Pack Bianca - Sarah Morgan - E-Book

Pack Bianca E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Consigue esta selección de 4 títulos con las mejores historias de Sarah Morgan. El príncipe y la camarera Cuando Holly, una inocente camarera, cae en los brazos de Casper, el príncipe responde a su fama de mujeriego acostándose con ella… y echándola luego de su lado. Holly está embarazada. Casper está furioso. Aunque no es más que una buscavidas, el protocolo real exige que la convierta en su esposa. La inocente Holly ha conseguido la boda de sus sueños; sólo Casper sabe que la primera obligación de su esposa de conveniencia tendrá lugar durante la noche de bodas… Seducción en el Caribe El despiadado abogado siciliano Alessio Capelli siempre consigue lo que quiere. Lindsay Lockheart ya lo ha rechazado una vez, y ahora que ha vuelto a su vida, está decidido a no dejarla escapar. La usará y luego la abandonará, tal y como hace con todas las mujeres. Además, las circunstancias se han convertido en su mejor aliado: Lindsay se ha visto obligada a trabajar para él sustituyendo a su hermana desaparecida. Ella puede presentarle batalla por el día, pero por la noche él tomará el control. Pronto, tendrá a una virgen en su cama, y hará lo que haga falta para no dejarla ir, hasta que se canse de ella… Enamorada de su marido Nadie habría pensado que aquella boda tendría lugar; estaban a punto de unirse dos de las familias más antiguas de Grecia. Llevaban siglos enemistadas, pero parecía que el conflicto había llegado a su fin. Sebastien Fiorukis iba a casarse con Alesia Philipos. Sin embargo, aquel matrimonio no era lo que parecía… Alesia no deseaba casarse, sino que había sido comprada por su esposo. ¿Qué exigía? Un heredero que uniera ambas familias para siempre… Pero lo que Sebastien no sabía era que su esposa jamás daría a luz un niño engendrado sin amor.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 50 - julio 2014

I.S.B.N.: 978-84-687-4723-1

Editor responsable: Luis Pugni

Índice

Créditos

Índice

Enamorada de su marido

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Hijo de la pasión

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

El príncipe y la camarera

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Seducción en el Caribe

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.

ENAMORADA DE SU MARIDO, Nº 1664 - 19.4.06

Título original: Sale or Return Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-8105-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

CON SEBASTIEN Fiorukis? –Alesia miró a su abuelo con sorpresa, un abuelo que había sido un extraño para ella, excepto en su reputación–. A cambio del dinero que necesito, ¿esperas que me case con Sebastien Fiorukis?

–Exactamente –sonrió el abuelo de Alesia.

Alesia intentó controlar sus emociones mientras trataba de recuperar la voz para enfrentarse a su abuelo.

Fiorukis, el magnate griego que había tomado las riendas del moderadamente exitoso negocio de su padre y lo había transformado en una corporación que competía con la de su abuelo, el hombre que cambiaba de mujer más rápido que de coche.

–¡No puedes estar hablando en serio! –levantó la mirada y apretó los dientes. La sola idea la enfermaba–. La familia Fiorukis fue la responsable de la muerte de mi padre...

Ella los despreciaba tanto como a su abuelo. Y a todo lo griego.

–Y por esa razón, se cortó mi descendencia –dijo su abuelo con dureza–. Quiero que la familia Fiorukis tenga el mismo destino. Si él se casa contigo, no tendrá descendencia.

Alesia dejó de respirar del shock. Su abuelo lo sabía. De algún modo lo sabía.

Alesia se puso pálida y se le cayó la carpeta que tenía en la mano, y se desparramaron papeles por todo el suelo de mármol. Ella ni se dio cuenta.

–¿Sabes que no puedo tener hijos?

¿Cómo era posible que lo supiera si ella lo había mantenido en secreto?, se preguntó.

Alesia lo miró con la respiración agitada. Se sentía vulnerable. Desnuda ante un hombre que, a pesar de tener su misma sangre, había sido un extraño desde su infancia. Un hombre que la miraba con satisfacción. Dimitrios Philipos, su abuelo.

–Yo me ocupo de saber todo de todo del mundo. La información es la llave del éxito en la vida.

Alesia tragó saliva. Su abuelo era cruel.

Hacía mucho tiempo que había aceptado la idea de que no se casaría. Su futuro le depararía cualquier cosa menos el matrimonio. ¿Cómo iba a casarse una mujer en su posición?

–Si realmente sabes todo sobre mí, entonces también sabrás la razón por la que estoy aquí. Debes saber que mi madre está cada vez más enferma... Que necesita una operación.

–Digamos... que sabía que vendrías.

Alesia se sintió furiosa interiormente. Lo odiaba.

Miró a su abuelo, a quien acababa de conocer y se estremeció de repulsión. Tenía dolor de cabeza, y ahora le dolía el estómago, algo que le recordaba que había estado demasiado nerviosa como para comer en los pasados días.

Se jugaba mucho en todo aquello. El futuro de su madre estaba en sus manos, en su habilidad para negociar algún tipo de acuerdo con un hombre que era un monstruo.

Alesia miró alrededor con desagrado. Aquel despliegue de riqueza la mareaba.

Aquel hombre no tenía vergüenza. ¿Sabía que ella tenía que tener tres trabajos para poder dar a su madre los cuidados que necesitaba? Cuidados de los que él tendría que haberse hecho cargo durante los pasados quince años.

Alesia intentó calmarse. Un pronto no la llevaría a ningún sitio. Pero le daban ganas de marcharse y dejar solo a aquel tirano. Pero no podía hacerlo. Tenía que permanecer allí, concentrada en la tarea que tenía en sus manos.

Nada la distraería del motivo por el que estaba allí. Aquel hombre había ignorado las necesidades de su madre durante quince años; había negado su existencia, pero Alesia no permitiría que la ignorase también a ella. Era hora de que se enterase de lo que era la familia.

–Borra esa expresión de tu cara. Tú has acudido a mí, ¿no lo recuerdas? Eres tú quien quiere el dinero –dijo Dimitrios con dureza.

Alesia se puso rígida.

–Por mi madre.

Dimitrios pronunció un gruñido de desprecio y respondió.

–Podría habérmelo pedido ella misma si tuviera agallas.

Alesia sintió rabia.

–Mi madre está muy mal...

Dimitrios la miró fijamente y sonrió con desprecio.

–Y ésa es la única razón por la que estás aquí, ¿verdad? Nada más te induciría a traspasar el umbral de mi casa. Me odias. Ella te ha enseñado a odiarme –se inclinó hacia delante–. Estás furiosa, pero intentas ocultarlo porque no quieres arriesgarte a ponerte en mi contra por si te niego mi ayuda.

Incapaz de creer que pudiera ser tan despiadado, Alesia dijo:

–Ella era la esposa de tu hijo...

–No me lo recuerdes –respondió Dimitrios, serio, sin remordimientos ni lamentos–. Es una pena que no seas un chico. Me da la impresión de que has heredado el espíritu de tu padre. Incluso te pareces un poco a él físicamente, al margen de ese pelo rubio y esos ojos azules. Tendrías que haber tenido cabello oscuro y ojos marrones, y si mi hijo no hubiera sido seducido por esa mujer, tú tendrías el estatus que te mereces, y no habrías vivido los últimos quince años de tu vida en el exilio. Todo esto podría haber sido tuyo.

Alesia miró «todo esto». El contraste entre sus circunstancias y las de su abuelo era impresionante. La prueba de su riqueza estaba en todas partes, desde las ostentosas estatuas que vigilaban casi todas las entradas de su mansión a la enorme fuente que presidía el patio.

Alesia pensó en su hogar, un piso pequeño en una planta baja en una zona marginal de Londres, que había adaptado a la minusvalía de su madre.

Pensó en la lucha de su madre por la supervivencia, una lucha que aquel hombre podría haber suavizado.

Apretó los dientes e intentó controlarse nuevamente.

–Estoy contenta con mi estatus. Y me encanta Inglaterra.

–¡No me contestes! –la miró, furioso–. Si me contestas, él jamás se casará contigo. Aunque no tengas aspecto de griega, quiero que tu comportamiento sea totalmente el de una griega. Serás obediente y dócil, y no darás tu opinión sobre ningún tema, a no ser que se te pregunte. ¿Me oyes?

Alesia lo miró, incrédula.

–¿Hablas en serio? ¿De verdad crees que voy a casarme con Fiorukis?

–Si quieres el dinero, sí –Dimitrios sonrió desagradablemente–. Te casarás con Sebastien Fiorukis y te asegurarás de que él no se entere de tu infertilidad. Yo me encargaré de que los términos del acuerdo lo aten a ti hasta que tengáis hijos. Como tú jamás tendrás un heredero, él se verá sujeto a un matrimonio sin hijos para siempre –se echó hacia atrás y se rió–. El justo castigo. Siempre se dice que la venganza es un plato que se sirve frío. He esperado quince años este momento. Pero ha valido la pena. Es perfecto. Tú eres la herramienta de mi venganza.

Alesia lo miró, horrorizada. No le extrañaba que su madre le hubiera advertido que su abuelo era el mismo demonio.

–No puedes pedirme que haga esto.

No podía casarse con Sebastien Fiorukis. Tenía todas las características que ella despreciaba en un hombre. No podía pedirle que compartiese la vida con él.

–Si quieres el dinero, tendrás que hacerlo.

–Está mal...

–Se trata de justicia. Lo justo hubiera sido castigar a la familia Fiorukis hace mucho tiempo. Los griegos siempre vengan a sus muertos y tú, aunque sólo seas medio griega, deberías saberlo.

Alesia lo miró, impotente. No podía decir nada que pudiera indisponer a su abuelo contra ella. Haría cualquier cosa por conseguir el dinero para su madre. Y tener a aquel hombre de enemigo no le convenía. Luego se rió de su propia ingenuidad: ya eran enemigos. Lo habían sido desde que su madre había sonreído a su padre y había conquistado su corazón, estropeando los planes de Dimitrios de boda con una buena chica griega.

–Fiorukis jamás aceptará casarse conmigo –dijo ella serenamente.

Y ella no tendría que pasar el resto de su vida con un hombre que le habían enseñado a odiar. Sebastien Fiorukis era un mujeriego, se consoló. No le interesaba el matrimonio.

Además, ¿cómo se iba a casar con ella, si sus familias estaban enfrentadas?

–Ante todo, Sebastien Fiorukis es un hombre de negocios. Y el incentivo para que se case con mi nieta será demasiado tentador como para que lo rechace.

–¿Qué incentivo?

Su abuelo sonrió con desprecio.

–Digamos, simplemente, que yo tengo algo que él quiere, lo que es la base de cualquier negociación. Y también es un hombre que no puede dejar pasar una mujer atractiva sin intentar seducirla. Por alguna razón, tiene preferencia por las rubias, así que estás de suerte, o lo estarás cuando te quitemos esos vaqueros y te pongamos ropa decente. Y si quieres ese dinero, no harás nada para ahuyentarlo. Y ahora, recoge esos papeles que has tirado al suelo.

«¿De suerte?», pensó Alesia. ¿Su abuelo realmente pensaba que atraer a ese arrogante y despiadado griego era una suerte?

Con mano temblorosa, Alesia recogió automáticamente los papeles que se le habían caído. ¿Qué alternativa tenía? No tenía otra forma de conseguir el dinero que necesitaba, se dijo. Y se consoló diciendo que no sería un matrimonio en el verdadero sentido de la palabra. Probablemente, apenas hablasen.

–Si lo hago, si digo «sí», ¿me darás el dinero?

–No... Pero, Fiorukis te lo dará. Te dará una suma de dinero todos los meses. En qué te lo gastes, será decisión tuya.

Alesia se quedó con la boca abierta. Su abuelo había planeado un acuerdo en el que ni siquiera tenía que poner su dinero.

Sebastien Fiorukis no sólo iba a tener que casarse con la nieta de su peor enemigo, sino que tendría que pagar por ese privilegio.

¿Por qué aceptaría una idea tan disparatada?

¿Cuál era exactamente el incentivo al que se había referido su abuelo?

Pero una cosa estaba clara: si quería el dinero, tendría que hacer algo que se había prometido no hacer jamás: tendría que casarse. Y no sólo eso. Sino que se casaría con el responsable de la muerte de su padre. Un hombre al que odiaba.

–¿Por qué acude a nosotros Dimitrios Philipos? –preguntó Sebastien Fiorukis, caminando a lo largo de la terraza de su lujosa mansión ateniense. Luego se detuvo para estudiar la expresión de su padre; pero no notó nada. El hombre había aprendido desde muy joven a ocultar sus emociones–. La enemistad entre nuestras familias se remonta a tres generaciones.

–Al parecer, ésa es la razón de su acercamiento –dijo Leandros Fiorukis–. Cree que es hora de arreglar las cosas. Públicamente.

–¿Y cómo es que Dimitrios Philipos quiere arreglar las cosas? Es un hombre malicioso y despiadado.

El solo hecho de que su padre estuviera dispuesto a encontrarse con aquel hombre lo sorprendía. Pero su padre se estaba haciendo viejo, pensó Sebastien con pena, y la pérdida de la empresa familiar hacía muchos años siempre había sido una espina clavada en su corazón.

Su padre suspiró.

–Quiero que termine este odio, Sebastien. Quiero jubilarme en paz con tu madre, sabiendo que lo que es nuestro por derecho ha vuelto a nosotros. Ya no estoy para peleas.

Sebastien sonrió peligrosamente. Afortunadamente, él no las temía. Si Dimitrios Philipos pensaba que podía intimidarlo, descubriría que había dado con la horma de su zapato.

Su padre recogió unos papeles.

–El acuerdo que ofrece es sorprendente.

–Razón de más para sospechar de sus motivos –dijo Sebastien.

Su padre lo miró con cautela.

–Serías un necio si no escuchases lo que quiere decirte –dijo su padre–. Será lo que sea Dimitrios, pero es griego. Y es un halago que te ofrezca reunirte con él.

–El halago sería que desaparezca para siempre –respondió Sebastien mirando a su padre.

De pronto se dio cuenta de que su padre había envejecido. Que la tensión de aquella eterna enemistad lo había ido consumiendo.

–He aceptado la reunión en nombre tuyo –su padre lo miró, cansado.

Y Sebastien pensó que lo haría por su padre.

–Bien. Dime qué ofrece –dijo Sebastien.

–Va a devolvernos la empresa –su padre se rió con desprecio y puso los papeles sobre la mesa–. Aunque sería mejor decir «nuestra empresa», puesto que lo era antes de que Philipos estafase a tu abuelo.

«¿Philipos ofrece devolver la empresa?», pensó Sebastien, ocultando su sorpresa.

–¿Y a cambio de qué? –preguntó.

Su padre desvió la mirada de él.

–A cambio de casarte con su nieta.

–¡Estás de broma! –los ojos oscuros de Sebastien lo miraron con incredulidad–. ¿En qué siglo estamos?

Sin mirarlo, su padre movió los papeles frente a él y respondió:

–Lamentablemente, ésas son las condiciones.

–No estás bromeando, ¿verdad? –dijo Sebastien, petrificado, con expresión seria–. En ese caso, te diré que no hay nadie menos atractivo para mí como potencial consorte que un miembro de la familia Philipos.

Su padre se pasó la mano por detrás del cuello para aliviar la tensión.

–Tienes treinta y cuatro años, Sebastien. En algún momento te tienes que casar con alguien. A no ser que quieras pasarte la vida solo y sin hijos.

–Quiero tener hijos. Me apetece mucho. Es la esposa el problema. Lamentablemente, no encuentro una mujer con las cualidades que exijo. No deben existir.

Recordó a las últimas mujeres con las que había salido: una gimnasta, una bailarina... Ninguna había despertado su atención más de unas semanas.

–Bueno, si no puedes casarte por amor, entonces, ¿por qué no por razones de negocios? –dijo su padre–. Si te casas con la chica, la empresa es nuestra.

–¿Así de sencillo? –preguntó Sebastien achicando los ojos–. No puede ser tan sencillo.

–Es un hombre viejo. La empresa tiene problemas. Philipos sabe que tú eres un brillante hombre de negocios. Con la boda protege a su nieta económicamente, si quiebra la empresa. Y sabe que contigo a la cabeza, la empresa se salvará. Es una oferta generosa.

–Eso es lo que me preocupa. Dimitrios Philipos no es una persona que haga ofertas generosas.

–Ofrece un incentivo considerable por casarte con la chica.

–Yo necesito un incentivo considerable para casarme con una mujer a la que no he visto siquiera –dijo Sebastien, cavilando.

No podía comprender por qué Philipos le ofrecía la empresa. Ni por qué quería que se casara con su nieta.

–Es hora de dejar a un lado las sospechas y aprender a confiar. Philipos empezó ese negocio con mi padre y luego se lo arrebató. Dice que se arrepiente del pasado y que quiere enmendarlo antes de morirse.

–¿Y tú lo crees?

–Nuestros abogados tienen un borrador del acuerdo. ¿Qué razón tendría para no creerlo?

–Que Dimitrios Philipos es un megalómano malicioso que sólo actúa por interés propio –Sebastien se quitó la corbata de seda y la tiró encima de una silla. Sentía la adrenalina correr por sus venas–. ¿Es que te tengo que recordar sus pecados contra nuestra familia?

–Es un hombre viejo. Quizás se esté arrepintiendo.

Sebastien echó atrás la cabeza y se rió maliciosamente.

–¿Arrepentirse? Ese mal nacido no sabe siquiera el significado de esa palabra. Estoy tentado de seguir adelante con esto sólo para saber qué está tramando –Sebastien hizo señas discretamente a un empleado para que le llevase algo de beber mientras se desabrochaba los botones de arriba de la camisa. El calor en Atenas en julio era insoportable–. ¿Y por qué no puede conseguirse un marido su nieta? Philipos ha mantenido la existencia de la chica en silencio. Nadie sabe nada de ella. ¿Es fea o tiene alguna enfermedad que puedan heredar mis hijos?

–También serían sus hijos –señaló su padre–. Y tú no has sido capaz de encontrar esposa.

–No la he buscado. Y no quiero a una elegida por mi enemigo.

La idea casi le daba risa. La heredera de Philipos tenía que tener algún problema, si no, se habría casado hacía mucho tiempo, pensó.

–Estoy seguro de que es una chica encantadora –murmuró su padre.

Sebastien alzó una ceja en señal de burla.

–No lo creo. Si fuera guapa, Philipos no la habría tenido oculta, y la prensa la habría acosado como a mí. Al fin y al cabo, es una mujer joven extremadamente rica.

–La prensa te persigue porque les das motivos... Mientras que la heredera de Philipos ha estado en Inglaterra.

–Inglaterra tiene la prensa rosa más indiscreta del mundo –murmuró Sebastien frunciendo el ceño–. Si la han dejado en paz, será porque es un monstruo y no tiene personalidad.

–Evidentemente, lleva una vida discreta. No como tú. La chica estuvo en un internado inglés. Su madre era inglesa, si recuerdas.

–Por supuesto que lo recuerdo –Sebastien acabó su copa, recordando–. También recuerdo que su madre murió cuando explotó nuestro barco. Junto con su marido, que era el hijo único de Dimitrios Philipos.

Sebastien recordó a una criatura sin vida en sus brazos mientras la llevaba hasta la superficie... Caos, horror, sangre, gente gritando...

–La nieta perdió a sus padres y Philipos nos culpa por ello. ¿Y ahora quiere que me case con su nieta? Tendré que dormir con un arma debajo de la almohada, si acepto. Estoy sorprendido de que hayas aceptado su sugerencia con tanta ecuanimidad.

–Nosotros también perdimos familia en aquella explosión. Y el tiempo ha pasado. Es un hombre viejo.

–Es un hombre muy malo.

–Nosotros no fuimos responsables de la muerte de su hijo. Tal vez el tiempo le haya dado la oportunidad de reflexionar y ahora se dé cuenta –Leandros se pasó la mano por la frente, visiblemente afectado por los recuerdos–. Él quiere que su nieta tenga un marido griego. Desea volver a tener descendencia.

–¿Y la chica? ¿Por qué iba a querer aceptar semejante matrimonio? Ella es la nieta de Dimitrios Philipos. No creo que siéndolo tenga la estabilidad emocional que yo desearía en una esposa.

–Al menos, conócela. Siempre estás a tiempo de decir «no».

Sebastien lo miró, pensativo. Era cierto que deseaba tener hijos. Y siempre había querido recuperar Industrias Philipos.

–¿Qué consigue ella? Philipos consigue descendencia. Yo consigo nuestra empresa e hijos... ¿Y ella?

–Sebastien...

–Dime...

–El día de la boda vas a tener que ingresar dinero en su cuenta personal –su padre volvió a mirar los papeles–. Una sustancial suma. Y esa suma se repetirá todos los meses durante el matrimonio.

Hubo un largo silencio. Luego Sebastien se rió forzadamente.

–¿Dices en serio que la heredera de Philipos quiere dinero por casarse conmigo?

–La parte económica es una parte importante del acuerdo.

–La mujer es más rica que Midas –dijo Sebastien con temperamento mediterráneo–. Y no obstante, ¿quiere más?

Su padre carraspeó.

–Los términos del acuerdo son muy claros. Ella recibe dinero.

Sebastien caminó hacia el extremo de la terraza y miró la ciudad que tanto amaba.

–Sebastien...

–No sé por qué dudo –Sebastien se dio la vuelta con gesto de desprecio–. Todas las mujeres están interesadas en el dinero. El hecho de que ésta quiera más que la mayoría no cambia nada. Al menos, es sincera, algo que la honra. Como has dicho tú, éste es un negocio.

–La haces ver dura e interesada, pero, ¿por qué no te reservas el juicio? –le dijo su padre–. Cualquier pariente de Dimitrios va a estar acostumbrado al dinero y un estilo de vida extravagante. Su requerimiento de fondos tal vez no tenga nada que ver con su carácter. Ella podría ser dulce.

Sebastien hizo un gesto de desagrado.

–Las chicas dulces no piden grandes sumas de dinero de futuros esposos. Y si ella es una Philipos seguramente tenga cuernos y cola, como todos los demonios...

–Sebastien...

–Como tú, yo quiero recuperar la empresa, así que la veré porque estoy intrigado. Pero no te prometo nada –le dijo Sebastien, dejando su copa vacía sobre la mesa–. Si ella será la madre de mis hijos, por lo menos no tendrá que darme dolor de estómago verla.

–No hablarás. Y tienes que mantener esos ojos relampagueantes fijos en el suelo. Tienes que ser dócil y obediente, como una buena chica griega. Si mantienes la boca cerrada hasta la boda, todo irá bien. Para entonces será demasiado tarde para que Fiorukis cambie de parecer –dijo Dimitrios Philipos mirando a Alesia mientras el helicóptero se dirigía a la plataforma de aterrizaje.

Cuando el helicóptero aterrizó, Alesia se relajó. Aquel océano inmenso debajo de ellos le daba miedo. Siempre le había tenido miedo al agua. Y todavía le costaba creer que hubiera aceptado aquel encuentro.

–¿Y qué pasa si él se entera de que no puedo tener hijos?

Si su abuelo había descubierto que el accidente que había tenido de pequeña le impedía tener hijos, ¿cómo podía estar segura de que Sebastien no se hubiera enterado de lo mismo?

–No lo sabe. Ni siquiera conocía de tu existencia hasta ahora. No lo sabrá hasta que esté casado contigo –sonrió cínicamente Dimitrios.

Alesia se encogió de repugnancia. Todo aquello era repugnante.

Pero, ¿estaba tan mal hacer aquello? Después de todo, Sebastien Fiorukis y toda su familia eran tan corruptos como su abuelo. Y dada su falta de interés en el compromiso con una mujer, no debía tener interés en ser padre. Y de serlo, sería un padre terrible. Dar un hijo a un hombre semejante sería injusto. Tal vez fuera mejor para ambas familias que la línea hereditaria se truncase. Así se enterrarían sus disputas con ellos.

Y ambas familias estaban en deuda con ella. Entre las dos eran responsables del accidente que había hundido a su familia. Era hora de que pagasen.

El día de su boda Fiorukis ingresaría una suma de dinero que se repetiría todos los meses. Y su madre recibiría la operación que tanto necesitaba. Se terminarían sus preocupaciones; el tener tres trabajos y la angustia de que el dinero no alcanzase.

Siempre y cuando Fiorukis no descubriese que su madre estaba viva. Porque entonces él se daría cuenta de que su abuelo no sentía el más mínimo cariño por ella, y empezaría a sospechar de aquel acuerdo.

Alesia se detuvo en la puerta del helicóptero, sofocada por el aire caliente que le llegó. Sintió la tentación de preguntarle a su abuelo cómo era que siendo medio griega era incapaz de soportar el calor. Pero en aquellos días había aprendido que la mejor manera de manejar la relación con su abuelo era permanecer callada.

–Y recuerda: ahora eres una Philipos.

–Pero tú no permitiste que mi madre usara ese nombre. Y ahora, cuando te viene bien, esperas que yo lo use.

–Fiorukis va a casarse contigo porque eres una Philipos –le recordó su abuelo con una sonrisa desagradable–. Si supiera que eres una don nadie, ni se acercaría a ti. Y deja de tirar de ese vestido.

Alesia apretó los dientes y soltó el bajo de la prenda.

–Es indecente. Apenas cubre nada.

–Precisamente. Fiorukis querrá saber lo que está comprando. Recuerda todo lo que te he dicho. Fiorukis tiene un cerebro tan afilado como una cuchilla, pero es un griego de sangre caliente. Una sola mirada a ese vestido le hará olvidar los negocios, te lo aseguro. Llévalo puesto como si te vistieras siempre así. No menciones la existencia de tu madre. No digas por qué necesitas el dinero.

–Él querrá saber por qué me voy a casar con él.

–Sebastien Fiorukis tiene un ego tan grande como Grecia. Y las mujeres, por alguna razón insondable, no lo dejan en paz. Probablemente porque es rico y atractivo, y las mujeres suelen ser demasiado estúpidas como para resistirse a esa combinación –su abuelo hizo un gesto de desprecio–. Se pensará que eres una más de sus admiradoras que quiere acceso a sus millones.

Alesia se estremeció. Sebastien Fiorukis debía ser terriblemente arrogante. Ser considerada tan cabeza hueca como para valorar a un hombre por su aspecto y su cartera le parecía un insulto.

–No creo...

–¡Muy bien! –exclamó su abuelo–. No quiero que pienses. Y él tampoco. No se te pide que pienses. Sólo se te pide que te acuestes con él cuando él lo desee. Y si te lo pregunta, simplemente le dices que deseas este matrimonio porque es uno de los solteros más cotizados del mundo y tú quieres volver a descubrir tus raíces griegas. E intenta no quemarlo con esa mirada que tienes. Un griego no quiere confrontación en su cama de matrimonio.

Alesia sintió un revoltijo en el estómago. «¿Cama de matrimonio?», resonó en su cabeza. Hasta entonces no había pensado en las implicaciones más profundas de su matrimonio. Luego recordó lo que se decía de él. Si los medios no se equivocaban, tenía como tres queridas a la vez. No creía que tuviera ganas de compartir la cama con ella, dada su falta de interés en el compromiso. Y a ella le parecía muy bien. Siempre que depositase la suma de dinero en su cuenta todos los meses.

Si no hubiera sido porque su abuelo la hizo salir del helicóptero, se habría echado atrás y le habría pedido desesperadamente al piloto que la llevase de regreso.

Una figura borrosa parecía observarla desde la distancia. Y ella de pronto se sintió abrumada por la situación.

Con paso inseguro, tanto por aquella sensación terrorífica como por los tacones que había sido obligada a ponerse, avanzó por la plataforma.

Se tambaleó, y de no haber sido por unos brazos poderosos que la sujetaron, se habría caído.

Incómoda por la situación y en estado de shock, Alesia dio las gracias. Aferrada a unos bíceps firmes, intentó recuperar el equilibrio. Vio una cara morena delante de ella, y por un momento, fijó su mirada en los ojos negros de aquel hombre. Una extraña sensación se apoderó de ella, un calor en la pelvis. Y sintió que se ponía roja.

–¿Señorita Philipos?

Alesia tardó un momento en reaccionar y darse cuenta de que se estaba dirigiendo a ella, puesto que aquel apellido hasta entonces le era poco familiar.

–¡Ponte de pie, muchacha! –el tono impaciente de su abuelo sobresaltó sus pensamientos–. A los hombres no les gusta que una mujer se quede agarrada a él. ¡Y por el amor de Dios, habla cuando se dirigen a ti! ¿De qué te ha servido esa educación tan cara que has recibido si no eres capaz de formar una sola oración?

Alesia se sintió acalorada y humillada. Recuperó el equilibrio y echó una mirada a su rescatador.

–Lo siento, yo...

–No hace falta que se disculpe –dijo Sebastien con tono frío y medido.

Pero la mirada que le dedicó a su abuelo la hizo estremecer.

–Torpe... –su abuelo la miró impacientemente–. Aunque parezca mentira, cuando quiere, mi nieta sabe caminar. Pero como todas las mujeres, tiene la cabeza vacía.

Alesia bajó la mirada para no mostrar la rabia que sentía.

Tenía que olvidarse del odio a su abuelo, a la familia Fiorukis, y de todo.

Lo único que importaba era que Sebastien Fiorukis se casara con ella.

Fuese como fuese, tenía que salvar a su madre.

Capítulo 2

ERA DESLUMBRANTE, pensó Sebastien mirando su cabello rubio caer como la seda, e impresionado por sus ojos violeta y la perfección de su cara. Bajó la mirada y descubrió un cuerpo igualmente perfecto, apenas tapado por un vestido. Piernas largas, pechos generosos...

Evidentemente la heredera de los Philipos sabía lo que tenía que mostrar, lo que estaba en venta. Aunque se vendía por un precio muy alto, reflexionó cínicamente Sebastien.

La lascivia, primitiva y básica, se apoderó de él, sorprendiéndolo con su fuerza. Estaba acostumbrado a las mujeres bellas, pero aquella chica definitivamente lo impresionaba.

De pronto, el acuerdo tenía otra dimensión. Ciertamente, tener a la nieta de Philipos en su cama no sería un sacrificio.

Acostumbrado a la admiración y coqueteo de las mujeres, Sebastien se relajó, seguro del efecto que podía causar en ella.

Pero se sorprendió al descubrir que la nieta de Dimitrios no parecía interesada en lo que pensara de ella. La muchacha tenía los ojos fijos en el suelo, y las manos apretadas.

¿Estaría asustada? ¿Enfadada?

La mirada de Sebastien se deslizó hacia la expresión de su abuelo. Aquel hombre era un chulo y un indeseable. Y en aquel momento el objeto de su ira era la chica. Sin saber por qué

Sebastien deseó darle un puñetazo.

¿La estaría obligando a casarse?, se preguntó.

Pero se estaba precipitando en su juicio. Al fin y al cabo, era un hecho que la chica había heredado la codicia de su abuelo. Si no, ¿por qué iba a pedir una suma de dinero semejante todos los meses, cuando era la dueña de una incalculable fortuna? Y no podía atribuir ese detalle del acuerdo a su abuelo, porque ella era la única beneficiaria del dinero.

Irritado por toda la situación, Sebastien trató de abrir el diálogo.

–¿Su viaje ha sido bueno, señorita Philipos?

La mujer no reaccionó al oír su nombre. ¿Preferiría la informalidad?, pensó Sebastien.

–¿Alesia? –dijo.

–¿Sí? –respondió ella.

–Te he preguntado si el viaje ha sido bueno –sonrió él seductoramente.

Pero ella no lo vio, porque volvió a mirar el suelo.

–Ha sido bueno, gracias –respondió.

Sebastien notó su respiración agitada, y pensó que estaba bajo una inmensa presión.

Lo primero que tenía que hacer era apartarla de la presencia de su abuelo.

–Caminemos juntos mientras los abogados discuten los detalles. Hay cosas de las que tenemos que hablar.

–Ella se queda conmigo –dijo Dimitrios a la defensiva.

–¿El matrimonio propuesto tendrá lugar entre dos o tres personas? –preguntó Sebastien alzando una ceja–. ¿Piensas estar presente en nuestra noche de bodas? –se dirigió a Dimitrios.

La chica pareció sorprendida por aquella pregunta. Pero él la ignoró.

–Si conocieras mi reputación, preferirías no pelear conmigo, Fiorukis.

–Nunca me ha asustado una pelea –sonrió Sebastien haciendo caso omiso a la advertencia en la mirada de su padre–. Y si conocieras mi reputación, sabrías que mantengo en privado mis relaciones personales. Nunca me han gustado los grupos.

–Muy bien –respondió Dimitrios, conteniendo la furia–. No estaría mal que mi nieta conozca su nuevo hogar.

Dimitrios iba demasiado deprisa, pensó Sebastien. Pero la exclamación horrorizada de la chica lo distrajo de su respuesta a su abuelo.

–¿Mi nuevo hogar? ¿Éste va a ser nuestro hogar? ¿Quieres que viva aqu’? –preguntó Alesia.

Sebastien ocultó su irritación. Todas las mujeres con las que había salido se pasaban la vida de compras. Y aquélla no parecía diferente. Por lo que casi nunca las llevaba a la isla. No debería sorprenderlo la reacción de su futura esposa. Al fin y al cabo, ¿qué podría hacer una mujer con una suma tan sustanciosa de dinero si no tenía acceso a boutiques de diseño?

Sebastien achicó los ojos con desconfianza. Presentía que aquel acuerdo tenía algo raro. ¿Por qué la heredera del hombre más rico del planeta iba a querer casarse por dinero?

Miró a su abuelo. Recordó su fama de tacaño. Probablemente le restringiera los gastos. Seguramente por ello quería otra fuente de ingresos. Conocía a montones de mujeres para las que casarse con un hombre rico era una carrera. Si su abuelo no le daba todo lo que quería, tenía que buscarse otro hombre que pagase sus facturas. Y por el horror que había manifestado ante la idea de vivir alejada de las tiendas, esas facturas serían grandes.

Sintió una punzada de desprecio, pero la ignoró. No comprendía por qué se sorprendía de la codicia de aquella mujer.

–También tengo casas en Atenas, París y Nueva York. Así que si te preocupa no poder hacer uso de mi tarjeta de crédito, puedes quedarte tranquila.

La chica tenía los ojos fijos en el mar y no pareció escucharlo. Sebastien reprimió su irritación. ¿Por qué diablos aquella mujer no decía nada?

Poco acostumbrado a que las mujeres no tuvieran interés en él, decidió estar con ella a solas cuanto antes.

–¿No te gusta la isla? –preguntó en tono de conversación trivial.

–Hay mucho mar.

Definitivamente no era la respuesta que esperaba Sebastien.

–Es lo que ocurre si vives en una isla. Todas las habitaciones de mi mansión dan al mar o a la piscina.

Lo volvió a decepcionar su reacción. Se puso totalmente pálida.

–Mi nieta está un poco mareada después del viaje –señaló su abuelo.

Sebastien volvió a sentirse irritado por la intervención del hombre. ¿Nunca la dejaría hablar por sí misma? Si había sido educada en Inglaterra, estaría acostumbrada a hacerlo.

–Llevaré a la señorita Philipos a ver la isla mientras vosotros empezáis la reunión... No tardaré en estar con vosotros –dijo Sebastien, sabiendo que sin su firma no podrían cerrar el acuerdo.

Dimitrios Philipos miró el reloj y respondió:

–Tengo que estar en Atenas dentro de dos horas. Quiero que se firme el acuerdo antes de irme.

Sebastien lo miró. ¿Por qué el viejo tenía tanta prisa?

Era evidente que tramaba algo.

Alesia miró al hombre que tenía frente a ella. No se parecía en nada a lo que había esperado. Era alto, moreno, de hombros anchos y ojos negros. Tenía una cara agradable. Era muy atractivo. Y se conducía como si ni aquélla ni ninguna situación le diera inseguridad. Su autoridad era evidente.

Era imposible que aquello funcionase. Un hombre tan atractivo y poderoso jamás estaría a su alcance. Y era humillante saber que si su abuelo no le hubiera ofrecido aquel «incentivo» y no la hubiera vestido con aquella ropa ni se habría molestado en mirarla.

La idea de estar a solas con él la aterraba. ¿De qué podían hablar? ¿Qué tenían en común? Nada.

Y para peor, era evidente que él amaba el mar.

Alesia miró el mar y de pronto la asaltaron los recuerdos. La fuerza de la explosión, los gritos de horror de los heridos y el agua helada que la había enterrado en una oscuridad tan aterradora que su recuerdo aún le impedía dormirse por la noche. Y luego recordó la imagen de un hombre moreno y fuerte, levantándola en brazos, salvándola.

De pronto, el precio de ayudar a su madre le pareció demasiado alto. Tendría que vivir rodeada de mar, algo que la aterraba. Con un hombre al que despreciaba.

Pero tenía que olvidarse de todo. Menos de la razón que la había llevado hasta allí.

Sabía perfectamente por qué su abuelo le había dado a la familia Fiorukis un plazo de dos horas. Tenía miedo de que, si la dejaba sola, hiciera algo que pudiera hacer que Sebastien decidiera no casarse con ella.

Y tenía razón. Ella era tan distinta de las mujeres a las que él estaría acostumbrado, que ni siquiera sabía caminar bien con tacones.

–Por lo que sé, no hay barrera lingüística alguna entre nosotros –dijo Sebastien mirándola–. Sin embargo, hasta ahora, no has pronunciado apenas una palabra, ni me has dirigido una mirada.

Evidentemente, había herido su ego, pensó Alesia. Al parecer, era lo único que le importaba. Que cayera a sus pies como las otras mujeres de cabeza hueca con las que se relacionaba. Sebastien se merecía todo aquello.

–Debes perdonarme –dijo ella–. Yo... Esta situación es un poco difícil para mí...

–Para mí también –dijo él–. Y no es de extrañar, dadas las circunstancias. No todos los días se casa uno con alguien a quien apenas conoce. Pero este matrimonio va a ser muy difícil si no te dignas a hablar conmigo.

Ella lo miró.

–¿Se supone que debo hablar con sinceridad?

–¿Y por qué crees que me he deshecho de tu abuelo?

Ella casi sonrió al recordar cómo él había menospreciado a su abuelo. Sebastien no era un cobarde al menos. De hecho era la primera persona que conocía que no se sentía intimidado por su abuelo, algo a su favor.

–Mi abuelo tiene miedo de que diga algo inapropiado. Él quiere fervientemente que se firme el acuerdo.

–¿Y tú, señorita Philipos? ¿Cuánto deseas este acuerdo?

Ella se volvió a sentir ajena a aquel nombre. Pero hizo un esfuerzo por contestar.

–Quiero casarme contigo, si es eso lo que preguntas –ella alzó la barbilla.

Él la miró cínicamente

–No me dirás que has estado enamorada de mí toda tu vida, ¿no? ¿Que has estado soñando con este momento desde que has nacido? –él le señaló un camino que iba a la playa–. Caminemos un rato.

Ella siguió su mirada. El mar se extendía a lo lejos, como un monstruo. Se le hizo un nudo en la garganta.

–¿No podemos quedarnos aquí?

–¿Quieres que conversemos en el helipuerto? –preguntó él con sarcasmo.

Ella se puso roja.

–No veo por qué tenemos que bajar hacia el mar...

–Me niego a tener una conversación contigo con tus guardaespaldas en el fondo del paisaje.

«¿Guardaespaldas?», pensó ella.

Ni siquiera se había dado cuenta de la presencia de aquellos tres hombres hasta aquel momento, aunque debían haber estado en el helicóptero.

–Oh... Trabajan para mi abuelo.

–No hace falta que me des explicaciones. Como heredera de Philipos tienes que tener protección.

Alesia casi se rió. ¿Quién querría proteger a una pobre desgraciada sin un céntimo, a una pobre infeliz que se mataba a trabajar? Pero evidentemente, él no sabía nada de su vida real.

–¿Quiénes son? –preguntó mirando a dos hombres que había cerca.

–Me temo que los miembros de mi seguridad también están alerta. Digamos que el aterrizaje de Philipos en la isla crea cierta inquietud.

Ella miró su espalda ancha y se preguntó por qué necesitaría protección. Para ser un hombre de negocios, era muy atlético. Quizás se debiera a las horas dedicadas al ejercicio en la cama con mujeres.

–Mi abuelo crea tensión dondequiera que va –dijo ella sin pensar. Luego se dio cuenta y agregó–: Quiero decir...

–No sientas que tienes que excusarte conmigo. Tu abuelo es un hombre muy temido. Es parte de la fama que se ha hecho. Dirige a través del miedo.

Pero, ¿no tenía Sebastien la misma fama?

Alesia miró a los guardaespaldas, se estremeció y dijo:

–De acuerdo. Caminemos por la playa –se detuvo para quitarse los zapatos que su abuelo había insistido en que llevase puestos–. Los zapatos de tacón no son para caminar por la arena –ella notó una mirada de asombro en él y se dio cuenta inmediatamente de que se había equivocado.

Seguramente las mujeres a las que estaba acostumbrado treparían montañas con tacones de aguja.

–Me gusta sentir la arena en los pies –improvisó Alesia, maldiciéndose por su torpeza.

–Ten cuidado de no cortarte en las rocas –dijo él extendiendo la mano y dándosela–. Esos zapatos son deslumbrantes y te hacen unas piernas muy bonitas. Pero estoy de acuerdo contigo en que son más apropiados para un club nocturno. Conozco unos cuantos, así que te prometo que tendrás oportunidad de usarlos.

Alesia lo miró, sorprendida. ¿Qué pensaría él si le dijera que jamás había estado en uno?, pensó.

¿Si se enteraba de que sus trabajos rara vez le dejaban una noche libre para esas indulgencias?

–Entonces, si no confías en mi abuelo, ¿por qué lo has invitado a tu isla? –ella quiso cambiar de tema.

Habían pasado la roca, pero él la seguía llevando de la mano.

–Este acuerdo es importante para mí por varias razones –la miró, pensativo–. Supongo que no pretenderás hacerme creer que no sabes nada acerca de la enemistad que existe entre nuestras familias, ¿verdad?

–Por supuesto que sé de esa enemistad.

«Mi padre murió en el barco de tu padre. Mi madre y yo sufrimos heridas», pensó Alesia. Pero intentó controlar sus emociones.

–Antes que nada, quiero que sepas que, aunque mi abuelo quiera que lo haga, no estoy dispuesta a entrar en ningún juego. No puedo fingir algo que no siento –dijo ella fríamente–. Yo no coqueteo y me niego a fingir que este matrimonio es más que un acuerdo de negocios entre dos partes. Ambos conseguimos algo que queremos.

–¿Y qué es exactamente, señorita Philipos?

–Dinero –dijo escuetamente–. Yo consigo dinero.

–Sin rodeos. Tú eres el único familiar del hombre más rico del planeta, pero quieres más –dijo Sebastien–. Lo que probablemente te convierta en la persona más avariciosa del mundo. Dime, Alesia, ¿cuánto dinero es suficiente para ti?

Estaban en la playa; Alesia de espaldas al mar que brillaba con el calor del verano, estaba mirando a Sebastien.

–Dada tu fortuna, yo podría preguntarte lo mismo. Tú ya tienes una empresa que consigue ganancias millonarias. Y no obstante quieres lo que pertenece a mi abuelo...

–Exacto. Pero yo no voy a llegar a tanto como tú para lograrlo. Estás dispuesta a atarte a tu peor enemigo por dinero. A un hombre al que odias claramente.

Ella se sobresaltó. Evidentemente, había mostrado demasiado sus sentimientos.

–Yo no he dicho eso...

–No hace falta que lo digas. Es evidente por el brillo de tus ojos, por el modo en que te refrenas y por todas las cosas que no dices.

Alesia apenas podía respirar. Su abuelo le había advertido que aquel hombre era muy listo, y ella no le había hecho caso. Había pensado que todo era parte de su plan. Pero tenía razón. Sebastien era listo, peligroso, y un oponente de la talla de su abuelo.

–No te odio –mintió ella.

Él levantó una ceja.

–Te advierto que prefiero la sinceridad, aunque sea desagradable. Acabas de admitir que estás dispuesta a casarte con un hombre que odias por dinero. Entonces, ¿qué clase de persona eres?

Ella tuvo que controlarse. ¡Si hubiera sabido él para qué necesitaba el dinero, no la habría juzgado tan ligeramente!

Ella lo miró a los ojos y dijo:

–Digamos que estoy más que satisfecha con la parte económica de este acuerdo.

Su acusación era tan injusta, que por un momento estuvo tentada de revelar la verdad. Y si Sebastien se enteraba de lo poco que la apreciaba su abuelo se daría cuenta de que había un motivo más siniestro por detrás de aquel acuerdo.

Sebastien había intuido que su abuelo perseguía la venganza.

–Bueno, tú estás dispuesto a casarte con la nieta de tu peor enemigo sólo para conseguir su empresa... Así que, ¿qué clase de persona eres?

–Lo suficientemente rica como para poder comprarte –respondió fríamente mientras la miraba–. Tu opinión de mí es tan baja como la mía sobre ti, lo que nos hace tal para cual. Será un cambio agradable no tener que seducir a una mujer cuando vuelva a casa cansado de un día de trabajo en la oficina. Quizás me siente bien el matrimonio, después de todo.

–No podrías seducirme aun si lo intentases –dijo ella, furiosa por su arrogancia–. Y para tu información, no estoy ni remotamente interesada en conocer tus asombrosas técnicas en la cama. Eso no tiene nada que ver con este matrimonio.

–¿No? –él sonrió y se acercó más a Alesia.

Ella sintió la irradiación del calor de su cuerpo. Y se preguntó cómo haría para aguantar vivir en Grecia. La atmósfera era tan opresiva que ella apenas podía respirar.

–Éste es un acuerdo de negocios –le recordó ella, y vio el brillo en los ojos de Sebastien.

–Un acuerdo de negocios... –repitió él–. Dime... ¿Sabes cómo se hacen los niños, señorita Philipos?

Ella sintió que el calor aumentaba. Se puso colorada de los pies a la cabeza.

–¿Qué clase de pregunta es ésa?

–Una pregunta muy sensata –respondió él–. Dado que la concepción de un bebé está precedida generalmente de actividad sexual, con o sin asombrosas técnicas en la cama, dime, ¿incluye tu acuerdo de negocios la actividad sexual?

En estado de shock por el tono íntimo de su voz, y la dirección repentina que había tomado la conversación, Alesia abrió los ojos y exclamó:

–Yo... Yo no...

–¿No? –la miró con dureza–. Sin embargo de eso se trata este acuerdo. Dime, señorita Philipos, ¿cómo ves exactamente este «acuerdo de negocios»? ¿Piensas traer el maletín a mi cama?

Ella respiró profundamente al asaltarla todo tipo de imágenes.

Ella se había convencido de que aquello podía ser un acuerdo claro y directo, en el que él podría vivir su vida y ella la suya. La idea de la relación sexual había pasado por su cabeza brevemente, por supuesto, pero de alguna manera la noción de sexo con un hombre al que no conocía había sido algo abstracto. Irreal.

Pero cara a cara no había nada irreal en Sebastien Fiorukis. Era un hombre que irradiaba poder sexual. Y el acuerdo sexual ya no lo vio claro.

Por un momento se olvidó del mar y de su abuelo y se concentró en la realidad de meterse entre las sábanas con aquel hombre griego de sangre caliente.

–Un maletín, no. Pero no nos involucraremos emocionalmente. Tendré sexo contigo porque eso es lo que pide el contrato, pero no dice nada de que tenga que disfrutar de la experiencia –ella lo miró–. Y está bien así –agregó, como si tuviera miedo de que él agregase su disfrute a la lista del acuerdo.

–¿Tendrás sexo conmigo? –Sebastien la miró, fascinado.

Alesia cerró los ojos. El problema era que él estaba acostumbrado a estar con mujeres que esperaban ser seducidas, mientras que ella no lo esperaba. Nunca había estado interesada en el sexo. Cuando había descubierto que no podía tener hijos había enterrado esa parte de ella. Y ya no le importaba. Los pocos besos que había intercambiado en la adolescencia la habían convencido de que no valía la pena.

Alesia suspiró y dijo:

–Oye... No es algo personal –quiso salvar su ego, por si él lo había visto herido–. Esto no es algo personal. Simplemente no tendremos ese tipo de matrimonio. Y está bien. Lo digo en serio... Es así como lo quiero.

–Claramente, siempre has tenido relaciones sexuales malísimas.

Ella se puso colorada y desvió la mirada, para recuperar el control.

Tal vez debiera decirle en aquel momento que jamás había tenido una relación sexual, pero era muy violento mostrarle que a los veintidós años era aún virgen. Cuando llegase el momento, intentaría disimular su falta de experiencia.

–Así que estás dispuesta a casarte conmigo y tener relaciones sexuales de negocios... Interesante privilegio... Debo admitir que es algo nuevo para mí. He de decir que jamás había tenido que pagar por sexo.

–Por supuesto. Las mujeres andan a tu alrededor esperando que te gastes tu dinero en ellas y a cambio fingen que te encuentran atractivo... Si eso no es pagar por sexo... Y en este caso no estás pagando por sexo, estás pagando por la empresa de mi abuelo.

Sebastien se quedó perplejo al escuchar aquella interpretación sobre su vida amorosa. Y ella hizo un esfuerzo por no poner los ojos en blanco al verlo. ¡Su ego era inmenso! Evidentemente pensaba que las mujeres estaban con él porque era irresistible.

–Eres un hombre rico, Sebastien –dijo ella, usando su nombre de pila como él usaba el suyo–. No me digas que soy la primera mujer interesada en tu dinero...

Él la miró a los ojos.

–Digamos que eres la primera mujer terriblemente rica interesada en él. Y me pregunto por qué.

–A lo mejor es que me gusta derrochar el dinero –respondió Alesia.

Casi se rió al escucharse. La verdad era que no habría sabido cómo gastar el dinero si lo hubiera tenido. Había vivido toda la vida economizando, y para ella era algo tan natural como respirar. El vestido que llevaba era la primera prenda nueva que se ponía desde hacía años, y había sido porque su abuelo se había puesto furioso al verla con su vaquero y había ordenado que le llevasen tres vestidos. Pero aun así no la habían dejado elegir el que más le gustaba, sino el que mostraba más.

–Me parece que mi sinceridad te ofende –dijo ella–. Pero quizás pueda recordarte que tú mismo entras en este matrimonio por cuestiones de negocios. ¿Por qué otro motivo ibas a sacrificar tu soltería por una vida de hombre casado?

–¿Y quién dice que eso sea sacrificar mi vida de soltero? Te advierto que tengo una energía sexual muy potente. Como nuestra vida sexual va a ser claramente muy aburrida, tendré que buscar diversión en otra parte. Pero estoy dispuesto a pagar ese precio por recuperar Industrias Philipos, la empresa que tu abuelo le robó a mi familia.

–No sé de qué hablas. Industrias Philipos pertenece a mi abuelo y siempre ha sido así.

–No es verdad. Y si esperas que me crea que no sabes la historia del enfrentamiento entre nuestras familias, realmente me subestimas. Si querías sinceridad, seamos sinceros.

Ella tragó saliva. No lo subestimaba. Simplemente estaba sorprendida por aquella noticia.

–¿Quieres decir que nuestros abuelos eran socios?

–¿Quieres hacerme creer que no lo sabías? –respondió él achicando los ojos.

Ella agitó la cabeza.

–Mi abuelo se niega a hablar de negocios con las mujeres –y no mentía.

Su abuelo despreciaba a las mujeres, sobre todo a las mujeres inglesas. Era la razón por la que había desheredado a su madre y a ella.

–He oído rumores, pero nada concreto –insistió Alesia–. ¿Quieres decir que mi abuelo le arrebató el negocio a tu abuelo?

–Así empezó la disputa –Sebastien la miró–. Él mintió y engañó hasta que mi abuelo tuvo que darle la empresa a él. Así que ya ves, Alesia. Quiero casarme contigo para recuperar lo que es mío por derecho. Y así se termina esta historia.

Alesia lo miró, estupefacta.

¿Qué diría Sebastien si supiera la verdad? Que la historia no había terminado.

Capítulo 3

PÁLIDA y sintiéndose muy desgraciada, Alesia temblaba vestida de novia. No se sentía como una novia.

A pesar de la alianza que llevaba en el dedo, todavía no podía creer que hubiera hecho aquello.

Hacía sólo quince días desde que lo había visto en la isla. Y desde entonces había habido una actividad frenética. Abogados trabajando día y noche, papeles firmados, organización de la boda del siglo.

Para Alesia la ceremonia había sido una pesadilla. No había imaginado la atracción que aquel evento sería para la prensa, que siempre habían estado fascinados por Sebastien Fiorukis. Y el hecho de que se hubiera casado con la nieta de su enemigo había sido una noticia bomba. Los flashes no habían dejado de brillar, pidiéndole una mirada, una sonrisa, así todo el tiempo.

La presencia de su abuelo en la boda había despertado mucho interés, puesto que éste no solía aparecer en público. Y todos querían ver el encuentro entre Fiorukis y Philipos.

Alesia no quería despertar el interés de la prensa, y no había levantado la vista del suelo. No quería que los periodistas empezaran a hurgar en su vida. No quería que nada impidiese aquella boda y la operación de su madre.

Se había puesto el vestido de novia que su abuelo le había dado y había intentado representar el papel de heredera de Philipos, algo nuevo para ella.

Cuando tomó consciencia de que estaban casados, sintió un gran alivio.

Varias veces había pensado que aquélla no era una boda como debía ser. Pero ella no había tenido expectativas de boda, así que tampoco se había sentido decepcionada.

–Podrías intentar parecer una novia excitada en lugar de alguien a quien se ha llevado a la tortura, ¿no crees? –le dijo Sebastien–. Esto es lo que querías, después de todo. Te has hecho multimillonaria. Sonríe

Alesia agarró la copa que le ofreció el camarero, agradecida, y bebió. Su desprecio por Sebastien Fiorukis aumentaba cada vez más. Era frío, horrible. Ella al menos se sentía incómoda con la situación. Pero a él no parecía importarle que ni siquiera se gustasen.

De acuerdo, ella se casaba por dinero. Pero lo hacía porque estaba desesperada, no como él. Sebastien ya tenía una empresa. ¡Era asquerosamente avaricioso por querer dos!

Era como su abuelo. Rico, exitoso, codicioso.

Decidió que una copa de champán podría ayudarla. No solía beber alcohol. Pero necesitaba adormecer los sentidos para soportar aquello.

–Yo no esperaba todo esto...

–Se llama boda –le dijo Sebastien, sonriendo a una mujer deslumbrante que lo había mirado–. Y es una de las cosas por las que has firmado el acuerdo. Disfrútala. Cuesta mucho dinero.

El dinero. Hacía bien Sebastien en recordárselo.

Alesia tomó otro sorbo de champán. Lo que tenía que hacer era recordar el dinero. Nada más. No importaba que se sintiera la persona más desgraciada del mundo. Lo que importaba era que por fin, su querida madre recibiría el tratamiento que necesitaba.

Alesia miró al hombre que tenía a su lado. Estaba relajado, como si todos los días se casara con una extraña. Era el tipo de hombre por el que se morían las mujeres. Sofisticado, caprichoso, y tan terriblemente rico que jamás comprendería lo que podría sentirse siendo pobre. Lo que era necesitar tan desesperadamente el dinero como para hacer cualquier cosa para conseguirlo.

El traje le quedaba perfecto, resaltando sus anchos hombros, su complexión atlética. Y se movía con la seguridad de alguien que ha vivido con cubertería de plata toda la vida.

No había vivido nunca la pobreza ni la dureza de la vida.

¿Cómo iba a poder comprender lo que la había llevado a aquel momento?

De pronto sintió miedo de que se arrepintiese de su acuerdo y no le diera el dinero. Debía haber ido al banco, pensó.

Lo miró y preguntó:

–¿Han transferido el dinero a mi cuenta? –en cuanto lo dijo se arrepintió.

–Me extraña que no te hayas ido de la fiesta para empezar a gastarlo...

Alesia se relajó, y se dijo que la opinión de Sebastien no debía importarle. No estaba en posición de criticarla por querer dinero.

Miró el reloj de pulsera que llevaba. Sólo eso valía más que lo que ella gastaba en todo un año.

–¿Y la empresa de mi abuelo?

–Ahora me pertenece, junto con una gran cantidad de deudas y problemas con la plantilla. Así que estaré muy ocupado arreglando sus problemas en el futuro. Me temo que eso demorará nuestra luna de miel, pethi mou.

«¿Luna de miel?», pensó Alesia. Lo miró.

–No... No pensaba que tendríamos una luna de miel...

–Los amantes tienen luna de miel. Y se supone que nosotros lo somos. Pero de momento, no tengo tiempo para una esposa. Así que no habrá luna de miel.

Alesia respiró, aliviada. Una luna de miel habría sido insoportable.

Con suerte, Sebastien estaría tan ocupado que no tendría tiempo para ella y podrían llevar vidas separadas.

Alesia miró el jardín que era escenario del banquete, observando el glamour y el lujo. Habían venido invitados de todo el mundo para asistir a la boda de Sebastien Fiorukis, y adonde mirase había mujeres ricas y elegantes, y hombres poderosos y seguros.

¿Se notaría que ella no pertenecía a ese círculo a pesar de ser la esposa de Fiorukis y la nieta de Philipos? ¿Que no tenía un céntimo? ¿Que trabajaba de camarera para ganar dinero extra?

Pero ahora tenía dinero, se recordó, llevándose la copa a los labios. Gracias a su marido ahora era una mujer muy rica. En los papeles. En la realidad el dinero ya estaba gastado. Había firmado un acuerdo con el banco de manera que el dinero era transferido inmediatamente para pagar los gastos médicos de su madre.

–Me pregunto qué estás planeando –le dijo Sebastien–. Tienes aspecto de mujer que está tramando algo.

–Yo... No… no estoy tramando nada.

–¿No? Entonces serás la primera mujer que no lo hace.

Antes de que pudiera contestar, Sebastien levantó una mano y le quitó una horquilla del cabello.

Ella exclamó al ver que su pelo caía suelto sobre sus hombros.

–¿Qué estás haciendo?

–He pagado por ti. Y has sido muy cara, agape mou. Por lo tanto tengo derecho a usarte como quiera.

Alesia casi se atraganta de rabia.

–Tú no eres mi dueño...

–Oh, sí, lo soy. Soy tu dueño, Alesia. De cada una de tus partes. Soy el dueño de tu pelo sedoso y de esos ojos increíbles que casi me convencen de que eres inocente aunque sé que eres una mujer codiciosa. Soy dueño de ese cuerpo fabuloso que debes haber usado en numerosas ocasiones para convencer a los hombres de que gastasen su dinero en ti. Soy dueño de todo, Alesia. El acuerdo que firmamos ha sido una compra por mi parte.

Ella cerró los ojos.

–Me haces sentir una... una...

–¿Una prostituta? Supongo que es difícil ver la diferencia, pero tú estás satisfecha con la carrera que has elegido, ¿y quién puede culparte? Hay formas peores de ganar una suma sustancial de dinero.

–¡Yo no soy promiscua! –exclamó Alesia, furiosa.

–No me extraña, con lo que cobras... –dijo él mirándola cínicamente–. Sabes muy bien cómo ser exclusividad de un hombre. Sólo pueden permitírselo los más ricos.

–Te odio –respondió Alesia, ofendida.

–Es posible –él sonrió–. Pero necesitas mi dinero, pethi mou, lo que dice mucho de tu personalidad, ¿no crees?

Alesia se sintió tentada de decirle exactamente por qué necesitaba su dinero, pero se reprimió el pronto y las ganas de darle un bofetón y se quedó mirándolo.

No podía decírselo.

Alesia se puso de pie, decidida a poner distancia entre ellos, pero unos dedos bronceados le rodearon la cintura.

–Si vas a hacer una escena, piénsatelo nuevamente –le aconsejó Sebastien–. Ahora eres mi esposa y espero que te comportes como tal. Éste no es momento ni lugar para pataletas. Todo el mundo te está mirando. Siéntate.

Alesia intentó soltarse, pero él apretó más la mano en su cintura. Y ella se volvió a sentar en la silla preguntándose cómo diablos iba a hacer para sobrevivir a la siguiente hora con aquel hombre, y menos a toda una vida con él.

Alesia alzó la mirada y se encontró con una atractiva morena mirándola.

–Ahora comprendo lo que quieres decir con eso de que la gente nos mira. Esa mujer parece disgustada –dijo a Sebastien, mirándolo de lado–. ¿Me equivoco al pensar que a ella le gustaría estar sentada donde estoy yo?

Sebastien fijó los ojos en la mujer en cuestión y sonrió.

–Unas cuantas mujeres querrían estar sentadas donde estás tú, así que deberías considerarte afortunada.

–¿Ni siquiera te importa que esté disgustada? –dijo Alesia–. Realmente no tienes sentimientos. Tal vez estuviese enamorada de ti, y le hayas roto el corazón.

–Curioso... Jamás habría pensado que eras una persona romántica. Después de todo, te acabas de casar para tener más dinero... ¿Es que vas a decirme que crees en el amor?

–Evidentemente, esa mujer está disgustada...

–Tú también lo estarías si vieras amenazar tu glamuroso estilo de vida. Relájate. Su afecto está basado en mi cartera. Sus heridas serán curadas por el próximo hombre rico que la mire.

Alesia lo miró, estupefacta.

–¿Con qué tipo de gente te has pasado la vida? ¿De dónde sacas una opinión tan baja de las mujeres?

–¿De gente como tú, quizás?

Alesia tuvo que callarse. No podía contradecirlo.

–Será mejor que no finjamos que creemos en cuentos de hadas ni en el amor. Evidentemente, tú no crees en ellos, si no, no estarías sentada aquí ahora.