Un golpecito en la ventanilla - Linwood Barclay - E-Book

Un golpecito en la ventanilla E-Book

Linwood Barclay

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A veces, hacer lo correcto es el mayor error que puedes cometer. Desde que el hijo adolescente del investigador privado Cal Weaver murió en un trágico accidente, Cal y su mujer se han distanciado. Cal está atrapado en un duelo del que no logra salir. Y tal vez su dolor ha nublado su juicio. Una noche, de camino a casa, una chica empapada por la lluvia golpea la ventanilla de su coche y le pide que la lleve. Sabe que un hombre adulto recogiendo a una autoestopista adolescente es una imprudencia, pero aun así la deja entrar. Pronto, Cal siente que algo no está bien con la chica o con la situación. Pero ya es demasiado tarde. Ya está involucrado. Arrastrado a una pesadilla de secretos, mentiras y encubrimientos en su pequeña ciudad del norte del estado de Nueva York, Cal sabe que lo único que puede salvarlo es la verdad. Y está dispuesto a revelar los secretos de la ciudad, uno por uno... si logra sobrevivir el tiempo suficiente. --- «Un golpecito en la ventanilla eleva aún más el listón de Barclay».  Toronto Star ⭐⭐⭐⭐⭐ «La representación de Barclay sobre el devastador efecto de la muerte de un hijo es perfecta. Los personajes secundarios de la novela están bien desarrollados y deliciosamente detallados».  The Globe and Mail ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller de muerte».  The New York Times ⭐⭐⭐⭐⭐ «La trama de la novela es compleja, pero al final, Barclay lo une todo con maestría... 'Un golpecito en la ventanilla' es como un guiso rico, a veces amargo pero sazonado con risas... [Linwood Barclay es] un escritor que vale la pena conocer».  The Washington Post ⭐⭐⭐⭐⭐ «Barclay captura con maestría los extremos a los que pueden llevar la rabia y el dolor, al mismo tiempo que navega por las complicadas relaciones familiares... En 'Un golpecito en la ventanilla', la tensión no termina cuando descubres quién es el responsable de los siniestros acontecimientos. Gracias al sobresaliente desarrollo de personajes de Barclay, el lector aún necesita saber los motivos, y estos te destrozarán». Quill & Quire ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller inteligente con giros y vueltas satisfactorias. Los amantes del misterio no podrían pedir más».  Kirkus Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Un golpecito en la ventanilla

Linwood Barclay

Un golpecito en la ventanilla

Título original: A Tap on the Window

© 2013, Linwood Barclay. Reservados todos los derechos.

© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción: Jorge de Buen © Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1386-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

Published by agreement with The Marsh Agency Ltd. and The Helen Heller Agency.

Un golpecito en la ventanilla

Linwood Barclay

Traducido por: Jorge de Buen Unna

Para Neetha

—¿Sabes nadar?

—¡Estás loco, tío! ¡Suéltame!

—Mira, podrías lograrlo, aunque tus posibilidades no me gustan nada. Estamos tan cerca de las cataratas que la corriente es increíblemente feroz. Antes de que lo notes siquiera, te habrá barrido. Y el camino de bajada es largo.

—¡Suéltame!

—Justo antes de llegar al borde, podrías agarrarte a una de las rocas, pero la cosa es que, si chocaras con una, es probable que mueras. Sería como encontrarte con un muro a ciento cincuenta kilómetros por hora. Si estuvieras metido en un barril, como aquellos temerarios que lo han intentado, tendrías una posibilidad entre cien. Y, vaya, si lo piensas, no está tan mal.

—Te lo estoy diciendo en serio, te juro por Dios que no he sido yo.

—No te creo. Pero, si te sinceras conmigo, si admites lo que has hecho, no te lanzaré.

—¡No he sido yo! ¡Lo juro!

—Si no has sido tú, entonces, ¿quién?

—¡No lo sé! Si supiera, te lo diría. Por favor, por favor, tío, te lo ruego.

—¿Sabes lo que pienso? Creo que cuando pases sobre el borde, vas a sentir como si volaras.

1

Un hombre de mediana edad tendría que ser un completo idiota para ligarse a una adolescente que estuviera haciendo autostop a la salida de un bar. Y, pensándolo bien, no es una idea brillante ni siquiera por parte de ella. Pero ahora estamos hablando de mi estupidez, no de la suya.

Ella estaba de pie, junto a la acera. El pelo rubio, empapado por la lluvia, le caía sobre la cara y la luz de neón del cartel de Coors, en el escaparate del Patchett’s Bar, la bañaba con una luz fantasmagórica. Tenía los hombros encorvados contra la llovizna, como si eso pudiera mantenerla caliente y seca.

Era difícil adivinar su edad. Tenía bastantes años para conducir, incluso para votar, pero quizá no para beber. Desde luego, aquí no, en Griffon, en el estado de Nueva York. En Canadá, al otro lado del puente Lewiston-Queenston, donde la edad mínima para beber es diecinueve años y no veintiuno, tal vez. Pero eso no significaba que no se hubiera tomado unas cervezas en Patchett’s. Todo el mundo sabía que ahí su identificación no sería sometida a un examen riguroso. Si tu carné tenía una foto de Nicole Kidman, pues les valía, aunque te parecieras más a Penélope Cruz. Su política era «Siéntate, ¿qué te pongo?».

La chica, de cuyo hombro colgaba la correa de un enorme bolso rojo, mostraba el pulgar y miraba mi coche mientras yo me acercaba a la señal de stop de la esquina.

«Ni hablar», pensé. Era mala idea recoger a un autoestopista varón; ahora bien, recoger a una adolescente ya era una estupidez monumental: un cuarentón, en una noche oscura y lluviosa, llevando en coche a una chica de menos de la mitad de su edad. Las posibilidades de que eso saliera mal eran incontables. Así que, con el pie en el freno, mantuve la mirada al frente. Y estaba a punto de pisar el acelerador del Accord cuando oí unos golpecitos en la ventanilla del acompañante.

Eché un vistazo y la vi allí, agachada, mirándome. Negué con la cabeza, pero ella siguió dando golpecitos en la ventana.

Bajé la ventanilla lo suficiente para verle los ojos y la mitad superior de la nariz.

—Lo siento —le dije—, no puedo…

—Solo necesito que me lleve a casa, señor —me dijo—. No está tan lejos. En esa camioneta hay un tipo raro. Me ha estado mirando y… —Abrió los ojos de par en par—. Mierda, ¿no es usted el padre de Scott Weaver?

Y entonces todo cambió.

—Sí —dije. Lo era.

—Me resultaba familiar. Quizá usted ni siquiera me conozca, pero lo he visto recoger a Scott en el instituto y tal… Mire, lo siento mucho, estoy haciendo que la lluvia entre en el coche. Veré si puedo conseguir un…

¿Con qué cara iba a dejar a una de las amigas de Scott ahí, parada bajo la lluvia?

—Entra —dije.

—¿Está seguro?

—Sí. —Por un momento, me quedé quieto y me tomé un instante para reconsiderarlo, pero por fin me decidí—: Está bien.

—¡Dios, gracias! —exclamó; abrió la puerta, se deslizó en el asiento y se pasó el móvil de una mano a la otra. Luego se descolgó el bolso del hombro y lo dejó junto a sus pies. Un relámpago iluminó el interior. Se encendió y se apagó en un instante—. Cielos, estoy empapada. Lo siento por el tapizado.

Estaba calada. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí, pero lo suficiente como para que le cayeran riachuelos de agua por el pelo, la chaqueta y los vaqueros. La parte superior de sus muslos parecía mojada, lo que me hizo preguntarme si algún coche la habría salpicado.

—No te preocupes —le dije mientras se abrochaba el cinturón. Me quedé inmóvil, esperando indicaciones—. ¿Voy recto o giro o qué?

—Ah, sí. —Soltó una risa nerviosa. Al sacudir la cabeza de lado a lado, lanzó gotas de agua como un spaniel que acabara de salir de un lago—. Como si usted debiera saber dónde vivo. Qué bobada. Siga recto.

Miré a la izquierda, luego a la derecha, atravesé el cruce y seguí de frente.

—¿Así que eras amiga de Scott? —pregunté.

Ella asintió, sonrió e hizo una mueca.

—Sí, era un buen tío.

—¿Cómo te llamas?

—Claire.

—¿Claire? —Alargué el nombre, como invitándola a que me dijera su apellido. Me preguntaba si era alguna de las que yo ya había investigado en Internet. Aún no le había visto bien la cara.

—Sí —dijo—. Como moler. Claire.

Soltó otra risita nerviosa. Se pasó el móvil de la izquierda a la derecha y posó la mano vacía en la rodilla izquierda. Tenía un buen arañazo de unos dos centímetros en el dorso, justo debajo de los nudillos. La piel recién rozada estaba en carne viva, a punto de sangrar.

Señalé la herida con la cabeza.

—¿Te has hecho daño, Claire? —La chica se miró la mano.

—Mierda, ni siquiera me había dado cuenta. Un idiota salió tambaleándose del Patchett’s y chocó conmigo. Yo me pillé la mano con la esquina de una mesa. Tío listo. —Se llevó la mano a la cara y se sopló en la herida—. Supongo que sobreviviré —comentó.

La miré con un dejo de reproche y una sonrisa burlona.

—No pareces lo bastante mayor como para ser una clienta —le dije.

Ella captó la mirada y puso los ojos en blanco.

—Sí, vale.

No nos dijimos nada durante un kilómetro, más o menos. Por lo que pude ver a la luz del salpicadero, se había puesto el móvil bajo la mano, en el muslo derecho, con la pantalla oculta. Se inclinó para mirar por el retrovisor de su puerta.

—Ese tío le está lamiendo el culo —dijo.

Unos faros resplandecían en mi espejo retrovisor. Detrás de nosotros circulaba un todoterreno o un camión. Tenía las luces lo bastante altas como para iluminar a través de mi ventanilla trasera. Apenas pisé el freno, lo suficiente para que mis luces traseras se pusieran rojas, y el conductor se alejó. Claire no dejaba de mirar por el espejo. Parecía muy interesada en el lameculos que teníamos detrás.

—¿Estás bien, Claire? —pregunté.

—¿Eh? Sí, sí, estoy bien.

—Pareces un poco nerviosa. —Sacudió la cabeza con una agresividad excesiva—. ¿Estás segura? —insistí.

Cuando me volví para mirarla, atrajo mi atención.

—Por completo —dijo.

No era una buena mentirosa.

Estábamos en Danbury, en una carretera de cuatro carriles. En el centro había un quinto carril para girar a la izquierda. Era un lugar repleto de restaurantes de comida rápida; y también había un Home Depot, un Walmart, un Target y media docena de establecimientos omnipresentes. Ahí uno no sabía si estaba en Tucson o en Tallahassee.

—Y bien —dije—, ¿cómo conociste a Scott?

Claire se encogió de hombros.

—En clase, ya sabe, nada más. No teníamos mucha relación, pero lo conocía. Lo que le pasó fue muy triste. —No abrí la boca—. O sea, quiero decir, todos los chicos metemos la pata, ¿no? Pero a la mayoría de nosotros nunca nos pasa nada demasiado malo.

—Sí —acepté.

—¿Cuándo fue? —preguntó—, porque parece como si no hubieran pasado más que unas cuantas semanas.

—Mañana se cumplen dos meses —respondí—. El veinticinco de agosto.

—Vaya. Y, sí, ahora que lo pienso, no había clases en ese momento. Lo normal es que todo el mundo se ponga a hablar de esas cosas en clase y en los pasillos y tal, pero no fue así. Cuando volvimos, todo el mundo se había olvidado ya. —Se llevó la mano izquierda a la boca y me dirigió una mirada de disculpa—. No quería decir eso.

—Está bien.

Había muchas cosas que quería preguntarle. Pero las preguntas parecerían duras y solo nos conocíamos desde hacía cinco minutos. No quería parecer un agente de Seguridad Nacional. Desde el incidente, yo había echado mano de la lista de amigos de Scott en Facebook, como si fuera una especie de guía, y, aunque probablemente había visto a esa chica, aún no podía ubicarla. También sabía que una «amistad» en Facebook significaba muy poco. Scott se hizo amigo de un montón de gente a la que, en realidad, no conocía de nada; entre ellos, algunos renombrados artistas de novelas gráficas y otros famosos que aún manejaban su Facebook de manera personal.

Más tarde podría averiguar quién era esa chica. Y en otro momento, tal vez, Claire podría responderme algunas preguntas sobre Scott. En el futuro, haberla llevado a casa bajo la lluvia me procuraría algo de buena voluntad por su parte. Quizás conocía algún dato trivial que pudiera serme útil.

—Hablan de usted —dijo como si me estuviera leyendo la mente.

—¿Eh?

—Ya sabe, los chicos del instituto.

—¿Sobre mí?

—Un poquillo. Saben cosas de usted, como en qué trabaja, por ejemplo. Y saben lo que ha estado haciendo en estos últimos días.

Supongo que eso no debería sorprenderme.

—Yo no sé nada, así que no tiene sentido preguntar —añadió.

Durante un segundo, con tal de mirarla, aparté los ojos de la carretera empapada, aunque no abrí la boca.

Las comisuras de sus labios se arquearon.

—Me he dado cuenta de que estaba pensando en eso. —Pareció reflexionar sobre algo, y luego dijo—: No es que yo lo culpe por lo que ha estado haciendo ni nada por el estilo. Mi padre tal vez estaría haciendo lo mismo. Puede ser bastante severo y tener ciertos principios, aunque no en todo. —Se giró un poco en su asiento para mirarme—. Me parece un error juzgar a las personas hasta que no se sabe todo sobre ellas, ¿no cree? Hay que entender que en el pasado podría haber cosas que los han hecho ver el mundo de otro modo. Mi abuela, que murió como a los noventa años, siempre estaba ahorrando dinero, porque le había tocado vivir la Gran Depresión. Yo nunca había oído hablar de eso; luego lo investigué. Seguro que usted sabe lo que fue la Gran Depresión, ¿no es así?

—Sé lo que es la Gran Depresión. Pero, lo creas o no, no la viví.

—Como sea —dijo Claire—, nosotros siempre creímos que la abuela era tacaña, pero solo quería estar preparada por si las cosas volvían a ponerse así de mal. ¿Podría parar un segundo en Iggy’s?

—¿Qué?

—Ahí. —Señaló a través del parabrisas.

Yo conocía el Iggy’s. Lo que no entendía era por qué Claire quería que me detuviera en una simbólica heladería y hamburguesería de Griffon. Llevaba aquí más de cincuenta años, o eso me habían dicho los lugareños, e incluso seguía resistiendo después de que McDonald’s pusiera sus arcos amarillos calle abajo, a menos de un kilómetro. Aunque a alguien de ahí le gustara una Big Mac más que cualquier otra hamburguesa, seguía pasándose por el Iggy’s, de todos modos, para probar las patatas cortadas a mano, fritas y con sal marina, y sus auténticos batidos de helado.

Si bien me había propuesto llevar a esa chica a casa, dar una vuelta por la ventanilla del Iggy’s ya era demasiado.

Volvió a hablar antes de que yo pudiera poner objeciones.

—No es para comer. De repente, siento el estómago un poco raro. La cerveza no siempre me sienta bien, ¿sabe?, y ya es bastante malo que le haya mojado el coche. No me gustaría, además, vomitar aquí.

Puse el intermitente y me acerqué al restaurante. Los faros de mi coche dieron en el cristal y rebotaron hasta mis ojos. Al Iggy’s le faltaba algo de la chispa y la pulcritud del McDonald’s o el Burger King. Los paneles del menú aún estaban hechos con letras de plástico negro encajadas en terciopelo blanco acanalado, pero el lugar tenía un comedor de tamaño decente. Incluso a esas horas de la noche había personas comiendo. Un hombre con pinta de vagabundo en busca de un sitio donde resguardarse de la lluvia, desaliñado y con una mochila de gran tamaño, estaba tomando un café. Un par de mesas más allá, una mujer repartía patatas fritas entre dos niñas de pijama rosa, ninguna de las cuales podía tener más de cinco años. ¿Qué historia teníamos ahí? Se me ocurrió una con un padre abusivo que había bebido de más. Habrían ido para asegurarse de que el tipo hubiera perdido el conocimiento y fuera seguro volver a casa.

Incluso antes de que el coche se detuviera, Claire ya estaba enrollándose en la muñeca la correa del bolso. Recogía todo como si estuviera planeando huir a la menor oportunidad.

Aparqué.

—¿Estás segura de que estás bien? —pregunté—. Quiero decir, aparte de las náuseas.

—Sí, sí, segura. —Forzó una breve carcajada. Cuando Claire tiró de la manilla de la puerta, me di cuenta de que unos faros pasaban junto a mí—. Vuelvo enseguida. —Saltó y cerró de un portazo.

En su carrera a la puerta, se puso el bolso delante de la cara para escudarse de la lluvia. Desapareció por la parte trasera, donde estaban los aseos. Eché un vistazo a una pick-up negra que acababa de detenerse a media docena de plazas. Tenía los cristales tintados tan oscuros que no pude distinguir al conductor.

Volví la vista al restaurante. Ahí estaba yo, a altas horas de la noche, esperando a que una chica a quien apenas conocía (una adolescente, además) terminara de vomitar tras una noche de borrachera entre menores. Yo sabía que no podía permitirme llegar a esa situación; pero, después de que ella hubiera mencionado al tío de la pick-up que estaba…

¿Pick-up?

Volví a mirar el coche negro, que, en realidad, podía haber sido azul oscuro o gris, algo difícil de distinguir bajo la lluvia. Si alguien había salido de ese coche para entrar en el Iggy’s, no me había dado cuenta.

Lo que tenía que haber hecho, antes de dejar que Claire se subiera en mi coche, era decirle que llamara a sus padres. Que fueran a buscarla.

Pero, entonces, ella había mencionado a Scott.

Saqué el móvil y comprobé si tenía algún correo electrónico. No era así, aunque ese acto me ayudó a matar diez segundos. Entonces puse la 88,7, la emisora NPR de Búfalo, aunque no podía concentrarme en nada de lo que estaba oyendo.

La chica ya llevaba allí cinco minutos. ¿Cuánto tarda uno en devolver las galletas? Entrabas, hacías lo que tenías que hacer, te mojabas la cara y volvías a salir.

Tal vez Claire se sentía peor de lo que había alcanzado a notar. También había podido montar tal lío que necesitara más tiempo para limpiarse.

Estupendo.

Puse la mano en el contacto, con ganas de girarlo. «Podrías irte». La chica tenía un móvil. Podía llamar a alguien para que fuera a buscarla. Y yo podría irme a casa. Yo no era el responsable de Claire.

Solo que eso ya no era cierto. En el momento en que había aceptado llevarla en coche y asegurarme de que llegara a casa sana y salva, se había convertido en mi responsabilidad.

Eché otro vistazo a la camioneta. Seguía en su sitio.

Eché una mirada panorámica al interior del restaurante. Un vagabundo, una mujer con dos niñas. Y, en ese momento, un chico y una chica, en plena adolescencia, sentados en un reservado junto a la ventana y compartiendo una Coca-Cola y unas tiras de pollo. También, un hombre de pelo negro azabache, con chaqueta de cuero marrón, de pie en el mostrador, de espaldas a mí y haciendo un pedido.

Siete minutos.

¿Cómo se vería todo eso, me preguntaba, si los padres de esa chica aparecieran de pronto, tratando de encontrarla? ¿Y qué ocurriría si me descubrieran, a mí, a Cal Weaver, el fisgón local, esperándola? ¿Creerían que no estaba haciendo otra cosa que llevarla a casa?, ¿que si había accedido a llevarla había sido porque conocía a mi hijo?, ¿que mis motivos eran decentes?

Si yo fuera ellos, no lo compraría. Y mis motivos no eran del todo puros. Me había estado planteando la posibilidad de sacarle alguna información sobre Scott, por rápido que hubiera abandonado esa idea.

Pero lo que me retenía aquí ya no era la esperanza de obtener respuestas. No podía abandonar a una chica joven a esas horas de la noche y en esa avenida. Eso era todo. Desde luego, sin decirle que ya me iba, no.

Así que decidí entrar a hablar con ella, a asegurarme de que estuviera bien y a decirle que se buscara el modo de volver a casa desde ahí. Y a pagarle el taxi, en caso de que no tuviera a nadie más a quien llamar. Salí del Honda, entré en el restaurante y barrí con la mirada los asientos que no alcanzaba a ver desde mi atalaya exterior, por si Claire se hubiera sentado un momento. No estaba en ninguna de las mesas, así que fui al fondo y me acerqué a las puertas de los aseos. A unos pasos de ahí, otra puerta de cristal daba al exterior.

Dudé ante la entrada de las mujeres. Al fin me armé de valor y empujé la puerta un par de centímetros.

—¿Claire? Claire, ¿estás bien? —No hubo respuesta—. Soy yo, el señor Weaver.

Nada. Ni de Claire ni de nadie más. Así que abrí un buen trecho y eché un vistazo al recinto. Vi un par de lavabos, un secador de manos montado en la pared y tres cubículos. Las tres puertas, pintadas de color canela mate y con burbujas de óxido en las bisagras, estaban cerradas. Había un palmo entre ellas y el suelo. No vi pies por debajo de ninguna.

Me interné un par de pasos, extendí un brazo y toqué apenas la puerta del primer cubículo, que no estaba bloqueada. Se abrió con pereza. No sé qué demonios esperaba encontrar allí. Incluso antes de abrir, ya sabía que no había nadie. Algo me pasó por la cabeza en ese momento: ¿y si hubiera habido alguien ahí dentro? ¿Claire u otra persona?

No debía estar ahí.

Salí del baño y atravesé de prisa el restaurante, buscándola. Un vagabundo, una mujer con niñas…

El hombre de la chaqueta de cuero marrón, el que estaba pidiendo comida cuando había entrado, había desaparecido.

—Qué hijo de puta —dije.

A la salida, lo primero que noté fue la plaza de aparcamiento vacía, donde había estado la pick-up negra. Entonces me di cuenta de todo: la camioneta volviendo a Danbury, con las luces destellando, a la espera de una pausa en el tráfico. Yo no podía saber, ante aquellos cristales tintados, si en el coche había alguien además del conductor.

La pick-up habría encontrado un hueco para despegar hacia el sur, en dirección a las cataratas del Niágara, con el motor rugiendo y los neumáticos traseros deslizándose sobre el pavimento mojado.

¿Podría haber sido esa a la que Claire se refería en el Patchett’s, cuando la había dejado subirse a mi coche? Y, en ese caso, ¿nos había seguido? ¿El tipo de la chaqueta de cuero era el conductor? ¿Había secuestrado a Claire? ¿O ella había decidido que el tipo era menos amenazador de lo que había pensado en un principio? ¿Lo había favorecido, entonces, con la oportunidad de llevarla a casa?

Maldita sea.

Mi corazón latía con fuerza. Acababa de perder a Claire. Aunque al principio no había querido tener nada que ver con ella, en ese momento me daba pánico no saber dónde estaba. Al mismo tiempo que trataba de elaborar un plan, mi mente daba vueltas sin control. ¿Seguir a la camioneta? ¿Llamar a la policía? ¿Olvidarme de todo?

Seguir a la camioneta.

Sí, eso era lo más lógico. Alcanzarla, acercarme, ver si la chica estaba dentro, asegurarme de que…

Y ahí estaba: sentada en mi coche. En el asiento del pasajero, correa al hombro, en su sitio, con el pelo rubio colgando sobre los ojos.

A la espera.

Respiré hondo un par de veces, llegué al coche, entré y cerré la puerta. Me dejé caer en el asiento. La luz interior había estado encendida durante tres segundos, como máximo.

—¿Dónde demonios estabas? —pregunté—. Tardabas tanto que he empezado a preocuparme.

Ella se quedó mirando a través de la ventanilla derecha, con el cuerpo hacia ese lado.

—Supongo que yo salía por la puerta lateral cuando usted ha entrado.

Hablaba casi en murmullos, con una voz más ronca. El vómito debía de haberle afectado la garganta.

—Vaya susto me has dado —dije. Sin embargo, reprenderla no parecía tener mucho sentido. No era mi hija, y en unos minutos estaría en casa.

Di marcha atrás y seguimos hacia el sur por Danbury.

Ella no dejaba de apoyarse en la puerta, como tratando de mantenerse lo más lejos posible de mí. Si entonces desconfiaba, ¿por qué no antes de haber entrado en el Iggy’s? No se me ocurría nada que yo hubiera hecho como para que me tuviera miedo. ¿Haber entrado a buscarla en el restaurante? ¿Me había extralimitado?

Y me inquietaba una cosa más, algo que no tenía nada que ver con mis propios actos; algo que alcancé a distinguir durante esos cinco segundos en que mi puerta estuvo abierta.

Detalles en los que en ese momento caía en cuenta.

En primer lugar, su ropa.

Estaba seca. Sus vaqueros no parecían oscurecidos por la humedad. Aunque no podía alargar la mano y tocarle la rodilla para comprobar si estaba mojada, me parecía evidente. No podía haberse desnudado en el baño para secar los vaqueros con el aire caliente del secador, ¿verdad? Si esas cosas apenas te quitaban el agua de las manos, no iban a ser capaces, por supuesto, de secar unos vaqueros.

Pero había más, algo más desconcertante que la ropa seca. Algo que quizá me había imaginado. Al fin y al cabo, la luz solo estuvo encendida esos segundos.

Tenía que volver a encenderla para asegurarme.

A un lado de la columna de la dirección, activé el mando de la luz del techo.

—Perdona —dije—. Debo de haberme dejado las gafas de sol en el Home Depot. —Metí la mano derecha en un pequeño compartimento, a la cabeza del salpicadero—. Ah, sí, aquí están.

Y volví a apagar la luz. Eso fue suficiente para cerciorarme de algo: la mano izquierda. Estaba ilesa.

No tenía ningún corte.

2

Había visto esa herida en la mano de Claire, los trocitos de piel desgarrados, las pequeñas burbujas de sangre justo bajo la superficie, a la espera a salir. La chica había sufrido esa herida, por pequeña que fuera, unos cuantos minutos antes de subirse a mi coche en el Patchett’s.

A menos que Claire fuera una de los X-Men y tuviera superpoderes curativos, quien estaba sentada a mi lado no era la misma chica que cuando habíamos llegado al Iggy’s.

Mientras avanzábamos por Danbury, tuve una sensación surrealista, como si me hubiera topado con un episodio de Twilight Zone. Pero eso era de verdad. Tenía que haber algún tipo de explicación racional.

Y debía esforzarme por encontrarla.

La ropa de esa chica era casi idéntica a la de Claire: vaqueros azules y chaqueta corta azul oscuro. El mismo pelo largo y rubio. Sin embargo, al echar un buen vistazo, me di cuenta de que el pelo de esa chica y sus vaqueros no estaban tan mojados como los de Claire. Y había algo un poco extraño en ella, como si tuviera toda la cabeza ladeada. Llevaba una peluca, eso seguro.

Rompí el silencio.

—¿Tengo que girar o algo?

La chica asintió y señaló al frente.

—En el segundo semáforo, a la izquierda.

—De acuerdo. —Hice una pausa—. ¿Te sientes mejor? —Asentimiento—. Has pasado tanto tiempo ahí dentro que ya me estaba preguntando si estarías más enferma de lo que creía.

—Ya me siento bien —dijo en voz baja.

De repente, algo me deslumbró por el espejo retrovisor, incluso con el ajuste nocturno. Unos faros altos, otra vez.

—Me estabas contando —dije— cómo conociste a mi hijo.

—¿Eh? —preguntó la chica.

—Me preguntaba dónde había ocurrido esa escena, cuando te derramó encima un cono de helado.

—¡Ah! —exclamó. Ya no miraba por la ventanilla, pero todavía tenía el rostro hacia abajo y a la derecha, de modo que el lado más próximo de su cara estaba oculto tras la peluca—. Sí, fue muy gracioso. Estábamos en Galleria, el centro comercial. Me topé con él en la zona de comida. Literalmente. Yo me estaba comiendo un cucurucho. El helado se cayó y aterrizó en mi blusa.

—¿De verdad? —dije. Habíamos llegado al semáforo en el que debía girar a la izquierda. El coche que había estado detrás de nosotros en ese momento se encontraba a la derecha, esperando para seguir recto. Y era un todoterreno, no una pick-up como la que yo había visto en Iggy’s.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir con esto? —le dije con calma antes de que el semáforo se pusiera en verde.

—¿Cómo? —Estuvo a punto de girar la cabeza para mirarme, pero se resistió.

—Me refiero a esta actuación. ¿Cuánto tiempo vas a seguir como si yo no supiera que no eres Claire? —Entonces se volvió hacia mí y, al instante, su miedo se hizo palpable. No dijo nada—. No ha estado mal. El pelo, la ropa… Todo es bastante convincente. Pero Claire tenía un corte en la mano izquierda. Acababan de hacérselo en el Patchett’s.

—El corte no importa —dijo la chica en voz baja—. Esto tenía que haber funcionado a la distancia; no estaba pensado para actuar de cerca.

—¿De qué hablas?

Se mordió el labio inferior.

—Solo haga de cuenta que soy Claire, ¿vale? No haga nada raro.

—¿Por qué? ¿Crees que alguien nos está vigilando? —Levanté una mano y, con un ademán, señalé el mundo que nos rodeaba—. ¿Alguien nos está rastreando por satélite?

—Hace un rato había un coche. Tal vez era él. No lo sé. Podría haber sido otro tío.

Podía comprender por qué habían creído que podían salirse con la suya. A juzgar por el gran bolso que la chica llevaba a sus pies, Claire había salido del coche con un bolso rojo muy parecido. Podría tratarse del mismo.

El tono de piel de esa chica era más o menos el mismo que el de Claire, casi de porcelana. Sus rasgos faciales apenas se diferenciaban. Quizá el rostro de esa era un poco más ovalado, en tanto que la nariz de Claire era un poco más corta. Eso pensaba yo, aunque al principio no la había visto bien. Tenían más o menos la misma altura y complexión. Muy delgadas, uno sesenta y ocho, quizás. Para esas chicas sería bastante fácil hacerse pasar la una por la otra en una noche oscura y lluviosa; a la distancia, sobre todo, y con esa peluca, la ropa similar y el bolso casi idéntico. Si me dijeran que eran hermanas, lo habría creído. Así que se lo pregunté.

—¿Sois hermanas?

—¿Qué? No.

—Lo parecéis —dije—. Aunque tendrías que trabajar en el pelo. Está un poco torcido.

—¿Qué?

—La peluca. Está desacomodada. —Jugueteó con ella—. Así está mejor. Bastante parecida a la de Claire. No está mal.

—Ella la encontró en una tienda de Halloween, en Búfalo —dijo—. Por favor, lléveme a casa de Claire, como al principio. No está lejos.

—Estoy tratando de entender esto. Estabas esperándola en el baño. Ella entra y tú sales, vestida más o menos con la misma ropa, y, mientras yo me meto en el restaurante, tú te vas por la puerta lateral. He ido al aseo de mujeres. —La chica me miró sorprendida—. ¿Claire estaba escondida ahí hasta que tú y yo nos hemos ido?

Me la imaginé encaramada en el retrete, en la segunda o tercera cabina, para que no se le vieran los pies. Tenía que haber seguido empujando puertas.

—Supongo —dijo con hosquedad.

—¿Así que la idea era que quien la estuviera siguiendo empezara a seguirte a ti? Ahora Claire ha quedado libre para escapar y hacer lo que le dé la gana sin que su perseguidor se entere.

—Vaya —dijo—. Es algo así como un genio.

—¿Cosas de novios? —le pregunté.

—¿Cómo?

—¿Algún chico está acosando a Claire? ¿Quiere dejarlo para quedar con un chico nuevo?

La chica emitió un suave resoplido.

—Sí, claro, eso es todo.

—Pero has dicho que podría tratarse de un tipo diferente. ¿Tiene más de un acosador?

—¿He dicho eso? No lo recuerdo.

—¿Cómo te llamas?

—Eso no importa.

—Vale, olvida lo de tu nombre. Si esto no es cosa de novios, ¿qué demonios es?

—Mire, no se preocupe. No tiene nada que ver conmigo, y estoy segura de que tampoco tiene nada que ver con usted.

—¿Claire está metida en algún lío?

—Escuche, señor… Usted es el señor Weaver, ¿verdad? Claire me ha dicho que era el padre de Scott.

Asentí.

—¿Tú también conocías a Scott?

—Sí, claro. Todo el mundo sabía quién era.

—¿Lo conocías bien?

—Algo. Mire, yo no sé nada, ¿vale? Déjeme salir. Donde sea. Aquí mismo. Olvídese de todo esto, que no es asunto suyo.

Me quedé mirando cómo los limpiaparabrisas repetían sus rítmicas pasadas por el cristal.

—Sí es asunto mío. Claire y tú me habéis involucrado.

—No era nuestra intención, ¿vale?

—¿Se suponía que alguien más recogería a Claire en el Patchett’s? Y, como no ha aparecido, ¿ha hecho autostop conmigo? ¿Quién la ha recogido en el Iggy’s?

—Detenga el coche.

—Venga, no puedo dejarte salir. Esto está en medio de la nada.

Se desabrochó el cinturón de seguridad y agarró la manilla de la puerta. Íbamos casi a cincuenta kilómetros por hora. No pensé que de verdad abriría, pero lo hizo. Unos cuantos centímetros, nada más, lo suficiente para provocar una enorme ráfaga de aire.

—¡Madre mía! —Me tendí hacia su lado para sujetar el picaporte. Como no pude alcanzarlo, le grité—: ¡Cierra esa puerta! —La cerró—. ¿Estás loca?

—¡Quiero salir! —gritó lo bastante alto como para que me pitaran los oídos—. ¡Ya no importa! Claire se ha escapado.

—¿Escapado de quién?

—¡Pare el coche y déjeme salir! ¡Esto es un secuestro!

Pisé el freno y giré hacia el bordillo. Estábamos en una zona residencial y comercial. Ahí las casas antiguas se intercalaban entre tiendas de muebles y electrodomésticos. Justo delante de nosotros atravesaba una calle, donde un perezoso semáforo suspendido pasaba del amarillo al rojo y del rojo al verde y de vuelta al amarillo.

—Mira, puedo llevarte adonde quieras —le dije—. No tienes que salir. Está diluviando. Solo…

Abrió la puerta de golpe, sacó las piernas y salió corriendo del coche. En el último segundo cogió el bolso. Tropezó y cayó de rodillas sobre la hierba. Se arrancó la peluca y la arrojó entre unos arbustos. También era rubia, pero el pelo le llegaba solo a los hombros. Lo tenía más o menos la mitad de largo que el de Claire.

Desde donde yo estaba sentado, no podía alcanzar la puerta del pasajero. Así que dejé el motor en marcha, rodeé el vehículo y la cerré de golpe.

—¡Alto! —grité—. ¡Vale! ¡No más preguntas! ¡Déjame llevarte a casa!

Miró hacia atrás, apenas un segundo, y sacudió la mano en el aire. Al parecer, sostenía un teléfono móvil. Me decía que no me preocupara, que conseguiría a alguien que la recogiera.

Sus pies chapotearon en los charcos. Al llegar a la esquina, giró a la derecha y desapareció al otro lado de un taller de reparación de televisores que parecía haber cerrado hacía años.

Cuando dejó de estar al alcance de mi vista, sentí una gran inquietud. El agua de lluvia me llenaba los ojos y me goteaba en los oídos.

Trataba de convencerme de que ella tenía razón. Eso no era asunto mío, no era mi problema.

Volví al coche y di media vuelta.

Pasé junto a una pick-up negra que estaba aparcada al otro lado, con las luces apagadas. No recordaba haberla visto allí cuando había pisado el freno para evitar que la chica saltara del coche.

Conduje un poco menos de un kilómetro con la maldita mosca detrás de la oreja. Al final, me acerqué al arcén, miré por los retrovisores y di la vuelta al coche. Un minuto más tarde, ya estaba otra vez en el lugar donde había visto la pick-up.

Se había ido.

Dejé que la inercia llevara mi coche hasta el semáforo. Miré hacia delante, a la izquierda y a la derecha. No vi ninguna señal de la pick-up ni de la chica.

Así que di la vuelta de nuevo y me dirigí a casa.

3

Antes, si llegaba a casa después de una locura como esa, mis primeras palabras eran «No te vas a creer lo que acaba de pasar».

Así habría sido antes, pero ya no.

Cuando entré, eran casi las diez y media. Hubo un tiempo en que, a esas horas, aunque Donna estuviera arriba, en la cama, habría bajado a recibirme con solo oír que la puerta principal se abría y se cerraba.

Como mínimo, habría gritado «¡Hola!».

Y yo le habría dicho «¡Hola!».

Pero, ya no había «¡Hola!». Ni el suyo ni el mío.

Dejé el abrigo en el banco, junto a la puerta, y entré en la cocina. Me había perdido la cena, algo habitual, pero tampoco había tenido mucho apetito esos dos últimos meses. Ya había tenido que hacerle un par de agujeros nuevos al cinturón para que no se me cayeran los pantalones, y, en las raras ocasiones en que llevaba corbata, podía meterme dos dedos por el cuello abotonado.

Mi última comida había sido a eso de las seis, sentado en el coche, mientras vigilaba la entrada trasera de una carnicería de Tonawanda. Una bolsa de patatas fritas Wise. El propietario sospechaba que alguien de su plantilla le estaba robando. Productos, no efectivo. Se estaba quedando sin carne asada ni chuletas antes de lo previsto y pensaba que, o bien su proveedor lo estaba engañando, o alguien lo estaba estafando delante de sus narices.

Le había preguntado por las horas en las que dejaba la tienda a cargo de sus empleados y esos eran los períodos en los que me había puesto a vigilar la entrada trasera, con mi Accord aparcado en un callejón desde donde podía ver bien las idas y venidas.

No había tenido que esperar mucho.

A última hora de la tarde, casi al anochecer, la mujer de uno de los carniceros se había acercado a la trastienda y había enviado un mensaje de texto. Segundos después, la puerta se había abierto y el marido había corrido hacia la ventana del coche. Llevaba una bolsa de basura bien cerrada por arriba. Ella había cogido la bolsa, la había puesto en el asiento del copiloto y se había marchado, como si hubiera acabado de atracar una licorería.

Había hecho fotos con el teleobjetivo y luego me había puesto a seguirla. La había visto llevar la bolsa a su casa. Habría sido aún mejor acercarme con mucho sigilo a una ventana y tomar algunas fotos de esa mujer en pleno acto de meter en el horno un asado de cerdo, pero había límites a lo que podía hacer. En mi trabajo, a veces se me pedía que actuara como una especie de mirón, pero no me parecía necesario en ese caso. No tenía por qué demostrar que ella había cenado bien antes de irse a dormir.

Así que no podría decir que andaba tras la pista del Halcón Maltés ni de plutonio perdido. En el mundo real de la investigación privada, se estafaba con alimentos, materiales de construcción, gasolina, coches o camiones. Hacía un tiempo, había resuelto un caso de unos arbustos de cedro robados. Cada vez que el propietario los replantaba, alguien iba a hurtarlos otra vez.

Cuando alguien te robaba, no solo te interesaba recuperar tus cosas, sino saber quién lo había hecho. La policía estaba demasiado ocupada como para resolver delitos de poca monta, además de que le faltaba personal. Los robos al azar, esos en los que alguien se quedaba con algo una sola vez, me resultaban muy difíciles de resolver; en cambio, si había un patrón, si alguien era víctima de un delincuente en serie, lo más probable era que pudiera ayudarlo, porque yo tenía tiempo, y era cuestión de esperar a que el hijo de puta que estaba al acecho volviera a hacerlo.

No era ciencia espacial. Bastaba con sentarse y permanecer despierto.

Encontrar a gente no era muy distinto. Los maridos, las esposas, los hijos y las hijas desaparecían con la misma frecuencia que los filetes, la madera, el combustible y los Toyota, aunque, según mi experiencia, a menudo se echaban más de menos las cosas que las personas. Si alguien robaba tu camión, querías recuperarlo, sin duda; pero cuando tu marido, dos veces casado, violento y bebedor de whisky no volvía a casa una noche, tenías que asegurarte de que te hubiera sonreído la fortuna.

Y, en esos últimos tiempos, no nos había sonreído mucho.

Abrí la nevera, saqué una cerveza y fui a la sala de estar. Me dejé caer como un saco de arena en un sillón reclinable de cuero. Sobre la mesita había varias hojas de papel arrancadas de un bloc. En cada una había boceto de Scott: un perfil y un tres cuartos; y uno más, uno de frente, como foto de pasaporte. Junto a los bocetos había media docena de afilados lápices de carboncillo, unos blandos y otros duros, así como una pequeña lata de fijador en aerosol. El recipiente era del tamaño de un dispensador de crema de afeitar, como los que uno metía en la bolsa de viaje. Cuando Donna llevaba un bosquejo hasta los últimos detalles que podía permitirse (nunca los terminaba del todo, porque siempre les encontraba algún defecto), lo rociaba para evitar que el carboncillo se extendiera. Incluso guardaba como referencia los dibujos que, a su parecer, no plasmaban a nuestro hijo. Luego copiaba de ellos las partes que había hecho bien. En la habitación había un tufillo químico, testimonio de que ella acababa de usar el fijador. Ese material podría dejarte sin aliento.

Y esa era la estrategia de la que Donna echaba mano para superar las cosas: dibujar a nuestro hijo; a veces de memoria, a veces copiándolo de fotos. Yo encontraba los bosquejos por toda la casa. Aquí y en la cocina, junto a su cama, en su coche. Durante un par de días tuvo uno pegado en el espejo del baño. No dejaba de mirarlo mientras se maquillaba. A mí me parecía un retrato casi perfecto, y ella debió de pensar lo mismo, pero al final lo descolgó y lo metió en una carpeta junto con otros rechazados.

—Para mí es muy bueno —le dije.

—Las orejas estaban mal —alegó.

Para el nosotros de estos días, esa fue una larga conversación.

Yo albergaba mis dudas de que esa obsesión por captar la imagen perfecta de nuestro hijo fuera sana. Tanto para ella como para mí. Supongo que, si Donna hubiera estado igual de dispuesta a sentarse ante el ordenador a superar la pena escribiendo poemas y recuerdos, no habría sentido lo mismo. Ese habría sido un método más íntimo de asumir lo que nos había pasado. Y no me habría sentido atraído, a menos que ella me invitara a leer sus escritos. Pero los bocetos me envolvían. No podía evitarlos. Tal vez eran terapéuticos para ella, pero, para mí, eran un recordatorio constante de nuestra pérdida y de nuestro fracaso. Y el hecho de que tantos de ellos estuvieran sin terminar, que fueran imperfectos, subrayaba lo atribulada que había sido la vida de Scott.

Por supuesto, Donna tampoco se sentía fascinada con el modo en que estaba lidiando con esas cosas.

Bajo un dibujo de Scott con un ojo inacabado, encontré el mando a distancia. Encendí la pantalla plana, bajé el volumen y dejé el pulgar en los botones para cambiar de canal. Había muchos: canales de comida, de golf y de comedias de hacía décadas. Incluso había uno de póquer: gente sentada jugando a las cartas. Vaya canal. Después de eso, ¿qué? ¿El canal del parchís? En menos de cinco minutos, hice clic en unos doscientos. Luego volví a pasar por todos.

Cada vez me resultaba más difícil concentrarme. Me había autodiagnosticado algo que llamé TDA-PT: trastorno por déficit de atención postraumático. No podía concentrarme porque siempre tenía una sola cosa en la cabeza. Conseguía hacer mi trabajo, más o menos, solo que aquello siempre estaba ahí, como ruido blanco de fondo.

Al final, me decidí por las noticias de una emisora de Búfalo.

Tres personas asaltadas fuera de una licorería en Kenmore. Un hombre de West Seneca le había ordenado a su pitbull que atacara a una mujer, a quien tuvieron que ponerle treinta puntos de sutura. El dueño del perro declaró a la policía que ella «lo había mirado raro». En Cheektowaga hubo un tiroteo «a pedales». Un ciclista disparó tres veces contra una casa e hirió en el hombro a un sujeto que estaba en el sofá viendo un viejo episodio de Todo el mundo quiere a Raymond. Dos hombres fueron trasladados al Centro Médico del Condado de Erie tras ser tiroteados a la salida de un bar. Otro más atracó una cooperativa de crédito de Main Street. Entregó al cajero una nota en la que decía que llevaba una pistola, aunque no se le vio ninguna. Por si eso fuera poco, la policía de Búfalo buscaba a tres adolescentes que habían apuñalado a un chico de catorce años detrás de una casa de la avenida LaSalle: lo habían rociado con gasolina en un momento y le habían arrojado una cerilla. El chico estaba en el hospital; aún vivo, pero nadie esperaba que durara mucho.

Todo eso en una sola noche.

Apagué el aparato y me puse a hojear el Buffalo News del día. Lo encontré metido en el revistero de mimbre, junto al sillón, sin las secciones más delgadas, puesto que Donna ya las había puesto aparte a primera hora del día. En la página dedicada a los pueblos más pequeños de las afueras de la ciudad, un artículo discutía si nuestra policía local no había reaccionado de más durante el Festival de Jazz de Griffon, en agosto. Media docena de jóvenes matones de fuera de la ciudad, que se habían colado en el festival, habían empezado a robar bebidas de la carpa de la cerveza. En el artículo se alegaba que algunos policías de Griffon, en lugar de detener a esos tipos y acusarlos, los habían metido en un par de coches y los habían llevado delante de la torre de agua de la ciudad, donde los habían despojado de tantos dientes que podrían haberse hecho un bonito collar.

El alcalde, un tipo llamado Bert Sanders, se había planteado como prioridad llevar a esos policías ante la justicia, pero no estaba recibiendo mucho apoyo del resto del consejo ni de la buena gente de Griffon. A los vecinos no les importaba cuántos dientes perdieran los alborotadores de fuera con tal de que su población no se convirtiera en Búfalo.

Esa ciudad estaba a menos de una hora, pero, comparada con nuestro pueblo, era otro planeta. Griffon triplicaba o cuadruplicaba sus ocho mil habitantes en verano, cuando los turistas iban a pescar en el río Niágara, a disfrutar de los festivales de fin de semana, como el de jazz, o a comprar en las pintorescas tiendas de regalos del centro, las cuales se esforzaban por retener a clientes que se sentían atraídos por los Costco, Walmart y Target del oeste de Nueva York.

Como estábamos a finales de octubre, Griffon ya había vuelto a su habitual somnolencia. No teníamos tantos delincuentes como para preocuparnos. Cerrábamos la puerta con llave (no éramos tontos), pero no había zonas de la ciudad por las que te diera miedo caminar de noche. Los comerciantes, a la hora del cierre, no bajaban puertas metálicas delante de sus escaparates. No había helicópteros con reflectores sobrevolando el pueblo a las tres de la madrugada. Pero seguía habiendo una sensación de inquietud, dado lo cerca que estábamos de Búfalo, donde la tasa de delitos violentos era de alrededor del triple de la media nacional. Por lo general, Búfalo estaba entre las veinte ciudades estadounidenses más peligrosas. Se temía que en cualquier momento se dispararían hordas indisciplinadas hacia el norte, como zombis saqueadores, para poner fin a nuestro más o menos tranquilo estilo de vida.

Así que la gente de Griffon daba a su policía cierto margen de maniobra. El presidente de la asociación de empresarios animaba a todos a firmar un compromiso de apoyo a la policía local. A los comercios del centro se los instaba a exhibir un formulario que dijera «¡Nuestros poligrifos son los mejores!», y todo el que firmaba ese formulario no solo debía sentirse satisfecho consigo mismo, sino que recibía un descuento del cinco por ciento en sus compras. Era una pequeña forma de agradecerles que mantuvieran seguro nuestro pueblo.

Tampoco era que en Griffon no pasaran cosas malas. Teníamos nuestros problemas. Griffon no era Arcadia.

Las arcadias habían dejado de existir.

Eché un vistazo a una foto enmarcada en la estantería, al otro lado de la habitación. Donna y yo y, en medio de los dos, Scott. Nos la habían tomado cuando él tenía trece años. Al comienzo del instituto, más o menos.

Antes de la tormenta.

Sonreía, aunque con cuidado de no enseñar los dientes, ya que llevaba apenas un par de semanas con el aparato y se sentía cohibido. Parecía incómodo; avergonzado, tal vez, de verse atrapado entre los brazos de sus padres. Ahora bien, a esa edad, ¿qué no te hacía sentir incómodo? Los padres, el instituto, las chicas. La necesidad de pertenecer, de encajar, era una fuerza motriz mucho mayor que el deseo de aprobar un examen de matemáticas.

Él siempre se había esforzado por encajar, pero, para conseguirlo, no podía dejar de ser él mismo.

Era un chico excéntrico, más propenso a tener a Beethoven que a Bieber en el iPod. Le fascinaba casi todo lo que pudiera considerarse clásico: la música, el cine e incluso los coches. El Halcón Maltés, que mencioné antes, era un póster en su pared. Y en un estante tenía el modelo de un Chevy del 57. En la literatura, se limitaba a los clásicos. No era de esos que metían las narices en una novela de cuatrocientas páginas. Según los médicos, ese rasgo suyo quizás se relacionaba con un trastorno por déficit de atención (un diagnóstico más clínico que el que yo me había asignado a mí mismo), aunque nunca estuve seguro de creerlo. Pero Scott tenía todos los clásicos de la novela gráfica: Black Hole, Vals con Bashir, El regreso del Caballero Oscuro, Maus, Vigilantes.

Con la posible excepción de esas novelas gráficas, eran pocos los intereses que compartía con otros chicos de su edad. No le importaban los Bills, que eran, por esos lares, algo así como una religión. Prefería clavarse mondadientes en los ojos antes que ver las aventuras de los papanatas de Jersey Shore, las de las amas de casa malcriadas, de los acaparadores con perturbaciones mentales o de cualquiera de los otros programas de telerrealidad a los que sus amigos eran adictos. Aquella comedia sobre cuatro jóvenes científicos empollones sí que le gustaba; incluso creo que lo reconfortaba. Le daba esperanzas de que se podía ser no guay y guay al mismo tiempo.

Así que, por mucho que quisiera tener amigos, no estaba dispuesto a conseguirlos a través de fingir interés por cosas que no le importaban. Pero, entonces, en el penúltimo verano, durante otro de los conciertos de Griffon, en el que actuaban varios grupos alternativos, Scott conoció a un par de chavales del área de Cleveland que habían ido a pasar las vacaciones de verano. El desprecio de esos chicos por gran parte de la cultura popular fue el vínculo inicial para Scott. Esos nuevos amigos habían descubierto que era más fácil burlarse de un mundo que tuviera los bordes difusos, algo que conseguían con alcohol y marihuana. Desde luego, no eran los primeros.

No tengo ninguna duda de que, antes, Scott ya había tenido la ocasión de probar el alcohol y las drogas. Muéstrame a un padre que piense que su hijo vive en un barrio donde esas cosas no están disponibles y te mostraré a un padre enceguecido. Sin embargo, hasta ese momento, por lo que alcanzábamos a ver, se había negado. Había transitado por aquella edad en la que complacer a sus padres era importante, solo que ya la estaba superando. Tener amigos estaba por encima de darles el gusto a mamá y papá.

No era una historia desconocida, que digamos.

Hubo cambios en su comportamiento. Pequeñas cosas, al principio, y una mayor afición por los secretos, pero, oye, ¿qué chico, al entrar en la adolescencia, no quiere intimidad? Entonces llegaron los problemas de confianza. Le dábamos dinero en efectivo para que comprara algunos artículos en Walgreens y, cuando volvía a casa, venía con la mitad de los artículos y sin dinero. Olvidaba cosas. Sus notas empezaron a bajar. Decía que no tenía deberes, pero luego recibíamos avisos del instituto de que no los había entregado o de que se había saltado por completo las clases. Los valores que antes apreciaba, como el ser sincero con nosotros, cumplir su palabra y respetar el toque de queda, ya no parecían importarle.

Nunca le eché la culpa a la bebida ni a la marihuana. Nunca padecí la «locura del porro», la convicción de que la yerba había deformado la mente de nuestro hijo hasta volverlo en nuestra contra. Una parte de todo eso se debía a su edad. Una parte de todo eso eran sus ansias de pertenencia. Scott había estrechado lazos con chicos para quienes emborracharse y drogarse era parte de la vida. Y, al final de aquel verano, cuando sus amigos volvieron a Ohio, los nuevos hábitos de nuestro chico estaban bien asentados.

Rezábamos para que no hubiera sido más que una fase. Todos los niños experimentaban, ¿o no? ¿Quién no se había tomado unas cervezas de más?, ¿quién no se había fumado unos porros de más? Aun así, tuvimos charlas, muchas, sobre cómo tomar «decisiones inteligentes». Madre mía, qué sarta de gilipolleces. Lo que le habría venido bien al chaval era una buena patada en el culo y quedarse encerrado en su habitación hasta cumplir los veinte años.

Eso habríamos hecho, quizá, de haber sido lo bastante listos para darnos cuenta de que se avecinaba algo más grave.

Porque, cuando le hicieron la autopsia, ya no era cerveza ni marihuana lo que encontraron en su sangre.

Donna y yo habíamos hablado sin parar de buscarle ayuda. Terapia. La inscripción en un programa. Pasábamos noches en vela buscando respuestas en Internet, leyendo las historias de otros padres, descubriendo que no estábamos solos, pero no encontrábamos suficiente consuelo. Aún no sabíamos cuál era el mejor camino. Intentamos todo lo habitual, en diversos grados, pero los fracasos eran constantes. Gritos. Castigos. Chantajes emocionales. Y, cuando mejoraba su comportamiento, recompensas. «Si apruebas el examen de matemáticas, te compro un iPod nuevo». Le inculcamos culpas. Yo le dije que sus actos estaban matando a su madre. Donna le dijo que lo que estaba haciendo era matar a su padre.

Pero debía de haber una parte de nosotros que pensaba (sé que, en mi caso, era así) que, aunque, las cosas tenían mala pinta, no iban tan mal. Durante su adolescencia, millones de chavales se metían en líos y salían airosos. Yo no me drogaba mucho cuando era adolescente; toda mi ambición semanal era una buena papelina. De alguna manera, yo había conseguido sobrevivir.

Nos estábamos engañando.

Qué estúpidos fuimos.

Deberíamos haber hecho más y deberíamos haberlo hecho antes. Eso me carcomía un día tras otro, y a Donna también, y yo lo sabía. Nos culpábamos a nosotros mismos, y, por momentos, nos culpábamos el uno al otro.

«¿Por qué no hiciste nada?».

«¿Yo? ¿Por qué no hiciste nada tú?».

En el fondo, yo estaba convencido de que la culpa era más mía que de ella. Scott era un chico. Yo era su padre. Debería haber podido comunicarme con él, ¿o no? ¿No debería haber sido capaz de conectar con él de una forma que Donna no podía? Y, para hacerlo entrar en razón, ¿no debería haber sido capaz de aprovechar las habilidades de las que me había dotado mi carrera anterior?

Leer el periódico sin asimilarlo de verdad, mirar la televisión sin tener ni idea de lo que estaba viendo, terminar la cerveza y volver a la cocina a por otra… Me llevó casi dos horas pasar por todo ese proceso y repetirlo. Supuse que, para entonces, Donna estaría dormida de verdad y no tendría que fingir.

Y así era.

Cuando subí las escaleras, la única luz encendida era la del cuarto de baño de nuestro dormitorio. Si yo hubiera subido antes, Donna habría tenido los ojos cerrados, de todos modos, pero habría estado fingiendo. Uno no podía pasar veinte años con otra persona y no saber cuándo estaba durmiendo de verdad y cuándo estaba tratando de engañarte. Pero ¿qué más daba? Tampoco iba a reclamárselo. Ese era el juego al que jugábamos por aquel entonces: «fingiré dormir para que no te sientas mal por no hablar conmigo».

Me desnudé en el baño, me lavé los dientes, apagué la luz y me metí bajo las sábanas en silencio, junto a ella, espalda con espalda. Me preguntaba cuánto duraría eso, cómo acabaría y si algo podría ayudarnos a seguir adelante.

Todavía la quería. Igual que el día en que nos conocimos.

Pero no hablábamos. No sabíamos qué decirnos. Y no había nada que decir, porque los dos estábamos pensando en la misma cosa, algo demasiado doloroso como para ponerlo en palabras.

Me imaginé dando el primer paso: me doy la vuelta, me acerco y la rodeo con el brazo. No digo nada; al menos, al principio. Imagino el calor de su cuerpo mientras la abrazo. Siento su pelo en mi cara.

Lo imaginaba tan perfectamente, que era como si estuviera sucediendo.

Me quedé despierto durante algún tiempo, mirando el techo y el reloj digital en la mesilla de noche. Dio la una, dieron las dos.

La culpa no era nuestra.

No toda.

Parte de ella, por supuesto, había sido de Scott. Claro, era un niño, pero tenía edad suficiente para entender.

Sin embargo, había alguien más. Y no me refiero a los chicos de Cleveland. Tampoco a los chicos de Griffon que pudieron haberle vendido la marihuana y el licor.

A quien yo quería encontrar era a quien le había dado la 3,4-metilendioximetanfetamina. Lo que el resto del mundo conocía como éxtasis.

Eso fue lo que arrojó el informe toxicológico.

Era obvio que eso había sido lo que había hecho creer a Scott que podía volar.

Estaba dispuesto a rastrear al tipo que le había proporcionado esa última dosis fatal.

Todos teníamos mucho por lo que responder, pero ese hijo de puta, en lo que a mí respectaba, había sido quien había apretado el gatillo.

4

Por la mañana, la mujer entra en el dormitorio con una bandeja.

—Hola —le dice al hombre, que sigue bajo las sábanas.

Él se incorpora, apoyado en los codos, y observa el desayuno que la mujer le está dejando en la mesilla de noche.

Mira los huevos casi con desconfianza.

—Revueltos —dice.

—Como te gustan. Bien hechos. Deberías comértelos antes de que se enfríen.

Él saca las piernas de debajo de las sábanas y se sienta en el borde de la cama. Lleva un pijama descolorido de franela blanca con rayas azules. El pantalón está raído por las rodillas.

—¿Cómo has dormido? —pregunta la mujer.

—Bien —dice él. Coge la servilleta y la extiende sobre su regazo—. No te he oído cuando te has levantado.

—Me he levantado sobre las seis, pero he andado de puntillas por la cocina para no molestarte. ¿Has renunciado a tu afición?

—¿Qué? ¿Qué quieres decir con eso?

—¿Dónde está tu librito? Suele estar ahí. —Señala la mesilla de noche.

—Escribo cuando ya te has ido —dice él. Pone el plato encima de la servilleta, lo apoya en las rodillas y toma el primer bocado—. Buenos huevos.

La mujer no dice nada.

—¿Quieres sentarte?

—No, tengo que ir a trabajar.

Coge una tira de beicon y la hace crujir de un mordisco.

—¿Necesitas ayuda?

—¿Ayuda con qué?

—En el trabajo. Podría ir a ayudarte.

Él mastica el tocino y traga.

—Estás confundido —dice ella—. Tú ya no trabajas.

—Solía hacerlo.

—Disfruta de tu desayuno.

—Yo podría ayudar, de verdad. Sabes que soy bueno con los libros. Lo entiendo todo.

La mujer suspira. ¿Cuántas veces han tenido esta conversación?

—No —responde.

El hombre frunce el ceño.

—Me gustaría que las cosas fueran como antes.

—¿A quién no? —dice la mujer—. Me gustaría volver a tener veintiún años, pero desearlo no lo convierte en realidad.

Él sopla el café y le da un sorbo.

—¿Cómo está el día?

—Hace bueno, creo. Anoche llovió.

—Me gustaría salir, aunque esté lloviendo —comenta el hombre.

Ella ya ha tenido suficiente.

—Cómete el desayuno. Antes de irme, volveré a por la bandeja.

5

Había quedado de verme en la tienda con Fritz Brott, propietario de Brott’s Brats, el negocio cárnico de Tonawanda que había estado vigilando durante un par de días. En la trastienda, tenía un despacho donde podíamos hablar en privado.



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