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Veinticinco años después de la muerte de Vicente Alexandre, los editores y colaboradores del presente volumen han querido rendirle homenaje. El conjunto de trabajos recogidos, busca sumarse a la mejor tradición crítica sobre el poeta e invita a releer con los textos en la mano y combatir una de sus sentencias más escalofriantes: «Olvidar es morir».
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Seitenzahl: 549
Veröffentlichungsjahr: 2011
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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© De los textos: los autores, 2011
© De esta edición: Universitat de València, 2011
Producción editorial: Maite Simón
Maquetación: Inmaculada Mesa
Corrección: Communico C.B.
Diseño de cubierta: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-370-7895-3
Depósito legal: V-1629-2011
ePub: Publidisa
Tal vez este volumen colectivo no aspire a otra cosa que a mostrar cómo leer y por qué la poesía de Vicente Aleixandre. Incluso podría decirse que, a sus editores, les ha interesado más la segunda cuestión que la primera, el porqué antes que el cómo: la invitación al placer del texto, en suma, antes que los comentarios y las prescripciones de todo tipo que continuamente está obligado a soportar. No por otra razón los colaboradores de este volumen han dispuesto de absoluta libertad de criterio a la hora de enfrentar el análisis del libro aleixandrino por el que han optado o que les ha correspondido. Cada uno de los estudios que vienen a continuación da cuenta, a su modo, de cómo hay que leer este u otro título, desde Ámbito hasta Diálogos del conocimiento, aunque por encima de las diversas metodologías y los distintos puntos de vista adoptados por los críticos e historiadores de la literatura aquí convocados, queda clara, al fin y al cabo, la oportunidad de seguir leyendo a Aleixandre. O, en el caso de los nombres que hemos reunido, la oportunidad de continuar releyéndolo, como si la interpretación fuera un proceso que no tiene fin.
Los aniversarios y homenajes a un gran poeta del pasado, como dijo Gil de Biedma a propósito de Luis Cernuda, son una buena ocasión porque nos fuerzan a releer, que es una cosa muy distinta del leer por vez primera. Toda relectura, y más tratándose de un clásico contemporáneo como Aleixandre, es ahora bien una lectura inédita y tiene un alcance insospechado porque recompone el lugar que habíamos otorgado a un autor y una obra en nuestro canon personal. También esta reunión de estudios, a poco más de un cuarto de siglo de la muerte de Aleixandre, quizás contribuya a redefinir o perfilar aún más entre los lectores (profesionales o no) el canon del Veintisiete y, por extensión, el canon de la poesía española contemporánea.
Releer colectivamente a Aleixandre libro a libro, veinticinco años después de su desaparición, y a más de treinta de la concesión del Nobel, es un desafío oportuno y diríamos que hoy por hoy necesario, pero lleno de dificultades. Se corre el riesgo de que este conjunto de lecturas sincrónicas, apegadas a cada uno de los eslabones de la producción poética del autor, termine difuminando la visión unitaria y sucesiva con la que, para bien o para mal, él siempre pensó su trayectoria. Es posible igualmente que la ausencia de unos simples trazos diacrónicos no deje ver, en primera instancia, qué añade o qué prolonga cada nuevo libro en relación con el inmediatamente anterior. Más aún: es posible que del compendio de análisis sincrónicos sucesivos no se desprenda con claridad qué textos son fundamentales a la hora de marcar una «cosmovisión» o una «época», por emplear los términos de Bousoño en su todavía hoy fundamental monografía, y cuáles, a pesar de su valor en sí mismos y de lo que aportan al proceso poético aleixandrino, giran alrededor de la órbita de los primeros. No cabe duda de que libros como La destrucción o el amor, Sombra del paraíso, Historia del corazón o Poemas de la consumación, incluso Diálogos del conocimiento, tienen una significación histórico-literaria de primer orden en la poesía española del siglo XX. Indican que Aleixandre supo estar a la altura de lo que fue ocurriendo en nuestra poesía, desde las vanguardias hasta los novísimos, que no quedó apartado, como él mismo dijo, del curso vivo de los acontecimientos literarios. A la vez cada uno de esos libros mayores abre, o consolida clarificándola, una nueva poética aleixandrina. A esta conclusión se llega, sin embargo, después de situar otros libros como Ámbito, Pasión de la tierra, Espadas como labios, Mundo a solas, Nacimiento último o En un vasto dominio en el eje sintagmático de la producción del autor. Eje sintagmático sobre el que han de incidir, más allá de la mera linealidad evolutiva, unas estructuras específicas de historicidad.
No olvidemos que Aleixandre habló para su poesía, en la primera ocasión que tuvo de volver sobre sus «poemas mejores», de un estilo en movimiento, de una evolución sin saltos, continuada. Nunca dejó de pensar que el estilo, surgido de la «representación del mundo» que se hace el poeta, no es algo estático. Más allá de los cambios y del transcurrir sucesivo, la «unidad presidente» siempre debía ser reconocible. Obviamente Aleixandre pretende con ello llamar la atención sobre el crecimiento orgánico de su obra, como si de un ser vivo se tratase, optando por la idea moderna del libro único o del libro de libros. De hecho, muy cerca de Juan Ramón Jiménez, como del Guillén de Cántico en otro sentido, advierte que el poeta no se repite, como no se repite el río. Siempre igual, pero siempre distinta, la sustancia singular del estilo habría de permanecer idéntica más allá de las variaciones cronológicas e históricas, accidentales después de todo. Nos equivocaríamos, sin embargo, si viéramos la «evolución» de la poesía aleixandrina, en la que tanto insisten Bousoño y un gran sector de la crítica, como un surco solitario y atento únicamente a su propia dinámica, a sus leyes internas de sucesión en la unidad.
No es sino en este punto concreto donde interesa poner en juego la historicidad de la literatura. Porque Aleixandre indicó más de una vez que su evolución, entendida como un «camino hacia la luz», se inicia con su segundo libro, Pasión de la tierra, escrito entre 1928 y 1929, aunque no publicado hasta 1935. Hay que señalar, de entrada, que Aleixandre comienza a leerse a sí mismo desde las coordenadas poéticas de la posguerra, donde la rehumanización y la voluntad comunicativa se imponen desplazando el esteticismo minoritario de los años veinte. No por otra razón su libro inicial, Ámbito (1928), queda desplazado, como el mismo poeta confiesa, del curso de la evolución, aunque en él todavía pudiera reconocer, en germen, todo lo que había de venir después. Hoy sabemos que Ámbito, aunque hecho de vetas distintas, debe entenderse como un tributo a la primera estética en torno a la cual se conforma el Veintisiete: la poesía pura que se celebra y se legitima con el homenaje gongorino.
Los poemas en prosa de Pasión de la tierra marcan un corte con esta primera poética pura en la que Aleixandre (sólo para entendernos) no es aún Aleixandre. El irracionalismo más o menos surrealista de este segundo libro introduce una ruptura violenta, la única que el autor reconoce en su obra, que irá poco a poco desembocando en el romanticismo de La destrucción o el amor (1935). Por su parte, Espadas como labios (1932) ya se había inscrito en este proceso en el que la vida y la poesía, contraviniendo la deshumanización que diagnostica Ortega, no son cosas distintas.
Hasta el estallido de la guerra la poética de Aleixandre, siempre alerta, ha cumplido el trayecto que va de la vanguardia formalista y pura al irracionalismo poético vitalista. El surrealismo va a ir cediendo en beneficio de una representación romántica del mundo en la que la naturaleza y lo elemental ocupan el primer término. La biología erótica, porque destruir es amar, desplaza a la historia. El siguiente libro en orden de escritura, Mundo a solas, que no verá la luz hasta 1950, extrema el negativismo de base romántica ya presente en La destrucción o el amor y fractura la idea de la armonía cósmica, de la «unidad de este mundo».
No quiere esto decir que la imagen del amor desindividualizador como simulacro de la muerte no se prolongue en Sombra del paraíso (1944), incluso hasta Nacimiento último (1953), que por lo general suele ser entendido como el cierre de este «primer» Aleixandre cósmico y simbólico. Pero Sombra del paraíso supone, en palabras de su autor, un «cántico a la luz desde la conciencia de la oscuridad». Bajo la metáfora platónica de la cueva, el Aleixandre de posguerra sólo recoge los destellos insuficientes del mundo pleno que había cantado con anterioridad y ve al poeta como un ángel desterrado de su celeste origen. Los años oscuros de la realidad presente desvían la mirada hacia los orígenes propios y los orígenes del mundo. No nos encontramos precisamente ante un texto evasivo. Tanto la luz como la oscuridad tienen incluso un significado político. La historia ha ido invadiendo poco a poco el primer paradigma poético aleixandrino, que bascula desde el panteísmo y una concepción monista del ser hacia la otredad y unos postulados existenciales antes que esenciales, hacia una poética inevitablemente rehumanizada, realista y mayoritaria, como dictaba el signo de los tiempos.
Por entonces, Historia del corazón (1954) responde a una nueva estructura de historicidad: el poeta baja definitivamente a la plaza y canta por todos. No registra ya las oscuras revelaciones que ciegamente arriban sino que ahora busca reconocerse solidariamente en los demás. La fusión natural es desalojada por la fusión social. Dando un paso más allá, En un vasto dominio (1961) presenta a un Aleixandre que escribe para todos, incluso para los que no lo leen. De la historia del corazón, tanto individual como colectivo, se pasa a la narración del proceso por el que la materia originaria se va espiritualizando, humanizándose y convirtiéndose en historia. En historia humana anónima, casi diríamos intrahistórica, en primera instancia, y en historia humana con nombre después. Así Retratos con nombre (1965) sólo adquiere sentido a partir de la historización de la naturaleza que ha emprendido En un vasto dominio. Libro que, en cierto modo, habría que ver como el reverso de la poética que culmina en La destrucción o el amor, donde la historia se naturaliza.
Historia natural e historia social constituyen, en consecuencia, los dos grandes movimientos dialécticos que resumen el recorrido de la escritura aleixandrina desde los años treinta a los sesenta. Tras la poética de la comunicación y de la historia social a la que aludimos, aún le quedaba a Aleixandre por cumplir un tercer movimiento dialéctico. No sólo en relación con su propia obra, sino también en relación con la historia de la poesía española contemporánea. Tanto Poemas de la consumación (1968) como Diálogos del conocimiento (1974) vuelven a un lenguaje irracionalista, que ya no obedece al vitalismo cósmico de los primeros libros, sino a una inquietud gnoseológica que arrecia en el momento en que se pisa el umbral de la «ya no vida», como él mismo la llama. El conocimiento que trae la consumación se vive en primera persona, con la decrepitud física, y a la vez da pie, objetivándose, a un diálogo de sordos que representan perspectivas distintas o antitéticas de la realidad. Trágicos libros los de este Aleixandre «último», sobre todo porque el conocimiento y la consumación son instancias que se alcanzan a costa de la pasión vital que siempre lo tiranizó.
Hasta aquí un muy esquemático delineamiento del itinerario poético de Aleixandre. Itinerario que quizás convenga tener en cuenta a la hora de adentrarse en la lectura de este volumen, cuya finalidad es reconstruirlo libro a libro. Serie literaria y serie social e histórica siempre se interrelacionan en la poesía del autor, como en toda gran poesía, y muy probablemente el lector extraiga la conclusión de que Vicente Aleixandre constituye un nombre básico para pulsar los caminos de la poesía española contemporánea, un modo inmejorable de acercarse a sus distintas historicidades. El suyo fue un estilo en movimiento, pero también una forma de estar a la altura de las circunstancias por las que atravesaban, a cada paso, la poesía y la vida españolas.
Vanguardia formalista y pura, surrealismo, romanticismo, compromiso civil, poesía realista e histórica, irracionalismo lingüístico que supone una indagación en los límites del decir y en los límites de la existencia: Aleixandre acompaña a cada una de las coyunturas claves de la historia poética del siglo XX. Este conjunto de trabajos, que busca sumarse a la mejor tradición crítica sobre el poeta, lo pone una vez más de relieve. Transcurridos veinticinco años, los editores y colaboradores del presente estudio tienen muy en cuenta que el tiempo juega a favor de un poeta ya inconmovible, al que conviene volver frecuentemente, cuando la ocasión lo exige e incluso cuando no es así. Ha venido hablándose mucho durante este último tiempo de la escasa vigencia de Aleixandre, del relativo interés que suscita su figura, y hasta de su olvido. Nada más oportuno, entonces, que releerlo con los textos en la mano y combatir una de sus sentencias más escalofriantes: «Olvidar es morir».
No cabe duda de que uno de los principales aspectos del presente volumen, mitad homenaje y mitad llamamiento a la memoria de un poeta poco celebrado en la actualidad, es la nómina de colaboradores que lo integran. Sus trabajos (casi todos ellos originales e inéditos) abren nuevos cauces para el futuro estudio de su obra poética.
Se sabe que todo homenaje, en sí, implica una selección de trabajos y de voces; y que dicha decisión siempre podrá ser discutida, valorada, aprobada y justificada bajo los diferentes planteamientos que los compiladores y los lectores se propusieron como objetivos a cumplir. Como ya hemos mencionado, es silencioso el paso de Aleixandre por el variable sendero de lo actual: ni lectores de poesía ni críticos y académicos parecen mostrar mayor interés por una poesía plagada, aún hoy, de interesantes interrogantes sin responder. Certera afirmación sólo en parte, pues basta acercarse a un volumen como éste para comprobar que la figura de Aleixandre goza de una salud de hierro, aunque resulte paradójico en muchos sentidos.
Esta renovadora revisión de su poesía queda formulada por reconocidos estudiosos del mundo aleixandrino: ese carácter de homenaje que el libro conserva (y al que se consagra) conlleva una renovación desde dentro, al mismo tiempo que un reconocimiento de aquellos que, en buena medida, fueron, en su momento, abriendo nuevos acercamientos a su obra. Pero, como advertimos anteriormente, siempre en la selección brotan las discrepancias de quienes, con justo merecimiento, reivindican su presencia. Dar cuenta del mérito de cada uno de los aleixandrinistas que han ido sumando lecturas y propuestas exegéticas resulta inabarcable para tan reducido espacio, y escapa de los intereses reales de un volumen como este. No obstante, estamos seguros de que los trabajos aquí publicados, así como sus autores, representan a la crítica aleixandrinista de una manera abierta y abarcadora, completando un libro homenaje a la altura de un poeta como Vicente Aleixandre: como poeta y como objeto (y sujeto) de estudio, de algún modo, tan necesario es reivindicar la figura del autor andaluz como a buena parte de la crítica que, durante años, se fue consagrando a su persona.
El primero de los estudios, firmado por Juan Carlos Rodríguez, tuvo una primera publicación en el año 2000, en la revista Voz y Letra: Revista de Filología Moderna; y ahora lo reproducimos con alguna variante, por el interés que tiene su peculiar análisis y visión de la poesía de Aleixandre. Previo a la publicación de las Obras completas, editadas por Alejandro Duque Amusco, en dos volúmenes, en la editorial Visor (2001 [I] y 2002 [II]), este trabajo daba unas interesantes pautas de lectura partiendo de la singularidad de los títulos de los poemarios aleixandrinos. Siempre dejando constancia de ese reverso trágico de sus poemas, de la luz, del ser y de la palabra: el nombre propio que aúna los tres sin hacerlo realmente. Un planteamiento sobrecogedor que sitúa la poesía de Aleixandre «contra» el tiempo, en una actitud disidente a pesar de la afirmación del propio ser, que lucha por la identidad o por el instante cuando, al mismo tiempo, la identidad tiende a la nada, al igual que el propio instante. Un trabajo, pues, que vendría a servir de claro contrapunto a aquella «aspiración a la luz» que tanto defendió el poeta como base de toda su obra, por lo que el estudio de Juan Carlos Rodríguez, siguiendo esa misma estela de toda su obra, profundiza en las claves de dicha aspiración mostrando que, en verdad, si existe el anhelo de luz es por ser prisionero de una conciencia trágica y oscura que, como fino hilo conductor, recorre libro a libro.
Alejandro Duque Amusco es el autor del segundo trabajo con un estudio sobre Ámbito: este análisis pormenorizado sobre el proceso de elaboración de Aleixandre resulta, cuando menos, novedoso, pues se nos van remarcando las pautas selectivas del poeta andaluz, así como la búsqueda de un claro eje articulador: contraluz y noche, justamente dentro de un libro cuyo brillo y resplandor siempre fueron seña de identidad. Lo curioso –nos advierte Duque Amusco– es que Aleixandre busque el equilibrio y la perfección partiendo del caos que la sombra implica: conciencia creadora clarividente que acerca a Aleixandre tanto a los supuestos del purismo juanramoniano como al desorbitante régimen del surrealismo. Un trabajo, pues, que amplía y completa la excelente edición que realizó de Ámbito en la editorial Castalia (1990), entre otros, y certifica muchas de sus teorías en torno a este momento determinante en la vida y obra de Aleixandre publicadas en numerosos artículos.
En 1987 la editorial Cátedra publicaba la edición crítica de Pasión de la tierra, a cargo de Gabriele Morelli: ampliaba y revisaba, de manera, por aquel entonces, definitiva, aquella primera edición crítica a cargo de Luis Antonio de Villena (1976). Sin duda, se trata de la más completa y documentada edición que se tiene del libro en la actualidad. No obstante, Morelli ha aprovechado el presente homenaje para revisar, contextualizar e, incluso, comentar pormenores de aquel trabajo, aportando, como siempre, nuevos documentos (cartas y aclaraciones) que ilustran más aún cómo se gestó la edición definitiva de uno de los libros más enigmáticos en la trayectoria de Aleixandre. Esta idea subyace en todo su estudio, pues el poeta estructura, selecciona y aconseja en torno a la elaboración de dicha edición y esto comporta una necesaria revisión del mundo poético latente que lo sustenta (y sobre el que se sustenta). Morelli profundiza agudamente en las claves de Pasión de la tierra del que cree que una lectura en clave surrealista enriquece tanto como limita, del mismo modo que una lectura del propio libro como germen que condensa y concentra toda su posterior producción coarta la riqueza de toda su posterior producción y lima su auténtica esencia.
Jaime Siles publicó en 1978 un interesante artículo en el que estudiaba ciertas peculiaridades formales (más o menos teñidas de cierto aroma horaciano) de la poesía de Aleixandre. Posteriormente, en 1985, señaló la singularidad de un mundo poético articulado en torno a unas constantes estructurales y temáticas que buscaban su singularidad en el panorama poético europeo, por encima del nacional. En su presente estudio completa esta creciente revisión partiendo de un exhaustivo acercamiento a Espadas como labios, para adentrarse en la fórmula figurativista que lo proyecta como una visión peculiar y sui generis del surrealismo francés. Tal acercamiento muestra la dualidad existente en la configuración del libro, con dos claros exponentes formales: poemas breves y poemas extensos con predominio del versículo. Dualidad formal interpretada por Siles como evolución del gusto dentro del mismo proceso de elaboración del poemario, pasando del figurativismo conceptual al irracionalismo abstracto como cauce expresivo de su propia crisis personal. Por tanto, se trataría de un libro de indagación del lenguaje y de formulación personal combinados sobre el tapiz del surrealismo y alimentado por una sensibilidad pictórica incuestionable, tanto en la percepción como en la creación de un mundo propio.
Randolph D. Pope es autor de uno de los estudios más renovadores de la crítica aleixandrinista. Aquel artículo, dedicado a la dialéctica interna y externa de los límites del lenguaje en la poesía de Aleixandre, fue publicado en un excelente volumen coordinado por Santiago Daydí-Tolson en 1981 y, desde entonces, la crítica aleixandrinista lo ha considerado como uno de los acercamientos a su obra más rigurosos dentro de la amplia bibliografía que hoy en día conservamos. Con su nuevo trabajo, esta vez sobre La destrucción o el amor, Pope vuelve a abrirnos nuevos debates con afilado método lector: propone, como primer aspecto que destacar del libro aleixandrino, la necesidad de un lector pausado, atento a cualquier detalle y, por tanto, ajeno a la vorágine mercantilista que hoy sobrepasa por encima de cualquier hábito. Pero, más allá de esto, un segundo aspecto surge de su estudio: ¿cómo puede emocionarnos hoy una poesía tan cargada de matices quizá algo alejados de nuestra actual circunstancia? Vincula, pues, la esencia del libro al sistema freudiano y a las respuestas que dicho sistema antepone frente a la necesidad del hombre de satisfacer necesidades y deseos. La presencia de Freud en La destrucción o el amor se debe, en definitiva, no a la simple asimilación de ciertas imágenes más o menos codificadas del subconsciente, sino como respuesta ante la tensión interior del ser humano que pugna por satisfacer la elementalidad de sus instintos, tanto los creativos como los propiamente destructivos.
Un libro como Mundo a solas precisa, sin duda, de una revisión crítica con gran urgencia, pues queda relegado a un segundo plano que, incluso a veces, se convierte en un tercer y marginal eslabón dentro de una obra constituida a base de cánones lumínicos proyectados por el propio autor, más o menos coherentes, pero no homogéneos. El estudio de Sergio Arlandis (tras la publicación de su monográfico sobre Aleixandre en 2004) trata de indagar en las claves editoriales que rodearon la publicación de este breve, pero turbador, libro de poesía. Toda una peripecia editorial que, sin embargo, también se dejó ver en los versos que componen sus poemas: forma y fondo que, de nuevo, vuelven a asociarse para un análisis profundo en torno al mundo representado en Mundo a solas; para, finalmente, reivindicar su presencia dentro de esa creciente evolución. Tal vez se trate –idea que el autor busca justificar– del libro más personal y controvertido de Vicente Aleixandre, no tanto por el contenido de sus textos (que también), como por la inoportuna certeza que ofrece: ni elevación ni linealidad ni total continuidad, la poesía de Aleixandre ha de buscar nuevas formulaciones para datar y clasificar su evolución.
Francisco Javier Díez de Revenga es uno de los máximos especialistas de la literatura española de vanguardia y, en concreto, de la llamada «generación del 27». Su aportación a la crítica aleixandrinista alcanzó un momento culminante con la publicación en 1999 de un libro titulado La poesía de Vicente Aleixandre. Testimonio y conciencia: un trabajo en el que daba una visión de la obra del poeta, tan abierta en su planteamiento como coherente en su articulación. Gran novedad ofrecieron sus capítulos en torno a Sombra del paraíso, una lectura novedosa que viene a completarse con el presente artículo, en el que predomina la percepción aristotélica de la realidad: la representación del mundo circundante a través del individuo que lo representa y que, en consecuencia, universaliza a través de la expresión poética; es, pues, una búsqueda de sentido (o finalidad) de una palabra poética convulsionada por la circunstancia imperante, general y personal. Esto, en definitiva, nos lleva a una lectura biográfica del libro y una consecuente proyección mítica definidora de la tragedia del ser humano.
Fundamental para el estudio de la obra de Aleixandre ha sido, sin duda, el diálogo que el poeta y el profesor Giancarlo Depretis mantuvieron en 1974 (y publicado más tarde, en 1994). Aportaciones que aún hoy resultan indispensables para el acercamiento crítico a la obra del autor andaluz. En el presente trabajo, Depretis se adentra en un minucioso análisis de Historia del corazón, completando la lectura del paradigmático libro de poemas con una documentación suplementaria que añade nuevos matices de lectura, apuntados ya en el propio título de su estudio: cinco cartas (un auténtico pentagrama testimonial) dirigidas a José Luis Cano en las que el propio Aleixandre anuncia la dependencia de este libro de una relación amorosa, intensa y cegada de pasión. Pero la melodía del libro va más allá y se deja llevar por otros intereses sin que el tono ni el ritmo profundo que la articula se resienta; más bien, todo lo contrario: se amplifica, se dimensiona hacia lo ajeno. Precisamente Historia del corazón es perfecto testimonio de un profundo cambio en la obra del poeta que va más allá de la cosmovisión realista bousoniana o de la comunión planteada por José Olivio Jiménez: el cambio de amordestrucción al binomio vida-muerte se erige como fundamental eje sobre el que se articulan las cinco partes sinfónicas y articuladoras del libro.
Jesús G. Maestro ofrece, desde la perspectiva de la Teoría de la Literatura, una renovada lectura de dos libros cuyo papel dentro del canon aleixandrinista siempre ha sido periférico: Nacimiento último y Retratos con nombre. Partiendo del Materialismo Filosófico, interpreta la obra de Aleixandre desde cuatro espacios: el antropológico, el ontológico, el gnoseológico y el estético. Su trabajo muestra la construcción de una poesía egotiva, con vocación antrópica que acaba reduciendo el mundo creado en dos ejes: Hombre y Naturaleza, que se completan en sus respectivos sentidos y que son, en sí, la existencia única del ser (confirmando aquello que, desde el planteamiento de nuestro poeta, vislumbra el propio Maestro): la realidad material como principio y fin de lo creado. Conclusión de la que se extrae que muerte y vida son, en definitiva, caras de una misma moneda sólo si es el amor la razón de dicha existencia, el motivo que justifica la construcción de esa materia, la interpretación autocreadora del mundo aleixandrino.
El libro Tres poetas a la luz de la metáfora: Salinas, Aleixandre, Guillén (1975) abrió, sin lugar a dudas, una interesante aproximación de las bases figurativas que conformaban el mundo poético aleixandrino. Ahora, su autor, Vicente Cabrera, pretende, con su texto, seguir con aquella importante labor clarificadora, pero esta vez partiendo de un libro tan olvidado como es Retratos con nombre: su evidente naturaleza narrativa queda al descubierto, tanto por lo conceptual que en el libro subyace (la historia, la acción) como por su estructura, analizada con preciso rigor. Como si de una lente se tratase, Aleixandre va de la parte al todo, con acertada técnica cinematográfica, como tratando de recuperar lo individual y lo colectivo en una misma imagen, singularizando y generalizando al mismo tiempo, llevado siempre por aquel ímpetu integrador, tan característico de su segunda etapa poética.
Esta misma idea totalizadora se acabará confirmando en un libro como En un vasto dominio, estudiado, en esta ocasión, por Daniel Murphy, autor, en 2001, de uno de los libros publicados más emprendedores en torno a la obra de Aleixandre. Su estudio en torno a la voz articuladora que emerge de este poemario sigue, pues, esta misma propuesta renovadora enlazando lo novedoso del libro con la raíz tradicional de la que es deudora (como, por ejemplo, la oda): una revisión de los apóstrofes que afloran en los poemas nos da claras muestras de cómo la voz trata de albergar el vasto dominio de la comunicación a través del tiempo; esto es, de la proyección de esa misma voz hacia un presente continuo y constante, que sobrepasa la mera individualidad del poeta y lo corona como testigo del sesgo unitivo del ser humano, viajante y guía a través de la materia que es la historia.
En 2001, Miguel Ángel García publicaba Vicente Aleixandre, la poesía y la historia. Sin duda, se trataba de la primera revisión crítica de los estudios aleixandrinistas desde la famosa tesis de Carlos Bousoño hasta la actualidad: una exhaustiva labor revisionista no sólo de los fundamentos del mundo poético de Aleixandre sino también de los resortes críticos que lo encauzaron hacia una definición no siempre acorde con lo poéticamente expuesto en sus obras. Con su trabajo, dedicado a Poemas de la consumación, abre, de nuevo, el camino del escrutinio bibliográfico y de su interpretación: una relectura que obliga a examinar el poemario como interiorización del conflicto juventud-vejez desde el prisma vitalista que articula y estructura toda su obra poética. Partiendo de la visión literaria del viejo (de Cicerón a Erasmo, de Montaigne a Wilde, etc.), su estudio disecciona cómo se construye la imagen trágica de la consumación como realidad psicológica, social y biológica; aunque a través de esa tragedia del ser persiste el cumplimiento de un destino, de una poética o de una poética del destino final de la existencia: de la combinación de estas tres aristas surge un libro tan estremecedor y tan nítido de emoción como Poemas de la consumación.
Jorge Urrutia es uno de los más reconocidos especialistas de la literatura española contemporánea: entre el vasto catálogo bibliográfico de su producción crítica destaca el artículo que publicó en Ínsula, en 1977, sobre el poema «El vals». En este caso, su trabajo en torno a Diálogos del conocimiento vuelve a resultar tan preciso como conciso: indagando sobre la forma dialogada empleada, se adentra en razonar y valorar hasta qué punto Aleixandre teatraliza su texto y sus personajes, bien desde la escenificación, bien desde la temporalización que, dicho sea de paso, queda señalada ya en el libro inmediatamente anterior (y con el que forma una supuesta tercera etapa de su obra). Monólogos, en definitiva, que cierran, de manera reflexiva y enfrentada la conciencia de la existencia desde el umbral de su acabamiento, de su representación y de su función final.
El libro se cierra con una importante revisión de la correspondencia de Vicente Aleixandre, en su mayoría publicada, aunque con importantes documentos aún por salir a la luz. Irma Emiliozzi es, en la actualidad, contrastada especialista en las ediciones epistolares aleixandrinas, con excelentes fuentes documentales, como las que aporta en sus volúmenes publicados: Vicente Aleixandre. Correspondencia a la Generación del 27 (1928-1984) (2001), Cartas de Vicente Aleixandre a José Muñoz Rojas (2005), Vicente Aleixandre. Cartas a Jaime Siles (2006), o su inmejorable edición crítica de Historia del corazón. Nacimiento último en la editorial Biblioteca Nueva (2001), etc.; una labor que repasa y valora en su artículo aquí publicado, aportando, como viene siendo tan característico en los trabajos de Emiliozzi, una importante documentación que el futuro investigador deberá tener en consideración para venideros trabajos. Sin duda, es un oportuno colofón crítico al homenaje que, desde estas páginas, tratamos de hacer llegar a la comunidad aleixandrinista, pues incluso muchos de los autores de este libro han sido asiduos corresponsales del propio Aleixandre: los casos de Alejandro Duque Amusco, Gabriele Morelli, Jaime Siles, Giancarlo Depretis, Vicente Cabrera o Jorge Urrutia no sólo fueron ávidos lectores de su obra sino también de su propia correspondencia en persona y beneficiarios de su amistad. Quienes se han sumado a tan destacada nómina de amigos y estudiosos de su poesía, lo han hecho con el fervor que su obra exige: bajo la profunda convicción de que estamos ante uno de los autores más emblemáticos y representativos de la poesía española del siglo XX.
Pero un volumen como este no podría cerrarse sin dejar un espacio, aunque sea menor, para quienes fueron –y son– parte importante dentro del amplio y variado panorama aleixandrinista: seguramente si Leopoldo de Luis, José Olivio Jiménez y José Luis Cano estuvieran aún entre nosotros habrían colaborado con su agudo y riguroso criterio académico. Por este motivo, el presente volumen está dedicado a su memoria en gratitud a una labor clarificadora de incalculable valor. También resultaría pertinente traer a la memoria y agradecer sin reparos la importante aportación de críticos como Carlos Bousoño, Juan Cano Ballesta, Guillermo Carnero, Antonio Carreño, Biruté Ciplijauskaité, Antonio Colinas, Gustavo Correa, Santiago Daydí-Tolson, Rosa Fernández Urtasun, Hernán Galilea, Pere Gimferrer, Vicente Granados, Ricardo Gullón, Diego Martínez Torrón, Julio Neira, Yolanda Novo Villaverde, Lucie Personneaux, Dario Puccini, Luis Antonio de Villena, Emil Volek, José María Barrera, A. Poust, Kessel Schwartz, Javier Lostalé, Concha Zardoya, Jaime Mas, etc., junto a los ya clásicos en estas lides, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Luis Cernuda, Gerardo Diego, José Ángel Valente, entre otros.
Olvidos, selecciones y nombramientos a parte, Vicente Aleixandre, desde el arco temporal de su ausencia aquí rememorada, merece una atención sobresaliente, no sólo por parte de la crítica sino –y sobre todo– por parte de los ávidos lectores de poesía, pues ese fue su único deseo: resistir al empuje del tiempo desde la coraza de sus versos, de sus poemas y sus libros.
SERGIO ARLANDIS LÓPEZ
Universitat de València
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA
Universidad de Granada
Juan Carlos Rodríguez
Universidad de Granada
Que los títulos juegan un papel determinante en toda la trayectoria poética de Aleixandre es algo que nadie puede poner en duda. Precisos y exactos parecen constituir la cifra condensada de cada libro, e incluso de cada poema. Por eso esta cuestión de los títulos en absoluto es gratuita. Supone al menos dos cosas: primero la necesidad de nombrar; segundo la necesidad de individualizar. A partir de aquí me surgen las primeras interrogaciones. Descifrar esa «cifra» que es cada título implica por supuesto una primera distancia: quizá el nombre no coincida con la cosa, puesto que nombre y cosa pueden, pese a todo, no identificarse. De esa ambigüedad es muy consciente Aleixandre: ¿Qué significación tendrían si no títulos como Pasión de la tierra, Espadas como labios, La destrucción o el amor o Sombra del paraíso, etc.?1 Todos sabemos lo que quieren decir, pero quizás no sepamos tanto lo que no quieren decir. Pues parece claro que esa distancia ambigua a la que acabo de aludir puede implicar también directamente el fracaso de la escritura, el fracaso del nombrar. Baste el ejemplo obvio de Sombra del paraíso, el texto luminoso por excelencia, que también esconde, en efecto, una especie de paraíso sombrío y oscuro, lo que inevitablemente jamás se puede alcanzar, acaso sólo su huida difusa, como en El viajero y su sombra, de Nietzsche. Así, Espadas como labios puede presentar igualmente un reverso: no sólo la suavidad del labio que lima el filo de la espada, sino obviamente el hecho de que el mismo filo sea en efecto cortante y haga sangrar (esa sangre que quería el poeta en Pasión de la tierra); en suma, destruya algo que se presenta como la misma evidencia en La destrucción o el amor. Quiero decir que el amor destruye, sí, pero del mismo modo puede ocurrir que la copulativa no una en absoluto sino que suponga una dicotomía, una diferencia total en la aparente unidad. Y así no habría reverso propiamente dicho sino que la espada iría por un lado y los labios por otro, como la destrucción sería un hecho aislado y real, mientras que no se sabría muy bien lo que es el amor. En el análisis que realicé sobre el historicismo de Heidegger2 siempre me asaltó la duda de si el Und de Sein und Zeit, esa otra «y» copulativa entre Ser y Tiempo, no podría interpretarse también legítimamente como el ser frente al tiempo, el ser contra el tiempo o a pesar del tiempo. Aunque evidentemente lo que Heidegger quería desvelar era ese desenvolvimiento (pero ahí entrarían todos los atributos posibles) del Ser a través del Tiempo. Ahora bien, si la copulativa (la cópula) en vez de unir desune, resulta obvio que nos encontraremos con dos lecturas paralelas en el interior del mismo texto, tanto en los poemas de Aleixandre como en los ensayos de Heidegger.
Si como es habitual –y perfectamente lógico– la copulativa une (como verdadera cópula) los dos términos del título, entonces nos encontraremos con que inevitablemente el entreverado, la mezcla continua de los términos, su vaivén oscilatorio, supondría la constitución y el despliegue del texto. Pero si la copulativa no une realmente nada, si la cópula no produce efecto, entonces y también, de manera inevitable, nos encontraremos con una apertura distinta hacia la escritura y la lectura y, en consecuencia, hacia la comprehensión de ambas.
Digamos así, y por seguir con los mismos ejemplos, que entonces las espadas serían sólo espadas y los labios serían sólo labios, que la destrucción sería sólo la destrucción y el amor sólo su interrogación, o bien el ser andaría por un lado y el tiempo por otro. Ello nos obligaría a introducirnos en un universo poético y textual sombrío y oscuro: las espadas destruirían realmente y los labios no tendrían nada que hacer ante ellas, se trataría de líneas paralelas jamás convergentes, o bien de que cuando alguna vez convergiesen una de las líneas destruyese a la otra, en absoluto que en su fusión se produjera la luz, naciera la luz. Es evidente que Aleixandre nos dice una y otra vez que su poesía tiende hacia la luz, pero lo malo de la luz es que va siempre acompañada de su sombra. De nuevo, como en El viajero y su sombra de Nietzsche, cualquier lector de Aleixandre comprueba esa corrosión que araña siempre por debajo o al lado de sus versos.
Esa consciencia de que la luz está siempre como roída por un gusano que no sólo está dentro sino al lado de la luz, su compañero inseparable. Por eso he citado la luminosidad de Sombra del paraíso, pues creo que a partir de ahí no hacen falta muchas más explicaciones. La luz del paraíso lleva siempre su sombra al lado («¿Adónde el Paraíso / sombra, tú que has estado?», ya había escrito Alberti), o puede ser sólo una sombra de lo que alguna vez fue, una especie de espectro, de fantasma o de recuerdo –que viene a ser lo mismo–. Y no me refiero únicamente al nihilismo obvio de Mundo a solas. Como el propio Aleixandre dice, el libro «quizá más pesimista del poeta».3 Y con sus versos más nítidos en este sentido:
Sólo la luna sospecha la verdad;
y es que no existe el hombre4
O bien:
No. No. Nunca. Jamás
(...)
No. Yo soy la sombra oscura
(...)
Bajo tierra se vive.5
Estos versos esenciales son sin embargo demasiado explícitos. Estoy hablando de otra sombra, la apenas perceptible muchas veces y que sin embargo permanece latiendo siempre en la poética de Aleixandre. Resulta así obligatorio hablar de Pasión de la tierra, el libro que el propio Aleixandre nos presenta como el humus maternal de su poesía posterior, y donde nos habla incluso de la influencia de Freud. Quizás la tempranísima traducción al castellano que hizo López Ballesteros de los textos de Freud habría ayudado a la pasión de este libro, que parece a veces casi un calco inconsciente de los textos freudianos de los años 1918-1920, textos como Lo siniestro o Más allá del principio del placer. Tanto es así que cuando Aleixandre reconoce luego esa supuesta influencia freudiana, ese humus maternal que acabamos de recordar, de hecho uno no sabe muy bien si se está refiriendo al «fantasma» de la madre auténtica, al libro como útero poético, o a las dos cosas a la vez.6 De lo que no cabe duda es del halo siniestro que envuelve al libro y sobre el que volveremos. Hay que volver a recordar, por otro lado, que Ámbito no es algo desgajado del resto del corpus poético de Aleixandre, pese a ese aparente humus primerizo de Pasión de la tierra. Y por supuesto que el propio Aleixandre ha reconocido luego el encaje de Ámbito con el resto de su obra. En este sentido sólo nos interesa señalar una pista clave: Ámbito es un libro casi cubista, casi «more geométrico», es decir, casi spinoziano, en tanto que libro básicamente espacial. Y ya veremos hasta qué punto esto puede resultar definitivo, si lo enlazamos con la espacialidad de En un vasto dominio o de Retratos con nombre. Y mucho más con la frialdad aparente del final glorioso de la trayectoria de esta poética, es decir, con Diálogos del conocimiento.
Pero si retornamos a Pasión de la tierra nos encontraremos con la vivencia de que pasión significa a la vez el desbordamiento del amor por la tierra o del amor en general, pero que también significa padecimiento o «pathos», o sea, la culminación de la tragedia: se padece en la tierra y la tierra nos padece (sin olvidar la paganización terrestre de la pasión de Cristo que obviamente subyacía en la mentalidad educativa de toda la España de la época). Incluso el hecho de haber elegido para este libro la arriesgada forma del poema en prosa connota también algo de lo que venimos diciendo: no sólo porque el poema en prosa remita necesariamente a algo prosaico, sino quizás porque de lo que se nos quiera hablar aquí sea, en efecto, de algo así como lo que Hegel llamaría la «prosa de la vida», la literalidad material de lo terrestre y de su contingencia. Esa contingencia que supone el paso o el peso del ser terreno y de la conciencia de estar siempre no sólo sobre la tierra, sino paralelamente, como incrustados en la sombra del «bajo tierra», o sea, enterrados en todos los sentidos. Podríamos decir así que Pasión de la tierra culmina su sombra en los Poemas de la consumación, a la vez que, de una manera inopinada, en los Diálogos del conocimiento, pues aquí esa conciencia de estar «enterrados» en cualquier sentido se mira con una pasión fría y deslumbrante, como si se pudieran mirar –y conocer– la vida y la muerte desde afuera (lo que supondría el verdadero y auténtico conocimiento).
Hay miles de maneras de interpretar la trayectoria poética de Aleixandre, pero si elijo esta del viaje poético de la luz que sabe que la luz proyecta siempre su propia negatividad, su propia sombra, es porque no la considero una lectura inadecuada. Del mismo modo si hemos hablado de Heidegger y hemos traído a colación a Spinoza, tampoco ha sido por gratuidad. Está claro que Aleixandre es un poeta del tiempo, pero no en el sentido machadiano de sentirse inserto en el tiempo (en tanto que única verdad histórica viva), sino más bien en el sentido heideggeriano en el que la palabra del ser, aunque inserta ahí, no se encuentra a gusto en el tiempo, está contra el tiempo, decíamos, se presenta como la necesidad de luchar contra y «entre» el tiempo aunque lo tenga que aceptar y se sienta vencida de antemano. El problema radica exactamente ahí: ¿cómo luchar contra el tiempo? Evidentemente no hay más que una sola fórmula: trocear el tiempo, cortarlo en espacios. Para Heidegger resulta obvio que sólo la espacialidad del ser salva al ser. Por eso le da una habitación, un habitar: la palabra poética como casa del ser. Por el contrario, en el tiempo, el ser, la verdad, carece de casa: peregrina a través de las epocalidades sin encontrar su sitio ni su figura. Es una dolencia de amor o de verdad que no se cura en el tiempo. Sólo se da rehuyéndose, ocultándose, apenas sombreando la precariedad del ente cotidiano. De pronto, como en un fulgor, un relámpago, la opacidad del tiempo se desgarra y el ser encuentra su casa, su lugar, el espacio en que mostrarse como presencia y figura, como verdad plena. Es la palabra poética la que desgarra el tiempo y con su relámpago lo detiene. Obviamente para Heidegger esto ocurre con la palabra de los presocráticos o en los poemas de Hölderlin. Cualquiera puede saberlo y no pretendo hacer una lectura heideggeriana de Aleixandre. Señalo sólo un inconsciente de época, una atmósfera vital que, curiosamente, no siempre se ha entendido bien en el caso de Aleixandre. Aleixandre desprecia la subjetivización de la Poética, como Heidegger desprecia la subjetivización de la Metafísica. Esto es lo que los une en un mismo plano. Lo cual no quiere decir que Aleixandre y Heidegger no estén hablando siempre en primera persona. Sino que buscan un yo realmente trascendental (aunque, por supuesto, esa «trascendentalidad» sea siempre mucho más terrena en Aleixandre). Es quizá lo que sucede ya en el libro Historia del corazón, y casi literalmente en el poema titulado «Entre dos oscuridades, un relámpago».7 Frente a la cita rubendariana «Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos» que está puesta a propósito al principio del poema quizás por sus reminiscencias religiosas (digamos una especie de angustia cristiana ante el sentido de la vida), la ontología laica de Aleixandre (esa especie de cosmogonía pagana) resulta taxativa. Es curioso que el poema no comience con la duda sino con la afirmación. Sólo que el pathos trágico, la sombra del viaje (del dónde del venir y el hacia dónde ir), queda perfectamente detenido aquí. Así el poema comienza diciéndonos de una vez: «Sabemos a dónde vamos y de dónde venimos». Pero tal afirmación no puede prolongarse más que de una manera: vamos de la oscuridad a la oscuridad. Y así añade Aleixandre: «Entre dos oscuridades, un relámpago». Eso es la vida, pero también puede ser la escritura: un relámpago interior que rasga la oscuridad de la página en blanco. La luz del relámpago sólo ilumina un gesto, un único gesto, nos dicen los versos, apenas una mueca iluminada, y fijémonos bien: «Por una luz de estertor». Es decir, la luz de un instante que enseguida se apaga. Sólo que ese instante, repito, es único y está detenido y brilla. Más piadoso hacia la condición humana que Heidegger y que Hölderlin, Aleixandre no aspira a la divinidad, o a la verdad total, o a la plenitud del ser. Por eso rodea al instante de contornos con límites. Dice: «Pero no nos engañemos, no nos crezcamos». Y aquí los contornos que delimitan. Es preciso acoger ese trozo de verdad que se nos entrega, pero: «Con humildad, con tristeza, con aceptación, con ternura». Es sintomático también que la metáfora del viaje y de la casa que acoge la verdad del súbito relámpago se sitúe precisamente en el espacio del desierto, es decir, en la soledad absoluta, el lugar que no empieza ni termina nunca, el lugar sin rutas hacia donde ir más allá y que borra las huellas de donde se viene: el lugar clave donde se cruzan las dos oscuridades, los dos límites. Incluso esas dos oscuridades borradas se metamorfosean en una luz dulce, la noche del desierto iluminada por la luna. A Aleixandre no le arredra utilizar la leyenda romántica: si la vida es desierto, ¿por qué no hablar del desierto? Si la luna y la noche en el desierto son una imagen legendaria de amor, ¿por qué no usar esa imagen? Puesto que la verdad del ser se da –o nos solicita– en el amor, puesto que la compañía que el relámpago nos ha traído es: «Este rostro triste que alza hacia nosotros su grandes ojos humanos / y que tiene miedo, y que nos ama», ¿por qué no decir que en el fondo ese instante de amor, o ese presente único, está iluminado por: «Una gran luna colgada que dura lo que dura la vida»? Hay que rodear con los brazos esa mirada triste y temblar: «Sobre la vasta llanura sin término donde sólo brilla la luna del estertor». Resulta obligatorio recordarlo. La casa del ser, la casa del amor, dura sólo lo que dura la luna (que es como decir lo que dura la vida: sólo el instante es vida), esa luna que también tiene –y por segunda vez en el poema– una luz de estertor, de muerte; incluso la misma casa es apenas una «tienda de campaña», como nos señala el texto, otra imagen del desierto mordida por el viento desde las profundidades del caos. La pareja humana, tú y yo, ha recorrido las vastas llanuras, quizá juntos, aunque seguramente solos, con el rostro invisible y cansado desde el origen. Y cuando la luna se apague habrá que seguir andando, o juntos o solos, quizá por las mismas arenas. Pero ahora lo que importa es el instante, el momento detenido e iluminado por la luna, ese tiempo roto y quieto tras el relámpago. Dice el texto: «Pero ahora la luna colgada, la luna como estrangulada, por un momento brilla». Es el momento exacto de mirar lo otro: «Mi reposo instantáneo, mi reconocimiento expreso donde yo me siento y me soy». Y besar esa frente y dormir –sólo un momento– «sobre tu pecho como tú sobre el mío». Y Aleixandre culmina el poema insistiendo en ese instante de luna que también mira y es piadosa y ayuda a dormir. O como dice literalmente el texto: «Mientras la instantánea luna larga nos mira y con piadosa luz nos cierra los ojos».
Es casi increíble el paralelismo existencial que late entre esta interpretación del relámpago del ser que hace Aleixandre y el relámpago del ser del que nos habla Heidegger respecto a la palabra poética. Pero se trata sólo de un instante. Puesto que este poema (donde hasta la luna nos ha aparecido como estrangulada o ahorcada) nos remite de algún modo a otro poema de Historia del corazón que semeja ser exactamente su reverso, la sombra de esa mirada y de ese reconocimiento en el amor. Quizá este otro poema se titule por eso «Mirada final» y se subtitule «Muerte y reconocimiento». Se trata evidentemente de un lugar donde lo uno y lo otro se despiertan como caídos, una mañana en que los ojos se abren con absoluta soledad en la misma cama, en la que el reconocimiento es imposible. Ese despertar caídos en la soledad es la sombra, decimos, del reconocimiento pleno del instante de amor que acabamos de ver, es en verdad casi un estar enterrados, un caer en la tierra, en la hondonada, y sólo ahí, en esa especie de lugar bajo tierra, los ojos y el alma vuelven a mirarse y a reconocerse, más allá o más acá de la sombra de la muerte. Se ha estado bajo la tierra como las pupilas bajo los párpados, sólo que el cielo vuelve a ser piadoso y brilla: «cuando (...) contemple con tus pupilas, con las solas pupilas que siento bajo los párpados, en el fin el cielo piadosamente brillar».8
De cualquier modo detener el tiempo, esa lucha continua contra el decaer de las hojas y de los años, se nos presenta en esta Historia del corazón más lúcida que nunca quizá porque es un libro «trascendentalmente» subjetivo, donde el amor necesita fijarse. Quizá también por eso Aleixandre recurre aquí a la escritura que actúa como fijación, la palabra poética como lo que detiene, ese fulgor que congela el brillo de la luna, que rasga el tiempo hasta convertirlo en espacio (sólo que siempre con sombra: un espacio que se sabe instante). Esto, insisto, es Heidegger puro, como podríamos decir que Pasión de la tierra o La destrucción o el amor intentan espacializarse a partir de una imagen materialista que podríamos remitir a Spinoza: por un lado el Deus sive Natura, o sea, la naturaleza concebida como el único dios vivo, carente de tiempo en su propia permanencia, como es obvio que ocurre en La destrucción; o bien a través de las afecciones, de las pasiones que afectan al cuerpo y que lo constituyen como tal cuerpo, al modo del spinozismo de Pasión de la tierra. Claro que no se trata de un Heidegger en estricto y mucho menos de un spinozismo igualmente en estricto. Se trata, más bien, de la absorción del spinozismo que ejerce la atmósfera de lo que hemos llamado «vitalismo fenomenológico» de la época (donde, por supuesto, también se inscriben Heidegger u Ortega), una atmósfera fenomenológica que he analizado con detenimiento en mi libro La norma literaria:9 por ejemplo, la imagen básica de la forma como vaso, de la que nos habla Aleixandre, o del necesario reconocimiento en el «otro», etc.
Ahora bien: hay otro tipo de espacio, y es ya un lugar común el señalarlo. Pues, en efecto, en el libro siguiente a Historia del corazón, o sea, En un vasto dominio,10 la historia subjetiva parece convertirse en objetiva. Y aquí Aleixandre es como si se sintiera a gusto en el tiempo, siempre que ese tiempo o esa historia se convierta en historia espacial, no borre el presente: «Oh, todo es presente», nos dirá en el poema «Materia humana».11 Y así el cuerpo, la oreja, el sexo, la sangre, la pareja o el estallido de la bomba o de la bofetada, la antigua casa, el castillo, incluso Las meninas o El niño de Vallecas... El tiempo y el espacio se confunden porque todo es materia y la materia vive y espumea (no hace falta recordar las Odas elementales de Neruda). Dice Aleixandre:
Todo es materia: tiempo,
espacio; carne y obra.
Materia sola, inmensa,
jadea o suspira y late,
aquí en la orilla. Moja
tu mano, tienta, tienta
allí el origen único,
allí en la infinitud
que da aquí, en ti, aún espumas.
Por supuesto que esta materia espumeante es la mejor manera de fijar el tiempo, de espacializar la historia. La materia no es sólo naturaleza (puesto que está habitada por el hombre), pero el hombre, a su vez, es siempre naturaleza viva y materia histórica. La historia no es sólo devenir del tiempo, es precisamente su espacialidad material y su presente: ese presente al que se le suele llamar vida. La lucha de Aleixandre contra el tiempo es admirable. Él, continuo enfermo del cuerpo, que no sabe escribir salvo cuando no siente el cuerpo enfermo, se convierte en el mejor cantor del cuerpo, es decir, de la materia inscrita en el hombre y en la historia. Materia inscrita como escritura (por ejemplo el poema «Historia de la literatura») o como arte (por ejemplo, el libro titulado Retratos con nombre). El «more geométrico» spinozista parece cobrar vida y reproducirse en la fuerza con que Aleixandre transforma la escritura en materia y a la materia en escritura o en historia del cuerpo humano, retratos de su figura o de su nombre. Nos dice en el poema a la sangre de En un vasto dominio: «Es la verdad que en la boca aún destella / y se hace / una palabra humana».12 Pero también nos había establecido la diferencia entre el ser y el estar del cuerpo. El ser no es, está en el cuerpo, es el «Estar del cuerpo»:
Aquí está, entre los dedos
totales, cuerpo siendo,
emergido hasta estar,
aquí en el mundo.13
Pero también en el poema titulado «La vieja señora»,14 del mismo libro, y aunque se trate de un poema crítico sobre un mundo perdido –el de la vieja aristocracia–, Aleixandre nos habla del cuerpo como algo muerto, como reverso continuo del cuerpo vivo que hemos visto en otros textos del libro. No puede evitar la acumulación de sombras sobre la luz de la vida. Incluso, repito, pese a que la cuestión se desdoble, porque las sombras son también ahora las de una forma de vida histórica ya muerta. La narración del entierro es soberbia a través de esa doble ambigüedad: «Cuando la sombra espesa su dominio acentúa (...)». O bien: «La sombra descolgada que erguida cae continua, / lo que imitara a un cuerpo si el alentar sirviese». Dos versos para mí definitivos, como lo son los que siguen: «¿Y si cayesen las sombras, desnudadas, / veríase una niña, saltar, estar, ser vida?» (la cursiva mía).
Toda esta serie de planteamientos que hemos venido esbozando hasta ahora, esto es, el despliegue de la metáfora luz/sombra a través de los signos del ser y el estar, del tiempo y del espacio, de la materia y de la historia, se nos reproducen de nuevo, como una maduración básica de toda su poética hasta el momento, en el poema titulado «Diversidad temporal», sin duda la clave del libro Retratos con nombre:15 frente a la no-diversidad profunda de la sustancia, una sustancia que se cumple en espacios y que se hace tiempo, el pie humano se inserta para establecer lo distinto, lo diferente. La espuma está y a la vez se quiebra. Rueda, como en el mar las olas, y su «estar» en la materia es una espuma que suscribe formas. Pero esa sustancia, única y formidable, no adquiriría su auténtica diversidad sin la huella palpable del pie humano. El problema clave que subyace aquí es el de la individuación o la diversidad que ese pie establece sobre la unidad de la sustancia. Es el mismo sentido con que Aleixandre trata de configurar su famoso poema titulado «Cumpleaños» y que se subtitula «Autorretrato sucesivo».16 Hay algo aquí que me llama profundamente la atención. No sólo que de nuevo la sucesión temporal se nos describa a través de espacios de vida, sino que desde el principio se nos revele la impotencia del lenguaje, de la escritura, ese símbolo que volveremos a encontrarnos en Diálogos del conocimiento. Dice así el poema: «Un dolido / vagido me pronunció o me deletreó con tristeza. / Habían sido todos convocados con alegría / pero él no pudo más que dar una sílaba». Deletrear con tristeza una sílaba, o peor, que sólo una sílaba te deletree, te nombre, frente a la alegría aparente de todos, es quizá ya una marca de origen, lo único que acaso permanezca para siempre. La escritura no individualiza, la escritura no salva nada porque carece de nombre. Del mismo modo que la historia se llena de los sin nombre: «La historia a veces calla / los nombres». Salvo que para Aleixandre casi siempre la historia de los sin nombre es la única historia que existe, puesto que ellos constituyen la cotidianidad real del espacio y del tiempo, puesto que ellos han construido el espacio y el tiempo histórico, sólo que jamás han podido ser deletreados por una sílaba –como al propio poeta le ocurre– a través de las líneas de la escritura. Quizás porque pese a todo la escritura sí que tenga un nombre: pueda llamarse poder o explotación. Ahora bien, y vuelvo a insistir en ello, ¿esto no implica sin más el tacharse del valor de cualquier escritura, que cualquier escritura no tiene más valor que el que el poder o el mercado le da –incluido el mercado ideológico/literario–? ¿No implica que jamás la escritura alcanza a individualizar algo, o alguien, porque siempre es la escritura de la Norma, la escritura de los de arriba? Sin duda: no hay más escritura del nombre que la escritura de los que representan la historia sobre la espuma de las superficies. La hondura de la historia tiene una doble cara: ya que no hay más escritura que la que se inscribe en los cuerpos, tenemos que darnos cuenta de que, por un lado, los cuerpos no tienen nunca nombre propio (sólo el préstamo de la familia o del estado) y, por otro, los cuerpos, cuando adquieren nombre, es quizá sólo porque ese nombre es el imaginario del poder, lo que flota a fuerza de hundir a los otros cuerpos sin nombre bajo el signo de lo explotado. Difícilmente los de abajo pueden tener nombre, rostro, retrato. Esa imagen pictórica que fija el tiempo en el espacio de los que nunca han tenido ni tiempo ni espacio. ¿Se identifica así Aleixandre con los sin nombre, como lo había hecho en los Retratos anónimos con los que concluye En un vasto dominio? Parece evidente que sí: resulta de nuevo sintomático que termine un libro con estos retratos anónimos y titule al siguiente Retratos con nombre. La búsqueda del nombre global es obvia, pero también la búsqueda del propio nombre propio que se identifica con ellos. Dar nombre a los rostros es crearlos de nuevo. Esa sí que es una auténtica participación en la historia. Pero no se trata de una mirada que se extiende desde arriba hacia abajo, ni siquiera de igual a igual, sino de un intento de dar sentido a una historia que no lo tiene, una mirada que trata de reconocerse en la sombra de los otros, porque el poeta tampoco se identifica con su propio nombre, con su propio lenguaje, con ese deletreo de apenas una sílaba. Para Aleixandre el nombre propio es siempre el nombre de la otredad, incluso de la otredad desconocida. Así se nos dice en unos versos magníficos de los Poemas varios:17 «¿A quién amo, a quién beso, a quién no conozco? / A veces creo que beso sólo a tu sombra en la tierra (...)».18
En Retratos con nombre nos vuelve a sorprender el poema «A mi perro», Sirio, el inolvidable perro (o perros), que los versos saben situar precisamente en la delimitación de su espacio (los perros delimitan su territorio) frente a la indefensión del poeta ante la invasión del tiempo que pasa a través de él: «Pero yo pasé, transcurrí, y tú, oh gran perro mío, persistes (...)». ¿Cómo persiste el perro? De manera magistral nos lo dice Aleixandre: «Un instante parado a tu vera».19