roma en 1564. Pocos contemporáneos tuvieron una existencia tan longeva. Rafael vivió tan solo treinta y siete años, Domenico Ghirlandaio no sobrepasó los cuarenta y cinco y Pinturicchio no alcanzó los sesenta. Fue protagonista o presenció hechos históricos y culturales de gran espesor y resonancia: el devastador saqueo de Roma llevado a cabo por las tropas de Carlos I de España en 1527, la construcción de la nueva Basílica de San Pedro, el nacimiento y primera difusión de la Reforma luterana, el Concilio de Trento. Conoció a trece Papas[4]. Con Julio II y Pablo III tuvo particular trato y familiaridad.
El arte fue la razón de ser de su vida: «Mi mujer es el arte y mis hijos serán las obras que dejaré», dirá en una ocasión. Aunque cada obra suya constituye una pieza extraordinaria, única, Miguel Ángel es conocido, sobre todo, por la Piedad Vaticana, el David, los frescos de la Capilla Sixtina, el Moisés, y la Cúpula de San Pedro.
Se admira su virtuosismo, su capacidad para lograr escorzos difíciles, las líneas vigorosas y, a la vez, delicadas, de sus esculturas. Suele quedar más en penumbra que este artista era un hombre de profundas convicciones cristianas.
Miguel Ángel es maestro en producir belleza, una belleza que nacía de su profunda espiritualidad y sentido religioso. Sus obras transmiten con gran eficacia el mensaje cristiano. La Capilla Sixtina puede considerarse un «libro» de fe y una catequesis: una visualización pictórica del significado de la historia de la salvación[5].
Existen muchas biografías, apuntes y semblanzas del artista toscano. Algunas son, en buena parte, narración de la historia de las vicisitudes de su tiempo. Abundan los ensayos de valoración estética que, después de la limpieza de los frescos de la Capilla Sixtina concluida en 1994, ha sido necesario revisar en muchos puntos. Son también numerosísimas las guías sobre Miguel Ángel arquitecto, Miguel Ángel escultor y Miguel Ángel pintor. Y los libros con ilustraciones y poco texto se multiplican incesantemente.
El escrito sobre Miguel Ángel que el lector tiene ahora en sus manos no es propiamente una biografía ni una crítica de arte. Tampoco una guía en el sentido que comúnmente se atribuye a esta palabra. Y, sin embargo, me atrevería a decir que tiene algo de todo esto. Quien lo lea del principio al final comprobará que las guías turísticas, muchas biografías y semblanzas omiten información relevante. He tratado de reunir aquí lo que se encuentra disperso en numerosas publicaciones de muy diverso género, con el deseo de que las mejores páginas de esos textos estén al alcance de los que lean este libro.
No es, por lo tanto, una obra de carácter académico, sino un libro que dirijo a todos. Por eso, no ha estado en mi intención excluir a los estudiosos del arte y de su historia, ni a los eruditos de otros ámbitos del saber. Lo he escrito pensando también en ellos. Esto explica que algunas aclaraciones a pie de página serán apreciadas por algunos, mientras que resultarán superfluas para otros.
He dividido el texto en seis partes, enlazadas por un hilo conductor sencillo: las visitas que he hecho a la Capilla Sixtina a lo largo de treinta años. Invito al lector a considerarse un visitante más que se une al grupo. Me dirijo con él desde la extensa fila que bordea la muralla vaticana hasta la entrada a los Museos, para caminar luego lentamente por las espaciosas galerías que conducen a uno de los lugares más visitados del mundo: la Capilla que encierra los frescos de Miguel Ángel.
En este recorrido hasta el umbral de la Sixtina sitúo la parte I, en la que preparo al visitante con algunas consideraciones generales sobre el arte y le introduzco en la vida y personalidad de Miguel Ángel. Me limito a una presentación de carácter general, hecha, en buena parte, en torno a las principales obras del artista.
El apartado II, ya en la entrada de la Sixtina, ofrece la visión de conjunto del lugar y de su significado. A las dos partes siguientes —III y IV— les dedico el mayor espacio, puesto que el objetivo central del libro es explicar los frescos de la Bóveda y del Juicio. Los datos que presento están respaldados en investigaciones de especialistas. Solo en algunos casos me he permitido insinuar interpretaciones personales, fruto no tanto de lecturas como de las numerosas veces que he tenido la satisfacción de contemplar los frescos de la Sixtina, esforzándome por comprender el lenguaje del color y de las formas que visten su pared principal y la Bóveda.
Entiendo que el significado de una obra de arte viene dado, en primer lugar, por lo que quiso plasmar o transmitir el artífice. Pero pienso que le pertenece también todo lo que perciben en ella las personas que la contemplan, siempre que se trate de lecturas permitidas por la naturaleza misma de la obra. El peregrino o el turista atento pueden ver, en esa expresión de lo bello, dimensiones de verdad y de bondad no percibidas por otros, ni siquiera por el propio artista. Una obra de arte dice cosas de las que quizá su autor no fue consciente: «habla». El arte verdadero interpela siempre, porque el lenguaje de la belleza es universal.
Me ha parecido oportuno completar esta narración de los frescos del Buonarroti con la mención de las censuras que recibió en los comienzos de la Reforma Católica (1563), y terminar con el veredicto final, más de cuatro siglos después, en el que la Capilla Sixtina fue declarada por Juan Pablo II Santuario de la Teología del cuerpo.
La explicación de las pinturas de Miguel Ángel quedaría incompleta sin aportar los datos más significativos que se refieren a la limpieza y restauración que se llevó a cabo entre 1980 y 1994. Son trabajos que hacen de los frescos del artista toscano una obra dos veces maestra[6]. Recojo esta información de modo condensado en la parte V.
Estando en los Museos Vaticanos, es difícil resistir el deseo de visitar la Basílica de San Pedro, emplazada a pocos metros de distancia. Si las imágenes de la Bóveda son ya expresión de la fe de Miguel Ángel, las del Juicio final y las obras que realizó a partir de entonces, sobre todo, la majestuosa Cúpula, y las últimas Piedades, la manifiestan todavía con mayor claridad. Dedico la parte VI al periodo final de la vida del pintor de la Sixtina, dando voz a sus últimos proyectos.
Finalmente, me ha parecido conveniente incluir una selección bibliográfica comentada sobre Miguel Ángel y la Capilla Sixtina. El lector encontrará en estas obras información y detalles que pueden interesarle.
Por trabajar en Italia, he utilizado prevalentemente obras en italiano. La mayor parte de las referencias bibliográficas se refieren a textos en esta lengua. La traducción de las citas al castellano es mía.
Soy deudora principalmente de Papini[7]. Considero que su biografía sobre Miguel Ángel es la mejor que se ha escrito hasta la fecha. Debo también mucho al conocido historiador del arte Timothy Verdon, especialmente a su lectura artístico-teológica de las obras del artista.
Agradezco a mi hermana María Dolores y a su marido Luis el interés con el que han seguido la redacción de este libro y las sugerencias que me han aportado.
Solo me queda desear al lector una visita a la Capilla Sixtina llena de buenas sorpresas. Quien logra abstraerse del natural murmullo producido por los visitantes, podrá escuchar más fácilmente el mensaje que comunican los frescos. Allí la fe habla desde todos los ángulos y suscita en quienes los contemplan el deseo de profesarla[8]. Con la esperanza de ayudar a conseguir este resultado he escrito el presente libro.
[3] Cfr. G. PAPINI, Vita di Michelangiolo nella vita del suo tempo, Garzanti, Milano 1949, pp. 454-456.
[4] Sixto IV (1471-1484); Inocencio VIII (1484-1492); Alejandro VI (1492-1503); Pío III (1503); Julio II (1503-1513); León X (1513-1521); Adriano VI (1522-1523); Clemente VII (1523-1534); Pablo III (1534-1549); Julio III (1550-1555); Marcelo II (1555); Pablo IV (1555-1559) y Pío IV (1560-1565).
[5] Cfr. T. VERDON, Michelangelo teologo, Ancora, Milano 2005, pp. 5-7.
[6] Así lo expresó la periodista Carmen Sofía Brenes en el artículo que publicó al finalizar la restauración de los frescos de Miguel Ángel. Cfr. C.S. BRENES, Capilla Sixtina: Una obra dos veces maestra, en «Crónica», Año VII, Número 321, Guatemala 1994.
[7] Giovanni Papini (1881-1956) es uno de los grandes escritores italianos del siglo XX.
[8] Cfr. JUAN PABLO II, Homilía con ocasión de la inauguración de la restauración de la Capilla Sixtina, 8 de abril de 1994.
De lunes a sábado y, sobre todo, el último domingo de mes, la ciudad de Roma ve repetirse un mismo espectáculo. De 8.00 de la mañana a 2.00 de la tarde, una inmensa fila de personas camina lentamente desde la plaza de San Pedro hasta la puerta de los Museos Vaticanos.
En el interior de esta gran Galería de arte de todos los tiempos se ofrecen diversos itinerarios. Algunos se detienen ante los monumentos que ha dejado la civilización egipcia; otros, en los espacios dedicados a la cultura clásica. Hay quien muestra su preferencia por el sector etrusco o por el que acoge el arte paleocristiano. Pero todos los visitantes, más pronto o más tarde, terminan confluyendo en la Capilla Sixtina. ¿Qué tiene este lugar que desde 1541 deja mudos y admirados a quienes lo visitan? Sin duda es uno de los enclaves más significativos de la historia del arte. «Antes de haber visto la Capilla Sixtina —decía Goethe— no es posible tener una idea clara de lo que es capaz de hacer el hombre». Y Vasari, artista y escritor contemporáneo de Miguel Ángel, viendo estas pinturas se preguntaba qué podrían ser las obras ya hechas y las que se harían después.
Suelo comenzar con estas consideraciones cuando me coloco en la fila a la altura de la Via de Porta Angelica, en las inmediaciones de Viale Vaticano. El trecho que nos separa de la entrada es suficiente para introducir la visita con algunos elementos que sitúen en el mundo del arte y de la belleza la figura de Miguel Ángel y su tiempo.
Siempre me he preguntado por la razón que explique la persistencia de una multitud de jóvenes y ancianos, creyentes y agnósticos, personas cultas y gentes de escasa preparación, de todas las razas y procedencias geográficas que desean encontrarse, aunque solo sea una vez en la vida y por pocos minutos, en el interior de la Capilla Sixtina.
No parece suficiente alegar como motivo la calidad artística del lugar. Existen en el mundo otras muchas obras maestras. Pero aquí se advierte algo más. Debe haber una razón más profunda de la atracción singular que ejerce. ¿No será que aquí el hombre encuentra una respuesta acabada a sus grandes inquietudes y anhelos?
Puesto que disponemos de tiempo, procedamos con calma y por partes.
Con frecuencia, como nos ocurre ahora mientras hacemos la fila, escuchamos un rumor, oímos voces o el ruido producido por el tránsito de coches, motos y personas por las calles. Muchas veces no trascendemos a ulteriores consideraciones. Pero no siempre sucede así. Cuando vemos el romper del oleaje en el acantilado o escuchamos un poema que ha logrado encerrar el amor en la palabra. Al contemplar un paisaje cubierto de nieve o al escuchar un Nocturno de Mozart. Delante de la Victoria de Samotracia o al advertir ternura en la mirada de una madre a su hijo. En estas y en otras muchas situaciones no solo tenemos experiencia de conocer, ver, oír o sentir algo de la realidad, sino que advertimos también asombro y admiración.
Desde la antigüedad, se ha llamado belleza a esta especie de brillo visible, manifestación de la conjunción de la verdad y de la bondad de las cosas, que produce agrado en quien las contempla[9].
Hay una belleza —un esplendor— que es accesible a todos. Pero existen destellos que solo algunos perciben. Artista es precisamente quien posee un talento peculiar para intuir reflejos de la belleza que otros no ven, y sabe también mostrarlos a los demás a través de sus obras de arte. Tallar una escultura, pintar un cuadro, no es un simple «chapucear» en la materia: es «sacar» a la luz una de sus formas, que permanecía opaca para todos excepto para el artista que ha sabido intuirla. En este sentido decía Balzac que la misión del arte no es copiar la naturaleza sino expresarla, narrarla. Es decir, desvelar la riqueza de la armonía y proporción de lo natural.
Pero, ¿de dónde proviene esta capacidad del artista? ¿Está al alcance de todos? ¿Basta adiestrarse en determinadas técnicas para adquirirla?
Desde antiguo, tanto en ámbito pagano como cristiano, era sentir común la convicción de que los artistas habían recibido de Dios (o de los dioses) un don particular para poder manifestar a los demás hombres una belleza que tenía su origen radical en Dios mismo. Homero, Virgilio y, después, Dante y Tasso, comienzan sus poemas invocando a Dios y a las musas. Miguel Ángel dice que en el momento de nacer, en el parto, le fue dada la «idea» de la belleza, a la que su arte tendría que haberse conformado siempre[10].
En la Italia renacentista, periodo que tiene en Miguel Ángel a uno de sus principales protagonistas, el neoplatonismo penetrado ya de ideas cristianas, veía en Dios la Bondad, la Verdad y la Belleza sumas, atributos que se encontraban dispersos y como disminuidos en las realidades creadas. En el universo, obra de Dios, resplandecía el Verbo Eterno hecho carne. Dos siglos antes, San Francisco de Asís había afirmado que la belleza del mundo visible era la sombra de Dios sobre la tierra.
Marsilio Ficino, humanista de la corte de los Medici con el que Miguel Ángel dialogó en su primer periodo florentino, pensaba que las formas divinas —los modelos con los que se habían hecho las cosas— se encontraban en la materia y también en la mente del artista mediante una cierta revelación-intuición, que era un don del Cielo[11]. Consideraban que la idea que tenía el artista se asemejaba más a la forma divina que la que se encontraba en la naturaleza. Por eso, la pintura o la escultura, más que imitar la naturaleza, la superaban, al mostrar mejor el modelo divino.
Miguel Ángel asumió estas ideas del ambiente neoplatónico que lo circundaba[12], dándoles una expresión propia. Es popular su modo de describir la génesis de una escultura. La estatua existe en potencia en el bloque de mármol, y está también en la mente del artista. Todo lo que hace al esculpir es descubrir esa idea.
«El artista mejor tiene la idea que está también
contenida potencialmente, como forma, en un
bloque de mármol; pero solo la mano,
obedeciendo al intelecto, puede llegar a ella»[13].
Para Miguel Ángel, el arte resulta de un equilibrio entre trabajo manual y actividad intelectual. «No se puede trabajar una cosa con las manos y con el cerebro otra, sobre todo, si se trata con mármol»[14].
Cuando le preguntaron cómo había hecho la escultura de la Noche, destinada a las Tumbas mediceas, explicó que solo tuvo que quitar del mármol los pedazos que impedían verla.
En la realización de sus obras, la mayor parte de los pintores se atenían a cánones, medidas y proporciones. Rafael es paradigmático en este sentido. De él solía decir Miguel Ángel que no poseía su arte por naturaleza, sino que lo había adquirido mediante el estudio.
Miguel Ángel, en cambio, piensa que el artista ve mejor la belleza presente en la naturaleza «mirándola» en su interior. Por eso busca liberar la forma contenida en la materia siguiendo con fidelidad aquello que ha preconcebido en su mente, sin atarse a cánones pre-establecidos. En una conversación con Vittoria Colonna, comenta: «Las cosas no se pintan exactamente como se ven, y esta libertad artística está muy fundada en la razón»[15].
No prescinde de la observación y del estudio de la naturaleza. Dice Vasari: «Amaba (...) todas las cosas bellas (...) escogiendo la belleza en la naturaleza como las abejas que cogen miel de las flores y la emplean enseguida en sus trabajos»[16]. Así procedía Miguel Ángel: cuando tenía que pintar una figura humana, no copiaba ni imitaba con exactitud lo que veía, sino que miraba muchas y tomaba lo que le parecía más bello de cada una.
En uno de sus primeros sonetos, escrito en diálogo con el Amor, manifiesta su dependencia de esta doble fuente: la naturaleza, y lo que percibe en su espíritu.
Dime, te ruego, oh Amor, si mis ojos
ven fuera de mi la verdadera belleza a la que aspiro,
o si la tengo dentro de mí, cuando a cualquier parte que mire,
veo la imagen esculpida de su cara[17].
Y el Amor responde:
La belleza que ves es la suya,
pero se acrecienta y se eleva a un mejor lugar
si se precipita al alma por medio de los ojos mortales.
En el alma se hace divina, honesta y bella,
pues el alma inmortal la desea parecida a ella misma.
Esta —la belleza inmortal— y no la otra es la que llega a tus ojos.[18]
Pocas veces quedó satisfecho del resultado obtenido: pensaba que la imagen en su mente era más bella que la que lograba reproducir. Por eso destruyó o dejó inacabadas algunas de sus obras. En la Sixtina demolió y rehizo algunas figuras, abandonó mutilándola la llamada Piedad florentina y dejó inacabada la Piedad Rondadini.
De entre todas las realidades de la naturaleza, el cuerpo humano ocupa un lugar singular, pues la corporeidad humana comunica una belleza que conduce más fácilmente que cualquier otra vía hacia la contemplación de lo divino[19].
«Y Dios, en su Bondad,
solo se muestra bajo una apariencia graciosa y mortal
únicamente amo esta apariencia porque es un reflejo de Él mismo»[20].
Miguel Ángel no considera la belleza y la armonía de la formas como un fin: no se queda en ellas. Para él, esa belleza y esa armonía son testimonio de algo que no acaba nunca, que no se extingue con el tiempo. El arte por excelencia es la obra divina. Dios es el máximo artista. En realidad, lo «bello» es Dios mismo, que se hace visible al hombre en las cosas del mundo. Para Miguel Ángel esa belleza es la que conduce de la tierra al Cielo.
Si el arte auténtico narra la belleza que es, en último término, esplendor divino, cabe considerarlo un cierto tipo de conocimiento. Leonardo da Vinci solía decir que la pintura —y el arte en general— eran una forma suprema de conocimiento: un modo de conocer diferente del de la lógica discursiva, más cercano a la intuición y a la sensibilidad.
El arte es, en efecto, a su modo, una vía más profunda de acceso a la realidad sobre el mundo y el hombre y, por tanto, senda privilegiada hacia Dios. Pero lo es únicamente si logra aproximar a las Ideas, a los «modelos» ideados por Dios al crear el cosmos. Allí donde otras formas de comunicación como son la filosofía y la teología encuentran dificultades quizá insuperables, la belleza de la representación artística puede ayudar a mostrar el esplendor deslumbrante de la realidad cristiana[21].
Por eso, como enseñaba Savonarola[22], el arte desempeña una función pedagógica: la de ilustrar a los fieles en las verdades de la fe. Miguel Ángel se mantuvo fiel a esta visión del arte de Savonarola. En sus conversaciones con Vittoria Colonna, comentaba:
«La pintura más excelsa debe ser un reflejo, una imitación de cuanto Dios, con su eterno amor y sabiduría, ha creado, ya sea de los seres hechos a su imagen y semejanza, ya de los animales y pájaros que son menos bellos.
Pero al mismo tiempo, el pintor debe aspirar a la perfección que exige cada tema. A mi juicio, la pintura que copia la obra de Dios merece el calificativo de sublime y divina, ya represente hombres, animales salvajes desconocidos aquí, un humilde pez, un pájaro o cualquier otra criatura (...).
Dibujar cada uno de estos asuntos de acuerdo con su propia naturaleza es, en mi opinión, recrear la obra de Dios inmortal creador, y la obra resultante será tanto más noble y perfecta cuanto más correcta y sabiamente sepa reflejar esa realidad»[23].
Se entiende en este contexto que a veces se haya parangonado el artista con el sacerdote, en cuanto que su arte media, de algún modo, entre Dios y los hombres.
Esta exigencia del arte de reflejar y guiar hacia lo divino, la advierte Miguel Ángel, con especial fuerza en los últimos treinta años de su vida, a partir del momento en el que pinta el Juicio final y encuentra a Vittoria Colonna, una mujer culta que pertenecía a la nobleza[24]. Se da cuenta entonces con mayor profundidad de que esta dimensión del arte requiere no solo ser experto sino también llevar una vida piadosa.
«Para imitar en parte la venerada imagen de Nuestro Señor, no es suficiente ser un diestro y excelente maestro. Creo que se debe ser además un hombre de vida irreprochable, e incluso, en lo posible, un santo, para que el Espíritu Santo inspire al entendimiento (...), pues sucede a menudo que las imágenes mal pintadas distraen la atención de los fieles y les hacen perder la devoción, al menos a los que no tienen mucha; mientras que las que están divinamente pintadas, excitan la devoción de los poco devotos o les llevan a la contemplación y a las lágrimas, y su austera belleza les inspira gran reverencia y temor»[25].
Me he alargado quizá excesivamente en estas consideraciones sobre el arte, necesarias por otra parte para entender el calado artístico de las obras de Miguel Ángel: lo que pretendió con su pincel y otros instrumentos fue, en último término, escribir acerca de Dios.
La fila de entrada a los Museos procede lentamente. Hay expectación en los rostros. Algunos turistas se lamentan de la espera. Otros aprovechan para hojear o leer una guía que les permita aprovechar mejor lo que contemplarán en breves momentos. Con el lector-visitante al que acompaño continuamos nuestra introducción adentrándonos en la vida y obras de Miguel Ángel.
Miguel Ángel Buonarroti nació en Caprese —hoy provincia de Arezzo— el 6 de marzo de 1475, y murió en Roma el 18 de febrero de 1564. Era el segundo hijo de Lodovico di Lionardo Buonarroti Simone, Podestà[26] de Chiusi y de Caprese, y de Francesca di Neri[27]. Lo bautizaron en la vecina iglesia de San Juan Bautista, dos días después de nacer[28].
No imaginaban sus padres que estaban ante uno de los más grandes genios de todos los tiempos. Nadie podía presagiar entonces que de las manos del recién nacido saldrían obras siempre más admiradas con el paso de los siglos. Por contraste con lo que sucede con un animal, el nacimiento de un hombre es una sorpresa total. Desconocemos si se trata de alguien que llegará a ser un eminente investigador científico, un criminal, un fundador de alguna institución eclesial, una madre excepcional, un escritor consumado, un músico genial, o una persona mediocre. Solo el tiempo podrá decirlo.
Poco después del nacimiento del futuro artista, la familia se trasladó a Settignano, cerca de Florencia. Su madre, de natural enfermizo, murió cuando Miguel Ángel tenía seis años. Poco después comenzó a ir a la escuela, pero prefería frecuentar los talleres de los pintores. La pasión por el arte, más que gestarse a lo largo de su vida, nació con él, en el mismo parto. Apenas supo servirse de las manos comenzó a diseñar, adiestrado por el pintor Francesco Granacci, con el que siempre le unirá gran amistad.
Aunque su padre proyectaba otros planes, viendo la decisión e inclinación del hijo por el arte, le autorizó a los 13 años para que entrase como aprendiz de pintura en el taller de Ghirlandaio, uno de los mejores pintores de Florencia en aquel momento. Allí dio sus primeros pasos haciendo copias de dibujos de Giotto y de Massaccio.
En una ocasión, Ghirlandaio le entregó un diseño suyo de una cabeza, para que lo copiase. Miguel Ángel le restituyó un folio con el dibujo. Los aprendices del taller rieron, descubriéndose entonces que había copiado tan bien la cabeza y envejecido el folio con tal arte, que el maestro no pudo distinguir el trabajo del alumno del suyo.
Pero la gran pasión de Miguel Ángel era la escultura. Admiraba a Donatello (+1466) posiblemente más que a ningún otro artista. Ambos trabajaron sin descanso hasta la ancianidad, y vivieron una conversión espiritual paralela. Otros dos grandes artistas a los que dedicó particular atención fueron Giotto y Massaccio. Pronto comenzó a frecuentar el Jardín de los Medici, gobernadores de la ciudad y grandes promotores del arte y de la cultura. Lorenzo el Magnífico había hecho traer una colección importante de esculturas y fragmentos antiguos. En el Jardín de su palacio se reunían los jóvenes artistas para estudiar las obras clásicas, guiados por el escultor Bertoldo di Giovanni, discípulo de Donatello. Allí se inició en el aprendizaje de la escultura y, con la técnica del relieve «aplastado»[29], realizó una de sus primeras obras, La Virgen de la escalera, alrededor de 1491.
A partir de este momento y hasta su muerte, con interrupciones más o menos largas, el mármol se convertirá en compañero inseparable de su vida. Pocos días antes de morir, la mano de Miguel Ángel, casi nonagenario, dará el último golpe de cincel a una Piedad que dejó inacabada, la llamada Piedad Rondadini.
Al ver su talento, Lorenzo el Magnífico lo llevó a su casa, admitiéndolo como un hijo adoptivo. En su Palacio, los Medici habían promovido una especie de Academia. Su Biblioteca custodiaba manuscritos valiosos, y en los Jardines del Palacio se daban cita científicos y literatos. Se reunían también allí los aprendices de arte, que se ejercitaban copiando las obras expuestas en este lugar. El primer Director de la Academia fue Marsilio Ficino, traductor de las obras de Platón y de Plotino. Frecuentaban también el círculo de los Medici Angelo Poliziano, humanista y poeta, y Cristoforo Landino, estudioso de Dante. Al frente de los artistas estaba Bertoldo di Giovanni, discípulo de Donatello. Miguel Ángel se familiarizó aquí con Dante y Petrarca.
Durante este periodo, su vida está unida a la suerte de los Medici. Italia era entonces un mosaico de Estados, Repúblicas y Reinos. La parte correspondiente a Venecia estaba en manos de una aristocracia; Nápoles estaba regida por la Casa de Aragón; el Ducado de Milán y Génova por los Sforza; Lorenzo el Magnífico dominaba Italia central. El Papa, al frente de los Estados Pontificios, tenía buenas relaciones con los Medici, pero cuando murió Lorenzo el Magnífico, en 1492, su sucesor Piero II de Medici no supo tener la astucia política ni el talante diplomático de su padre, lo que le creó numerosos enemigos.
Son tiempos en los que buena parte de la sociedad, príncipes, prelados y pueblo, estaba mundanizada. Algunos religiosos se lanzaron por las calles para predicar con energía las normas de la conducta moral. Explicaban las acciones pecaminosas y el comportamiento justo sobre los contratos, prestamos, dotes matrimoniales, etc. Era frecuente que estas prédicas terminasen con una procesión penitencial y una hoguera en la que se quemaban objetos considerados mundanos (máscaras, pelucas, fórmulas mágicas, artículos de lujo). Después, se pasaba a la confesión.
El fraile dominico Savonarola (1452-1498) fue el predicador penitencial más famoso del Renacimiento italiano. Intentó re-evangelizar Florencia, corazón del Renacimiento, junto con Roma. Estaba convencido de que la Iglesia entera necesitaba una reforma y promovió la vuelta a la sencillez y santidad de los tiempos apostólicos. Quizá el tono de su predicación fue algo brusco y algunas de sus críticas exageradas, pero movía a la penitencia, a la vida de piedad, a la conducta cristiana. El tono amenazador de algunas de sus arengas, vaticinando que Italia caería en manos de otro pueblo si no se convertían, infundía temor.
Cuando en 1494, Carlos VIII de Francia entró en Italia para conquistar Nápoles, Piero de Medici negoció con él, concediéndole algunas plazas a cambio de dejar libre Florencia. Pero el pueblo toscano lo tachó de traidor y la Signoria decretó el destierro de buena parte de los miembros de su familia. Las tropas del rey de Francia invadieron y saquearon la ciudad. La población florentina vio en esto el cumplimiento del vaticinio de Savonarola. Los Medici cayeron, y Florencia se confió en buena parte al monje dominico. Pero algunos grupos políticos presionaron sobre el Papa Alejandro VI, para que prohibiese la predicación de Savonarola, porque su influjo obstaculizaba sus intereses.
La resolución de esta historia es controvertida y delicada. Como se sabe, Savonarola murió en la hoguera en 1498 y los Medici recuperaron el poder. Pero el eco del fraile dominico fue grande, y su predicación dejó una huella profunda en la religiosidad de Miguel Ángel.
Poco antes de la entrada de Carlos VIII de Francia en Florencia, Miguel Ángel, amigo de los Medici, tuvo que huir a Venecia y posteriormente a Bolonia. Allí conoció de manera fortuita a Gianfrancesco Aldovrandi, que estaba al servicio de los señores de la ciudad, y le propuso la realización de algunas estatuillas que faltaban para completar la tumba de Santo Domingo de Guzmán en la iglesia de San Domenico (un ángel arrodillado, en el que se advierte la influencia de Luca della Robbia, y dos santos, San Petronio y San Próculo, inspirado en el San Jorge de Donatello).
Un año después regresó a Florencia y, en julio de 1496, fue por primera vez a Roma, como huésped del cardenal Riario. Al llegar a la ciudad eterna, el aspecto de la urbe era muy distinto del actual. Todavía no había comenzado la construcción de la nueva basílica de San Pedro. Cuando paseaba por el Palatino, gozando de esa luz romana que tanto le enamoraba, no imaginaba que desde algunos puntos de la más famosa colina de la ciudad podría contemplarse un día la Cúpula de la Basílica de San Pedro. El Papa era entonces Alejandro VI, de la familia Borja.
Miguel Ángel permaneció en Roma hasta 1501. A esta primera época romana pertenecen esculturas muy heterogéneas, la de Baco borracho (1496-1498) y la Piedad Vaticana (1497-1500). La primera la realizó por encargo del coleccionista Jacopo Galli, que quería destinarla al jardín de su casa, convertido en Galería de antigüedades. El estilo de esta escultura se acerca al de las estatuas helenísticas de Lisippo. Baco tiene en la mano una piel de león, símbolo de la muerte y un racimo de uva, símbolo de la vida. Es una alegoría pagana de la condición humana: la corta vida del hombre está representada por el sátiro escondido detrás de Baco que, saboreando la vida ya se siente abrazado por la muerte.
Pero la obra que lo transformó en el más célebre escultor italiano del momento (y posiblemente de todos los tiempos) fue la Piedad Vaticana, realizada por encargo del cardenal francés de San Dionigi, para que se colocase en la capilla de Santa Petronila de la Basílica de San Pedro. Hizo el encargo confiando en que sería la obra en mármol más preciosa de todo Roma. Miguel Ángel la esculpió en un solo bloque de mármol blanco de Carrara, elegido por él. Solía proceder así con todas sus esculturas: iba personalmente a la cantera, señalando con una M los bloques que había elegido. Conocía perfectamente las vetas de la piedra caliza, casi como si las hubiese recorrido interiormente. Quienes presenciaban su trabajo quedaban admirados al ver que se abalanzaba sobre la piedra con golpes de cincel y de martillo tan certeros que si hubiese quitado una brizna más, habría inutilizado el bloque o destrozado una obra casi terminada.
Cuando Miguel Ángel oyó que unos visitantes habían considerado que la Piedad del Vaticano era del Gobbo de Milán, es decir, de Cristoforo Solari, le dolió que sus fatigas se atribuyesen a otro. Esa misma noche, a la luz de una vela, talló su firma en la banda del vestido de la Virgen: Michael Angelus Bonarotus Florentinus faciebat. Es la única obra que firmó.