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Hace siete años, Terry Archer y su familia vivieron una experiencia aterradora que casi les costó la vida. Hoy, las secuelas de aquella fatídica noche aún les afectan y Terry lucha por seguir manteniendo unida a su familia. Pero cuando su hija Grace, de forma imprudente, entra con su problemático novio en una casa desconocida, los Archer tendrán que hacer más que solo mantenerse unidos. Tendrán que sobrevivir. Porque ahora se han visto envueltos, contra su voluntad, en los asuntos más oscuros y turbios de su aparentemente idílica ciudad natal. Pronto aprenderán que hay cosas que las personas valoran mucho más que el dinero y que están dispuestas a hacer cualquier cosa para conseguirlas. Atrapado en un laberinto entre la lealtad familiar y la traición, Terry debe encontrar la manera de sacar a su familia de una situación letal que no comprende del todo. Lo único que sabe es que, para seguir con vida, tendrá que hacer lo impensable… «Un maestro del suspense». Stephen King ⭐⭐⭐⭐⭐ «[Este libro] es lo mejor de Barclay hasta ahora… una lectura llena de giros emocionantes». William Landay ⭐⭐⭐⭐⭐ «El thriller de Barclay está impulsado por diálogos y es cinematográfico en su estructura, con una trama marcada por giros vertiginosos». Minneapolis Star-Tribune ⭐⭐⭐⭐⭐ «Con un humor oscuro aunque inquietante… La acción retorcida y hábilmente trazada se acelera junto con el recuento de cadáveres, ofreciendo mucho suspense y un sorprendente número de risas, para los lectores dispuestos a tolerar cosas muy malas que les suceden a personas bastante buenas». Publishers Weekly ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 599
Veröffentlichungsjahr: 2025
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No hay casa segura
Linwood Barclay
No hay casa segura
Título original: No Safe House
© 2014, Linwood Barclay. Reservados todos los derechos.
© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción: Jorge de Buen © Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1390-4
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.
Published by agreement with The Marsh Agency Ltd. and The Helen Heller Agency.
—
A Neetha
Prólogo
Richard Bradley nunca se había considerado un hombre violento, pero en esos momentos estaba dispuesto a matar a alguien.
—No puedo más —dijo, y se sentó en pijama al borde de la cama.
—No vuelvas a salir —le dijo Esther, su esposa—. Déjalo estar.
No solo oían la música del vecino a todo volumen, sino que también podían sentirla. Los bajos profundos retumbaban como latidos por todas las paredes de la casa.
Richard encendió la lámpara de su mesilla de noche.
—Por el amor de Dios, son las once —dijo—. Y es miércoles. No viernes ni sábado por la noche. Miércoles.
Los Bradley llevaban casi treinta años viviendo en aquella modesta casa de Milford, en aquella centenaria calle de árboles maduros. Habían visto vecinos llegar y marcharse. Buenos y malos, pero nunca les había tocado nada tan malo como eso, y el problema ya llevaba un tiempo. Hacía dos años, el propietario de al lado había empezado a alquilar su casa a estudiantes del Housatonic Community College de Bridgeport. Desde entonces el barrio se había ido —así lo proclamaba a diario Richard Bradley— derecho al infierno.
Algunos estudiantes habían sido peores que otros, pero ese grupo se llevaba la palma. Casi todas las noches ponían la música muy alta, el olor a marihuana se colaba por las ventanas y dejaban botellas de cerveza rotas en la acera.
Aquella solía ser una parte agradable de la ciudad: parejas jóvenes que disfrutaban de su primera casa y algunas que empezaban a formar una familia. Y, sin duda, también había habido adolescentes en la calle; aunque, si alguno se portaba mal, si se quedaba solo y montaba una fiesta ruidosa, lo delatabas al día siguiente ante sus padres y la cosa ya no volvía a ocurrir. Al menos, no durante un tiempo. En esa calle también había personas mayores, muchas de ellas jubiladas. Entre ellos los propios Bradley, que, desde los años setenta, habían dado clases en escuelas de Milford y sus alrededores.
—¿Para esto hemos trabajado tanto toda la vida? —preguntó Richard a Esther—. ¿Para tener de vecinos a un puñado de malditos agitadores?
—Seguro que pararán pronto —dijo ella, y se sentó en la cama—. Suelen dejarlo en algún momento. Nosotros también fuimos jóvenes. —Hizo una mueca—. Hace mucho.
—Es como un terremoto que no cesa —afirmó él—. Ni siquiera sé qué tipo de música es. ¿Qué es eso?
Richard se levantó, cogió su albornoz, que había dejado caer sobre una silla, y se lo anudó por delante.
—Te va a dar un infarto —dijo Esther—. No puedes ir cada vez que pasa algo así.
—Vuelvo en un par de minutos.
—Por el amor de Dios —dijo ella mientras su esposo salía del dormitorio. Esther Bradley echó atrás las mantas, se puso su propia bata, metió los pies en las zapatillas que había dejado en el suelo, junto a la cama, y bajó corriendo las escaleras.
Cuando alcanzó a su marido, este ya estaba en el porche. Se dio cuenta entonces de que no se había puesto nada en los pies. Intentó agarrarlo del brazo para detenerlo, pero él la apartó de un empujón. Esther sintió una punzada de dolor en el hombro. Richard bajó los escalones, caminó hasta la acera, giró a la izquierda y siguió hasta llegar a la casa de al lado. No podía acortar a través del césped porque aún estaba húmedo tras el chaparrón de la tarde.
—Richard —dijo ella en tono suplicante, unos cuantos pasos por detrás de él. No iba a dejarlo solo. Suponía que, si la veían allí, las probabilidades de que esos jóvenes le hicieran algo a su esposo se reducirían. ¿Golpearían a un anciano mientras su mujer estaba mirando?
Era un hombre con una misión. Subió los escalones hasta la puerta principal de la casa victoriana de tres pisos. La mayoría de las luces estaban encendidas, y muchas de las ventanas, abiertas. Con ese volumen, todos los vecinos podían oír la música. Aunque no sonaba lo bastante fuerte como para ahogar los sonidos de los gritos y las carcajadas.
Richard aporreó la puerta mientras su mujer, al pie de los escalones del porche, lo observaba ansiosa.
—¿Qué les vas a decir? —preguntó.
Él no le hizo caso y volvió a llamar. Estaba a punto de aporrear la puerta a puñetazos por tercera vez cuando esta se abrió de golpe. De pie, frente a él, había un hombre delgado, de unos veinte años y poco más de metro ochenta. Vestía vaqueros y camiseta azul oscuro. En la mano llevaba una lata de Coors.
—Hola —dijo.
Mientras evaluaba a su visitante, el joven parpadeó un par de veces. Los escasos mechones de pelo gris de Bradley brotaban en todas las direcciones. El albornoz del viejo de ojos desorbitados había empezado a abrirse por delante.
—¿Qué demonios os pasa? —gritó.
—¿Perdone? —dijo el joven, desconcertado.
—¡Tenéis despierto a todo el maldito vecindario!
El joven abrió la boca, como si intentara asimilar lo que estaba ocurriendo. Miró más allá del viejo y descubrió a una Esther Bradley con las manos juntas, casi rezando.
Ella habló en un tono que era casi una disculpa:
—La música está un poco alta.
—Ah, sí, mierda —dijo el hombre—. Ustedes son los de ahí al lado, ¿verdad?
—Madre de Dios —exclamó Richard, y sacudió la cabeza—. ¡Vine la semana pasada, y la anterior! ¿Te queda alguna neurona?
El joven parpadeó un par de veces más. Luego se volvió hacia la casa y gritó:
—Eh, baja el volumen. ¡Carter! ¡Oye, Carter! ¡Bájalo! ¡Sí, bájalo de una puta vez!
Tres segundos más tarde, la música se detuvo. El repentino silencio era discordante.
El joven se encogió de hombros, como disculpándose, y dijo:
—Lo siento. —Extendió la mano desocupada—. Me llamo Brian. ¿Ya se lo había dicho?
Richard Bradley desdeñó la mano que el otro le tendía.
En un gesto alegre, Brian levantó la botella.
—¿Quiere entrar a tomar una cerveza o algo? —preguntó—. También tenemos pizza.
—No —dijo Richard.
—Gracias por el ofrecimiento —dijo Esther en tono jovial.
Brian señaló la casa.
—Ustedes son algo así como los habitantes de ahí, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —dijo Esther.
—Vale. Bueno, perdón por el ruido y tal. Hoy todos hemos tenido un examen y estábamos como relajándonos, ¿saben? Si la cosa se nos volviera a ir de las manos, solo vengan a llamar e intentaremos calmarnos.
—Eso es lo que he estado haciendo —dijo Richard.
Brian se encogió de hombros, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta.
Esther dijo:
—Parece un joven agradable.
Richard gruñó.
Volvieron a casa. Al salir corriendo a toda prisa, habían dejado la puerta entreabierta. Ya dentro, solo después de haberla cerrado y echado el cerrojo, se dieron cuenta de que había dos personas sentadas en el salón: un hombre y una mujer. Tendrían alrededor de cuarenta años. Los dos iban bien vestidos, con vaqueros (¿había alguna arruga en los pantalones de la mujer?) y chaquetas ligeras.
En cuanto los vio, Esther soltó un aullido de sorpresa.
—¡Madre mía! —dijo Richard—. ¿Cómo demonios…?
La mujer se levantó del sofá.
—No deberían dejar la puerta abierta —dijo. No medía más de uno sesenta, y llevaba el pelo negro y corto recogido—. No es una idea muy inteligente, incluso en un barrio tan bonito como este.
—Llama a la policía —dijo Richard Bradley a su mujer.
La orden tardó un momento en hacer efecto. En cuanto Esther la comprendió, se dirigió a la cocina. Casi ni se había movido cuando el hombre saltó disparado desde el sofá. Era medio metro más alto que ella, corpulento y rápido. En un instante cruzó la habitación y le bloqueó el paso.
Con brusquedad, la agarró por los hombros huesudos, la hizo girar y, con fuerza, la arrojó contra una silla del salón.
Ella soltó un gemido.
Ahora que lo tenía de espaldas, Richard Bradley cargó contra él.
—¡Hijo de puta! —gritó. Apretó el puño y lo golpeó en la espalda, justo debajo de la nuca. El hombre se dio la vuelta y apartó a Richard de un manotazo, como si fuera un niño. Y, mientras el viejo retrocedía a trompicones, bajó la mirada, vio el pie descalzo de Richard y le clavó el tacón.
Bradley gritó de dolor y se desplomó sobre el sofá. Aunque alcanzó a cogerse del borde, fue a dar contra el suelo.
—Basta —dijo la intrusa, y se volvió hacia su compañero—. Cariño, ¿quieres bajar algunas luces? Hay mucha luz aquí.
—Claro —dijo él. Buscó el interruptor y lo pulsó.
—Mi pie —gimoteaba Richard—. Me has roto el maldito pie.
—Déjenme ayudarlo —dijo Esther—. Déjenme traerle una bolsa de hielo.
—No se mueva —dijo el intruso.
La intrusa posó las nalgas en el borde de la mesita, desde donde podía dirigirse a Esther y mirar al suelo para ver a Richard.
Habló así:
—Les voy a hacer una pregunta a los dos, pero solo la haré una vez, así que quiero que escuchen con mucha atención y que luego piensen muy bien la respuesta. Lo que no quiero es que respondan a mi pregunta con otra pregunta. Eso sería muy muy inútil. ¿Entienden?
Los Bradley se miraron entre sí, aterrorizados, y luego volvieron a mirar a la mujer. Movieron la cabeza arriba y abajo en señal de que habían comprendido.
—Muy bien —dijo la mujer—, en ese caso, presten atención. Es una pregunta muy sencilla.
Los Bradley seguían esperando.
La mujer preguntó:
—¿Dónde está?
Las palabras se quedaron durante un momento en suspenso, sin que nadie pronunciara ni un sonido siquiera.
Tras varios segundos, Richard habló:
—¿Dónde está…?
Cerró la boca al notar la mirada de la mujer.
Ella sonrió y le hizo un gesto con el dedo.
—Vaya, vaya, se lo advertí. Y ha estado a punto de lograrlo, ¿verdad?
Richard tragó saliva.
—Pero…
—¿Puede responder a la pregunta? De nuevo, debería saber que Eli nos ha dicho que está aquí.
A Richard le temblaron los labios. Sacudió la cabeza y tartamudeó:
—Yo no… Yo no…
La mujer levantó una mano para hacerlo callar y volvió su atención hacia Esther.
—¿Quiere responder a la pregunta?
Esther construyó su frase con mucho cuidado.
—Le agradecería que fuera más específica. Tengo que decirle que ese nombre… ¿Eli? No conozco a nadie con ese nombre. Lo que sea que usted quiera, si lo tenemos, se lo daremos.
La intrusa suspiró y volvió la cabeza hacia su compañero, que estaba de pie, a medio metro de distancia.
—Les hemos dado una oportunidad —dijo—. Y les hemos dicho que se lo pediríamos una sola vez. —Justo en ese instante, la música a todo volumen empezó a retumbar en la casa de al lado. Las ventanas de los Bradley se pusieron a vibrar. La mujer sonrió—. Ese es Drake. Me cae bien. —Miró a su compañero y dijo—: Mata al marido.
—¡No! ¡No! —gritó Esther.
—¡Madre mía! —gritó Richard—. Solo díganos qué…
Antes de que el profesor jubilado pudiera terminar la frase, el intruso ya tenía la mano en la chaqueta y estaba sacando una pistola. Apuntó hacia abajo y apretó el gatillo.
Esther quiso gritar de nuevo, pero de su boca no salió ningún sonido claro. Fue poco más que un chirrido agudo, como si alguien hubiera pisado un ratón.
La intrusa le dijo:
—Supongo que de verdad no lo sabe. —Hizo una seña de asentimiento a su socio y este volvió a disparar. Habló con voz cansada—: Pero eso no significa que no esté aquí. Tenemos una larga noche por delante, cariño, a menos que esté en el tarro de las galletas.
—Ojalá tuviéramos esa suerte —dijo él.
Uno
Terry
No sé de dónde he sacado la idea de que, una vez superada una época muy oscura, después de haberte enfrentado a los peores demonios posibles y haberlos vencido, todo va a ir bien.
Ahora sé que las cosas no funcionan así.
En realidad, nuestra vida no fue a mejor, al menos durante un tiempo. Hace siete años, las cosas estaban bastante mal por aquí. No podían estar peor. Murió gente. Mi mujer, mi hija y yo estuvimos a punto de contarnos entre los muertos, pero, cuando aquello acabó y descubrimos que estábamos enteros, que todavía nos teníamos los unos a los otros, bueno, pues hicimos como dice la canción: nos levantamos, nos sacudimos el polvo y volvimos a empezar.
Más o menos.
El problema era que las cicatrices seguían ahí. Atravesamos nuestra propia versión del estrés postraumático. Así fue, sin duda, para Cynthia, mi esposa. A los catorce años, ella había perdido a toda su familia. Y, cuando digo «perdido», lo digo de veras: una noche, sus padres y su hermano desaparecieron. Cynthia tuvo que esperar veinticinco años para saber lo que les había ocurrido. Después, todo terminó sin reencuentros festivos.
Hubo más. En su intento de arrojar algo de luz sobre un secreto de décadas, la tía de Cynthia pagó el más alto de los precios. Y luego estuvo Vince Fleming, un delincuente profesional que, siendo apenas un niño, había estado con Cynthia la noche en que desapareció su familia. Veinticinco años después, en contra de su propia naturaleza, nos ayudó a averiguar la verdad de lo sucedido. Como se suele decir, ninguna buena acción queda impune. Le pegaron un tiro. Estuvo a punto de morir por haberse tomado la molestia.
Quizás hayas oído la historia. Salió en todas las noticias. Incluso se iba a hacer una película sobre el tema, pero nunca se rodó, lo cual, en mi opinión, fue lo mejor que pudo haber pasado.
Nos creímos capaces de cerrar ese capítulo de nuestras vidas. Y hubo respuestas, se resolvieron misterios. Los malos habían muerto o habían ido a dar a la cárcel.
Como dicen por ahí, caso cerrado.
Pero esto ha sido como un horrible tsunami. Uno cree que ha terminado, pero los despojos siguen llegando a las playas, años después y a medio mundo de distancia.
Para Cynthia, el trauma nunca terminó. Cada nuevo día lo enfrentaba con el temor de que la historia volviera a repetirse con su nueva familia. Conmigo. Y con nuestra hija, Grace. El problema fue que lo que hizo para asegurarse de que no volviera a ocurrir nos sometió a la ley de las consecuencias imprevistas: lo que haces para lograr una cosa suele producir el resultado opuesto, ni más ni menos.
Los esfuerzos de Cynthia por mantener a Grace, nuestra hija de catorce años, a salvo del mundo grande y malo estaban forzando a la niña a experimentarlo lo antes posible.
Yo tenía la esperanza de que conseguiríamos abrirnos paso a través de la oscuridad y de que saldríamos por el otro lado, pero no veía que eso fuera a ocurrir pronto.
* * *
Grace y su madre peleaban a gritos casi a diario.
Siempre eran variaciones sobre el mismo tema: Grace no respetaba la hora de llegada. Grace no llamaba al llegar a donde iba. Grace decía que iba a casa de una amiga, pero acababa yendo a otra sin antes haber puesto al corriente a su madre. Grace quiso ir a un concierto en Nueva York, pero no llegaría a casa hasta las dos de la madrugada. Mamá dijo que no.
Yo trataba de mediar en esas disputas, casi siempre con poco éxito. En privado, le decía a Cynthia que entendía sus motivos, que yo tampoco quería que le pasara nada malo a Grace, pero también le señalaba que, si no le permitíamos ninguna libertad a nuestra hija, ella nunca aprendería a desenvolverse en el mundo por sí misma.
Las peleas solían acabar con una de las dos abandonando la habitación hecha una furia y dando un portazo, o con Grace derribando una silla al salir de la cocina mientras le decía a Cynthia que la odiaba.
—Madre mía, es igual que yo —se quejaba Cynthia a menudo—. A esa edad, yo era un espectáculo terrorífico. No quiero que caiga en los mismos errores que yo he cometido.
Incluso en esos momentos, treinta y dos años después, Cynthia arrastraba mucha culpa por aquella noche en que su madre, su padre y Todd, su hermano mayor, desaparecieron. En parte, ella creía que, de no haber salido con un chico llamado Vince —sin el permiso de sus padres y sin haberles dicho nada—, de no haberse emborrachado y luego perdido el conocimiento en su propia cama, se habría dado cuenta de lo que estaba ocurriendo y, de algún modo, habría podido salvar a sus seres queridos.
Aunque los hechos no podían confirmarlo, Cynthia se creía castigada por su mal comportamiento.
No quería que Grace terminara adjudicándose la culpa por algo tan trágico. Eso significaba inculcarle la importancia de resistir la presión de grupo, de no dejarse nunca poner en una situación difícil, de escuchar esa vocecita en su cabeza que le decía: «Esto está mal y tengo que largarme de aquí».
O, como habría dicho Grace, «bla, bla, bla».
De nada sirvió que yo le dijera a Cynthia que casi todos los chicos pasaban por un periodo así. Por otra parte, aunque Grace metiera la pata, las consecuencias lógicas no podían ser tan graves como las que había padecido Cynthia. Nuestra hija, Dios nos ampare, era una adolescente. Si seis años después Cyn y yo no nos habíamos suicidado, veríamos a Grace madurar y convertirse en una joven sensata.
Pero entonces era difícil creer que ese momento llegaría.
Recuerdo una noche en la que Grace, a los trece años, estaba pasando el rato con sus amigos en el centro comercial Post. De causalidad, mi esposa andaba por allí buscando unos zapatos. Cuando vio a nuestra hija compartiendo un cigarrillo a la salida de Macy’s, la encaró delante de sus compañeros y la obligó a subirse al coche. Cynthia estaba tan alterada, tan metida en su sermón, que se saltó una señal de stop.
Un camión de basura estuvo a punto de embestirlas.
—Pudo habernos matado —me contó Cynthia—. Perdí el control, Terry. Lo perdí por completo.
Después de ese incidente decidió, por primera vez, descansar de nosotros durante un tiempo. Solo una semana. Por el bien de los tres, pero, sobre todo, por el bien de Grace y el suyo propio. Un tiempo muerto, lo llamó. Le propuso la idea a Naomi Kinzler, la terapeuta a quien Cynthia llevaba años acudiendo, y a esta le pareció una idea sensata.
«Aléjate de la situación problemática —dijo Kinzler—. No es una huida, no estás desatendiendo tus responsabilidades, pero te tomarás un tiempo para reflexionar, para reorganizar tus ideas. Puedes darte el permiso. A Grace esto también le dará tiempo para pensar. Podría no gustarle lo que vas a hacer, pero también es posible que llegue a entenderlo. Cuando perdiste a tu familia sufriste una herida horrible. Esa herida nunca cicatrizará del todo. Y, si bien es posible que tu hija no lo aprecie en este momento, creo que algún día lo hará».
Cynthia consiguió alojamiento en el Hilton Garden Inn, detrás del centro comercial. Para ahorrar dinero, se había planteado alojarse en el Just Inn Time, pero le dije que ni hablar. No solo era un vertedero, sino que, pocos años antes, en ese sitio había habido un negocio de trata de blancas.
Apenas estuvo fuera una semana, aunque me pareció un año. Lo que más me sorprendió fue lo mucho que Grace echó de menos a su madre.
—Ya no nos quiere —dijo una noche mientras comíamos una lasaña de microondas.
—No es cierto —le dije.
—Vale, entonces, ya no me quiere.
—Si tu madre se está tomando un descanso es porque te quiere mucho. Sabe que se excedió, que exageró y que necesita una pausa para recuperar la compostura.
—Dile que se dé prisa.
Cynthia regresó y las cosas mejoraron durante un mes, incluso seis semanas, pero el tratado de paz empezó a desmoronarse. Al principio eran incursiones menores, pequeñas escaramuzas.
Luego, guerra sin cuartel.
Cuando se enfrascaban en una de sus batallas, acababan hiriendo sus sentimientos y podían pasar varios días hasta que nuestra vida volvía a la normalidad, en caso de que pudiera hablarse de algo así. Yo intentaba mediar, pero aquello tenía que seguir su curso. Cualquier cosa importante que Cynthia tuviera que decir se la comunicaba a Grace a través de notas que firmaba «C. c., Mamá», tal y como solía hacer su propia madre cuando se cabreaba y no estaba de humor para escribir «Con cariño».
Pero, en un momento dado, las notas pasaban a llevar la firma «Con cariño, Mamá» y comenzaba el deshielo. Grace encontraría algún pretexto para pedirle consejo a su madre. ¿Este top va bien con estos pantalones? ¿Me ayudas con estos deberes? Se abriría un diálogo vacilante.
Las cosas empezarían a marchar bien, pero terminarían estropeándose.
Y aquel día estaban muy mal.
Grace quería ir con dos amigas a New Haven, a un enorme bazar de ropa usada que se celebraba a mediados de semana, pero solo podían ir de noche, pues tenían clases durante el día. Igual que con aquel asunto del concierto en Nueva York, esto significaba regresar a casa en tren y tarde. Me ofrecí a llevarlas, a matar el tiempo por ahí y traerlas de vuelta, pero Grace se opuso. Ella y sus amigas no tenían cinco años. Querían ir por su cuenta.
De pie, delante de los fogones, Cynthia le dijo:
—De ninguna manera. —Si mal no recuerdo, eran chuletas de cerdo empanadas y arroz silvestre—. Terry, dime que me apoyas. No puede hacer eso, es imposible.
Antes de que yo pudiera dar mi opinión siquiera, Grace dijo:
—¿Es coña? No es que nos vayamos a la puta Budapest, es New Haven.
Aquí había un giro más o menos inesperado: el uso de lenguaje soez. Supongo que no podíamos culpar a nadie que no fuéramos nosotros mismos. No era raro que Cynthia o yo soltáramos tacos cuando estábamos enfadados o frustrados. De haber tenido un frasco de palabrotas, uno de esos en los que pones una moneda cada vez que sueltas una, nos habría alcanzado para ir a Roma una vez al año.
De todas formas, amonesté a Grace:
—No vuelvas a hablarle así a tu madre —le dije con severidad.
Sin duda, a Cynthia la reprimenda le pareció poca cosa.
—Estás castigada dos semanas —dijo.
Grace, estupefacta, replicó:
—¿Cuánto más vas a desquitarte conmigo por no haber podido salvar a tu familia? Yo ni siquiera había nacido, ¿vale? Yo no tengo la culpa.
Fue una puñalada en pleno corazón.
En el rostro de Grace pude notar el arrepentimiento instantáneo. Y algo más: miedo. Se había pasado de la raya, y lo sabía. De haber podido, quizás habría retirado el comentario y se habría disculpado, pero la palma de Cynthia se había levantado tan rápido que nuestra hija no tuvo ninguna oportunidad.
Abofeteó a nuestra hija en toda la cara, tan fuerte que lo sentí en mi propia mejilla.
—¡Cyn! —grité.
Pero Grace ya se tambaleaba hacia un lado. Por instinto y para frenar la caída, extendió la mano.
Golpeó un costado de la olla en que se estaba cocinando el arroz. La olla volcó y la mano aterrizó sobre el fogón.
El grito. Madre mía, el grito.
—¡Ay, Dios! —dijo Cynthia—. ¡Ay, Dios mío!
Cogió el brazo de Grace, lo hizo girar sobre el lavabo y abrió el grifo del agua fría. Dejó que el chorro constante corriera sobre la mano quemada. Con el dorso había tocado la olla caliente, y con el borde del meñique, el fuego. Había sido, tal vez, un contacto de un milisegundo en cada caso, pero lo suficiente como para abrasar la carne.
Las lágrimas empezaron a correr por el rostro de Grace. La abracé con fuerza mientras Cynthia seguía bañándole la mano con agua fría.
La llevamos al Hospital Milford.
—Puedes decirles la verdad —le dijo Cynthia—. Puedes decirles lo que hice. Merezco el castigo. Si han de llamar a la policía, que la llamen. No voy a pedirte que les digas nada más que la verdad.
Grace le contó al médico que había puesto agua a hervir para cocer unos macarrones mientras escuchaba Rolling in the Deep, de Adele, con los auriculares del Ipod puestos y bailando como una idiota. En eso, estiró el brazo, golpeó el asa de la olla y la derribó del fogón.
Cuando la trajimos a casa, Grace tenía la mano bien vendada.
Al día siguiente, Cynthia se mudó por segunda vez.
No ha vuelto.
Dos
—Reggie, Reggie, ven, entra.
—Hola, Ti.
—¿La has encontrado?
—Cielos, déjame quitarme el abrigo.
—Perdona. Es que…
—No. No la he encontrado. Todavía no. Ni el dinero.
—Pero yo creí… Dijiste que habías encontrado la casa y…
—No cuajó. Era una pista falsa. Eli nos mintió, Ti. Y no es como si pudiéramos volver e interrogar de nuevo al tipo.
—Ah, pero me dijiste…
—Sé lo que te dije. Y te lo estoy explicando: ha sido un fracaso.
—Perdona. Supongo que me había hecho ilusiones. Parecías muy segura la última vez que hablé contigo. Estoy decepcionado, eso es todo. Ahí hay café, si quieres.
—Gracias.
—Sigo agradeciéndote todo lo que haces por mí.
—Está bien, Ti.
—En serio. Sé que estás harta de que te lo diga, pero es así. Eres todo lo que tengo. Eres como la hija que nunca tuve, Reggie.
—Ya no soy una niña.
—No, no, te has hecho mayor. Has crecido rápido, y antes de tiempo.
—No tenía alternativa. El café está bueno.
—Solo lamento no haber podido ayudarte antes.
—Nunca te he culpado, y bien lo sabes. No tenemos que seguir dándole vueltas a esto. ¿Me ves obsesionada?, ¿eh? Y es a mí a quien le ocurrió todo. Así que, si yo puedo seguir adelante, tú también deberías poder.
—Es difícil para mí.
—Vives en el pasado. Ese es tu problema, Ti. Dios, de eso va toda esta última mierda. Te cuesta superar las cosas.
—Es que… tenía esperanzas de que la encontraras.
—No pienso rendirme.
—Y, sin embargo, lo veo en tu cara: crees que todo esto es una estupidez. Crees que no tiene la menor importancia.
—Yo no he dicho eso. Eso último no. Mira, entiendo por qué esto es tan importante, por qué ella es tan importante para ti. Y tú eres importante para mí. Eres una de las dos únicas personas que me importan, Ti.
—¿Sabes qué es lo que no comprendo de ti?
—¿Qué?
—Que entiendes a la gente. Captas cómo piensan los demás, qué sienten; puedes verlos por dentro y, sin embargo, no sientes… ¿cómo se dice?
—¿Amor?
—No, no eso.
—¿Compasión?
—Sí, supongo que sí.
—Porque te quiero, Ti. Mucho, pero ¿compasión? Supongo que sí, que entiendo lo que estimula a las personas. Sé lo que sienten. Necesito saber lo que sienten. Si tienen miedo, necesito saberlo. Tengo una gran necesidad de sentir que lo tienen, pero no me siento mal por ellos. De lo contrario, no podría hacer nada.
—Sí, vale. Yo sería mejor si fuera más como tú. Supongo que era compasión lo que sentía por ese maldito Eli. Parecía un niño perdido… Bueno, no era ningún niño. Tenía veintiún años o veintidós. Algo así. Pensé que era por su bien, Reggie. De verdad. Y luego el hijo de puta viene y me apuñala por la espalda.
—Creo que tuvo un acercamiento con la otra parte.
—Mierda, no.
—No pasa nada. Ha sido solo un primer contacto. Se estaba reservando los detalles hasta que hubiera un careo; y eso, por supuesto, ya no ocurrirá. Creo que nos dijo la verdad sobre lo que hizo con ella, pero mintió sobre el lugar; la casa de los profesores ha sido un fiasco. Y hay algo más: empiezo a preguntarme si hay alguien que lo sepa. Si alguien ha dado su consentimiento.
—No lo entiendo.
—Y está bien, pero lo que quería decirte es que voy a necesitar más gente; esto va a costar mucho más, y habrá que pagar por adelantado.
—Eli se llevó todo lo que yo tenía guardado, Reggie.
—Vale. Puedo poner dinero de mi bolsillo. Lo de la devolución de impuestos está en marcha. Tengo reservas. Y, cuando esto termine, no solo habré recuperado mi inversión y tu dinero, sino también mucha más pasta. Resulta que todo esto tiene su lado bueno.
—Sigo sin entender.
—Vale. No hace falta que lo entiendas. Déjame hacer lo mío.
—Es que no puedo creerlo… Después de todos estos años, haberla recuperado por fin para perderla de nuevo. Eli no tenía derecho, y lo sabes. No tenía derecho a quitármela.
—Confía en mí, Ti. La recuperaremos.
Tres
Terry
Que Cynthia ya no viviera con Grace y conmigo no significaba que nos hubiéramos convertido en unos extraños. Hablábamos a diario. A veces quedábamos para comer. En su primera semana fuera, los tres fuimos a cenar a Bistro Basque, en River Street. Las chicas comieron salmón; yo, pollo relleno de espinacas y champiñones. Nos comportamos lo mejor que pudimos. No dijimos una sola palabra sobre nuestra visita al hospital, aunque Cynthia no podía apartar los ojos de la mano vendada de Grace. La fantasía de nuestra comida juntos se rompió solo al final de la velada, cuando Grace y yo dejamos a Cynthia en su piso y nos fuimos a casa solos.
La verdad era que Cynthia había tenido suerte con el apartamento. Una de sus compañeras de trabajo se iba a Brasil la última semana de junio y no pensaba volver hasta agosto, o quizá incluso hasta septiembre. Mi esposa se acordó de que su amiga estaba buscando quien subarrendara la casa durante el verano, necesitaba conseguir a alguien que se hiciera cargo del alquiler mientras estaba fuera, y no había encontrado ningún interesado. La víspera del vuelo, Cynthia le anunció que se quedaba con el apartamento. Así que la amiga habló con el casero, un viejo llamado Barney, y este le dio el visto bueno.
No pensé que mi esposa se quedaría en ese lugar hasta el Día del Trabajo, pero, a medida que pasaban los días y ella no mostraba la menor intención de volver, empecé a hacerme preguntas. A veces pasaba la noche despierto, con media cama vacía a mi lado, preguntándome si Cynthia se pondría a buscar otro sitio en caso de que esto se alargara hasta principios de septiembre, que era cuando su amiga planeaba volver.
Una semana y media después de que se marchara, me pasé por su casa a eso de las cinco. Supuse que ya estaría allí después de su jornada en el Departamento de Sanidad Pública de Milford, donde se ocupaba de todo: desde inspecciones de restaurantes hasta promover la buena alimentación en las escuelas.
Y yo tenía razón. Primero vi su coche. Estaba aparcado entre un Cadillac de aspecto deportivo y una vieja camioneta azul, que reconocí como la de Barney. El viejo estaba cortando la hierba a un lado de la casa. Cojeaba con cada paso, casi como si tuviera una pierna más corta que la otra. Cuando me detuve frente a la casa, vi a Cynthia sentada en el porche. Tenía los pies apoyados en la barandilla y estaba bebiendo una cerveza.
Tuve que admitir que el lugar era bastante agradable: una antigua casa colonial en North Street, justo al sur de Boston Post Road. Habría pertenecido, sin duda, a alguna familia prominente de Milford, años atrás, antes de que Barney la comprara y la convirtiera en cuatro apartamentos. Dos en la planta baja, dos arriba.
Ni siquiera había saludado a mi mujer cuando Barney ya me había visto y apagado su cortacésped.
—Hola, ¿qué tal? —gritó.
Barney nos veía a Cynthia y a mí como celebridades menores, aunque la nuestra no era la clase de fama que cualquiera desearía. Parecía disfrutar del contacto con nosotros.
—Bien —dije—. No quisiera interrumpir tu trabajo.
Él se secó la frente con el dorso de la mano.
—Tengo dos casas más que hacer después de esta.
Barney poseía, al menos, una docena de casas entre New Haven y Bridgeport. Las había convertido en viviendas de alquiler y, por lo que me había contado en conversaciones anteriores, sabía que aquella era una de las más bonitas y, por eso, le dedicaba más tiempo a su mantenimiento. Me preguntaba si tendría planes de ponerla a la venta en breve.
—Tu señora está ahí, en el porche —dijo.
—Ya la veo —dije—. Tengo la impresión de que te vendría bien un refresco.
—No hace falta. Espero que todo vaya bien —me dijo.
—¿Cómo? —pregunté.
—Entre tú y tu esposa. —Me guiñó un ojo, se dio la vuelta y volvió a su cortacésped.
Al verme subir los escalones del porche, Cynthia dejó su cerveza en la barandilla y se levantó de su asiento.
—Hola —me dijo. Creí que me iba a ofrecer una cerveza fría, pero no lo hizo. Me pregunté si habría llegado en mal momento. La culpabilidad bañó su rostro—. ¿Va todo bien?
—Todo bien —dije.
—¿Y Grace? —preguntó.
—Te he dicho que todo está bien.
Ya sosegada, volvió a sentarse y apoyó los pies en la barandilla. Me di cuenta de que su teléfono estaba en el brazo de la silla de madera, bocabajo, haciendo de pisapapeles sobre un folleto del Departamento de Sanidad titulado «¿Tiene moho en casa?».
—¿Puedo sentarme?
Inclinó la cabeza hacia la silla de al lado.
Señalé el folleto.
—¿Tienes problemas con tu nueva casa? No se lo enseñes a Barney, podría darle algo.
Cynthia echó un vistazo al folleto y negó con la cabeza.
—Es una nueva campaña de sensibilización. En estos días he hablado tanto del moho doméstico que tengo pesadillas en las que los hongos me persiguen.
—Como en aquella película —dije—: El terror no tiene forma.
—¿Era un hongo?
—Un hongo del espacio exterior.
Apoyó la cabeza en el respaldo, con los pies aún sobre la barandilla. Suspiró.
—Nunca hice nada como esto en casa. Al terminar la jornada, estiraba un poco y ya está.
—Quizás porque no tenemos un porche con barandilla —dije—. Si quieres, te construyo uno.
Eso le provocó una carcajada.
—¿Tú?
La construcción no era una de esas artes varoniles en las que yo destacaba.
—Bueno, podría hacer que alguien lo construyera. Mi falta de habilidad con el martillo la compenso extendiendo cheques.
—Es que…, en casa, justo en estos momentos, siempre tengo algo que hacer, pero aquí, cuando llego del trabajo, me siento a ver pasar los coches. Y eso es todo. Me da tiempo para pensar, ¿sabes?
—Me lo imagino.
—O sea, tú tienes el verano para relajarte.
Nada que discutir. Como profesor, yo contaba con julio y agosto para recargar las pilas. Cynthia llevaba trabajando para el ayuntamiento apenas lo suficiente para disfrutar de un par de semanas de vacaciones al año.
—Así que mis vacaciones son una hora al final de cada día. Me siento aquí a no hacer nada.
—Estupendo —dije—. Si esto te funciona, me alegro.
Se volvió y me miró.
—No, no te alegras.
—Solo quiero lo mejor para ti.
—Ya ni siquiera sé lo que me conviene. Me siento aquí pensando que me he alejado de la fuente de mi ansiedad, de todas las peleas y tonterías en casa con Grace, y entonces me doy cuenta de que la fuente de mi ansiedad soy yo misma y de que no puedo poner distancia.
—Hay un chiste de Garrison Keillor —le dije—. Habla de una pareja de ancianos que, como no pueden llevarse bien, se preguntan si deberían irse de vacaciones. Entonces, el hombre dice: «¿Por qué soltar una buena pasta para ser desdichado en otro sitio cuando puedo ser perfectamente desdichado en casa?».
Ella frunció el ceño.
—¿Crees que somos una pareja de ancianos?
—El chiste no va de eso.
—No me voy a quedar aquí para siempre —dijo Cynthia. Tuvo que elevar un poco la voz cuando Barney trasladó su actividad de siega al jardín delantero. Nos llegó el olor a hierba recién cortada—. Cada cosa en su debido momento.
Por mucho que la quisiera ver de nuevo en casa, no iba a rogárselo. Ella tenía que hacerlo cuando estuviera lista y bien.
—¿Qué le has dicho a Teresa? —preguntó.
Se refería a Teresa Moretti, la mujer que venía a limpiar nuestra casa una vez a la semana. Cuatro o cinco años atrás, cuando Cynthia y yo estábamos tan ocupados que no podíamos hacer las tareas domésticas más elementales, buscamos a alguien que nos hiciera la limpieza. Encontramos a Teresa. A pesar de que yo estaba libre en verano y era muy capaz de poner en orden una casa, Cynthia pensó que era injusto despedir a Teresa durante julio y agosto.
«Necesita el dinero», dijo Cynthia en su momento.
Por lo general, yo ni siquiera veía a esa mujer. Lo normal, para mí, era estar en la escuela, pero seis días antes estaba en casa cuando ella entró con su propia llave. Y no se le escapó ni un detalle. Después de que se diera cuenta de que el maquillaje de Cynthia y otros de sus objetos personales no estaban por allí, después de que no hubiera visto la bata de mi mujer echada sobre la silla del dormitorio, preguntó si no estaba.
En ese momento, en el porche con mi esposa, le conté:
—Le he explicado que estabas disfrutando de un poco de tiempo a solas. Y pensaba que con eso bastaría, pero luego quiso saber adónde habías ido, si me reuniría contigo, si Grace vendría también, cuánto tiempo estaríamos fuera…
—Le preocupa que reduzcamos su jornada a cada dos semanas o una vez al mes.
Asentí.
—Viene mañana. Ya la tranquilizaré.
Cynthia se llevó la botella a los labios.
—¿Conocías a esos profesores? —preguntó.
Se refería a dos maestros jubilados asesinados en su casa unos días atrás, a no más de un kilómetro de allí.
Por lo que había leído y lo que había visto en las noticias de la televisión, los policías estaban desconcertados. La investigadora principal era Rona Wedmore, una detective con la que nos habíamos relacionado siete años atrás. Ella había llegado a decir que no podían dar con el motivo y que no había sospechosos. Al menos, ninguno del que la policía local tuviera algo que decir.
La idea de que pudieran masacrar en su propia casa a una pareja de jubilados, gente sin conexiones conocidas con ninguna actividad delictiva, había provocado una sensación de inquietud en todo Milford. Algunos —los noticiarios, sobre todo— lo llamaban el «Verano del Miedo» en nuestra comunidad.
—Nunca nos cruzamos —le dije a Cynthia—. No enseñábamos en las mismas escuelas.
—Es horrible —comentó—. No tiene sentido.
—Siempre hay un motivo —opiné—. Quizá uno sin mucha lógica, pero uno, al fin y al cabo.
Había gotas de sudor en la botella de cerveza de Cynthia.
—Hoy hace calor —dije—. Me pregunto si hará bueno este fin de semana. Quizá podríamos hacer algo todos juntos.
Yo iba a coger su teléfono para abrir la aplicación del tiempo y consultar la previsión, algo que solía hacer en casa cuando no tenía cerca mi propio móvil, pero, antes de que pudiera cogerlo, Cynthia lo puso en el otro brazo de la silla, fuera de mi alcance.
—He oído que hará bueno —dijo—. ¿Qué tal si hablamos el sábado?
Barney apareció por el otro lado con su cortacésped a gasolina.
—Me ha dicho que espera que solucionemos las cosas —le conté.
Cynthia cerró los ojos durante un par de segundos y suspiró.
—Te juro que no le he dicho nada, pero ha sumado dos más dos. Ve que vienes y no te quedas. Le gusta dar consejos. «Aprovecha el momento» y cosas por el estilo.
—¿Qué sabes de él?
—No mucho. Tiene más de sesenta años, nunca se ha casado, vive solo. A todo el mundo le cuenta que se rompió la pierna en los años setenta, en un accidente de coche, y que desde entonces no camina bien. Da un poquillo de pena, en realidad. Es un buen tipo. Lo escucho e intento no herir sus sentimientos. Puede que una noche se me atasque el váter y necesite que venga.
—¿Vive aquí?
Cynthia negó con la cabeza.
—No. El del otro lado del pasillo es un chico joven. Tiene una gran historia que algún día te contaré. Y en el primer piso vive Winnifred (Winnifred, te lo juro), que trabaja en la biblioteca. Al otro lado del pasillo está Orland, otra triste figura. Es mayor que Barney, vive solo y casi nadie viene a verlo. —Fingió una sonrisa—. La Casa de los Malditos, ya te digo. Todos viven solos. No tienen a nadie.
—Tú sí que tienes —le dije.
Cynthia apartó la mirada.
—No me refería a eso…
De improviso, se oyó un ruido en la casa. Alguien bajaba un tramo de las escaleras a toda velocidad.
Se abrió la puerta y salió un hombre de entre veinte y treinta años, delgado y moreno. Vio a Cynthia antes que a mí.
—Hola, guapa —dijo—, ¿qué pasa?
—Hola, Nate —dijo Cynthia, con una sonrisa incómoda—. Quiero presentarte a alguien.
—Ah, hola —dijo él, y sus ojos se posaron en mí—. ¿Ha venido a verte otro amigo?
—Te presento a Terry, mi marido. Terry, te presento a Nathaniel, mi vecino de enfrente.
Las cejas del joven se alzaron por un instante cuando me miró. Aquel era el tipo de la gran historia.
Se sonrojó en un instante y tardó otra décima de segundo en decidirse a tenderme la mano.
—Encantado de conocerlo. He oído hablar mucho de usted.
Me volví hacia Cynthia, pero ella no me estaba mirando.
—¿Adónde vas? —preguntó mi esposa—. No sueles pasear a los perros tan tarde, ¿verdad? ¿No está todo el mundo en casa?
—Solo voy a comer algo —dijo Nathaniel.
—¿Tienes perros? —pregunté.
Sonrió con timidez.
—Aquí no, y no son míos. Me dedico a eso. Tengo un negocio de pasear perros. Voy de casa en casa a lo largo del día y saco a pasear a los chuchos mientras mis clientes están en el trabajo. —Se encogió de hombros—. Mi carrera ha tenido que dar un pequeño giro, pero estoy seguro de que Cyn… Estoy seguro de que su mujer se lo ha contado todo.
Volví a mirar a Cynthia; esta vez, expectante.
—No se lo he contado —dijo ella—. No te entretengas por nosotros.
—De nuevo, encantado de conocerlo —me dijo. Luego bajó las escaleras a trote, se puso al volante del Cadillac y arrancó por North Street.
—¿Un paseador de perros con un Cadillac? —pregunté.
—Es una larga historia, pero esta es la versión corta: le fue muy bien en el negocio de las aplicaciones telefónicas, pero el mercado se vino abajo durante un tiempo. Lo perdió todo, tuvo una crisis nerviosa y ahora, mientras rehace su vida, pasea perros todos los días.
Asentí. Esa casa parecía ser un lugar donde la gente iba a rehacer su vida.
—Muy bien —dije.
Ninguno de los dos habló durante casi un minuto. Cynthia vigilaba la calle todo el tiempo.
En un momento dado, dijo:
—Me siento avergonzada.
—Ha sido un accidente —dije—, un accidente de locos. Nunca quisiste que pasara.
—Hago todo lo posible para protegerla y soy yo quien acaba enviándola al hospital.
No supe qué decir.
—Quizás deberías ir a casa y hacerle la cena a Grace —dijo Cynthia—. Dale un abrazo de mi parte. —Hizo una pausa—. Dile que la quiero.
—Lo sabe —dije, y me levanté—, pero se lo diré.
Me acompañó al coche. El olor a hierba recién cortada inundó mi nariz.
—Si algo pasara, si Grace tuviera problemas, me lo dirías —dijo Cynthia—, ¿verdad?
—Claro.
—No tienes por qué andar de puntillas a mi alrededor. Puedo soportarlo.
—Todo está bien. —Sonreí—. Si me vigila es, sobre todo, para que no me meta en líos. Si intentara hacer fiestas bestiales, ella lo cortaría todo de raíz.
Cynthia apoyó la palma de la mano en mi pecho.
—Volveré. Solo necesito un poco más de tiempo.
—Lo sé.
—Cuídala. Este asunto, el de los profesores asesinados, ha hecho que mi mente se imagine cosas que no debe.
Fingí una sonrisa.
—Quizá ha sido algún antiguo alumno que, después de años, ha ido a vengarse de los profesores que le echaron la bronca por no hacer los deberes. Debería vigilar mis espaldas.
—No lo digas ni de broma.
Mi sonrisa se apagó. Me daba cuenta de que no había sido gracioso.
—Perdona. Estamos bien, de veras. Estaremos mejor cuando vuelvas, pero ahí vamos. Y la estoy vigilando como un halcón.
—Más te vale.
Me subí a mi Ford Escape y lo puse en marcha. De camino a casa, no podía quitarme de la cabeza dos cosas que había dicho Nathaniel.
La primera, aquel «oye, guapa», y la segunda, «¿ha venido a verte otro amigo?».
Cuatro
—¿Quieres divertirte de verdad? —preguntó el chico.
Eso puso a Grace en alerta. No mucho, quizás, pero sí un poco.
Tenía una idea bastante clara de lo que Stuart quería decir. Dentro del viejo Buick del padre de Stuart, aparcado detrás del Walmart, ya se habían estado divirtiendo (aunque solo de cintura para arriba). Vaya coche. Era un portaaviones. El capó y el maletero eran gigantescos, y el interior, bueno, no tenías más que meterte en el asiento trasero. El delantero, que se extendía a todo lo ancho, sin guantera ni palanca de cambios en medio, era del tamaño de un banco de parque, pero mucho mucho más mullido. Era un coche de los años setenta. Cuando cogías las curvas, parecía que estuvieras en un enorme barco, en el Atlántico o algo así, al otro lado del estrecho, dejándote llevar por las olas.
Grace estaba conforme con lo que habían hecho entonces: lo había dejado meterle mano en un par de sitios, pero no estaba segura de querer ir más lejos. Todavía no.
Al fin y al cabo, solo tenía catorce años. Y, aunque sabía con absoluta certeza que eso significaba que ya no era una niña, no tenía más remedio que admitir que Stuart, a sus dieciséis años, podría saber algo más sobre todo aquel asunto del sexo. Y lo que la atemorizaba no era hacerlo por primera vez, sino parecer una completa novata. Todos sabían, o creían saber, que Stuart ya había estado con muchas chicas. ¿Y si ella acababa haciéndolo todo mal? ¿Y si terminaba dando la impresión de que era una completa idiota?
Así que prefirió actuar con cautela.
—No lo sé —dijo. Se apartó hasta apoyarse en la puerta del copiloto—. Esto ha estado…, o sea, bien, ¿no? Pero no estoy segura de querer dar el siguiente paso.
Stuart se rio.
—Joder, no estoy hablando de eso. Aunque, si crees que estás lista, vengo equipado. Empezó a meterse la mano en el bolsillo delantero de sus vaqueros.
Grace le dio una palmada juguetona en la mano.
—¿A qué te refieres?
—A algo brutal. Te juro que te vas a mear.
Grace ya se hacía la idea. Marihuana, tal vez, o éxtasis. ¿Y qué diablos? Podía probar. En realidad, era un poco menos aterrador que dejar a ese chico meterle la mano bajo las bragas.
—¿De qué hablas? He probado algunas cosas. Y no solo marihuana. —Mentira, pero había que guardar las apariencias.
—No, esto no se parece en nada —dijo Stuart—. ¿Alguna vez has conducido un Porsche?
Eso la cogió por sorpresa.
—Nunca he conducido nada, idiota. No tendré carné hasta dentro de dos años.
—Quiero decir, ¿alguna vez te has subido a un Porsche?
—¿Como… uno de esos coches deportivos?
—Madre mía, ¿no sabes lo que es un Porsche?
—Claro que lo sé. Vale. ¿Por qué me preguntas si alguna vez me he subido a un Porsche?
—¿Lo has hecho?
—No —dijo Grace—. Eso creo, al menos, pero tampoco es que preste mucha atención a los coches en los que me meto. A lo mejor he subido en uno y no me he enterado.
—Creo que, si hubieras estado en un Porsche —dijo el chico—, lo sabrías, más o menos. No es un coche normal, que digamos. Es todo bajo y aerodinámico y es tan veloz que te cagas.
—Vale. Entonces, no.
Stuart era un chico bastante atractivo, uno de los más guays, aunque no en el mejor de los sentidos. Tenía ese aire de «me importa tres cojones» que atraía a cualquier chica harta de tener que ir sobre seguro, pero, después de tres salidas con él, Grace empezaba a pensar que ese chico no tenía gran cosa en la cabeza.
En casa, Grace no le había dicho a nadie que salía con Stuart, puesto que su padre sabía a la perfección de quién se trataba. Podía recordar a su padre sacando el nombre a colación más de una vez, hacía dos años, en los tiempos en que Stuart era su alumno de inglés. Por la noche, cuando corregía los trabajos en la mesa de la cocina, decía que ese tal Stuart era más tonto que una mata de habas. No hacía ese tipo de comentarios con frecuencia, pues los consideraba poco profesionales. Decía que no estaba bien hablar de los trabajos de sus alumnos, chicos a quienes su hija podía conocer, pero, de vez en cuando, si el estudiante era lo bastante cateto, dejaba escapar algo.
Grace recordó un chiste de su padre: durante mucho tiempo, incluso hasta ese año, ella había querido ser astronauta y viajar a la Estación Espacial Internacional. Su padre, entonces, había soltado que Stuart también podría ser astronauta, porque en clase no hacía otra cosa que ocupar el espacio.
Esa noche, sin poderlo remediar, Grace se preguntaba si su padre estaba en lo cierto.
Un día, Stuart le preguntó qué pensaba hacer al terminar la escuela. Ella le contó aquello y él le dijo: «¿En serio? Al espacio solo envían tíos».
«¿Qué me estás contando? —le respondió ella—. ¿Y Sally Ride? ¿Y Svetlana Savitskaya? ¿Y Roberta Bondar?».
«No inventes nombres», había dicho él.
Bueno, vaya, no era como si tuviera que casarse con él. Solo quería divertirse un poco. Tenía ganas de correr algunos… riesgos. ¿Y no era justo lo que él le estaba preguntando si quería hacer?
—No, en definitiva, nunca me he subido a un Porsche.
Stuart sonrió.
—¿Quieres?
Ella se encogió de hombros.
—Sí, claro. ¿Por qué no?
Un teléfono móvil empezó a zumbar.
—Es el tuyo —dijo Stuart.
Grace sacó el móvil del bolso y miró la pantalla.
—Ay, Dios.
—¿Quién es?
—Mi padre. Se supone que ya debería estar en casa. —Eran casi las diez.
Stuart adoptó una profunda voz de barítono y dijo:
—A casa ahora mismo, jovencita, y haz los deberes.
—Para.
Sí, su padre podía ser un puto fastidio, pero no le gustaba que los demás se burlaran de él. En el colegio detestaba que otros niños lo menospreciaran. Eso de ir al mismo instituto donde tu padre daba clases no era un campo de rosas, que digamos. Cargabas con expectativas de más, como ser una buena chica o sacar notas por encima de la media. Después de todo, dirían por ahí, era hija de un profesor. Menuda cruz. No es que sus notas fueran malas. Le iba bastante bien, sobre todo en ciencias, aunque a veces metía un par de respuestas incorrectas para no sacar la calificación más alta y que los chicos terminaran llamándola Amy Farrah Fowler, como aquella científica empollona de la televisión.
—¿Le vas a contestar o no? —preguntó Stuart mientras el teléfono de Grace seguía zumbando.
Ella lo miraba con fijeza, deseando que parara, lo que por fin ocurrió tras una docena de timbrazos.
Sin embargo, segundos después, ya le estaba llegando un mensaje.
—Mierda —dijo—. Quiere que llame a casa.
—Te tiene atada en corto. ¿Tu madre también es una controladora desquiciada?
«Si ella estuviera en casa», pensó Grace. Si no los hubiera abandonado dos semanas atrás, después del asunto de la olla de agua hirviendo. Hacía apenas tres días que le habían quitado el vendaje.
Ignoró su pregunta y volvió al tema que traían entre manos:
—Vale, ¿tu padre te ha comprado un Porsche?
—¿Qué? No, joder, ¿crees que estaría dando vueltas en este tanque de mierda si lo hubiera hecho?
—¿Entonces?
—Sé dónde puedo coger uno para ir a dar la vuelta.
—¿De qué hablas?
—Puedo conseguir uno en unos diez minutos, uno prestado.
—¿Qué? ¿Vas a ir a un concesionario de coches o algo así? —preguntó Grace—. ¿No están cerrados? ¿Quién te dejaría probar uno a estas horas de la noche?
Stuart negó con la cabeza.
—No, en casa de alguien.
—¿A quién conoces que tenga un Porsche? —Sonrió—. ¿Y cómo de tontos tendrían que ser para prestártelo?
—No, no se trata de eso. Se trata de una casa y esta semana está vacía. Está en la lista.
—¿Qué lista?
—Una lista, ¿vale? Una que tiene mi padre. Intentan mantenerla actualizada. Es de la gente que se va de vacaciones y tal. Yo suelo echar un vistazo a esos lugares para ver qué coches tienen. Una vez saqué un Mercedes. No fueron más que veinte minutos, pero nadie se enteró. Y ni un rasguño. Volví a meterlo en el garaje, tal y como estaba.
—¿Quién lleva una lista así? —preguntó Grace—. ¿A qué se dedica tu padre? ¿Hace ese tipo de cosas, como de seguridad, también? —El caso era que ella tenía una idea de lo que hacía el padre de ese chico, y se habría sorprendido de saber que tenía algo que ver con hacer que la gente se sintiera más segura en sus casas.
—Sí —dijo él con indiferencia—, a eso se dedica: a la seguridad.
Grace seguía pensando en la llamada y el mensaje de su padre. Al salir de casa, le había dicho que iba al cine con otra chica de su clase. Las llevaría la madre de su amiga. La función empezaba a las siete, así que terminaría sobre las nueve. Después la llevarían a casa.
¿Qué haría su padre si descubriera que le había mentido? Porque, en lo que a mentiras se refería, aquella era un horror. Grace no estaba con esa chica, no estaba en el cine. Era Stuart, y no la madre de su amiga, quien la dejaría a una manzana de casa. Su padre jamás la habría dejado salir con un chico que tuviera la edad suficiente para conducir.
Y, desde luego, menos con ese, que en su clase había sido un tocapelotas y un pasmarote; alguien cuyo origen (Grace sospechaba que su padre lo sabía) era como poco cuestionable.
—Lo que me estás diciendo suena a robo —dijo.
Stuart negó con la cabeza.
—De ninguna manera. Robar es coger un coche y quedártelo; o bien, vendérselo a alguien para que lo empaquete en un gran contenedor y se lo envíe a un tipo en Arabia o algo así. Este solo vamos a tomarlo prestado. Ni siquiera voy a probar lo que es capaz de hacer, porque, cuando le pides prestado el coche a alguien, lo último que quieres es que te pongan una multa por exceso de velocidad, ¿no crees?
Grace esperó un buen rato antes de decir:
—Supongo que será divertido.
El chico puso en marcha el coche, grande como un barco, y se dirigió al oeste.
Cinco
La detective Rona Wedmore estaba a punto de meterse en la cama cuando recibió una llamada en que le decían que habían encontrado un cadáver.
Lamont ya estaba bajo las sábanas, durmiendo, pero empezó a revolverse al sentir que su mujer volvía a vestirse.
—¿Nena? —dijo, y se dio la vuelta.
Ella nunca se cansaba de oír su voz, aunque fuera una sola palabra, como esa. Lo que él dijera no tenía la menor importancia, no después de que ella hubiera tenido que soportar aquel período en el que él no decía nada. A su vuelta de Irak, traumatizado por las cosas que había visto, se había quedado como catatónico ante ella. Dejaron de hablarse durante meses, hasta una noche, tres años atrás, en la que a ella le pegaron un tiro en el hombro. Entonces se presentó en urgencias y le preguntó: «¿Estás bien?».
Casi había merecido la pena recibir un balazo con tal de oír esas dos palabras. Bueno, sin el «casi». En realidad, sí había merecido la pena.
—Tengo que salir —dijo ella—. Siento haberte despertado.
—Passsa nada —dijo él, con media cara aún pegada a la almohada. Sabía que no debía preguntar cuánto tiempo estaría fuera. Tardaría lo que tuviera que tardar.
Wedmore cerró la casa, se subió al coche y, mientras conducía hacia el lugar de los hechos, iba pensando que eso era justo lo que Milford necesitaba: otro asesinato. Como si la gente de allí no tuviera ya los nervios de punta. Iba con la esperanza de que se tratara de algo sencillo, como algún tío apuñalado en una pelea de bar. Si la gente moría en peleas de bar, no sembraba el miedo en las comunidades. Un idiota mata a otro idiota en un bar y la mayoría de la gente se encoge de hombros y piensa: «¿Qué puede uno esperar de un par de patanes que han bebido de más?». En la seguridad de sus hogares, las buenas gentes de Milford no se sentían amenazadas por un crimen así.
Pero el doble homicidio de Bradley era harina de otro costal, como le gustaba decir al difunto padre de Wedmore. ¿Dos viejos jubilados tiroteados en el salón de su casa? ¿Sin motivo manifiesto?
Una cosa así asustaba a la gente.
Qué putada que Wedmore no tuviera ni idea. Ni Richard ni Esther Bradley tenían antecedentes penales. Contra ninguno de los dos había una sola multa de aparcamiento sin pagar. Tenían una hija casada en Cleveland, que también estaba limpia. No había cultivos de marihuana en el sótano, no había un laboratorio de metanfetamina en un viejo remolque.
Sí, esa noche, un poco antes, Richard Bradley había irrumpido en la casa de al lado para pedirles a los estudiantes que no hicieran ruido. Al principio, Wedmore no tenía más sospechosos que esos chicos, pero, cuanto más los investigaba, más se convencía de que no tenían nada que ver con el asesinato de los Bradley.
Entonces, ¿quién demonios los había matado? ¿Y por qué?
La hija había llegado en avión desde Cleveland y, en los ratos en que no estaba llorando por la pérdida de sus padres, pudo ayudar a Wedmore a registrar la casa en un intento de descubrir si faltaba algo. Por lo que la hija pudo notar, no les habían robado nada; además, los padres no tenían cosas de valor. Y el asesino (o asesinos) ni siquiera se habían molestado en sacar el dinero ni las tarjetas de crédito de la cartera de Richard Bradley ni del bolso de Esther Bradley.
Eso descartaba a drogadictos que hubieran ido en busca de una forma de pagar su próxima dosis.
Así que podrían haberlos asesinado por el placer de matar.
Pero en aquel crimen no había habido ningún ritual. En las paredes del salón no había inscripciones desquiciadas hechas con la sangre de las víctimas.