Mujercitas - Laouisa May Alcott - E-Book

Mujercitas E-Book

Laouisa May Alcott

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Beschreibung

Considerada un clásico dentro de las novelas juveniles de la literatura, Mujercitas es la visión fresca, clara y objetiva de la época de la guerra civil en los Estados Unidos. A través de la visión de las hermanas March se muestra el ambiente cultural y social generado por la difícil situación del país. La escritora se enfoca especialmente en Jo March, el personaje principal, para mostrar cómo se debe afrontar un país en constante cambio; cómo se deben superar las vicisitudes de una sociedad en extremo machista, tradicional y conservadora.

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Alcott, Louisa May, 1832-1888

Mujercitas / Louisa May Alcott. -- Segunda edición editor Julián Acosta Riveros. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2020.

288 páginas ; 21 cm. -- (Literatura juvenil)

Título original : Little women.

ISBN 978-958-30-6036-6

1. Novela juvenil estadounidense 2. Mujeres - Novela juvenil

3. Familia - Novela juvenil I. Acosta Riveros, Julián, editor II. Tít. III. Serie.

813.5 cd 22 ed.

A1657976

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Segunda ediciónen Panamericana Editorial Ltda., marzo de 2020

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., agosto de 1994

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

ISBN DIGITAL 978-958-30-6569-9

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Julian Acosta Riveros

Adaptación

Aura Romelia Guzmánde la TorreStram

Diagramación

Claudia Milena Vargas López

Diseño de carátula

Martha Cadena

Mujercitas

Louisa May Alcott

Contenido

Prólogo...................................................9

Capítulo 1

El juego de los trashumantes..............12

Capítulo 2

La alegría navideña.............................27

Capítulo 3

El chico de al lado...............................41

Capítulo 4

Lastres.................................................56

Capítulo 5

Entre conocidos..................................72

Capítulo 6

Beth halla un bello palacio.................88

Capítulo 7

Amy padece la humillación................97

Capítulo 8

Jo encuentra a Apolo........................103

Capítulo 9

Meg en la feria de las vanidades.......116

Capítulo 10

Clubes y correos................................136

Capítulo 11

Experimentos y tiempo libre............150

Capítulo 12

Acampando en el Laurence..............165

Capítulo 13

Castillos en el aire.............................191

Capítulo 14

Secretos..............................................203

Capítulo 15

Malas noticias...................................215

Capítulo 16

Escasez de fieles................................226

Capítulo 17

Días melancólicos.............................236

Capítulo 18

Última voluntad de Amy..................246

Capítulo 19

Confidencias......................................256

Capítulo 20

Plácidas alamedas..............................264

Capítulo 21

Las soluciones de tía March.............273

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Prólogo

Para intentar estudiara cualquier autor, hay que empezar por observar los factores externos que probable-mente condicionaron su vida. En el caso de L. M. Alcott, hay que empezar por tener en cuenta su circunstancia histórica.

Louisa May Alcott nació en Germantown, Nueva Ingla-terra, en 1832, y vivió en Concord y en Boston, donde murió en 1888. Su padre, filósofo trascendentalista de la ideología de Emerson, fue un hombre de ideas propias que dotó a la familia de una compleja y singular personalidad.

En el hogar de los Alcott se adivinaba una mentalidad progresista y liberal, propia de los intelectuales americanos de aquellos momentos, que formaría la base ideológica de los Estados Unidos.

Durante la juventud de la autora, tuvo lugar la guerra de Secesión. En aquellos momentos, la familia Alcott vivió experiencias desagradables y duras a causa del valiente incon-formismo del padre. Por otra parte, esta actitud rebelde e in-transigente los puso en contacto con un mundo culturalmente

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muy rico y vivo, que hizo que la autora viviera de forma plena, y desde muy joven, los grandes movimientos de su época: el abolicionismo, el feminismo y los nuevos conceptos y experiencias pedagógicos.

Otro elemento decisivo en la vocación literaria de la au-tora fue su incondicional admiración por el novelista inglés Charles Dickens. Con él tuvo en común el buen humor y el sano realismo que introduciría una corriente renovadora en el género literario familiar tan en boga en ese momento.

La amplitud intelectual de L. M. se observa a lo largo de la novela: se encontrarán referencias a obras clásicas, autores y activistas de su época. Dentro del grupo de clásicos, una obra fundamental como referente de Mujercitases El progreso del peregrino, de John Bunyan. Esta obra, del siglo XVII, es una novela alegórica en la que Cristiano, su protagonista, inicia un viaje desde la ciudad de la destrucción para llegar a la ciudad celestial. El “progreso” de Cristiano es equivalente a las dificultades que viven Jo, Beth, Amy y Meg, pero Alcott lo actualiza al insertar sus preocupaciones morales y éticas respecto a la guerra, las convenciones sociales y el papel de la mujer en su época.

La vigencia de Mujercitasse evidencia en el renacimiento que ha vivido en los últimos años en multitud de reedicio-nes y películas, y textos académicos que hablan sobre ella. Ya lejana en el tiempo, encontrarás una obra que habla de temas muy actuales: las complicaciones de las relaciones familiares, la vanidad de la vida social y, particularmente, la silenciosa lucha de unas mujeres (tanto las niñas como su madre) por tomar sus propias decisiones y labrar su propio destino, mientras intentan mantener su hogar como un cierto símbolo de resistencia frente a la guerra y la desesperanza.

El editor

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Capítulo 1

El juego de los trashumantes

—Nonos sentiremos en tiempo de Navidad este año ya que no recibiremos obsequios —sostuvo enojada Jo, frente al fuego de la chimenea y sobre la alfombra desgastada.

—¡Ser pobre es terrible! —dijo Meg, mientras miraba con tristeza su vestido viejo y suspiraba con melancolía.

—El que unas no tengan nada, en tanto que otras tienen cosas bonitas, no me parece justo —comentó Amy con un gesto de rabia.

—Nos tenemos entre nosotras, además de tener a nues-tros padres —las consoló Beth desde un rincón.

Con estas palabras reconfortantes los jóvenes rostros parecieron animarse, pero las tristes palabras de Jo les de-volvieron su aire sombrío:

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—Lo cierto es que no tenemos ahora a papá, y acaso sea así durante mucho tiempo —sin atreverse a añadir: “... y me temo que no lo tendremos nunca más”.

Aunque no lo dijo, al pensar en el padre lejano en el frente de batalla todas lo creyeron así, al tiempo que lo recordaban con la nostalgia de lo perdido. Con voz alterada por la emo-ción, luego de un largo silencio, Meg habló:

—Que prescindamos de los regalos esta Navidad, la pro-puesta de mamá, ya sabéis que tiene un motivo muy claro. El invierno será crudo, muy duro para todos, y mientras nuestros soldados padecen la guerra, cree que no es conveniente gastar el dinero en cosas innecesarias. Si hay que sacrificarse, aunque no sea de mucha ayuda, es preferible hacerlo alegremente. No puedo negar que, en mi caso, es difícil que así ocurra. —Y agitó su cabecita con pesar añorando las cosas bonitas que solo se le quedaban en deseos.

—Qué puede ayudar lo poco que podríamos gastar es lo que no alcanzo a entender. Lo que tenemos cada una es apenas un dólar y al ejército no le serviría mucho el que lo donáramos. Que vosotras ni mamá me regaléis nada me deja conforme. Pero quiero comprar Undine y Sintram. ¡Deseo hacerlo hace tanto tiempo! —declaró Jo que disfrutaba mucho de la lectura de cuantos libros caían en su poder.

—Mi dólar quería invertirlo en música nueva —comentó Beth, con un suspiro inaudible.

—Me hacen muchísima falta los lápices de colores. Me compraré una caja —anunció con resolución Amy.

Jo, absorta en los tacones de sus botas, dijo:

—Mamá no querrá que demos todo y ni siquiera se ha referido a nuestro dinero. Permitámonos algún capricho y compremos lo que nos haga falta, pues todas nos esforzamos en demasía por ganarlo.

—En lo que a mí concierne, eso es más que cierto... —dijo Meg lamentándose—. Muero de ganas por quedarme en

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casa, y en cambio paso todo el día dando lecciones a esos niños terribles.

—Peor la paso yo —Jo les recordó—. Estar encerrada horas y horas con una vieja malgeniada y voluntariosa, nunca contenta con lo que una hace, fastidiando y sin dejar que se tenga tiempo libre, hace que me entren deseos de llorar o de lanzarme por el balcón. ¿Qué diríais si tuvierais que hacerlo?

—No hay trabajo más desagradable que ordenar la casa y fregar los trastos. Sé que el quejarse no está bien, pero ese oficio me aumenta la aspereza y me disminuye la agilidad de las manos, tanto, que no puedo seguir mis lecciones de piano por la irritación que me causa. —Y lanzando un suspiro audible, Beth miró con detenimiento sus enrojecidas manitas.

—Como no tenéis que ir a la escuela con muchachas tontas que se ríen cuando no lleváis la lección bien preparada, no creo que sufráis lo que yo, sin contar que se burlan de los trajes que una usa, os injurian porque no tenéis una nariz que les guste y hasta defaman, porque es pobre, a vuestro padre.

—Quisiste decir difaman—le objetó Jo riendo— y no defaman.

—Bien sé lo que digo, no te metas tú a corregirme —sub-rayó Amy, con rabia—. Si se quiere mejorar el lenguaje, hay que seleccionar las palabras que se han de usar, eso ya lo sé.

—No peleéis más, niñas. ¡Qué bien viviríamos sin estre-checes económicas! ¡Si papá aún dispusiera del dinero que perdió cuando todavía éramos niñas! ¿Verdad, Jo?—dijo Meg, quien recordaba tiempos en que la familia se había visto libre de apuros monetarios.

—Que debíamos considerarnos más felices que los King dijiste el otro día, pues aun con dinero viven en continuas peleas y disgustos.

—Y así es; en efecto, así lo creo Beth. Porque luego po-demos divertirnos, después del trabajo, cuando parecemos, como diría Jo, una alegre pandilla.

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—¡Jo emplea unas expresiones tan molestas...! —senten-ció Amy mirando con reprobación a su hermana. Hundiendo las manos en los bolsillos del delantal y silbando muy fuerte, Jo se puso de pie de un salto.

—Es cosa de chicos eso que haces, Jo. No lo hagas más.

—Precisamente por eso lo hago.

—No soporto los modales ordinarios en las muchachas.

—Yo detesto a las que se las dan de señoritas elegantes y no logran ir más allá de las cursilerías.

—”Los pájaros se entienden en sus niditos” —cantó Beth, la conciliadora, con una actitud tan divertida, que puso fin a la riña entre las hermanas y provocó estruendosas carcajadas.

—Niñas, por igual merecéis críticas —dijo la hermana mayor, Meg, con aires de sermón—. Has pasado la edad en que es gracioso hacer de chico; ahora, con el pelo recogido y siendo tan alta eres una señorita y como tal debes com-portarte.

—Me arreglaré el pelo en trenzas hasta que tenga veinte años, si por llevarlo recogido soy una señorita, ¡no lo soy! —Y sacudió su cabellera abundante y castaña—. No me hagáis pensar en que debo vestirme con faldas largas y crecer y ser la señorita March. Prefiero los modales, maneras y juegos de los chicos; ya bastante me desagrada ser lo que soy y no puedo consolarme de haber nacido mujer, más ahora cuando ansío luchar al lado de papá y solo puedo resignarme a estar en casa tejiendo como una vieja —dijo, mientras hacía sonar las agujas y el ovillo rodaba por el cuarto al caer al suelo.

—Siento que eso no tenga remedio —dijo Beth acari-ciando la cabeza de su hermana apoyada en sus rodillas—. ¡Pobre Jo! Debes contentarte con un nombre masculino y hacerte la ilusión de que eres nuestro único hermano. —Y su mano acariciaba con la tersura que aún no arruinaba el trabajo doméstico.

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—Amy —intervino Meg—, te dejas afectar demasiado; si no tienes cuidado, llegarás a ser sumamente cursi, aunque ahora haya algo de gracioso en tus maneras. Eres muy agrada-ble cuando no tratas de parecer elegante y da gusto verte tan cuidadosa y bien hablada. Pero no olvides que las palabras rebuscadas son tan fastidiosas como la peor de las jergas.

—Si Jo es un golfillo y Amy una presuntuosa, ¿qué soy yo, si se puede saber?—preguntó Beth dispuesta a recibir su parte del sermón.

—Tú eres un ángel, querida —respondió Meg con calor y nadie la contradijo, porque la ratitaera el ídolo de la familia.

Ahora, como nuestros lectores querrán saber, sin duda, cómo son los personajes de la novela, aprovecharemos la ocasión para trazar un apunte de las cuatro hermanitas que estaban ocupadas haciendo calceta en un atardecer de diciembre, mientras afuera caía monótonamente la nieve y dentro del cuarto se oía el alegre chisporrotear del fuego en la chimenea.

Era aquel un cuarto amplio y confortable, aunque la al-fombra estaba bastante descolorida y el mobiliario era de lo más simple; de las paredes pendían unos buenos cuadros, los anaqueles estaban llenos de libros, florecían en las ventanas crisantemos y rosas de Navidad, y en toda la casa se respiraba una atmósfera de paz y bienestar.

Margarita o Meg, para nombrarla con su diminutivo fami-liar, tenía dieciséis años y era la mayor de las cuatro hermanas. Era muy linda, un poco gordita, de cutis sonrosado, ojos grandes, abundante y sedoso cabello castaño, boca delicada y unas manos blancas de las que estaba un poco envanecida. Jo tenía quince años y era muy alta, esbelta y morena. La boca de expresión resuelta, la nariz un tanto respingona, los ojos grises muy penetrantes, que parecían verlo todo y que unas veces tenían expresión de enojo, otras de alegría y otras se tornaban graves y pensativos. Tenía las espaldas redondas,

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las manos y los pies grandes, y la tosquedad de una chica que va haciéndose mujer a pesar suyo. Su larga y abundante cabellera era su única belleza, pero generalmente la llevaba recogida en una redecilla para que no le estorbase. En cuan-to a Elizabeth, o Beth, era una niña de trece años, de carita rosada, pelo liso y ojos claros, tímida en sus maneras y en el hablar y una expresión apacible que rara vez se turbaba. Su padre la llamaba La Tranquilay el nombre le cuadraba a las mil maravillas, porque parecía vivir en un mundo feliz, del que solamente salía para reunirse con las pocas personas a quienes brindaba su cariño y su respeto. Amy, la más joven, era, según su propia opinión, una personita importante. Una nívea doncella, de ojos azules y pelo color del oro que le caía formando bucles sobre los hombros, pálida y esbelta, conduciéndose siempre como una señorita que cuida sus modales y sus palabras.

Del carácter de cada una de las hermanas no diremos nada; dejaremos a los lectores el trabajo de ir adivinándolo en el curso de la novela.

El reloj anunció las seis, y enseguida Beth trajo unas zapatillas que colocó delante de la chimenea para que se calentasen. La vista de aquellas zapatillas causó a todas las niñas un poco de emoción; iba a llegar la madre y todas se animaron preparándose a darle gozosa bienvenida. Meg dejó de sermonear y encendió la lámpara; Amy abandonó la butaca que ocupaba, y Jo echó al olvido su cansancio, para sentarse más erguida y acercar las zapatillas al fuego.

—Hay que comprarle otro par a mamá; estas están muy gastadas —dijo.

—Yo pensaba invertir en eso mi dólar —aseguró Beth tomando la iniciativa.

—No, se las regalaré yo —gritó Amy.

—Yo soy la mayor... —comenzó a decir Meg, pero Jo la interrumpió con tono resuelto:

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—¡No, señor! Ausente papá, yo soy el hombre de la fami-lia, y además, como él me encargó que cuidase especialmente de mamá, seré yo quien me encargue de las zapatillas.

—¿Sabéis qué podemos hacer?—propuso Beth—. Pues emplear nuestro dinero en comprar alguna cosa a mamá. Lo nuestro puede esperar.

—Es una idea feliz, como todas las tuyas, cariño —ex-clamó Jo—. ¿Y qué le compraremos?

Todas guardaron silencio mientras reflexionaban hasta que lo rompió Meg al cabo de un minuto, para decir, como si sus lindas manecitas acabaran de sugerirle una idea:

—Yo le regalaré unos guantes.

—Yo las mejores zapatillas que encuentre —gritó Jo.

—Unos pañuelos bordados —dijo Beth.

—Pues yo le compraré un frasco de agua de colonia. Le gusta mucho, y como no me costará tanto, me quedará algo para mis lápices —añadió Amy.

—¿Cómo le entregaremos los regalos?—preguntó Meg a sus hermanas.

—Pues los ponemos sobre la mesa y llamamos a mamá para que abra los paquetes. ¿No os acordáis que así lo hacía-mos los días de nuestros cumpleaños?—preguntó Jo.

—Yo recuerdo que me asustaba horriblemente cuando me llegaba el turno de sentarme en la silla alta con la corona en la cabeza y vosotras os acercabais con los paquetes para ofrecérmelos y darme un beso. Me gustan mucho los rega-los y los besos, pero me ponía nerviosa el que estuvieseis mirándome mientras abría los paquetes —dijo Beth, que estaba haciendo unas tostadas para el té y se tostaba la cara al mismo tiempo que el pan.

—Dejemos que mamá piense que vamos a comprarnos cosas para nosotras y luego le daremos una sorpresa. Mañana saldremos a hacer algunas compras —dijo Jo paseándose

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con las manos a la espalda y la naricilla alzada—. Meg, hay mucho que hacer todavía para la función del día de Navidad.

—No pienso intervenir en ninguna otra representación después de la de esta Navidad, pues ya soy bastante mayor para eso —observó Meg, que seguía siendo tan niña como siempre cuando se trataba de representaciones familiares.

—¡Vaya! Lo que es tú, no dejarás de hacerlo —dijo Jo—. Te agrada demasiado el poder pasearte por la escena con un vestido de cola y luciendo joyas de papel de plata. Por otra parte, eres nuestra mejor actriz, y si desertas, se acabaron nuestras funciones. Debemos ensayar la pieza esta tarde. Ven aquí, Amy, y haz la escena en que caes desmayada, y que aún no has logrado hacer bien. ¿Por qué te pones tiesa como una estaca?

—No es mía la culpa; jamás he visto desmayarse a nadie y no me da la gana de llenarme de cardenales dejándome caer de espaldas como lo haces tú. Si puedo caer cómodamente, me tiraré al suelo, si no, caeré graciosamente en una silla; me tiene sin cuidado que Hugo se acerque a mí con una pistola —respondió Amy, que carecía de condiciones para las tablas, pero a quien se había designado para desempeñar aquel papel, porque, debido a su poco peso, podía ser arrebatada fácilmente en brazos por el villano de la obra.

—Hazlo así, mira: unes las manos con gesto de desespe-ración, y avanzas vacilante por el cuarto, gritando con frenesí: “¡Rodrigo, sálvame, sálvame!”.

Y mientras lo decía, Jo representó la escena tan a lo vivo, que sus voces resultaron verdaderamente emocionantes.

Pero cuando Amy trató de imitarla lo hizo muy mal; extendió las manos con excesiva rigidez, anduvo como un autómata y sus exclamaciones fueron tan ridículas, que Jo lanzó un suspiro de desesperación. Meg se echó a reír a car-cajadas, y Beth, divertida por lo que presenciaba, descuidó su tarea y las tostadas se convirtieron en carbón.

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—Es inútil —comentó Jo—, cuando te toque el turno de salir a escena procura hacerlo lo mejor que puedas y no me culpes si el público se echa a reír. Ahora tú, Meg.

Lo que siguió a continuación mejoró notablemente. En un extenso parlamento sin pausas el mundo fue desafiado por don Pedro, con una duración de dos páginas. Inclinada sobre la caldera en la que hervía sus conjuros y encantamientos, la bruja Agar, con voz ensombrecida hizo su invocación infernal, en tanto que, con varonil esfuerzo, Rodrigo se deshizo de los grilletes despedazándolos y Hugo murió en medio de gritos destemplados, convulsionando por efecto del veneno y los remordimientos.

—Hasta el presente, es la mejor representación que hemos hecho —dijo Meg mientras el traidor se levantaba limpiándose los codos.

—Cómo puedes escribir y representar cosas tan magní-ficas —dijo con asombro Beth, invadida por la convicción de las dotes de sus hermanas—. No comprendo, Jo, eres un verdadero Shakespeare.

—La maldición de la brujaestá bastante buena, pero no exageres —contestó con modestia Jo—. Lo que quisiera representar es Macbeth, si pudiéramos idear una trampa para Banquo. Siempre he deseado para mí un papel en el que tenga que matar a alguien. —E imitando en el gesto y la actitud a cierto gran trágico que había visto actuar, recitó—: ¿Es una daga lo que veo delante de mí?

—Beth está embobada con la representación —gritó Meg—. Ten cuidado, en lugar del pan, en el tenedor de tostar tienes una zapatilla de mamá. —Y el ensayo terminó con las risas desordenadas de las cuatro hermanas.

—Me alegra encontraros tan contentas, queridas hijas —dijo desde la puerta una voz suave, en ese momento; era una señora de aspecto distinguido y rasgos maternales que

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recibió emocionada la bienvenida de espectadores y actores. Seductora y amable, sus hijas la consideraban la más encan-tadora del mundo, a pesar de su sombrero fuera de moda y de su abrigo gris desgastado.

—No alcancé a almorzar por el trabajo de alistar una cantidad de cajas para mañana. ¿Cómo lo habéis pasado?¿Hubo algún mensaje, Beth?¿Cómo va tu gripa, Meg?Pa-reces fatigada, Jo, dame un beso, chiquita.

Despojándose de los húmedos zapatos y del abrigo, la señora March se caló las zapatillas, mientras su afecto se desbordaba en preguntas, y se preparaba para disfrutar del mejor momento de su día sin descansos, sentando a Amy sobre sus rodillas, en tanto que sus otras hijas se ocupaban de que todo estuviera en orden y bien hecho.

Beth iba y venía de la sala a la cocina, Jo trajo leña para la chimenea y acomodó las sillas, Meg preparó la mesa para el té mientras que Amy, sentada con las manos cruzadas, ordenaba desde su pedestal.

—Os guardo una sorpresa para el final de la cena —dijo la señora March con expresión radiante. Los rostros se encen-dieron de emoción, Beth destripó su galleta al unir las manos con fuerza y Jo, tirando su servilleta al aire, gritó:

—¡Tres hurras para papá! ¡Una carta, una carta!

—Sí —dijo la señora March—. Nos envía deseos de felicidad y muchos mensajes de cariño para la Navidad. El invierno no será tan duro como esperaba y dice que está bien; hay un mensaje especial para vosotras. —Y la señora acarició el bolsillo donde guardaba la carta, cual si fuera un tesoro.

—¡Daos prisa para comer! Amy, no seas tan despaciosa, acaba de una vez —dijo Jo, dejando caer su tostada al piso y atragantándose con el té, mostrando su prisa para que la carta fuese leída. Entretanto, Beth fue a sentarse en su rincón y, en silencio, esperó el buen rato que se aproximaba para todos.

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—¡Qué gran gesto tuvo papá al alistarse como capellán en el ejército en vista de que era demasiado viejo y no tenía salud para ser soldado! —exclamó Meg con calor.

—¡Qué no daría yo por poder ir como cantinera o enfer-mera para estar cerca de él y ayudarle! —dijo Jo, lanzando un suspiro.

—Debe de ser muy desagradable eso de dormir bajo una tienda de campaña, y tener que comer toda clase de cosas que tienen mal sabor, y beber en un jarro de hojalata —ob-servó Amy.

—¿Cuándo volverá, mamaíta?—preguntó Beth, con voz ligeramente temblorosa.

—A menos que esté enfermo, han de pasar muchos meses todavía. Allí estará cumpliendo fielmente con su deber cuanto tiempo pueda, y nosotras no debemos pedirle que vuelva mientras sus servicios sean imprescindibles. Oíd ahora lo que escribe.

Se acercaron todas al fuego; la madre se sentó en su butaca, Beth en el suelo a sus pies, Meg y Amy una en cada brazo del sillón y Jo a su espalda, para que nadie fuera testigo de su emoción si la carta resultaba conmovedora.

En aquellos aciagos tiempos, pocas eran las cartas que no tuvieran la virtud de conmover a quienes las leían, espe-cialmente a las esposas e hijos que recibían noticias de sus compañeros o sus padres que estaban luchando en la guerra. El señor March, en la suya, no hacía alusión alguna a las pri-vaciones sufridas, a los peligros arrostrados, a la lucha que debía sostener para vencer la nostalgia del hogar lejano. Su carta estaba llena de alegría y optimismo y en ella relataba en forma animada la vida del campamento, las marchas, las noticias militares, y solo al final su amor paternal y su anhelo de ver cuanto antes a los suyos y estrecharlos entre sus brazos se traslucía en esta frase:

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“Dales a todas mil besos de mi parte. Diles que pienso en ellas durante todo el día, rezo por ellas por las noches y a todas horas encuentro en el recuerdo de su cariño mi ma-yor consuelo. Este año que he de pasar sin verlas me ha de parecer interminable, pero recuérdales que mientras llega el momento del regreso, todos debemos trabajar para no des-perdiciar estos días de dura prueba. Sé que ellas recordarán todo cuanto les dije, que serán para ti hijas amantísimas, que cumplirán sus deberes con fidelidad, que sabrán vencer sus defectos y sobreponerse a todo, para que así, cuando de nuevo me encuentre entre vosotras, me sienta más satisfecho, más orgulloso que nunca de mis mujercitas”.

El final de este párrafo las halló a todas emocionadas. Jo no se avergonzó de la gruesa lágrima que le resbaló por la nariz y a Amy no le preocupó desarreglar sus rizos al ocultar su rostro en el hombro de su madre y sollozar.

—¡Soy una egoísta! —dijo—. Pero trataré de enmendarme para no darle una decepción cuando vuelva.

—¡Todos nos enmendaremos! —gritó Meg—. Yo soy demasiado presumida y detesto el trabajo, pero, de ser po-sible, cambiaré.

—Yo también procuraré dejar de ser tan brusca y atolon-drada y volverme una mujercitacomo a él le gusta. Y en vez de estar siempre deseando hallarme en otra parte, trataré de cumplir bien mi deber en casa —siguió Jo, convencida de que luchar para dominar su carácter era una empresa más ardua que plantarse frente al enemigo, allá en el sur.

Beth guardó silencio; se enjugó una lágrima con el calcetín azul que estaba haciendo y activó enseguida su labor sin per-der tiempo en cumplir el deber que tenía más cerca, mientras decidía en su interior ser como su padre deseaba que fuera.

La señora March rompió el silencio que siguió a las pa-labras de Jo, diciendo con voz alegre:

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—¿Recordáis cómo os divertíais, cuando erais pequeñas, jugando a los peregrinos?Nada os gustaba tanto como el que os atara a la espalda mis sacos de retales, que eran la carga, y os diera sombreros y los correspondientes bastones y rollos de papel, con todo lo cual viajabais por la casa desde la bodega, que era la “Ciudad de la Destrucción”, hasta el granero, donde reuníais todas las cosas bonitas que hallabais para construir una “Ciudad Celestial”.

—¡Qué divertido era aquello —exclamó Jo —; sobre todo cuando pasábamos entre los leones, luchábamos con Apolo y cruzábamos el valle donde moraban los duendes!

—A mí me gustaba más cuando los sacos rodaban es-calera abajo.

—Pues a mí cuando entrábamos en la “Ciudad Celestial” y cantábamos todas, alegremente —dijo Beth, sonriendo, como si de nuevo viviera aquel momento feliz.

—Yo solo recuerdo que tenía miedo de la bodega y de la entrada oscura y que me gustaban mucho los bizcochos y la leche que encontrábamos arriba. Si no fuese porque soy demasiado mayor para esas cosas, me agradaría jugar otra vez a los peregrinos —dijo Amy, que, desde la edad madura de los doce años, hablaba ya de abandonar las cosas infantiles.

—Nunca somos demasiado mayores para eso, hijita, porque en una u otra forma seguirnos siempre jugando a los peregrinos. Aquí están nuestras cargas, el camino que hemos de recorrer y el deseo de ser buenas y felices es el guía que nos conduce a través de muchas penas y no pocos errores, a la paz que es una verdadera “Ciudad Celestial”. Ahora, pere-grinos míos, suponed que comenzáis de nuevo esa marcha, no para divertiros, sino de verdad, y veamos hasta dónde podéis llegar antes de que regrese vuestro padre.

—Pero ¿y dónde están nuestros fardos, mamá?—pre-guntó Amy, que deseaba en todo ser muy exacta.

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—Cada una acaba de decir cuál es su carga en la vida; todos, excepto Beth, que quizá no tenga ninguna —contestó su madre.

—Sí que la tengo; mi carga es fregar los platos y quitar el polvo y envidiar a las que tienen buenos pianos y sentir miedo.

La carga de Beth era tan divertida que a todas les entró ganas de reír; pero se contuvieron para no herirla en sus sentimientos.

—Hagámoslo —dijo, pensativa, Meg—. Después de todo, es un medio para ser mejores y el juego puede ayu-darnos a lograrlo, porque, aunque deseamos ser buenas, es empresa difícil y nos olvidamos de ello y no nos esforzamos lo bastante.

—Esta tarde estábamos en el “Lodazal de la desesperanza” y llegó mamá y nos ayudó a salir de él, como ocurre en el libro de los peregrinos. Debiéramos tener nuestro rollo de advertencias, como Cristiano. ¿Qué os parece?—preguntó Jo, encantada de la idea que añadía el aliciente de la fantasía a las monótonas tareas del deber.

—El día de Navidad, al despertaros, mirad debajo de la almohada y hallaréis vuestro libro guía —respondió la señora March.

Siguieron hablando de aquello mientras la vieja Ana quitaba la mesa; después hicieron su aparición las cestitas de labor y las agujas volaron mientras las cuatro hermanas cosían sábanas para la tía March. Era una labor aburrida, pero esa noche ninguna se quejó. Fue adoptado el plan ideado por Jo de dividir las costuras en cuatro partes y dar a cada una el nombre de una de las cuatro partes del mundo, con lo que la tarea se hizo menos pesada, sobre todo cuando hablaban de los diferentes países mientras cosían a través de ellos.

A las nueve dejaron el trabajo y cantaron, como tenían por costumbre, antes de acostarse. Solo Beth lograba hacer

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sonar el viejo piano, tocando con suavidad sus amarillentas teclas y acompañando agradablemente los sencillos cánticos familiares. Meg poseía una vocecilla aflautada y ella y su madre dirigían el pequeño coro. Amy chirriaba como un grillo y Jo desafinaba a cada nota.

Esta costumbre de cantar al acabar el día la tenían desde cuando, muy niñas, empezaron a tartamudear el Brilla, brilla, estrellita...

Y había llegado a convertirse en una costumbre de la fa-milia porque la madre era una cantante entusiasta. Por la ma-ñana, lo primero que se oía en la casa era su voz mientras iba de un lado a otro cantando como una alondra; y por la noche era también su voz la que, como dulce arrullo, llegaba hasta sus hijas como una vieja canción de cuna que las adormecía.

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Capítulo 2

La alegría navideña

Al comienzode la fría mañana de Navidad, la primera en despertar fue Jo, para comprobar que no había regalos, ni siquiera la tradicional media que, en otras fechas más afortunadas, iba a parar al suelo, atestada de sorpresas. Al recordar la promesa de su madre buscó con la mano bajo la almohada y encontró un libro forrado en rojo, volumen bien conocido por ella, que contenía la historia de una vida mejor, orientador insuperable para los caminantes que iniciaran el largo viaje de la vida.

Con un entusiasta “¡Felices Pascuas!” despertó a Meg y la invitó a buscar bajo su almohada; halló un libro encuadernado, verde, y la misma historia en sus páginas, junto a las palabras escritas por la madre, hecho que hacía más valioso el regalo.

Las otras hermanas, Beth y Amy, hallaron el mismo rega-lo, en colores blanco y azul, y todas se dedicaron a hojearlos,

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a charlar animosamente, mientras la luz del amanecer teñía de día el cielo.

Meg, con su carácter dulce y piadoso, influía notable-mente en sus hermanas, de manera especial sobre Jo, quien la amaba y la obedecía por la ternura que ponía en sus consejos y advertencias. Con gravedad les dijo:

—Niñas, estos libros que nos ha regalado mamá son para leerlos y tenerlos con mucha estima; con la guerra hemos abandonado algunas buenas costumbres, como lo es la de leer estos libros. En cuanto a mí, todas las mañanas leeré un poco de su historia, pues sé que me ayudará durante el día. Vosotras, claro, podéis hacer lo que os convenga.

Y así, abrió su libro y se dispuso a leer, mientras Jo la abrazaba y, acercando su mejilla, leían con aplicación y tranquilidad, rara vez presente en el rostro de Jo. Amy y Beth quisieron seguir el ejemplo:

—Amy, hagamos lo mismo, ellas nos explicarán lo que no comprendamos, y yo te ayudaré con las palabras difíciles.

—Me gusta mucho que mi libro sea de color azul —dijo Amy.

El silencio se hizo notorio en las dos habitaciones, las páginas se pasaban con interés creciente y el sol iba ilumi-nando las cabezas y los rostros juveniles con un alegre saludo de Navidad.

Queriendo agradecer a la señora March el regalo, Meg y Jo la buscaron sin resultado:

—¿Dónde está mamá?—preguntaron.

Ana, que servía en la casa desde los tiempos del nacimien-to de Meg, considerada más como una amiga que como una empleada, contestó:

—¡Qué sé yo! Solo Dios lo sabe. Una mujer vino a pedir limosna y la señora quiso saber de sus necesidades; cuando se le pide algo, no hay otra como ella para ser generosa.

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Observando los regalos en una cesta, disimulados bajo el sofá y esperando el momento de ser entregados, Meg dijo:

—Volverá pronto; es mejor que calientes las tortas y lo tengas todo preparado. ¿Dónde está el frasco de agua de colonia de Amy?

—Hace un momento se lo llevó para ponerle una cinta, creo —contestó Jo, mientras bailaba con las zapatillas nuevas para restarles rigidez.

—¿Verdad que son lindos mis pañuelos?—dijo Beth mos-trando con orgullo las letras desiguales que tantos trabajos le habían hecho pasar—. Los bordé todos luego de que Ana los lavó y los planchó.

—¡Qué ideas se te ocurren! —dijo Jo, riendo—. En lugar de “Margarita” has puesto “Mamá”. ¡Qué divertido!

—No quiero que se confundan con los de Meg, porque deseo que los use solamente mamá. ¿No quedaron bien?—dijo.

—Sí, cariño. Es una idea delicada y linda que le gustará mucho a mamá —y dirigiendo una sonrisa a Beth y una mirada reprensiva a Jo, añadió—: está muy bien.

—¡Ya viene, esconded la cesta enseguida! —gritó Jo, al oír pasos en el zaguán, luego del ruido de la puerta al abrirse y al cerrarse. En el umbral de la habitación apareció Amy, un poco acobardada.

—¿Dónde estabas?¿Qué traes escondido?—preguntó Meg asombrada de que su hermana hubiera salido tan tem-prano.

—No os burléis de mí. Quise cambiar el frasco pequeño por uno grande y dejar de ser egoísta al invertir la totalidad de mi dinero en él. Quería evitar que os enteraseis. —Y mos-tró un frasco grande y hermoso que sustituyó al frasquito adquirido inicialmente. La actitud de esfuerzo por parte de Amy provocó que Jo comentara lo valiente que era, y que

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Meg la abrazara con fuerza. Entretanto, Beth cortaba, del tiesto puesto en la ventana, la más bella rosa para adornarlo.

—Sentí vergüenza por mi regalo y tomé la decisión de cambiarlo; creo que resultó mejor y estoy muy contenta.

Al cerrarse, la puerta produjo el ruido suficiente para que las chicas corrieran a la mesa después de empujar la cesta a su escondite. En coro, recibieron muy alegres a la recién llegada:

—Muy felices Pascuas, mamá, y muchísimas gracias por los libros. Prometemos que todas las mañanas leeremos, como ha ocurrido hoy.

—Hijitas, feliz Navidad. Me alegra la noticia de la lectura y espero que esa decisión se cumpla diariamente. Necesito deciros algo de urgencia. Una pobre mujer, con sus seis niños metidos en la cama, y otro recién nacido, sufre de hambre y frío, ya que ni fuego tienen. El chico mayor vino a decírmelo. ¿Queréis dar a esa familia vuestro desayuno en esta Navidad?

Nadie contestó, pues tenían un apetito desaforado gracias a la espera; pero en el segundo siguiente todas mostraron su acuerdo y entusiasmo para ceder lo poco que les tocaba en la mesa.

—¡Qué bueno que hayas venido antes de que empezá-ramos! —exclamó Jo, impetuosa.

—¿Me dejáis llevar las cosas a esos niños pobres?—dijo Beth con fuerza.

—Llevaré la mantequilla y los bollos —anunció Amy, en una muestra de que era capaz de renunciar a lo que más le gustaba, y Meg apiló el pan en un plato grande y cubrió los bollos para evitar que se enfriaran.

—Sabía que lo haríais; me ayudaréis, iremos todas y luego, con leche y pan, desayunaremos. Os prometo que al almuerzo nos desquitaremos —les dijo la señora March, sonriendo con satisfacción.

Se pusieron en camino después de alistar los alimentos; caminaron por calles vacías y silenciosas debido a la hora

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temprana, y ninguna de la pocas personas con las que se encontraron se burló del extraño grupo de mujeres.

Era un pobre cuarto desmantelado y miserable, sin cris-tales en las ventanas, sin fuego, las ropas de las camas en harapos, una madre enferma, un recién nacido que lloraba y un grupo de pálidos niños hambrientos acurrucados debajo de un viejo cobertor.

¡Cuán grandes se abrieron los ojos y qué sonrisas se di-bujaron en los pobres labios azulados por el frío al ver entrar a la señora March y a sus hijas!

—Ach, mein gott!1¡Son ángeles buenos que vienen a ayu-darnos! —dijo la pobre mujer, llorando de alegría.

—Unos ángeles un poco raros, con capuchas y mitones —contestó Jo, haciendo reír a todos.

Unos minutos después, dijérase, en efecto, que habían estado trabajando allí espíritus angelicales. Ana, que había llevado leña, encendió fuego y tapó con papeles y pedazos de fieltro viejo los huecos de las ventanas; la señora March dio a la madre té y harina de avena, alentándola además con promesas de ayuda, mientras vestía al recién nacido con la misma ternura que pudiera hacerlo con un hijo suyo. Entre-tanto, las muchachas pusieron la mesa, instalaron a los niños junto al fuego y los alimentaron como a unos hambrientos pajaritos, riendo, charlando y tratando de entender el diver-tido inglés que estos hablaban.

—Das is gut! Die Engel-Kinder!2—decían las pobres cria-turas, mientras comían y se calentaban las yertas manecitas a la confortadora llama del hogar.

1 En alemán en el original:¡Oh, Dios mío!Como se explica más ade-lante, los Hummel son una familia de origen alemán. (N. del E.)

2 En alemán en el original: ¡Está buena! ¡Las niñas ángeles! (N. del E.)

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Las cuatro chicas nunca se habían oído llamar niñas ángelesy lo hallaron muy agradable, especialmente Jo, considerada un Sancho Panza desde su nacimiento.

Lo cierto fue que, aunque nada participaron de él, les resultó aquel desayuno muy gustoso, y cuando se marcha-ron, dejando tras sí bienestar y consuelo, no había en toda la ciudad cuatro personitas más felices que las hambrientas hermanitas que acababan de dar sus desayunos, contentán-dose con leche y pan en la mañana de Navidad.

—Esto se llama amar al prójimo más que a nosotros mis-mos, y me gusta —dijo Meg, mientras colocaban sus regalos, aprovechando un momento en que su madre había subido a recoger unas ropas para los pobres Hummel.

No se trataba de una espléndida exposición, claro está, pero cada paquetito de aquellos envolvía mucho cariño, y el alto jarrón, lleno de rosas encarnadas y de crisantemos blancos que había en el centro de la mesa, daba a esta un aire muy elegante.

—Ya viene. Empieza, Beth... Abre la puerta, Amy. ¡Viva nuestra madrecita! ¡Viva! —gritó Jo, saltando de un lado a otro, mientras Beth tocaba en el piano una alegre marcha, Amy abría de par en par la puerta y Meg se adelantaba para conducir a su madre al sitio de honor.

La señora March se mostró a la vez sorprendida y con-movida. Con los ojos arrasados en lágrimas fue examinando, sonriente, los regalos, y leyendo las notitas que los acompa-ñaban. Se calzó enseguida las zapatillas, metió en su bolsillo un pañuelo perfumado con agua de colonia, y prendida en el pecho la rosa que adornaba el frasco, se probó los guantes.

Hubo risas, explicaciones y besos. La escena, por lo senci-lla y familiar, resultó de las que proporcionan íntimo contento al corazón y se recuerdan largo tiempo. La caritativa visita de la mañana y la fiestecita que a ello siguió habían ocupado

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tanto tiempo que el resto del día hubo de consagrarse a los preparativos para la función de la noche.

Como eran aún demasiado jóvenes para ir a menudo al teatro, y no tenían suficiente dinero para gastarlo en repre-sentaciones caseras, las cuatro hermanas aguzaban el ingenio y, como la necesidad es madre de la inventiva, fabricaban cuanto necesitaban para esas funciones. Guitarras de cartón, lámparas antiguas hechas con latas de manteca cubiertas de papel plateado, vistosos trajes de algodón, refulgentes de lentejuelas de estaño procedentes de una fábrica de conser-vas; armaduras cubiertas de las mismas estrellitas de estaño, sacadas en láminas cuando se cortaban las tapas de las latas. En cuanto al mobiliario, estaba acostumbrado a sufrir toda clase de transformaciones, y la amplia estancia era escenario de frecuentes fiestas inocentes.

Como no se admitían caballeros, Jo gozaba sobremanera haciendo los papeles masculinos, y estaba satisfechísima de ser poseedora de un par de botas altas de cuero que le había regalado una amiga que conocía a una señora, la que, a su vez, conocía a un actor. Estas botas, una vieja espada y un acuchillado justillo, usado por no sé qué pintor para un cuadro, eran los principales tesoros de Jo y salían a relucir en toda ocasión. Lo reducido de la compañía hacía necesa-rio el que los dos primeros actores se encargasen de varios papeles, y ciertamente era digno de elogio el trabajo que se tomaban al aprenderse tres o cuatro papeles, ponerse y quitarse varios trajes, y, además, dirigir la escena. Con todo ello se ejercitaba la memoria, gozaban de un inofensivo entretenimiento y empleaban muchas horas que de otra suerte hubieran transcurrido ociosas, solitarias o en menos provechosa ocupación.

Aquella noche de Navidad, una docena de chicas se apiña-ban sobre la cama, que hacía oficio de platea, sentadas llenas

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de expectación ante las cortinas de zaraza azul y amarilla, que servían de telón.

Detrás de esas cortinas oíase ruido de pasos, un hablar quedo y alguna que otra risita mal reprimida por Amy, que se ponía nerviosa con la excitación del momento, percibiéndose también algo de humo de la lámpara.

Al fin sonó un timbre, se descorrieron las cortinas y comenzó la tragedia.

Un bosque sombrío, representado por algunas plantas en macetas, una tela verde en el suelo y al fondo una cueva. Esta tenía por techo un bañador, por paredes dos escritorios, y dentro se veía un pequeño hornillo encendido, con un pu-chero negro encima, sobre el que se inclinaba una vieja bruja.

Como la escena estaba oscura, el resplandor del hornillo hacía muy bonito efecto, sobre todo cuando al destapar la bruja el puchero, salía de este verdadero vapor.

Concedido un momento para que el público pudiese examinar aquel acierto escenográfico, salió a escena Hugo, el traidor, con la espada al cinto, un sombrero de anchas alas, barba negra, misteriosa capa y las famosas botas. Después de pasearse agitadamente arriba y abajo, se dio un golpe en la frente y comenzó a cantar con despóticos acentos su odio a Rodrigo, su amor a Zara y su amable resolución de matar a aquel y apoderarse de esta. El áspero acento de la voz de Hugo, y los gritos que de vez en cuando lanzaba, dominado por sus tempestuosos sentimientos, eran muy impresionan-tes, y el auditorio rompió a aplaudir en cuanto el cantante calló para tomar aliento.

Hugo saludó como persona habituada a la admiración del público y, acercándose luego a la caverna, ordenó a Agar:

—¡Eh, tú, bruja del demonio, te necesito!

Salió Meg con una pelambrera de crines de caballo, ta-pándole casi del todo la cara, una túnica negra y encarnada, un palo y signos cabalísticos en su ropaje. Hugo le pidió una

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poción para hacer que Zara lo adorase y otra para eliminar a Rodrigo, y Agar le prometió ambas en una bella y dramática aria, procediendo acto seguido a evocar el espíritu que había de traer el filtro de amor.

Se dejó oír una dulce melodía y por detrás de la cueva apareció una pequeña figura vestida de blanco con alas re-fulgentes, pelo dorado y una guirnalda de rosas en la cabeza.

Tras una corta canción que entonó agitando un cendal, echó a los pies de la bruja una pequeña botella dorada y desapareció.

Una segunda aparición, muy desagradable por cierto, surgió ante el canto de Agar; un diablillo repugnante y negro gruñó una respuesta y entregó una botella oscura a Hugo, en medio de una risotada burlona.

Informó Agar al público que Hugo había matado a al-gunos de sus amigos, y que en consecuencia ella lo había maldecido dando su promesa de venganza; entretanto, Hugo metió la botella entre las botas y, dando las gracias, desapa-reció del lugar apresuradamente. Enseguida cayó el telón, y los espectadores comentaban la obra mientras consumían golosinas.

El descanso fue bastante largo, pues en el intermedio se hizo un trabajo escenográfico con una decoración excelente: una torre con una ventana iluminada se elevaba hasta el techo, y por ella se asomaba Zara, azul y plata en sus vestidos, es-perando a un Rodrigo ataviado para las circunstancias, botas altas, rizos castaños, chambergo emplumado, gran capa roja y una guitarra, por supuesto. Con la rodilla en tierra, y luego de una serenata llena de sentimiento emocionado, el joven amante logró que Zara aceptara fugarse con él.

En una de las escenas más dramáticas de la obra, una escalera de cuerda apareció en las manos del muchacho, quien lanzó uno de sus extremos a la ventana e instó a su amada a que descendiera por ella. Infortunadamente, la cola

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de su vestido se enganchó en la ventana y la torre terminó por derrumbarse con mucho ruido, dejando bajo sus ruinas a los desdichados amantes. Los espectadores gritaron ante el accidente, mientras que de los escombros se levantaba una cabeza rubia repitiendo:

—Ya lo había advertido yo... ya lo decía...

Don Pedro, el terrible padre de Zara, salió a escena sin dejarse dominar por el ridículo de lo que acababa de pasar y, recuperando a su hija, condenó a Rodrigo a la pena del destierro.

Aunque estaba afectado por el golpe, el joven tuvo valor para desafiar al energúmeno anciano, y se rehusó a obedecer su decisión, lo cual animó a Zara a rebelarse ante las arbitrariedades de su padre, todo lo cual motivó que este ordenara que los encerraran en los más profundos y oscuros calabozos que hubiera en el castillo. Olvidando el argumento, un inseguro paje apareció con cadenas para hacer cumplir la orden inapelable.

En el tercer acto, los sucesos ocurren en el zaguán del castillo; con la