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Su gran secreto Joan Elliott Pickart Decididos a frustrar los planes de los casamenteros del pueblo, Lindsey Patterson y Cable Montana decidieron fingir que eran amantes. Consiguieron poner fin a las llamadas y a las visitas de «cortesía» de sus vecinos, aunque sucedió algo que no habían previsto; se enamoraron… Sabores mágicos Nancy Robards Thompson Receta para un cuento de hadas Ingredientes 1 mujer bella. 1 atractivo y famoso cocinero. Cantidad ilimitada de pasión desenfrenada. Modo de hacerlo 1. Tomar a la despampanante Lindsay Bingham. 2. Colocarla en el castillo de una exótica isla del Mediterráneo. 3. Añadir un poco de sabor en forma del atractivo y famoso cocinero Carlos Montigo. 4. Convertirlos en los presentadores de un programa de la TV. 5. Provocar que suba la temperatura a causa del deseo. 6. No quemarse cuando explote la pasión. 7. ¡Cocinar hasta que Lindsay y Carlos se enamoren locamente!
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Seitenzahl: 388
Veröffentlichungsjahr: 2022
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© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 441 - febrero 2022
© 2001 Joan Elliott Pickart
Su gran secreto
Título original: Her Little Secret
© 2009 Nancy Robards Thompson
Sabores mágicos
Título original: Accidental Cinderella
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-514-7
Créditos
Su gran secreto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Sabores mágicos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Era un radiante día del mes de junio. Cable Montana iba conduciendo despacio por una solitaria carretera, y a través de las ventanillas de su Land Rover se filtraba una suave brisa impregnada con el aroma de las flores silvestres y de los pinos.
Su amigo Ben Rizzoli le había dicho que en Prescott, el pueblo de Arizona al que Cable había sido destinado temporalmente al jubilarse el anterior sheriff, todas las estaciones eran bonitas. No podría estar más de acuerdo. Después de un año y medio allí, no sentía la menor nostalgia de Nevada, donde había vivido hasta entonces.
Sí, estaba decidido a quedarse. Siempre y cuando la gente del pueblo lo votase un par de años más tarde para que se quedara, evidentemente. Y tenía esperanzas de que así fuera. Prescott le había dado una cálida acogida, no sólo como sheriff, sino también como vecino.
La vida le sonreía. Había hecho buenos amigos en el tiempo que llevaba allí, se sentía cómodo en la casa en la que estaba viviendo de alquiler, y en ese momento iba camino de la granja de perros donde iba a recoger al cachorro de pastor alemán que había decidido comprar.
—Tengo que pensar en un nombre para él —se dijo en voz alta—. Vamos a formar un gran equipo, como en esas viejas películas del Oeste.
Claro que en esas películas siempre había una bonita maestra de escuela a la que el sheriff cortejaba para ganarse su amor, y él, que había pasado por la pesadilla de un divorcio, no tenía la menor intención de volver a tomar ese sendero.
Sin embargo, estaba teniendo bastantes problemas para mantener a raya a las casamenteras del pueblo. En los dos últimos meses había sufrido una repentina avalancha de invitaciones a cenar en los hogares de distintos vecinos donde, curiosamente, siempre había alguna mujer soltera entre los convidados.
Además, varias ancianas del lugar se habían pasado por su casa y por la comisaría para llevarle pasteles o galletas caseros, diciéndole que la señorita tal o cual los habían hecho para ellas, pero que era mucho para ellas y que por eso habían decidido llevárselo a él. Luego, por supuesto, le hablaban maravillas de aquella señorita: de lo bonita que era, lo bien que cocinaba, lo hacendosa que era…
Pero eso no era todo. En las noches en las que él se había quedado de guardia en comisaría, habían recibido ya tres llamadas de esas mismas vecinas que aseguraban haber visto a alguien merodeando en torno a la casa de la señorita menganita, que vivía sola, y le pedían que fuese a comprobar que estaba bien.
Parecía que, dado que no lo habían visto salir con ninguna mujer desde su llegada, lo habían catalogado como un caso desesperado que necesitaba que le buscasen pareja, y aquello estaba empezando a hartarlo.
Cable apartó esos pensamientos a un lado al ver que ya estaba llegando al desvío que tenía que tomar, y unos minutos después estaba aparcando delante de una casa bien cuidada.
Se bajó del todoterreno y rodeó la vivienda para ir al patio trasero, donde estaban las jaulas de los perros. Su llegada hizo que varios de los animales comenzaran a ladrar, y tuvo que alzar la voz para que lo oyera la dueña del negocio, una mujer de mediana edad que estaba de rodillas en medio del patio, cepillando el pelo a un mastín.
—Hola, Gwen —la saludó con una sonrisa.
—Ah, hola, sheriff —le contestó ella, poniéndose de pie y sonriéndole también—. Su cachorro ya está listo para que se lo lleve. Le hemos dado un baño y está hecho un primor. ¿Ya ha pensado cómo va a llamarlo?
—Pues la verdad es que no —respondió Cable—. Va a ser mi compañero y necesita un nombre que… ¡eh, ya está!: Buddy; lo llamaré Buddy porque va a ser mi compañero.
Gwen se rió.
—¡Vaya, eso sí que es ser rápido! —le dijo—. ¿Le he dicho ya que Betty Lou, mi hija, va a volver a Prescott? Su divorcio ya es definitivo, y va a venirse a vivir conmigo y a echarme una mano con el negocio. Hay muchísimo trabajo, y desde que mi marido falleció cada vez se me hace más cuesta arriba el llevarlo yo sola.
—Ya veo.
—Betty Lou es una chica estupenda, ¿sabe? Es sólo que tuvo mala suerte con el hombre al que escogió para casarse. Tiene cuatro hijos, unos chicos adorables… y tan bien educados… En fin, a lo mejor le apetece pasarse un día por aquí a conocerla. Mi Betty Lou y usted deben tener la misma edad… y a los dos les gustan los perros. Seguro que harían buenas migas.
Oh-oh… A Cable no le gustaba nada el rumbo que estaba tomando aquella conversación.
—Vaya, qué tarde es —murmuró mirando su reloj—. ¿Podría ir a por el cachorro? Me encantaría quedarme a charlar, pero tengo que marcharme ya.
—Oh, por supuesto; no quiero entretenerlo —respondió la mujer—. ¿Lo pensará… lo de venir a conocer a mi hija, quiero decir?
—Claro, cómo no —contestó él.
Se daría como máximo cinco minutos para pensar en ello, y concluiría que «ni de broma».
Cuando Gwen se alejó para ir a buscar al cachorro, Cable sacudió la cabeza y suspiró.
—Montana… como esto siga así, van a acabar contigo —se dijo entre dientes.
A la mañana siguiente, Cable apareció por la comisaría exhausto tras una noche sin apenas pegar ojo, y con Buddy, su cachorro de ocho semanas, metido en una caja con el fondo cubierto por una mantita de algodón.
Mary Margaret Moore, la secretaria, que ya pasaba de los cincuenta y llevaba más de treinta en ese puesto, se levantó de su silla al verlo entrar con el perro.
—Oh, qué cosita más adorable —murmuró acariciándole la cabeza al animal.
—Bueno, a mí no me parecía tan adorable cuando eran las dos de la mañana y no me dejaba dormir —replicó Cable riéndose—. Lo puse en su cesta, pero no paraba de gimotear y al final tuve que dejar que se subiera a la cama conmigo.
—¿Ya tiene nombre?
—Lo he llamado Buddy. Voy a adiestrarlo para que sea mi compañero y me pareció que siendo tan pequeño no podía dejarlo solo en el jardín de casa mientras yo estoy fuera, así que lo he traído conmigo.
—Qué tierno. Estoy segura de que serías un padre estupendo —le dijo Mary Margaret—. Deberías tener unos cuantos críos. Además, seguro que se divertirían muchísimo jugando con este pequeñín —añadió acariciando de nuevo a Buddy—. Claro que antes tendrás que encontrar una esposa.
—No, gracias —respondió Cable—. ¿Alguna novedad por aquí?
—No muchas, pero te he dejado unos papeles en tu mesa para que les eches un vistazo cuando puedas —contestó Mary Margaret—. Oye, Cable… ¿Conoces a Kimberly Swanson, la dueña de la tienda de comida vegetariana?
Cable frunció el entrecejo.
—No. No me gusta la comida vegetariana.
—No te he preguntado si te gusta. Creo que deberías pasarte un día de éstos para conocer a Kimberly.
Cable entornó los ojos, suspicaz.
—¿Por qué me estás sugiriendo esto precisamente ahora, después de todo el tiempo que llevo aquí?
—Por nada. Es sólo que es tu deber como sheriff conocer a todos los vecinos, ¿no te parece?
—Dime una cosa, Mary Margaret… ¿me equivoco, o hay una especie de campaña en marcha entre las mujeres del pueblo para intentar emparejarme?
—Qué tonterías dices, Cable —le espetó ella, parpadeando con aire inocente—. Eres un hombre hecho y derecho capaz de organizar su vida social. Además, ¿de verdad crees que no tenemos nada mejor que hacer que buscarte pareja?
—Pues ahora que lo dices… algo así se me había pasado por la cabeza, sí —murmuró Cable—. En fin, estaré en mi despacho.
—Deberías pasarte por la tienda de Kimberly —le insistió Mary Margaret mientras se alejaba por el pasillo—. ¡No cierra hasta las dos!
Cable ni siquiera se molestó en volverse.
—Quizá cuando lleve aquí otro año y medio —le contestó con sarcasmo.
Durante las dos semanas siguientes la situación no mejoró, sino todo lo contrario. Hasta tres veces se habían presentado en su casa distintas jóvenes con un guiso casero porque imaginaban que con el «pequeñín» en casa no tendría tiempo para nada, y mucho menos para cocinar.
Cable les había dado las gracias, pero no las había invitado a entrar. Eso ni en broma.
Además, las tres le habían llevado lo mismo: estofado de atún con guisantes, y era un plato que detestaba.
Ir a sus casas para devolverles las fuentes en las que se lo habían llevado sería meterse en la boca del lobo, así que después de tirar el contenido las había lavado y guardado en un armario de la despensa, aplazándolo de momento.
También había recibido nuevas invitaciones a cenar, hasta cuatro, pero las había declinado todas, aduciendo que tenía tanto papeleo por hacer que estaba dedicándole tiempo fuera del horario de trabajo para ponerse al día.
Era evidente que estaba bajo un ataque organizado de las casamenteras de Prescott, y si las cosas seguían por el mismo camino acabaría por volverse loco.
De pronto parecía que todo el mundo tuviese una hija, una nieta, una sobrina, o una prima soltera a la que «tenía» que conocer porque era encantadora, hacendosa, la mejor cocinera…
Ese día, al volver del supermercado, se encontró con que Buddy, al que había dejado en el jardín, había estado escarbando al pie de un pequeño arbusto de lilas, y no sólo había desenterrado las raíces, sino que en ese momento estaba arrastrándolo con los dientes por una rama.
—Oh, diablos… —masculló Cable cerrando tras de sí la puerta de la verja para ir hacia él—. No, Buddy, para; deja eso, no es un juguete —lo reprendió, persiguiendo al cachorro por el jardín.
Cuando por fin consiguió rescatar el arbusto, lo sostuvo en alto para que Buddy no pudiera alcanzarlo, pero el perrito, creyendo que estaba jugando, se puso a corretear en círculos a su alrededor ladrando y saltando.
—¿No te da vergüenza? Le has arrancado las raíces a este pobre arbusto —siguió reprendiéndolo Cable—. Quedas arrestado por asalto a un arbusto indefenso, jovencito.
Buddy se dejó caer panza arriba sobre el césped y le ladró al tiempo que movía la cola.
—Eres un pillastre —lo increpó Cable—. Ahora tendré que comprar otro arbusto antes de que el casero vea lo que has hecho.
Arrojó el arbusto al suelo y agarró al cachorro, levantándolo para hacer que lo mirara.
—Será mejor que te lleve conmigo al vivero; no me fío un pelo de dejarte aquí solo —le dijo—. Y más te vale que no arranques también el arbusto nuevo, ¿entendido?
Buddy, por toda respuesta, le lamió la mejilla.
Un cuarto de hora después, Cable y Buddy estaban entrando en el vivero Green Thumb. Buddy iba tirando de la correa con la que lo llevaba sujeto su dueño, acercándose a cada planta para olisquearla, fascinado sin duda por todos aquellos aromas distintos.
Cable se detuvo al ver unos metros más adelante a una anciana hablando con una atractiva joven que parecía ser la encargada del vivero.
—Esto es un cactus de Navidad, Mildred —le estaba diciendo la joven, enseñándole una maceta que tenía en la mano—. ¿Se parece a esa fotografía que viste en la revista? Por cómo me la has descrito yo creo que esto es lo que estás buscando.
—Oh, sí, Lindsey, ésta es la planta que te decía —respondió la anciana con una amplia sonrisa—. Eres un encanto.
—Bueno, ha sido una suerte, porque es el único cactus de Navidad que me queda.
—Seguro que tienes tu casa llena de flores y plantas de interior —dijo la mujer—. Y con todo lo que sabes de plantas debes tenerlas preciosas.
La joven se rió, y el sonido de su risa, una risa franca y argentina, hizo que Cable sonriera, sin saber muy bien por qué.
—No te creas; ya sabes lo que se suele decir: «en casa del herrero… cuchillo de palo» —le contestó Lindsey a la anciana—. No, no tengo apenas plantas en casa.
—Y tampoco tienes hijos —dijo la mujer, chasqueando la lengua a continuación, como en un ligero reproche—. Ni marido. Lindsey, una chica tan bonita como tú debería casarse y tener hijos.
—Estoy muy ocupada con el vivero —replicó la joven.
—Ah, pero siempre hay tiempo para el amor —insistió la anciana.
Oh-oh…, pensó Cable. Hora de largarse de allí. Había otro vivero al que podía ir, y no quería que aquella mujer lo viera y lo involucrase en la conversación. Le daba igual que la tal Lindsey asegurase que no tenía tiempo para maridos ni para hijos; igualmente era un peligro.
Sin embargo, cuando estaba dándose la vuelta para marcharse la anciana se percató de su presencia.
—¡Sheriff Montana! —exclamó—. Qué sorpresa tan agradable.
Diablos, masculló Cable para sus adentros, esbozando una sonrisa forzada al girarse de nuevo.
—Venga; los presentaré —lo instó Mildred—. ¿O acaso ya se conocen? ¿Ha venido a hacerle una visita?
Cable tiró de la correa de Buddy para que lo siguiera.
—No, vengo porque tengo una emergencia —respondió, deteniéndose a un par de pasos de Mildred—. Buddy ha arrancado un arbusto del jardín y tengo que reponerlo antes de que se entere mi casero. Sólo he venido a comprar otro y me iré enseguida; sí, enseguida. Tengo mucha prisa.
—¿Entonces no conoce a nuestra Lindsey? —inquirió la anciana, como si no hubiera escuchado nada de lo que había dicho.
—Pues no, no tengo el placer, pero…
—Ah, pues a eso hay que ponerle remedio ahora mismo —lo cortó Mildred—. Lindsey, te presento al sheriff Cable Montana; sheriff, le presento a Lindsey Patterson, la dueña de este vivero. Ya está; ahora ya se conocen.
Cable miró entonces por primera vez a la joven, la miró de verdad, y se le cortó el aliento, como si le hubiesen pegado un puñetazo en el plexo solar.
Era verdaderamente preciosa. Era alta, esbelta, y los vaqueros y la camiseta que llevaba resaltaban su figura como si se los hubiesen hecho a medida. De facciones delicadas y tez ligeramente bronceada, tenía el cabello corto, rizado, y rubio, y unos grandes ojos castaños.
—¿Cómo está, sheriff? —le dijo saludándolo con una leve inclinación de cabeza.
«De modo que éste es el famoso sheriff Montana…», se dijo Lindsey para sus adentros. A pesar de que llevaba más de un año en el cargo, Prescott era un pueblo grande y nunca se había cruzado con él. Sin embargo, sí que había oído hablar de él a más de una de sus vecinas. Parecía que tenía revuelta a toda la población femenina.
Y no sin razón, tuvo que admitir. Era un hombre muy guapo, alto, de físico atlético, cabello negro, y unos ojos verdes increíbles. Nunca había visto unos ojos de un verde tan intenso.
—Un placer conocerla, señorita Patterson —la saludó él, tocándose el ala del sombrero vaquero.
—Oh, se me acaba de ocurrir una idea maravillosa —dijo Mildred—. El domingo, después del servicio, habrá una cena en la parroquia metodista; ¿por qué no os unís los dos a nosotros y…?
—Estoy muy ocupado, lo siento —se apresuró a decir Cable.
—Tengo mucho trabajo —dijo Lindsey al mismo tiempo.
Mildred frunció el entrecejo.
—Ustedes los jóvenes deberían aprender que en la vida hay cosas más importantes que ganar dinero para poder comprarse un coche mejor o una casa más grande.
—Tiene toda la razón —dijo Cable.
—Sí, es verdad; estamos volviéndonos muy materialistas —asintió Lindsey.
—Oiga, sheriff —le dijo la anciana a Cable cambiando repentinamente de tema—: ¿le gustaron las galletas de higo y coco que le preparó la nieta de mi prima? Me dijo que no estaba en casa cuando fue a llevárselas, y que tuvo que dejárselas en la puerta. De hecho, por lo que he oído, últimamente no para mucho por casa, ¿no?
—¿Las galletas…? Oh, sí, las galletas. Estaban riquísimas —mintió Cable, que las había tirado tras probar una—. Higo y coco… en fin, ¿quién habría dicho que esa combinación podría resultar tan deliciosa?
Lindsey se puso a toser para disimular la risa que le entró al oírle decir eso.
—Yo también he probado esas galletas —comentó—. Creo que fue Barney Barrister quien me llevó unas pocas hará un año o cosa así para que las probase. Parece que la receta ha ido pasando de mano en mano.
—Sí, bueno, ahora Barney tiene una esposa que le prepara esas galletas —dijo Mildred.
—Es cierto; oí que se había casado —asintió Lindsey con una sonrisa—. Un día tendré que pasar a hacerle una visita para devolverle el plato. Su esposa podrá usarlo cuando le haga más de esas galletas al bueno de Barn.
—Son una pareja encantadora —dijo Mildred sin captar la ironía de Lindsey—. Bueno, tengo que irme. Gracias otra vez, Lindsey, por ayudarme a encontrar lo que buscaba. Iré a que tu ayudante me cobre mi cactus de Navidad; tú atiende al sheriff.
—Gracias a ti por venir, Mildred —le contestó Lindsey—. Que tengas un buen día.
—Igualmente, querida —respondió la anciana mientras se alejaba—. Adiós, sheriff. Oh, fíjese, su perrito se ha quedado dormido sobre su pie. Qué lindo… Bueno, hasta luego a los dos.
Cable bajó la vista y vio que, en efecto, Buddy se había quedado dormido con la cabeza apoyada sobre su bota. Aquélla era la excusa perfecta para marcharse antes de que la soltera señorita Patterson pudiese lanzarse al ataque. Haría como que era una de esas personas que trataban de un modo excéntrico a sus mascotas.
—Será mejor que me lo lleve a casa para que duerma en su cesta; no quiero que el pobre se sienta desorientado cuando se despierte. Es sólo un cachorro, y al igual que los bebés necesita sus horas de siesta.
Para su sorpresa, Lindsey se echó a reír de repente. De hecho, se rió tanto y con tantas ganas, que pronto comenzaron a saltársele las lágrimas. Cable frunció el ceño.
—¿Se puede saber qué le hace tanta gracia, señorita Patterson?
—Oh, Dios, lo siento —se disculpó ella, aún entre risas—. Las famosas galletas de higo y coco… Dígame, sheriff, ¿le gusta el estofado de atún?
Una alarma se disparó en la cabeza de Cable.
—Pues no, no me gusta —le contestó calándose el sombrero—. Le agradezco su ofrecimiento, pero me temo que…
—Alto, alto, alto —interrumpió Lindsey levantando una mano—. No estoy ofreciéndome a hacerle un estofado de atún. Sólo estaba preguntándome si también le habrían llevado de eso. Yo lo odio; sobre todo cuando le ponen guisantes —le confesó—. Claro que así tiene una comida completa: estofado de atún y galletas de higo y coco. ¡Puaj! En fin, mis condolencias, sheriff. Yo he pasado por eso y sé lo que es.
—Perdone, pero no comprendo.
—Fui el objetivo de las casamenteras de Prescott durante una buena temporada hará un año o poco más —le explicó Lindsey—. Y viví para contarlo como ve. Al final debieron declararme un caso perdido, supongo. Gracias a Dios.
—Oh, ya veo —murmuró Cable, asintiendo con la cabeza—. ¿Y cuánto tiempo mantienen esto del acoso y derribo?
—Uf. Puede ser meses. Meses, y meses, y meses —respondió ella—. Yo todavía no he devuelto los platos y las fuentes donde me llevaron los guisos, las galletas, las tortas de avena… De hecho, dudo que los hombres que me los llevaban fueran de verdad quienes los hicieran. Estoy segura de que son esas mujeres, esas chismosas, quienes los preparan. Es como una especie de conspiración, y me temo que en esta rifa lleva usted todas las papeletas.
—Sí, lo sé —asintió él con un suspiro.
—Bueno, pues buena suerte y que disfrute del estofado y las galletas, sheriff —le dijo Lindsey—. ¿Qué estaba diciendo antes, que necesita un arbusto para reemplazar uno que ha arrancado su cachorro?
—Um, sí, un arbusto de lilas.
—Bien, pero aunque plante otro, puede que vuelva a arrancarlo —apuntó Lindsey.
—En eso tiene razón, pero no sé cómo voy a evitarlo. Vivo de alquiler y no quiero que mi casero me eche.
—Bueno, puedo recomendarle distintos tipos de cerramientos para proteger los arbustos y los parterres de las flores, pero tendría que ir a ver su jardín, claro, para ver qué necesitaríamos exactamente. Podría ir a plantarle el nuevo arbusto y buscar la solución que más le convenga.
La sirena de la alarma volvió a dispararse en la mente de Cable. Aquella Lindsey Patterson era muy astuta.
Había intentado darle la impresión de que no tenía el menor deseo de encontrar un marido, pero allí estaba, hablando de ir a su casa con la excusa de plantar un arbusto y ofrecerle asesoramiento profesional. Pues estaba muy equivocada si creía que iba a dejarse engañar tan fácilmente.
—No creo que sea necesario que…
—Y tendrá que decirme cuál es su horario de trabajo —prosiguió ella sin escucharlo—, para que pueda ir cuando usted y su perro no estén en casa.
—¿Cómo?
—Bueno, si quiere que solucione su problema, será mejor que su perro no me vea plantando el nuevo arbusto ni instalando la protección que vayamos a usar. No quiero que se ponga a escarbar al verme a mí cavando hoyos.
—Oh.
—Y si le parece bien, luego le mandaré a casa la factura y puede hacerme una transferencia; así ni siquiera tendremos que volver a vernos. ¿Qué me dice?
De regreso a casa en su todoterreno, Cable no podía creerse todavía el modo en que Lindsey Patterson lo había tratado. Prácticamente lo había echado con cajas destempladas. Y, además, no comprendía por qué se sentía tan irritado. Era sencillamente ridículo. En vez de estar agradecido de que al menos una mujer soltera de Prescott no quisiera llevarlo al altar, la evidente indiferencia de la encantadora señorita Patterson lo había herido en su ego.
Y verdaderamente era encantadora, se dijo. Irradiaba un aura de frescura; de autenticidad. No iba maquillada, vestía de una forma sencilla, y no tenía problemas en mancharse esas manos tan bonitas y delicadas que tenía, como evidenciaba la profesión que había elegido.
Además, su risa sonaba como campanillas agitadas por el viento, y esos ojos… esos grandes ojos castaños que bastaban para hacer que un hombre se derritiera. ¿Y qué decir de sus labios, de esos labios que parecían estar suplicando a gritos un beso, y de su sonrisa?
Sí, era una mujer encantadora, pero también era evidente que no se sentía atraída hacia él en absoluto. Nunca antes le había ocurrido algo parecido.
«Eres idiota, Montana», se reprendió mentalmente. «Deberías alegrarte de que no vaya a convertirse en otra de esas pesadas que no hacen más que llevarte estofados de atún y galletas».
Le parecía imposible que una mujer como ella estuviese soltera. Seguramente no le faltaban pretendientes, pero según parecía, no tenía el menor deseo de casarse o tener hijos. ¿Qué tendría en contra del matrimonio? Resultaba ciertamente intrigante, fascinante, y…
¡Basta!, se reprendió irritado, sacudiendo la cabeza. Por si no tenía suficientes problemas con todas las mujeres que andaban detrás de él, queriendo echarle el lazo, allí estaba, pensando en la única que pasaría a su lado por la calle sin mirarlo siquiera.
Por Dios, estaba comportándose como el típico hombre con un ego de siete metros, y aquella idea lo repugnaba. Era la atracción de lo que no podía tener, una actitud de lo más machista.
—Mal ejemplo te estoy dando, Buddy —dijo lanzándole una mirada al cachorro, que estaba hecho un ovillo en el asiento contiguo—. Escucha, amiguito: si una mujer no muestra ningún interés por ti, olvídala, ¿de acuerdo?
Buddy movió la cola.
—Así me gusta —dijo Cable.
Ahora lo único que tenía que hacer era encontrar él la manera de pensar en la enigmática Lindsey Patterson.
Esa noche, cuando ya llevaba más de una hora en la cama, Lindsey encendió la luz de la mesilla de noche, tomó un libro, y lo abrió por la página que tenía marcada.
Leyó un párrafo… y no se enteró de nada. Volvió a releerlo, pero no estaba prestando ninguna atención a la lectura, y acabó cerrando el libro con un suspiro y lo arrojó sobre el colchón.
Aquello era ridículo, se dijo resoplando. No podía dormir, y tampoco podía concentrarse en lo que estaba leyendo porque no podía borrar de su mente la imagen de Cable Montana.
Estaba comportándose como una adolescente que se hubiera enamorado del capitán del equipo de rugby, sólo porque éste la había saludado al llegar al instituto. Patético.
Tiró de la sábana, tapándose hasta la barbilla, y entornó los ojos con la vista fija en el techo.
De acuerdo; había llegado el momento de considerar aquello desde otro enfoque. En vez de intentar dejar de pensar en el sheriff, analizaría la situación para determinar qué estaba haciéndola comportarse de ese modo tan poco habitual en ella. Una vez hubiese averiguado el porqué, podría apartarlo de sus pensamientos.
Llevaba meses oyendo hablar del apuesto sheriff, del hombre por el que suspiraban todas las mujeres. Hasta su ayudante, Glenna-Sue, que tenía sesenta y cuatro años, le había hablado de él.
Sin embargo, Prescott era un pueblo grande y nunca se habían cruzado por la calle, ni se habían encontrado en el supermercado.
Y entonces había tenido que presentarse en el vivero sin previo aviso, y al pillarla desprevenida había reaccionado de un modo algo exagerado.
«Algo» era decir poco, se corrigió frunciendo el entrecejo. El corazón se había puesto a latirle como un loco, y se había sentido extrañamente acalorada.
El problema era que lo que había oído decir de él no habían sido exageraciones. Era increíblemente guapo, tenía un cuerpo de infarto, y al mirarse en sus ojos verdes había sentido como si se derritiese por dentro.
En realidad no había ningún misterio. Era como cuando a un niño lo llevaban a un centro comercial en Navidad y lo sentaban en el regazo de un tipo vestido de Santa Claus. El pequeño, que tantas cosas maravillosas había oído de aquel hombre legendario, sencillamente se quedaba mirándolo con los ojos abiertos como platos e incapaz de articular palabra.
En cualquier caso, no parecía que el sheriff se hubiese percatado del efecto que había tenido sobre ella, y ahora que ya sabía porque había reaccionado como había reaccionado, la próxima vez que se encontrase con él no volvería a pasarle.
Menos mal que había aclarado las cosas en su cabeza; ahora quizá podría dormir un poco. Lo necesitaba.
Además, no era como si fuese a encontrarse con él de nuevo al día siguiente. Si habían pasado meses sin que se cruzasen siquiera por la calle, lo más probable era que pasase también bastante tiempo antes de que aquello se repitiese.
Había quedado en ir a su casa para plantar el arbusto y decidir qué clase de protección iba a poner para evitar que su cachorro destrozase los otros arbustos y las flores, pero como le había dicho iría cuando él no estuviese, así que no habría peligro.
Estupendo; estaba todo controlado, concluyó satisfecha. Apagó la luz, se acurrucó, y cerró los ojos.
A la mañana siguiente, cuando iba camino del vivero en su camioneta, Lindsey estaba profundamente irritada consigo misma.
Había soñado con el sheriff; al salir de casa había tenido que volver a entrar porque se había dejado dentro las llaves de la camioneta; y había tenido que volver a entrar una segunda vez al darse cuenta de que se había puesto un zapato azul y otro negro.
Condenado Cable Montana… No; la culpa no era de él. Lo que representaba y el efecto que tenía sobre ella era lo que la preocupaba.
Cable era soltero, apuesto, parecía un hombre bueno y cabal… Tenía todas las cualidades para hacer que se enamorase de él y empezase a fantasear con la idea de casarse, tener hijos, y vivir juntos hasta que la muerte los separase.
Lindsey suspiró. Hacía ya mucho que se había hecho a la idea de que nunca volvería a tener una relación. Nunca sería esposa ni madre.
No, no iba a ponerse a pensar en eso, se dijo mientras entraba en el aparcamiento del vivero. Lo que no podía cambiarse no podía cambiarse, y si seguía así, saldría llorando en cuanto alguien le hablase.
Aparcó, apagó el motor y se bajó de la camioneta.
Lo único que tenía que hacer era concentrarse en el trabajo, se dijo con firmeza mientras se dirigía a la entrada del vivero.
Por desgracia, en ese momento hasta su mismo trabajo se le antojó como una ironía del destino. Se dedicaba a cultivar y cuidar plantas. Para ella eran como hijos; incluso hablaba con ellas.
Sin embargo, las plantas no podían darle abrazos, no le darían jamás…
«Por amor de Dios, Lindsey, ya basta», se reprendió enfadada mientras cerraba tras de sí. «No conseguirás más que hacerte daño».
Para su alivio, durante toda la mañana estuvo ocupada atendiendo a clientes. Poco a poco se fue animando y, cuando paró para almorzar, sus sonrisas no resultaban ya forzadas sino sinceras.
A primera hora de la tarde dejó a Glenna-Sue a cargo de todo y se puso en camino a la dirección que el sheriff le había dado. Plantaría el arbusto que llevaba en la parte de atrás de la camioneta, analizaría el terreno, y decidiría cuál sería la mejor opción para proteger las plantas y flores del jardín.
Aparcó frente a la vivienda y se bajó del vehículo. ¿Cómo estaría decorada por dentro?, se preguntó, lanzándole un par de miradas mientras descargaba el arbusto de la camioneta. ¿Sería el sheriff un hombre ordenado, de ésos que tenían un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio, o habría platos por lavar en el fregadero, ropa por el suelo del dormitorio, y un montón de periódicos y revistas viejos apilados sobre la mesita del salón?
—¿Y a quién le importa? —masculló irritada.
Además, no iba a entrar en la casa, así que no iba a averiguarlo. El sol del verano pegaba con fuerza a esa hora del día, pero tenía trabajo por hacer, así que se puso los guantes de jardinería y se dispuso a cavar un hoyo más grande que el que había hecho Buddy al arrancar el arbusto.
Cable iba conduciendo por el pueblo, saludando con una inclinación de cabeza a los vecinos que pasaba. Estaba patrullando, pero el hecho de que estuviese entrando en ese momento en su calle por tercera vez era algo que no tenía nada que ver con su trabajo. Era como si el Land Rover tuviera vida propia y no hiciera sino volver a llevarlo por allí para ver si Lindsey había llegado.
Las manos de Cable apretaron el volante y sus músculos se tensaron cuando vio la camioneta del vivero frente a su casa.
Aparcó detrás y apagó el motor. ¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó frunciendo el ceño. ¿No estaría todavía herido en su pundonor por el desinterés de la señorita Patterson?
Al cuerno, se dijo tomando a Buddy en brazos antes de bajarse del todoterreno. Quizá, después de todo, lo que necesitase fuera volver a verla y convencerse de que sí, era una mujer muy atractiva, pero sólo una más entre tantas, y podría sacársela de la cabeza.
Sin embargo, nada más entrar en el jardín, se paró en seco y el corazón le palpitó con fuerza. Lindsey estaba a unos metros, de espaldas a él, y estaba inclinada, tomando las medidas de un parterre con una cinta métrica. Cable no pudo evitar quedarse mirándole el trasero.
Maldijo entre dientes, y depositó en el suelo a Buddy, que salió disparado hacia Lindsey, ladrando a pleno pulmón.
—¡Oh! —exclamó Lindsey sorprendida, y al volverse, perdió el equilibrio y se cayó, quedándose sentada en el césped.
Cable corrió hasta ella y le tendió una mano para ayudarla.
—Lo siento —le dijo—. ¿Se ha hecho daño?
—No, estoy bien —replicó ella sonriendo—; no ha sido cul… ¡oh, cielos! —exclamó riéndose cuando el cachorro saltó sobre su regazo y comenzó a lamerle la cara.
—Buddy, para ya —regañó Cable al perrito.
Lindsey puso a Buddy en el césped, se levantó, y se sacudió los vaqueros con las manos.
Oh, Dios, pensó ella, Cable Montana seguía siendo igual de guapo que la primera vez que lo había visto; no había sido cosa de su imaginación. Sin embargo, también se dijo que si el corazón estaba latiéndole tan aprisa como estaba latiéndole en ese momento era simplemente porque su aparición la había pillado desprevenida.
—¿Qué está haciendo aquí?
Cable se caló el sombrero, un gesto tan masculino que Lindsey sintió de repente mariposas en el estómago.
—Vivo aquí —respondió.
—Eso ya lo sé, sheriff —contestó ella rehuyendo esos ojos tan increíblemente verdes—, pero creía que habíamos quedado en que mantendría a Buddy lejos de aquí mientras yo decidía un plan de acción para que no destroce el resto del jardín.
—Bueno, es que pensé que tal vez necesitara ayuda, o… —Cable se aclaró la garganta—. Hace mucho calor aquí, al sol. ¿Le apetece un té con hielo? Y por cierto, puede llamarme Cable. ¿Le importa que nos tuteemos y que la llame yo también por su nombre?
—No, claro que no. Respecto a lo otro… gracias, pero ya he terminado —respondió ella volviendo a mirarlo—. Ya he plantado el nuevo arbusto, y he medido las zonas que tendremos que proteger. En cuanto llegue al vivero llamaré para pedir que me envíen tela de malla y postes de madera. Tardarán dos o tres días en llegar, así que entretanto te sugiero que mantengas vigilado a este pequeño pillastre.
—Lo haré —asintió Cable—. ¿Seguro que no quieres tomar nada? Pareces acalorada; tienes las mejillas rojas.
Sí, ella misma se notaba acalorada, pero no por haber estado trabajando al sol. Bah, estaba siendo ridícula. No había nada de malo en aceptar su ofrecimiento. Tenía la situación bajo control.
—De acuerdo, gracias —respondió.
—Estupendo. Vamos dentro.
—Antes tengo que recoger mis herramientas y llevarlas a la camioneta —le dijo Lindsey.
—Deja; te las llevaré yo. Tú encárgate de la bestia peluda.
Lindsey tomó en brazos a Buddy y siguió a Cable hasta la camioneta. Éste estaba colocando sus herramientas en la parte trasera cuando una voz lo llamó.
—¡Sheriff Montana!, ¡buenos días!
Lindsey y Cable se volvieron para ver a una mujer de unos sesenta años que se dirigía hacia ellos con una cesta de mimbre colgada del brazo.
—Hola, sheriff —lo saludó al llegar a su lado—. Hola a ti también, Lindsey. Oh, es verdad que su perrito es adorable, sheriff. Mi hija se enteró ayer de que tenía un nuevo miembro en la familia y decidió prepararle algo especial. ¿Conoce a mi hija, Alida Ann Macintosh? Trabaja en la biblioteca.
Cable tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.
—Em… no, me temo que no tengo el placer de conocerla, señora —contestó.
—Yo sí la conozco —intervino Lindsey con una sonrisa maliciosa—. Tiene un par de gemelos, ¿no? ¿Qué edad tienen ya? ¿Diez?, ¿once años?
—Acaban de cumplir los trece —dijo—. A esa edad los chicos se vuelven un poco difíciles, y no ayuda el que no tengan un padre que los ponga firmes. Traen loca a mi pobre hija y… Pero, en fin, como decía yo, venía a traerle algo que le ha preparado, sheriff. Es su especialidad: crema de espinacas.
—¿Espinacas? —repitió Cable. Detestaba las espinacas—. ¿Crema de espinacas?
—Oh, he oído hablar mucho de la crema de espinacas de Alida. Según tengo entendido, es deliciosa. Qué atenta ha sido al mandarte un poco para que la pruebes, ¿verdad, Cable?
Cable entornó los ojos, y le rodeó los hombros con un brazo, atrayéndola hacia sí. Lindsey, que no se lo esperaba, casi dejó caer a Buddy.
—Ya lo creo. Y seguro que la disfrutaremos muchísimo; haremos una cena romántica a la luz de las velas y tomaremos esa exquisita crema de espinacas, ¿verdad, cariño?
—Cielos —murmuró la madre de Alida Ann, abriendo mucho los ojos—. ¿Significa esto que ustedes dos…?
Lindsey trató de zafarse, pero Cable no se lo permitió.
—Ah, ¿de que serviría negarlo? —dijo él con un exagerado suspiro—. En fin, parece que nuestro pequeño secreto ya no lo es, queridísima Lindsey. Pronto todo el pueblo sabrá que estamos enamorados.
—P-pero yo… —balbució Lindsey.
—Tengo que irme —dijo la mujer de pronto, prácticamente obligando a Cable a agarrar el asa de la cesta—. Cuando se lo cuente a… Oh, cielos. Bueno, hasta luego. Que tengan un buen día, y una noche muy romántica y… Hasta luego.
—Adiós; ¡salude a su hija de nuestra parte! —le dijo Cable mientras se alejaba.
Cuando la mujer se perdió de vista en la lejanía, Cable se rió entre dientes y quitó el brazo de los hombros de Lindsey, que se apartó de él y puso las manos en las caderas.
—Cable Montana —le dijo con los ojos relampagueándole—. Vete despidiendo de Buddy; eres hombre muerto.
Cable abrió la boca para defenderse, pero volvió a cerrarla al darse cuenta de que lo único que podía pensar en ese momento era en lo preciosa que estaba Lindsey cuando se enfadaba.
—No voy a quedarme ni un segundo más aquí; no puedo creer que hayas hecho lo que acabas de hacer —masculló furiosa la joven—. Me voy.
Le tendió a Buddy, obligándolo a agarrarlo con el brazo libre, pues la otra mano la tenía ocupada con la cesta de mimbre.
—Lindsey, espera —le rogó—. Deja que te explique.
—No.
—Sólo cinco minutos. Por favor.
Lindsey vaciló y reprimió una sonrisa al ver a Cable luchando por mantener alejado de la cesta al curioso perrito, que no hacía más que olisquearla.
—De acuerdo. Pero sólo cinco minutos; ni uno más.
—Entendido; cinco minutos. Ven, vamos dentro.
—Trae, dame a Buddy —le dijo Lindsey tomando al cachorro—. Como te descuides, la crema de espinacas acabará alfombrando la acera.
—De eso se trata, ¿no lo ves?, de esta dichosa crema de espinacas —respondió él lleno de frustración mientras se dirigían a la vivienda—. Ha sido como… la gota que colma el vaso. Ya estaba al borde de un ataque de nervios con todo ese estofado de atún y las galletas de higo y coco, y ahora esto. En fin, ya no sabía qué hacer; estaba desesperado.
—Ya —murmuró Lindsey entre dientes, lanzándole una mirada furibunda.
Cuando entraron en la casa, Lindsey paseó la vista por el salón y asintió mentalmente en señal de aprobación. Estaba todo bastante limpio y recogido, pero no era como esas casas de las revistas donde parecía que no viviese nadie.
Sin embargo, no tenía ninguna intención de ponerse a felicitar a Cable por lo ordenado que era cuando lo que quería hacer en realidad era estrangularlo.
—Deja a Buddy en el suelo y siéntate —le dijo Cable—. Me desharé de esta… cosa —añadió levantando la cesta de mimbre que llevaba en la mano—, y serviré un poco de té con hielo para los dos.
Lindsey bajó al suelo al cachorro, que fue a acurrucarse en el haz de sol que entraba por la ventana para echarse una siesta. Ella, por su parte, se sentó a esperar en el sofá que había frente a la chimenea, y se cruzó de brazos.
Una chimenea… De pronto, sin motivo aparente, se encontró imaginando una fría noche de invierno. Fuera nevaba, un buen fuego ardía en la chimenea, y Cable y ella estaban allí sentados, con sendas tazas de chocolate caliente. La única luz sería la de las llamas, y la de las dos lamparitas que había sobre las mesillas a cada lado del sofá. A los dos se les pondría un bigote de chocolate cuando apurasen sus tazas, y se limpiarían el uno al otro con la lengua antes de empezar a besarse apasionadamente. Luego las manos de Cable se deslizarían por debajo de su suéter, le susurraría al oído que quería hacerle el amor, y ella le respondería…
—Aquí está el té —dijo Cable en ese momento, reapareciendo con un vaso en cada mano.
Lindsey dio un respingo cuando la profunda voz de éste la arrancó de aquella sensual ensoñación, y sintió que las mejillas se le teñían de rubor.
¿Qué diablos le estaba pasando? Se sentaba delante de una chimenea apagada y empezaba a fantasear con una noche de pasión con el sheriff del pueblo.
Por amor de Dios, tenía veintiocho años; era una mujer madura, no una adolescente.
—Gracias —murmuró tomando el vaso que le tendía Cable.
Éste se sentó en el otro extremo del sofá y se volvió hacia ella para mirarla.
—Siento mucho lo de antes; lo que le dije a la señora… como quiera que se llame la madre de esa tal Alida Ann.
—La culpa la tuvo la crema de espinacas —dijo Lindsey con sorna.
—Pues sí —asintió él—. De verdad que lo siento, Lindsey, pero es que ya no podía más.
—Sí, pero eso no va a reparar el daño que has hecho, Cable. No quiero ni pensar en cuántas personas se habrán enterado ya de lo que dijiste y pensarán que de verdad hay algo entre nosotros.
—Lo sé; lo siento —se disculpó él de nuevo.
Apuró la bebida en cuatro tragos y dejó el vaso sobre la mesita frente a ellos. Luego se puso de pie y comenzó a pasearse nervioso de un lado a otro delante de la chimenea.
Lindsey tomó un sorbo de su té con hielo y lo siguió con la mirada. Cable se detuvo un momento y se pasó una mano por la barbilla y luego por el cabello, como pensando, antes de empezar a andar otra vez arriba y abajo.
Tenía unas maneras tan masculinas…, pensó Lindsey. ¡Y el uniforme le sentaba tan bien!
Cable se paró de repente y se volvió hacia ella. Se quedó mirándola fijamente un segundo, dos, tres…
—¿Qué? —le preguntó Lindsey. Estaba empezando a ponerla nerviosa.
—Tengo un plan —le dijo Cable—. Es algo descabellado, pero quizá funcionaría. ¿Quieres escucharlo?
Lindsey dejó su vaso sobre la mesa y se cruzó de brazos antes de asentir.
—Gracias —dijo Cable. Se aclaró la garganta y comenzó a explicarse—. Cuando te conocí me dijiste que las casamenteras del pueblo también estuvieron un tiempo dándote la lata hasta que finalmente te declararon un caso perdido y te dejaron tranquila, ¿no es así?
—Así es —asintió ella.
—Lo que significa, imagino, que no tienes ningún interés en casarte, ni en tener una relación seria. Quiero decir que te gusta tu vida tal y como es y que valoras tu independencia; ¿cierto?
Era bastante más complejo que eso, pero Lindsey no tenía intención de desnudarle su alma; ni a él ni a nadie.
—Más o menos —respondió—. ¿Dónde quieres ir a parar?
Cable se sentó a su lado, girado hacia ella. Lindsey lo miró a los ojos, y aquello fue su perdición. No había duda de que eran los ojos más verdes que había visto en toda su vida, ni de que…
—Está bien. Verás, la idea es…
…ni de que su mirada era la más intensa que…
—¿Lindsey?
—¿Qué? Oh, sí, estoy escuchándote.
Cable frunció el entrecejo un momento, pero luego continuó.
—Bien. La cuestión es que yo tampoco quiero casarme. Ya estuve casado una vez y no quiero repetir la experiencia. Fue un completo desastre. Ahora vuelvo a estar soltero y así quiero seguir, así que creo que estamos en la misma «onda».
—¿Y?
—Y además como tú has dicho antes, probablemente todo el mundo en el pueblo va a creer de verdad que estamos… que somos…
—Sí, ya lo sé; ¿y qué? —lo instó ella impaciente.
—Pues que mi plan, mi linda Lindsey, es que les sigamos la corriente, que finjamos que estamos locos el uno por el otro.
Lindsey se puso en pie como un resorte y se volvió hacia él.
—¿Te has vuelto loco? —le espetó subiendo la voz.
Cable se levantó también y la asió por los hombros.
—No, Lindsey, no estoy loco —le dijo en un tono casi frenético—, pero acabaré estándolo si me encuentro una sola fuente más de estofado de atún en el porche al llegar a casa. Lindsey, por favor, te lo ruego… Piénsalo al menos, ¿quieres? Si esas mujeres nos vieran juntos en un restaurante, o en el cine, o yendo a una exposición… lo que sea, lo más probable es que nos dejen tranquilos. Es una gran idea, ¿no?
—Oh, sí, es una idea brillante —respondió ella con sarcasmo—. Sólo que… ¿no te estás olvidando de un pequeño detalle?
—¿De cuál? —inquirió él, quitándole las manos de los hombros.
—¿Durante cuánto tiempo crees que tendríamos que hacer esa pantomima? —apuntó Lindsey—. Y cuando demos por concluida la función… ¿quién te dice que no empezarán otra vez a traernos estofado de atún y galletas?