Nueve meses después... - París en el corazón - Sarah Morgan - E-Book

Nueve meses después... - París en el corazón E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Nueve meses después... El lujoso Ferrari despertaba miradas de curiosidad en el tranquilo pueblecito inglés de Little Molting, pero para la profesora Kelly Jenkins sólo significaba una cosa: Alekos Zagorakis había vuelto a su vida. Cuatro años antes, con el ramo de novia en la mano, Kelly supo que su guapísimo prometido griego no iba a reunirse con ella en el altar. Ahora él había vuelto para exigir lo que era suyo. París en el corazón Con el negocio familiar en crisis, Polly Prince hacía lo que podía por mantener la calma y seguir adelante. Pero iba a necesitar algo más que esfuerzo para salvar a su empresa londinense de las garras del despiadado Damon Doukakis… y a su cuerpo traicionero de la sensualidad de su jefe. Como su nueva secretaria, Polly iba a acompañar a Damon a París para negociar el contrato más importante de su vida. Lo peor de todo era que Polly iba a tener que resistirse a Damon en la ciudad más romántica del mundo.

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Seitenzahl: 374

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 477 - junio 2024

© 2010 Sarah Morgan

Nueve meses después…

Título original: One Night...Nine-Month Scandal

© 2011 Sarah Morgan

París en el corazón

Título original: Doukakis’s Apprentice

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1062-804-5

Índice

Créditos

Nueve meses después...

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

París en el corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

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Capítulo 1

ME DA IGUAL que esté en medio de una conferencia, esto es urgente!

Alekos levantó la mirada cuando Dmitri, el director jurídico de la naviera Zagorakis, entró en su despacho con un montón de papeles en la mano y el rostro de color escarlata.

–Tengo que colgar –Alekos interrumpió la conferencia con su equipo en Nueva York y Londres–. Como no te he visto correr en los diez años que llevas trabajando para mí, imagino que traes malas noticias. ¿Se ha hundido un carguero?

–Rápido, conéctate a Internet –el normalmente tranquilo Dmitri recorrió el espacio que los separaba en dos zancadas, chocó contra el escritorio y tiró los papeles por el suelo.

–Ya estoy conectado –intrigado, Alekos miró la pantalla–. ¿Qué se supone que debo buscar?

–Ve a eBay –le pidió Dmitri, con voz estrangulada–. Ahora mismo. Tenemos tres minutos para pujar.

Alekos no perdió el tiempo diciendo que hacer pujas por Internet no solía formar parte de su jornada de trabajo. En lugar de eso, accedió a la página y miró a su abogado con expresión interrogante.

–Escribe «diamantes»... grandes diamantes blancos.

Alekos tuvo una premonición. Pero no, no podía ser. No podía haberlo hecho.

Pero cuando la página de eBay apareció en la pantalla masculló una maldición en griego mientras Dmitri se dejaba caer sobre una silla.

–¿Me he vuelto loco o el diamante Zagorakis está siendo vendido en eBay?

Alekos asintió con la cabeza.

Ver ese anillo lo hacía pensar en ella y pensar en ella desataba una reacción en cadena que lo sorprendió por su intensidad. Incluso después de tantos años de ausencia, Kelly podía hacerle eso, pensó.

–Es el diamante Zagorakis, sí. ¿Seguro que es ella quien lo vende?

–Eso parece. Si hubiera estado antes en el mercado nos lo habrían notificado. Tengo un equipo de gente investigando ahora mismo, pero la puja ya ha llegado al millón de dólares. ¿Por qué eBay? –inclinándose, Dmitri reunió los papeles que había dejado caer al suelo–. ¿Por qué no Christie's o Sotheby's o alguna de las famosas casas de subastas? Es una decisión muy extraña.

–No es extraña –con la mirada fija en la pantalla, Alekos sonrió–. Es justo lo que haría ella. Kelly nunca iría a Christie's o Sotheby's.

Que fuese una persona tan normal era algo que siempre le había parecido encantador. No era pretenciosa, un atributo raro en el mundo falso en el que vivía.

–Bueno, da igual –Dmitri tiró de su corbata como si lo estuviera estrangulando–. Si la puja ha llegado al millón de dólares hay muchas posibilidades de que alguien sepa que se trata del diamante Zagorakis. ¡Tenemos que detenerla! ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no lo hizo hace cuatro años? Entonces tenía razones para odiarte.

Alekos se echó hacia atrás en el sillón, considerando la pregunta. Y cuando habló, lo hizo en voz baja:

–Ha visto las fotografías.

–¿De Marianna y tú en el baile benéfico? ¿Crees que habrá oído rumores de que vuestra relación es seria?

Alekos miró la pantalla.

–Sí.

El anillo lo decía todo. Su presencia en la pantalla decía: «esto es lo que pienso de lo que hubo entre nosotros». Era el equivalente a tirar el diamante al río, pero mucho más efectivo. Estaba vendiéndolo al mejor postor de la manera más pública posible y el mensaje era claro: «este anillo no significa nada para mí».

«Nuestra relación no significa nada».

Estaba furiosa.

Alekos se levantó abruptamente, pensando que eso dejaba claro que había hecho lo que debía. Marianna Konstantin jamás haría algo tan vulgar como vender un anillo en eBay. Era demasiado discreta y educada como para eso. Siempre impecable, era una chica callada y discreta. Y, sobre todo, no quería casarse.

Luego volvió a mirar el anillo en la pantalla, imaginando la emoción que había detrás de esa venta. No había nada contenido. La mujer que vendía el anillo entregaba libremente sus emociones.

Recordando lo «libremente» que lo hacía, Alekos tuvo que apretar los labios. Sería bueno, pensó, romper ese último lazo entre ellos. Y aquél era el momento.

–Puja por él, Dmitri.

Su abogado lo miró con cara de sorpresa.

–¿Pujar? ¿Cómo? Hace falta tener una cuenta en eBay y no hay tiempo para eso.

–Necesitamos un universitario –Alekos pulsó el botón del intercomunicador–. Dile a Eleni que venga ahora mismo. De inmediato, sin perder un minuto.

Unos segundos después, la secretaria más joven del equipo apareció en el despacho.

–¿Quería hablar conmigo, señor Zagorakis?

–¿Tienes una cuenta en eBay?

Sorprendida por la pregunta, la chica tragó saliva.

–Pues sí...

–Necesito que pujes por algo –sin dejar de mirar la pantalla, Alekos le hizo un gesto para que se acercase. Dos minutos, tenía dos minutos para pujar por el diamante, para recuperar algo que nunca debería haber dejado de ser suyo–. Entra en tu cuenta y haz lo que tengas que hacer para pujar.

–Ahora mismo –nerviosa, la chica se sentó en el sillón y escribió su contraseña. Pero le temblaban las manos de tal modo que la escribió mal y tuvo que volver a hacerlo.

–Tómate tu tiempo, tranquila –Alekos miró a Dmitri, que parecía a punto de sufrir un infarto.

Por fin, Eleni escribió la contraseña correcta y sonrió, aliviada.

–¿Por cuánto dinero debo pujar?

–Dos millones de dólares.

La chica dejó escapar un gemido.

–¿Cuánto ha dicho?

–Dos millones –Alekos observó el reloj que llevaba la cuenta atrás. Dos minutos, tenían dos minutos para pujar–. Hazlo ahora mismo.

–Pero el límite de mi tarjeta de crédito son quinientas libras. No puedo...

–Pero yo sí y soy yo quien va a comprarlo –Alekos se dio cuenta de que la chica estaba muy pálida–. No te desmayes. Si te desmayas no podrás pujar. Dmitri, como director jurídico de la empresa, será testigo de este acuerdo. No tendrás ningún problema, no te preocupes. Tenemos treinta segundos y esto es muy importante para mí. Hazlo, por favor.

–Sí, claro... lo siento –con manos temblorosas, Eleni escribió la cantidad en la casilla adecuada–. Ahora soy... o sea, usted es quien más ha pujado.

Alekos levantó una ceja.

–¿Está hecho entonces?

–Mientras nadie haga una puja más alta en el último segundo...

Alekos, que no quería arriesgarse, buscó la casilla de puja y escribió cuatro millones de dólares.

Cinco segundos después, el anillo era suyo y estaba sirviéndole un vaso de agua a la pobre Eleni.

–Estoy impresionado. Respondes bien bajo presión y has hecho lo que tenías que hacer. No lo olvidaré, Eleni. Y ahora dime dónde tengo que enviar el dinero. ¿El vendedor da su nombre y su dirección?

Tenía que decidir si hacía aquello en persona o lo ponía en manos de sus abogados.

Sus abogados, le decía el sentido común. Por la misma razón por la que no había intentado encontrarla en esos cuatro años.

–Puede enviar por e-mail las preguntas que quiera –dijo Eleni, mirando el diamante en la pantalla–. Es un anillo precioso, por cierto. Muy romántico.

Alekos no se molestó en desilusionarla.

¿Había sido él romántico alguna vez? Si ser romántico consistía en tener un impulsivo y vertiginoso romance con alguien, entonces sí lo era. Una vez. O tal vez «cegado por el deseo» sería una mejor manera de describirlo. Afortunadamente, había recuperado a tiempo el sentido común.

Y desde entonces había tratado las relaciones sentimentales como si fueran acuerdos comerciales... como su relación con Marianna. Era mucho más sensato. No sentía el menor deseo de entenderla y Marianna no había mostrado la menor intención de entenderlo a él.

Eso era mucho mejor que una chica que se te metía en la piel y te volvía loco.

Alekos miró hacia la ventana mientras Dmitri sacaba a Eleni del despacho, prometiendo lidiar con el aspecto financiero de la transacción más tarde.

Su abogado cerró la puerta y se volvió hacia él.

–Haré que transfieran el dinero y recojan el anillo.

–No –empujado por algo que prefería no analizar, Alekos metió una mano en el bolsillo de la chaqueta–. No quiero ese anillo en las manos de nadie. Iré a buscarlo yo mismo.

–¿En persona? –exclamó Dmitri–. No has visto a esa chica en cuatro años porque decidiste que era mejor no volver a verla nunca. ¿Tú crees que es buena idea?

–Yo siempre tengo buenas ideas.

Tenía que terminar con aquello para siempre, pensó mientras se dirigía a la puerta. Le daría el dinero, se llevaría el anillo y seguiría adelante con su vida como si no hubiera pasado nada.

–Respira, respira, respira. Pon la cabeza entre las rodillas... eso es. No vas a desmayarte. Muy bien, muy bien. Y ahora, intenta decirme qué ha pasado.

Kelly intentó hablar, pero ningún sonido salía de su garganta y se preguntó si sería posible quedarse muda de una sorpresa.

Su amiga la miró, exasperada.

–Kel, te doy treinta segundos para que digas algo o te tiro un cubo de agua fría por la cabeza.

Kelly respiró profundamente y lo intentó de nuevo:

–He vendido...

–¿Qué has vendido? –la animó Vivien.

–El anillo.

–Ah, por fin hacemos algún progreso. Has vendido un anillo. ¿Qué anillo? –los ojos de Viv se iluminaron de repente–. Caray, ¿no habrás vendido el anillo?

Kelly asintió con la cabeza, intentando respirar de nuevo.

–He vendido el anillo... en eBay.

Se había mareado y sabía que estaría tirada en el suelo, desmayada, si no estuviera sentada.

–Muy bien, de acuerdo. Entiendo que estés nerviosa. Llevabas cuatro años llevando ese anillo al cuello... demasiado tiempo probablemente dado que el canalla que te lo regaló no se molestó en aparecer el día de la boda –asintió Vivien–. Pero por fin has visto la luz y lo has vendido, no pasa nada. No hay razón para ponerse enferma. Estás pálida como un muerto y yo no sé nada de primeros auxilios. Cerraba los ojos en las clases porque me da asco la sangre, así que no te pongas peor.

–Vivien...

–¿Qué hago, te doy una bofetada? ¿Te levanto las piernas para que te llegue la sangre a la cabeza? Dime qué tengo que hacer. Sé que esto te ha traumatizado, pero han pasado cuatro años, por favor.

Kelly tragó saliva, apretando la mano de su amiga.

–Lo he vendido.

–Que sí, que sí, que has vendido el anillo, ya lo sé. Olvídate del asunto y sigue adelante con tu vida... sal por ahí y acuéstate con un extraño para celebrarlo. Tú no quieres creerlo, pero te aseguro que tu novio griego no es el único hombre en la Tierra.

–Por cuatro millones de dólares.

–O podríamos abrir una botella de champán y... ¿qué has dicho? –Vivien se dejó caer al suelo–. Por un momento, me había parecido escuchar cuatro millones de dólares.

–Cuatro millones –repitió Kelly–. Vivien, no me encuentro bien.

–Yo tampoco me encuentro bien, pero no podemos desmayarnos las dos. Podríamos darnos un golpe en la cabeza y encontrarían nuestros cadáveres descompuestos dentro de una semana... o no nos encontrarían nunca porque tu casa siempre está como una leonera –Viv sacudió la cabeza, incrédula–. Seguro que ni siquiera has hecho testamento. Yo sólo tengo una bolsa llena de ropa sucia y un montón de facturas y tú tienes cuatro millones de dólares. Cuatro millones. Dios mío, nunca había tenido una amiga rica. Ahora soy yo la que necesita respirar –tomando una bolsa de papel del suelo, sacó las dos manzanas que había dentro y metió la cara en ella, respirando ruidosamente...

Kelly se miró las manos, preguntándose si dejarían de temblar si se sentaba sobre ellas. Le temblaban desde que encendió el ordenador y vio la puja final.

–Tengo que... calmarme. Y tengo que revisar los exámenes de lengua antes de mañana.

Vivien se quitó la bolsa de la cara.

–No digas tonterías. No tendrás que volver a dar clases en toda tu vida. Puedes dedicarte a vivir como una reina a partir de ahora. Ve al colegio mañana, presenta la renuncia y vete a un spa. ¡Podrías estar diez años en un spa!

–Yo no haría eso, me encanta ser profesora. Cuando llegan las vacaciones estoy deseando que terminen para volver a clase.

–Ya, ya...

–Me encantan los niños. Son lo más parecido a una familia que voy a tener nunca.

–Por el amor de Dios, Kel, tienes veintitrés años, no ochenta. Además, ahora eres rica, los hombres harán cola para dejarte embarazada.

Kelly hizo una mueca.

–Tú no sabes lo que es el romanticismo, ¿verdad?

–Soy realista. Ya sé que te encantan los niños y me parece muy raro. A mí me gustaría retorcerles el pescuezo... tal vez deberías darme a mí el dinero y yo presentaré la renuncia. ¡Cuatro millones de dólares! ¿Cómo es posible que no supieras que valía tanto?

–No lo pregunté. El anillo era especial porque me lo había regalado él, no por su valor material. No se me ocurrió que pudiera ser tan caro.

–Tienes que ser práctica además de romántica. Puede que él fuera un canalla, pero al menos no era un canalla tacaño –Vivien clavó los dientes en una manzana–. Cuando me dijiste que era griego pensé que sería camarero o algo así.

Kelly se puso colorada. No le gustaba hablar de ello porque le recordaba lo tonta que había sido. Y lo ingenua.

–No era camarero –murmuró, cubriéndose la cara con las manos–. No quiero ni pensar en ello. ¿Cómo pude imaginar que iba a salir bien? Él era un hombre súper inteligente, súper sofisticado, súper rico. Yo no soy súper nada.

–Sí lo eres –objetó Vivien, siempre tan leal–. Tú eres súper desordenada, súper despistada y...

–Cállate, anda. No necesito saber las razones por las que no salió bien –Kelly se preguntaba cómo podía seguir doliéndole tanto después de cuatro años–. Me gustaría encontrar una razón por la que podría haber salido bien.

Vivien dio otro mordisco a la manzana, pensativa.

–Tienes unos súper pechos.

Kelly se cubrió el pecho con los brazos.

–Gracias –murmuró, sin saber si reír o llorar.

–De nada. Bueno, ¿y de dónde saca su dinero tu súper ex novio?

–Tiene una naviera... una grande, con muchísimos barcos.

–No me lo digas, súper barcos. ¿Por qué no me lo habías contado antes? –Vivien sacudió la cabeza–. O sea, que es millonario, ¿no?

–He leído en algún sitio que es multimillonario.

–Ah, bueno, ¿qué importancia tienen unos cuantos millones entre amigos? Pero entonces, y no te lo tomes a mal, ¿cómo os conocisteis? Yo llevo viviendo los mismos años que tú y nunca he conocido a un millonario. Y mucho menos a un multimillonario. Podrías darme algún consejo.

–Cuando terminé la carrera me fui de vacaciones a Corfú, en Grecia. Sin darme cuenta entré en una playa privada, pero yo no sabía que lo fuera. Me había dejado la guía en el hotel y estaba mirando aquel paisaje maravilloso, no los carteles –Kelly dejó escapar un suspiro–. ¿Podemos hablar de otra cosa? Ése no es mi tema favorito.

–Sí, claro. Podemos hablar de qué vas a hacer con cuatro millones de dólares.

–No lo sé –Kelly se encogió de hombros–. ¿Pagar a un psiquiatra para que me cure del shock?

–¿Quién ha comprado el anillo?

–No lo sé, alguien con mucho dinero evidentemente.

Vivien la miró, exasperada.

–¿Y cuándo tienes que entregarlo?

–Una chica me ha enviado un mensaje diciendo que vendrían a buscarlo en persona mañana. Y le he dado la dirección del colegio por si acaso eran gente rara –Kelly tocó el anillo, que llevaba en una cadenita al cuello bajo la blusa, y Vivien suspiró.

–Nunca te lo quitas. Incluso duermes con él puesto.

–Porque soy muy desordenada y me da miedo perderlo.

–Déjate de excusas. Ya sé que eres desordenada, pero llevas el anillo porque sigues enamorada de él. Has seguido enamorada de él estos cuatro años. ¿Por qué decidiste vender el anillo de repente, Kel? ¿Qué ha pasado? Esta última semana has estado muy rara.

–Vi fotografías de él con otra mujer. Rubia, delgadísima, ya sabes a qué me refiero. La clase de mujer que hace que una quiera dejar de comer para siempre... hasta que te das cuenta de que incluso dejando de comer nunca tendrías ese aspecto –Kelly suspiró–. Y pensé que conservar el anillo estaba evitando que rehiciera mi vida. Es una locura, yo estoy loca.

–No, ya no. Por fin has recuperado la cordura –Vivien se apartó el pelo de los ojos con un gesto dramático–. Tú sabes lo que esto significa, ¿verdad?

–¿Que tengo que olvidarme de él para siempre?

–No, que se terminó lo de comer pasta barata. Esta noche vamos a pedir una pizza que lleve de todo y vas a pagar tú. ¡Yupi! –exclamó su amiga, levantando el teléfono–. ¡Vamos a darnos la gran vida!

Alekos Zagorakis bajó del Ferrari y miró el viejo edificio de estilo victoriano: una escuela de primaria en Hampton Park.

Por supuesto, Kelly trabajaba con niños. Era lo más lógico.

Fue el día que leyó en la prensa que pensaba tener cuatro hijos cuando la dejó plantada.

Alekos miró el edificio. La verja estaba rota por varios sitios y unos plásticos cubrían parte del tejado, presumiblemente para evitar las goteras.

En ese momento sonó una campanita y, un segundo después, un montón de niños salieron al patio, empujándose unos a otros. Una joven los seguía, contestando preguntas, intentando contener discusiones y, en general, controlando el caos. Llevaba una sencilla falda negra, zapatos planos y una blusa de color claro. Alekos no la miró dos veces, demasiado ocupado buscando a Kelly.

De nuevo, estudió el viejo edificio, pensando que debía haberse equivocado. ¿Por qué iba Kelly a enterrarse en aquel sitio?

Estaba a punto de volver al coche, pensando que le habían dado una dirección errónea, cuando oyó una risa que le resultaba familiar. Y, de repente, se encontró mirando de nuevo a la joven profesora de falda negra y zapatos planos.

No se parecía a la alegre adolescente que había conocido en la playa de Corfú y estaba a punto de darse la vuelta cuando ella giró la cabeza.

Llevaba el pelo firmemente sujeto con un prendedor, pero era del mismo tono castaño...

Alekos arrugó el ceño, quitándole mentalmente esa ropa tan aburrida para ver a la mujer que había debajo.

La joven sonrió entonces y Alekos se quedó sin respiración porque era imposible no reconocer esa sonrisa. Una sonrisa amplia, generosa, auténtica. Sin pensar, bajó la mirada hasta sus piernas... sí, eran las mismas piernas, largas y preciosas. Unas piernas hechas para que un hombre perdiese la cabeza. Unas piernas que una vez se habían enredado en su cintura...

Los gritos de los niños interrumpieron sus pensamientos. Un grupo de chicos había visto el Ferrari y, de inmediato, Alekos lamentó no haber aparcado más lejos.

Los niños corrían por el patio para acercarse a la verja que separaba el colegio del resto del mundo y él los miró como otro hombre miraría a un animal peligroso.

–¡Menudo cochazo!

–¿Es un Porsche? Mi padre dice que el mejor coche del mundo es el Porsche.

–Cuando sea mayor voy a tener uno como ése.

Alekos no sabía qué decir, de modo que se quedó callado. Pero enseguida vio que Kelly giraba la cabeza. Por supuesto, ella se daría cuenta rápidamente de que alguna de sus ovejitas había escapado del rebaño, Kelly era ese tipo de persona. Era desordenada, ruidosa y cariñosa. Y no se habría quedado callada si unos niños se dirigían a ella.

Alekos vio que estaba pálida, el tono de su piel destacando el inusual azul zafiro de sus ojos.

Evidentemente no conocía a mucha gente que condujera un Ferrari, pensó. Y el hecho de que se sorprendería de verlo aumentó su furia.

¿Qué había esperado, que se quedara de brazos cruzados mientras vendía el anillo, el anillo que él había puesto en su dedo, al mejor postor?

Desde el otro lado del patio sus ojos se encontraron.

El sol apareció por detrás de una nube, dándole reflejos dorados a su pelo. Le recordaba a aquella tarde en la playa de Corfú. Entonces Kelly llevaba un minúsculo bikini de color turquesa y una sonrisa avergonzada...

Pero no quería pensar en eso, de modo que volvió al presente.

–¡Chicos! –su voz era como chocolate derretido con un poco de canela, suave con un toque de especias–. No os subáis a la verja, ya sabéis que es peligroso.

Alekos se sintió absurdamente decepcionado. Cuatro años antes, Kelly hubiera salido corriendo por el patio con el entusiasmo de un cachorro para echarse en sus brazos.

Y que estuviera mirándolo como si hubiera escapado de una reserva de tigres lo ponía aún más tenso.

Alekos miró al niño más cercano, la necesidad de información desatando su lengua.

–¿Es vuestra profesora?

–Sí, es nuestra profesora –a pesar de la advertencia de Kelly, el chico puso una rodilla en la pared e intentó apoyarse en la verja–. No parece muy estricta, pero si haces algo malo... ¡zas!

–¿Os pega?

–¿Qué? –el chaval soltó una carcajada–. La señorita Jenkins no mataría una mosca. Las atrapa con un vaso para sacarlas de la clase. Ni siquiera nos grita.

–Pero eso de «zas»...

–La señorita Jenkins te aplasta con una sola mirada –el chico se encogió de hombros–. Te hace sentir mal si has hecho algo malo, como si la hubieras decepcionado. Pero nunca le haría daño a nadie. No es nada violenta.

La señorita Jenkins. De modo que no se había casado. Y no había tenido los cuatro hijos que quería tener.

Sólo ahora que la pregunta estaba contestada reconoció que había pensado en esa posibilidad.

Kelly cruzó el patio como si una cuerda invisible tirase de ella. Era evidente que, si tuviera oportunidad, saldría corriendo en dirección contraria.

–Freddie, Kyle, Colin, alejaos de la verja.

Los tres chicos empezaron a hablar a la vez y Alekos notó que Kelly contestaba uno a uno en lugar de mandarlos callar como harían la mayoría de los adultos. Y era evidente que los niños la adoraban.

–¿Ha visto el coche, señorita Jenkins? Yo sólo lo había visto en las revistas.

–Sólo es un coche, cuatro ruedas y un motor –Kelly se volvió por fin hacia él–. ¿Querías algo?

Nunca había sido capaz de esconder sus sentimientos, pensó Alekos. Estaba horrorizada de verlo y eso lo sacaba de quicio.

–¿Te sientes culpable, agapi mu?

–¿Culpable?

–No pareces contenta de verme y me pregunto por qué.

Dos manchas rojas aparecieron en sus mejillas y, de repente, sus ojos se volvieron sospechosamente brillantes.

–No tengo nada que decirte y no sé por qué debería alegrarme de verte.

Alekos se había olvidado del anillo y estaba pensando en otra cosa completamente diferente. Algo peligroso, ardiente y primitivo que sólo le ocurría cuando estaba con ella.

Cuando sus ojos se encontraron, supo que Kelly estaba pensando lo mismo. Pero enseguida apartó la mirada, sus mejillas ardiendo. Lo trataba como si no supiera por qué estaba allí, como si no se conocieran íntimamente. Como si no hubiera un centímetro de su cuerpo que él no hubiese besado.

–¿Es su novio, señorita? –preguntó uno de los niños.

–Freddie Harrison, ésa es una pregunta muy inapropiada –Kelly empujó suavemente a los niños hacia el patio–. Se llama Alekos Zagorakis y no es mi novio. Sólo es una persona a la que conocí hace mucho tiempo.

–¿Un amigo, señorita?

–Sí... bueno, un amigo.

–¡La señorita Jenkins tiene novio, la señorita Jenkins tiene novio! –empezaron a canturrear los chicos.

–Amigo y novio son dos cosas muy diferentes, Freddie.

–Si es un novio se acuestan juntos, tonto –dijo otro de los chicos.

–Señorita, Colin ha dicho una palabrota y me ha llamado tonto. ¡Y usted dice que no se puede llamar tonto a nadie!

Kelly lidió con el asunto con gran habilidad, enviándolos de vuelta al patio antes de volverse hacia Alekos, mirando un momento por encima de su hombro para comprobar que no la escuchaba nadie.

–No puedo creer que hayas tenido la cara de volver después de cuatro años –le espetó, temblando–. ¿Cómo puedes ser tan insensible? Si no fuera porque los niños están mirando te daría un puñetazo. Pero seguramente ésa es la razón por la que has venido aquí en lugar de intentar verme en privado: te da miedo que te haga daño. ¿Qué haces aquí?

–Tú sabes por qué estoy aquí. Y tú nunca le has pegado a nadie en toda tu vida, no te hagas la dura.

Era una de las cosas que lo había atraído de ella. Su dulzura había sido el antídoto al implacable mundo de los negocios en que vivía.

–Hay una primera vez para todo –Kelly se llevó una mano al pecho, como si quisiera comprobar que su corazón seguía latiendo–. Di lo que tengas que decir y márchate.

Distraído por la presión de sus pechos contra la sencilla blusa, Alekos frunció el ceño. La llevaba abrochada hasta el cuello como una profesora victoriana. No había nada, absolutamente nada en su atuendo que pudiera explicar la volcánica respuesta de su libido.

Furioso consigo mismo y con ella, su tono fue más brusco de lo que pretendía:

–No juegues conmigo porque los dos sabemos que no puedes ganar. Te comería como desayuno.

Fue una analogía inapropiada y en cuanto hubo dicho la frase en su mente apareció una imagen de ella desnuda sobre su cama, el desayuno olvidado...

Y el color de sus mejillas le dijo que Kelly estaba recordando la misma escena.

–Tú no tomas desayuno –dijo con voz ronca–. Sólo tomas ese café griego tan fuerte. Y no estoy jugando contigo. Tú no juegas con las mismas reglas que el resto del mundo. Tú... tú eres un canalla.

Alekos la miró a los ojos y se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad, no sabía por qué estaba allí. No sabía que era él quien había comprado el anillo.

Pasándose una mano por el pelo, murmuró algo en griego.

Eso era lo que pasaba cuando olvidaba que Kelly Jenkins no pensaba como el resto de la gente. Su habilidad para pensar más rápido que los demás, para adelantarse e imaginar segundas intenciones le había ayudado mucho en su negocio, pero con Kelly era una habilidad que nunca le sirvió de nada. Ella no pensaba como otras mujeres y siempre lo sorprendía, como estaba sorprendiéndolo en aquel momento.

Pero al ver que tenía los ojos empañados contuvo el aliento. No había vendido el anillo para enviarle un mensaje, lo había vendido porque él le había hecho daño.

En ese momento, Alekos supo que había cometido un grave error. No debería haber ido allí en persona. No había sido fácil para él y no era justo para ella.

–Tienes cuatro millones de dólares en tu cuenta corriente –le dijo, para terminar con aquello lo antes posible. Y, de inmediato, vio un brillo de sorpresa en sus ojos azules–. He venido a buscar mi anillo.

Capítulo 2

KELLY estaba frente a la pizarra, intentando llevar aire a sus pulmones.

¿Alekos había comprado el anillo?

¡No, no, no! Eso no era posible. ¿O sí? ¿Cómo no se le había ocurrido que él pudiera ser el comprador?

Porque los multimillonarios no usaban eBay, por eso. Si hubiera pensado por un momento que Alekos se enteraría, no lo habría vendido.

Kelly dejó escapar un gemido.

En lugar de apartarlo de su vida para siempre, lo había devuelto a ella.

Cuando lo vio al otro lado de la verja estuvo a punto de desmayarse. Por un momento, un momento loco, pensó que iba a decirle que había cambiado de opinión, que sabía que había cometido un error. Que había ido a pedirle perdón.

Perdón.

Kelly se cubrió la boca con la mano para contener una carcajada histérica. ¿Cuándo había pedido perdón Alekos Zagorakis? Ni siquiera parecía sentirse culpable por no haber aparecido en la iglesia el día de su boda. No, no estaba allí para disculparse.

–¿Se encuentra bien, señorita Jenkins? –escuchó una vocecita entonces–. Está muy pálida y ha entrado corriendo como si la persiguiera alguien.

–No, estoy bien –Kelly se pasó la lengua por los labios.

–Parece como si estuviera escondiéndose.

–No estoy escondiéndome –dijo ella, levantando la voz sin darse cuenta.

¿Por qué había salido corriendo? Alekos creería que seguía importándole y ella no quería que pensara eso. Quería que pensara que estaba bien, que romper con él había mejorado su vida. Que había vendido el anillo porque le sobraba o algo así.

Kelly intentó respirar. Llevaba cuatro años soñando con volver a verlo. Había pasado muchas noches en blanco, imaginando que se encontraba con él... algo que desafiaba a la imaginación dado que se movían en diferentes estratosferas. Pero nunca, ni una sola vez, había imaginado que pudiera pasar de verdad. Y menos allí, en el colegio, sin previo aviso.

–¿Hay un incendio, señorita Jenkins? –un par de ojos preocupados se clavaron en ella: Jessie Prince, que siempre estaba preocupada por todo, desde los exámenes a los terroristas–. Ha venido corriendo y siempre nos dice que no debemos correr a menos que haya un incendio.

–Sí, es verdad –asintió Kelly. Incendios y hombres a los que una no quería ver–. Y no estaba corriendo. Iba... caminando deprisa. Es bueno para la salud –¿seguiría en la puerta del colegio? ¿Seguiría allí cuando saliera?, se preguntó–. Abrid vuestros libros de lengua en la página doce y seguiremos donde lo dejamos ayer. Vamos a escribir una redacción sobre las vacaciones de verano.

Tal vez debería haberle dado el anillo sin más, pero entonces Alekos vería que lo llevaba colgado al cuello y no pensaba darle la satisfacción de saber lo que significaba para ella. Lo único que le quedaba era su orgullo...

Al fondo de la clase se oyó un rifirrafe y después un golpe.

–¡Ay! ¡Me ha dado una torta, señorita!

Kelly se llevó una mano a la frente. Problemas de disciplina era lo último que quería en ese momento. Necesitaba estar sola para pensar, pero si había algo que una profesora de primaria no tenía era un momento de tranquilidad.

–Tom, siéntate en uno de los pupitres de delante, por favor –Kelly esperó pacientemente mientras el niño arrastraba los pies hasta ella–. No se pega a nadie, no está bien. Quiero que le pidas perdón.

–¿Por qué?

–Acabo de decírtelo, porque no está bien. Quiero que le digas que lo sientes.

–Pero es que no lo siento –replicó el niño, sus mejillas casi del mismo tono que su pelo–. Me ha llamado pelo de zanahoria, señorita Jenkins.

Intentando concentrarse, Kelly respiró profundamente.

–Pues entonces él también te va a pedir perdón. Pero no puedes pegar a la gente, aunque te llamen «pelo de zanahoria». No se debe pegar a nadie.

«Ni siquiera a un griego arrogante que te dejó plantada el día de tu boda».

–No ha sido culpa mía, tengo mal carácter porque soy pelirrojo.

–No es tu pelo el que ha pegado a Harry.

¿Cómo iba a saber ella que era Alekos quien había comprado el anillo?

–Mi padre dice que si alguien se mete contigo le das una torta y ya no vuelve a molestarte –dijo una niña.

–Podríamos pensar un poco en los sentimientos de los demás –les aconsejó Kelly–. No todo el mundo es igual y hay que ser tolerante. Ésa va a ser nuestra palabra del día –añadió, tomando una tiza para escribir en la pizarra, con veintiséis pares de ojos clavados en su espalda–. To-le-ran-cia. ¿Quién puede decirme lo que significa?

Veintiséis manos se levantaron a la vez.

–Señorita, señorita, yo lo sé.

Kelly tuvo que disimular una sonrisa. Daba igual lo estresada que estuviera, los niños siempre la hacían sonreír.

–¿Jason?

–Hay un hombre en la puerta.

Veintiséis cabezas se volvieron hacia la puerta y Kelly levantó la mirada justo cuando Alekos estaba entrando en el aula.

Muda de horror, notó que su pulso se había acelerado. ¿Era eso lo que su madre había sentido por su padre? ¿Aquella emoción, aquella excitación, aunque supiera que la relación no iba a ningún sitio?

Alekos cambiaba el ambiente del aula, pensó. Su presencia exigía atención.

Los niños empezaron a levantarse, mirándola como para saber lo que debían hacer, y ella tragó saliva.

–Bien hecho, niños –los felicitó, antes de volverse hacia Alekos–. Estoy dando una clase, no es buen momento para hablar.

–Es buen momento para mí.

Kelly tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para disimular que le temblaban las piernas.

–Niños, tenemos una visita... ¿qué no ha hecho este señor?

–No ha llamado a la puerta, señorita Jenkins.

–Eso es –Kelly consiguió sonreír–. No ha llamado a la puerta porque ha olvidado sus buenas maneras. Así que este señor y yo vamos a salir un momento al pasillo y voy a decirle cómo debe portarse una persona que entra en un aula cuando ya ha empezado una clase mientras vosotros termináis vuestras redacciones.

Cuando iba a salir del aula, Alekos la sujetó por la muñeca.

–Voy a daros una lección importante en la vida, niños –su acento griego más pronunciado de lo normal, Alekos miraba la clase con la misma concentración con la que sin duda trataba a los miembros de un consejo de administración–. Cuando algo es importante para ti, hay que ir por ello. No dejéis que os den la espalda y no os quedéis en la puerta, esperando que os den permiso para entrar sólo porque ésas son las reglas.

El comentario fue recibido con un silencio, pero enseguida empezaron a levantarse manos.

–Dime –Alekos señaló a un niño en la segunda fila.

–Pero nos han dicho que tenemos que respetar las reglas.

–Si no son sensatas, hay que saltárselas.

–¡No! –exclamó Kelly–. Uno no se puede saltar las reglas. Las reglas existen...

–¿Para ser cuestionadas? –la interrumpió Alekos, con su típica arrogancia–. Siempre debéis cuestionarlas. Algunas veces hay que saltarse las reglas para hacer algún progreso. Ahora mismo, por ejemplo. Necesito hablar con la señorita Jenkins urgentemente y ella no quiere escucharme. ¿Qué puedo hacer?

Un niño levantó la mano.

–Depende de lo importante que sea lo que tiene que decirle.

–Es muy importante. Pero también es importante que la otra persona dé su opinión, así que dejaré que ella elija dónde vamos a mantener esa conversación. Dime, Kelly, ¿aquí o fuera?

–Fuera –contestó ella, con los dientes apretados.

Alekos se volvió hacia los niños.

–¿Lo veis? Éste es el ejemplo de una negociación que sale bien. Los dos tenemos lo que queremos y ahora, mientras la señorita Jenkins y yo hablamos, vosotros vais a... escribir cien palabras sobre por qué las reglas siempre deben ser cuestionadas.

–¡No, de eso nada! –protestó Kelly–. Van a escribir una redacción sobre las vacaciones.

–O sobre los beneficios de saltarse las reglas –insistió Alekos–. Me alegro de haberos conocido. Trabajad mucho y tendréis éxito en la vida. Pero recordad: lo importante no es de dónde viene uno sino dónde llega –sin soltar la muñeca de Kelly, la sacó al pasillo y ella no tuvo más remedio que seguirlo y cerrar la puerta.

–No puedo creer que hayas hecho eso.

–De nada –dijo él–. Mi caché por los discursos de motivación en el circuito internacional es de medio millón de dólares, pero en este caso estoy dispuesto a no cobrar... para beneficio de las nuevas generaciones.

–No estaba dándote las gracias.

–Pues deberías. Los empresarios del mañana no saldrán de un grupo de robots incapaces de tomar la iniciativa.

A punto de explotar de rabia, Kelly se soltó de un tirón.

–¿Es que no sabes nada sobre niños?

–No, nada. Les he hablado como si fueran adultos.

–Pero es que no son adultos. ¿Tú sabes lo difícil que es disciplinar a veintiséis niños? Cuando empecé a darles clase no estaban sentados en su pupitre cinco minutos seguidos.

–Estar sentado es un pasatiempo absurdo. Incluso en los consejos de administración yo suelo pasear, me ayuda a concentrarme mejor. Deberías animarlos a que hicieran preguntas...

–No me digas cómo debo hacer mi trabajo. Tú no sabes absolutamente nada sobre educación infantil.

–Muy bien, ¿por qué has vendido el anillo?

Kelly parpadeó, sorprendida por el brusco cambio de tema. Pero no tuvo tiempo de contestar porque en ese momento alguien apareció corriendo por el pasillo.

–¡Señorita Jenkins, se ha inundado el colegio!

Alekos dejó escapar un suspiro.

–¿Dónde podemos hablar sin que nos interrumpan?

–No podemos hablar en ningún sitio. Esto es un colegio, por si no te habías dado cuenta.

Un grupo de niñas corría hacia ellos, con Vivien detrás, la camisa empapada.

–¡Kelly! –gritó–. El vestuario de las chicas se ha inundado. ¿Te importa quedarte con ellas mientras yo voy a la oficina? Vamos a tener que llamar a un fontanero o... no sé, a un submarino. Necesitamos a alguien que sepa de cañerías.

–Yo sé algo sobre cañerías –dijo Alekos, exasperado–. ¿Dónde está la inundación? Cuanto antes se resuelva, antes podré hablar contigo.

Vivien se fijó en él en ese momento y abrió mucho los ojos, como si estuviera fascinada.

Y, acostumbrada a esa reacción, Kelly se resignó a lo inevitable.

–Viv, te presento a Alekos Zagorakis. Alekos, mi amiga y colega Vivien Mason.

–¿Alekos? –repitió Vivien.

–Él es quien ha comprado el anillo.

–¿El anillo? Ah, ya me acuerdo, ese anillo que guardabas en el fondo de un cajón. Me acuerdo... vagamente.

Kelly se puso colorada hasta la raíz del pelo. Podía haber exagerado un poco menos.

–Bueno, sobre la inundación... –siguió Vivien–. Lo mejor sería llamar a un fontanero, ¿verdad?

Alekos estaba mirando el agua que llegaba hasta el pasillo.

–A menos que tengas súper poderes, el colegio entero se habrá inundado antes de que llegue. Dame una caja de herramientas... algo, lo que tengáis a mano. Y cierra la llave de paso.

Después de decir eso se dirigió hacia el otro lado del pasillo, dejando a Kelly boquiabierta.

–Tú no puedes... –empezó a decir, mirando el caro traje y los zapatos de ante.

–No juzgues un libro por la cubierta –dijo él–. Que lleve un traje de chaqueta no significa que no pueda arreglar una cañería. Dame algo con lo que trabajar.

–¿Sabe arreglar una cañería con ese cuerpazo? –murmuró Vivien.

–Ve a cerrar la llave de paso, anda.

Cuando por fin localizaron una vieja caja de herramientas, Alekos había descubierto cuál era el problema.

–Esta sección de cañería está oxidada –se había quitado la chaqueta y tenía la camisa empapada, pegada a su ancho torso como una segunda piel–. ¿Qué hay en la caja?

–No tengo ni idea –distraída por el ancho torso masculino, Kelly abrió la caja.

–Dame esa llave inglesa... no la de abajo –Alekos procedió a quitar la sección de cañería y examinarla de cerca–. Dudo que la hayan reemplazado desde que construyeron el colegio. ¿No tenéis a nadie que se encargue del mantenimiento?

–Me parece que el de mantenimiento no sabe nada de cañerías –contestó Vivien–. Y no tenemos mucho dinero.

–No hace falta mucho dinero, sólo alguien que se encargue de revisar estas cosas regularmente. Kelly, saca el móvil del bolsillo de la camisa.

–Pero...

–Tengo las manos mojadas y si no discutieras, te lo agradecería mucho.

Kelly metió la mano en el bolsillo de la camisa, notando el calor de su cuerpo. Cuatro años antes no había sido capaz de apartarse de él ni un momento... y él no había sido capaz de apartarse de ella.

Era algo que llevaba cuatro años intentando olvidar.

Y, a juzgar por su mirada ardiente, Alekos estaba pensando lo mismo.

–¿Qué quieres que haga?

Alekos le dio instrucciones para que marcase un botón y pusiera el teléfono en su oreja. Cuando empezó a hablar en griego deseó haber pasado menos tiempo concentrándose en su cuerpo y más aprendiendo el idioma. De ese modo podría decirle: «vete de mi vida».

–¿Sabes lo que está diciendo? –le preguntó Vivien.

Ella negó con la cabeza.

–En menos de diez minutos llegará un equipo para solucionar el problema –dijo Alekos unos segundos después.

–¿Un equipo?

–Necesitamos una sección de cañería del mismo diámetro que ésta. Mi equipo de seguridad se encargará de todo, así tendrán algo que hacer –Alekos miró alrededor–. Si esto fuera un barco se habría hundido hace tiempo.

–Pero imagino que tendrás que ir a algún sitio, cosas que hacer –empezó a decir Kelly–. Ahora que sabemos cuál es el problema podemos solucionarlo, así que tú puedes marcharte.

–¿Irse? ¿Estás loca? –exclamó Vivien–. Nunca encontraremos a nadie que arregle esto. ¿Por qué quieres que se vaya?

–Porque no se siente cómoda estando conmigo –contestó él, irónico–. ¿Verdad que no, agapi mu?

Ese término cariñoso le recordaba momentos que llevaba cuatro años intentando olvidar. Y no estaba dispuesta a recordar en absoluto.

–He cambiado de opinión sobre el anillo. Quiero vendérselo a una buena persona y tú no eres buena persona. Y no creas que porque te hayas quitado la chaqueta y remangado la camisa vas a impresionarme.

–Yo estoy impresionada –dijo Vivien–. Pensé que tenías una naviera, pero...

–Tengo una empresa de construcción de barcos, sí.

–Pero no la llevas sentado detrás de una mesa de despacho.

–Desgraciadamente, suele ser así. Pero tengo un título en ingeniería naval que algunas veces me viene muy bien –Alekos levantó la mirada cuando una mujer entró en el vestuario, seguida de cinco hombres cargados con todo tipo de herramientas.

–Estos señores dicen que... –la secretaria del colegio parpadeó, horrorizada.

–Todo está controlado, Janet.

Y así era. Con Alekos dando órdenes, los hombres se pusieron a trabajar de inmediato. Pero lo que realmente la sorprendió fue que él también lo hiciese. Mientras arreglaban la cañería encendieron unos ventiladores industriales para secar el vestuario y, unos minutos después, el problema estaba solucionado y no quedaba ni una gota de agua.

Kelly intentó escapar, pero Alekos la tomó del brazo.

–No salgas corriendo otra vez –le advirtió, tomándola en brazos.

–¿Se puede saber qué haces? ¡Déjame en el suelo!

Medio alarmada, medio divertida, Vivien soltó una carcajada.

–Hagas lo que hagas, no la dejes caer al suelo. Si tan desesperado estás por hablar con ella puedes usar mi aula, está vacía.

–¡Déjame en el suelo! –gritó Kelly–. No puedes llevarme en brazos por todo el colegio como...

–¿Como un hombre? –sugirió Alekos, volviéndose hacia su equipo para decirles algo en griego antes de dirigirse a la puerta–. Has engordado en estos años.

–Me alegro –dijo ella, furiosa–. Espero que te rompas la espalda.

–Era un halago, el peso extra parece estar distribuido en los sitios adecuados... aunque no puedo estar seguro sin una inspección más íntima.

–¿Cómo puedes decir cosas así cuando estás con otra mujer? Eres repugnante.

–Y tú estás celosa.

–No estoy celosa. Por mí, puedes quedarte con esa rubia tan flaca para siempre –Kelly intentaba apartarse, pero al hacerlo sólo conseguía que Alekos la apretase con más fuerza, de modo que dejó de moverse e intentó respirar con normalidad, sin fijarse en la sombra marcada de su barba o en esas pestañas imposiblemente largas–. Suéltame ahora mismo.

La respuesta de Alekos fue besarla y, mientras se hundía en una niebla de deseo, Kelly escuchó la voz de Vivien a lo lejos...

–Si yo tuviera que elegir entre él y cuatro millones de dólares, lo elegiría a él. Bien hecho, Kel.