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Desde el nacimiento oficial del anarquismo organizado en el Congreso de Saint-Imier de 1872, ninguna formación anarquista se ha visto sujeta a una tergiversación tan flagrante como la Federación Anarquista Ibérica. La FAI era un grupo de militantes del siglo xx dedicado a mantener el sindicato más grande de España, la CNT, en un camino revolucionario y anarcosindicalista. Esta obra posee dos dimensiones. La primera es descriptiva e histórica: repasa la evolución del anarquismo en España y su relación con el movimiento obrero en general y, al mismo tiempo, permite comprender mejor las ideas que convirtieron al movimiento obrero español en uno de los más revolucionarios de los tiempos modernos. La segunda es analítica, puesto que el libro trata -desde una perspectiva anarquista- el problema de entender y saber sobrellevar el cambio en el mundo contemporáneo.
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Seitenzahl: 427
Veröffentlichungsjahr: 2011
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¡NOSOTROS, LOS ANARQUISTAS!
UN ESTUDIO DE LA FEDERACIÓN
ANARQUISTA IBÉRICA
(FAI) 1927-1937
Stuart Christie
Traducción de Sofía Moltó Llorca
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto químico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per miso previo de la editorial.
Título original: We, the Anarchists: A Study of the Iberian Anarchist Federation (FAI) 1927-1937
Edición publicada por AK Press, Oakland, West Virginia, 2008
© Stuart Christie, 2008 © De esta edición: Universitat de València, 2010
© De la traducción: Sofía Moltó Llorca, 2010
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Diseño del interior y maquetación: Inmaculada Mesa
Ilustración de la cubierta: Arxiu Fotogràfic de Barcelona
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-370-7848-9
Realización ePub: produccioneditorial.com
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
I. ORÍGENES: 1872-1910. LA PRIMERA INTERNACIONAL
II. LA CONFEDERACIÓN NACIONAL DEL TRABAJO (CNT) 1910-1923
III. LA DICTADURA 1923-1927
IV. LA FEDERACIÓN ANARQUISTA IBÉRICA (FAI) 1927
V. OBJETIVOS FUNDACIONALES
VI. ¿SOCIEDAD SECRETA, ELITE REVOLUCIONARIA?
VII. ¿SECCIÓN DE TRABAJOS SUCIOS?
VIII. ¿UNA CNT PARALELA?
IX. SINDICALISMO CONTRA ANARCOSINDICALISMO
X. 1930 – UN INSTRUMENTO REVOLUCIONARIO
XI. LA REPÚBLICA BURGUESA
XII. VUELVEN LOS «AGITADORES»
XIII. 1931 – EL CONGRESO DEL CONSERVATORIO
XIV. «EL MANIFIESTO DE LOS TREINTA»
XV. 1932, INSURRECCIÓN– LA GIMNASIA REVOLUCIONARIA
XVI. CRISIS DE LEGITIMIDAD
XVII. EL CAMINO A 1936
XVIII. DICIEMBRE 1933– ¿MILENARISTAS O «MILITANTES CONCIENCIADOS»?
XIX. LLEGAN LOS «PLANIFICADORES»
XX. INTERREGNO: 1934-1935
XXI. COMPLOTS, PLANES Y EL FRENTE POPULAR
XXII. 19 DE JULIO DE 1936
XXIII. LA FAI PATAS ARRIBA
ÍNDICE ALFABÉTICO
INTRODUCCIÓN
Gracias a las banalidades de los charlatanes, ya ni las oraciones pueden salvarnos: ningún reproche es demasiado amargo para nosotros, ningún epíteto demasiado insultante. Los oradores que hablan de temas sociales y políticos creen que insultar a los anarquistas es una estrategia infalible para ganarse la aprobación popular. Se nos acusa de todos los delitos imaginables, y a la opinión pública, demasiado indolente para buscar la verdad, se la convence fácilmente de que la anarquía es sinónimo de maldad y caos. Abrumados por el oprobio y acostumbrados al odio, nos tratan de acuerdo con el principio de que el sistema más seguro de acabar con alguien es darle mala fama.
ELISÉE RECLUS
Desde el nacimiento oficial del anarquismo organizado en el congreso de Saint Imier de 1872, ninguna organización anarquista ha soportado mayor oprobio o ha sufrido más distorsión que la Federación Anarquista Ibérica, más conocida por sus iniciales: FAI. Aunque las palabras recogidas más arriba del geógrafo anarquista Elisée Reclus son casi cincuenta años anteriores a la FAI, podrían haber sido escritas como epitafio de dicha organización.
La hostilidad de los comentaristas políticos de extrema derecha hacia los movimientos revolucionarios de la clase trabajadora no es nada sorprendente y no hace falta que nos paremos a comentarla. La siguiente cita se incluye sólo como ejemplo de cómo los comentaristas autoritarios intentaron manipular la actitud popular hasta el extremo de presentar a la FAI, punto de encuentro para los defensores de la constitución anarquista de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarcosindicalista español, como el responsable de la discordia y el epicentro de una conspiración absurdamente violenta.
La otra (gran corporación) aglutina a los hombres que profesan doctrinas anarcosindicalistas y se llama Confederación Nacional de Trabajadores, también conocida como la CNT. Su comité rector, la FAI (Federación Anarquista Ibérica) lleva un nombre que infunde el terror en el corazón de la mayoría de los españoles. Si «despiadada» es el calificativo apropiado para la UGT, el adjetivo «sanguinaria» no basta para describir a la FAI. Los miembros de ambas asociaciones son reclutados con métodos que se parecen más a la coacción que a la persuasión, muy frecuentemente a punta de pistola. Los inscriben en las listas sin tener en cuenta su oficio. Las dos organizaciones suministran pistoleros para crímenes sociales, votantes para las elecciones y milicianos para el frente. Esas tres parecen ser las únicas actividades de la UGT, la CNT y la FAI. Pertenecer a cualquiera de ellas justifica la vehemente sospecha de criminalidad: la pertenencia a la última la corrobora.
Las posturas actuales con respecto a la FAI básicamente han sido fruto, y siguen siéndolo, de las obras de los historiadores liberales y marxistas. Más sofisticadas que las de Arnold Lunn, sus opiniones, tal como el analista americano Noam Chomsky ha observado, siguen contando con el respaldo «de la convicción ideológica, y no de la historia o la investigación de los fenómenos de la vida social».
Este estudio surgió de de mi irritación al ver que los mismos mitos y distorsiones sobre el papel milenarista o manipulador de la FAI en su simbiótica relación con la CNT continúan circulando indiscutidos. También era mi intención establecer que tanto los comentaristas políticos indolentes como los inteligentes han intentado difamar a la FAI –y al anarquismo español en general– distorsionando cínica o involuntariamente las pruebas históricas disponibles. Que lo hicieran para reforzar sus propios prejuicios políticos, para refutar las teorías de sus enemigos, por mera ignorancia o con mala intención es irrelevante; lo que sí me interesa es que historiadores aparentemente diligentes adoptasen y perpetuasen habladurías y afirmaciones absurdas como las propagadas por Arnold Lunn –sin ni siquiera intentar diferenciar realidad y ficción. Eso es más que una simple infracción de las reglas de las hipótesis históricas. El hecho de que no apliquen las reglas de la evidencia en el caso contra la FAI no sólo perjudica al caso, sino que también suscita serias preguntas con relación a su honradez intelectual y moral.
Para comprender plenamente bien el papel y la función de la FAI, antes es crucial entender tres cosas:
1. Que el anarquismo sedujo a una parte importante de la clase obrera española porque reflejaba y articulaba valores, estilos de vida y relaciones sociales que existían en la base de la sociedad española.
2. Que la influencia ideológica predominante en el seno de las principales organizaciones sindicales españolas entre 1869 y 1929 fue el anarquismo.
3. Que la «minoría concienciada» de militantes que fundó y sostuvo a sus sindicatos durante largos periodos de represión implacable y a menudo sangrienta estaba formada por anarquistas que, mediante la revolución social y la introducción del comunismo libertario, pretendían conseguir una sociedad justa y equitativa, sin clases y sin estado, objetivos morales que les llevaron a enfrentarse no sólo al estado y a los empresarios, también a los líderes de su propio sindicato, cuyos objetivos inmediatos eran materiales.
Este libro tiene dos dimensiones. La primera es descriptiva e histórica. Describe la evolución del movimiento anarquista organizado en España y su relación con el movimiento sindicalista en general. Al mismo tiempo, analiza las principales ideas que hicieron que el movimiento sindicalista español fuera uno de los más revolucionarios de los tiempos modernos. La segunda dimensión es analítica e intenta tratar, desde una perspectiva anarquista, lo que para mí es el problema especialmente relevante de comprender los cambios del mundo contemporáneo: ¿Cómo pueden sobrevivir los ideales al proceso de institucionalización? Si eso no es factible, al menos debemos ser capaces de identificar los puntos de inflexión para poder contrarrestar el proceso.
Al examinar la historia de la CNT y la FAI resulta evidente que las organizaciones anarquistas, como todas las organizaciones y civilizaciones anteriores a ellas, están sujetas a un proceso de auge y declive. Cuando consiguen sus objetivos específicos, incluso las organizaciones libertarias más comprometidas y más directamente democráticas degeneran rápidamente. Dejan de ser instrumentos sociales diseñados para satisfacer necesidades sociales reales y se transforman en instituciones que se autoperpetúan, con trayectorias y objetivos propios, diferentes y opuestos a los objetivos que provocaron su fundación.
Mi principal argumento es simple: en pocas palabras, que mientras la dictadura de Primo de Rivera empezaba a irse a pique en 1927, estalló un conflicto entre la directiva no anarquista y las bases anarquistas de la Confederación (anarcosindicalista) Nacional del Trabajo (CNT). Los líderes, es decir, los miembros de los comités regionales y nacional de la CNT, convertidos en intermediarios entre el trabajo y el capital desafiaron abiertamente a los objetivos ideológicos de la «minoría concienciada» con el propósito de modificar la constitución anticapitalista y antiestatista federalmente estructurada de la CNT para competir con la Unión (socialista) General de Trabajadores (UGT) por la hegemonía sobre la clase obrera española. En su opinión, la causa de los trabajadores sólo progresaría cuando todos los trabajadores pertenecieran a su sindicato, algo que únicamente podría lograrse funcionando en el marco de los parámetros legales del sistema capitalista y estatista.
Para la «minoría concienciada» de anarquistas, eso amenazaba con transformar a la CNT, arma revolucionaria que podía eliminar la miseria de la vida diaria, en un sindicato reformista que sólo serviría para perpetuar y legitimar la explotación del hombre por el hombre. Los militantes anarquistas que constituían las bases de la CNT reaccionaron fundando la Federación Anarquista Ibérica, una asociación ad hoc de estructura federal cuya función era reafirmar el carácter revolucionario del anarquismo y servir de punto de partida para la defensa de los principios antipolíticos y de los objetivos inmediatos del comunismo libertario de la CNT. En 1932, la amenaza reformista fue eliminada –¡democráticamente!– y los anarquistas de la clase obrera que habían hablado en nombre de la FAI (aunque muchos de ellos, como García Oliver y Durruti nunca estuvieron afiliados a la FAI) volvieron a la actividad sindical diaria a nivel de federación local o participando en las conspiraciones y acciones revolucionarias del Comité de Defensa Confederal.
Pero en vez de disolverse, o de limitarse a servir de enlace entre los grupos de agitación o propaganda autónomos, a mediados de 1933 la FAI pasó a manos de un grupo de intelectuales desarraigados y de economistas liderados por Diego Abad de Santillán, un hombre para el que las teorías abstractas tenían prioridad sobre las experiencias prácticas de los trabajadores. Con la llegada de la Guerra Civil española tres años más tarde, la FAI abandonó toda pretensión de ser un órgano revolucionario. Del mismo modo que la directiva de la institucionalizada CNT había desbancado a la propia organización entre 1930 y 1932, la FAI se convirtió, a su vez, en una estructura de intereses creados que frenó la actividad revolucionaria espontánea de las bases y reprimió a la nueva generación de activistas revolucionarios de las Juventudes Libertarias y del grupo «Amigos de Durruti». Se promovió la «unidad antifascista» y el poder del Estado a costa de los principios anarquistas, y la hegemonía del liderazgo de la CNT-FAI se impuso en los comités revolucionarios locales y en las asambleas generales. Su principal objetivo llegó a ser perpetuarse a sí misma, incluso a costa de los principios anarquistas revolucionarios que la inspiraron: los medios instrumentales se convirtieron en fines.
STUART CHRISTIE
I. ORÍGENES: 1872-1910. LA PRIMERA INTERNACIONAL
El anarquismo en España tiene sus orígenes en el llamado periodo revolucionario burgués de la historia española comprendido entre los años 1868 y 1873, cuando los pilares del viejo régimen semifeudal por fin se derrumbaron y el Estado se convirtió en un órgano de gobierno burgués. La nueva burguesía dominante no surgió de la todavía pequeña y débil burguesía industrial, sino de la burguesía mercantil de base agraria, cuyo objetivo político-económico era el capitalismo agrario liberal. La tensión entre un capitalismo agrario defendido por el estado por una parte, y el creciente poder económico del capitalismo industrial llegó a un punto crítico en esa época y se convirtió en telón de fondo de las luchas políticas y económicas del periodo.
El reparto de las tierras de la Iglesia y de los territorios nobiliarios a mediados del siglo XIX no fue simplemente una medida anticlerical adoptada por un gobierno liberal. Fue, en realidad, un intento de forzar el ritmo de la revolución liberal y de sentar las bases para el crecimiento apartando a la economía de la tierra y vinculándola al mercado, el comercio y la especulación. En 1869, la población activa estimada era de seis millones y medio de trabajadores, dos millones y medio de los cuales eran agricultores y un millón y medio asalariados, empleados en industrias todavía pequeñas como la textil, la minera, la del acero y la de la construcción o en talleres artesanales. Eso permaneció bastante estable durante el resto del siglo. En el periodo comprendido entre 1860 y 1900, «el sector generalmente descrito como primario (es decir, la agricultura) concentraba entre el 60 y el 65 por ciento del total de la población activa; el sector secundario (industrial) entre el 14 y el 15 por ciento; el sector terciario (servicios) entre el 18 y el 20 por ciento».[1]
Eso significa que cuatro millones y medio se dedicaban a la agricultura, un millón a la industria y un millón doscientos cincuenta mil a los servicios.
Una importante consecuencia de la desamortización, que es como se denominó al reparto de las propiedades, fue la rápida y constante afluencia de agricultores a los pueblos y ciudades de la España industrial, especialmente a los alrededores de Barcelona. Según Pere Gabriel, considerando residentes urbanos a los que viven en municipios de más de 10.000 habitantes, se estima que la población urbana de España creció así: «del 14 por ciento del total de la población en 1820, al 16 por ciento en 1857, al 30 por ciento en 1887 y el 32 por ciento en 1900».[2] La rápida urbanización junto con los cambios políticos igualmente rápidos, en un sistema en el que las contradicciones políticas y económicas cada vez eran más evidentes, forzaron el ritmo de la radicalización de las masas y supusieron un potente estímulo para el crecimiento del movimiento sindical español.
Las ideas libertarias relativas a la libertad, y su crítica al poder y a la autoridad arbitraria se habían difundido por las diferentes regiones de España de un modo u otro desde la Revolución francesa: el sansimonismo en Cataluña, el fourierismo en Cádiz, etc. Sin embargo, fue, sobre todo, la influencia de las ideas federalistas y antiestatistas del anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon en radicales españoles como Ramón de la Sagra y Francesc Pi i Margall en la década de los cincuenta del siglo XIX lo que imprimió el sello federal al movimiento sindicalista español. Pero hasta 1868, año en que el italiano Giuseppe Fanelli y otros introdujeron en España la Alianza Internacional de la Democracia Socialista de Mijaíl Bakunin, el anarquismo no dejó de ser una doctrina de abstractas especulaciones filosóficas sobre el uso y abuso del poder político para convertirse en una teoría de aplicación práctica.
El núcleo de la crítica del capitalismo y del estatismo de Bakunin, que con tanto entusiasmo fue recibida por los radicales españoles, era que el orden existente en la sociedad era preservado por tres fuerzas: el Estado, la religión y la propiedad. Como el Estado siempre había sido el instrumento con el que la elite gobernante salvaguardaba sus intereses y privilegios, no podía, por lo tanto, utilizarse como arma para derrocar al capitalismo, tal como los socialistas autoritarios afirmaban. El Estado, por consiguiente, era el principal enemigo. Para Bakunin, la democracia representativa también era un gran fraude con el que la elite gobernante convencía a las masas de que construyeran su propia prisión. Pero Bakunin reservó sus críticas más duras para el socialismo del Estado marxista, que profetizó que sería el régimen más tiránico de todos. Según él, el poder concentrado en el Estado conduciría «al dominio de los científicos, los más aristócratas, los más déspotas, los más arrogantes» de los gobernantes. El anarquismo era lo único que podía garantizar la existencia de una sociedad libre, en que el Estado sería reemplazado por federaciones libres, basadas en comunas locales que poblarían provincias, naciones y continentes, y finalmente constituirían una federación mundial que representaría a toda la humanidad. Esas ideas articulaban valores, aspiraciones y tradiciones del pueblo español, y tuvieron muy buena acogida en el ambiente federalista de la época. Era la única alternativa aceptable al intervencionismo estatal que quería la burguesía mercantil de base agraria para establecer un eficaz sistema de transportes y comunicaciones que le permitiera irrumpir en los florecientes mercados continentales y mundiales, y a la centralizada y burocratizada estructura exigida por la facción marxista dominante de la Internacional.
El programa de la Alianza de la Democracia Socialista de Bakunin fue recibido con entusiasmo por los radicales de la clase trabajadora y, especialmente, por los campesinos sin tierras. El programa de Bakunin sostenía que el capitalismo era el peor de todos los sistemas económicos porque defendía que la propiedad era un derecho natural y el principal legitimador del orden social. La consecuencia de ello era una sociedad dividida en clases en que contrastaban la pobreza, la ignorancia, el trabajo duro y la inseguridad de la mayoría, con la abundancia, la satisfacción, el poder y la seguridad de unos pocos. La propuesta de Bakunin era reemplazar al capitalismo con un sistema basado en la asociación voluntaria de productores copropietarios de las empresas, cuyos beneficios se repartirían entre los miembros de las sociedades, no de manera igualitaria, sino justa.
El papel revolucionario de los anarquistas en el seno del incipiente movimiento sindicalista español fue expuesto con claridad por primera vez en los estatutos de la sección española de la Primera Internacional, la Asociación Internacional de Trabajadores (IWMA/AIT), constituida el 2 de mayo de 1869 bajo los auspicios de la Alianza. El programa, estatutos y estructura de esa organización sentaron las bases y fijaron el modelo del movimiento anarquista español, en vigor durante muchos años. La Alianza, el primer instrumento organizativo del anarquismo español, fue la progenitora y la fuente de inspiración de una larga lista de organizaciones de trabajadores cuyos principales rasgos diferenciadores y característicos fueron el antiestatismo y el colectivismo, que les animaron a resistir los embates del ejercicio del poder por parte de cualquier facción política y de todos los grupos que amenazaban su integridad antiautoritaria.
La Alianza se declaró atea, colectivista, federalista y anarquista: «Enemiga de toda clase de despotismo, la Alianza no reconoce ninguna forma de Estado y rechaza todas las formas de acción revolucionaria cuyo objetivo inmediato y directo no sea el triunfo sobre el capital de la causa de los trabajadores».[3]
Su programa exigía la completa reconstrucción de la sociedad mediante una estrategia diferente a la propuesta por el socialismo estatal, con los medios apropiados para alcanzar los respectivos fines: la federación de comunas autónomas basadas en la propiedad y el control de los medios de producción por parte de los trabajadores. Los anarquistas de la Alianza creían firmemente que los trabajadores y los oprimidos en general debían generar y controlar sus propias luchas. «Ningún redentor de lo alto libera»– ni en la fila de piquetes, ni en las barricadas.
El primer gran movimiento sindicalista en España, la Federación Regional Española (FRE), fue concebido y desarrollado por la Alianza, que lo dotó del espíritu revolucionario del anarquismo. Al congreso celebrado en Barcelona en junio de 1870, asistieron 89 delegados (74 de ellos catalanes; 50 de Barcelona). Entre los estatutos de la sección española de la Alianza estaba la siguiente declaración explícita de objetivos anarquistas en relación con el sindicalismo: «La Alianza llevará toda la influencia posible al interior de la federación sindicalista local para evitar que se desarrolle de un modo reaccionario o antirrevolucionario».[4]
La postura de la FRE respecto a la actividad política fue explicada en la siguiente resolución:
Nosotros opinamos... que la esperanza de bienestar depositada por la gente en la conservación del Estado ya se ha cobrado muchas vidas.
Que la autoridad y los privilegios son los soportes más firmes que apuntalan esta sociedad de injusticia, una sociedad cuya reconstitución sobre las bases de la igualdad y la libertad es un derecho que nos incumbe a todos.
Que el sistema de explotación por el capital favorecido por el gobierno o el estado político no es más que la misma, y creciente, explotación de siempre y que el sometimiento forzoso a los caprichos de la burguesía en nombre del derecho legal o jurídico indica su carácter obligatorio.
Después de que la facción marxista los expulsase de la Internacional en el manipulado congreso de La Haya que tuvo lugar entre el 2 y el 7 de septiembre de 1872, los comunistas y federalistas libertarios celebraron su propio congreso sólo una semana más tarde, el 15 de septiembre, en Saint Imier. Ese congreso, al que la FRE se adhirió, sentó los principios básicos del anarquismo organizado, principios que debían servir de guía a las futuras generaciones de activistas anarquistas. En ellos se ve con claridad lo que ha inspirado y guiado a los militantes anarquistas hasta el día de hoy. Tuvieron una influencia especial en los sindicalistas anarquistas, que medio siglo más tarde fundarían la Federación Anarquista Ibérica.
Las resoluciones aprobadas en el congreso de Saint Imier eran federalistas, antipolíticas y antiestatistas. No fueron el fruto de especulaciones filosóficas abstractas, sino la esencia depurada de duras experiencias revolucionarias anteriores.
Y estamos convencidos –
De que toda organización política no puede ser otra cosa que la organización del dominio en beneficio de una clase y en detrimento de las masas, y que el proletariado, si quisiera hacerse con el poder, se convertiría en una clase dominante y explotadora;
El congreso, reunido en Saint Imier, declara:
1. Que la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado.
2. Que toda organización de un poder político llamado provisional y revolucionario para llevar a esa destrucción no puede ser otra cosa que un engaño más, y sería tan peligroso para el proletariado como cualquiera de los gobiernos existentes en la actualidad.
3. Que rechazando todo compromiso para llegar a la realización de la re volución social, los proletarios de todos los países deben establecer, al margen de toda política burguesa, una gran campaña solidaria de acción revolucionaria.
Otra resolución aprobada decía:
Todo Estado, es decir, todo gobierno y toda administración de las masas, impuestos desde arriba, basados necesariamente en la burocracia, los ejércitos, el espionaje y el clero, no podrán establecer jamás una sociedad organizada sobre la base del trabajo y la justicia, ya que por la propia naturaleza de su organismo están inevitablemente forzados a oprimir al trabajador y a negarle la justicia... Creemos que el obrero no podrá emanciparse nunca de esta opresión secular si no sustituye ese organismo absorbente y desmoralizador por la libre federación de todos los grupos productores; una federación basada en la solidaridad e igualdad.
[1] Pere Gabriel, Anarquismo en España, en G. Woodicut.
[2] Ibíd.
[3] Encontrarán el texto completo del Preámbulo y Programa de la Alianza en la obra Bakunin on Anarchism, de Sam Dolgoff (ed.), Montreal, 1980, pp. 426-428.
[4] Diego Abad de Santillán, Contribución a la historia del movimiento obrero español, Méjico, 1962, vol. 1, p. 116.
II. LA CONFEDERACIÓN NACIONAL DEL TRABAJO (CNT) 1910-1923
La fundación de la Confederación Nacional del Trabajo en 1910 fue, para muchos, el dato más significativo de la historia del sindicalismo en España desde 1869. Los trabajadores anarquistas, inspirándose en los principios antiautoritarios, antiestatistas y federalistas del sindicalismo resumidos en la Carta de Amiens en 1906 y, en particular, en los escritos del sindicalista francés Fernando Pelloutier, encontraron en la acción directa y en el antiparlamentarismo del sindicalismo industrial el vehículo ideal para presentar las ideas anarquistas a los trabajadores y el medio para derrocar al Estado.
La escuela en que se daba formación intelectual a los trabajadores y en donde se familiarizaban con la gestión técnica de la producción y la vida económica en general, para que cuando surgiera una situación revolucionaria fueran capaces de asumir el control socioeconómico del organismo y de remodelarlo de acuerdo con los principios socialistas.[1]
Los sindicalistas revolucionarios, en cambio, consideraron los sindicatos industriales, no un medio para un fin, sino un fin en sí mismo.
La Carta de Amiens fue, sin embargo, un programa que afirmaba que el sindicalismo era autosuficiente. No animaba a los trabajadores anarquistas a formar sindicatos específicamente anarquistas, sino a colaborar con un sindicalismo políticamente neutral que abarcase a toda la clase trabajadora. Establecía exigencias económicas específicas e inmediatas dirigidas a la mejora de las condiciones laborales, pero a la vez, reiteraba que el principal objetivo del sindicalismo revolucionario era preparar a la clase trabajadora para su completa emancipación mediante la expropiación y la huelga general.
Los anarquistas estaban de acuerdo en que debían desempeñar un papel activo en los sindicatos, pero diferencias considerables los alejaban de los sindicalistas revolucionarios. Su principal argumento (además de creer que había una confianza excesivamente optimista del sindicalismo en la huelga general como panacea revolucionaria y que la sociedad posrevolucionaria debía basarse en la comunidad, no sólo en los órganos de producción) era que los sindicatos eran esencialmente órganos reformistas, conservadores e interesados que ayudaban a preservar el capitalismo. Según ellos, era propio de la naturaleza de las organizaciones sindicales estimular el elitismo y fomentar una mentalidad utilitarista y jerárquica en nombre de la defensa de los intereses de la clase trabajadora.
Cada vez que se forma un grupo, –escribió Emile Pouget en 1904 en Les bases du syndicalisme–, en que hombres concienciados se ponen en contacto, se debería ignorar la apatía de la masa... Los no concienciados, los no sindicados, no tienen ningún motivo para poner objeciones a la clase de tutela moral que los ‘concienciados’ asumen... Además, los ignorantes no están en condiciones de hacer recriminaciones, ya que se benefician de los resultados logrados por sus camaradas concienciados y activistas, y los disfrutan sin haber tenido que luchar.
El peligro, previsto por los anarquistas, era que los «hombres concienciados» se sintieran tentados de aceptar cargos de responsabilidad en el seno del sindicato. Desde el momento en que un anarquista aceptase un cargo permanente en un sindicato o en un organismo similar, él o ella tendrían la obligación de defender los intereses económicos del colectivo, la mayoría de los cuales no serían anarquistas, e incluso irían en contra de sus propios principios morales. Ante el dilema de tener que elegir entre derrocar al capitalismo o negociar con él, perpetuando así su status quo, los «hombres concienciados» estarían obligados a ser fieles a su conciencia y a dimitir, o a abandonar el anarquismo para convertirse en cómplices del capitalismo y del estatismo.
En España, la CNT, que surgió a partir de la federación Solidaridad Obrera, de inspiración anarquista y socialista y fundada en 1907, se desarrolló con criterios diferentes a los del resto de las principales asociaciones sindicalistas revolucionarias del periodo. Aunque se inspiró en el anarquismo, la CNT todavía no se había declarado anarcosindicalista, a pesar de que estaba muy influenciada por los sindicalistas revolucionarios franceses. En su primer verdadero congreso, celebrado en Barcelona en octubre de 1911, después de la retirada de los socialistas, los representantes de 26.585 trabajadores adoptaron el eslogan revolucionario de que la meta de la nueva asociación (a la que sólo podían pertenecer trabajadores) era la emancipación de los propios trabajadores.[2]Comprometida con la acción directa y la lucha de clases, y contraria a la colaboración política y entre las clases, el objetivo explícito de la CNT era obtener la suficiente fuerza numérica que le permitiera organizar una huelga general revolucionaria.
Después del fracaso de una huelga general solidaria en apoyo de los trabajadores que estaban en huelga en Bilbao y en protesta contra el estallido de la guerra en Marruecos, la CNT fue declarada ilegal por el gobierno de Canalejas y relegada a la clandestinidad a las pocas semanas de la celebración de su congreso fundacional. Logró recuperar su estatus legal en Cataluña en julio de 1914, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, pero hasta octubre de 1915, cuando se eligió un nuevo comité nacional con sede en Cataluña, la CNT no empezó a resurgir como un verdadero sindicato nacional. Sin embargo, la CNT siguió teniendo un carácter catalanocéntrico, ya que 15.000 de sus 30.000 miembros eran catalanes.[3]
La guerra fue un potente estímulo para el crecimiento industrial y la ex portación. Pero el incremento de las exportaciones supuso la subida de los precios en el país, y a partir de 1916, a medida que la inflación y el desempleo aumentaban, la CNT empezó a atraer a más y más trabajadores. La crisis económica causada por el fin de la guerra, que llevó al hundimiento de las lucrativas exportaciones de productos españoles, dio al movimiento anarcosindicalista un empujón aún mayor. El clima político se radicalizó más a consecuencia de la creciente tensión entre la burguesía industrial y la elite agraria, que propuso gravar los beneficios extraordinarios de la guerra con el objeto de regenerar la fallida industria agrícola.
A finales de 1917, horrorizada por el curso de los acontecimientos en Rusia, en dónde había caído el gobierno de Kerensky, la burguesía, a pesar del fuerte impulso que le habían reportado los beneficios de la guerra, perdió su inclinación reformista y su valor en la lucha por el poder político. La amenaza de una revolución social por parte de una combativa clase trabajadora con liderazgo anarquista, desplazó el interés por la tierra como principal peligro para los intereses económicos y políticos de la burguesía industrial. La situación fue descrita por el historiador español Díaz del Moral así:
La inminencia de una revolución política que preocupaba incluso a los más optimistas... La clara visión de esos sucesos y los ejemplos del este de Europa infundieron en todos los estratos del proletariado la esperanza de la victoria. Fue en ese momento cuando comenzó la agitación laboral más fuerte de la historia del país.[4]
La Unión Socialista General de Trabajadores, dirigida por Largo Caballero, en esa época era mucho más grande que la CNT. En febrero de 1916 tenía 76.304 militantes y en marzo de 1917 ya contaba con 99.530. Después del desastroso fracaso de una huelga política general en apoyo de un movimiento asambleario de clase media en agosto de 1917 y de la posterior represión violenta, los socialistas quedaron traumatizados y renunciaron formalmente a toda pretensión y aspiración política radical. A finales de 1917, se había convertido en un sindicato socialdemócrata claramente reformista comprometido a trabajar en el marco de los parámetros legales fijados por el Estado. A los ojos de los trabajadores y campesinos de España, la burguesía liberal, los socialistas parlamentarios y los sindicalistas colaboracionistas de clase perdieron toda su credibilidad. Habían demostrado ser incapaces de solucionar los problemas sociales y económicos que afectaban al pueblo español, especialmente la cuestión crucial de la tierra. El argumento anarquista de que esos problemas no podían resolverse en el marco del sistema ganó mayor credibilidad. En una situación tan polarizada, la única fuerza capaz de hacer frente a una clase gobernante cohesionada e intransigente era la formada por los trabajadores y campesinos de la revolucionaria y anarcosindicalista CNT. Las masas de pobres empezaron a reunirse entorno a sus banderas rojas y negras.
En el invierno de 1918, se organizó en Barcelona un Congreso Nacional de Grupos Anarquistas para discutir su relación con la CNT. Al mismo asistieron delegados de todas las regiones de España. El congreso, dirigido por un delegado del Comité Nacional de la CNT, recalcó la necesidad de una mayor implicación anarquista en el movimiento sindical, especialmente en los comités. Hasta este momento, muchos anarquistas se habían mantenido al margen de la CNT, y los que desempeñaban un papel activo en el sindicato evitaban deliberadamente los puestos de responsabilidad. Después de muchas discusiones, los grupos anarquistas optaron por la entrada masiva en la CNT, decisión que tuvo un tremendo impacto en el desarrollo político de la CNT.
El empujón que el anarcosindicalismo recibió había estado precedido por un fuerte impulso ese mismo verano en el Congreso Regional de la poderosa CNT catalana en Sants (28 de junio-1 de julio de 1918). Fue entonces cuando la CNT comenzó a madurar como sindicato anarcosindicalista. Este congreso, que representaba a cerca de 74.000 trabajadores (alrededor del 30 por ciento obreros catalanes) decidió sustituir su estructura tradicional de unión de artesanos por la del Sindicato Único, el tipo de sindicato industrial que reunía a todos los oficios de la misma industria. Esos sindicatos industriales se organizaron en federaciones locales, de distrito y regionales. Organizándose industrialmente, pretendían sentar las bases de una nueva sociedad den tro de la estructura de la vieja. Las sedes de la CNT no se reservaron exclusivamente para los asuntos del sindicato; se convirtieron en centros comunitarios sociales y culturales en donde se fundaron escuelas gratuitas en la línea de las escuelas Ferrer para enseñar materias tan diversas como esperanto, vegetarianismo, medicina naturista, control de natalidad y emancipación femenina.
El congreso de Sants también decidió abolir las cuotas argumentando que fomentaban la burocracia, la cautela y un mayor interés por cuestiones insignificantes. El único cargo que cobraba en el Comité Regional Catalán del Sindicato, tal como se llamaba a la CNT catalana, era el secretario. También se acordó organizar un programa de reclutamiento y de propaganda anarcosindicalista a escala nacional que, dado el ambiente revolucionario de la época, tuvo un éxito arrollador. En el sur agrícola, las asociaciones de trabajadores de la industria y de campesinos se afiliaron en bloque. A finales de año, la CNT presumía de tener 345.000 miembros. El estado respondió encarcelando a los propagandistas de la CNT e ilegalizando de nuevo al sindicato.
Fue, sin embargo, una importante huelga de principios de 1919 lo que dio a la CNT la victoria industrial que necesitaba para consolidar su reputación de sindicato más combativo y más grande de España. En enero de 1919, la dirección canadiense de la compañía eléctrica redujo los salarios de un grupo de trabajadores sin previo aviso. Cuando ocho empleados que protestaron por la arbitrariedad de la medida de la dirección fueron sumariamente despedidos, la CNT convocó a sus miembros a una huelga que tendría lugar el 4 de febrero. La huelga «canadiense», tal como se denominó al conflicto, rápidamente dejó de ser una serie de huelgas solidarias esporádicas para convertirse en una impresionante huelga general de alcance local el 21 de febrero. Al quedar Barcelona sin electricidad, las autoridades declararon el estado de sitio y llamaron al ejército. Detuvieron a muchos líderes sindicalistas. La disputa acabó con la victoria del sindicato el 19 de marzo, fecha en que los empresarios cedieron y readmitieron a los trabajadores despedidos, y accedieron a pagar una parte de los salarios perdidos. El gobierno de Romanones, por su parte, soltó a algunos de los presos de la CNT y, el 3 de abril introdujo la jornada de ocho horas. Notando su debilidad, la CNT reemprendió la huelga para obligar al gobierno a liberar al resto de los presos. Las autoridades respondieron obligando a Romanones a dimitir e iniciando una masiva campaña de represión contra la CNT en Barcelona, campaña que duró desde abril hasta agosto de 1919. La perniciosa tensión en la ciudad no se aplacó hasta finales de 1923 y principios de 1924.
Con posterioridad a la sangrienta represión de Barcelona, la CNT celebró su segundo Congreso Nacional en el teatro La Comedia de Madrid en diciembre de 1919. Para entonces, la CNT contaba con 715.000 miembros, aproximadamente el triple que la UGT.[5] De la cifra total, 427.000 eran trabajadores industriales catalanes; 132.000 del Levante; 90.000 de Andalucía y Extremadura; 28.000 de Galicia; 24.000 del País Vasco; 26.000 de las dos Castillas; y 15.000 de Aragón. Es posible que fuera la influencia de la gran cantidad de andaluces y extremeños –trabajadores que experimentaban el duro poder del capitalismo todos los días de sus vidas, y que vivían y trabajaban en condiciones de extrema pobreza, víctimas de la arbitraria justicia de clase de los terratenientes y sus representantes– lo que inclinó la balanza de en el seno de la CNT hacia la posición anarquista revolucionaria.
Con independencia del origen o la causa, el ambiente revolucionario e intransigente de las bases de la CNT en 1919, especialmente entre los agricultores del sur, se reflejó en las importantes resoluciones aprobadas por el congreso. Resoluciones que confirmaron que la CNT era una organización anarcosindicalista imbuida del espíritu de la Alianza y que se hacía eco de la meta fijada en los congresos de Saint Imier y Córdoba de la Primera Internacional celebrados cuarenta y siete años antes, en 1872 –¡el comunismo libertario!
Al congreso: –Los delegados abajo firmantes, conscientes de que la tendencia con más fuerza manifestada en las organizaciones de trabajadores de todos los países es la que busca la liberación completa, profunda y absoluta de la humanidad en términos morales, económicos y políticos, y considerando que esa meta no podrá conseguirse hasta que las tierras, los medios de producción y los mercados se socialicen y el arrogante poder del Estado se desvanezca, sugieren al congreso que, de acuerdo con los postulados esenciales de la Primera Internacional de Trabajadores, declare que el objetivo fijado de la CNT en España es el comunismo anarquista.[6]
El Congreso Nacional de La Comedia también decidió adoptar las reformas estructurales introducidas por la CNT catalana el año anterior. Igual que en Cataluña, la sensibilidad respecto a los peligros de oligarquización y el deseo de garantizar la mínima tensión entre los líderes y las bases de la organización, llevaron al Congreso a decidir que sólo los secretarios de la Federaciones Regionales y el secretario del Comité Nacional cobrarían un salario. Todos los demás miembros de los comités nacionales y regionales y los que desempeñasen cargos de responsabilidad en el movimiento se verían obligados a continuar desempeñando su oficio para ganarse la vida. Para facilitar las cosas, el Congreso decidió que todo el Comité Nacional fuese reclutado de entre la militancia confederal de una determinada región. Siempre, excepto durante los primeros años de la dictadura de Primo de Rivera, el Comité Nacional tuvo su sede en Barcelona.[7]
Irónicamente, el rápido crecimiento de la CNT a partir de 1919 aumentó las tensiones en la organización y se cuestionaron su hostilidad hacia el Estado y su compromiso constitucional con la guerra de clases y la acción directa. ¿Podían los anarquistas, enemigos de todo poder coercitivo, enfrentados al capitalismo y al Estado, mantener sus principios en el seno de un gran sindicato que desarrollaba sus propias metas e intereses particulares? ¿Cómo podía un instrumento de la revolución anarquista buscar beneficios económicos inmediatos y a corto plazo para sus miembros mediante alianzas tácticas y acuerdos con cualquier grupo que las circunstancias dispusiesen, sin ver sus principios distorsionados, su tradición traicionada y sus objetivos últimos comprometidos hasta el punto de resultar irreconocibles?
Aunque los trabajadores anarquistas de la CNT se comprometieron con entusiasmo con las mejoras económicas inmediatas y la justicia social, igual que los socialistas o los cultos republicanos conservadores, estaban igualmente convencidos de que cualquier mejora lograda por el sindicato sería ilusoria y efímera mientras el capitalismo y el Estado persistieran. El hecho de que admitiesen que otros partidos políticos y sindicatos también eran útiles y que estuviesen dispuestos a colaborar con ellos para alcanzar objetivos comunes, no implicaba que dejaran de ser anarquistas. Aunque se distanciasen de los socialistas, la idea de negociar con el enemigo era impensable, igual que convertir la lucha de clases en colaboracionismo de clase al participar en las funciones de liderazgo del capitalismo y de las ilusorias funciones representativas del Estado burgués.
Pese a que la CNT fue fundada y, en general estuvo, influenciada por una minoría de activistas anarquistas de base, menos preocupados por las exigencias económicas que por defender la posición ideológica del sindicato, la mayoría de los que entraron en la CNT entre 1917 y 1923 seguramente no se habrían definido a sí mismos como anarquistas en el sentido de estar comprometidos con una idea. No obstante, los obreros y campesinos que se afiliaron a la CNT durante ese periodo estaban, casi con total seguridad, muy influenciados por el clima político polarizado y radical del periodo y se sentían identificados con el espíritu antiautoritario, libertario y revolucionario del sindicato. Su elección del sindicato reflejaba el ambiente de la época y sus puntos de vista particulares sobre cuestiones claves de una sociedad descaradamente clasista que les afectaban enormemente.
Por otra parte, los líderes o bien no eran anarquistas o simplemente apoyaban al anarquismo como principio abstracto. Para la concienciada minoría de militantes ésa era una importante razón para mantener la presión mediante la agitación y garantizar que el sindicato seguía expresando la doctrina anarquista y que los dirigentes reformistas y burócratas no se apartaban mucho de los estatutos de inspiración anarquista. Los dirigentes, a su vez, necesitaban el apoyo de esa «minoría concienciada» de activistas para conservar sus puestos de responsabilidad y se veían obligados a adoptar posiciones revolucionarias forzadas que nunca tuvieron la intención de aplicar ni creían factibles y que consideraban obstáculos para la negociación con empresarios y funcionarios del Estado. Los intentos de cambiar los estatutos revolucionarios de la CNT y de neutralizar la influencia de la «minoría concienciada» de anarquistas se resolvió, inevitablemente, con la derrota de los dirigentes.
A pesar de contrarrestar las tendencias colaboracionistas de clase de la cúpula, que constantemente pretendía convertir a la confederación en un reflejo de la UGT, y los intentos de marxistas y pro-bolcheviques infiltrados, como Andreu Nin y Joaquim Maurín, de supeditar el sindicato a la Tercera Internacional fundada en Moscú, la «minoría concienciada» de anarquistas no tenía el objetivo de imponer la hegemonía ideológica en sus filas. En cambio, pretendían convertirse en referente moral para sus compañeros con el ejemplo y la inspiración, y no mediante la relación de mando y ordeno que generalmente imperaba en las estructuras de los partidos y sindicatos autoritarios; proteger y promover los intereses de la clase trabajadora; inculcar a las bases los principios teóricos y prácticos del anarquismo; y subrayar la diferencia entre lo que es y lo que podría ser.
Para los dirigentes reformistas de los altos comités, los militantes anarquistas de las bases eran, sin duda, estorbos, sobre todo porque entendían las realidades del mundo demasiado bien y sabían exactamente lo que los reformistas intentaban hacer. Para este último grupo, los objetivos revolucionarios de la CNT eran visiones en el horizonte de un futuro bastante distante –visiones que amenazaban sus carreras– no algo que pudiera o debiera estar en la agenda diaria de un gran sindicato. Si los sindicatos eran capaces de introducir el comunismo libertario, que al fin y al cabo sólo era la aplicación de los principios anarquistas a la reconstrucción de la sociedad, los sindicatos se convertirían en órganos auténticamente democráticos en los que no tendría cabida la estructura jerárquica de liderazgo. Lo cual, por supuesto, era la razón de que los reformistas incesantemente intentasen restar importancia a las metas del anarquismo y constantemente recalcaran la falta de interés de las bases por el anarquismo. En 1922, Soledad Gustavo escribió en el periódico anarquista Redención, «...la masa organizada que hemos denominado sindicalista no es libertaria».[8]
El gran triunfo logrado mediante la organización y la acción colectiva, –comentó Díaz del Moral–, la difusión de la prensa sindicalista, que, a pesar de estar aún dirigida en gran medida por los libertarios, trataba fundamentalmente temas sindicalistas; los hábitos de disciplina que imperaban en las organizaciones de trabajadores y el ardor de la batalla infundido a la militancia; la estructuración de los nuevos «sindicatos únicos», que subordinaban la actividad individual a la de las secciones... y a los fines colectivos, restringiendo la libertad tan diligentemente defendida por el anarquismo: [todo eso] modificó lentamente las convicciones de dirigentes, que, sin ser conscientes de ello se acercaban al sindicalismo puro, radicalmente opuesto, en el fondo, a los principios anarquistas fundamentales.[9]
El rápido (pero efímero) aumento de afiliados al sindicato aceleró las contradicciones inherentes a un movimiento sindical revolucionario que intentaba realizar todas las funciones de un movimiento laboral reformista. Resultó ser una causa de tensión cada vez mayor y creó conflictos entre los militantes anarquistas, con sus objetivos revolucionarios inmediatos, y los elementos de orientación sindical, e igual influencia, con sus reivindicaciones laborales y económicas inmediatas. Para los anarquistas, la moral –es decir, los principios– y la realidad eran inseparables. Si los principios eran los correctos para afrontar la realidad, era evidente que eran los adecuados para formular objetivos.
Para los reformistas, en cambio, aunque alababan a la militancia anarquista y defendían el anarquismo como una influencia moral positiva, condenaban su objetivo revolucionario de comunismo libertario y pretendían desvincularlo de la lucha. Como ideal, el anarquismo era encomiable, pero ingenuo, un ideal que era incapaz de hacer frente a las realidades políticas y sociales de la sociedad capitalista contemporánea. Era un criterio moral abstracto que podía ser desechado siempre y cuando las circunstancias lo requiriesen. Los sindicalistas consideraban que era una vergüenza y un obstáculo en su búsqueda de objetivos viables, tanto como lo había sido la cláusula 4 para el Partido Laborista británico.
En la CNT catalana, empezaron a aparecer nuevos líderes que tenían poco que ver con el primer movimiento anarquista de la clase trabajadora y cuya principal prioridad era la lucha sindicalista. Líderes de la CNT como Salvador Seguí, Martí Barrera, Salvador Quemades, Josep Viadiu, Joan Peiró, Sebastià Clara y Àngel Pestaña empezaron a desplazar a los activistas anarquistas que jugaron un papel destacado en la federación Solidaridad Obrera y en los primeros años de la CNT –hombres como Negre, Herreros, Andreu, Miranda, etcétera.
En noviembre de 1916, los dirigentes de la CNT Salvador Seguí y Ángel Pestaña (un relojero cuya experiencia en el campo de la gestión lo llevó rápidamente del anarquismo revolucionario al filosófico) negociaron con éxito el primer acuerdo socialista-anarcosindicalista para coordinar una huelga conjunta de protesta por el coste de la vida. Al principio, los militantes de la CNT rechazaron la propuesta, pero finalmente las bases, en el Congreso Nacional de 1916, aceptaron la alianza para forzar concesiones políticas por parte del gobierno de Romanones. El denominado «Pacto de Zaragoza» promovido básicamente por Seguí y Pestaña, se firmó en noviembre de 1916.
La mayor parte de la afiliación de la CNT mostró poco entusiasmo con la idea de colaborar con los socialistas autoritarios para reemplazar al gobierno del conde Romanones por una republica liberal burguesa. Las desastrosas experiencias con políticos burgueses y supuestamente radicales durante el movimiento cantonalista de 1873 demostraron a los militantes anarquistas que los líderes políticos de todos los signos, impulsados por su deseo de conquistar el poder, sólo colaboraban por interés propio. Su desconfianza en el sindicato socialista y en los republicanos no era infundada, como hemos visto, pero aunque el pacto fue efímero, con consecuencias desafortunadas para el movimiento sindicalista, sirvió para resaltar las diferencias irreconciliables entre el sindicalismo revolucionario y el reformista. (Aunque no hay pruebas de que los dirigentes fueran reformistas y la base revolucionaria.)
En 1920, desafiando abiertamente las decisiones del congreso de 1919 y sin ni siquiera intentar consultar a la militancia, Salvador Seguí demostró aún más desprecio por el proceso democrático negociando otro pacto con la UGT. Ese movimiento arbitrario y antidemocrático del líder de la CNT fue condenado en una asamblea plenaria de la CNT ese mismo año. Pero ante un fait accompli, se tomó la decisión de conceder al sindicato socialista el beneficio de la duda. Pusieron a prueba la buena fe de sus aliados convocando una huelga general en solidaridad con los mineros de la empresa Río Tinto. Los socialistas, ya fuera por miedo a una confrontación con el Estado o por no querer ceder la iniciativa a la CNT, renegaron del acuerdo y la huelga de Río Tinto fracasó al cabo de cuatro meses de lucha.
El pistolerismo, los asesinatos a tiros de militantes sindicalistas por gángsters contratados por la Federación de Empresarios y por miembros del ala derecha del denominado «Sindicato Libre», apareció por primera vez a pequeña escala durante la Primera Guerra Mundial.[10] En 1920, las matanzas individuales se multiplicaron hasta convertirse en una matanza institucionalizada de militantes de la CNT. Se cree que entre 1917 y 1922 se intentó asesinar a 1.012 hombres, de los cuales 753 eran trabajadores, 112 policías, 95 empresarios y 52 gerentes. En 1923, el Comité para la Defensa de los Presos de la CNT habló de 104 miembros de la CNT asesinados y de 33 heridos.[11] Esa estrategia de tensión fue orquestada por Arlegui, el jefe de la policía de Barcelona. Contó con el apoyo de las principales autoridades de la región, incluyendo al capitán general Milans del Bosch y al gobernador civil Martínez Anido.
A ese terrorismo de Estado paralelo se le dio el visto bueno judicial en diciembre de 1920 con la introducción de la famosa «ley de fugas», una ley que permitía a las fuerzas de seguridad matar a tiros a cualquier sospechoso que intentase «evitar» su captura. La CNT de nuevo buscó un pacto con la UGT para convocar una huelga general revolucionaria en Cataluña con el fin de frenar la espiral de violencia, pero el sindicato socialista se negó a dar su apoyo y el pacto de Seguí finalmente se hundió en la ignominia. Asustada por la amenaza revolucionaria a las instituciones fundamentales de su sociedad –tradición, propiedad y privilegios– la elite gobernante recurrió al único idioma que entendía: la violencia.
A los militantes anarquistas de la CNT no les quedó otra alternativa que responder con las mismas armas. Organizaron comités de defensa para identificar, localizar y asesinar a los responsables de la oleada de terrorismo semioficial. Esos comités de defensa orientados a la acción se convirtieron, comprensiblemente, en focos de atracción para los elementos más jóvenes, dinámicos y revolucionarios, que empezaron a destacar en el seno de la CNT, mientras que los colaboracionistas como Salvador Seguí, que pretendían restaurar el énfasis en las cuestiones exclusivamente laborales, perdieron influencia.
En octubre de 1922, se formó en Barcelona el grupo de afinidad anarquista Los Solidarios (véase Ricardo Sanz: Los Solidarios). Estaba constituido por jóvenes militantes de los comités de defensa de la clase obrera de la CNT cuyas ideas y actitudes se habían forjado durante el sangriento periodo del terrorismo estatal y empresarial. El grupo tenía vínculos especialmente estrechos con el sindicato de los carpinteros. Había evolucionado a partir del grupo Crisol, con base en Zaragoza, que a su vez estaba ligado a otro grupo anterior, Los Justicieros. Entre sus miembros se hallaban algunos de los nombres más famosos de la historia del anarquismo español –Buenaventura Durruti, un mecánico de León; Francisco Ascaso, un camarero de Zaragoza, y García Oliver, aprendiz de cocinero, camarero y más tarde pulimentador de Tarragona– y su influencia resultó ser crucial para el desarrollo del movimiento anarquista en la primera mitad de los años treinta.[12]
Según Aurelio Fernández, uno de los fundadores de Los Solidarios, los objetivos declarados del grupo eran enfrentarse al pistolerismo, defender los objetivos anarquistas de la CNT y fundar «una federación anarquista de ámbito estatal que uniría a todos los grupos próximos entre si ideológicamente, pero dispersos por toda la península». Después de ajustar las cuentas a los dirigentes y organizadores más prominentes de la campaña de terror en contra de la CNT, utilizaron las columnas de su influyente periódico Crisol para forzar un congreso anarquista nacional. Su convocatoria tuvo éxito y tanto la CNT como la Federación de Grupos Anarquistas estuvieron representadas. Durruti, Ascaso y Aurelio Fernández fueron elegidos para una Comisión de Relaciones Nacional, organismo precursor de la Federación Anarquista Ibérica, la FAI.
Entre los cincuenta delegados que asistieron al congreso estaba el protegido de Seguí, Ángel Pestaña, ex editor de Solidaridad Obrera y para entonces un líder de notable reputación en el seno de la CNT. Pestaña había salido de prisión en abril de 1922, después de que en 1921 fuera detenido al volver de Rusia. Fue el informe que presentó en el Congreso de Zaragoza a principios de ese mismo año lo que llevó a la CNT a revocar su adhesión provisional a la Tercera Internacional Comunista.
La desastrosa gestión de la guerra con Marruecos y los escándalos que afectaron a las principales autoridades del país –incluyendo al rey– llevaron a muchos anarquistas a creer que la única solución que le quedaba a la elite gobernante era dar un golpe militar. Una de les principales tareas de la Comisión Nacional de Relaciones era, por lo tanto, planear el modo de evitar que eso ocurriera. Los activistas del Comité de Defensa, García Oliver, Gregorio Suberviola y otros, esbozaron propuestas para una insurrección que evitara el esperado golpe militar y acelerara el proceso revolucionario en toda España.
Ángel Pestaña, que hacía poco había sido nombrado secretario regional de la CNT