Otra vuelta de tuerca - Henry James - E-Book

Otra vuelta de tuerca E-Book

Henry James

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Beschreibung

"Otra vuelta de tuerca" es el relato más famoso de Henry James, en cual podemos ver y oír claramente apariciones fantasmales, como resultado de una estrategia teatral que penetra en el lector. Con esto, James marcó una importante evolución y dio una lección maestra en la técnica de la narrativa moderna.

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Otra vuelta de tuerca

Otra vuelta de tuerca (1898)Henry James

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Septiembre 2022

Imagen de portada: Pexels by Mariana MontraziProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

I

Recuerdo el principio de todo ello como una sucesión de altibajos, un ir y venir de la ilusión al miedo.

Pero, en cualquier caso, cuando me levanté por la mañana para cumplir su encargo, pasé un par de días muy malos en la ciudad. Volvía a tener dudas; en realidad, estaba convencida de haber cometido una equivocación.

En ese estado de ánimo hice el viaje en la diligencia, zarandeada durante largas horas hasta llegar al sitio en que debía ir a buscarme un vehículo de la casa. Me dijeron que ya estaba encargado y, a media tarde, vi que estaba esperándome un coche de alquiler muy espacioso.

Viajar a esa hora, en un hermoso día de junio, y a través de un país que con la dulzura del verano parecía darme la bienvenida, volvió a levantarme el ánimo, y era probable que el alivio que sentí cuando dimos la vuelta para entrar en la alameda sólo era una prueba de hasta qué punto lo había tenido hundido. Supongo que esperaba, o temía, encontrarme con algo tan triste, que cuanto vi fue para mí una gran sorpresa. Recuerdo como una impresión especialmente agradable la fachada de la casa, amplia y despejada, con las ventanas abiertas, las cortinas, y las dos doncellas asomadas; recuerdo la pradera, las flores, el crujido de la grava al pisarla con mis tacones y las copas de los árboles sobre las que volaban los grajos, describiendo círculos y graznando en el cielo dorado.

La escena tenía una grandeza que hacía que aquello no tuviera nada que ver con la modestia a que estaba acostumbrada y, en seguida, apareció en la puerta una persona muy amable, que llevaba a una niña de la mano, y que me hizo una reverencia, como si yo fuera la dueña de la casa o algún visitante distinguido. En Harley Street, me había hecho la idea de que no era un sitio tan bonito, y eso me hacía ahora pensar que su propietario era un caballero todavía más elegante de lo que creía y que iba a disfrutar de algo que podía ir más allá de lo que él me había prometido.

No volví a sentirme deprimida hasta el día siguiente, porque las horas se me pasaron volando después de conocer a la más joven de mis alumnos. Desde el primer momento, la niña que venía con la señora Grose me pareció una criatura tan encantadora que no podía ser más que una suerte tener que ocuparse de ella. Era la niña más hermosa que había visto en mi vida, y me extrañaba que su tío no me hubiera hablado más de ella.

Aquella noche dormí poco: estaba demasiado excitada; y el recuerdo que guardo, que me sorprendió también, es que no se apartó de mí, y reforzó la impresión que tenía de que se me trataba con mucha generosidad.

Aquella habitación grande e imponente, una de las mejores de la casa; la cama, que me parecía casi regia, las cortinas, cubiertas de dibujos; los grandes espejos en los que por primera vez podía verme de pies a cabeza; todo ello se me antojaba —lo mismo que el extraordinario encanto de la niña que tenía a mi cargo—, como otras tantas cosas que se me daban por añadidura. Y otra cosa que pude sentir desde el primer momento fue lo bien que me entendía con la señora Grose, punto que no había dejado de preocuparme cuando venía en el coche. Lo único que en esa primera impresión pudo haberme amilanado un poco era precisamente el hecho de que se alegrara tanto de verme. No había pasado media hora, cuando comprendí que la alegría de aquella mujer —robusta, sencilla, franca, limpia, sana— era tan desbordante que tenía que ponerse en guardia para que no se le notara demasiado. Ya entonces me intrigó un poco, porque no quería que se le notase y, si me hubiera parado a pensarlo o hubiera sospechado algo, habría tenido motivos para no encontrarme a gusto.

Pero era un consuelo que fuera imposible encontrar algo inquietante en la imagen beatífica y radiante de la niña, cuya belleza angelical, más que ninguna otra cosa, era probablemente la causa del desasosiego que me había hecho levantarme varias veces y andar de un lado a otro de mi habitación, para hacerme una idea más completa de todo; para ver cómo iba amaneciendo; para asomarme a la ventana y distinguir lo que pudiese del resto de la casa y para escuchar a ver si se repetían, cuando ya se estaba haciendo de día, y empezaban a piar los pájaros, uno o dos ruidos menos naturales que me había parecido oír, y no fuera sino dentro de la casa. Hubo un momento en que había creído escuchar el llanto débil y lejano de un niño, y otro en el que, medio en sueños, desperté sobresaltada al oír unos pasos delante de mi puerta. Pero esas impresiones no eran lo bastante claras como para no poder desecharlas, y es sólo bajo la luz, o más bien las tinieblas, de otras cosas que vinieron después, que vuelven ahora a mi memoria. Una vida dedicada a vigilar, enseñar, "formar" a la pequeña Flora, tenía que ser una vida útil y feliz. Ya habíamos quedado en que, después de esa primera noche, la niña dormiría siempre conmigo, y por eso ya habían trasladado su camita blanca a mi habitación. Era yo quien tenía que hacerse cargo de ella y, si habíamos acordado que esa noche durmiera por última vez con la señora Grose, era sólo por consideración a que yo todavía me sintiera un poco extraña, y en atención a su natural timidez. A pesar de esa timidez —que me extrañó que la niña admitiera con absoluta franqueza y valentía, realmente con la misma serenidad que un Niño Jesús de Rafael, y que permitió, sin dar muestra alguna de desagrado que la analizáramos, se la atribuyéramos y calificáramos nosotras—, estaba segura que muy pronto iba a gustarle. Era uno de los motivos por los que ya me gustaba a mí la señora Grose, la alegría que sentía al ver mi admiración y asombro, mientras cenaba en una mesa con cuatro grandes velas, y con mi alumna, sentada en una silla alta, con el babero puesto y mirándome encantada mientras tomaba el pan y la leche.

Claro que había algunas cosas que en presencia de Flora sólo podíamos decirnos por medio de miradas o de alusiones indirectas.

—Y el niño, ¿se parece a ella? ¿Es también un niño tan extraordinario?

No se debe adular a un niño.

—¡Huy, señorita! De lo más extraordinario. ¡Si le parece bien esta chiquilla…!

Y se quedó con un plato en la mano, contemplando a la niña, que nos miraba a las dos con unos ojos en los que no había nada que nos impidiese hablar.

—Sí; sí me parece bien…

—Se quedará entusiasmada con el señorito.

—Bueno, creo que a eso he venido, a entusiasmarme.

Pero lo que me da un poco de miedo... —recuerdo que sentí el impulso de añadir—, es que tiendo a entusiasmarme con mucha facilidad. Ya me entusiasmé por Londres.

Todavía puedo ver la cara de la señora Grose al oírme decir eso.

—¿En Harley Street?

—En Harley Street.

—Bueno, señorita: no es usted la primera, y tampoco va a ser la última.

—No pretendo ser la única —dije, riendo—. En cualquier caso, creo que mi otro alumno vuelve mañana, ¿no?

—Mañana, no, señorita: el viernes. Viene, lo mismo que usted, en la diligencia, bajo el cuidado del guarda, y saldrá a esperarle el mismo coche que la trajo a usted.

Al oír eso, dije que lo mejor y más agradable sería que fuéramos a buscarle y que estuviera esperándole con su hermana cuando llegara el coche de alquiler. La señora Grose acogió la idea con tanto entusiasmo que lo tomé como una prueba —nunca desmentida, gracias a Dios— de que íbamos a estar siempre de acuerdo. iCuánto se alegraba de que estuviera yo allí!

Supongo que lo que sentí al día siguiente no puede decirse que fuera una reacción que siguió a la alegría de mi llegada; fue sólo cierto agobio que experimenté al calcular, revisar, contemplar y comprender mejor las circunstancias en que me encontraba ahora. Puede decirse que tenían implicaciones para las que no estaba preparada y que, al verme ante ellas, me sentí un tanto asustada y también un poco orgullosa. Con esa agitación, las lecciones sufrieron cierto retraso; me parecía que mi primer deber era hacer todo lo que pudiera por ganarme a la niña. Pasé todo el día fuera con ella; con gran satisfacción por su parte, hice que fuera ella, y sólo ella, quien me lo enseñara todo. Y me lo enseñó paso a paso, cuarto por cuarto, secreto a secreto, con unos comentarios tan infantiles y tan divertidos que, al cabo de media hora, ya éramos grandes amigas. Me extrañó que, siendo una niña, durante todo el recorrido tuviera tanta seguridad y tan poco miedo de entrar en habitaciones vacías, cruzar corredores oscuros, subir escaleras retorcidas, que a mí me hacían detenerme, y guiarme hasta lo alto de una torre almenada, que me producía vértigo, mientras ella seguía hablando, dispuesta siempre a contarme muchas más cosas de las que preguntaba. No he vuelto a ver Bly desde el día en que me marché de allí, y me atrevería a decir que, a mis ojos, ya más viejos y acostumbrados a ver otras cosas, les parecería ahora bastante menos grandioso que entonces. Pero mientras mi pequeña guía, con su pelo de oro y su vestido azul, danzaba delante de mí y me llevaba de un sitio a otro, tenía la impresión de que aquello era un castillo de leyenda, habitado por un duendecillo travieso, un lugar que sólo podía haber salido de un cuento de hadas o de algún libro para niños. ¿No sería todo ello un cuento con el que me había quedado medio dormida y estaba soñando? No; era una casa grande, fea y vieja, pero cómoda, que encerraba partes de otro edificio más antiguo, restaurada y utilizada sólo a medias, en la que se me antojaba estábamos casi tan perdidos como un puñado de pasajeros en un barco a la deriva. ¡Lo raro era que fuese yo quien llevaba el timón!

II

Eso lo pensé, dos días más tarde, cuando iba en el coche con Flora, a esperar al señorito, como le decía la señora Grose; y, sobre todo, por algo que había pasado el día anterior, a última hora de la tarde y que me produjo un gran desconcierto. Ya he dicho que, en conjunto, el primer día había sido más bien tranquilizador, pero iba a complicarse mucho antes de que terminara. Esa noche, el correo —que llegó tarde— traía una carta para mí pero, aunque estaba escrita por mi amo, vi que eran sólo unas líneas para enviarme otra carta, dirigida a él, y que tenía el sello intacto.

"Veo que es del director del colegio, y el director del colegio es un aburrido insoportable. Haga el favor de leerla; entiéndase con él; pero no me diga nada. Ni una palabra. ¡Ya tuve suficiente!" Tuve que hacer un esfuerzo tan grande para romper el sello, que tardé mucho tiempo en hacerlo. Por fin me llevé la misiva a mi habitación y no tuve valor para leerla hasta un momento antes de meterme en la cama. Más me hubiera valido dejarlo para el día siguiente, porque pasé otra noche sin dormir. Por la mañana, sin saber a quién pedir consejo, me sentí muy desgraciada. Por fin, no pude resistir más y decidí hablar al menos con la señora Grose.

—¿Qué significa esto? El niño ha sido expulsado del colegio.

Me lanzó una mirada que no pudo menos que extrañarme; luego trató de remediarlo poniendo cara de no saber nada.

—Pero ¿que no a todos ellos los mandan…?

—Sí, los mandan a casa. Pero sólo para pasar las vacaciones. Miles no puede volver nunca más.

Al darse cuenta de que la observaba, se puso colorada.

—¿No van a admitirlo?

—Se niegan rotundamente a hacerlo.

Al oír eso, levantó los ojos que había apartado de mí; vi que los tenía llenos de lágrimas:

—¿Qué ha hecho?

Dudé un momento; luego me pareció que lo más sencillo era darle la carta, pero ella, en lugar de tomarla, puso las manos atrás y movió la cabeza:

—Esas cosas no son para mí, señorita.

¡Mi consejera no sabía leer! Comprendí que había cometido una equivocación y traté de enmendarla lo mejor posible. Abrí la carta para leérsela en voz alta, pero no me decidí a hacerlo; volví a doblarla y me la metí en el bolsillo.

—¿Es realmente malo?

Todavía tenía lágrimas en los ojos:

—¿Dicen eso los señores?

—No entran en detalles. Se limitan simplemente a expresar que sienten no poder recibirlo. Eso tiene un solo significado —la señora Grose escuchaba con muda emoción. Se abstuvo de preguntar qué era lo que podía significar, y yo, para darle un poco de sentido a todo ello, y sin más ayuda que la que pudiera proporcionarme su presencia, añadí: que es un peligro para los otros.

Al oírlo, con uno de esos cambios rápidos de la gente sencilla, se indignó:

—¿El amo Miles, un peligro él?

Había una buena fe tan grande en esa exclamación que, aunque yo no había visto todavía al niño, el mismo miedo que sentía me hizo aferrarme a la idea de que tenía que ser una cosa absurda. Para ponerme a la altura de mi amiga, añadí en seguida en tono de burla:

—¡Para sus pobres e inocentes compañeros!

—Es demasiado horrible decir cosas tan crueles como ésas —gritó la señora Grose—. iSi apenas tiene diez años!

—Si, sí, es verdad; sería increible.

Comprendí que agradecía mucho esa afirmación:

—Primero véale, señorita. Luego, créalo.

Sentí unos deseos tremendos de verle; fue el principio de una curiosidad que en las horas siguientes llegaría a hacerse casi dolorosa. Pude ver que la señora Grose se daba cuenta del efecto que había producido en mí, y que aprovechaba esa seguridad para decir:

—Lo mismo podría usted creerlo de la señorita. ¡Dios la bendiga, mírela! Me volví y vi a Flora, a la que diez minutos antes había dejado sentada en la clase, con una hoja de papel en blanco, un lápiz y una hoja con bonitos círculos, de pie en la puerta. A su manera, mostraba una extraordinaria falta de afición por los deberes complicados, pero me miraba con una expresión tan infantil que parecía ofrecerla por afecto hacia mi persona y que sólo por eso se había visto obligada a seguirme. No necesitaba más que eso para sentir toda la fuerza de las palabras de la señora Grose y, cogiendo a mi alumna en brazos, la cubrí de besos, con un sollozo en el que había algo de expiación. No obstante, durante el resto de la jornada intenté buscar nuevas ocasiones de acercarme a mi colega, especialmente ya hacia la noche, cuando me pareció que trataba de evitarme. Recuerdo que la cogí en la escalera; bajamos juntas y, al llegar abajo, la detuve, poniéndole una mano en el brazo:

—Lo que dijo usted al mediodía lo tomo como una declaración de que no ha visto nunca que fuera malo.

Echó la cabeza hacia atrás; en esos momentos estaba seria, y había adoptado ya una actitud:

—¡Bueno! Que no he visto nunca que fuera…, yo no pretendo decir eso.

Volví a sentirme desconcertada:

—Entonces, ¿ha visto usted alguna vez que...?

—¡Naturalmente, señorita, gracias a Dios!

Me pareció que tenía razón:

—¿Quiere decir que un niño que nunca es…?

—Para mí no es un niño.

Intenté ahondar en el asunto:

—¿Así es que le gusta que sean traviesos? —para adelantarme a su respuesta, dije en seguida—: ¡A mí también!

Pero no hasta el punto de contaminar...

—¿Contaminar? —esa palabra la había dejado sin saber qué decir. Se lo aclaré:

—Corromper.

Me miró fijamente, comprendiendo lo que significaba; pero su reacción fue soltar una extraña carcajada.

—¿Acaso tiene miedo de que vaya a corromperla a usted?

Hizo esa pregunta con tan buen humor que yo, para ponerme a tono, me eché a reír también, de una manera un poco tonta y, por el momento, no dije nada más por miedo de hacer el ridículo.

Pero al día siguiente, cuando se acercaba la hora de mi viaje, volví a encontrarla en otro sitio.

—¿Cómo era la señorita que estaba aquí antes?

—¿La institutriz anterior? Pues también era joven, y guapa...; casi tan joven y tan guapa como usted.

—¡Ah! Entonces espero que le ayudarán su juventud y su belleza! —recuerdo que exclamé—. Parece que le gusta que seamos jóvenes y guapas.

—Sí, le gustaba —asintió la señora Grose—. Así era como le gustaba que fuera todo el mundo —nada más haberlo dicho, trató de corregirse—: Quiero decir que ésa es su forma de ser..., la del señor.

Me extrañó.

—Pero ¿de quién hablaba usted antes? —quiso hacer como que no me comprendía, pero se puso colorada.

—Pues de él.

—¿Del señor?

—¿De quién iba a ser?

Estaba tan claro que no podía ser de ningún otro que dejé de pensar que se le hubiera escapado algo más de lo que quería decir, y sólo pregunté lo que me interesaba saber a mí:

—¿Vio ella alguna cosa en el niño?

—¿Que no estuviera bien? Nunca me dijo nada.

—¿Era una persona cuidadosa..., algo especial?

La señora Grose aparentó ser concienzuda:

—En algunas cosas, sí.

—Pero ¿no en todas?

Volvió a pensarlo antes de contestar.

—Mire, señorita, está muerta. No voy a andar ahora con cuentos.

—Comprendo perfectamente sus sentimientos —me apresuré a decir; pero en seguida pensé que tampoco había motivos para que no pudiese preguntar algo más—.

¿Murió aquí?

—No, se marchó.

No sé por qué esa respuesta tan corta me pareció ambigua.

—¿Se fue de aquí para morir?

La señora Grose no apartaba los ojos de la ventana, pero a mí me parecía que, hipotéticamente, tenía derecho a saber qué era lo que se esperaba que hiciesen las jóvenes a las que contrataban en Bly.

—¿Quiere decir que se puso enferma y se marchó a su casa?

—Que yo sepa, no se puso enferma en esta casa. A fines de año se fue, para ir, según dijo, a pasar unos días de vacaciones en su casa, cosa a la que desde luego tenía derecho por el tiempo que llevaba con nosotros. Entonces teníamos una joven, una niñera que había estado aquí, y que era una buena chica, muy lista, y ella se encargaría de los niños hasta que volviera. Pero nuestra señorita no volvió nunca y, en el momento en que yo estaba esperándola, supe por el señor que había muerto.

—Pero ¿de qué?

—Nunca me lo ha dicho. Y ahora, perdóneme, señorita, pero tengo que volver a mi trabajo.

III

El hecho de que me volviera la espalda, afortunadamente no fue, para mis justificadas preocupaciones, un desaire tan grave que impidiera el crecimiento de nuestra mutua estima. Cuando volvimos a encontrarnos, después de llevar a Miles a casa, nos sentimos más unidas que nunca, gracias al asombro y a la emoción que me embargaba: tenía que ser un monstruo para estar dispuesta a declarar que un niño como el que acababa de aparecer ante mis ojos podía estar en entredicho. Llegué un poco tarde a mi punto de destino y, al verle allí, buscándome, a la puerta de la posada donde le había dejado la diligencia, comprendí que desde el primer instante, tanto por dentro como por fuera, le había visto rodeado de la misma aureola de inocencia, la misma fragancia de pureza que irradiaba su hermana cuando la vi por primera vez.

Era increíblemente guapo, y la señora Grose tenía razón: nada más verle uno se olvidaba de todo lo demás.

Lo que me cautivó al instante fue algo que no he encontrado hasta ese punto en ningún otro niño: su aire de no saber nada del mundo que no fuese amor. Habría sido imposible enfrentar una mala reputación con mayor dulzura e inocencia y cuando llegué con él a Bly, lo único que podía sentir era desconcierto —cuando no indignación— ante lo que se decía en esa carta que guardaba encerrada bajo llave en un cajón de mi cuarto. En cuanto tuve ocasión de hablar a solas con la señora Grose, le dije que todo aquello era grotesco.

Me entendió en seguida.

—¿Se refiere a esa horrible acusación?

—Es una cosa que no se tiene en pie ni un momento.

Querida, ¡mírele usted!

Sonrió ante mi presunción de haber descubierto su encanto.

—Le aseguro, señorita, que no hago más que mirarle.

¿Qué va a decir entonces? —preguntó de inmediato.

—¿En respuesta a la carta? —Ya lo había decidido—

Nada.

—¿Y a su tío?

Fui tajante.

—Nada.

—¿Y al niño?

Ahí estuve asombrosa:

—Nada.

Se limpió la boca con el delantal:

—Pues entonces estaré a su lado. Lo arreglaremos.

—Lo arreglaremos —repetí, dándole la mano como para sellar el pacto.

Me retuvo así un momento, y luego, con la mano que tenía libre, volvió a limpiarse la boca.

—Le importaría, señorita, si me tomo la libertad.

—¿De darme un beso? ¡No! —Cogí en brazos a aquella buena mujer y, después de besarnos como hermanas, me sentí todavía más animosa e indignada.