Otomanos - Marc David Baer - E-Book

Otomanos E-Book

Marc David Baer

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Beschreibung

Durante mucho tiempo, el Imperio otomano ha sido visto como la antítesis de Occidente, islámico y asiático uno, cristiano y europeo el otro. Una visión que arranca desde la caída de Constantinopla en 1452, se prolonga en Lepanto y sigue impregnando hoy las relaciones con Turquía. La realidad, sin embargo, fue bien distinta: el dominio multiétnico, multilingüe y plurireligioso de los otomanos llegaba hasta el corazón de Europa, y, de hecho, los gobernantes otomanos se veían a sí mismos como los nuevos césares romanos. El aclamado historiador Marc David Baer, catedrático de Historia Internacional, relata en este vibrante libro el extraordinario ascenso de los otomanos, que pasaron de ser un principado fronterizo en la convulsa Anatolia medieval a un imperio mundial, y relata con viveza la historia completa de la dinastía. Baer supera la mera narración factual y los viejos y estancos esquemas nacionales y religiosos, en un esfuerzo por incorporar la historia cultural y la fluidez y permeabilidad de categorías como la confesionalidad o la etnicidad dentro de una dinámica imperial que buscaba integrar a una gran pluralidad de súbditos. Sin embargo, en el siglo XIX se optó por un exclusivismo que condujo a la limpieza étnica, el genocidio y, a la postre, a la desaparición de la dinastía tras la Primera Guerra Mundial. Otomanos nos transporta a un imperio que vivió a caballo entre Oriente y Occidente, lo integra en la historia de Europa y rastrea sus deudas con su herencia turca, bizantina e islámica: kanes, césares y califas.

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Seitenzahl: 981

Veröffentlichungsjahr: 2025

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«Tan amplio, colorido y rico en extraordinarios personajes como el imperio que describe».

Tom Holland

«Magnífico […] Como un veloz caique otomano sorteando las tranquilas aguas de Asia, la electrizante prosa de Baer desbarata estereotipos y nos hace pensar dos veces suposiciones consolidadas […] Un libro importante y muy ameno, un modelo de erudición bien escrito y accesible».

William Dalrymple, Financial Times

«Soberbio, apasionante y novedoso. Exquisitamente escrito y repleto de personajes y análisis fascinantes, sitúa a la dinastía donde debe estar: en el centro de la historia europea».

Simon Sebag Montefiore

«Un relato apasionante acerca de uno de los grandes imperios mundiales, desde sus orígenes en el siglo XIII hasta la época moderna […] Mezclando lo sagrado y lo profano, lo social y lo político, lo sublime y lo absurdo, Baer da vida al tema en ricas viñetas. Un libro excepcional».

Eugene Rogan, autor de La caída de los otomanos

«Un libro fascinante que invita a la reflexión y que no se anda con rodeos. No solo nos pide que repensemos a los otomanos, sino también que consideremos qué es exactamente ser europeo».

Roger Crowley, Aspects of History

«El libro de Baer, ameno y vibrante, se basa en las investigaciones más recientes acerca de esta ingente materia. Nos muestra una epopeya de imperio universal, conquista y tolerancia convertida en un drama de nacionalismo, crisis y genocidio, lo cual no es solo una amplia historia de los otomanos, sino también de Europa».

James McDougall, University of Oxford

«Capta con maestría el trasfondo de la historia otomana […] No hay un estudio más magistral».

Library Journal

«Un retrato decisivo de siete siglos de imperio, rebosante de vida y color, interés humano y rarezas, crueldad y opresión mezclado con placer, benevolencia y una gran belleza artística».

Sunday Times

OTOMANOS

MARC DAVID BAER

OTOMANOS

KANES, CÉSARES Y CALIFAS

Otomanos

Baer, Marc David

Otomanos / Baer, Marc David [traducción de Ricardo García Herrero].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2025 – 512 p., 16 de lám.: il. ; 23,5 cm – (Otros títulos) – 1.ª ed.

D. L: M-5284-2025

ISBN: 978-84-128984-1-5

94(4)"12/19"

304.4

OTOMANOS

Kanes, césares y califas

Marc David Baer

First published in Great Britain in 2021 by Basic Books London.

An imprint of John Murray Press.

An Hachette UK company.

Publicado por primera vez en Gran Bretaña en 2021 por Basic Books London.

Un sello de John Murray Press.

Una compañía de Hachette UK.

Copyright © 2021 by Marc David Baer

ISBN: 978-8-4128-9845-3

© de esta edición:

Otomanos

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-128984-5-3

Traducción: Ricardo García Herrero

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Dibujos cartográficos originales: Rodney Paull, adaptados por Desperta Ferro

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Primera edición: abril 2025

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2025 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

A Esra, Azize y Firuze

¿Dónde están los bravos príncipes que yo os dije?

Los que proclamaban «el mundo es mío», ¿dónde paran?

La muerte se los llevó, la tierra los cubre ya.

¿Quién hereda este mundo pasajero,

el mundo al que se viene, el mundo del que se va,

el mundo que la muerte acaba?

Libro de Dede Korkut, epopeya medieval

ÍNDICE

Cubierta

Título

Créditos

Índice

Agradecimientos

Nota del autor y del traductor

Introducción.

El castillo blanco

1

Los inicios: los

gazis

Osmán y Orján

2

El sultán y sus esclavos conversos: Murat I

3

La resurrección de una dinastía: Bayaceto I, Mehmet I y Murat II

4

La conquista de la Segunda Roma: Mehmet II

5

Un príncipe renacentista: Mehmet II

6

Un líder piadoso hace frente a los enemigos de casa y de fuera: Bayaceto II

7

Magnificencia: de Selim I al primer califa otomano, Solimán I

8

Sultanes salvadores

9

La Era otomana de los Descubrimientos

10

No hay más vía que la

vía otomana

11

Harén significa «hogar»

12

Hombres barbudos y jóvenes imberbes

13

Ser otomano, ser romano: de Murat III a Osmán II

14

El retorno del

gazi

: Mehmet IV

15

Un mesías judío en el palacio otomano

16

El segundo sitio de Viena y las tranquilas aguas de Europa: de Mehmet IV a Ahmed III

17

Reformas: romper el ciclo de revueltas desde Selim III hasta Abdülaziz I

18

Represión: un califa moderno: Abdülhamid II

19

Mirar hacia dentro: el Oriente otomano

20

Salvar a la dinastía de sí misma: los Jóvenes Turcos

21

El genocidio armenio y la Primera Guerra Mundial: Talat Pachá

22

El final: el

gazi

Mustafá Kemal

Conclusión.

El pasado otomano perdura

Lista de gobernantes otomanos y sus periodos en el poder

Bibliografía

Guide

Cover

Índice

Start

AGRADECIMIENTOS

Nunca me habría planteado escribir este volumen de no haber sido por Adam Gauntlett, quien, tras darse cuenta de que yo era el único profesor en el Reino Unido que enseñaba historia otomana de principio a fin, me convenció para que redactara una crónica completa de la dinastía. Quiero dar las gracias a mi querida amiga Theresa Truax, que salvó este libro en un momento crucial. Agradezco los sabios consejos de Joe Zigmond, de John Murray, y de Brian Distelberg, de Basic Books, que me ofrecieron críticas inestimables a los distintos borradores. También estoy en deuda con Roger Labrie por formular preguntas importantes que me obligaron a reescribir el manuscrito hasta dejarlo más claro. Quisiera expresar mi gratitud a Yorgo Dedes, Ceyda Karamürsel, Chris Markiewicz, Esra Özyürek, Christine Philliou, Elyse Semerdjian, Gagan Sood, Bedross Der Matossian y Taylor Sherman, que, amablemente, hicieron comentarios a todo o a parte del manuscrito en pleno año de pandemia. Agradezco al Departamento de Historia Internacional de la London School of Economics and Political Science la concesión de un permiso sabático que me permitió rematar el libro. Por último, pero no menos importante, reconozco la deuda que tengo con mis profesores, Carl Petry, Rudi Lindner, Fatma Müge Göçek, Ronald Grigor Suny, Robert Dankoff y Cornell Fleischer, que me enseñaron a mirar con ojo crítico la historia otomana desde diferentes perspectivas; resultará más que evidente para cualquier lector especializado que se acerque a esta obra.

NOTA DEL AUTOR Y DEL TRADUCTOR

Para que el libro sea accesible al gran público, los nombres otomanos y turcos se han transcrito a la ortografía turca moderna y los términos no españoles se han traducido al español. Las palabras árabes, otomanas y turcas conocidas, generalmente, en inglés, como pachá, jeque y similares se presentan en sus formas españolas.

Pronunciación de algunas de las letras turcas:

La c no tiene equivalente en español, pero sí en inglés. Por ejemplo, John.

La ç se lee ch como en chocolate.

La ğ es muda: alarga la vocal precedente.

La ı no tiene equivalente en español, pero sí en inglés. Se lee como la sílaba final en Britain.

La i/İ se lee i como primo en español.

La j se lee como en batalla con sheísmo argentino.

La ö no tiene equivalente en español, pero sí en inglés. Por ejemplo, bird.

La ş no tiene equivalente en español, pero sí en inglés. Por ejemplo, shampoo.

La ü se lee como cigüeña en español.

La û no tiene equivalente en español. Se lee como una u larga: rûmi es ruumi.

La z no tiene equivalente en español, pero sí en inglés. Por ejemplo, zebra.

¿Estambul o Constantinopla? A pesar de que el nombre de Constantinopla fue utilizado también por los otomanos, la convención es llamar a la ciudad bizantina de Constantinopla por ese nombre solo hasta la conquista otomana en 1453, y a partir de entonces utilizar el de Estambul, que deriva del griego stin poli [«a la ciudad»], un nombre dado a la población de manera oficial solo después de la caída del imperio y el nacimiento de la República de Turquía en 1923. Este libro sigue tal convención.

Por otro lado, dado que los otomanos utilizaban el término Anatolia para referirse a lo que hoy llamamos Asia Menor, este será el término empleado en el presente libro. Del mismo modo, la región a menudo conocida como los Balcanes, pero que los otomanos llamaban Rumelia [«tierra de los romanos»], equivale a la actual Europa sudoriental, el término usado de manera más habitual en este libro.

INTRODUCCIÓNEL CASTILLO BLANCO

Los historiadores son conocidos por su amor a los mapas, que ilustran no solo los contornos físicos de los sujetos geográficos tratados, sino también la ambiciosa mentalidad de quienes los crearon. Hace más de dos décadas me encontraba yo investigando en la biblioteca del Palacio de Topkapi, en Estambul, para mi primer libro. Reinaba una calma sorprendente en aquella modesta estancia felizmente vedada a las hordas de turistas que inundaban el complejo palaciego seis días por semana. Antiguo oratorio de lo que fuera una mezquita diminuta construida en ladrillo rojo por Mehmet II durante el siglo XV, las paredes lucen alicatadas en vivos tonos azules con intrincados motivos florales verdes y rojos y en una de ellas, un cuadro de pequeñas dimensiones representa la Kaaba de La Meca, el santuario negro en forma de cubo que constituye el lugar más sagrado del islam. Aquella sala, dotada apenas con una mesa de lectura para los investigadores y otra frente a ella para el personal de vigilancia, resultaba gélida en invierno, sin calefacción y a menudo incluso sin electricidad. Para escribir o teclear en un ordenador portátil los investigadores teníamos que llevar mitones o guantes finos de cuero. En verano, por el contrario, se dejaba sentir un calor pegajoso y el lugar se volvía húmedo y sombrío, cerradas las ventanas en un intento por impedir la entrada de la luz del sol, el polvo y el ruido.

Un rayo de esperanza se te ofrecía en aquella sala de lectura: la puerta interior, que daba acceso a una de las colecciones de manuscritos más ricas del mundo, un lugar al que solo podía acceder el personal de la biblioteca. Pero tenías que venir preparado: tú no podías pedir sin más que te sacaran cualquier obra valiosa del pasado como, pongamos por caso, algo en armenio, en griego o en hebreo que perteneciera a la biblioteca personal de Mehmet II. Los investigadores tenían que consignar sus ámbitos de estudio con bastante antelación y obtener el visto bueno de los ministerios turcos de Asuntos Exteriores, Interior y Cultura. Y tampoco te dejaban cambiar el tema de investigación a mitad de camino. Yo solía dedicarme a leer crónicas otomanas del siglo XVII. Las había encuadernadas en un cuero granate, a veces rasgadas o carcomidas por los insectos y escritas en papel con un fondo de volutas jaspeadas, realzada la caligrafía con capitulares de pan de oro. Lo que un novelista escribió en cierta ocasión acerca de otra biblioteca bien se le puede aplicar a esta sala de lectura:

Solo libros y más libros y silencio en toda la habitación, y ese maravilloso olor denso, un olor a pastas de piel, papel amarillento y algo de moho, y una especie de extraño olor a algas, a añeja cola de encuadernar y a sabiduría, secretos y polvo.1

Aunque me daban ataques agudos de celos documentales cada vez que algún investigador cercano recibía un Corán selyúcida iluminado en oro o un ejemplar del siglo XVI del Libro de los reyes del persa Firdusi, fulgurantes ambos con sus miniaturas pintadas en vivos colores, nada puede compararse con lo que tuve la ocasión de contemplar una vez gracias a un equipo japonés de televisión que filmaba un documental en torno a la navegación en Asia. Y es que un día abrí la puerta de la mezquita, aquella puerta de quinientos años tallada con primor, para contemplar allí mismo, ante mis ojos, bañado por la brillante luz de los focos, el fragmento conservado del famoso mapamundi de Piri Reis, ese que, realizado a principios del siglo XVI, representa España y África occidental, el océano Atlántico, el Caribe y la costa sudamericana.

Los bibliotecarios turcos, provistos de guantes blancos, lo desenrollaron y fueron extendiendo su pergamino de piel de gacela en la pequeña sala y dejando al descubierto, centímetro a centímetro, al agradecido equipo de cámaras sus preciosos detalles plenos de color. Por iniciativa propia, Piri Reis de Galípoli, antiguo corsario y futuro almirante de la Armada otomana, había cartografiado uno de los primeros mapas conservados de la costa del Nuevo Mundo. Se basó para ello en el original de Cristóbal Colón hoy perdido e incluso llegó a entrevistar a un tripulante de aquellos viajes colombinos. En la idea de elaborar para el sultán una de las obras más completas y precisas del mundo, Piri Reis consultó antiguos mapas tolemaicos, árabes medievales y de la época tanto portugueses como españoles. Al verse a sí mismos gobernantes de un imperio universal, y rivalizando con los portugueses en la batalla por los mares desde Egipto hasta Indonesia, los otomanos querían mantenerse al día en cuanto a los últimos descubrimientos europeos occidentales. ¿Por qué en el Occidente actual no eran mejor conocidos tales vínculos? ¿Participaron los otomanos en lo que se conoce como Era de los Descubrimientos? ¿Qué papel desempeñaron en el devenir histórico de Europa y de Asia?

Al igual que le pasa a su lengua, el Imperio otomano (ca. 1288-1922, también llamado la Sublime Puerta) no era simplemente turco. Tampoco estaba formado exclusivamente por musulmanes. No era un Imperio turco. Era multiétnico, multilingüe, multirracial y multirreligioso, como el Imperio romano, y se extendía por Europa, África y Asia incorporando parte del territorio que habían gobernado los romanos. Desde 1352 hasta los albores de la Primera Guerra Mundial la dinastía otomana controlaba partes del sudeste de Europa y en su apogeo llegó a gobernar casi una cuarta parte de la superficie terrestre europea. De 1369 a 1453, la ciudad bizantina de Adrianópolis (hoy Edirne, en Turquía), situada en el territorio tracio del sudeste europeo, funcionó como segunda sede de la dinastía otomana. Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente –o Bizancio, recordado como Imperio bizantino–, fue la capital otomana durante casi cinco siglos a partir de su conquista en 1453. No recibió el nuevo nombre de Estambul hasta 1930, siete años después del establecimiento de la República de Turquía nacida de las ruinas imperiales. Si durante casi quinientos años el Imperio otomano había sobrevivido a caballo entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa, ¿por qué se había olvidado su doble naturaleza? ¿Habían cambiado las ideas aceptadas al respecto?

EL CASTILLO BLANCO

En ocasiones se hace necesaria una novela para comprender la verdadera naturaleza de las cosas. El castillo blanco, la escrita por el premio Nobel turco Orhan Pamuk, entreteje una historia de intercambio de identidades que pone en tela de juicio las ideas preconcebidas acerca de Oriente y Occidente, el Imperio otomano y el resto de Europa. Ambientada en el siglo XVII, en pleno apogeo de la autoconfianza y la expansión territorial otomanas, la novela comienza con un astrólogo musulmán otomano conocido como Hoja a quien se otorga la custodia de un esclavo italiano llegado a Estambul. El siervo, un joven erudito sin nombre cuyo aspecto guarda un extraño parecido con el del propio Hoja, había sido capturado por piratas y vendido en el mercado de esclavos de la ciudad. El narrador –que, en este momento, creemos, es el italiano– asegura que el parecido entre él y su nuevo custodio resulta sobrecogedor: a primera vista, cree estar contemplándose a sí mismo. Deseoso de conocer los avances científicos e intelectuales de Europa occidental, Hoja promete liberar a su sosias una vez que el italiano le haya enseñado todo lo que sabe, desde astronomía hasta medicina. Pero lo que de verdad quiere es saberlo todo de su doble y, por tanto, encontrar una respuesta a la pregunta: «¿Por qué soy lo que soy?».2

Hoja y el esclavo permanecen meses sentados uno frente al otro poniendo por escrito todos sus recuerdos en un esfuerzo por descubrir cada cual el carácter de su doble. Al principio, Hoja es incapaz de responder a la pregunta de quién es, salvo por el método de manifestar todo aquello que no es. Y el esclavo le insiste a Hoja para que escriba acerca de sus defectos: «Le repliqué que también él era malvado, y mucho, en muchos aspectos, y que era necesario que se diera cuenta». Al escribir de sus propias carencias, Hoja llegaría a comprender cómo los demás han llegado a ser lo que son. Por su parte, el cautivo, que espera conseguir su libertad cambiando las tornas y demostrando ser superior a su amo, cree que mediante ese proceso de autorreflexión y búsqueda de defectos Hoja acabará por descubrirse a sí mismo tan insignificante como su siervo. En lugar de eso, el resultado será una especie de partida concluida en tablas: de pie uno junto al otro, como mirándose en el espejo, constatan que los dos son, en realidad, uno y el mismo. Hoja decidirá que van a intercambiar identidades y residencias: él asumirá la vida del esclavo en Venecia y el cautivo la suya en Estambul.3

Al sumar sus conocimientos científicos, Hoja y el esclavo crean una extraordinaria arma revolucionaria que será utilizada por el Ejército otomano en el asedio de la fortaleza situada en Polonia que da nombre a la novela. Se trata de un castillo blanco y puro que tiene, sin embargo, el telón de fondo de un bosque negro «bello e inaccesible». Sin embargo, atascada en una ciénaga, el arma fracasa y Hoja, deshonrado y temeroso por su vida, parte hacia Venecia disfrazado de esclavo italiano, mientras que su doble veneciano retoma la vida de este como sabio otomano.4 Porque la gente es tan similar entre sí en todas partes que, al parecer, puede cambiar de lugar fácilmente.

Aunque se hace creer al lector que los dos hombres intercambian sus existencias en aquel castillo blanco, al final de la novela ya no tenemos claro quién es el narrador, quién el amo o quién el esclavo, o incluso si amo y esclavo pudieran ser una misma persona: por medio de Hoja, su personaje demediado, Pamuk nos pide como lectores que nos planteemos dónde se traza la frontera entre Oriente y Occidente y si musulmanes y cristianos –el Imperio otomano y el resto de Europa– son, después de todo, tan diferentes. Tal y como asegura el italiano al final en referencia a su doble turco, «lo amé con la estúpida repugnancia y la estúpida alegría de conocerme a mí mismo».5

Al igual que la novela de Pamuk, el presente libro quiere demostrar que el Imperio otomano no es, como suele percibirse, ajeno a Europa. Fue un imperio gobernado con un pie en Asia y el otro en Europa, un imperio europeo que continúa siendo parte integrante de la cultura y la historia del Viejo Continente. Con esto no pretendo asegurar que los otomanos formen parte de la historia europea porque ocuparan el territorio y la mente de los europeos (y causando, con ello, tanto miedo y desconfianza como curiosidad y admiración).6 Este no es un libro acerca del lugar de los otomanos en el pensamiento político europeo. Es, por el contrario, un libro que demanda al lector la contemplación de Europa en su conjunto –como idea y como geografía–, la concepción de una Europa que no sea meramente cristiana. Imagine, si usted quiere, una Europa que sea Europa tanto si está gobernada por cristianos como por musulmanes. Suponga que la frontera de Europa no terminara en los muros de Viena, el límite del Sacro Imperio Romano Germánico y escenario de dos asedios otomanos fallidos. ¿Cómo definiríamos entonces Europa y a quiénes incluiríamos legítimamente en ella?

Resulta habitual interpretar la toma de Constantinopla en 1453 por los otomanos como una escisión de las tierras orientales del Imperio romano (o Imperio bizantino) con respecto a Europa.7 ¿Acaso ese territorio deja de ser Europa cuando pasan a gobernarlo los musulmanes? Desde el punto de vista de los otomanos, su avance por Europa los convertía en herederos de Bizancio y, por tanto, debían considerarse los nuevos romanos. Y si aquellos gobernantes musulmanes de Europa se veían a sí mismos como legítimos herederos de Roma no era solamente en virtud de la incorporación de territorios, sino debido a sus ambiciones de construir un imperio universal. Se ha calificado a los otomanos como los emperadores y califas musulmanes de Europa, y con la misma frecuencia se les ha considerado los césares de Oriente Próximo y «los romanos del mundo musulmán».8 Pero entonces ¿por qué no referirse a ellos simplemente como romanos? Árabes, persas, indios y turcos se referían a los gobernantes otomanos como césares y a su régimen como Imperio romano. Igual que hicieron también varios escritores europeos occidentales a partir de la toma de Constantinopla. Algunos llegaron a afirmar que los otomanos eran descendientes de los troyanos y a otros les preocupaba la legitimidad de las pretensiones otomanas de heredar los derechos de Roma. Un consejero papal del siglo XVI señaló que el sultán «dice a menudo que el Imperio de Roma y de todo Occidente le pertenece por derecho, ya que es el legítimo sucesor del emperador Constantino, que transfirió el Imperio a Constantinopla».9 ¿Por qué hemos olvidado lo que pensaban los europeos hace quinientos años?

Lo cierto es que se ha tratado a los otomanos tan mal como a los bizantinos. Tanto el Imperio otomano como el bizantino –cuyo legado heredó la dinastía otomana y cuya capital hizo suya– fueron regímenes centralizados de larga duración que, hoy, quedan fuera de la historiografía habitual en torno a la formación de Europa.10 Pensemos en lo que nos viene a la mente en la actualidad cuando utilizamos el término bizantino: medieval, atrasado, oriental, exótico, religiosamente distinto e insondable debido a los obstáculos de la lengua y la ortografía. Dado que se ha hecho un enorme hincapié en la religiosidad de uno y otro régimen, sus aspectos seculares se investigan con menos frecuencia. Y, en un determinado momento de sus historias, ambos se han descrito como decadentes, corruptos e inmersos en un ocaso irrevocable. Por tanto, bizantinos y otomanos han sido descritos, predominantemente, en sentido negativo, como la antítesis de Occidente.

Basta con analizar cómo se veían a sí mismos estos imperios para darnos cuenta de la falsedad de esas opiniones. Ambos se consideraron herederos de Roma y reivindicaban su europeidad. Los otomanos llamaban Rumelia («tierra de los romanos») a sus provincias del sudeste de Europa y Rûm era la forma turca de decir Roma, el territorio central del Imperio bizantino en los Balcanes y Anatolia occidental.11 Esta visión de los otomanos como intrusos plantea la cuestión de a quién pertenece, o quién hereda, un imperio, una civilización o un continente. ¿Qué consideramos o descartamos como continuidad histórica? ¿Quién tiene la responsabilidad histórica de qué? ¿Qué ocurre cuando tanto la historia como la responsabilidad son compartidas?

Los devenires históricos de bizantinos y otomanos son rehenes de las agendas nacionalistas y religiosas de sus homólogos contemporáneos: los bizantinos a manos de los griegos; y los otomanos, de los turcos. En la actualidad tales agendas están ligadas a visiones que pretenden restaurar una historia que antes pertenecía a su imperio, como cuando el neootomanismo turco glorifica antiguas conquistas, pero al tiempo niega antiguas atrocidades. La historia se utiliza con fines políticos cuando los mecenas griegos financian cátedras universitarias de estudios griegos o helénicos antiguos, bizantinos y modernos que ignoran que los otomanos gobernaron lo que hoy es Grecia durante más de quinientos años, o cuando la República de Turquía dota cátedras de estudios otomanos que pasan por alto la importante herencia de pueblos, instituciones y mentalidades tanto bizantinos como griegos. La forma en que recordamos el pasado sería muy diferente si nos refiriésemos a los bizantinos y a los otomanos como romanos, que es como ellos se veían a sí mismos. Aceptar a la dinastía otomana como parte de la historia europea nos permitirá comprobar que los otomanos no se encontraban separados del Imperio romano ni pretendían estarlo, sino que, más bien, reivindicaban heredar el dominio universal sobre aquel imperio antiguo. Por tanto, no evolucionaron en parelelo a Europa, sino que su historia es la parte no reconocida de la historia que Occidente cuenta de sí mismo.

La verdad es que los otomanos participaron en numerosos aspectos del desarrollo religioso y político europeos que durante largo tiempo se han atribuido en exclusiva a los europeos occidentales. Y, sin embargo, tan pronto como nos ponemos a analizar el imperio euroasiático de los otomanos sale a la luz esta historia compartida de dinastías y sociedades por todo el continente europeo. De manera que, más que un intento por demostrar que los otomanos están a la altura de los estándares eurocéntricos, el reconocimiento de su papel en la historia europea nos empuja a ampliar el significado de esa historia y a reescribir algunos de sus conceptos y marcos básicos, tales como el Renacimiento, el Siglo de los Descubrimientos, la Reforma, la Ilustración y la Revolución científica, así como el significado del milenarismo y el mesianismo, la sexualidad y el placer, el absolutismo y el gobierno limitado, la esclavitud y el orientalismo y, por último, la guerra mundial.

LOS CAMINOS OTOMANOS HACIA LA TOLERANCIA, EL SECULARISMO, LA MODERNIDAD Y EL GENOCIDIO

Considerar la historia de los otomanos como parte integrante de la historia europea nos permitirá ver con otros ojos los orígenes y el significado de conceptos y prácticas como la tolerancia religiosa, el laicismo, la modernidad o incluso el genocidio. Todos ellos se iniciaron –lo reconocemos– con los europeos musulmanes. Y de esta manera empieza a desmoronarse la típica afirmación relacionada con historia europea de que sus habitantes no tuvieron que aprender a convivir con personas de distintas religiones hasta el siglo XVI debido, en exclusiva, a la Reforma y la Contrarreforma. Según esa historia clásica, solo entonces se debatió por primera vez el concepto de tolerancia y se convirtió en una realidad de la vida cotidiana.12 Se nos dice que la tolerancia, la modernidad y el laicismo surgieron por primera vez en Europa occidental y solo después de las guerras de religión desencadenadas, aproximadamente, de 1550 a 1650. Los primeros pasos en ese sentido se habrían dado, supuestamente, con la firma de la Paz de Westfalia en 1648, un conjunto de tratados que instituyeron el principio de tolerancia hacia las minorías religiosas. De 1650 a 1700, Europa se adentró en lo que se conoce como la Ilustración, simbolizada por el escrito fundamental de John Locke publicado en 1689, Carta sobre la tolerancia, que abrió el camino hacia un planteamiento de «vivir y dejar vivir» las diferencias religiosas y hacia la era secular y contemporánea. Y con cada vez más intelectuales promoviendo la tolerancia, algunos gobernantes europeos ilustrados empezaron a instituirla en el siglo XVIII.

Sin embargo, los registros históricos dejan claro que los principios y prácticas en favor de la tolerancia se encontraban ya enraizados al inicio del dominio otomano en el sudeste de Europa que tuvo lugar en el siglo XIV, una realidad especialmente visible en Constantinopla tras la conquista otomana de la ciudad bizantina en 1453. Esa tolerancia en el ámbito religioso se basaba, por un lado, en el precedente islámico ya introducido en Europa en la España musulmana del siglo VIII y, por otro, en unos antecedentes preislámicos, en concreto los nómadas mongoles de la estepa euroasiática, esa encrucijada entre Europa y Asia de la que surgieron los otomanos. Aunque la tolerancia plena no existió en la Europa cristiana medieval, sí existió en la Europa islámica medieval, incluidos los dominios otomanos. La tolerancia otomana es la tolerancia europea.

Pero, entonces, ¿por qué no se suele incluir a los otomanos cuando se evoca el acontecer de la tolerancia religiosa en Europa? Para cuando los europeos occidentales se preguntaron por primera vez cómo vivir juntos, los otomanos ya tenían las respuestas. Por ejemplo, qué derechos y privilegios iba a tener cada grupo religioso, dónde podría practicar su culto, cómo iba a pagar el mantenimiento de su comunidad religiosa (incluidos sus lugares de oración y escuelas), cómo se recaudaría y distribuiría la caridad, si personas procedentes de grupos religiosos dispares podrían casarse entre sí, dónde se les autorizaba a vivir, cómo podrían interactuar social y económicamente, cómo se celebrarían las fiestas en público y cómo se gobernaría cada grupo religioso, así como la relación de cada confesión con el Gobierno.13 En opinión de un escritor inglés de mediados del siglo XVII, la tolerancia otomana de muchas religiones era preferible a la imposición violenta de una sola, como ocurría en la Europa cristiana.14 De hecho, las guerras civiles por motivos religiosos y la persecución del que profesaba un credo diferente continuaron en las zonas europeas de mayoría católica y protestante durante el siglo XVIII.

Para cuando, en el siglo XVII, los europeos cristianos reivindicaron la instauración de instituciones laicas, los otomanos llevaban siglos subordinando la autoridad religiosa a la autoridad imperial y habían hecho que el peso de la ley laica fuera equivalente al de la religiosa, superando, por tanto, a cualquier otro sistema político europeo o islámico en ese ámbito. Hasta el punto de institucionalizar prácticas que, claramente, vulneraban la ley y las costumbres islámicas en favor de normas seculares. ¿Por qué todo ello no forma parte de la historia que solemos contar acerca del nacimiento de la modernidad y el laicismo?

Aunque, ciertamente, el Imperio otomano abrazaba la tolerancia, la conversión religiosa resultaba fundamental para su éxito, por ello la dinastía otomana hizo hincapié en la mudanza de credo empezando por lo más alto. En turco otomano, los únicos términos para indicar «conversión» denotan conversión al islam. Por tanto, el cambio solo puede tener lugar en un sentido y no existe otro término que apostasía para cuando un musulmán decide convertirse al cristianismo o al judaísmo. No se puede decir que «un musulmán se ha convertido al cristianismo». En consecuencia, los apóstatas eran ejecutados. La tolerancia no es lo mismo que fomentar la diversidad, la coexistencia, la igualdad, el multiculturalismo o la aceptación mutua.15 Tolerar significa «sufrir, soportar o aguantar algo objetable».16 Dicho de otra forma: la parte tolerante considera que su religión es la verdadera y que las afirmaciones religiosas sostenidas por los grupos tolerados son falaces. John Locke se negó a incluir a los católicos en su concepto de la tolerancia, la cual es, en realidad, expresión de una relación de poder. Su presencia o ausencia puede esgrimirse como advertencia o amenaza contra un grupo vulnerable. La tolerancia es un estado de desigualdad en el que la parte poderosa, como por ejemplo el gobernante, determina si puede existir un grupo menos poderoso y hasta qué punto se permite a sus miembros expresar su diversidad. Un gobernante o un régimen pueden discriminar a un grupo y, al mismo tiempo, tolerar que sus miembros sean diferentes de los integrantes de la élite gobernante. Así es como funcionaba la tolerancia otomana en cuanto a diferencias de clase, sexo y religión.17

En el Imperio otomano, ciertos grupos –mujeres, cristianos y judíos, esclavos– estaban legalmente subordinados a otros –hombres, musulmanes, libres–. Por tanto, no todas las religiones se consideraban igualmente válidas. Algunos grupos estaban proscritos, como los chiitas (musulmanes que profesan la creencia de que su líder es descendiente del profeta Mahoma y su familia), los musulmanes disidentes y los budistas. La sociedad otomana era plural y los individuos podían a veces cambiar de grupo o de posición de poder, pero cada grupo tenía un lugar fijo dentro de una misma jerarquía basada en la clase, el sexo y la religión.

En la práctica, la tolerancia de la diversidad significaba construir un imperio basado en el reconocimiento de la diferencia. Los otomanos no pretendían convertir a todos los súbditos en musulmanes, y ni siquiera en otomanos, los miembros de la élite gobernante. Por el contrario, fomentaron instituciones –como los patriarcados, los cargos espirituales y las jurisdicciones de los líderes eclesiásticos armenios y griegos– que permitían a cristianos y judíos desarrollar su vida personal y beneficiarse de derechos culturales, religiosos y lingüísticos sin grandes interferencias ni limitaciones.

Pero, al mismo tiempo, en el seno del Imperio otomano la conversión religiosa fue utilizada como medio de integración dentro de un tejido social muy estratificado. El régimen reclutaba a sus élites de entre la flor y nata de los pueblos conquistados, en especial los jóvenes y mujeres, y aseguraba de esta forma tanto la grandeza de la dinastía como la subordinación de los pueblos sometidos. Y desde el principio se incorporaron al proyecto imperial las realezas cristiana y musulmana conquistadas, los líderes militares y religiosos y los plebeyos. La dinastía otomana ató lazos matrimoniales con diferentes casas reales europeas, como la bizantina y la serbia, otra razón más para incluir a esta familia imperial musulmana en la historia europea. Por cruel, injusta y violenta que resultara, sobre todo en el caso de las mujeres, la esclavitud permitió integrar a diferentes individuos en los estratos más altos de la sociedad en la medida en que esas mujeres pasaron a formar parte de los harenes y los niños fueron incorporados a la Administración o al Ejército. Y los cristianos se convirtieron en miembros de la élite gobernante otomana mediante la cooperación, la subordinación o la conversión. Al igual que otros imperios de la historia, los otomanos llevaron a cabo un cambio demográfico a gran escala mediante la conversión de la población gobernada. Las poblaciones de lo que hoy son los países de Bosnia, Bulgaria, Grecia, Hungría, Serbia y Turquía experimentaron un cambio masivo de religión durante los siglos de dominación otomana. Los cristianos y, en menor medida, los judíos se hicieron musulmanes y el paisaje se islamizó en gran medida: las iglesias más importantes se sustituyeron por mezquitas, los seminarios por madrasas (colegios islámicos) y los conventos por logias sufíes (místicas).

Aunque algunos regímenes, como fue el caso del sultanato mameluco de Egipto (1250-1517), contaron con soldados esclavos conversos de entre cuyas filas ascendía el sultán, el Imperio otomano se basó, principalmente, en conversos para formar los elementos clave de su dinastía familiar gobernante, su Administración y su Ejército y durante los tres primeros siglos de existencia se produjo un gran número de conversiones en el proceso. Ello definía la pertenencia a las capas privilegiadas mediante la conversión religiosa y modificaba continuamente la interpretación de su religión. Como observó sir Paul Rycaut, un sagaz residente inglés en el Imperio otomano del siglo XVII,

[…] ningún pueblo como ellos hay en el mundo tan abierto a acoger todo tipo de nacionalidades […]. Los ingleses lo llaman naturalización, los franceses afrancesamiento y los turcos [otomanos] convertirse en creyente.18

Aquello fue realmente un imperio fruto de la conversión que fomentó cambios profundos en la población a la vez que toleraba la existencia de grupos religiosos discrepantes con la religión del gobernante. Y así fue casi hasta su trágico final.

La tolerancia y la intolerancia no eran conceptos opuestos.19 Bien al contrario, tolerancia, discriminación y persecución iban siempre de la mano. Las jerarquías sociales y jurídicas preservaron una paz que duró siglos y, en paralelo, la discriminación y la división eran una realidad que afectaba a la vida cotidiana y a las oportunidades dentro de la sociedad. Por espacio de varios siglos los otomanos estuvieron abiertos a recibir como musulmanes a todo tipo de personas, con independencia de su lengua o procedencia, ya fueran esclavos, plebeyos o miembros de las élites. Solo en sus últimos años se apartarían de esa integración de la diversidad e intentarían salvarlo al convertirlo primero en un sistema de gobierno musulmán otomano y más tarde en uno cada vez más turco. La consecuencia fue que la tolerancia –tal y como había sido practicada– fue sustituida por la limpieza étnica y el genocidio, lo que condujo, finalmente, a la desaparición de la dinastía.

A finales del siglo XIX, un grupo de intelectuales del Imperio otomano fusionó el pensamiento de la Ilustración europea con el del islam y el resultado fueron interesantes experimentos relacionados con el constitucionalismo y la democracia parlamentaria. Sin embargo, tales esfuerzos se vieron abocados al fracaso y desembocaron en grandes derramamientos de sangre, como por ejemplo las masacres de decenas de miles de armenios en la década de 1890 y en 1909, así como el genocidio armenio de 1915. Al igual que la anterior tolerancia religiosa otomana, ¿por qué no está considerado ese genocidio parte de la historia europea? Lo cierto es que generales y soldados alemanes ayudaron a los otomanos a cometer asesinatos en masa durante el curso de la Primera Guerra Mundial y ese hecho debe convertir lo sucedido en parte de la historia europea. Pero, más importante todavía, aceptar a los otomanos como un imperio europeo nos permite reconocer el genocidio armenio como el primero de este tipo cometido por un imperio europeo en suelo del continente, un pogromo que comenzó en Estambul. Considerar a los otomanos como parte de la historia europea no significa que la contribución otomana fuera siempre positiva. La historia de la dinastía otomana y de su imperio que se cuenta en estas páginas no pretende ni glorificar a la casa de Osmán ni condenarla, sino presentar todo aquello que la hace, al mismo tiempo, diferente y sorprendentemente familiar para el común de los lectores.

NOTAS

1 Oz, A., 2004.

2 Pamuk, O., 1998. La novela se publicó originalmente en turco con el título Beyaz Kale [Castillo blanco] (Pamuk, O., 1985). La cita en español corresponde a la siguiente edición: El castillo blanco, R. Carpintero Ortega (trad.), Barcelona, Penguin Random House, 2022.

3 Pamuk, O., 1998, 62, 65, 67, 69-70, 82.

4Ibid., 143, 151.

5Ibid., 155.

6 Los interesados en este tema pueden leer Malcolm, N., 2019.

7 Cardini, F., 2001, 122, 136. Publicado originalmente en italiano en 1999 con el subtítulo Storia di un malinteso (Cardini, F., 1999), el libro se tradujo simultáneamente al inglés, francés, alemán y español dos años más tarde.

8The Ottomans: Europe’s Muslim Emperors, documental dirigido por Gillian Bancroft, narrado por Rageh Omar, London, BBC Two, 2013; Hourani, A., 1991, 130.

9 Paolo Giovio, escribiendo acerca de Solimán I en su Commentario dirigido a Carlos V en 1532, citado en Malcolm, N., op. cit., 28.

10 Mi comprensión de los tropos de la historiografía bizantina proviene de Cameron, A., 2014.

11 Kafadar, C., 2007, 7-25, aquí 9.

12 Kaplan, B. J., 2007, 4.

13Ibid., 10.

14 Francis Osborne, Political Reflections upon the Government of the Turks, 1656, citado en Malcolm, N., op. cit., 302.

15 Baer, M. y Makdisi, U., octubre de 2009, 927-940.

16 Kaplan, B. J., op. cit., 8.

17 Baer, M. y Makdisi, U., op. cit., 930.

18 Rycaut, sir P., 1675, 147-148.

19 Kaplan, B. J., op. cit., 9.

1

LOS INICIOS

Los gazis Osmán y Orján

La historia de los otomanos comienza a finales del siglo XIII en el seno de algunos pueblos túrquicos de entre los muchos existentes. Turcos y mongoles habían dominado el panorama político de Asia occidental desde el siglo XI. Osmán (r. ca. 1288-ca. 1324), el fundador epónimo de la dinastía otomana, fue uno de los jinetes nómadas turco-musulmanes que se trasladaron hasta la Anatolia de mayoría cristiana (la parte asiática de la actual Turquía). Integrado en la oleada migratoria hacia el oeste emprendida por pastores turcos acompañados de sus ovejas y caballos, formó parte de la expansión del gran Imperio mongol desde Asia oriental y central. Junto con un grupo heterogéneo de guerreros nómadas a caballo –armados con arcos, flechas y espadas–, sufíes (místicos) musulmanes, compañeros de armas cristianos y príncipes aliados, Osmán luchó contra cristianos y turcos por igual en el noroeste de Anatolia y consiguió establecer un modesto cacicazgo que legó a su hijo Orján, quien lo amplió enormemente.

Los turcomanos –grupos turcos de origen centroasiático– buscaban tierras de pastoreo en los territorios fronterizos, lugares sin las trabas propias de los imperios, sultanatos o principados. Por tanto, aquellos pobladores asentaron sus jefaturas en las marcas situadas en la intersección del Imperio bizantino cristiano ortodoxo, al oeste, con los Imperios turco y mongol al este. El Gran Imperio selyúcida turco-musulmán (1037-1118) derrotó a los bizantinos en Manzikert, cerca del lago de Van, en 1071 y, de esta forma, abrieron el extremo oriental de la meseta central de Anatolia a la libre migración turcomana. Y otra derrota del Ejército bizantino y su emperador a manos del sucesor del Gran Imperio selyúcida en Anatolia, el sultanato selyúcida de Rum (1077-1307), esta vez en una emboscada (1176) que tuvo lugar en el paso de montaña de Miriocéfalo, liberó el extremo occidental. Debilitados por la fase final de la cuarta cruzada (1204), los bizantinos poco pudieron hacer para detenerlos. En el transcurso de ese conflicto religioso, los cristianos latinos habían arrebatado Constantinopla a sus rivales griegos ortodoxos y lograron conservarla más de cincuenta años, lo que dio lugar a la escisión del Imperio bizantino. Los mongoles, sin embargo, poco interesados en Anatolia occidental, no les prestaron demasiada atención. La derrota del sultanato selyúcida de Rum a manos de los mongoles en la batalla de Köse Dağ (1243), al nordeste de Anatolia, convirtió a los selyúcidas y al reino armenio de Cilicia en vasallos tributarios y empujó hacia el oeste a oleadas si cabe más numerosas de pastores turcomanos con sus animales.

El Imperio mongol, ecléctico y tolerante desde el punto de vista religioso y el dominio contiguo terrestre más extenso de la historia, abarcaba por entonces la mayor parte de Eurasia, salvo el extremo occidental de la masa continental, es decir, Europa. Su mitad oriental era el Imperio de los Grandes Kanes (la dinastía Yuan china, 1206-1368), mientras que la occidental estaba dividida en tres reinos cuyos dirigentes se habían convertido del chamanismo o el budismo al islam. El Kanato de Kipchak (la Horda de Oro, 1224-1391), al norte de los mares Caspio y Negro, incluía las actuales Kiev y Moscú; el Kanato de Chagatai (1227-1358), en el centro, en Transoxiana, incluía Samarcanda, en lo que hoy es Uzbekistán; y, por último, el Ilkanato persa (1255-1353), en el sur, tenía jurisdicción sobre ciudades como Bujará, Bagdad y Tabriz e igualmente controlaba territorios de lo que hoy son Afganistán, Irán, Irak, Turkmenistán y la mayor parte de Anatolia.

La primera generación de ilkánidas, responsables en 1258 del saqueo de Bagdad y del fin del califato abasí de Harún al-Rashid en Irak e Irán, era, en un principio, seguidora acérrima del budismo tibetano, favorecía las artes chinas y empleaba a embajadores cristianos y ministros judíos.1 Pero en 1295, durante el mandato del anteriormente budista Gazán Kan, se convirtieron al islam. Los ilkánidas destruyeron los templos budistas existentes en la capital, Tabriz, y pasaron a convertirse, de esta manera, en los principales mecenas del arte, la arquitectura y la literatura islámicos.2 Y aunque siguieron alzando torres de cabezas cortadas a modo de gran espectáculo para deshonra de sus enemigos muertos y pavor de los que quedaran vivos, también edificaron algunas de las mezquitas más monumentales y bellas que el mundo haya contemplado, alicatadas con azulejos de un azul brillante.3

Un Estado vasallo del Ilkanato persa, el sultanato selyúcida de Rum –su capital era Iconio (la actual Konia), en el sudoeste de Anatolia– dominaba parte de Anatolia oriental. Al norte, a orillas del mar Negro, se extendía el reino griego de Trebisonda; al sur, el reino armenio de Cilicia, este bañado por aguas del Mediterráneo; más diferentes principados árabes y kurdos que salpicaban la península. En el extremo occidental se alzaba el Imperio bizantino –cuya capital era Constantinopla, sede de la Iglesia ortodoxa–, que aún gobernaba parte de Anatolia occidental.

En el siglo XIII, la mayoría de la población de la península era cristiana, principalmente la de origen armenio o griego, además de una nutrida minoría de turcomanos musulmanes que había traído el islam a Anatolia desde el este. Sin embargo, no todos los emigrantes turcos eran musulmanes. Los había budistas, maniqueos (creían en una lucha cósmica entre la oscuridad y la luz) o cristianos nestorianos (negaban que las naturalezas humana y divina de Cristo estuvieran unidas en una sola persona). Algunos incluso seguían la costumbre centroasiática de exponer los cadáveres al aire libre hasta que estuvieran puros y pudieran ser enterrados.4 También se contaba una minoría de judíos residentes en los centros urbanos. La mayoría de los musulmanes, la otra minoría demográfica, eran nuevos en su fe. Los pueblos túrquicos de la estepa centroasiática habían sido en origen chamanes, seguidores de figuras religiosas extáticas que se comunicaban con los espíritus por medio de estados de trance. Sin embargo, a medida que emigraron hacia el oeste se habían ido convirtiendo en budistas, judíos, maniqueos, cristianos nestorianos, taoístas y zoroástricos. Las prédicas y los supuestos milagros de los místicos musulmanes conocidos como sufíes –que se desplazaban a lo largo de la Ruta de la Seda– movieron a otros a convertirse al islamismo.

Por aquella época, la península de Anatolia constituía un mosaico inestable controlado por fuerzas mongolas, reinos armenios, príncipes y gobernadores griegos bizantinos y otros principados turcomanos, árabes y kurdos, todos ellos inmersos en frecuentes conflictos bélicos. En el extremo sudoccidental de Asia y coincidiendo con el punto más occidental de la Ruta de la Seda, en la zona fronteriza entre el Bizancio cristiano (al oeste) y el sultanato selyúcida islámico de Rum (al este), surgieron y desaparecieron más de una docena de principados musulmanes turcos entre los siglos XI y XVI, la mayoría de los cuales ha caído en el olvido. El único que recordamos es el más longevo, el osmanlí, llamado así por Osmán. El drama y tragedia de la dinastía se inicia cuando se levanta el telón y descubrimos a este guerrero nómada.

OSMÁN, EL PRIMER JEFE

Según la historia que los otomanos contaron siglos después a propósito de sus orígenes, el abuelo de Osmán había sido Solimán Shah. Después de que este pereciera ahogado junto con su caballo en el caudaloso río Éufrates, al norte de Siria, sus hijos, y entre ellos uno llamado Ertuğrul, viajaron hacia el nordeste siguiendo el mismo cauce fluvial para establecerse en el nordeste de Anatolia, en concreto en las zonas de Erzincan, Erzurum y Sürmeli Çukur (actual Iğdır, en Turquía). Ertuğrul tuvo tres hijos, uno de los cuales fue Osmán. Con sus cientos de tiendas nómadas a cuestas, Ertuğrul y sus seguidores exploraron sin descanso en busca de las regiones más adecuadas para su clan y sus recios ganados. Deseoso de adentrarse en territorios bajo la soberanía del sultanato selyúcida de Rum –a su vez, vasallo del kan mongol del Ilkanato– Ertuğrul solicitó del sultán Alâeddin pastos permanentes sobre los que construir una patria.5 No sabemos a ciencia cierta si se trataba del sultán Alâeddin I, II o III y tampoco si el hecho tuvo lugar a mediados o a finales del siglo XIII. Lo más probable es que, en realidad, Ertuğrul y sus hijos formaran parte del éxodo masivo de poblaciones que se desplazaban al tiempo de, o precediendo, la irrupción mongola en el este y que, por tanto, no tuvieran relación con los selyúcidas.6

Los otomanos afirmaron más tarde que Ertugrul y sus hijos habían sido enviados por los selyúcidas hacia el oeste y que, pasando por Ankara, terminaron por establecerse en Söğüt, en la zona noroeste de Anatolia.7 Söğüt está a 50 kilómetros al noroeste de la antigua ciudad de Doríleon (la actual Eskişehir), en medio de un valle rodeado de colinas onduladas. Siglos más tarde, los cronistas otomanos rememoraban el hecho de que Söğüt se hallaba situada entre las dos primeras conquistas de Osmán, los que ellos denominaron castillos cristianos de Bilecik (30 kilómetros al norte) y Karacahisar (a las afueras de Eskişehir). Aunque lo cierto es que Karacahisar en realidad estaba controlada por su beylicato turcomano rival, el de Germiyán.8

Cuando falleció Ertuğrul y se erigió su tumba en Söğüt, Osmán le sucedió como líder de esa ciudad fronteriza, aunque no sabemos en calidad de qué, ostentando qué título o gobernando en nombre de quién. Sí nos ha llegado que los selyúcidas combatieron contra los mongoles y, dado que los contingentes mongoles estaban formados, mayoritariamente, por nómadas turcos a caballo, la implicación era que hubo turcos luchando contra otros turcos. Mucho tiempo más tarde, ya sin la presencia de los mongoles en Anatolia, pero, en cambio, rodeados de no pocos enemigos turcos sunitas, los cronistas otomanos buscaron una forma de distinguir a sus antepasados. El resultado fue la invención de una rara historia de castración del enemigo que convertía a los otomanos en herederos legítimos de los selyúcidas y así los distanciaba de los mongoles y de Gazán Kan, a quien Osmán debía realmente su lealtad.9 También contaron que existía un campo de batalla conocido como «la llanura de los testículos» porque los selyúcidas victoriosos cortaban los genitales a los soldados de las tropas mongolas derrotadas, cosían las pieles, las cubrían con fieltro y hacían con ellas toldos para las tiendas.10

EL NOMADISMO

El uso de tiendas de campaña nos recuerda que los otomanos surgieron a partir de pueblos nómadas. Y que, además, el Imperio otomano arraigó por vez primera en la región de Anatolia más parecida a las estepas de Asia Central: la gran meseta, que se eleva hasta los 1000 metros con el gran lago salado Tuz en el centro, constituye una pradera esteparia semiárida caracterizada por veranos cálidos y secos e inviernos muy fríos. Recibe escasas precipitaciones, tiene muy pocos bosques, proporciona poca agua o madera y resulta, en gran medida, inadecuada para el cultivo de la tierra. Rodeada por cadenas montañosas y flanqueada en tres de los lados por zonas costeras con sus antiguas ciudades bizantinas y armenias, puertos y tierras de labor, la meseta central ofrecía condiciones ideales para el nómada. En consonancia con su origen turco-mongol, así es como las crónicas otomanas describen a Osmán: cada año viajaba con sus rebaños de caballos, bueyes, cabras y ovejas y se movía entre los pastos de verano y los de invierno, en las colinas los primeros y los segundos en los valles.11

Hombres nómadas como Osmán dependían de mujeres fuertes e independientes que desempeñaran funciones de liderazgo o que llevaran a cabo buena parte del trabajo que sostenía aquel estilo de vida. A los árabes que viajaban por las estepas de Asia Central hasta el Kanato de Kipchak les sorprendió el respeto que los pueblos túrquicos mostraban por las mujeres, su libertad y su casi igualdad con respecto a los hombres. Estas no se cubrían con velos como las árabes y las mongolas desempeñaban una participación activa y visible en la política.12 Todos los viernes, después de la plegaria del mediodía, el kan –que había declarado el islam su religión al llegar al poder en 1313– celebraba una audiencia pública en una tienda acompañado de sus cuatro begum (las esposas reales, una de las cuales era una princesa bizantina), que se sentaban a ambos lados. A la vista del público reunido, y sin utilizar ningún tipo de pantalla o velo, cuando la begum mayor accedía a la tienda, el kan caminaba hacia la entrada para recibirla, la saludaba, la cogía de la mano y se sentaba solo después de que ella hubiera tomado asiento en el diván.13 Aunque no tenemos demasiada información de las mujeres corrientes del beylicato de Osmán –no sabemos, por ejemplo, si participaban en las incursiones–, sí nos ha llegado que ordeñaban a los animales para hacer queso, mantequilla y nata y que tejían con su pelo las elaboradas pero duraderas tiendas redondas de fieltro en las que vivían y las alfombras sobre las cuales se sentaban.

La presencia de caballos atestigua que Osmán y sus partidarios luchaban a la manera de los nómadas. En los campamentos itinerantes había herreros que fabricaban sus espadas, dagas y cabezas de hacha, así como sus calderos para cocinar guisos, que colgaban con cadenas sobre el fuego. La primera batalla de Osmán registrada en fuentes contemporáneas de la zona tuvo lugar en 1301 o 1302 contra los bizantinos en Bafea, en la orilla sur del mar de Mármara y no lejos de Nicea (İznik), a más de 80 kilómetros al norte de Söğüt. Herederos de las tácticas militares mongolas, un contingente de arqueros montados y ligeramente armados a las órdenes de Osmán se dedicó a la guerra de guerrillas. Aprovechando su movilidad, velocidad y capacidad para recorrer largas distancias, ejecutaron estrategias basadas en las emboscadas y ataques por sorpresa, con asaltos de caminos, aldeas y campos y razias nocturnas a las fuerzas bizantinas con posteriores retiradas a los bosques y montañas cuando eran perseguidos.14 En consecuencia, no se hicieron con una gran cantidad de territorio.

DERVICHES DESCARRIADOS: LAS AMISTADES REBELDES DE DIOS

Desde el principio, la dinastía otomana confió en los musulmanes para que le dieran su bendición espiritual, al tiempo que utilizaba el islam para cultivar la lealtad a los gobernantes y a la dinastía, reforzar los lazos entre sus seguidores y partidarios y motivarlos y movilizarlos contra sus enemigos. Sin embargo, en todo momento, los musulmanes radicales y sus ideas constituyeron también una fuerza rebelde potencialmente desestabilizadora que amenazaba con acabar con la estirpe.

Osmán tenía en su entorno numerosos musulmanes sufíes («místicos»). Los sufíes no eran una secta islámica independiente, sino espiritualistas sunitas o chiitas, y el islam de la península de Anatolia, tan marcado por la relación maestro-discípulo y por algunas ceremonias de iniciación como la entronización por la espada, adquiría, a menudo, tintes sufíes. Las creencias de esta corriente religiosa se plasmaban en rituales únicos, como girar al son de la música o repetir los noventa y nueve nombres de Dios y los sufíes conservaban una genealogía de maestros que se remontaba hasta el fundador de la orden, Alí, primo de Mahoma y esposo de Fátima, la hija de Mahoma, con quien, al parecer, el profeta había compartido enseñanzas esotéricas. Los sufíes erigieron tumbas para sus santos fundadores, que se tornaron después lugares de peregrinación, y junto a ellas edificaron hospederías. En esos lugares los sufíes vivieron, rezaron y ofrecieron hospitalidad a la gente y el pueblo veía expandir su corazón mediante el culto extático, llenar su estómago en los comedores sufíes e inclinar su mente hacia las relaciones con otros espiritualistas de ideas afines. Fueron muchos quienes creyeron en los sermones y creencias eclécticas de los místicos y acogieron como suyas las historias acerca de su pureza moral, las pruebas sufridas, las maravillas realizadas y los milagros atribuidos.15

Antes de seguir adelante tenemos que remontarnos a los antecedentes religiosos de los sufíes, porque el sufismo resultó determinante para la difusión, manifestación e interpretación del islam desde sus primeros siglos e igualmente esencial para la comprensión y la práctica otomanas de la religión. Un par de generaciones antes de Osmán, a principios del siglo XIII, un musulmán andalusí llamado Ben Arabí había compilado la síntesis más completa del pensamiento sufí y enumeraba los caminos personales hacia Dios.16 Tras emigrar a Oriente Medio, Ben Arabí viajó por Arabia, Siria y Anatolia y fue desarrollando sus ideas. Compuso una guía práctica para alcanzar la iluminación espiritual, definió las etapas del proceso y los términos instituidos en las órdenes sufíes y proporcionó un programa cuyo destino era la conversión en sufí.

Ben Arabí introdujo cuatro conceptos revolucionarios en torno a la relación de las personas con Dios que tuvieron una profunda repercusión en el devenir otomano político y religioso. El concepto de los «polos del universo» postula cuatro figuras verdaderas y depositarias de Dios. Son el centro del universo, el espejo de Dios y el pivote del mundo, que gobiernan por medio de sus siete diputados secretos y los jefes de las comunidades sufíes, representantes visibles de Dios.17 La teoría de la «unidad del ser» o la unicidad de la existencia sostiene que no existe nada más que Dios. Por tanto, todo cuanto existe es una manifestación de los atributos de Dios, los noventa y nueve nombres de Dios. El «ser humano perfecto» es el santo sufí perfecto que conoce por completo a Dios, cuya autoridad espiritual es total, pero cuya identidad es secreta. Estos conceptos apasionantes acerca de la jerarquía de los hombres que gobiernan el universo ofrecerían a los sufíes carismáticos la oportunidad de hacer reivindicaciones político-religiosas –incluida la de su propio mesianismo, obviando la necesidad de obedecer al sultán– y fomentar la revolución. A lo largo de los siglos, diferentes jeques sufíes de los territorios otomanos convencieron a sus seguidores para que se rebelaran contra las autoridades políticas con el argumento de que Dios los había hablado para encomendarles, como polos del universo, que instauraran la justicia en el mundo derrocando a la opresiva e ilegítima dinastía otomana.18

Frente a la concepción de Ben Arabí, potencialmente subversiva, otro líder sufí contemporáneo, Mevlana («nuestro maestro») Rumi y sus seguidores perseguían el amor a Dios siguiendo el ejemplo de Mahoma dentro del islam sunita y la ley islámica. Afincados en la Iconio selyúcida –la ciudad del centro-sur de Anatolia–, Rumi y sus seguidores se centraban en el significado y la intención internos de los actos y rituales religiosos, más que en los actos en sí, y valoraban en mayor grado la experiencia espiritual que el mero conocimiento de los libros. La Orden sufí Mevleví establecida por la mayoría conformista de sus seguidores era, por tanto, políticamente quietista. Contaba con los sultanes selyúcidas entre sus mecenas y miembros, que les daban el apoyo y protección regios a cambio de la bendición espiritual.19

La obra maestra de Rumi, las Coplas espirituales, insufló al islam expresiones extáticas de amor y abrió el camino para la mirada ritualizada de los hombres hacia los chicos jóvenes como expresión de belleza absoluta y devoción masculina. Para algunos varones, ese éxtasis formaba parte de una cultura del amor entre hombres y niños y el propio Rumi se describió a sí mismo como fecundado por el espíritu de su alma gemela mayor, Shams al-Tabrizi.20 Al predicar a cristianos, judíos y turcomanos recién islamizados, Rumi sostenía que ni el lenguaje ni las palabras eran importantes: lo relevante era «la intención y el éxtasis», ya que «la gente del amor vive más allá de las fronteras religiosas».21

Algunos de los musulmanes más importantes del círculo de Osmán eran otro tipo de sufíes, denominados derviches descarriados por su flagrante transgresión de las normas sociales. Contrariamente a la ideología de Rumi, que esperaba de sus seguidores una obediencia a los gobernantes y a la ley, los fieles de Haji Bektash eran transgresores desde el punto de vista religioso y sospechosos desde el punto de vista político.22 En la creencia de haber superado el ego y haber muerto, los derviches que rodeaban a Haji Bektash vivían en la pobreza más absoluta, privados de comida, cobijo o ropa adecuados. Como reflejo de la concepción propuesta por Ben Arabí –esto es, que Dios estaba presente en todas las criaturas y que ellos mismos eran santos–, se negaban a cumplir con las normas sociales y legales.

Haji Bektash fue contemporáneo de Rumi. Lo mismo que Ben Arabí, es anterior a Osmán y, al igual que Rumi, emigró hasta Anatolia desde el nordeste de Irán. Especialmente popular entre los turcomanos de la Anatolia central, Haji Bektash y sus seguidores fueron rivales de los mevlevíes y Rumi, a su vez, condenó a los bektashíes por desviarse de la senda de Mahoma y la ley islámica.23 Haji Bektash remontaba su linaje espiritual hasta Babá İlyas-i Horasânî. Horasânî, un turcomano autoproclamado mensajero de Dios que, originario de Jorasán (en el actual Irán), unió a pobres y nómadas, turcomanos y kurdos, junto con derviches descarriados en un movimiento utópico y revolucionario opuesto a las clases altas selyúcidas y a la orden mevleví.24 Tras la muerte de Horasânî, otros derviches continuaron su movimiento, siempre una amenaza potencial para los poderes establecidos.25

Haji Bektash afirmaba haber recibido las enseñanzas del Corán directamente de Mahoma, que le enseñó el significado literal, así como de Alí, quien le reveló su significado secreto.26 En el santuario de Haji Bektash, en la ciudad de Anatolia central situada a 500 kilómetros al este de Söğüt, un cartel lo proclama «santo» o «amigo de Dios», que es también la reencarnación de Alí.