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Comprender a las generaciones más jóvenes siempre conllevó grandes dificultades. La convivencia con la tecnología y la virtualidad hacen la tarea mucho más compleja. ¿Qué quieren los jóvenes nacidos y criados en la revolución digital? ¿Con quiénes se identifican? ¿Cuáles son sus valores? Para responder estas preguntas, Damián Arabia se propuso hacer algo que pocos habían hecho: escucharlos. Como resultado de su investigación, concluyó que el principal rasgo que los une es la búsqueda de una individualidad que resguarde, sobre todo, el valor de la libertad. No quieren que los molesten, ni que pongan límites a su crecimiento. En definitiva, no quieren que les rompan las pelotas. Son, como los llama el autor, la Generación Verdad. A fin de entender su pensamiento y el mundo que se despliega con ellos, este libro analiza el nuevo vínculo con el poder, los cambios en la estructura familiar, la mirada libre e innovadora sobre el amor y los vínculos afectivos, los cambios en la educación tradicional y en el mundo del trabajo, el impacto de la tecnología en la salud mental, la oposición al Estado paternalista que, con la muletilla de ayudar, entorpece o anula la libertad, el rechazo a la moralina de la cancelación y las lógicas colectivistas. Este es un libro propositivo, que transmite esperanza y habla de futuro. Damián Arabia ofrece en estas páginas la declaración de principios de una generación con la que se identifica y que, en muy poco tiempo, tendrá en sus manos el destino del mundo.
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Seitenzahl: 245
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Damián Arabia
Arabia, Damián
No me rompan las pelotas / Damián Arabia. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-631-6632-39-5
1. Ensayo. I. Título.
CDD A864
©2025, Damián Arabia
©2025, RCP S.A.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.
Primera edición en formato digital
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto451
ISBN 978-631-6632-39-5
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Diseño de tapa: Lourdes Rodríguez
Portada
Portadilla
Legales
UN PRÓLOGO QUE ES TAMBIÉN UNA CONFESIÓN
ANÁLISIS Y PROCLAMA DE UNA GENERACIÓN
Capítulo 1 LA GENERACIÓN VERDAD
A ellos les hablo
¿Quiénes son?
Chicken or pasta
: la generación de la demanda
Un pie en el acelerador
Capítulo 2 LOS HIJOS DE LA PANDEMIA
La pandemia que los parió
Mi propia vivencia
La libertad sin barbijo
Capítulo 3 EL CELULAR Y EL PODER DE LAS REDES
Del ratón al mou se: la velocidad de la peste
El poder en red y el poder (en)redado
El comienzo de la revolución
Cuando el poder cabe en una mano
Capítulo 4 EDUCACIÓN Y TIPOS DE FAMILIA
Los cambios en la educación, el fin de m’hijo el dotor
¿Curso mata carrera?
Pensemos con inteligencia (con IA)
De perrijos, gatijos y otros hijos
Capítulo 5 SALUD MENTAL, ESPACIOS DE PERTENENCIA Y CRISIS DE IDENTIDAD
La pérdida de las identidades colectivas
El lado B: la salud mental
El mundo, ese “no lugar” que no tiene tiempo
Por dónde no
Capítulo 6 ALGORITMO, LENGUAJE Y TRANSPARENCIA
Sesgo de confirmación
El cambio en el lenguaje y los memes
La transparencia y autenticidad como valor central
Capítulo 7 AUGE Y CAÍDA DE LA CULTURADE LA CANCELACIÓN
El humor es algo muy serio
La reescritura de las historias
La fama, ese castillo de naipes
La hora woke
Aceptar el pensamiento que odiamos, una tarea de cada uno
Capítulo 8 NÓMADES, AUTÓNOMOS, INFORMALIDAD Y EL NUEVO MUNDO DEL TRABAJO
NomaTech
Emprendedores
La economía dual: una aproximación a la informalidad
La necesidad de repensar las instituciones
Capítulo 9 LA CAÍDA DEL ESTADO TODOPODEROSO
De bienestar a malestar
Los Estados por escalera, el mundo por ascensor
Transparencia y velocidad
Capítulo 10 DEMOCRACIA 5.0, EL UBER DE LA POLÍTICA
La pared de vidrio y el vórtice del tiempo
A todo proceso le llega su Uber
Democracia verdad
Protagonizar su propia democracia
Político robot
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
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Tabla de contenidos
Comienzo de lectura
A quienes todos los días, en alguna parte del mundo, pelean por ser ellos mismos y vivir en libertad.
Empecé a escribir este libro ocho veces. Como si fuera un automóvil, arrancaba y lo dejaba. Insistía una y otra vez y abandonaba a poco de andar en cada intento. Avanzaba unas cuadras y volvía al punto de partida. Pensé en no conducir, pero siempre volvía a intentarlo.
Escribir un libro es pretender conducir un coche que tiene sus propias trampas. Un trabajo titánico que exige tiempo, muchas horas de lectura y otras tantas de borradores que se escriben, se describen, se abandonan, se reciclan.
¿Sería yo el chofer de este libro o él me llevaría por donde quisiera?
Me enfoqué en el desarrollo y me concentré en este viaje. Porque escribir un libro es, finalmente, un trabajo de autoconocimiento.
Para usar la palabra debía, necesariamente, escucharme primero. El valor del silencio, de la concentración, de instalarme en el aquí y ahora, sin pensar en reuniones programadas ni agendas exigentes.
Advertí que recurría a Instagram, X o TikTok con el mismo propósito con el que alguien abre la heladera: no porque tenga hambre, sino porque sí. Por las dudas. Por inercia.
Abandonar el celular y concentrarme en el teclado me permitió escribir el primer párrafo. Y el libro, como cuando la llave gira y se escucha el ruido del motor, por fin arrancó.
La segunda lección es que, para avanzar, necesitaba conocer el camino.
Tener temas para desarrollar, proponer ideas, analizar situaciones y relatos de la vida cotidiana. ¡No hay problema! ¡Tengo mucho que decir!
Pero pronto advertí lo difícil que resulta conducir cuando hay tantos caminos que se bifurcan. Y son todos interesantes, complejos, necesarios para llegar a mi destino. Quería hablar de un tema y se asomaban otros, y me seducía un tercero y aparecía el cuarto… me encontré con un rompecabezas en el que todas las fichas eran indispensables, pero no encajaban unas con otras.
Todos los temas eran fundamentales para explicar mi tesis y, sin embargo, no podía encastrar unos en otros.
Así volvía, otra vez, al punto inicial. Pero tuve la suficiente decisión y no me rendiría tan fácil.
Escribir es un proceso que tiene, también, su magia. Decidí dejar el timón, entonces, en el proceso mismo. Que sea la escritura la que me lleve a mí y no al revés.
En mi primer año como diputado, cuando llegué a la banca, me concentré en trabajar para ese grupo complejo, heterogéneo y huidizo llamado “jóvenes”.
Etiquetar a un grupo social bajo el paraguas de “jóvenes” es como pretender censar todos los peces del mar. Había tantos temas que podrían interesarles como personas. Sus gustos, aficiones, preocupaciones, elecciones y sentimientos eran imposibles de catalogar en un solo hashtag, #Jóvenes.
“Que esto no les gusta”, “que prefieren aquello”, “que no saben nada”, “que se las saben todas”… Oraciones como estas escuchaba en reuniones de analistas y especialistas al analizar ese perfil social.
Al final, de tanto devaneo social saqué tres conclusiones:
Primero, que esa etiqueta que había armado (“los jóvenes”) incluía al 40 % de la población mundial.
Segundo, que era muy complejo llegar a interpretar qué querían o qué no querían esos jóvenes. Sucedía que no tenían el más mínimo conocimiento sobre qué querían o dejaban de querer esos jóvenes. No los entendían.
Tercero, y esto quizás sea lo más importante, que tampoco había un interés real por comprenderlos.
El mundo había cambiado demasiado y a las generaciones anteriores a esta les costaba engancharse con lo que les estaba pasando.
Los cambios generacionales siempre conllevan un esfuerzo para comprender lo que viene. Pero, esta vez, el salto fue demasiado alto, salió de la dimensión conocida, se internó en la virtualidad y cambió el devenir de la historia. No fue por mala voluntad: simplemente, el cambio los excedió. Y, como no entendían, dejaron de escucharlos. Poca gente los escucha de verdad, tendiendo puentes de conexión para saber cuáles son sus sentimientos, qué se preguntan ante los desafíos de la vida, cómo ven el mundo, a qué temen.
Escuchar es el primer puente para conectar con el otro. No importan las diferencias de edad, de pensamiento o de ver la realidad, si escuchamos, entendemos.
Y esto me lleva a un recuerdo personal. Cuando era chico, mi papá estaba (como siempre) con su conjunto de herramientas, concentrado en arreglar algo. Yo, a su lado, observaba y trataba de aprender. Un día le pregunté si podía usar el martillo para clavar algo en la pared. Mi padre me dijo que sí y se ofreció a ayudarme. “No hace falta —le dije—, puedo solo”. El final de la historia es previsible: un clavo errado, martillazo y dedo con moretón.
Pero no derramé ni una lágrima. Porque lo había intentado, y él, aunque con recelos, me había dejado intentarlo solo. Valió la pena. Él me había escuchado.
Así que empecé por el mismo lugar, escuchándolos. Comencé a hacer una serie de entrevistas y encuestas por Instagram: primero muy rudimentarias y, luego, más sistematizadas y complejas. Tomé nota. Me interné en los mares de la web y tomé litros de mate con ellos. Buscaba la información que necesitaba. Buscaba un patrón hasta que descubrí que no existían “modelos” de jóvenes.
No había rasgo generacional, miradas únicas, caminos masificados.
Eran personas, individuos, y como tales se comportan.
No seguían moldes heredados ni máximas compradas a otras generaciones.
Si algo los unía, eso era, justamente, la individualidad.
Cada uno con su propia mirada del mundo, con intereses hipersegmentados, buscando una individualidad que protegiera, por sobre todos los valores, el de la libertad.
No querían que nadie los molestara. Que pusieran límites a sus sueños.
Así como el mundo es, para ellos, un lugar sin fronteras, no querían gobiernos, grupos sociales ni condiciones para su propia e individual expansión. Si algo requerían, era más libertad. Querían tomar el martillo y dar en el clavo. Y si se golpeaban… ¡mala suerte!
Empecé mi camino intentando comprenderlos y me encontré reflejado en sus certezas y en sus dudas. Como ellos, tenía tanto para contar, tanto que decir en un mundo donde la palabra es tan necesaria como el agua.
Sentí que eran valientes por animarse a desprenderse de los corsés heredados y las herencias limitantes.
Querían vivir libre y genuinamente, sin la mirada rectora ni censuradora de nadie.
Manejar su propio vehículo, metafóricamente, y para eso darían llave al motor las veces que fuera necesario hasta lograr que arranque.
El camino es fascinante en todos sus tramos y lo mágico de ser y pensar como jóvenes es que se puede redescubrir en cada etapa. Aprender de lo recorrido para abrir nuevos horizontes.
Cuando comprendí la profundidad de ese pensamiento, me senté, finalmente, a escribir.
Y dejé de borrar.
Vamos a ver (y a proclamar) cómo se reinterpretan las prioridades en todos los ámbitos: el vínculo con el poder y cómo los celulares lo alteraron; los cambios en la estructura familiar, y su mirada libre e innovadora sobre el amor, la paternidad y los vínculos afectivos; los cambios en la educación tradicional, el emprendedurismo y el mundo del trabajo y la mirada de una economía ordenada por la demanda en lugar de la oferta; la destrucción de los espacios de pertenencia, las identidades y el impacto en la salud mental; el rechazo al Estado paternalista o autoritario que, con la muletilla de ayudar, entorpece o anula la libertad; el rechazo a la moralina de la cancelación y las lógicas colectivistas; la interpretación de los tiempos políticos y la democracia. Todo acelerado por la experiencia traumática de la pandemia.
Mi primera reflexión es casi un reto personal.
Estoy escribiendo de y para una generación que posiblemente no tenga ganas ni intención de leerme. Y que si finalmente se involucra en la lectura, lo hará con cierta desconfianza y hasta con un gesto de indiferencia, más dispuesta a refutar que a avalar mis hipótesis.
La primera palabra que nos une como autor y lector es no.
No te creo.
No es verdad.
No es así.
No me jodas.
Sin embargo, y a pesar de los no, este es un libro propositivo, que transmite esperanza y habla de futuro.
Cada no está acompañado de un sí. Porque para entender cómo ha cambiado el mundo, primero tenemos que confrontar con nuestros propios cambios.
Hace un siglo, el científico Nikola Tesla predijo que el mundo se convertiría en un gran cerebro. De alguna manera, su profecía se cumplió: hoy internet es una gran usina de neuronas y bits que generó una revolución tan o más drástica que la industrial. Tan aluvional fue ese cambio que esa unidad de información básica —el bit— evolucionó hasta llegar al zettabyte. Tan vasto es ese universo digital que hoy una película HD que ocupe 1 ZB duraría… 36 millones de años.
Ahora, a esa revolución que generó internet, y luego las redes sociales, se le suma la de la inteligencia artificial, que cambiará los paradigmas de la civilización, sus hábitos y sus conductas (no solo digitales, sino también analógicas). A tal punto que no será la IA la que se incorpore al mundo cotidiano de las cosas y el conocimiento, sino exactamente al revés: todo lo conocido navegará y se adaptará a ella.
En esta nueva perspectiva que nos ofrece la interconexión entre las personas, los países y los negocios, el mundo se expande en un nuevo Big bang. Así como sucedió con el ferrocarril en 1800, con la imprenta en el 1400, el hombre se sube a la tecnología para ampliar su mirada sobre el mundo y las cosas.
Con internet, ese campo visual se abrió a límites impensados. Y, lo más increíble, esa expansión cabe en el bolsillo de un pantalón, en un dispositivo básico y superinteligente, capaz de reemplazar las funciones de otros aparatos y ordenar, en el amplio sentido del término, el mundo de las cosas: el celular.
El smartphone es también un símbolo de cómo la persona provoca y sostiene su propia revolución interna. Es protagonista de este nuevo mundo porque el cambio es, sobre todo, individual.
El “cerebro” inalámbrico que rige el mundo virtual influye sobre los hábitos cotidianos, el vínculo con los pares, con la familia, con los planes para el futuro, en su sexualidad, su carrera, su conducta y hasta un replanteo profundo de sus valores morales.
Una legión de jóvenes, los nacidos y criados en la revolución digital que veremos más adelante, ya nació con esta impronta. El sentido de este libro es, justamente, encontrarnos con su pensamiento, revalorizarlo y entender que detrás de cada no me rompan las pelotas hay un nuevo mundo en potencia que se despliega día a día.
Este libro se plantea, también, como un texto de fusión y alquimia de pensamientos disímiles, que toman fuerza al generar un debate fecundo y sustancial. La única condición que me exijo como autor es que todo lo que se diga y exponga sea desde el estrado —o el púlpito, si queremos expresarlo en términos religiosos— de la verdad.
Porque este libro aspira, además, a ser una declaración de principios representativa de una generación que emergió en plena pandemia del coronavirus y que hoy ya iza su propia bandera.
Jóvenes capaces de influir en un mundo que ha borrado hasta las arbitrarias y categóricas barreras de Oriente y Occidente. Ese binomio abstracto, que antes era útil para diferenciar la democracia del totalitarismo, ya quedó vetusto. De hecho, Japón, Australia o Nueva Zelanda son hoy baluartes del mundo libre y están en Oriente, mientras que la Cuba de los herederos de los hermanos Castro, la Venezuela de Maduro y la Nicaragua de Ortega son tres autocracias plantadas en el corazón de América Latina y bajo la órbita de Occidente.
Y cuando sostengo que es necesario “partir desde la verdad”, no lo hago desde la verdad filosófica, como lo plantearon a lo largo de la historia Platón, Aristóteles o Sócrates. Sino de la verdad de cada uno, en el sinceramiento personal que marca una postura frente a los desafíos del mundo.
Cuando, en 1637, Descartes propone su famosa frase “Pienso, luego existo”, abrió la puerta a una manera también revolucionaria de entender al ser humano: desde su propia, única y auténtica autonomía individual.
El hombre como eje, como centro del pensamiento y de las emociones, responsable absoluto de sí mismo, se ubicó en el corazón de la historia y comenzó a transformarla.
A lo largo de este libro, veremos cómo estamos en el punto más auténtico de su libertad y su individualidad, con el poderoso aliado de la tecnología y su “arma revolucionaria” en el bolsillo, que construye un mundo nuevo. En ese sentido, este texto pretende ser análisis y proclama.
Vamos a ver (y a proclamar) cómo se reinterpretan las prioridades en todos los ámbitos: el vínculo con el poder y como los celulares lo alteraron; los cambios en la estructura familiar, y su mirada libre e innovadora sobre el amor, la paternidad y los vínculos afectivos; los cambios en la educación tradicional, el emprendedurismo y el mundo del trabajo, y su mirada de una economía ordenada por la demanda en lugar de la oferta; la destrucción de los espacios de pertenencia, las identidades y el impacto en la salud mental; el rechazo al Estado paternalista o autoritario que, con la muletilla de ayudar, entorpece o anula la libertad; el rechazo a la moralina de la cancelación y las lógicas colectivistas; la interpretación de los tiempos políticos y la democracia. Todo acelerado por la experiencia traumática de la pandemia.
Y los llamo, genéricamente, Generación Verdad. Porque si hay algo que los atraviesa en todos los campos de la vida, es que son auténticos y genuinos. Repelen la hipocresía, la doble vara y la insinceridad.
Se trata de la generación que tendrá en sus manos —en menos de una década— los destinos del mundo, en contrapuesto reflejo a sus padres, los que intentaron moldearlos —sin éxito aparente— a su imagen y semejanza.
De tanto escuchar y ver las repetidas fórmulas arcaicas que no funcionaron, hoy se tatuaron en la piel la desconfianza hacia todo aquel que les prometa un pasaporte al paraíso, sean políticos, gurúes o sacerdotes. Y recelan de todo aquel que invada su áurico espacio personal.
Básicamente, porque la dieta política, social y económica servida en sus mesas estuvo saturada de promesas incumplidas, estereotipos vacíos de contenido, imágenes de líderes mesiánicos que prometían el cielo en la tierra con una artillería dialéctica siempre inconducente.
Son individualistas, pero de ninguna manera los definiría como personas apáticas o desinteresadas por el otro, en el sentido peyorativo que se le suele dar al término.
En todo caso son egoístas tal cual lo define la filósofa liberal Ayn Rand. Me refiero al concepto que ella rescata del significado exacto de la palabra egoísmo, tal y como la define el diccionario: la preocupación por los intereses personales. Aquella persona que se prioriza, que anhela la felicidad y el desarrollo personal, y que no lo hace desde decisiones caprichosas, sino utilizando la razón, el pensamiento, para elegir racionalmente qué es lo mejor para su propia vida, y cuyo límite no es otro que los derechos y libertades de los otros. Ni más ni menos. No me rompan las pelotas.
En La virtud del egoísmo, Ayn Rand le pone título a esta mirada filosófica de la vida y la denomina objetivismo. Revaloriza sin dudar el valor profundo que tiene la persona como ser individual, que se hace cargo de su cuerpo, su mente, su alma, sus deseos, sus anhelos y sus acciones.
Cuando una persona tiene claras sus metas y sus potencialidades, no necesita juzgar al otro, al que respeta, por cierto, en su propia alteridad.
En los años 60, los jóvenes buscaban un mundo de “paz y amor” que los diferenciara del estancamiento social de sus padres. No sabían muy bien qué querían, pero estaban seguros de que ese acartonamiento que imperaba en la generación que los precedía no era para ellos.
De aquel molde nacieron los arquetipos morales y sociales que cincelaron a las sociedades en la segunda mitad del siglo XX. Pero aquella fue una lógica colectivista. La rebeldía se extendía como un gran océano de ideales y deseos sin fronteras, y las banderas que enarbolaron los identificaban como grupos de pertenencia. No había “yo”, había “nosotros”.
Cuando hablo de “generaciones”, lo hago como un modo de graficar un momento histórico determinado marcado por hitos como las guerras, las revoluciones tecnológicas o el avance del consumo, por nombrar algunos ismos.
Hoy estamos frente a una generación que quiere que no se metan con su vida, que los dejen ser. Son jóvenes que fueron esmerilando la conciencia colectiva —si es que tal categoría existe— hasta encontrarse con un tesoro y un secreto.
El tesoro son ellos mismos; el secreto, que solamente desde el movimiento interno, asociado a los propios valores y deseos, racionalizados y reflexionados, se llega a una nueva forma de encontrarse y vincularse con el otro.
A riesgo de espoilear al lector, me voy a anticipar diciendo una conclusión a la que arribaré en las siguientes páginas, afirmando que, mientras la política no tome nota de este cambio, que es paradigmático y cultural, el llamado choque intergeneracional seguirá provocando incomprensión, intolerancia y confusión.
El pedido no es un insulto. Es irreverente por lo categórico. No es caprichoso: es un grito de autenticidad, de revalorización personal.
Sus cerebros se adaptaron, como nunca en la historia de la humanidad, en menos de una década, a los nuevos formatos de negocios que aluvialmente les ofrece internet, a un capitalismo más libre y con menos barreras que les permite mayor autonomía y a los formatos de estudio virtuales o de modalidad mixta, más cortos y concretos, con absoluta naturalidad.
Y no es lo único. Ellos comprendieron, antes que las “sociedades analógicas”, que el nuevo orden mundial se ordena a partir de la demanda, no de la oferta. Por lo tanto, es el tiempo de la competencia, la descentralización y la particularización (segmentación).
Y esa particularización llegó también a todo el resto de los ámbitos de la vida cotidiana: el amor, la amistad, la familia, la religión, la sociabilización, los miedos.
Me identifico a mí mismo como representante de esa nueva generación con la que empatizo, observo, y con la que me concientizo. Soy un curioso aprendiz de esa cosmovisión y comparto con ellos una forma de comprender y reinterpretar el mundo, que me parece más real que la que yo mismo heredé de estructuras ya obsoletas.
Entiendo, claro, que para ellos yo pueda ser un exponente más del engranaje de aquello que llaman El Poder, una abstracción dialéctica que nada significa si no lo traduzco en hechos, en acciones concretas.
Pero tengo muy claro que mi poder (si es que existe) no es el de aquel que busca adoctrinar a una masa seducida por la oratoria. Ese tipo de pensamiento termina resquebrajando el mismo futuro porque impide llegar a nuevos acuerdos y parte de una imposición a la que esta generación no suscribe.
Se trata más bien de una especie de poder horizontal (entre pares), que no cree en proclamas vacías de contenidos, sino que busca un retorno a la persona y a la influencia que ella es capaz de tener. Porque hasta ahora se ha entendido el consenso como un promedio, una negociación: si vos querías 10 y yo 1, partimos en 5.
En el renacer del individuo, el consenso es que podemos no ponernos de acuerdo y, por ende, la solución es que estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo. Y es desde este lugar, del respeto irrestricto por la cosmovisión, el sentir, el pensar y el proyecto de vida del otro, desde donde podemos volver a encontrarnos y vincularnos.
No me rompan las pelotas quiere decir, también, que no quieren perder tiempo porque lo consideran un bien muy valioso, por eso eligen la verdad cruda y dura. Directa. Quieren sacarse de encima los latiguillos y las retóricas que no dicen nada a fin de cuentas. Largos discursos vacíos de contenido terminan convirtiéndose en una pérdida irreparable. No es casualidad que los posteos en redes sociales tengan límites de caracteres muy precisos. En X, un usuario común puede opinar en apenas 280 caracteres. En Instagram, la previsualización es de 125 caracteres y, en TikTok, apenas de 120 letras y espacios.
No tienen problemas en debatir, pero son más reacios a cambiar de idea cuando no hay argumentos que los hagan replantear su postura. Su verdad no la cambian por un pensamiento políticamente correcto.
Esta nueva forma de ver el mundo cambió las lógicas más elementales de la vida. La Generación Verdad rompió el paradigma de ese viejo razonamiento del mundo analógico, en el que había un mandato no escrito que prescribía —como una fórmula matemática— que los jóvenes tenían que primero estudiar para luego casarse y, más tarde, tener hijos, formar una familia y en paralelo hipotecarse para conseguir la recompensa de la casa propia.
Ese prototipo de modelo de vida se fue deshilachando hasta llegar a un presente en el que las prioridades son unipersonales y orientadas a objetivos tan diversos como particulares. Ya no hay recetas únicas ni genéricas.
No es que estén enfrentados a la sociedad, simplemente transcurren a través de ella con nuevos códigos y hábitos de conducta.
Hoy, el 25 % de la población mundial y el 30 % de los trabajadores del mundo, según la proyección del Pew Research Center, pertenecen a este grupo de jóvenes. Todos nativos digitales, con lo que significa esa nueva perspectiva. Incomprendidos, es lógico, por las generaciones “analógicas”, que siguen otros patrones.
Y lo aclaro porque es necesario: no se trata de jóvenes altaneros e insensibles. Al contrario. Sus ideales están más claros que nunca y sus causas son defendidas a golpe de acciones concretas.
Eso sí, es muy importante aclarar que ellos (y nosotros, porque me siento parte) solo están preocupados por los temas que de verdad les importan. No compran agendas ajenas y a paquete cerrado ni se alinean con propósitos en los que no creen por sí mismos.
Aman las causas nobles y se apegan a ellas, pero en vez de sumarse a entidades u organizaciones lo hacen cambiando su propia vida y contando su propia historia, fortaleciendo sus vínculos, eligiendo sus hábitos, cultivando sus costumbres. Y sin hashtags. Detestamos las etiquetas y que nos cuelguen rótulos. Y menos aún de colectivos que, en su gran mayoría, esconden motivaciones político-ideológicas que nada tienen que ver con los intereses concretos.
En ese sentido, creo que es una generación de jóvenes fuertes y seguros de sí mismos, que han aprendido a convivir en su rutina con palabras como “incertidumbre” o “inseguridad”, que han generado alta inmunidad a las críticas y que reaccionan de manera categórica y taxativa cuando sienten que los discriminan o ridiculizan.
La pregunta que ellos más escuchan es: ¿qué les pasa por la cabeza? y la podrían responder de mil maneras diferentes. Pero a veces prefieren el silencio porque la brecha comunicacional se amplificó no solo por la edad sino por todos los otros hábitos que aparejó la tecnología.
Siempre hubo saltos generacionales, pero esta vez el salto fue con trampolín. ¿Cómo explicar que pueden preferir las redes al teléfono o el cara-a-cara? ¿Cómo decir que ya los partidos políticos no los representan, que creen que pueden armar una mochila y mudarse a cualquier parte del mundo o que son capaces de adoptar un gato y organizarle una fiesta de cumpleaños como si fuera un hijo?
Siempre desde la propia mirada de los hechos. Desde la verdad. Sin edulcorantes, sin la palmada política que los empuja a un mundo de fantasía y de logros utópicos. Ellos ven el mundo desde el panóptico de las redes sociales y de un entorno que tiene dos carriles: el físico y el virtual, pero ambos conforman la misma autopista. Y se cambian de uno a otro, como hábiles conductores de Fórmula Uno, con total seguridad, sin dudar, alineados con lo mejor de cada mundo.
Pueden amar, estudiar, discutir, votar, convocar, brillar, reír, llorar y vivir como animales anfibios que salen del mar virtual y se meten al barro del territorio y viceversa con total naturalidad.
No creen en la dualidad del mundo tecnológico/analógico porque ya nacieron inmersos en ambos y, por lo tanto, los perciben como una unidad. Las herramientas de la tecnología les son tan familiares como el tenedor con el que se llevan el alimento a la boca. Bajar una app les consume el mismo tiempo, esfuerzo y concentración que cepillarse los dientes.
Pasan buena parte de la vida frente a una pantalla, que es la de su celular, porque todo (calculadora, despertador, equipo de música, streaming, teléfono, álbum/cámara de fotos) está ahí.
Por algo viven pegados a él. Según las estadísticas, (1) seis horas y cuarenta minutos es el tiempo promedio diario que las personas pasamos en internet en todo el mundo. Mientras que en países como Brasil, Argentina, México y Colombia superamos las ocho horas diarias, Japón ocupa el último lugar, con un promedio de tres horas y 56 minutos. En los países mencionados por encima de la media, dicho de otra forma, un tercio del día dormimos, un tercio vivimos virtualmente y un tercio vivimos analógicamente.
¿Qué hacen en ese tiempo? Conversan, aman, viajan, tiktokean, se informan, escuchan música, ven reels, sacan fotos. Viven.
La fe, la política, la familia, la amistad, la pareja, el sexo, todo se redefine al tiempo que ocurre física y virtualmente.
Socializan desde sus propios espacios y a sus propios tiempos. Ya los clubes, escuelas, academias, comités, o centros estudiantiles no son espacios de encuentro y de socialización, o al menos no los preferidos. De hecho, lo son cada vez menos. Los lugares de pertenencia están deshabitados.
Y así como los espacios se redefinieron, también lo hizo el tiempo. Ya no existen momentos puntuales para vincularse con otros. Los celulares —el núcleo de información, entretenimiento y socialización con el que se nutren casi en forma excluyente— están en permanente ebullición. Y casi es literal. A deter