Su gran secreto - Joan Elliott Pickart - E-Book
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Su gran secreto E-Book

Joan Elliott Pickart

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Beschreibung

Decididos a frustrar los planes de los casamenteros del pueblo, Lindsey Patterson y Cable Montana decidieron fingir que eran amantes. Consiguieron poner fin a las llamadas y a las visitas de "cortesía" de sus vecinos, aunque sucedió algo que no habían previsto; se enamoraron… La pasión era mutua, y Cable descubrió que seguía teniendo capacidad para amar, pero para conseguir traspasar todas las barreras de Lindsey, él tendría que descubrir sus secretos más oscuros…

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Joan Elliott Pickart

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Su gran secreto, n.º 1734- octubre 2018

Título original: Her Little Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-967-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Era un radiante día del mes de junio. Cable Montana iba conduciendo despacio por una solitaria carretera, y a través de las ventanillas de su Land Rover se filtraba una suave brisa impregnada con el aroma de las flores silvestres y de los pinos.

Su amigo Ben Rizzoli le había dicho que en Prescott, el pueblo de Arizona al que Cable había sido destinado temporalmente al jubilarse el anterior sheriff, todas las estaciones eran bonitas. No podría estar más de acuerdo. Después de un año y medio allí, no sentía la menor nostalgia de Nevada, donde había vivido hasta entonces.

Sí, estaba decidido a quedarse. Siempre y cuando la gente del pueblo lo votase un par de años más tarde para que se quedara, evidentemente. Y tenía esperanzas de que así fuera. Prescott le había dado una cálida acogida, no sólo como sheriff, sino también como vecino.

La vida le sonreía. Había hecho buenos amigos en el tiempo que llevaba allí, se sentía cómodo en la casa en la que estaba viviendo de alquiler, y en ese momento iba camino de la granja de perros donde iba a recoger al cachorro de pastor alemán que había decidido comprar.

—Tengo que pensar en un nombre para él —se dijo en voz alta—. Vamos a formar un gran equipo, como en esas viejas películas del Oeste.

Claro que en esas películas siempre había una bonita maestra de escuela a la que el sheriff cortejaba para ganarse su amor, y él, que había pasado por la pesadilla de un divorcio, no tenía la menor intención de volver a tomar ese sendero.

Sin embargo, estaba teniendo bastantes problemas para mantener a raya a las casamenteras del pueblo. En los dos últimos meses había sufrido una repentina avalancha de invitaciones a cenar en los hogares de distintos vecinos donde, curiosamente, siempre había alguna mujer soltera entre los convidados.

Además, varias ancianas del lugar se habían pasado por su casa y por la comisaría para llevarle pasteles o galletas caseros, diciéndole que la señorita tal o cual los habían hecho para ellas, pero que era mucho para ellas y que por eso habían decidido llevárselo a él. Luego, por supuesto, le hablaban maravillas de aquella señorita: de lo bonita que era, lo bien que cocinaba, lo hacendosa que era…

Pero eso no era todo. En las noches en las que él se había quedado de guardia en comisaría, habían recibido ya tres llamadas de esas mismas vecinas que aseguraban haber visto a alguien merodeando en torno a la casa de la señorita menganita, que vivía sola, y le pedían que fuese a comprobar que estaba bien.

Parecía que, dado que no lo habían visto salir con ninguna mujer desde su llegada, lo habían catalogado como un caso desesperado que necesitaba que le buscasen pareja, y aquello estaba empezando a hartarlo.

Cable apartó esos pensamientos a un lado al ver que ya estaba llegando al desvío que tenía que tomar, y unos minutos después estaba aparcando delante de una casa bien cuidada.

Se bajó del todoterreno y rodeó la vivienda para ir al patio trasero, donde estaban las jaulas de los perros. Su llegada hizo que varios de los animales comenzaran a ladrar, y tuvo que alzar la voz para que lo oyera la dueña del negocio, una mujer de mediana edad que estaba de rodillas en medio del patio, cepillando el pelo a un mastín.

—Hola, Gwen —la saludó con una sonrisa.

—Ah, hola, sheriff —le contestó ella, poniéndose de pie y sonriéndole también—. Su cachorro ya está listo para que se lo lleve. Le hemos dado un baño y está hecho un primor. ¿Ya ha pensado cómo va a llamarlo?

—Pues la verdad es que no —respondió Cable—. Va a ser mi compañero y necesita un nombre que… ¡eh, ya está!: Buddy; lo llamaré Buddy porque va a ser mi compañero.

Gwen se rió.

—¡Vaya, eso sí que es ser rápido! —le dijo—. ¿Le he dicho ya que Betty Lou, mi hija, va a volver a Prescott? Su divorcio ya es definitivo, y va a venirse a vivir conmigo y a echarme una mano con el negocio. Hay muchísimo trabajo, y desde que mi marido falleció cada vez se me hace más cuesta arriba el llevarlo yo sola.

—Ya veo.

—Betty Lou es una chica estupenda, ¿sabe? Es sólo que tuvo mala suerte con el hombre al que escogió para casarse. Tiene cuatro hijos, unos chicos adorables… y tan bien educados… En fin, a lo mejor le apetece pasarse un día por aquí a conocerla. Mi Betty Lou y usted deben tener la misma edad… y a los dos les gustan los perros. Seguro que harían buenas migas.

Oh-oh… A Cable no le gustaba nada el rumbo que estaba tomando aquella conversación.

—Vaya, qué tarde es —murmuró mirando su reloj—. ¿Podría ir a por el cachorro? Me encantaría quedarme a charlar, pero tengo que marcharme ya.

—Oh, por supuesto; no quiero entretenerlo —respondió la mujer—. ¿Lo pensará… lo de venir a conocer a mi hija, quiero decir?

—Claro, cómo no —contestó él.

Se daría como máximo cinco minutos para pensar en ello, y concluiría que «ni de broma».

Cuando Gwen se alejó para ir a buscar al cachorro, Cable sacudió la cabeza y suspiró.

—Montana… como esto siga así, van a acabar contigo —se dijo entre dientes.

 

 

A la mañana siguiente, Cable apareció por la comisaría exhausto tras una noche sin apenas pegar ojo, y con Buddy, su cachorro de ocho semanas, metido en una caja con el fondo cubierto por una mantita de algodón.

Mary Margaret Moore, la secretaria, que ya pasaba de los cincuenta y llevaba más de treinta en ese puesto, se levantó de su silla al verlo entrar con el perro.

—Oh, qué cosita más adorable —murmuró acariciándole la cabeza al animal.

—Bueno, a mí no me parecía tan adorable cuando eran las dos de la mañana y no me dejaba dormir —replicó Cable riéndose—. Lo puse en su cesta, pero no paraba de gimotear y al final tuve que dejar que se subiera a la cama conmigo.

—¿Ya tiene nombre?

—Lo he llamado Buddy. Voy a adiestrarlo para que sea mi compañero y me pareció que siendo tan pequeño no podía dejarlo solo en el jardín de casa mientras yo estoy fuera, así que lo he traído conmigo.

—Qué tierno. Estoy segura de que serías un padre estupendo —le dijo Mary Margaret—. Deberías tener unos cuantos críos. Además, seguro que se divertirían muchísimo jugando con este pequeñín —añadió acariciando de nuevo a Buddy—. Claro que antes tendrás que encontrar una esposa.

—No, gracias —respondió Cable—. ¿Alguna novedad por aquí?

—No muchas, pero te he dejado unos papeles en tu mesa para que les eches un vistazo cuando puedas —contestó Mary Margaret—. Oye, Cable… ¿Conoces a Kimberly Swanson, la dueña de la tienda de comida vegetariana?

Cable frunció el entrecejo.

—No. No me gusta la comida vegetariana.

—No te he preguntado si te gusta. Creo que deberías pasarte un día de éstos para conocer a Kimberly.

Cable entornó los ojos, suspicaz.

—¿Por qué me estás sugiriendo esto precisamente ahora, después de todo el tiempo que llevo aquí?

—Por nada. Es sólo que es tu deber como sheriff conocer a todos los vecinos, ¿no te parece?

—Dime una cosa, Mary Margaret… ¿me equivoco, o hay una especie de campaña en marcha entre las mujeres del pueblo para intentar emparejarme?

—Qué tonterías dices, Cable —le espetó ella, parpadeando con aire inocente—. Eres un hombre hecho y derecho capaz de organizar su vida social. Además, ¿de verdad crees que no tenemos nada mejor que hacer que buscarte pareja?

—Pues ahora que lo dices… algo así se me había pasado por la cabeza, sí —murmuró Cable—. En fin, estaré en mi despacho.

—Deberías pasarte por la tienda de Kimberly —le insistió Mary Margaret mientras se alejaba por el pasillo—. ¡No cierra hasta las dos!

Cable ni siquiera se molestó en volverse.

—Quizá cuando lleve aquí otro año y medio —le contestó con sarcasmo.

 

 

Durante las dos semanas siguientes la situación no mejoró, sino todo lo contrario. Hasta tres veces se habían presentado en su casa distintas jóvenes con un guiso casero porque imaginaban que con el «pequeñín» en casa no tendría tiempo para nada, y mucho menos para cocinar.

Cable les había dado las gracias, pero no las había invitado a entrar. Eso ni en broma.

Además, las tres le habían llevado lo mismo: estofado de atún con guisantes, y era un plato que detestaba.

Ir a sus casas para devolverles las fuentes en las que se lo habían llevado sería meterse en la boca del lobo, así que después de tirar el contenido las había lavado y guardado en un armario de la despensa, aplazándolo de momento.

También había recibido nuevas invitaciones a cenar, hasta cuatro, pero las había declinado todas, aduciendo que tenía tanto papeleo por hacer que estaba dedicándole tiempo fuera del horario de trabajo para ponerse al día.

Era evidente que estaba bajo un ataque organizado de las casamenteras de Prescott, y si las cosas seguían por el mismo camino acabaría por volverse loco.

De pronto parecía que todo el mundo tuviese una hija, una nieta, una sobrina, o una prima soltera a la que «tenía» que conocer porque era encantadora, hacendosa, la mejor cocinera…

Ese día, al volver del supermercado, se encontró con que Buddy, al que había dejado en el jardín, había estado escarbando al pie de un pequeño arbusto de lilas, y no sólo había desenterrado las raíces, sino que en ese momento estaba arrastrándolo con los dientes por una rama.

—Oh, diablos… —masculló Cable cerrando tras de sí la puerta de la verja para ir hacia él—. No, Buddy, para; deja eso, no es un juguete —lo reprendió, persiguiendo al cachorro por el jardín.

Cuando por fin consiguió rescatar el arbusto, lo sostuvo en alto para que Buddy no pudiera alcanzarlo, pero el perrito, creyendo que estaba jugando, se puso a corretear en círculos a su alrededor ladrando y saltando.

—¿No te da vergüenza? Le has arrancado las raíces a este pobre arbusto —siguió reprendiéndolo Cable—. Quedas arrestado por asalto a un arbusto indefenso, jovencito.

Buddy se dejó caer panza arriba sobre el césped y le ladró al tiempo que movía la cola.

—Eres un pillastre —lo increpó Cable—. Ahora tendré que comprar otro arbusto antes de que el casero vea lo que has hecho.

Arrojó el arbusto al suelo y agarró al cachorro, levantándolo para hacer que lo mirara.

—Será mejor que te lleve conmigo al vivero; no me fío un pelo de dejarte aquí solo —le dijo—. Y más te vale que no arranques también el arbusto nuevo, ¿entendido?

Buddy, por toda respuesta, le lamió la mejilla.

 

 

Un cuarto de hora después, Cable y Buddy estaban entrando en el vivero Green Thumb. Buddy iba tirando de la correa con la que lo llevaba sujeto su dueño, acercándose a cada planta para olisquearla, fascinado sin duda por todos aquellos aromas distintos.

Cable se detuvo al ver unos metros más adelante a una anciana hablando con una atractiva joven que parecía ser la encargada del vivero.

—Esto es un cactus de Navidad, Mildred —le estaba diciendo la joven, enseñándole una maceta que tenía en la mano—. ¿Se parece a esa fotografía que viste en la revista? Por cómo me la has descrito yo creo que esto es lo que estás buscando.

—Oh, sí, Lindsey, ésta es la planta que te decía —respondió la anciana con una amplia sonrisa—. Eres un encanto.

—Bueno, ha sido una suerte, porque es el único cactus de Navidad que me queda.

—Seguro que tienes tu casa llena de flores y plantas de interior —dijo la mujer—. Y con todo lo que sabes de plantas debes tenerlas preciosas.

La joven se rió, y el sonido de su risa, una risa franca y argentina, hizo que Cable sonriera, sin saber muy bien por qué.

—No te creas; ya sabes lo que se suele decir: «en casa del herrero… cuchillo de palo» —le contestó Lindsey a la anciana—. No, no tengo apenas plantas en casa.

—Y tampoco tienes hijos —dijo la mujer, chasqueando la lengua a continuación, como en un ligero reproche—. Ni marido. Lindsey, una chica tan bonita como tú debería casarse y tener hijos.

—Estoy muy ocupada con el vivero —replicó la joven.

—Ah, pero siempre hay tiempo para el amor —insistió la anciana.

Oh-oh…, pensó Cable. Hora de largarse de allí. Había otro vivero al que podía ir, y no quería que aquella mujer lo viera y lo involucrase en la conversación. Le daba igual que la tal Lindsey asegurase que no tenía tiempo para maridos ni para hijos; igualmente era un peligro.

Sin embargo, cuando estaba dándose la vuelta para marcharse la anciana se percató de su presencia.

—¡Sheriff Montana! —exclamó—. Qué sorpresa tan agradable.

Diablos, masculló Cable para sus adentros, esbozando una sonrisa forzada al girarse de nuevo.

—Venga; los presentaré —lo instó Mildred—. ¿O acaso ya se conocen? ¿Ha venido a hacerle una visita?

Cable tiró de la correa de Buddy para que lo siguiera.

—No, vengo porque tengo una emergencia —respondió, deteniéndose a un par de pasos de Mildred—. Buddy ha arrancado un arbusto del jardín y tengo que reponerlo antes de que se entere mi casero. Sólo he venido a comprar otro y me iré enseguida; sí, enseguida. Tengo mucha prisa.

—¿Entonces no conoce a nuestra Lindsey? —inquirió la anciana, como si no hubiera escuchado nada de lo que había dicho.

—Pues no, no tengo el placer, pero…

—Ah, pues a eso hay que ponerle remedio ahora mismo —lo cortó Mildred—. Lindsey, te presento al sheriff Cable Montana; sheriff, le presento a Lindsey Patterson, la dueña de este vivero. Ya está; ahora ya se conocen.

Cable miró entonces por primera vez a la joven, la miró de verdad, y se le cortó el aliento, como si le hubiesen pegado un puñetazo en el plexo solar.

Era verdaderamente preciosa. Era alta, esbelta, y los vaqueros y la camiseta que llevaba resaltaban su figura como si se los hubiesen hecho a medida. De facciones delicadas y tez ligeramente bronceada, tenía el cabello corto, rizado, y rubio, y unos grandes ojos castaños.

—¿Cómo está, sheriff? —le dijo saludándolo con una leve inclinación de cabeza.

«De modo que éste es el famoso sheriff Montana…», se dijo Lindsey para sus adentros. A pesar de que llevaba más de un año en el cargo, Prescott era un pueblo grande y nunca se había cruzado con él. Sin embargo, sí que había oído hablar de él a más de una de sus vecinas. Parecía que tenía revuelta a toda la población femenina.

Y no sin razón, tuvo que admitir. Era un hombre muy guapo, alto, de físico atlético, cabello negro, y unos ojos verdes increíbles. Nunca había visto unos ojos de un verde tan intenso.

—Un placer conocerla, señorita Patterson —la saludó él, tocándose el ala del sombrero vaquero.

—Oh, se me acaba de ocurrir una idea maravillosa —dijo Mildred—. El domingo, después del servicio, habrá una cena en la parroquia metodista; ¿por qué no os unís los dos a nosotros y…?

—Estoy muy ocupado, lo siento —se apresuró a decir Cable.

—Tengo mucho trabajo —dijo Lindsey al mismo tiempo.

Mildred frunció el entrecejo.

—Ustedes los jóvenes deberían aprender que en la vida hay cosas más importantes que ganar dinero para poder comprarse un coche mejor o una casa más grande.

—Tiene toda la razón —dijo Cable.

—Sí, es verdad; estamos volviéndonos muy materialistas —asintió Lindsey.

—Oiga, sheriff —le dijo la anciana a Cable cambiando repentinamente de tema—: ¿le gustaron las galletas de higo y coco que le preparó la nieta de mi prima? Me dijo que no estaba en casa cuando fue a llevárselas, y que tuvo que dejárselas en la puerta. De hecho, por lo que he oído, últimamente no para mucho por casa, ¿no?

—¿Las galletas…? Oh, sí, las galletas. Estaban riquísimas —mintió Cable, que las había tirado tras probar una—. Higo y coco… en fin, ¿quién habría dicho que esa combinación podría resultar tan deliciosa?

Lindsey se puso a toser para disimular la risa que le entró al oírle decir eso.

—Yo también he probado esas galletas —comentó—. Creo que fue Barney Barrister quien me llevó unas pocas hará un año o cosa así para que las probase. Parece que la receta ha ido pasando de mano en mano.

—Sí, bueno, ahora Barney tiene una esposa que le prepara esas galletas —dijo Mildred.

—Es cierto; oí que se había casado —asintió Lindsey con una sonrisa—. Un día tendré que pasar a hacerle una visita para devolverle el plato. Su esposa podrá usarlo cuando le haga más de esas galletas al bueno de Barn.

—Son una pareja encantadora —dijo Mildred sin captar la ironía de Lindsey—. Bueno, tengo que irme. Gracias otra vez, Lindsey, por ayudarme a encontrar lo que buscaba. Iré a que tu ayudante me cobre mi cactus de Navidad; tú atiende al sheriff.

—Gracias a ti por venir, Mildred —le contestó Lindsey—. Que tengas un buen día.

—Igualmente, querida —respondió la anciana mientras se alejaba—. Adiós, sheriff. Oh, fíjese, su perrito se ha quedado dormido sobre su pie. Qué lindo… Bueno, hasta luego a los dos.

Cable bajó la vista y vio que, en efecto, Buddy se había quedado dormido con la cabeza apoyada sobre su bota. Aquélla era la excusa perfecta para marcharse antes de que la soltera señorita Patterson pudiese lanzarse al ataque. Haría como que era una de esas personas que trataban de un modo excéntrico a sus mascotas.

—Será mejor que me lo lleve a casa para que duerma en su cesta; no quiero que el pobre se sienta desorientado cuando se despierte. Es sólo un cachorro, y al igual que los bebés necesita sus horas de siesta.

Para su sorpresa, Lindsey se echó a reír de repente. De hecho, se rió tanto y con tantas ganas, que pronto comenzaron a saltársele las lágrimas. Cable frunció el ceño.

—¿Se puede saber qué le hace tanta gracia, señorita Patterson?

—Oh, Dios, lo siento —se disculpó ella, aún entre risas—. Las famosas galletas de higo y coco… Dígame, sheriff, ¿le gusta el estofado de atún?

Una alarma se disparó en la cabeza de Cable.

—Pues no, no me gusta —le contestó calándose el sombrero—. Le agradezco su ofrecimiento, pero me temo que…

—Alto, alto, alto —interrumpió Lindsey levantando una mano—. No estoy ofreciéndome a hacerle un estofado de atún. Sólo estaba preguntándome si también le habrían llevado de eso. Yo lo odio; sobre todo cuando le ponen guisantes —le confesó—. Claro que así tiene una comida completa: estofado de atún y galletas de higo y coco. ¡Puaj! En fin, mis condolencias, sheriff. Yo he pasado por eso y sé lo que es.

—Perdone, pero no comprendo.

—Fui el objetivo de las casamenteras de Prescott durante una buena temporada hará un año o poco más —le explicó Lindsey—. Y viví para contarlo como ve. Al final debieron declararme un caso perdido, supongo. Gracias a Dios.

—Oh, ya veo —murmuró Cable, asintiendo con la cabeza—. ¿Y cuánto tiempo mantienen esto del acoso y derribo?

—Uf. Puede ser meses. Meses, y meses, y meses —respondió ella—. Yo todavía no he devuelto los platos y las fuentes donde me llevaron los guisos, las galletas, las tortas de avena… De hecho, dudo que los hombres que me los llevaban fueran de verdad quienes los hicieran. Estoy segura de que son esas mujeres, esas chismosas, quienes los preparan. Es como una especie de conspiración, y me temo que en esta rifa lleva usted todas las papeletas.

—Sí, lo sé —asintió él con un suspiro.

—Bueno, pues buena suerte y que disfrute del estofado y las galletas, sheriff —le dijo Lindsey—. ¿Qué estaba diciendo antes, que necesita un arbusto para reemplazar uno que ha arrancado su cachorro?

—Um, sí, un arbusto de lilas.

—Bien, pero aunque plante otro, puede que vuelva a arrancarlo —apuntó Lindsey.

—En eso tiene razón, pero no sé cómo voy a evitarlo. Vivo de alquiler y no quiero que mi casero me eche.

—Bueno, puedo recomendarle distintos tipos de cerramientos para proteger los arbustos y los parterres de las flores, pero tendría que ir a ver su jardín, claro, para ver qué necesitaríamos exactamente. Podría ir a plantarle el nuevo arbusto y buscar la solución que más le convenga.

La sirena de la alarma volvió a dispararse en la mente de Cable. Aquella Lindsey Patterson era muy astuta.

Había intentado darle la impresión de que no tenía el menor deseo de encontrar un marido, pero allí estaba, hablando de ir a su casa con la excusa de plantar un arbusto y ofrecerle asesoramiento profesional. Pues estaba muy equivocada si creía que iba a dejarse engañar tan fácilmente.

—No creo que sea necesario que…

—Y tendrá que decirme cuál es su horario de trabajo —prosiguió ella sin escucharlo—, para que pueda ir cuando usted y su perro no estén en casa.

—¿Cómo?

—Bueno, si quiere que solucione su problema, será mejor que su perro no me vea plantando el nuevo arbusto ni instalando la protección que vayamos a usar. No quiero que se ponga a escarbar al verme a mí cavando hoyos.

—Oh.

—Y si le parece bien, luego le mandaré a casa la factura y puede hacerme una transferencia; así ni siquiera tendremos que volver a vernos. ¿Qué me dice?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

De regreso a casa en su todoterreno, Cable no podía creerse todavía el modo en que Lindsey Patterson lo había tratado. Prácticamente lo había echado con cajas destempladas. Y, además, no comprendía por qué se sentía tan irritado. Era sencillamente ridículo. En vez de estar agradecido de que al menos una mujer soltera de Prescott no quisiera llevarlo al altar, la evidente indiferencia de la encantadora señorita Patterson lo había herido en su ego.