2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Él siempre conseguía lo que quería y lo que quería era… ella La organizadora de bodas Maggie Jenkins no quería casarse… Bueno, sí quería, pero estaba gafada para el matrimonio. Cada vez que una Jenkins se enamoraba, acababa con el corazón roto. Estaba claro que no estaba destinada a pasar por el altar, excepto para organizar la boda de un familiar del empresario Luke St. John, un hombre tan sexy que Maggie se olvidaba hasta de su nombre cada vez que lo veía. A Luke le encantaban los retos y ahora se había empeñado en conseguir que la irresistible organizadora de bodas se convirtiera en su esposa. A medida que se acercaban las navidades y la atracción que había entre ellos se descontrolaba más y más, las campanas de boda parecían sonar con mayor nitidez. ¿Conseguiría convencerla de que no estaba gafada y celebrar una boda navideña?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 169
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Joan Elliott Pickart. Todos los derechos reservados.
UNA NOVIA POR NAVIDAD, Nº 1492 - marzo 2012
Título original: A Bride by Christmas
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-575-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Luke St. John subió lentamente los escalones de piedra de la iglesia, maravillándose ante el intrincado tallado de la puerta.
Era una estructura majestuosa y podía entender que su hermano y Ginger hubieran elegido casarse allí al día siguiente. Llevaban meses planeando el evento y, según Robert, Ginger había cambiado tantas veces de opinión sobre los colores, las telas, el catering y miles de detalles más que la organizadora de la boda debía estar a punto de estrangularla.
Luke sonrió mientras empujaba la pesada puerta de madera.
Ginger Barrington era una chica encantadora, aunque un poquito frívola, que había recibido un cheque en blanco de su padre para organizar la boda de sus sueños. Y había elegido nada menos que siete damas de honor para el extraordinario evento.
En fin, la gente del círculo social de los Barrington–St. John estaba acostumbrada a ese tipo de extravagancias. Lo importante era que Ginger y Robert estaban muy enamorados.
Era curioso, pensó Luke. Había sentido una punzada de envidia en más de una ocasión al verlos tan enamorados. Eso lo sorprendía. Él nunca había tenido intención de casarse, pero…
Luke sacudió la cabeza, mirando el reloj. Llegaba pronto para el ensayo, pero había tenido una reunión en esa zona de la ciudad que terminó antes de lo previsto y, como estaba cerca de la iglesia, decidió pasarse por allí para relajarse un poco antes de que llegaran los demás.
El eco de sus pasos resonaba en el edificio vacío hasta que eligió un banco para sentarse. Mientras esperaba, se dedicó a admirar los altos techos y las exquisitas vidrieras.
Entonces vio que se abría una puertecita a un lado del altar y que de ella salía una mujer con una caja de cartón en las manos. Luke la observó mientras se acercaba al primer banco y sacaba de la caja un lazo de satén amarillo.
Entonces sintió un ligero dolor en el pecho y se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
«Qué curioso», pensó, no le había pasado nunca.
Sorprendido, se inclinó hacia delante, apoyando los brazos en el respaldo del otro banco, y se quedó observándola.
Era preciosa. No, ésa no era la palabra que buscaba. «Preciosa» era el calificativo que buscaban las mujeres con las que él solía salir: mujeres perfectas, con vestidos perfectos, peinados perfectos y maquillajes perfectos que variaban poco de una a otra.
No, aquella mujer que estaba colocando un lazo de satén amarillo en el banco era… guapa. Sí, ésa era la palabra. Guapa y natural, como un soplo de aire fresco. Era un rayo de sol en un día nublado, alguien real. Y estaba seguro de que no llevaba ni gota de maquillaje.
Su cabello rubio, naturalmente rizado, caía suavemente sobre sus hombros y tenía los ojos grandes y castaños. Ojos de gacela. Unos ojos muy bonitos. Llevaba un sencillo vestido de algodón rosa que le quedaba de maravilla.
Y mirándola Luke sintió algo… no sabía qué. Pero su corazón estaba latiendo con una fuerza inusitada. Nunca le había pasado algo así. Nunca. Aquella mujer había provocado un impacto en él que le resultaba absolutamente extraño.
Luke siguió mirándola mientras ponía un lazo de satén verde menta en el siguiente banco y en los dos del otro lado para dejar claro que aquellos cuatro eran para la familia de los novios.
Debía ser la organizadora de la boda a la que Ginger estaba volviendo loca. Parecía muy joven para tener un título tan ostentoso… veinticuatro o veinticinco años a lo sumo. De modo que, con treinta y dos, Luke no era demasiado mayor para ella. Bien. Eso estaba bien.
Pero… ¿organizadora de bodas? ¿Por qué alguien se dedicaría a un oficio así? ¿Porque su propia boda había sido tan maravillosa que quería compartir eso con otras personas? No. Imposible. Ella no estaba casada. Se dedicaba a organizar bodas porque era una mujer romántica y un poco anticuada que adoraba las ceremonias matrimoniales y a quien se le daba de maravilla encargarse de un millón de cosas al mismo tiempo.
Sí. Eso estaba mucho mejor.
Tenía que conocer a esa mujer, pensó Luke. Tenía que oír su voz y mirar de cerca aquellos ojos increíbles de gacela. Tenía que conectar con ella de alguna forma antes de que desapareciera. Tenía que…
Tenía que controlarse, pensó entonces. No sabía qué le pasaba, pero daba un poco de miedo.
Entonces oyó voces en la puerta y se levantó. Justo en ese momento ella se daba la vuelta y, al verlo, dio un paso atrás, sobresaltada.
–Perdone, no quería asustarla. He llegado temprano y me he sentado ahí… –Luke se detuvo a su lado, la miró a los ojos y se olvidó por completo de lo que estaba diciendo.
–Yo… –empezó a decir ella–. Yo soy…
«¿Quién soy?». «Dios Santo, qué ojos». Aquel hombre tenía unos ojos oscuros en los que cualquier mujer podría ahogarse sin querer escapar siquiera. Y esa voz. Tan masculina, tan ronca… Y, sin embargo, parecía acariciarla, haciéndola estremecer de arriba abajo…
Era alto, de hombros anchos, largas piernas, facciones muy masculinas y un pelo negro y espeso. Parecía un modelo.
–¿Quién es usted? –preguntó Luke.
–¿Qué? Ah, sí, claro, soy Maggie Jenkins, la organizadora de la boda. Soy la propietaria de una empresa que se llama Rosas y Sueños, que está haciéndose una buena reputación como organizadora de bodas porque eso es lo que hago… organizar… bodas. Y también estoy diciendo tonterías, así que olvídelo. Ahora mismo estoy un poco cansada y no sé lo que digo. ¿Y usted es?
«Un admirador», pensó Luke, con una sonrisa en los labios. Maggie Jenkins. Maggie. Le gustaba su nombre. Le sentaba bien, de verdad. Maggie Jenkins, que no llevaba alianza. Afortunadamente.
–Luke St. John, el hermano del novio y su padrino.
–Ah, encantada de conocerlo –dijo Maggie, apartando la mirada–. Bueno, parece que ya han llegado los demás. Será mejor que vaya a saludar a todo el mundo y empecemos el ensayo porque después tenemos que ir al restaurante… para el ensayo de la cena. Perdone.
Luke se volvió para mirarla, pero no se acercó al grupo. Aún no. Se quedó allí, admirando a Maggie Jenkins, la organizadora de la boda.
Maggie contuvo un bostezo de fatiga mientras se obligaba a sí misma a sonreír.
¿Qué era aquel calor que sentía en la espalda?, pensó de repente. ¿Era Luke St. John mirándola con esos ojos suyos?
«Maggie, calma», se dijo a sí misma.
Se había portado como una colegiala. Pero había reaccionado así porque estaba agotada, se dijo. Y aquel hombre tenía un magnetismo especial, además. Cuando estuviera descansada vería a Luke St. John como un hombre normal. Muy guapo, pero normal.
–Hola a todos –los saludó alegremente.
–Hola, Maggie –sonrió Ginger–. Qué emoción, ¿verdad? Mañana es el gran día. Casi no me lo puedo creer.
«No eres la única», pensó Maggie, mirando a la rubita de piel dorada que, aquel día, llevaba un traje de seda color azul pavo.
–¿Has encontrado las almendras recubiertas de yogur de limón y menta para el cóctel?
–Sí, las he encontrado –suspiró Maggie–. Pero sólo las vendían en bolsas de diez kilos y estaban mezcladas con almendras recubiertas de azúcar, de fresa… ¿Qué hago con las que me sobran? –preguntó, sin decirle que había estado seleccionando almendras hasta las dos de la mañana.
–No sé, haz lo que quieras –contestó Ginger–. ¿Dónde se ha metido mi amor? Ah, Robert, ahí estás, cariño. ¿Te das cuenta de que enseguida estaremos en Grecia? Tendremos todo un mes para… ¿qué pasa? No pareces un novio emocionado.
Robert, un atractivo joven que aún no había cumplidos los treinta años, con un pantalón de sport y una camisa sin corbata, le pasó un brazo por los hombros.
–Mi hermano no ha llegado todavía. No podemos ensayar sin el padrino.
–Estoy aquí –dijo Luke, acercándose al grupo.
–Voy a decirle al reverendo Mason que estamos listos para empezar el ensayo –sugirió Maggie entonces–. Está en la sacristía y me ha dicho que fuese a buscarlo cuando estuviéramos listos.
–Maggie, bonita, espera un momento –la llamó una joven–. He perdido tres kilos desde que me hicieron la última prueba del vestido. ¿Crees que deberían arreglármelo antes de mañana?
«Por encima de mi cadáver», pensó Maggie. «Ni lo sueñes, bonita».
–No creo que sea necesario, Tiffy –contestó, sin embargo–. Eso es lo bueno del vestido. Que no hace falta meter ni sacar nada porque la tela flota sobre el cuerpo. Te prometo que no tendrás que preocuparte.
«Bien dicho», pensó Luke, conteniendo una sonrisa. Maggie había solucionado el problema de la superficial jovencita como una profesional. Era muy interesante Maggie Jenkins.
–Mira el lado bueno del asunto, Tiffy –intervino otra de sus amigas–. Puedes comer todo lo que quieras en el banquete… y en la cena de ensayo de esta noche. Ya sabes que Ginger y la señora Barrington han elegido pasteles como para morirse. Come y disfruta.
–Sí, quizá tengas razón, Melissa Ann –murmuró Tiffy, pensativa.
«Bendita seas, Melissa Ann», pensó Maggie.
–Y no olvides las deliciosas almendras recubiertas de yogur de limón y menta –añadió Luke, sin disimular una risita–. Maggie, ¿de verdad has tenido que rebuscar entre una tonelada de almendras para encontrar las del color adecuado?
–Ningún detalle es demasiado pequeño para Rosas y Sueños –contestó ella, sin mirarlo.
Mientras se dirigía a la sacristía para buscar al reverendo, Luke se quedó mirándola, con una sonrisa en los labios.
–¿Luke? –lo llamó Robert.
–¿Sí? –murmuró él, distraído.
–¿Se puede saber qué te pasa? Estás ahí, de espaldas a todo el mundo… ¿Podrías ser un poco más sociable, por Dios bendito?
Luke se volvió hacia su hermano.
–Desde luego que sí. Perdona.
–¿Qué te pasa?
–Estoy impresionado con el trabajo que hace Maggie Jenkins. Es muy joven para dirigir una empresa como la suya. Y también es muy interesante que sea organizadora de bodas sin estar casada, ¿no te parece?
Robert se encogió de hombros.
–Yo se lo he preguntado –intervino Ginger–. Y me dijo que no todos los pediatras tienen niños. A Maggie le encanta el reto de hacer que una boda sea perfecta… y se encarga hasta del más mínimo detalle. Pero no quiere casarse. Me ha dicho que no tiene la menor intención.
Luke arrugó el ceño.
–¿Por qué?
–Pues no lo sé. No habría sido muy discreto preguntar, ¿no te parece?
–¿Por qué iba a ser indiscreto?
–De verdad, a veces creo que los hombres deberían hacer un curso de buenos modales –rió su futura cuñada–. Robert, cariño, ¿y si a la gente no le gustan las almendras recubiertas de yogur de limón y menta? ¿Crees que debería pedirle a Maggie que las cambie por almendras normales?
–No –contestó Luke–. ¿No has visto que la pobre tiene ojeras?
–Pues no, no me he fijado.
–Está agotada. Y seguro que en tus clases de buenos modales te han enseñado que hay que pensar en los demás.
–Pero bueno…
–Además, yo he estado en más eventos sociales, ya que soy mayor que tú, y te aseguro que a la gente le gustan mucho las almendras recubiertas de yogur.
–¿En serio? –preguntó Ginger.
–Te lo garantizo. Así que no le pidas a la pobre Maggie que las cambie.
–Bueno, si tú lo dices… ah, ahí está Maggie con el reverendo Mason. Será mejor que vaya a saludarlo.
Ginger se alejó por el pasillo y Robert se quedó mirando a su hermano.
–¿Ahora eres un experto en almendras? ¿De dónde ha salido eso? ¿Y por qué sabes que Maggie está agotada? ¿Qué te ha dicho: Hola, soy Maggie, y estoy hecha polvo?
–Soy abogado, Robert. Y un buen abogado aprende a observar con detalle a la gente.
–¿No me digas?
–Hay que encontrar cualquier cosa que pudiera ser importante para ganar un caso.
–A mí no me vengas con esas –rió su hermano.
–Sí, bueno… Olvídalo.
–Pareces muy protector con Maggie. ¿Por qué?
¿La conocías de antes?
–No, qué va. Acabo de conocerla ahora mismo –contestó Luke.
–Pues quién lo diría.
–¿Sabes una cosa? Me da cierta envidia tu relación con Ginger.
–¿Envidia, a ti?
–Os he visto enamoraros, empezar a organizar la boda, hacer planes para el futuro… Me alegro muchísimo por vosotros, pero admito que estoy un poco celoso.
–¿Tú? ¿Celoso de mí? –exclamó Robert, llevándose una mano al corazón–. No me lo creo. Tú tienes que quitarte a las mujeres de encima…
–No exageres.
–No exagero nada. Y siempre te han gustado las que sólo querían pasar un buen rato. Hay siete damas de honor que estarían encantadas, por cierto. Puedes elegir.
–No deberías hablar así de las mujeres, Robert.
–Era una broma, hombre.
Luke miró a Maggie, que estaba hablando con el reverendo Mason.
–De todas formas, las cosas han cambiado.
–Ya veo –murmuró su hermano, sorprendido.
El reverendo saludó a todo el mundo y empezó a explicar lo que debían hacer para que la ceremonia del día siguiente funcionase a la perfección.
–Muy bien. Ginger, ponte al lado de la puerta con tu padre y prepárate para avanzar por el pasillo detrás de las damas de honor…
–Oh, no –Ginger sacudió la cabeza–. No, no, no. No puedo hacer eso.
–¿Por qué no? –preguntó Robert, sorprendido. No habrás decidido que no quieres casarte conmigo, ¿verdad?
–No es eso, tonto –rió ella, dándole un beso en la mejilla–. Sabes que da mala suerte que el novio vea a la novia antes de la ceremonia, ¿verdad? Pues también da mala suerte que el novio y la novia ensayen juntos antes de la boda. ¿No sabías eso?
–Pues no, no lo sabía –contestó Robert, aliviado–. ¿Entonces qué?
–Tú y yo nos sentaremos ahí para observarlo todo tranquilamente. Pero otras dos personas deben hacer el papel de los novios.
–¿Qué personas?
–Pues… no lo sé. A ver, tu padre será el padrino y Luke puede hacer de novio. Y luego… –Ginger miró alrededor–. Maggie puede hacer de novia.
–Estupendo –dijo Luke, entusiasmado.
–A mí no me parece buena idea –objetó Maggie.
–¿Por qué?
–Porque yo tengo que… Tengo que quedarme al fondo para controlar que la novia camina con el paso adecuado, la distancia entre ella y las damas de honor…
–¿Cuál debe ser la distancia? –preguntó Luke.
–Deben dejar tres bancos por lo menos…
–¿Lo habéis entendido, chicas? Hay que dejar tres bancos de distancia.
Siete cabezas se movieron arriba y abajo.
–Hecho –sonrió Luke–. Ahora podemos ir detrás de ellas sin ningún problema.
–Pero…
–Excelente –la interrumpió el reverendo Mason–. Que todo el mundo ocupe su puesto, por favor. Los testigos del novio tienen que entrar los primeros. Las madres también. Ginger y Robert, sentaos cerca para poder observar.
–Pero… –intentó objetar Maggie de nuevo.
–Nos vemos ahora, futura esposa –dijo Luke, con una sonrisa en los labios.
–Pero…
–Vamos… Ginger –sonrió el señor Barrington, tomando la mano de Maggie.
Ella no quería ser la novia. Bueno, quería serlo, pero eso nunca iba a pasar. Ella no dejaría que pasara porque… No, ella no era una novia. Ni una novia de mentira ni una novia de verdad. No era una novia. Ni ahora ni nunca.
Y para empeorar las cosas, el novio fingido era Luke St. John, un hombre que la hacía olvidar hasta su propio nombre. Por favor, ella sólo quería irse a casa. En ese momento.
Todos, excepto Maggie, estaban charlando y riendo mientras ocupaban sus puestos. Pero se quedaron en silencio cuando el reverendo Mason levantó una mano. Estaba en el altar, al lado de Luke, con los testigos a un lado.
–La música del órgano acaba de empezar. Estamos listos para que las damas de honor empiecen a avanzar por el pasillo… así, muy bien. Eso es, separadas de la novia por tres bancos.
Cuando Tiffy empezó la procesión, el padre de Ginger se inclinó para hablarle a Maggie al oído.
–Espero que Ginger parezca más feliz que tú. Yo creo que esto es divertido, ¿no te parece?
–Ésa no es la palabra que yo elegiría, señor Barrington –murmuró ella.
–Pero tu novio es Luke St. John y está considerado un partidazo. Ahora mismo serías la envidia de todas las mujeres de Phoenix. ¿Eso no te hace sonreír?
–Pues no –contestó Maggie.
–Por favor, inténtalo. Mi hija es supersticiosa sobre todas estas tonterías y se subirá por las paredes si avanzas por el pasillo con esa cara tan larga. Recuerda que esto es una boda, no un funeral. Sonríe.
Maggie asintió con la cabeza mientras forzaba los músculos de la cara hasta que le dolieron las mejillas.
–Ahora parece que te han dado un pisotón –observó el señor Barrington.
–No se ponga exigente. No puedo hacer más.
–Pues para ser una organizadora de bodas tienes una actitud muy extraña. Me resulta fascinante.
No, más bien aterrador, pensó ella, que lo único que quería era irse a casa.
–Ahora empieza la Marcha Nupcial –anunció el reverendo Mason–. Dadle tiempo a la congregación para levantarse y volverse en vuestra dirección… y ahora, sí, aquí llega la novia.
Podía oír la Marcha Nupcial, pensó Luke. Podía oírla. Una parte de él sabía que eso era imposible, pero allí estaba, la maravillosa música llenando la iglesia.
Y en la puerta, caminando despacio del brazo del señor Barrington, estaba Maggie.
Su novia.
Era exquisita, encantadora. Su corazón latía como loco al mirarla y…
Maggie y el señor Barrington se detuvieron delante del reverendo.
–En este momento preguntaré: ¿quién entrega a esta mujer en matrimonio? Y usted, señor Barrington, debe responder: «Su madre y yo». Luego tomará la mano de su hija y la pondrá sobre la del novio.
–Su madre y yo –repitió el señor Barrington.
Sin pensar, Luke dio un paso adelante y alargó la mano para tomar la de Maggie. Cuando el señor Barrington la puso sobre la suya se miraron a los ojos y el tiempo se detuvo.
«Dios bendito», pensó ella, incapaz de apartar la mirada de aquellos ojos oscuros.
La mano de Luke era fuerte, pero delicada al mismo tiempo. Y el calor… El calor que transmitía esa mano subía por su brazo, por su pecho, girando por todo su cuerpo y haciendo que se ruborizase.
Tenía que recuperar su mano. Y lo haría. Enseguida.
Y tenía que dejar de mirar a los ojos de Luke. Y lo haría. Enseguida.
–Nos hemos reunido aquí –empezó a decir el reverendo Mason– para unir a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio.
Sí, pensó Luke, para eso exactamente estaban allí. Aquel hombre, él, y aquella mujer, Maggie, estaban a punto de unirse en santo matrimonio, a punto de convertirse en marido y mujer hasta que la muerte los separase.
Nunca en su vida se había sentido así. Experimentaba una sensación de paz que se mezclaba con el deseo, con el anhelo de hacer suya a esa mujer. El frío que siempre había sentido por dentro, y que ahora sabía era soledad, había desaparecido para nunca volver porque Maggie estaba allí.
Había esperado una eternidad para aquello, por ella, para encontrar a su alma gemela, pero la había encontrado. Maggie Jenkins.
Dios Santo, aquello era una locura, pensó, incapaz de borrar la sonrisa de sus labios. Él era un abogado que trataba con hechos, con pruebas, con cosas que eran o blancas o negras, con datos comprobados y… de repente se había visto lanzado, no había otra palabra para definirlo, a un nuevo mundo que abrazaba la romántica noción del amor a primera vista.
Sí, aquello era una locura. Una locura maravillosa. Y difícil de creer, pero él la creía con toda su alma, su cuerpo y su corazón.