No más soledad - Joan Elliott Pickart - E-Book
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No más soledad E-Book

Joan Elliott Pickart

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Beschreibung

El desconocido que estaba en el umbral juraba que pertenecía a su familia: era el hermano del hombre que le había roto el corazón y la había dejado embarazada de gemelos. Antes de que pudiera darse cuenta, el tío Mack Marshall se había ganado el cariño de sus hijas y la había hecho sentirse toda una mujer. Pero las experiencias del pasado habían enseñado a Heather que en el amor siempre se salía perdiendo, y aunque Mack quisiera establecer lazos familiares, no parecía de los que se quedaban... Él era famoso en todo el mundo por conseguir siempre a las mujeres más bellas. Ella llevaba ropa de segunda mano, aprovechaba hasta el último centavo y no había salido con nadie desde hacía mil años. No podían ser más diferentes. Pero sentían que una fuerza irresistible los unía. Heather ya había pasado por todo aquello con un miembro de la familia Marshall. ¿Sería Mack otro rompecorazones... o el marido con el que había soñado toda su vida?

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Seitenzahl: 255

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Joan Elliott Pickart

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

No más soledad, n.º 208 - agosto 2018

Título original: Single With Twins

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-882-6

Prólogo

EL HUMO de los edificios en llamas espesaba el aire, que, cosa extraña, olía a naranjas. Hasta sabía raro, como a polvo, a madera calcinada... y a miedo.

Las balas impactaban en el muro bajo y macizo con una cadencia enloquecedora mientras Mack Marshall permanecía agazapado junto a un hombre y una mujer, ya ancianos, que se aferraban el uno al otro, temblando de miedo.

—Aguanten —dijo Mack—. Ahí fuera saben que estamos atrapados. Mandarán a alguien para que nos cubra y entonces podremos salir corriendo.

La pareja miró a Mack con ojos asombrados, llenos de terror. Por sus caras comprendió que no habían entendido ni una palabra de lo que había dicho.

«Maldita sea», pensó Mack. Esa vez la había pifiado de verdad. Los demás fotógrafos se habían retirado. ¿Y él? Él no, claro. Siendo como era Mack Marshall, tenía que acercarse más, sacar unas cuantas fotos exclusivas más, forzar la suerte hasta el final. Una suerte que, evidentemente, se le estaba agotando muy, muy aprisa.

Podía morir allí. Podía acabar con el cuerpo lleno de agujeros y morir en el polvo, en aquel lugar olvidado de Dios; su sangre empaparía un suelo que pisotearían extraños y sería olvidada, como si nunca hubiera existido. Como si él nunca hubiera existido.

Maldición, podía morir allí... y nadie lloraría su muerte.

Mack sacudió la cabeza levemente, asqueado consigo mismo por aquellos pensamientos deprimentes, pero no había forma de escapar a la espantosa verdad. Sí, claro, tenía amigos diseminados por todo el mundo que lamentarían profundamente que Mack Marshall hubiera forzado demasiado su suerte y hubiera mordido el polvo.

Mack era un magnífico periodista gráfico, dirían alzando sus copas como tributo final al hombre inquieto que nunca iba sin su cámara al cuello y al que nunca faltaban palabras ágiles para describir lo que había visto.

Mack se merecía todos los premios que había recibido a lo largo de los años, dirían llenando de nuevo sus copas, pero, por la misma razón, también se merecía aquel final, por haber forzado continuamente su suerte hasta el extremo de lo absurdo.

«Por Mack. Alzad las copas, muchachos... El rey ha muerto. ¿Cuál de nosotros será su sucesor? Por Mack... ¿cómo se llamaba de apellido?... Ah, sí, Marshall. Mack Marshall... ¿Os disteis cuenta de que no había ningún familiar en el funeral?»

Ni uno solo.

No había nadie que llorara por él.

Una bala atravesó silbando el aire por encima de la cabeza de Mack, y este, sacado bruscamente de sus sombrías divagaciones, se agachó un poco más, maldiciendo en voz baja. La pareja de ancianos se abrazó más fuerte y cerró los ojos. Sus labios se movían con oraciones apenas musitadas.

—No —dijo Mack, zarandeando al hombre por los hombros—. Manténganse alerta, deben estar listos para escapar. No se rindan ahora. ¿Cómo van a ver las espléndidas fotografías que les he sacado si me abandonan ahora? Que no se diga que Mack Marshall no dio un paso más para conseguir la foto perfecta, la que le hace sobresalir sobre el resto. La foto que, esta vez, puede que le cueste la vida.

Los ancianos sacudieron la cabeza arriba y abajo con movimientos espasmódicos, ansiosos por aferrarse al sonido de la voz profunda de Mack, a cualquier cosa que les diera un ápice de esperanza.

De repente, Mack se puso tenso y achicó los ojos.

—Ahí está. ¿Lo oyen? —dijo—. Esa metralleta es de los buenos. Sí, puedo verlos allá arriba, en esa loma. Nos están cubriendo. Esta es nuestra última oportunidad —se agachó detrás de la pareja y les dio un empujón—. Corran. Ahora. ¡Vamos!

Los dos ancianos echaron a correr, encorvados, moviéndose tan deprisa como podían. Mack iba justo detrás de ellos, agazapado, con una mano sobre la espalda del viejo para impulsarlo hacia delante.

Tenían que llegar al edificio que había al otro lado de la calle, repetía sin descanso el cerebro de Mack. Vamos, vamos, vamos. Diez metros más. Cinco. Adelante, adelante, adelante. Ya casi estamos... Tres metros más y estarán a salvo y...

Una bala se incrustó en el hombro izquierdo de Mack. La fuerza del impacto lo hizo caer al suelo, de espaldas. Un dolor abrasador le sacudió todo el cuerpo, al tiempo que una cortina negra comenzaba a descender sobre él.

«¡No!», gritó su mente. Había visto unas manos amigas extenderse y meter a la pareja en el edificio. Él había estado a un paso de escapar del peligro.

¿Y ahora iba morir? ¿Allí? ¿En el polvo? Solo tenía treinta y siete años. ¿Iba a morir en una aldea remota de un país del que la mitad de la población del mundo ni siquiera había oído hablar? ¿Iba a morir solo, sabiendo que cuando las últimas palabras fueran pronunciadas sobre su ataúd, nadie lloraría por él?

¡Noooo!

Entonces todo se volvió negro.

Capítulo 1

Dos meses después

HEATHER Marshall se recostó en la silla, delante del ordenador, e hizo girar la cabeza en círculos intentando relajar los músculos agarrotados del cuello. Finalmente lo dejó por imposible y dirigió su atención a la hilera de números que aparecía en el monitor.

Asintiendo, satisfecha, guardó los cambios y cerró el programa. Un momento después apagó el ordenador y lanzó un suspiro, sintiendo que un reparador silencio colmaba el dormitorio al acallarse el zumbido del aparato después de otro día de trabajo.

Se puso en pie y miró, anhelante, la cama doble que parecía invitarla a acurrucarse entre las sábanas limpias.

—Volveré —le dijo a la cama, apuntando un dedo en el aire.

Salió de la pequeña habitación y recorrió el corto pasillo hacia el cuarto de estar, con destino a la cocina, donde empaquetaría el almuerzo que llevarían las niñas al colegio al día siguiente. Las bolsas de papel marrón estarían esperando en la nevera cuando las gemelas se prepararan para, como siempre, salir corriendo en el último segundo con el fin de tomar el autobús escolar.

Cuando cruzaba el cuarto de estar sonó un golpe en la puerta de la calle. Heather se paró y miró el reloj.

Eran casi las diez, pensó, arrugando el ceño. ¿Quién demonios llamaría a la puerta a aquellas horas? A alguna de sus amigas del vecindario debía de haberle ocurrido una emergencia.

Heather se acercó a la puerta apresuradamente, pero vaciló al agarrar el picaporte.

«Tranquilízate y piensa», se dijo. Las personas que vivían en la docena de casas de aquella pequeña manzana miraban unas por otras, desde luego, formaban una especie de familia, pero ello no impedía que aquella parte de Tucson no fuera precisamente el orgullo y la alegría de la cámara de comercio de la ciudad.

Las casas eran pequeñas y viejas, y la gente que vivía en ellas tenía pocos ingresos, se las veía y se las deseaba para llegar a fin de mes, igual que ella. Era una zona con un alto índice de criminalidad y solo una ilusa correría a abrir la puerta a las diez de la noche sin saber quién estaba al otro lado.

Se acercó a la ventana delantera y miró por entre los visillos, chasqueando la lengua con fastidio al ver que la luz se había fundido otra vez, dejando su diminuto porche en la más completa oscuridad. Definitivamente, algo le pasaba al cable de aquella toma de luz que hacía que la bombilla se fundiera a los pocos días de haberla puesto.

Volvieron a llamar.

Heather se acercó a la puerta.

—¿Quién es?

—¿Señora Marshall? —dijo una voz de hombre—. ¿Heather Marshall? Sé que es tarde, pero vi la luz encendida y... me preguntaba si podía hablar con usted. Es muy importante, se lo aseguro.

Heather achicó los ojos y plantó las manos sobre las caderas.

—¿Viene vendiendo algo? —dijo—. ¿A las diez de la noche? No me interesa, gracias.

—No, no, no vendo nada —dijo el hombre—. Mire, me llamo Mack Marshall. Llevo semanas intentando localizarla y, ahora que lo he conseguido, no quisiera esperar hasta mañana para hablar con usted. ¿Ha oído bien mi apellido? Es Marshall. Somos parientes... en cierto modo. Se lo explicaré todo si abre la puerta.

¿«Marshall»?, pensó Heather, frunciendo el ceño. ¿Mack Marshall? ¿Y decía estar emparentado con ella? Eso era absurdo. Su difunto marido, Frank, no tenía parientes. Ni uno solo. Igual que ella, había estado solo en el mundo, una cosa más por la que decía que estaban hechos el uno para el otro.

—Se equivoca de Marshall —dijo Heather—. Mi marido no tiene familia. Buenas noches, señor Marshall. Espero que encuentre a quien busca.

—Espere —dijo el hombre—. Su marido se llamaba Frank. Obviamente, todo esto la sorprende tanto como me sorprendió a mí, pero le aseguro que soy medio hermano de Frank. Yo ni siquiera sabía de su existencia hasta hace unas semanas. Luego descubrí que había muerto hace siete años, pero que tenía mujer e hijos. Desde entonces he estado buscándola. Por favor, señora Marshall, ¿me permite hablar con usted?

¿Frank tenía un medio hermano llamado Mack?, pensó Heather, incrédula. ¿Se trataba de alguna especie de timo? No, eso era una estupidez. ¿Qué demonios iba a timarle aquel tal Mack Marshall? ¿Sus millones?

«Mmm», pensó, llevándose un dedo a la barbilla. ¿Qué debía hacer? Mack Marshall había picado su curiosidad. No todos los días, o no todas las noches, en ese caso, aparecía un pariente como surgido de la nada.

¿Por qué no había sabido Mack Marshall que tenía un medio hermano hasta hacía poco tiempo? ¿Y por qué tampoco había sabido Frank de la existencia de Mack?

Mmm. Lo mejor sería decirle al tal Mack que volviese por la mañana, cuando no se sintiera tan vulnerable como esa noche, sabiendo que fuera todo estaba oscuro como boca de lobo.

«Sí, ya», pensó Heather secamente. Y entonces se pasaría la noche dando vueltas en la cama, rumiando las preguntas sin respuesta al misterio que en ese momento esperaba en el porche.

—Está bien, me rindo —dijo, y abrió la puerta una rendija para mirar afuera.

«Maldita sea», pensó. Con aquel acto valeroso solo consiguió vislumbrar una persona alta, apenas silueteada en la oscuridad.

—La he asustado, ¿verdad? —dijo el hombre—. Lo siento mucho, señora Marshall. He esperado mucho tiempo para hablar con usted, así que volveré por la mañana si le parece mejor. Le aseguro que no era mi intención intranquilizarla. ¿Le viene bien que venga a hablar con usted mañana, a alguna hora en especial?

—Por el amor de Dios —dijo Heather, abriendo la puerta de par en par—, entre. Pero, se lo juro, si piensa venderme algo, lo echaré de aquí a patadas.

—Me parece justo —dijo el hombre, entrando en el cuarto de estar—. Se lo agradezco mucho.

Heather cerró la puerta y luego se dio la vuelta para echarle un vistazo a Mack Marshall.

Aquel hombre, pensó sintiendo que el corazón le daba un extraño vuelco, no podía ser pariente de Frank. Aquel hombre era sin duda el espécimen del género masculino más guapo y bien formado que había visto en sus veintisiete años de existencia.

Había que ver el sesgo cuadrado de su mandíbula, la línea recta de su nariz, sus labios perfectamente proporcionados respecto al resto de sus rasgos y... su pelo: un pelo abundante y negro que necesitaba un buen corte. Tenía unos ojos tan negros que apenas podían discernirse las pupilas.

Sus anchos hombros llenaban por completo la camisa de vestir azul pálido abierta por el cuello, y sus larguísimas piernas estaban enfundadas en pantalones de traje grises de buena calidad, y...

No, qué va. De eso nada. El tal Mack Marshall, o quienquiera que fuese en realidad, no podía ser hermano de Frank, ni medio ni entero. Frank apenas superaba el metro sesenta y cinco que medía Heather y, además, engordaba con solo mirar un trozo de tarta, con lo cual, a los pocos meses de casarse, había echado una barriga de considerable tamaño que le rebosaba por encima del cinturón.

Sí, Frank tenía los ojos muy negros, pero su pelo era castaño y escaso. Era tirando a guapo, de una forma común y corriente aunque agradable, y podía ser sumamente encantador cuando le venía en gana, pero...

Heather cruzó los brazos bajo los pechos y dio una golpecitos con el pie en el suelo.

—Creo que le he descubierto, señor Comosellame —dijo—. No se parece usted lo más mínimo a Frank Marshall, ni siquiera un poquito. No sé qué intenta conseguir aquí, pero no va a salirse con la suya. Le ruego que salga de mi casa. Ahora mismo.

Mack Marshall alzó ambas manos en un gesto de rendición. Luego bajó la mano izquierda hacia el costado. Sacó la cartera del bolsillo de atrás del pantalón con la mano derecha y la abrió.

—Mire mi documentación —dijo—. El carné de conducir expedido en Nueva York, la acreditación de prensa, el registro de votante, las tarjetas de crédito, todo lo que quiera. Soy Mack Marshall y su difunto esposo era medio hermano mío. En el coche tengo una carpeta llena de documentos si quiere más pruebas.

—¿Acreditación de prensa? —dijo Heather—. Espere un momento. Vamos a ver. ¿Me está diciendo que es usted el Mack Marshall que ha recibido un millón de premios por sus fotos? También ha publicado un libro. Lo vi en la biblioteca y lo leí de cabo a rabo, y era muy conmovedor, muy... ¿Ese Mack Marshall?

Él sonrió.

—Me confieso culpable.

De lo que tenía que confesarse culpable, pensó Heather, era de poseer, entre sus demás atributos, una sonrisa de infarto. «Olvídalo. Eso no importa en este momento.» Al parecer, Mack era verdaderamente medio hermano de Frank y, por motivos todavía por aclarar, se había empeñado en encontrarla.

Heather suspiró.

—He sido una maleducada y le pido disculpas. Por favor, siéntese. Se está haciendo tarde y mañana tengo que levantarme temprano, así que le agradecería que me explicara cuanto antes la razón por la que se ha tomado tantas molestias para encontrarme.

—Me parece muy bien —dijo él, asintiendo.

Mack esperó hasta que Heather se hubo acomodado en una mecedora antes de sentarse en el desvencijado sofá, frente a ella, al tiempo que recorría la habitación con la mirada.

«Este cuarto de estar entero», pensó, «cabría dentro del cuarto de baño principal de mi apartamento de Nueva York. Dios mío, qué sitio tan pequeño y tan feo». Pero estaba limpio y olía ligeramente a ambientador de limón. Heather Marshall se enorgullecía de su hogar, tal y como era.

¿Y la propia Heather? Era encantadora, de una forma fresca y natural. No parecía llevar maquillaje, tenía los ojos muy oscuros y el pelo, negro, recogido en una gruesa trenza.

Sus rasgos eran delicados, y los vaqueros descoloridos y la camiseta igualmente descolorida que llevaba le sentaban bien a su figura esbelta. Era una mujer muy bonita, su cuñada. ¿O era su medio cuñada, o su ex medio cuñada, ya que era la viuda de Frank?

—¿Por qué me mira así? —dijo Heather, sacando a Mack de sus pensamientos.

—Oh. Lo lamento —dijo—. Solo estaba intentando decidir cuál es su título oficial. Ya sabe, cuñada… o medio cuñada, o algo así. Pero no importa. Lo que importa es que al fin la he encontrado.

—¿Por qué? —dijo Heather, frunciendo el ceño—. ¿Qué tiene eso de importante, señor Marshall?

—Mack. Por favor, llámeme Mack, y yo la llamaré Heather. Al fin y al cabo, somos parientes.

—Volviendo a mi pregunta..., Mack —dijo Heather—, ¿por qué se ha molestado en buscarme?

Porque había estado a punto de morir en el polvo al otro lado del mundo, pensó Mack, y lo había perturbado profundamente darse cuenta de que no tenía familia, nadie a quien le importara lo bastante como para llorar en su funeral. Esa era la verdad, pero no iba a desnudar su alma delante de una mujer a la que no conocía.

—Yo, eh, inesperadamente me he encontrado con que tenía un poco de tiempo libre —dijo— y recordé que tenía unas cajas viejas que pertenecieron a mi difunto padre. Las había guardado en el trastero hace años y me había olvidado de ellas. Cuando por fin me puse a revisarlas, descubrí documentos que probaban que mi padre había estado casado brevemente antes de conocer a mi madre. De aquel primer matrimonio nació Frank. Por razones que solo mi padre conocía, nunca me dijo que había estado casado con anterioridad y que tenía un hijo mayor que yo. Decidí encontrar a Frank. Pero después de varias semanas buscando en vano, supe que había fallecido. Luego, por fin, la localicé a usted y a sus hijas. Y... —Mack se encogió de hombros— aquí estoy.

—Bueno, eso tiene sentido, supongo —dijo Heather—. Creo que yo haría lo mismo si de pronto averiguara que tengo un pariente que ni siquiera sabía que existía. Aunque no estoy segura de que seamos parientes en realidad, dadas las circunstancias.

—Usted es una Marshall —dijo Mack con firmeza—. Eso nos convierte en familia, al menos en lo que a mí respecta. Durante mis pesquisas también averigüé que no tiene usted parientes. Usted, Melissa, Emma y yo somos... el contingente completo del clan Marshall.

—¿Sabe los nombres de mis hijas? —dijo Heather, alzando la voz ligeramente.

Mack asintió.

—Y cuándo es su cumpleaños. Y también sé la fecha de nacimiento de usted y... —frunció el ceño—. No parece muy entusiasmada con lo que acabo de decirle.

—Bueno, en fin —dijo Heather, alzando las manos—, ¿cómo se sentiría usted si un perfecto desconocido apareciera en su puerta y procediera a informarlo de que no solo es pariente suyo sino que además lo sabe todo sobre usted? ¿Qué más ha averiguado? ¿Cuándo fui por última vez al dentista? ¿Qué clase de vehículo conduzco? ¿Qué más?

—Su coche tiene doce años —dijo Mack, y se aclaró la voz—. Lo siento, pero todos esos datos estaban delante de mí, en la pantalla del ordenador, y...

—Ha invadido mi intimidad, señor Marshall —dijo Heather—, y voy a denunciarlo ante... ante... No tengo ni la menor idea de ante quién voy a denunciarlo. Bah, esto es ridículo —hizo una pausa—. Mire, he tenido un día muy largo y estoy cansada. Creo que es mejor que se vaya.

—¿Puedo volver mañana? —dijo Mack, levantándose.

Heather se levantó y cruzó los brazos.

—La verdad, no sé de qué serviría. Sí, está bien, somos parientes, somos... somos familia, si se empeña en ello. Pero procedemos de mundos completamente distintos. Usted es un famoso periodista gráfico, un célebre trotamundos. Y yo soy una madre que trabaja de contable y tiene que rebañar hasta el último penique para mantener a sus hijas. No tenemos absolutamente nada en común. Nos hemos conocido, nos hemos saludado, pero no tenemos nada de qué hablar.

—¿Y qué hay de Frank? Me gustaría saber algo sobre mi medio hermano.

—Eso lo resolveremos en un minuto —dijo Heather, alzando los ojos al cielo.

—Heather, de veras me encantaría ver a sus hijas, tener la oportunidad de conocerlas..., y a usted también. Ustedes son la única familia que tengo y... bueno, yo soy la única familia que ustedes tienen. ¿No significa eso nada para usted?

—No. Sí. Bueno, no lo sé —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Todo esto es un lío. Tengo que pensar seriamente en qué es lo mejor para mis hijas. Nuestra familia, a todos los efectos, está compuesta por las personas del vecindario. Alquilé esta casa justo después de que nacieran las niñas y desde entonces nadie se ha mudado de esta calle. Nos preocupamos los unos por los otros y... no quiero confundir ni perturbar a mis hijas diciéndoles: «Eh, ¿sabéis qué? Tenéis un tío, o un medio tío, o lo que sea. Decidle hola a Mack, chicas, antes de que se vaya por esos mundos de Dios y no volvamos a verlo». ¿Para qué turbar así su apacible y sólida existencia? —Heather sacudió la cabeza—. Lo siento. Me ha pillado por sorpresa y no me estoy comportando como debiera. Le pido disculpas por ser tan desconsiderada, pero debo pensar en lo mejor para mis hijas.

Mack asintió lentamente.

—Lo comprendo, pero tal vez la ayude a tomar una decisión si le digo que no pienso salir de viaje durante algún tiempo. Trabajo por mi cuenta y me he tomado unas... largas vacaciones. Le aseguro que estaré por aquí al menos unas cuantas semanas.

—Ah —dijo Heather—. ¿La gente con sus ingresos no suele irse de vacaciones a sitios más exóticos que Tucson, Arizona?

—No si descubren que la única familia que tiene está en Tucson, Arizona —dijo Mack tranquilamente, mirándola a los ojos—. Quiero... Necesito... conectar con usted y sus hijas, Heather. Espero que me conceda ese privilegio.

«No puedo respirar», pensó Heather de repente. El suave y profundo timbre de la voz de Mack, combinado con sus hipnóticos ojos negros, le había arrebatado el aliento del cuerpo.

Mack Marshall era tan alto, tan poderoso, tan abrumadoramente masculino, que su sola presencia parecía llenar la habitación hasta los topes, sin dejar espacio para ella ni aire que respirar.

Ay, aquello daba miedo. Y, sin embargo, en algún lugar profundo de su ser, había también un zumbido de excitación. Una creciente conciencia de su feminidad que no se parecía a nada que hubiera experimentado antes.

No, no quería volver a ver a Mack, no quería que fuera a su casa, que se acercara a ella, que la turbara, dejándola sin asideros. No.

—¿Heather? —dijo Mack—. ¿Puedo volver mañana? Dígame una hora y aquí estaré. Por favor.

—A las tres —se oyó decir Heather a sí misma, y luego sacudió la cabeza, asombrada por su respuesta. Suspiró, derrotada—. Las niñas vuelven del colegio sobre las dos y media. Se lo explicaré todo mientras meriendan, luego llegará usted y... Oh, cielos, espero estar haciendo lo correcto.

—Lo está haciendo, créame —dijo Mack, sonriendo—. Gracias, Heather, no sabe cuánto se lo agradezco. Nos veremos mañana por la tarde, a las tres en punto. Buenas noches.

Mack tendió la mano derecha hacia Heather y esta se quedó mirándola un momento antes de estrechársela. Él le apretó la suya con firmeza, pero no la soltó inmediatamente.

—Gracias otra vez —dijo.

Heather asintió y se dijo que debía apartar su mano, pero no lo hizo.

Calor, pensó. Un extraño calor le subía por el brazo y por los pechos, que notaba pesados y palpitantes. Podía sentir la aspereza de la mano callosa de Mack, tan grande que cubría totalmente la suya. Había poder en aquella mano, que, sin embargo, sujetaba la suya con la suavidad justa y, cielo santo, aquel calor...

Heather apartó la mano y confió en que Mack no notara el suspiro entrecortado que lanzó a continuación.

Él se dio la vuelta y se acercó a la puerta, y Heather lo siguió para cerrarla.

—Hasta mañana —dijo él.

—Sí —dijo ella. Su voz era apenas un susurro.

Mack salió de la casa y Heather cerró la puerta con llave tras él. Luego apoyó la frente en la madera astillada.

¿Cómo era posible, pensó, que una simple llamada a la puerta pudiera poner su mundo patas arriba?

«Eh, Heather, no dramatices tanto», se reprendió mientras se dirigía a la cocina para preparar el almuerzo de las niñas. Cualquiera se quedaría un poco aturdido si de repente un extraño apareciera en su puerta y dijera que era un pariente perdido.

Su mundo no estaba patas arriba. Sencillamente había cambiado un poco, como consecuencia de la llegada de Mack Marshall. Podía hacerse cargo de la situación. Solo necesitaba un sueño reparador y, a la luz del nuevo día, podría valorar lo ocurrido con ecuanimidad.

—Sí, ya —dijo secamente mientras abría la puerta de la nevera—. Si es así, entonces ¿por qué tengo la extraña sospecha de que, desde las tres de la tarde de mañana, mi vida nunca volverá a ser la misma?

Capítulo 2

MACK masculló unas cuantas palabrotas, apartó las mantas de la cama y cruzó la habitación hacia el cuarto de baño.

Quitó el envoltorio de papel con el membrete del hotel de uno de los vasos, llenó este de agua y se tragó la píldora que el médico le había recetado cuando salió del hospital de Nueva York.

Había decidido afrontar el dolor del hombro sin tomar nada más fuerte que una aspirina, se recordó, malhumorado, mientras volvía a la cama. Pero esa noche había dado tantas vueltas que la herida había empeorado, y no podría dormir mientras lo atormentara aquel dolor palpitante.

Suspiró y se dijo con firmeza que debía relajarse, vaciar su mente y dormir un poco. Estaba agotado y, para colmo, sufría de jetlag.

Su médico no se había mostrado muy complacido cuando le dijo que pensaba marcharse a Arizona. Le había recordado que aún no estaba recuperado del trauma que había sufrido, que su nivel de energía estaba bajo mínimos y que la herida misma no había curado del todo.

Mack había asentido juiciosamente mientras el médico le expresaba su preocupación, y luego le había contestado que no podía posponer más el viaje y que se marchaba al día siguiente.

Y allí estaba, pensó, en la calurosa y polvorienta ciudad de Tucson, habiendo dado el primer paso de su misión. Había conocido a Heather Marshall.

—Heather —musitó. Bonito nombre. Bonita mujer. En realidad, podría ser asombrosamente bonita si se pusiera un vestido de noche elegante, un poco de maquillaje y unas cuantas joyas, y se dejara el pelo suelto.

Mack frunció el ceño en la oscuridad.

Estaba transformando mentalmente a Heather en una de las mujeres con las que solía salir, una de esas chicas ricas de la jet set que llevaban solo lo más elegante y esperaban que las invitaran a cenar en locales de cinco tenedores. Estaba colocando automáticamente a Heather en un escenario social que, obviamente, no era el de ella.

¿Por qué lo hacía? Quizá porque eso le producía una sensación de seguridad, al saber qué podía decirle a la mujer en cuestión, cómo halagarla y hacerla sentirse especial. Cosa que se le daba muy, muy bien, y que el número de mujeres que esperaban ansiosamente su regreso a Nueva York probaba con creces.

Pero y ¿Heather Marshall? Ella pertenecía a un mundo completamente distinto. Vivía en una destartalada casita, en un barrio poco recomendable, y llevaba ropa tan usada que casi carecía de color.

Y, además, era madre. ¿Conocía él a alguna mujer que fuera madre? No, seguramente no. ¿De qué hablaba uno con una madre después de decirle lo guapos que eran sus niños? ¿Y qué demonios le decía uno a dos gemelas de seis años?

Necesitaba imperiosamente conectar con Heather y sus hijas, pero era tan ajeno a su mundo que le parecía un imposible. Tenía que haber algo, algún terreno común que pudiera encontrar, como... Demonios, ¿como qué?

Mack volvió a arrugar el ceño sintiendo de repente un hormigueo en la palma de la mano derecha, y recordó lo delicada y femenina que le había parecido la mano de Heather al estrechársela. En aquel momento, la había visto como mujer, había sentido una punzada de... de deseo, suponía, al agarrar su mano y contemplar la hondura de sus hermosos ojos negros.

Ah, ese sí era un terreno que conocía a la perfección. El sexo, la satisfacción física, saludable y atávica. Pero las mujeres con las que asociaba el sexo estaban en su misma onda. Sin ataduras ni compromisos. Así se había comportado toda su vida adulta, y las cosas le habían ido bien, sin que ninguna mujer se hubiera quejado nunca.

Pero no había forma humana de que Heather Marshall bajara a aquel terreno. Ni una sola posibilidad. Ella representaba el hogar, la familia, la maternidad. Seguramente hasta hacía tartas de manzana.

No, el terreno común entre Heather y él no podía ser una cama. Probablemente, si lo insinuaba siquiera, la puntillosa señora Marshall le metería otra bala en el hombro sano.

Cielos, qué complicado era todo. Estaba decidido a cimentar una relación familiar con Heather y sus hijas. Tenía que hacerlo, lisa y llanamente. Cuando recordaba que, creyendo estar al borde de la muerte, se había dado cuenta de que a nadie le importaba realmente, se le helaban las entrañas. No quería volver a vivir aquella aterradora sensación de soledad. No, nunca jamás.

Heather y las niñas constituían su único vínculo familiar, porque desde luego no pensaba casarse y tener hijos propios. No, de eso nada. Aquello no era para él, muchas gracias.

Establecería firmemente su papel de... de tío, suponía. Afirmaría su lugar en aquella unidad familiar mientras se recuperaba de la herida del hombro. Así, la próxima vez que estuviera al otro lado del mundo, sabría que pertenecía a algún lugar.

Sabría que, si moría, Heather, Emma y Melissa llorarían por él.

¿Era aquello mucho pedir en la vida?, ¿saber que había alguien... una familia, su familia, a quien le importaba? No, no creía que fuera una aspiración descabellada, pero tendría que ganarse su cariño de algún modo.

¿Cómo iba a hacerlo si ni siquiera sabía de qué podía hablar con una madre y sus hijas?

La píldora que había tomado empezó a atenuar el dolor de su hombro, y su mente fue nublándose poco a poco, gracias a la medicación y la falta de sueño.

Tenía hasta las tres de la tarde para encontrar un modo de conectar con Heather y las gemelas. Se le ocurriría algo... de alguna forma. Él era un hombre inteligente que estaba... afrontando... un nuevo... desafío, nada más. Se... se le ocurriría algo. Seguro... antes de las tres... de la tarde... Seguro...

Mack se durmió al fin, sin darse cuenta de que había cerrado levemente la mano derecha para retener el calor de la delicada mano de Heather.

Heather estaba sentada frente a Melissa y Emma, a la pequeña mesa de la cocina, mirando a las gemelas engullir su merienda a base de leche y galletas de chocolate caseras.