Moctezuma - José Luis Trueba Lara - E-Book

Moctezuma E-Book

José Luis Trueba Lara

0,0

Beschreibung

La tradición lo condena: fue el fanático que tembló ante las profecías, el traidor que entregó el poder al invasor, el cobarde que sólo mereció la muerte más ignominiosa. ¿Cómo explicar, entonces, que la caída de Moctezuma haya ocurrido en el momento de mayor esplendor del mundo mexica? En esta apasionante novela, José Luis Trueba Lara indaga sobre la vida del controvertido Tlatoani, especialmente en los acontecimientos poco conocidos que precedieron a la conquista. Desde las circunstancias peligrosas de su nacimiento hasta el encuentro con Cortés y Malintzin, pasando por su educación, su carrera militar y los entresijos de la intriga política, Moctezuma nos entrega a la vez el retrato de un personaje complejo y fascinante, y la visión de un imperio que pasó de la apoteosis a la derrota con una velocidad vertiginosa. Su deseo: igualarse con los dioses. Su destino:perder la gran Tenochtitlan.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 337

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Este libro es para Patty y Demián, los únicos dueños de las palabras que todo lo sanan, las únicas presencias que todo lo curan

 

La diferencia entre ficción y no ficción no es tan grande. Lo que las distingue y separa es que una tiene que decir la verdad y la otra puede imaginarla.

GAY TALESEABC, junio de 2012

 

Primera parte

I

La oscuridad de la habitación estaba a punto de devorar a Xochicuéyetl. La mujer del soberano avanzaba hacia la primera caverna, el reino de la muerte que se transforma en vida la esperaba sin ansia. Sin importar lo que pasara, ella se adentraría en su territorio. A pesar de los dolores no podía negarse a caminar hacia la negrura que recibiría la encarnación de la semilla más antigua, la que fue amasada junto con la sangre del dios que se rajó el pene para regalarle sus almas. Los hombres eran de maíz, pero sus tres espíritus venían de ese sacrificio. El ritual donde se enfrentaban la vida y la muerte estaba a punto de comenzar, el prisionero que encarcelaba su vientre moriría en sus entrañas y renacería en este mundo.

Un paso casi tembloroso le permitió acercarse para descubrir el sitio al que jamás había entrado. Las mujeres que estaban secas por dentro no podían profanarlo. Ellas eran como los campos que se desprecian sin remordimientos, un vientre yermo apenas merecía un escupitajo. Las vigas que detenían el techo estaban tiznadas y en las paredes ningún adorno se oponía al tezontle. La piedra, escarlata y porosa, era idéntica al color que los dioses exigían en las batallas y los sacrificios. El piso había sido barrido con gran cuidado; los petates que lo cubrían, enrollados y ocultos en algún recoveco del palacio de Axayácatl. El mandamiento no podía ser desobedecido, no debía quedar ninguna huella de la sangre que pronto se derramaría. El humo del copal que se consumía en el brasero se aferraba a la rugosidad de los muros y trazaba delgadas nubes. El fuego se había encendido desde el preciso instante en que se iniciaron las contracciones de su vientre.

Adentro sólo estaban las mujeres que esperaban su llegada. Su madre y algunas de las otras esposas de Axayácatl guardaban silencio. Una palabra invocaría la desgracia. Las lenguas tenían que quedarse firmes hasta que terminara el combate que ocurría en sus adentros. Todos los ojos estaban fijos en el piso, en las afiladísimas navajas que penetrarían en el cuerpo de Xochicuéyetl. Si el que estaba por nacer se aferraba al vientre de su madre, su cuerpo sería despedazado con tal de salvarla. La vida del crío era importante, pero la de la parturienta era más, su existencia era una de las garantías de la alianza pactada entre Axayácatl, el Tlatoani de Tenochtitlan, y su padre, el Señor de Iztapalapa.

Los pasos de Xochicuéyetl eran lentos. De cuando en cuando, las contracciones la obligaban a detenerse y aferrarse del brazo de la comadrona que estaba a su lado; los dedos firmes emblanquecían la piel de la anciana. El cuerpo de la parturienta olía a hierbas y su cabello seguía húmedo. Las gotas de agua perfumada se fundían con el sudor que recorría su frente. El calor del temazcal aún la arropaba, pero la soltura de sus músculos se perdía a cada paso. Cada vez que sus entrañas se retorcían, la tensión volvía con toda la fuerza.

 * 

La batalla entre la vida y la muerte se había iniciado, pero ella se sentía tranquila; el sabor del agua en la que habían hervido una cola de tlacuache la ayudaba en las contracciones y sanaba algunos de sus dolores, y Xochicuéyetl también contaba con el amparo de los dioses. Ella había cumplido con los rituales desde que las sangres se fueran de su sexo, los discursos se pronunciaron en la fecha precisa y jamás se comió un tamal que se quedara pegado en la olla, cada vez que los desenvolvía miraba con cuidado las hojas de maíz para descubrir un error de los sirvientes del palacio. Si lo hubiera llevado a su boca, su hijo se quedaría unido a su vientre. Tampoco se alimentó con corazones de guajolote y sus labios sólo sintieron el sabor de las tortillas que se palmearon con las más pequeñas bolitas de masa. La cabeza de su hijo tenía que ser chiquita para que no se atorara. También se alejó de las miradas que podían dañarla, los que le deseaban el mal asesinarían a su hijo con la ojeriza y los que tenían la vista muy fuerte podían herirlo incluso sin desearlo. Si esto pasaba, el niño nacería con la mollera hundida y por ahí se escaparían sus almas, la del corazón, la del hígado y la que se guardaba en su cabeza. Por más que la curandera le soplara en la quijada y los párpados, la coronilla nunca se levantaría y la huesuda se adueñaría de su cuerpo. Su madre siempre tenía razón. Por eso, bajo su ropa tenía amarrada una semilla idéntica a un ojo de venado y a su lado colgaba el diminuto cuerpo de un colibrí disecado.

Cuando naciera, su hijo tendría que convertirse en la encarnación de Huitzilopochtli, el dios guerrero que fue parido por Coatlicue al principio de los tiempos. Valía más que así fuera, de otra manera viviría con espinazo curvo y el sabor de la tierra en los labios. Sin embargo, nadie debía darse cuenta de sus planes. Bajo las impecables maneras de los habitantes del palacio corrían los ríos de fuego que deseaban la desgracia a los que podían aspirar al trono. A los más de cien hijos de Axayácatl se sumaría otro, un peligro para algunos, un enemigo para los envidiosos, una insignificancia para los que se creían seguros. La vida que estaba a punto de llegar al mundo no estaba libre de emboscadas.

Los días de Xochicuéyetl podrían cambiar después del parto, hasta ese momento sólo había sido una más en la fila de las mujeres soberano. Apenas destacaba, por lo que muy pocos sabían y unos cuantos intuían. Lo que ocurría en la oscuridad de las habitaciones del palacio era un murmullo que ocultaba las maldiciones; pero, si su hijo se sentaba en el trono cubierto con pieles de jaguar, ella podría ser la primera y las demás —si es que sobrevivían a su ascenso— tendrían que inclinarse ante su presencia.

 * 

Cuando llegaron a uno de los rincones de la habitación, la partera desvistió a Xochicuéyetl. Las prendas tejidas con las fibras de las hojas más tiernas de los magueyes se quedaron en el suelo. Los bordados con los símbolos de Coatlicue apenas podían distinguirse. Nadie podía descubrir sus anhelos. Ante las otras mujeres de Axayácatl, su hijo nunca se revelaría como la encarnación de Huitzilopochtli. Eso sería muy peligroso, sólo lo acercaría al conjuro terrible y la mirada que lo secaría por dentro gracias a las hechicerías. El niño tendría que aprender a fijar sus pupilas en el piso hasta que llegara el momento de levantar sus armas. La preferida de Axayácatl conocía el secreto del poder: al trono de Tenochtitlan sólo se llegaba por el camino del asesinato y la traición, la grandeza estaba reservada para los supervivientes.

 * 

Lentamente, la anciana la ayudó a ponerse en cuclillas y se colocó a sus espaldas. El murmullo de la partera empezó a adueñarse de la habitación. Su voz incomprensible invocaba a la divinidad precisa y buscaba las palabras que la ayudarían. Así siguió hasta que la claridad se adueñó de su boca.

—Haz fuerza —dijo—, haz fuerza con el caño de la madre para que salga la criatura. Transfórmate en una guerrera, conviértete en un águila, en un jaguar. Puja, desafía a la calavera, véncela, tírala al piso… patéala para que se largue.

Xochicuéyetl obedecía sus órdenes.

Ella tenía que parir, ése era su destino, ésa era su obligación.

Poco a poco el niño comenzó a asomarse al mundo mientras las venas del cuello de Xochicuéyetl se tensaban como los mecates que sostenían las piedras que daban forma a los templos. El hijo de Axayácatl nació sin problemas y sin que la muerte lo reclamara.

Después de los primeros chillidos, la partera lo tomó y le entregó los símbolos de su destino, un pequeño escudo y una flecha diminuta. Los ojos de todas estaban pendientes de lo que sucedería, el rechazo de la guerra condenaría al recién nacido e invocaría a las sombras que tratarían de apoderarse de Tenochtitlan. Los hijos de Axayácatl sólo podían tener dos destinos: el cuchillo que alimentaba a los dioses en los altares y la sangre que se derramaba en las batallas. Si el recién parido los rechazaba, los rivales pronto descubrirían que la debilidad había llegado al palacio del Tlatoani.

Pero nada pasó, las pequeñas manos se cerraron al sentir el escudo y la flecha.

Entonces se inició su primer sacrificio, la comadrona colocó el cordón umbilical sobre una mazorca y lo cortó con un tajo preciso. La sangre corrió entre los granos y la vieja lamió el filo de la obsidiana. Su lengua se apoderó de una parte de sus espíritus. El murmullo que brotaba de sus labios aún no tenía la fuerza para quebrar el silencio y sólo se interrumpió cuando sus dedos tomaron la tripa azulosa. El nudo fue impecable, nunca necesitaría colocar una semilla en la cicatriz para garantizar la redondez de su ombligo.

El niño lloraba y el agua comenzó a recorrer su cuerpo para limpiarlo de los restos del cadáver que aún lo arropaban. Los partos siempre eran una muerte y una resurrección.

—Un poco más… puja, vuelve a pujar —dijo la partera.

No tuvo que esperar mucho, un golpe seco se adueñó del lugar.

Con cuidado tomó la placenta y sus ojos la recorrieron para descubrir si estaba entera. Si faltaba un trozo, los días de Xochicuéyetl estarían contados, ningún curandero podría derrotar las llamas que consumirían su cuerpo.

Con un gesto ceremonial, tomó la delgada tripa y la guardó en una caja labrada. Ahí permanecería hasta que uno de los guerreros la enterrara en el campo de batalla para que floreciera mientras se alimentaba con los cuerpos de los caídos. A su lado colocó la mazorca ensangrentada y el pequeño mechón que había cortado del centro de la cabeza del niño. Ya habría tiempo para atarlo con el más rojo de los hilos. Esos cabellos eran el fuego de sus almas, la encarnación de la vitalidad que se conservaría hasta que su vida se apagara. La placenta también fue guardada, tenía que ser devuelta a la tierra para que las plantas renacieran.

 * 

La partera ayudó a Xochicuéyetl para que se levantara y acarició su mejilla.

—Fuiste un jaguar y un águila, fuiste una guerrera… ganaste, estás viva y él patalea con fuerza —murmuró a su oído.

Su mirada era clara, su sonrisa nada ocultaba.

La voz regresó a la boca de las mujeres, sus gritos eran idénticos a los alaridos de los soldados en la batalla. Xochicuéyetl había derrotado a la muerte. Sólo después de que los aullidos enmudecieron, las palabras brotaron para desear que los dioses eligieran una buena ruta para el recién parido. Ninguna se atrevió a mencionar la fecha. El momento del parto debía permanecer oculto hasta que los lectores de los augurios determinaran el signo preciso que iluminaría su vida. El hijo del Señor de Tenochtitlan no podía llegar al mundo en un amanecer cualquiera o en uno de los días que estaban marcados por los símbolos funestos. La fecha exacta debía ser olvidada, y si alguien se atrevía a recordarla, su vida terminaría antes de que pudiera pronunciarla.

 * 

Xochicuéyetl apenas podía escucharlas. Estaba cansada, había derrotado a las fuerzas del inframundo y su cadáver no tendría que ser protegido por los guerreros de Axayácatl. Nadie trataría de robar su cuerpo para arrancarle un dedo con tal protegerse en las batallas, ningún malvado le trozaría un brazo para utilizarlo como amuleto, y su cabello, grueso y negro, tampoco sería cortado con todo y la piel que lo sostenía. Los ladrones que se metían en las casas gracias a la invisibilidad que nacía de sus poderes no profanarían sus despojos.

Estaba viva, eso era lo más importante.

Tomó a su hijo y volvió a caminar hacia el temazcal donde le limpiarían las inmundicias del alumbramiento. Las manchas de su cuerpo eran de temerse, las recién paridas eran muy peligrosas, sólo después de que fueran purificadas era seguro acercarse a ellas.

Sus ojos lo buscaron en vano. Axayácatl no la esperaba en el corredor del palacio y muchos conocerían a su hijo antes de que él lo viera. El Tlatoani, el gran Señor, el amo de las tierras y los hombres tenía cosas más importantes que hacer. El imperio era más valioso que el recién nacido y lo que sucedía en la alcoba no podía ser revelado, la intimidad y las pasiones no podían contarse sin miedo.

 * 

Siguió avanzando, tenía que mostrar su victoria aunque su mirada buscaba el consuelo del piso. Entonces la vio. Viento de la Noche la observaba, sus ojos trataban de encontrar el rostro del niño. Xochicuéyetl lo abrazó y puso la mano sobre su rostro. Eso era lo único que podía hacer, el hilo rojo aún no estaba atado en su muñeca y la ojeriza podía matarlo. El deseo de tener una cuenta de ámbar ardió en sus almas. Esa mirada era mala, perversa. Viento de la Noche nunca engendraría un hijo del Señor de Tenochtitlan, ella —mordida por las serpientes del resentimiento y el rencor— sólo le deseaba el mal que hundía sus raíces en el asesinato siempre anhelado y jamás cumplido. Después de la primera noche que estuvieron juntos, Axayácatl no volvió a acercársele. Los susurros no mentían: sólo la había penetrado para ratificar la pálida alianza con Moquihuixtli, el Señor de Tlatelolco. El Tlatoani, cuando las sombras se adueñaban del palacio y nadie podía verlo, prefería ir a otros lechos para buscar a las mujeres que no se quedaban tiesas mientras él se movía y trataba de esquivar su mirada. Él, aunque jamás lo dijera, sabía que la muerte se ocultaba entre las piernas de Viento de la Noche.

Xochicuéyetl apuró el paso sin devolverle la mirada a la hija de Moquihuixtli, sus pupilas podían envenenarle la leche. A pesar del agotamiento y la felicidad, ella conocía el futuro que la asechaba: su hijo sólo podría vivir si los puñales se adentraban en el cuerpo de Viento de la Noche; pero eso jamás ocurriría, la paz con los tlatelolcas era más valiosa que su existencia. Las maravillas de su boca no eran suficientes para cambiar los planes de Axayácatl.

 * 

Tlatelolco era un peligro para Axayácatl. La cercanía de los enemigos frenaba sus planes y ensombrecía la vida en Tenochtitlan. Cada vez que las tropas salían de la ciudad, el fantasma del ataque se asomaba en la orilla del lago. Las grandes conquistas estaban casi detenidas y los aliados murmuraban sobre la debilidad del Tlatoani. Axayácatl sólo tenía una opción, aceptar la paz que seguramente traicionaría Moquihuixtli.

Las negociaciones del acuerdo no tardaron más de lo necesario y ambos recibieron los cuerpos que lo ratificaban. Moquihuixtli no dudó al elegir a Viento de la Noche, su hija era un peligro para el Señor de Tenochtitlan; Axayácatl tampoco tuvo problemas al señalar a una de sus hermanas. Chalchiuhnenetzin era fea, su aliento era idéntico al de los zopilotes y su pecho estaba marcado por huesos que reclamaban mejores carnes. Ella era una ofensa, una confirmación de que la paz no duraría mucho. Las únicas virtudes de Chalchiuhnenetzin eran sus oídos y su memoria.

El día que Axayácatl recibió a la hija de Moquihuixtli, su rostro estuvo a punto de traicionarlo; por más que trató de evitarlo, el asco lo obligó a fruncir la nariz. Ella se pintaba los dientes de negro y tenía el cuerpo labrado con escaras y tatuajes. Su cabello jamás estaba recogido y la ropa apenas cubría sus caderas. Su piel no era tersa como la de las mexicas, su desnudez exponía ante todos el vaivén de sus pechos y su boca era un abismo que anunciaba el inframundo. Viento de la Noche era la encarnación de lo nauseabundo. A pesar de esto, él tenía que cumplir con lo pactado. Aquella noche llegó a su habitación y se adentró en su sexo mientras ella lo miraba sin parpadear. Cada una de sus embestidas chocaba con las pupilas que le secaban las almas. Eyaculó sin placer y la abandonó sin decir una palabra, no podía permanecer más tiempo a su lado. Axayácatl tuvo miedo. Sin detenerse a mirarla volvió a sus aposentos y durmió sin compañía. En la oscuridad, los sueños le revelaron la verdad: el vello que crecía entre las piernas de Viento de la Noche se transformó en un nido de arañas y alacranes negros.

Axayácatl jamás regresó a su lecho. La mujer de Tlatelolco era una hechicera y valía más no acercarse. Varias veces estuvo a punto de ordenar que su vida se apagara, uno de sus guerreros o alguno de los nahuales podía terminar con ella; pero esos deseos no se cumplirían sin afrontar las consecuencias. La guerra contra Moquihuixtli era un riesgo que debía evitarse y sus miedos tampoco podían revelarse, una señal de debilidad sería suficiente para que sus enemigos levantaran las armas.

Viento de la Noche se convirtió en una cautiva, podía caminar por el palacio sin que nadie la detuviera, pero no debía poner un pie en las cocinas ni en los graneros. Su presencia sería suficiente para que el soberano muriera envenenado o las mazorcas se llenaran de gorgojos.

II

Trece veces el sol recorrió el cielo antes de que Axayácatl conociera a su hijo. La curiosidad valía menos que los reclamos del poder. Sus mujeres ya habían parido antes, y seguirían haciéndolo para cumplir su destino: una garantía, un tributo, una voluntad domada que se encarnaba entre los vellos de su sexo. Ante los cortesanos debía quedar claro que el lloriqueo sólo era admisible en los cobardes a los que les temblaban las piernas en el momento de tomar una decisión de muerte.

Cuando Xochicuéyetl terminó de parir, Axayácatl apenas supo lo que tenía que saber, los detalles del alumbramiento le fueron susurrados mientras caminaba hacia el lugar donde se reuniría con sus consejeros. El sacerdote apenas dijo lo indispensable, sólo se atrevió a exagerar el momento en que su hijo tomó la flecha y el escudo. La pequeña mano se transformó en la garra que derrotaría a los rivales. El Tlatoani permaneció impasible, la felicidad y el llanto estaban prohibidos.

 * 

Después del parto, Xochicuéyetl tenía que esperar. Al principio, su soledad fue absoluta, las sirvientas del palacio sólo se acercaban para dejarle comida y llevarse los trastos sucios. Sus manos apenas se adivinaban cuando levantaban la cortina para deslizar los platos y el chiquihuite que guardaba las tortillas. Nadie debía verla, ninguno podía mirar a su hijo. La muerte se escondía en los corredores, Viento de la Noche no era la única que anhelaba el fin de sus días.

Así siguió hasta que llegó el sacerdote. El servidor de los dioses entró sin pedir permiso ni anunciar su visita. Él sólo llegaba cuando debía llegar. Su cuerpo estaba teñido con la sangre de los sacrificados y tenía el cabello casi pegado al cráneo por los coágulos. Sus uñas largas habían perdido la blancura y sus dientes limados se habían transformado en los de una fiera. La pestilencia de los altares se apoderó del espacio. Su piel enrojecida era el contraste perfecto para sus collares, las cuentas verdes y las conchas inmaculadas chocaban con el tono de la muerte que se había llevado a los que entregaban su corazón a los dioses.

Sin decir una sola palabra, tomó al recién nacido, lo colocó sobre un petate y lo desnudó sin rudeza. Sus manos lo palparon y sus pupilas se detuvieron en su cabeza. La mollera estaba en su sitio, sus almas no corrían peligro.

—Tiene la mirada ceñuda como su abuelo —dijo a Xochicuéyetl sin detenerse a observarla.

La voz del sacerdote era cavernosa. Lo que respondiera la madre no tenía sentido, de su garganta había brotado la primera profecía: ese niño tendría la gloria de su ancestro.

Mazacóatl comenzó a desplegar el libro de los augurios. Las páginas de piel de venado estaban marcadas por el rojo y el negro, el resto de los colores se subordinaban a sus trazos.

—Éste será el día de su nacimiento —dijo mientras señalaba uno de los símbolos.

Xochicuéyetl asintió.

La fecha no podía ser mejor elegida. Durante tres días, todos fingirían que el niño aún no había nacido.

Mazacóatl comenzó a doblar el libro y, antes de guardarlo, su mano se adentró en el morral que colgaba del hombro.

—Ten —murmuró a Xochicuéyetl—, tú sabes que los necesita… el mal siempre está suelto.

La madre agradeció con la mirada.

Antes de que el sacerdote partiera, Xochicuéyetl anudó uno de los hilos rojos en la muñeca del niño. Sus ojos se detuvieron en la cuenta que colgaba de él. El otro hilo lo ató en su tobillo derecho.

 * 

Durante tres días, el fuego ardió en los aposentos de Xochicuéyetl para cuidar la buena ventura de su hijo. Las llamas fortalecerían sus almas, los hilos rojos y la cuenta de ámbar lo protegerían de los males. Las plegarias de su madre fueron escuchadas, el niño sobreviviría.

 * 

Cuando la lumbre se extinguió en los braceros, las visitas comenzaron a llegar. Los nobles y los guerreros, algunos comerciantes y varios de los cortesanos se presentaron para celebrar el nacimiento. Todos se habían untado ceniza en las rodillas y las coyunturas, el calor que desprendían las mujeres recién paridas podía ablandárselas. Ninguno se atrevió a acercarse al bebé, las miradas estaban prohibidas.

Las visitas parecían eternas, ni siquiera se detenían mientras amamantaba a su hijo. Las palabras que repetían los buenos augurios se fundieron en un sonido monocorde que la obligaba a mantener una frágil sonrisa.

Todo parecía marchar de acuerdo con el ritual; sin embargo, un poco antes de que la oscuridad cubriera el cielo, Viento de la Noche se presentó ante Xochicuéyetl.

—Que su futuro no sea negro, nadie sabe cuándo se romperá el hilo de la vida —dijo con una voz apenas audible.

Su mano tatuada se acercó al cordón que sostenía la cuenta, los ojos de Xochicuéyetl se transformaron en pedernales.

—Mi hijo vivirá y pronto lo conocerán los grandes señores, tus ojos nada pueden contra el destino —respondió Xochicuéyetl. La confianza en los amuletos y la ceremonia que pronto ocurriría le daban la fuerza para enfrentarla.

 * 

Durante aquellos días, mientras el sol recorría el cielo alimentado con la sangre de las codornices degolladas y los corazones de los cautivos, los consejeros de Axayácatl se esforzaban para preparar la ceremonia. Los dioses y los hombres estaban al pendiente de lo que sucedería. El nacimiento de su nuevo hijo era la última oportunidad para que Moquihuixtli, el Señor de Tlatelolco, se arrodillara ante el Tlatoani. La situación era difícil, el sexo de Viento de la Noche no había logrado mantener la paz, y la alianza entre los mexicas y los tlatelolcas valía menos que un esputo. Moquihuixtli tenía que lamer el suelo, sólo así quedaría sujeto, y el Señor de Señores podría avanzar con sus tropas más allá de las montañas sin temor a que lo acuchillaran por la espalda.

Nada podía fallar, el recién parido quizás ocuparía el trono. Un error podía transformarse en un vaticinio funesto, en una señal que liberaría las lenguas y fortalecería a los rivales; allá, en sus guaridas, los enemigos y los traidores esperaban una falta que anunciara la caída de Axayácatl.

 * 

Los sirvientes del palacio sintieron el dolor de la furia por nimiedades. Un piso mal barrido o una pluma que no estaba en la posición correcta eran suficiente para que los palos y las espinas cayeran sobre su espalda. Más de uno perdió la vida por una falta que se convirtió en imperdonable. Su existencia nada valía. Los viejos que sabían leer los signos del tiempo habían determinado la fecha precisa, y antes de que la sala del palacio se abriera, los braceros recibieron el copal y las esferas de zacate que estaban tintas de sangre. Los dioses debían estar satisfechos antes de que la ceremonia comenzara.

 * 

Al fondo de la sala estaba el trono, las pieles de jaguar lo distinguían. Ahí sólo podía sentarse el Señor de Señores, el Amo del Ombligo de la Luna, la personificación de Huitzilopochtli, el huey Tlatoani de Tenochtitlan. Poco a poco, los sacerdotes y los adivinos, los guerreros y los nobles ocuparon los lugares que tenían señalados. Cerca de ellos se encontraban los soberanos de los pueblos aliados y los que estaban a punto de traicionarlo.

Moquihuixtli también ocupaba su lugar en el recinto. Su cuerpo estaba pintado de negro y alrededor de sus ojos los sacerdotes le habían trazado círculos rojos. Tenía la espalda cubierta con un cuero de jaguar y de su cuello pendía un collar donde los dientes de la fiera se intercalaban con pequeños espejos de obsidiana. Su arreglo estaba calculado, él era el dios, el guerrero, la encarnación de la batalla, la personificación del que todo lo da y todo lo quita. Él era la soberbia que nunca se inclinaría ante Axayácatl. Muchos de los soberanos se acercaron y lo tomaron del brazo. Los hombres del Tlatoani los observaban, cada uno de sus movimientos delataba una traición, una alianza que podría convertirse en miles de guerreros.

 * 

Todos debían esperar el momento indicado para que entrara el recién nacido y el Tlatoani se dignara mirarlo. La sangre del niño no era como todas, por sus venas se deslizaba el vestigio de los que se habían sentado en el trono; en los ríos escarlatas de su cuerpo también estaba la impronta de su abuelo, el primer Moctezuma, el guerrero que derrotó al Señor de Azcapotzalco, y que, cuando tomó la corona de Tenochtitlan, instauró las guerras floridas para alimentar a los dioses y ahuyentar las sequías. La sangre de la batalla y los altares eran imprescindible para que las milpas se dieran y las mazorcas se llenaran de granos. El recién alumbrado no era un cualquiera, era un pipiltin entre los pillis, un noble entre los nobles.

En el preciso instante en que el niño entró a la sala en brazos del sacerdote, las miradas comenzaron a seguirlo. Los aliados y los enemigos, los traidores y los leales trataban de descifrarlo. Los coágulos de los sacrificados trazaban su curso en el torso del hombre que alimentaba a los dioses. Decenas habían entregado su corazón en los templos de Tenochtitlan para que los señores del universo se sintieran satisfechos y se dignaran cobijar al niño.

Axayácatl lo observó con calma sin que los músculos de su rostro se movieran. El prepucio del niño tenía las marcas de la sangre y sus lóbulos mostraban los cortes de las navajas que habían atestiguado su sacrificio. Le dio la bienvenida al mundo y le habló de las penas que enfrentaría, de los dolores que marcarían su vida y de la imposibilidad de negarse a recorrer el camino que le había sido trazado: su vida sólo tendría sentido en la guerra y los altares.

—Tú alimentarás a los dioses —dijo antes de guardar silencio durante unos instantes.

El momento definitivo había comenzado.

Poco a poco, los sirvientes del palacio entraron con los regalos para los invitados. Los penachos que emborrachaban la vista, los bezotes, las orejeras y los escudos eran la muestra de su poder y su riqueza. Ninguno se quedó con las manos vacías y Moquihuixtli, el último que recibió un presente, tuvo que aceptar el más valioso, la manta que robó la luz de los ojos a treinta mujeres. Su trama y su urdimbre eran tan delicadas que la ceguera de muchas fue el precio de su creación.

Cuando los mandones tuvieron los regalos en sus manos, Axayácatl volvió a tomar la palabra. Su voz era sutil y áspera, absolutamente limpia y profundamente oscura, sin que la contradicción se asomara. El Tlatoani tenía que obligar a Moquihuixtli a que se rindiera. La amenaza velada y la falsa pobreza eran más poderosas que la paz que apenas pudo pactarse en los cuerpos de Viento de la Noche y Chalchiuhnenetzin.

—Bienvenido seas —dijo a su hijo mientras sus ojos se clavaban en Moquihuixtli—, los dioses te hicieron llegar a una casa pobre, a un lugar donde los nobles sólo somos carne y huesos, al sitio donde las tortillas escasean y las armas apenas se muestran. Nosotros somos débiles y los demás son fuertes. Tú no naciste en un lugar privilegiado donde los grandes señores son idénticos al dios del espejo oscuro y los dientes de jaguar, tú no eres rico y poderoso como ellos. Pero esos señores, con su infinita piedad, tal vez te darán lo que yo no puedo darte. Mi pobreza es mucha y su riqueza es más grande que los montes; sin embargo, ellos bajarán su mirada y sentirán el sabor de la tierra en sus labios para entregarte sus armas. Ellos tienen que inclinarse ante tu miseria y tu oferta de paz… los miserables también podemos defendernos.

Durante un instante, la ira se mostró en el rostro del Señor de Tlatelolco. Axayácatl lo había ofendido delante de todos. La falsa pobreza y la debilidad fingida eran una afrenta que no podía perdonar. Por eso, cuando llegó el momento de acercarse al Tlatoani, apenas pudo pronunciar unas cuantas palabras:

—Mi pobreza también es tuya, mi miseria también es tuya, tal vez tú puedas regalarme algo más valioso que la cobardía… el trono sería una buena opción —dijo a Axayácatl mientras sostenía su mirada.

Moquihuixtli fue el único que no se rindió ante el Señor de Tenochtitlan. Los otros bajaron la cabeza y tocaron el piso para llevarse los dedos a la boca. Todos fueron sumisos menos el Amo de Tlatelolco.

La manta quedó abandonada a los pies de Axayácatl, la guerra quizás estaba a punto de iniciarse.

—Tú la necesitas más que yo —dijo Moquihuixtli antes de darle la espalda y abandonar el recinto.

A partir de ese momento ya sólo hacía falta un pretexto, una nimiedad que se convertiría en la ofensa que refrendaría las ansias de batalla de los consejeros del Tlatoani. Mientras tanto, los almacenes del palacio debían llenarse de armas. La lucha contra los tlatelolcas debía ser rápida, en un solo combate tenía que decidirse el futuro de la isla que amenazaba a Tenochtitlan.

 * 

Mientras los augurios de guerra se mostraban en el horizonte, los días del recién nacido transcurrían en la penumbra. Su padre apenas reparaba en su existencia y sus encuentros siempre ocurrían con la distancia que exigían los ceremoniales. Axayácatl sabía que aún no valía la pena quererlo. ¿Para qué atarse a alguien que no se había dado? El Descarnado podía llevárselo en cualquier momento y no tendría una muerte digna como la que tuvieron sus hijos que ofrendaron su vida en las batallas contra Tlaxcala y Huejotzingo; sus cadáveres contrahechos eran el mejor ejemplo del destino heroico. El tiempo del encuentro quizá llegaría. No antes, tampoco después. Pero mientras eso ocurría, su hijo apenas se asomaba en sus pensamientos, sólo el deseo que le ardía entre las piernas lo obligaba a murmurar el nombre de su madre.

En cambio, Xochicuéyetl lo mantenía a su lado y le ofrecía el anhelo de vida de su pecho. Durante cuatro años lo alimentó y nunca recibió en su lecho a Axayácatl. Jamás lo dejó solo, las miradas y los conjuros podían arrebatárselo. Todavía era de ella y así lo seguiría siendo hasta que tuviera la edad en que sería entregado a los pajes que cuidarían sus modales. A partir de ese momento no podría llorar ni gritar, tampoco permitiría que la chipilez se apoderara de sus almas. Sus ropas y sus pasos tendrían que ser perfectos, las arrugas y los desaliños darían paso a los golpes, a los jalones de cabello, los pellizcos y el desprecio. Su hijo siempre tendría que comportarse como un pipiltin entre los pillis. Por eso estaba obligado a hablar bien, decir lo preciso y ocultar la verdad con la falsa humildad y la pobreza inexistente. De su boca jamás saldrían las palabras que pronunciaban los descastados, los macehuales que tomaban pulque y se revolcaban con las putas. Él tenía que ser el que debía ser, su mirada se clavaría en el piso cuando los grandes señores se acercaran y lo mismo ocurriría ante los ancianos, los sacerdotes y los adivinos. Él, aunque fuera un hijo de los poderosos, sería castigado si torcía lo mandado.

Se llamaba Moctezuma y su nombre no era una casualidad: él se transformaría en Señor muy severo, en el hombre de coraje, en el que se enoja súbitamente por cosas que parecen sin importancia.

 * 

Xochicuéyetl y Moctezuma tuvieron suerte. Cuatro años tuvieron que pasar para que la venganza llegara y Axayácatl volviera a adentrarse entre las piernas de Xochicuéyetl. Las malas miradas de Viento de la Noche por fin fueron castigadas. Las palabras a medias y los murmullos entre las mantas lograron su cometido cuando las mujeres del mercado de Tlatelolco se burlaron de los guerreros mexicas, un par de escupitajos bastaron para que el futuro se decidiera. El pretexto había ocurrido y las aguas del lago se teñirían de rojo. Si la guerra contra los tlatelolcas no estuviera a punto de iniciarse, su voz habría caído en el olvido y su hijo se secaría por las maldiciones de los brujos sin que nadie lo extrañara. El placer de lecho ocurrió en el momento indicado. Así sucedió lo que debía suceder: una mañana, los ojos de Viento de la Noche no pudieron mirar la luz.

Los rumores que corrían en el palacio apenas tenían un punto de acuerdo: la hija de Moquihuixtli estaba muerta. Algunos decían que los nahuales habían llegado a su lecho para desgarrarle la garganta, otros murmuraban que su cuerpo había amanecido con las marcas del ahorcamiento y unos más hablaban de un mal nacido de la hechicería. Sin embargo, sobre todas estas palabras privaba la voz del Tlatoani: Viento de la Noche había dejado este mundo a causa de una enfermedad que nadie pudo contener. Aunque todos la aceptaron de dientes para afuera, la explicación de Axayácatl no podía ocultar la verdad, la hija del Señor de Tlatelolco había sido asesinada para provocar la guerra.

 * 

Cuando los enviados de Axayácatl se encontraron con el Señor de Tlatelolco, sus palabras fueron parcas, apenas repitieron lo que les habían ordenado: Viento de la Noche había tenido un buen final, los tumores le arrebataron las almas sin que los sacerdotes pudieran evitarlo. Ninguna hierba tuvo la fuerza para derrotarlos. El mal avanzó incontenible, su rapidez era voluntad de los dioses. La lucha contra la enfermedad apenas duró unas pocas horas. Viento de la Noche ya estaba en el Tlalocan, en el paraíso donde el maíz nunca falta y la claridad del agua deslumbra a los que la contemplan. Nada se podía hacer, sólo quedaba la posibilidad de alegrarse por el término de una vida que fertilizaba la tierra.

Moquihuixtli los escuchó y sus labios permanecieron plegados, sabía que el cuerpo de su hija había amanecido en una posición tortuosa y que en su cuello estaban las marcas de los dedos del asesino. El ahorcamiento era un castigo que la marcaría hasta que el tiempo se agotara. La suya era la muerte que sólo merecen los carroñeros. Las mujeres que fallecían en el parto acompañaban al sol hasta el ocaso, las que fallecían por los rayos y los males del agua iban al Tlalocan y las que entregaban sus corazones a los dioses eran benditas. Las estranguladas nada merecían, sus almas vagarían sin encontrar reposo. La eternidad no dependía de los hechos de la vida, se determinaba por la manera de morir.

La ira no se mostró en el rostro del Señor de Tlatelolco.

En el preciso instante en que los enviados del Tlatoani terminaron de hablar, se mordió los labios para dominar su deseo de ordenar su asesinato. Estaba obligado a contenerse, la guerra debía esperar. Moquihuixtli necesitaba que sus aliados confirmaran su compromiso antes de lanzarse en contra de Tenochtitlan. A pesar de esto, en el fondo de sus almas, sabía que su dolor no era tan grande. La deshonra le ardía más que la pérdida de una hija. Viento de la Noche no había cumplido su promesa: Axayácatl no había muerto por sus hechizos y ninguno de sus nietos se sentaría en el trono de Tenochtitlan.

 * 

Y así, mientras los enviados del Tlatoani hablaban con el Señor de Tlatelolco, Xochicuéyetl acariciaba a su hijo.

—Ella está muerta, nadie puede oponerse a tu destino —decía mientras recordaba la imagen de Viento de la Noche.

Esa tarde, la última leche que le ofreció su madre tenía el sabor de los enemigos muertos. Xochicuéyetl lo miró, en las almas de su hijo ya estaba la serpiente. La descarnada, fría y podrida, también lo acompañaría sin que nadie se diera cuenta de que era su protectora. Sus manos huesudas caerían sobre todos los que se interpusieran en su camino.

III

Los signos del calendario cambiaron y llegó el día preciso; sin embargo, ninguna ceremonia subrayó el momento. Moctezuma tenía que abandonar a su madre y adentrarse en el calmecac, el lugar que sólo dejaría cuando fuera capaz de recorrer la ruta de la muerte. Ahí, en el espacio donde se formaban los sacerdotes, los guerreros y los gobernantes, él se transformaría en el hombre que asesinaría a sus rivales con tal de sentarse en el trono; pero, si por alguna razón flaqueaba y escupía sobre la memoria de sus antepasados, las puertas del recinto se abrirían antes de tiempo para mostrarlo como un pusilánime que sólo podría lamer los pies a los poderosos.

Axayácatl lo recibió antes de partir. Moctezuma creyó descubrir en sus ojos una mota de orgullo que apenas pudo agradecer con palabras atragantadas. Nunca supo si su voz fue capaz de acariciar el oído del Tlatoani. Él se engañaba con tal de seguir adelante sin que el rechazo le doliera. Aunque tratara de negarlo, sabía que en la cabeza de su padre estaban otras cosas: el asesinato del Señor de Xochimilco no podía ser ocultado y los dedos de todos señalaban su culpabilidad. La apuesta que habían cruzado en el juego de pelota era impagable y sólo la muerte había podido solucionarla. Aunque su jugador había sido derrotado, Axayácatl jamás entregaría el mercado de Tenochtitlan a uno de sus vasallos. Pasara lo que pasara, el Tlatoani nunca perdía. Aún más, en aquellos momentos los matlatzincas se habían rebelado y tendría que salir con las tropas sabiendo que Moquihuixtli podría atacarlo. Si su hijo se iba al calmecac o se moría sin dejar huella no tenía importancia, el trono era lo único que marcaba su vida.

Ese día, a pesar de lo que muchos auguraban, Moctezuma se negó a acercarse a su madre. La presencia del rostro en el que apenas se asomaban los vellos sería suficiente para que ella se derrumbara, para que el temblor se adueñara de sus manos y sus ojos sintieran el ardor de la sal. Valía más que así fuera, él no podía darse el lujo de sucumbir al dolor, de anhelar las caricias que todo lo sanaban, de desear la voz que lo cobijaba de los males. Xochicuéyetl lo comprendería, nadie podía entrar al calmecac con las almas rotas.

 * 

Moctezuma recorrió las calles acompañado por sus pajes. El rumbo era claro y su futuro se decía a cada paso. Sus ojos no se detuvieron en los canales donde atracaban las canoas y se negaron a recorrer las piedras labradas que contaban la historia de su linaje. En esos momentos, sus pupilas no trataron de mirar más allá del espacio sagrado y el muro donde estaban atravesados los cráneos de los sacrificados. Ahí, sobre los rostros desollados se amontonaban las moscas mientras un zanate picoteaba lo que quedaba del ojo de uno de los caídos. Tal vez ésa era una profecía, una señal de los dioses que prefirió ignorar con tal de seguir adelante. Nada debía detenerlo. Los barrios lejanos, con sus calles estrechas y sinuosas, tampoco tenían la fuerza para atraer su mirada. Ni siquiera los zopilotes que trazaban círculos sobre la basura y los animales muertos que se amontonaban en las tierras de los macehuales podían atraparla. La pestilencia de los miserables apenas podía ofenderlo.

El ruido de la gente no lo distrajo. A pesar de su estridencia, las voces que venían de los embarcaderos y los tianguis casi lejanos apenas se revelaban como un murmullo. Estaba concentrado, sólo tenía un destino. A cada paso, la entrada del calmecac se hacía más grande. Sin embargo, el pánico terminó mordiéndolo durante un instante, las historias de dolor retumbaron en su cabeza. El olor que manaba de los templos y el sonido de las moscas que se cebaban con los restos de los sacrificados lo acobardaron. La idea de no resistir en el calmecac era un leño ardiente. Moctezuma apenas pudo ocultar la marca de sus quemaduras. Una palabra o un movimiento en falso bastarían para que se aprovecharan de sus debilidades. Sus pajes podían descubrirlo y sus lenguas afiladas lo mancharían con sus habladurías.

Llegaron. Frente a la puerta del calmecac estaban los sacerdotes y los guerreros que los esperaban. Ninguno de los jóvenes que pasaban delante de ellos merecía su atención. Los recién llegados nada significaban, aún tenían que crecer y endurecerse para merecer que repararan en su existencia. Antes de eso eran nada, menos que nada, su sangre estaba aguada y sus almas no se habían templado en el santuario y la guerra.

 *