Pasado y presente - Antonio Gramsci - E-Book

Pasado y presente E-Book

Antonio Gramsci

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Beschreibung

Con Pasado y presente concluye la serie de escritos que Antonio Gramsci, en dificilísimas condiciones personales, nos legó en sus Cuadernos de cárcel. El encarcelado pensador sardo vierte aquí fragmentos de su vastísima experiencia política, criticando por ejemplo el oportunismo y el extremismo que podían aquejar a la política comunista de la época. A las notas recogidas bajo el título de Pasado y presente siguen otras que el autor había reagrupado bajo el de Nociones enciclopédicas y temas de cultura, y que contienen una crítica aguda y a menudo áspera de muchos lugares comunes y de varios prejuicios del sentido común. Al hilo de decisivos acontecimientos políticos, en estos últimos tiempos se ha revitalizado en el mundo entero la personalidad, el pensamiento y el significado intrínseco de la acción gramsciana. Al cabo de once años de cárcel, Gramsci murió en 1937, pero su talento contribuye aún a cambiar el mundo. Es un buen momento para releerle.

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Antonio Gramsci

Pasado y presente

Cuadernos de la cárcel

Prefacio de José Luis Villacañas Berlanga

Serie Cla•De•Ma

Política

Pasado y presente

Cuadernos de la cárcel

Antonio Gramsci

Título del original italiano: Passato e presente

Traducción: Manlio Macri

Del prefacio: José Luis Villacañas Berlanga

Cubierta: Juan Pablo Venditti

Primera edición: mayo de 2018

Reservados todos los derechos de esta versión castellana de la obra.

© Editorial Gedisa, S.A.

Avda. del Tibidabo, 12, 3.º

08022 Barcelona (España)

Tel. 93 253 09 04

Correo electrónico: [email protected]

http://www.gedisa.com

Preimpresión:

Moelmo, SCP

eISBN: 978-84-17341-13-8

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, de esta versióncastellana de la obra.

Índice

Prefacio del editor italiano

Gramsci, un hombre para todas las estaciones,de José Luis Villacañas Berlanga

pasado y presente

Apuntes dispersos y notas bibliográficas

nociones enciclopédicas. temas de cultura

Nociones enciclopédicas

Bibliografía

Temas de cultura

Apuntes varios y notas bibliográficas

Prefacio del editor italiano

Con Pasado y Presente se cierra la serie de los escritos que Antonio Gramsci nos ha dejado en sus Cuadernos de la cárcel. Él vuelve en estas notas a algunas experiencias políticas en las que había participado en sus años de juventud, hasta el arresto: o sea, de la vigilia de la Primera Guerra Mundial hasta la promulgación de las leyes excepcionales fascistas en noviembre de 1926. Un grupo de notas, alusivas a personas, hechos, sucesos que caracterizaron la vida interna del Partido Comunista italiano en los años 1921-1926 no serán de difícil comprensión si no se olvida, precisamente, que ellas se refieren a la lucha contra las corrientes extremistas y oportunistas del partido. A causa de la censura carcelaria, incluso las notas concernientes a hombres y cosas del fascismo son necesariamente alusivas, pero la alusión es transparente, y hemos creído preferible no sobrecargar el volumen con notas explicativas, superfluas para los lectores que no ignoran los sucesos de aquel período.

Se reencuentran en estos escritos solo fragmentos de la vastísima experiencia política del autor, pero fragmentos numerosos, altamente significativos y ricos en preciosas enseñanzas. La enseñanza suprema de la vida de Gramsci parece compendiarse en la breve sentencia, elaborada –como dice él– por la sabiduría zulú y referida por una revista inglesa: «Es mejor avanzar y morir que detenerse y morir», sentencia de evidente significado autobiográfico, transcrita en los cuadernos justamente en el período en que se le sugería un pedido de gracia, o sea, una renuncia a la lucha, sugerencia rechazada como si fuera una invitación al suicidio, porque, para Gramsci, detenerse era morir ineluctablemente.

A las notas recogidas bajo el título de Pasado y Presente, han seguido otras que el autor había reagrupado bajo el de Nociones enciclopédicas y temas de cultura, y que contienen una crítica aguda y a menudo áspera de muchos lugares comunes y de varios prejuicios del sentido común.

Gramsci, un hombre para todas las estaciones

José Luis Villacañas Berlanga (UCM)

«Muchos individualistas, anárquicos, populistas,

parecen salidos de las novelas de folletín.»

Gramsci, «Caracteres nacionales», Pasado/Presente

«Si la historia de la teoría marxista durante los años sesenta puede ser caracterizada por el dominio del “althusserianismo”, entonces hemos entrado ahora, sin duda, en una nueva fase: el dominio del gramscismo». Así comenzaba Chantal Mouffe su decisiva antología Gramsci and Marxist Theory, editada por Routledge de Londres, en el año 1979. Se trataba entonces de recomponer el campo de la izquierda en los países del capitalismo avanzado, espacio que había sido desmantelado por los acontecimientos de 1968. El libro de Mouffe tenía la misma finalidad que el volumen que poco antes, en 1973, había editado Jürgen Habermas, Problemas de legitimidad del capitalismo tardío. Lo que apenas podía suponer Mouffe es que en el año 2009 apareciera todavía un monumental libro precisamente de Peter D. Thomas titulado The Gramscian Moment, Philosophy, Hegemony and Marxism, editado por la casa Brill de Leiden, una obra académica ejemplar. En medio habían salido libros parecidos con títulos inequívocos como The Machiavellian Moment, de J. G. A. Pocock o Der webersche Moment. Zur Kontingenz des Politischen, de Kari Palonen. Como vemos, se acumulaban los momentos para definir el presente del pensamiento político.

Sin embargo, estas operaciones intelectuales son comprensibles. Gramsci, como todos estos otros autores, es un hombre para todas las estaciones, un autor que ilumina cualquier presente político de nuestras sociedades. Por eso no es casual que Maquiavelo no deje de estudiarse, que Weber siga siendo el autor más leído de las ciencias sociales y que, muchos años después de sus primeras ediciones en español, Gramsci se lea y se reedite. Quienes hemos tenido la fortuna de gozar de una vida intelectual ya relativamente larga, podemos recuperar nuestra juventud prologando ahora, vísperas de la vejez, este libro que acompañó nuestra época y nuestras experiencias de formación y que posiblemente entonces leímos sin una adecuada perspectiva. Y esto literalmente. Baste recordar que en 1979 toda la política española estaba influida por la cuestión del eurocomunismo, un contexto mimético en España del poderoso proceso de pensamiento italiano y ambos igual de frustrados y frustrantes. En realidad, ese era precisamente el último de los epígrafes de la introducción de Mouffe: «Gramsci and eurocommunism».

En aquellos años todo parecía precipitado y la recepción de Gramsci no fue una excepción. Pero para los españoles de mi generación, que abríamos los ojos intelectuales en 1977, el efecto de cercanía tenía que ver con textos como el siguiente, que abre este libro y que marca el tono y el sentido del mismo, al menos en mi caso. Al invocar los Ricordi politici e civili de Guicciardini, Gramsci quería alejarse de las autobiografías en sentido estricto y analizar las experiencias civiles, en el sentido ético político, relacionadas con su vida. Esto pretendían ser los Cuadernos de la cárcel, de los que Pasado y Presente era el último volumen de la edición temática que hizo Felice Platone para Einaudi en 1951, diferente de la cronológica que después publicaría Valentino Gerratana. Para llevar adelante esta empresa Gramsci debía identificar aquellos elementos vitales que tuvieran un valor universal o nacional. Los jóvenes que habíamos crecido en el paisaje sentimental de Machado y Camus nos sentíamos muy cercanos al centro mismo de esa experiencia y al sentido de ese valor político. También nosotros estábamos concernidos, como él, por «procesos vitales que se caracterizaban por la permanente tentativa de superar un modo de vivir y de pensar atrasado, como aquel que caracterizaba a un sardo de comienzos de siglo, para apropiarse de un modo de vivir y de pensar que no sea regional y de aldea, sino nacional, y tanto más nacional (incluso nacional justamente por eso) en cuanto trataba de insertarse en los modos de vida y pensar europeos». Quitemos algunas palabras allí donde leemos «sardo de comienzos de siglo», y pongamos «andaluz del franquismo tardío» y comprenderemos la fuerza del impacto que tuvo entre nosotros este texto.

Sin embargo, es completamente cierto que el uso que hizo el eurocomunismo español de Gramsci resultó espurio. Fue la coartada para abandonar el estalinismo sin tener que decir una palabra de autocrítica y así, de matute, aceptar la democracia como si los comunistas siempre hubiesen sido demócratas, sin un debate teórico apropiado, sin incorporación de los elementos centrales de esa tradición. Esa fue una de las debilidades del primer momento gramsciano español y significaba que para entender a Gramsci necesitamos regresar a algunas estaciones históricas más atrás, hacia la Reforma y la Ilustración, por lo menos. En todo caso, con la ruina del PCE, se demostró que las discusiones intelectuales miméticas, oportunistas e instrumentales acaban en desastres políticos. Que la primera antología de Gramsci tuviera que editarla Sacristán en 1974, fecha de su primera edición, ya muestra hasta qué punto todo se movía en un profundo malentendido. El inspirador teórico de la línea oficial del PCE de aquel momento, el padre del eurocomunismo europeo, tenía que ser analizado, editado y pensado por el que acabaría siendo un paria del partido. Por supuesto, la importante discusión que por aquel entonces se iniciaba en otros foros, y que en 1985 habría de llevar a Hegemonía y estrategia socialista, no tuvo entonces repercusión alguna entre nosotros. El debate prácticamente se realizó en el mundo anglosajón, que también deseaba sacudirse el yugo de Althusser, yugo que por aquel entonces se anudaba con fuerza al cuello de algunos intelectuales españoles. Sin embargo ahora, con cierta retrospectiva, podemos ver el libro de Mouffe y Laclau como una obra importante, que marca con fuerza el contenido intelectual de una época. Comparada con ella, la aproximación de Sacristán no puede sino parecernos anecdótica.

La segunda oportunidad para pensar a Gramsci desde la circunstancia española la trajo el movimiento del 15M y la posterior inspiración que los principales líderes de Podemos obtuvieron de la lectura gramsciana. Esa lectura aparecía en algunos casos mediada por la sombra de Maquiavelo y por los intentos de Tronti de pensar el capitalismo posfordista; en otros venía propiciada por la posición teórica acerca de la política agonística y de la hegemonía que Chantal Mouffe y Ernesto Laclau habían mantenido en su propio itinerario intelectual. Buena parte de la aventura política de Podemos está condicionada por estas dos tradiciones suficientemente lejanas entre sí. Sin embargo, quizá eso no sea lo más relevante. En realidad, ninguna de esas dos posiciones se recreó de forma intensa y original, vale decir práctica, efectiva, política. Y ese es el problema que desearía abordar en esta presentación. Su espíritu es interno a este libro, pues como dice en él Gramsci: «Las ideas son grandes en tanto sean realizables, en tanto tornen clara una relación real que es inmanente a la situación». Pero tornarla clara para Gramsci es solo concretar «el proceso de actos a través de los cuales una voluntad colectiva organizada esclarece esa relación (la crea) o, esclarecida, la destruye sustituyéndola». En este sentido, el pensamiento de Gramsci tampoco en esta ocasión ha dado todavía ese fruto en el que una idea instituye al mismo tiempo el proceso de su realización, fruto en el que se verifica la unidad de teoría y práctica. Es aquí donde conviene releer el pasaje, que el lector encontrará en este libro, de combinar el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad.

Las preguntas

En todo caso, se trata de una cuestión abierta y, por supuesto, de un debate sin cierre, sustancial, carente de todo sentido de oportunismo, que no puede liquidarse precipitadamente. La segunda oportunidad de Gramsci en España todavía no está cerrada. Si la metáfora fundacional de Hegemonía y estrategia socialista era la específicamente cartesiana, ahora, en esta segunda oportunidad gramsciana, el pensamiento del italiano ha llegado a un sitio donde se puede analizar de forma creativa en cierta comunidad, tras una larga travesía de soledades teóricas. En efecto, en el libro que firmaron juntos Mouffe y Laclau aceptaban que en el ámbito teórico la autoafirmación cartesiana era el modelo. Si un viajero se pierde en el bosque (y perdido en el bosque se veía el intelectual que pretendiera seguir apegado al marxismo en 1978, como perdidos en el bosque estamos desde la crisis del 15M), entonces debe emprender siempre un camino en línea recta, sin titubear, sin marcha atrás, porque el bosque no es eterno. En algún momento podrá llegar a un sitio donde se pueda realizar la vida en común en mejores condiciones que en medio de la maleza. Y es verdad. Los intelectuales inspirados por Gramsci, Mouffe y Laclau, llegaron a ese lugar en que poder vivir en comunidad, primero en la marea rosada latinoamericana, y luego en lo que podemos llamar la marea nacional-populista europea. Y eso le ha concedido otra oportunidad a un hombre para todas las estaciones, Antonio Gramsci.

Podemos preguntarnos, sin embargo, si las aspiraciones de Chantal Mouffe al poner de nuevo a Gramsci en circulación en 1979 preveían este desenlace populista. Esta pregunta puede realizarse de otro modo todavía más interesante. Cabe preguntarse si Hegemonía y estrategia socialista, libro claramente inspirado en el reading de Mouffe sobre Gramsci, fue escrito en el horizonte populista y si en alguna medida se puede decir que aquel libro preparara el volumen bastante más tardío de La razón populista. Estas preguntas son importantes porque tienen que ver con la cuestión de si la previsión de un Gramsci populista era originaria, y la de si la evolución teórica de Mouffe y de Laclau puede considerarse convergente. En suma, podemos preguntarnos si una pensadora profundamente conocedora de Gramsci como Mouffe podía entrar sin resistencias en una operación teórica destinada a identificar la forma de la política como populismo.

La serie de preguntas que acabo de realizar tiene una finalidad muy concreta que no se limita a la de contribuir a clarificar la historia de una recepción. En efecto, se trata de dilucidar esto: ¿un Gramsci populista o un Gramsci republicano? Cuando en 1979 Mouffe hizo su aproximación al autor italiano, y cuando se coescribió Hegemonía y estrategia socialista, sin duda se quería extraer de Gramsci las enseñanzas adecuadas para construir una teoría democrática radical. En mi concepto, esa teoría era profundamente republicana. Por lo tanto, la deriva posterior hacia el populismo, que le ha dado celebridad mundial, fue algo no suficientemente explicado en la trayectoria de Laclau. Por supuesto, identifico más coherencia en la posición de Mouffe, que se ha mantenido cerca de la democracia radical en todas sus etapas.

De nuevo, estas preguntas no son eruditas. Se trata, por el contrario, de preguntarnos si la nueva oportunidad histórica de Gramsci en España, propiciada por la emergencia de Podemos, no ha padecido el lastre de una indefinición. Y esa indefinición sería la de asumir dos lecturas de Gramsci no convenientemente matizadas. Por una parte, una lectura de Grams­ci desde un esquema que no supera el viejo marco eurocomunista y que por eso suena tan repetida en la política española. Por otra parte, se ha propiciado un Gramsci populista. Por mi parte, me temo que el Gramsci que debe tener su oportunidad histórica es aquel que sea capaz de conectar con las inquietudes originarias de Chantal Mouffe en 1979, un Gramsci que se desdibujó en Hegemonía y estrategia socialista y que espera una clarificación teórica para poder iluminar las tareas políticas del presente y del futuro. Un Gramsci republicano.

En realidad, lo que venimos haciendo hasta ahora es un ejercicio interno al pensamiento de Gramsci: se trata de ver la manera en que el pasado determina el presente. La lógica de la acción política es histórica, no económica. En realidad, la lógica de la acción intelectual, también. Esta es la tesis básica de Gramsci, que se abrió paso teniendo que desmarcarse de una comprensión idealista de la historia y de la razón, tal y como la representaba Croce. A esa concepción no idealista de la historia Gramsci la llamó historia integral. Al menos deberíamos estar en condiciones de ofrecer por nuestra parte un Gramsci integral. Y a eso puede contribuir la edición de este libro.

Esa integralidad tiene que ver con su republicanismo. Mi tesis aquí es que ofrecer una visión integral de Gramsci solo es posible si comprendemos de modo suficientemente profundo y creativo su teoría de la hegemonía. Y esto nos lleva a comprender que para este asunto no caben recodos ni prisas. No podemos apropiarnos de un Gramsci que esté listo para animar procesos electorales. Si la hegemonía, como sabe cualquiera, implica disponer de un nuevo principio civilizatorio, eso no se hace en una sentada. La mayor diferencia entre Marx y Gramsci reside en que este supo ver la solidez del proceso histórico y la densidad del tiempo, mientras que aquel estaba más inclinado a la aceleración de la escatología. Esta casi siempre es instantánea, algo que Marx no supo exorcizar ni siquiera con esa instancia mediadora que era la dictadura del proletariado. Gramsci, al conocer que los principios civilizatorios se conforman en el largo plazo, no pudo pensar que la hegemonía era algo parecido a una batalla escatológica. Eso es lo que hay en el trasfondo de la discusión entre guerra de movimientos y guerra de posiciones; a saber: un sentido diferente del ritmo de la historia. Y este libro incluye reflexiones sobre el particular muy interesantes y poco tenidas en cuenta.

Cuando miramos las propuestas de Gramsci con este ánimo, nos ahorramos toda retórica dudosa. De nada tienen más necesidad las fuerzas progresistas que de entender sus batallas en el largo plazo, para dotarlas de la verdadera dimensión histórica. Esa es la base de la forja de un nuevo carácter político español. Abandonar las prisas, las instrumentalizaciones, los oportunismos, todo eso que nos convierte en pobres diablos intelectuales. Esas prácticas, que son catastróficas, fomentan nuestro estilo político agitado, apocalíptico, y nuestra decepción alcanza a veces la dimensión de lo abisal. Con este espíritu es muy difícil encarar las tareas que exige una hegemonía en sentido gramsciano auténtico, porque este incluía una voluntad rocosa y una inteligencia que no se engaña. Lo peor que se puede hacer en este asunto es confundir la hegemonía con la conquista electoral de una mayoría absoluta. Son dos cosas que conviene separar y tenemos derecho a preguntarnos si se han separado de forma debida. Si no estamos en condiciones de templar el ánimo lo suficiente como para saber que el tiempo de forjar una hegemonía no es el de la dinámica electoral, entonces no merecemos invocar el nombre de Gramsci. El primer proceso es lento y complejo. El segundo es importante, pero superficial. Pero si no recordamos la tesis general de Gramsci, según la cual una hegemonía siempre describe una política de alianzas y supone la pluralidad, entonces no estaremos en condiciones de comprender el tipo de líderes políticos y de virtudes políticas que necesitamos para ese fin, ni la forma de encarar los procesos electorales.

Hegemonía

¿De qué hablamos cuando hablamos de hegemonía? Desde luego de lo que Mouffe llamó la doble inversión de la tradición marxista. La primera afirma la supremacía de las superestructuras ideológicas sobre la estructura económica. Esta premisa hoy se presenta bajo la supremacía de la forma de pensamiento económico neoliberal sobre la propia estructura económica capitalista, que es mucho más compleja que ese pensamiento y sin embargo acaba ocultada por él. La segunda premisa propone la primacía de la sociedad civil sobre la sociedad política, o, lo que es lo mismo, la primacía del consenso o de las redes de entendimiento sobre la coacción y la dominación. La hegemonía afirma las dos cosas a la vez. Sin embargo, debemos extraer las consecuencias de este planteamiento. Hasta ahora, Gramsci ha sido usado para escapar al determinismo económico marxista, mediante la primera inversión, y para escapar al autoritarismo de Lenin, en la segunda inversión. Todos los argumentos de Hegemonía y estrategia socialista caminaron en esta dirección. Pero negar el determinismo de la economía no es todavía pensar la manera en que la economía entra en el nuevo principio hegemónico. Y sin pensar esto, es muy difícil imaginar el consenso capaz de superar a la coacción y dejar atrás la forma autoritaria de la política. En suma, Gramsci fue usado desde el principio para autonomizar la política de la economía. Pero esto, con demasiada frecuencia, luego ha venido a significar no pensar la economía desde la política o, incluso algo peor, pensar la política contra la economía. Y una cosa, la autonomía de la política, no implica la otra, no pensar la economía o pensar contra ella. Aquí las claridades teóricas del libro de Mouffe, Gramsci and Marxist Theory, se redujeron en la evolución que lleva a La razón populista. Y mi tesis es que un Gramsci republicano debe pensar la economía. Un Gramsci populista, no.

Pero sin pensar la economía desde la política no podemos configurar un concepto adecuado de hegemonía. Hegemonía es un dispositivo ético-político, pero «también tiene que ser económica, pues ha de tener sus bases en la función decisiva ejercida por el grupo dirigente en el decisivo corazón de la actividad económica» [Q13, §18]. Sin analizar este texto hasta sus últimas consecuencias no podemos avanzar. Pues si hegemonía implica poner en marcha un nuevo principio civilizatorio, no podemos en modo alguno imaginar qué puede significar este nuevo principio si no damos respuesta a las demandas económicas de la vida social. Por supuesto que este nuevo principio no estará determinado en última instancia por el sistema económico. Pero apenas podemos imaginar una sociedad civil (la instancia de la producción de consenso) sin claridad de miras en las realidades económicas. En suma, sin integrar una interpretación del aparato productivo no habrá propuesta de futuro. La economía no es razón suficiente de la política. Pero es una condición necesaria. No la determina en última instancia, pero entre no determinarla al modo clásico y dejarla completamente libre hay una importante brecha. Eso que se llama ideología, y que integra un nuevo principio civilizatorio, mantiene su primacía sobre la economía, pero tiene que interpretarla. No puede dejarla al margen. Vemos ahora que construir hegemonía no es semejante a ganar una elección por mayoría absoluta, pero tampoco se parece a una operación teórica que un pensador forja en el gabinete de estudio. Interpretar el aparato productivo no es cosa de una autoridad intelectual que dicte sus genialidades, sino obra de formas de vida sociales, de prácticas creativas, de uso orientado de las instituciones, de creatividad en la solución de necesidades y de imponer una dirección a la vida del Estado. Sobre esa capacidad de creación de formas de vida reposa la dimensión central de la sociedad civil, pero también las prácticas democráticas de un Estado.

La batalla por la hegemonía no es la batalla por un poder estatal cuyo objeto es el control del proceso completo de reproducción social. Es la batalla por un principio civilizatorio nuevo, que en modo alguno puede eliminar la dimensión productora de hegemonía que posee la sociedad civil. En realidad, esta problemática es mucho más compleja y tiene que ver con la cuestión, que no conviene olvidar, de hasta qué punto la revolución pasiva de la sociedad burguesa, desde 1848 por lo menos, ha generado una sociedad civil que es la verdadera fuente de la hegemonía. Pero al margen de la genealogía de la sociedad civil en la revolución pasiva (problema que no será posible dilucidar al margen del libro de Jan Rehmann Max Weber: Modernisation as Passive Revolution, editado por Brill en 2013), de lo que no cabe duda es de que, para Gramsci, desde la sociedad civil ha de emerger la hegemonía, pues solo en ella se gana la guerra de posiciones. Pero, por eso mismo, ninguna hegemonía puede exhaustar la sociedad civil. El aspecto de lucha que encierra toda hegemonía le viene de su parcialidad, de su capacidad de expresar los puntos de vista de una parte. Como dice en una entrada fundamental de este libro, que se titula precisamente de este modo, en los Cuadernos de la cárcel se entiende la sociedad civil «en el sentido de hegemonía política y cultural de un grupo social sobre la entera sociedad, como contenido ético del Estado». Con claridad dijo que este era el sentido de sociedad civil en Hegel y lo contraponía al sentido que la Iglesia católica da a este concepto como algo secundario y artificial frente a las sociedades naturales de la familia, el municipio y demás. Esto significa que la clave del asunto reside en que la sociedad civil es la arena de la lucha por ofrecer un contenido ético al Estado, y esto quiere decir que es el terreno en el que tienen lugar las luchas por las interpretaciones, las contrastaciones, las innovaciones que han de pasar al contenido ético del Estado.

En su complejidad, esta tesis supone, primero, la relativa autonomía de la sociedad civil, por mucho que haya sido fortalecida desde el Estado mediante la racionalización y la socialización propia de la revolución pasiva; segundo, las posibles interpretaciones diferentes del aparato productivo y del dispositivo económico, con arreglo a determinados momentos y tradiciones culturales, pues el aparato productivo no ofrece una interpretación cerrada de sí mismo; y, tercero, la definición del contenido ético del Estado, esto es, la asunción por parte del poder ético-político de la interpretación cultural y ético-social de la economía, que eleva lo que se entiende como necesidades a la esfera de lo que el Estado debe atender, es decir, a la esfera de la libertad. Y por eso la interpretación del sistema productivo que encierra la hegemonía debe incorporar una versión del interés general común de una sociedad. Mouffe supo ver que esta era una comprensión republicana de las cosas presente en el joven Marx, pero posteriormente abandonada por él. Incluso podríamos decir que no en todas partes este interés general está vinculado a la clase fundamental en Gramsci. Otras veces él usa la expresión del grupo social dirigente. Puesto que el núcleo de la hegemonía es la novedad de un principio civilizatorio, ese grupo social dirigente puede ser el de aquellos que sin desplegar una nueva interpretación del sistema productivo se ven condenados a la vida precaria y sin futuro.

De este modo tenemos la estructura de la hegemonía que, por eso, implica a la economía, interpretada a la luz de tradiciones culturales de índole nacional, capaces de generar un contenido ético-político con el que transformar el Estado de elemento puramente coactivo de dominación en punto de máxima expresión de una voluntad popular dirigente. Hemos de poner el énfasis en el hecho de que el aparato productivo, el tejido económico, las prácticas de la infraestructura, no se pueden interpretar sin la comprensión de la historia. En todo caso, esa interpretación apenas puede abordarse desde el esquema de la relación de causa y efecto entre estructura y superestructura. Es por eso que solo la hegemonía entendida en su plenitud puede fundar un Estado integral, y es por eso que los elementos que se ponen en juego aquí solo pueden identificarse mediante la historia integral. La hegemonía, de este modo, solo puede ser objeto de análisis de una ciencia combinada de la historia y de la política. Por eso no puede haber política sin medir las distancias entre el pasado y el presente. Y eso es lo que de verdad se puede estudiar en las diferentes entradas de este libro, que constituyen elementos importantes para una teoría de la historia. Por eso Felice Platone acertó al rotular este libro con el problema de la relación entre pasado y presente.

Es en este sentido, para propiciar una interpretación del sistema productivo como elemento de la nueva hegemonía, que Gramsci consideró siempre a la clase obrera como parte de la nación y por eso la implicó en la formación de ese grupo dirigente, aunque no estoy muy seguro de que meramente como clase obrera, cuya identidad ya se dé por supuesta desde el propio aparato productivo. Pero, en todo caso, el grupo dirigente no viene determinado por su lugar en la producción material de bienes. Para interpretar la economía se requiere activar un pasado cultural en cierto sentido fundamental. Sin duda, esto tiene mucho que ver con lo que otros pensadores del mismo tiempo, implicados en la lucha por preservar la democracia en su hora más tenebrosa, llamaron el estilo de la economía, por contraposición al sistema económico. En este punto, Gramsci no negó la relevancia de la ciencia de la economía y se opuso con fuerza, en su polémica con Ugo Spirito, a ese tipo de filosofía que absolutiza la mera interpretación y que quiere por ello hacer una economía a su medida. Hay que leer con atención las páginas que este libro dedica a esta ilusión del fascismo y su pretensión bizarra de negar la autonomía científica que pueda albergar la economía, con esa absurda pretensión de la omnipotencia política por dictar sus leyes a todos los ámbitos de la vida social. Sin ese contenido objetivo del proceso productivo y de su sistema productivo, alcanzable por la ciencia pero nunca determinable enteramente por ella, no hay interpretación posible, sino ilusión. Con una sorna que a veces recuerda el estilo sarcástico del Marx de La ideología alemana, Gramsci despreció estas aspiraciones de Spirito como propias de payasos.

Frente a ellas, una clave del pensamiento de Gramsci reside en identificar que, a pesar de su base científica, el sistema económico no puede cerrar una interpretación de sí mismo. Esa interpretación ya no puede ofrecerla la propia ciencia. En realidad, lo que se infiere de la tesis de Gramsci es que, en las prácticas nacionales y tradicionales, las mentalidades y las dimensiones de la cultura, hay ya depositada una preinterpretación del sentido de la economía, encarnada en un estilo económico, y que de ahí se pueden extraer esquemas latentes de interpretación del presente. Esto se parece mucho a la infrahistoria de Unamuno, a aquella mentalidad económico-religiosa popular, que alberga en su seno el sentido de la disposición de bienes que constituye la dignidad humana, el elemento ético de la justicia y el montante de las necesidades sin cuya cobertura no puede haber humanidad que tenga ese nombre. Esta mentalidad, este estilo, esta experiencia siempre latente, quizá nunca explícita del todo, se cruza siempre en la historia con las nuevas realidades que aporta la evolución del sistema productivo, generando lo que podemos llamar la economía popular. Esta siempre está potencialmente dirigida a la democratización de los bienes económicos, porque impone su propia acumulación popular, generacional, vital, anclada en la transferencia de funciones ordenadas del cuerpo y de la psique, su sentido de las necesidades y sus formas de atención. Y no es un azar que el neoliberalismo haga de su bandera acabar con estas formas populares de economía e introducir como una enseñanza más la forma específicamente afín a él de una economía financiera basada en la especulación de la bolsa y en las formas de capitalización sostenidas por la deuda y con ella acabar con todos los hábitos económicos enraizados en las formas de vida tradicionales. De los textos de Gramsci se extrae la consecuencia de que, sin hacer pie en esas prácticas y tradiciones culturales, no se logra dotar a todo este tejido económico de la percepción de un genuino contenido universal y, por eso, no se llega a una expresión ético-política capaz de imponerse como universal; esto es, como derecho desde la dimensión del Estado.

La teoría de Gramsci, como ciencia de la historia y de la política, es algo más que una ciencia parcial. La economía sigue siendo parte de la ciencia de la historia y no puede separarse de las intervenciones ético-políticas del Estado. Esto es: la economía nunca vive fuera de la hegemonía. Este enunciado sigue siendo válido hoy, por mucho que el neoliberalismo se empeñe en producir la apariencia de que cierto aparato productivo, eso que ellos llaman la industria financiera, se pretenda separado del Estado y esté en condiciones de disponer de criptomonedas que no coinciden con ninguna divisa soberana. Eso no es sino una falsa impresión ideológica. Las observaciones de Gramsci sobre la convergente formación del Estado italiano y la actuación industrial de Giolitti en Turín son de una agudeza sorprendente, sobre todo cuando se llega a comprender hasta qué punto estas observaciones disminuyen la relevancia de Croce en el horizonte del pensamiento de Gramsci. Por supuesto, Giolitti no es importante por su capacidad teórica o por su ciencia económica, sino por la manera en que interpretó el aparato productivo italiano, lo conectó con una cultura local y de esa forma elevó sus exigencias al ámbito ético-político del Estado.

Sin embargo, el hecho mismo de que esa historia económica no pueda desprenderse de sus alvéolos culturales y religiosos –algo que en cierto modo también pensaron los ordoliberales– nos muestra que la ciencia que está buscando Gramsci es lo que llamamos historia integral, sin la que no cabe pensar el esquema mismo de la hegemonía. Por supuesto que hoy no podemos sentirnos satisfechos con la manera en que Gramsci pensó esa historia integral, pues apenas podemos imaginar la historia económica sin la historia de la tierra, sin mostrar cómo ese estilo económico tiene que ver con el tratamiento del medio, del paisaje, de las relaciones entre campo y ciudad y tantas cosas más que solo con el Antropoceno entran en el horizonte de estudio; y apenas podemos pensar la historia de la cultura sin la historia de la formación del aparato psíquico y del estilo psíquico, de aquello que Ortega llamó «técnicas del alma», algo a lo que solo podemos llegar con categorías freudianas. Otras ciencias, por tanto, y otra forma de entender sus relaciones, pero no otro sistema de ciencia, siempre convergente en la historia integral.

Aquí, en esta capacidad de integrar elementos nuevos, la lección de Gramsci es memorable. Desde la cárcel, con un régimen estricto de censura y de control de materiales intelectuales a su disposición, no solo se hizo con todo el presente político europeo, sino que estuvo en condiciones de comprender la relevancia de Freud y de Weber, algo que para mí tiene el significado ingente de identificar a los gigantes intelectuales de su tiempo sin anteojeras, a las inteligencias con las que medirse. «El entusiasmo no es más que exterior adoración de fetiches», dice en una nota que incide en la distinción entre optimismo y pesimismo y la necesidad de no confundir optimismo y entusiasmo. Fundamentar este punto nos hace pasar por Freud, de quien Gramsci ofrece alguna observación penetrante. Por supuesto, no solo supo usar categorías freudianas para el análisis político, sino que recordó el escrito fundamental de Weber, Parlamento y Gobierno, como un estudio paralelo al propio, que podía ser muy instructivo a la hora de estudiar una realidad social más compleja, como la de Alemania. Lo leyó en la traducción italiana de Enrico Ruta, a la que calificó como «muy imperfecta e imprecisa».

Pero, para los filósofos, Gramsci encierra todavía una lección más decisiva que tiene que ver con el perfil último de la cuestión de la hegemonía. Lo que estaba en juego con el principio civilizatorio que alberga una nueva hegemonía es una «cierta definición de realidad», por recordar una brillante formulación de Mouffe, «de la cual la filosofía constituye el más alto nivel de elaboración». La lucha por la hegemonía es una lucha por la definición de realidad y eso es lo propio de la filosofía. Ahora bien, esta lucha por la realidad no es un movimiento especulativo, ni un asunto hermenéutico, ni se basa en los análisis de textos. Las observaciones de estas notas sobre la mera cultura libresca son así pertinentes. La realidad no se define mediante esos análisis que solo comentan los textos de la gente que habla sobre el ser. Se define mediante la solidez de prácticas sociales, de formas de vida, de operaciones técnicas, de implícitos del mundo de la vida atravesada por sus pragmas, pues no hay realidad si no implica relaciones humanas. Pues incluso la relación inexpresable con el principio de realidad, aquello que Freud llamaba sentimiento oceánico y que es el fundamento de una forma de comprender la mística y la religión, solo es posible como parte de la forma de vida y solo tiene sentido dentro de las prácticas sociales. En todo caso, la tesis de Gramsci es que la historia de la filosofía llega a ser tal por el vínculo de filosofía y política; esto es, por la comprensión de lo real que encierran las formas de construcción de hegemonía. El que esas formas no puedan ser unificadas, ni ultimadas, ni totalizadas jamás, ese es el verdadero sentido de que el ser se dice de muchas maneras. Por eso, una comprensión apolítica de la realidad está condenada literalmente a una vaga metafísica, pero también a una política vacía. Pretender separar la ontología de la política es un mal negocio filosófico.

Invitación

Por supuesto, no podemos trazar aquí sino unas breves ideas que inviten a leer este libro. Y ese es el destino de una introducción, convertirse en una invitación. El motivo no puede ser otro que extraer de él materiales para una genuina política republicana capaz de estar a la altura de los tiempos y de ofrecer un programa democrático emancipador. Que eso pueda presentarse como una teoría de la hegemonía es una cuestión abierta, pero no por las objeciones que puedan surgir procedentes de la tesis de haber entrado en una época decididamente poshegemónica. Esta afirmación, cuando vivimos bajo el dominio de la sociedad neoliberal, cuyo ignoto proceso de evolución ahora tememos con certeza, esa reserva, digo, se convierte hoy en una ceguera voluntaria. La cuestión de la hegemonía del futuro es una cuestión abierta porque no disponemos de los materiales necesarios para trazar ese camino desde un aparato productivo, fuente de necesidad, hasta una nueva interpretación del mismo como fuente de una libertad. Al menos no disponemos de una visión diferente de libertad que aquella que nos ofrece el deseo canalizado por el mercado y la industria financiera. En suma, la manera en que pensemos la hegemonía apropiada para el republicanismo del presente no está definida. Sin embargo, no cabe duda de que solo pensando existencialmente estos textos estaremos en condiciones de acercarnos a una oferta ético-política capaz de dotar al Estado de una dimensión de eticidad apropiada, esto es, de un valor común aceptado de lo justo.

En este sentido, vemos aquí una tarea intelectual de primer orden que solo se alcanza y llega a interpelarnos cuando comprendemos la crítica de Gramsci a Croce que se nos ofrece en estas páginas. Croce se vio como el mediador entre dos extremismos, pero Gramsci le echó en cara que, de ese modo, «colaboraba con el actor del drama histórico que tiene menos escrúpulos y menos sentido de la responsabilidad». Fue entonces cuando Gramsci se hizo la pregunta que nos interpela de forma directa: «¿No hubiera sido más honesto intelectualmente aparecer en la escena en el verdadero papel de aliado con reservas de una de las partes, que querer aparecer en cambio como superior a las miserias personales de las mismas partes y como encarnación de la historia?». Esa pregunta concierne de forma directa a la experiencia y al avatar político de una generación que cooperó en el fortalecimiento de la democracia española desde una posición ilustrada considerada que entendía la necesidad de los pequeños pasos; y lo hizo desde una buena fe que resultó traicionada por una corporación de pequeños diablos políticos oportunistas que no merecen que la inteligencia gaste un minuto en mediar con ellos ni en reconocer su posición, completamente ilegítima. El intelectual, en esta posición, no debe aparecer como encarnación del espíritu objetivo de la historia que resuelve contradicciones y oposiciones por encima de las partes, sino que ha de estar de parte de la decencia y de los agraviados.

Por supuesto, siempre se corren riesgos cuando se concretan esas «reservas» de la alianza. En este sentido, Gramsci llama a una tarea que no puede eliminar el espíritu alerta de la objetividad, algo que en este texto se vincula a la dimensión moderna de fortalecer el nivel cultural, defender la condición crítica y agudizar el sentido de las diferencias. Para aproximarse a estos logros, este libro es muy eficaz porque busca en cada línea el detalle político. Engarzadas en textos a menudo difíciles, pero siempre importantes, se encuentran joyas del más auténtico pensamiento político, y por eso este libro merecería un comentario amplio, pormenorizado y contextualizado. Todo con la idea de no hacer de Gramsci un autor perfecto, acabado, del que apropiarse al modo académico, sino un pensador que, situado en una época tan laberíntica como la nuestra, nos interpela existencialmente a cada paso. En algunos casos, sus problemas nos son increíblemente cercanos, como cuando echa de menos, como nosotros hacemos, una genuina historia política española, lo que no puede sino producir un «escaso espíritu nacional y estatal en sentido moderno». La consecuencia de esta ausencia, sin la que ningún elemento de la hegemonía es viable, y desde la que el mayor desconcierto ha de reinar en el campo político, fue descrita por Gramsci de un modo que no puede sino sorprendernos por su actualidad: «Las tendencias políticas más opuestas no podían tener un mínimo común de objetividad: la historia era propaganda política, tendía a crear la unidad nacional, esto es, la nación, en lo externo, contra las tradiciones, basándose en la literatura; era un querer ser, no un deber ser».

Por eso este libro reclama un programa capaz de ofrecer los elementos de una hegemonía emancipadora. Y no solo desde el punto de vista de un compromiso de los intelectuales. Reclama también la forja de virtudes políticas centrales, sin las cuales nadie puede devenir actor con sentido histórico. Véase esta sentencia, capaz de iluminar nuestro presente con fuerza: «El subversivismo popular es correlativo con el subversivismo de arriba; o sea, el no haber existido jamás un dominio de las leyes, sino solo una política de arbitrio y de conventículo personal o de grupo». ¿Nos suena de algo? Desde luego que precisamos completarla con otras sentencias que nos sugieren que la fortaleza de proyecto emancipador está relacionada con la fuerza de la conciencia de la función específica ético-política del Estado. Pero aquí no podemos ir más allá de especificar algunos destellos de esa condición siempre teórico-práctica de la mirada de Gramsci y elevar al lector la promesa de un trabajo intelectual fecundo.

Cuando identificamos el metabolismo intelectual de un hombre que debió contener las prisas, percibimos el presente como una realidad que se mueve más lentamente, pero que al mismo tiempo ofrece de nuevo oportunidades que creíamos dejar atrás. Por eso mismo, nos acostumbra a juzgar los procesos históricos en su arco más amplio. Uno de estos textos describe una amenaza presente con una agudeza de la que ningún observador vivo podría presumir: «Se puede decir que, a medida que languidece la tendencia a pedir una constituyente democrática, una revisión del Estatuto en sentido radical, se refuerza la resistencia constitucionalista al cambio, que dando una interpretación restrictiva del Estatuto, amenaza con un golpe de Estado reaccionario». Aunque sugiero cambiar Estatuto por Constitución, no creo necesario proponer más sustituciones para que este pasaje sea lúcido como un aviso. Por lo demás, este pasaje acaba con este otro que quizá conviene a una historia cercana, quizá pasada, quizá todavía no: «Toda elección parecía ser para una constituyente, y al mismo tiempo parecía ser para un club de cazadores. Lo extraño es que todo aparentaba el máximo de democracia».

Sin embargo, el trabajo espera. Como he dicho, comenzamos a ver que la interpretación hegemónica que de la totalidad de la reproducción del mundo social ofrece el neoliberalismo no puede sino generar una aguda conciencia de la necesidad de un nuevo principio civilizatorio, capaz de interpretar de otro modo nuestro aparato productivo a la luz de nuestra historia. En esa tarea no podemos dejarnos cegar por la coyuntura ni podemos reducir la singularidad histórica a mera anécdota. Entramos en un tiempo largo, pero desde luego es un tiempo de durata neoliberal. Su principio no es universalizable ni puede reconciliarse con la esfera política y esta va a existir mientras existan seres humanos. Parte de ese trabajo pasa por llevar al capitalismo financiero, tal y como se ha interpretado en el presente, al reto de comprobar si es compatible o incompatible con la democracia. Pues lo que no permitirá el ser humano es un mundo donde el singular no sea libre y donde aumente no solo el dominio del humano por el humano hasta niveles propios del pasado, sino que se haga asfixiante el dominio de un dispositivo anónimo que reduzca la vida a precariedad, pobreza y barbarie. No hace falta leer a Agamben para identificar la nuda vida en el presente, pero sí hace falta leer a Gramsci para saber que eso no es un efecto de la naturaleza de las cosas. «Si, en efecto, las clases dominantes de una nación no han conseguido superar la fase económica-corporativa que las lleva a explotar a las masas populares hasta el extremo consentido por las condiciones de fuerza, o sea, a reducirlas solo a la vegetatividad biológica, es evidente que no se puede hablar de potencia del Estado, sino solo de un disfraz de potencia». Juzgue el lector, con esta y con muchas más sugerencias que encontrará en este libro, cuál es el Estado que lo acoge.

Mas Camarena, 6 de abril de 2018.

Pasado y presente

Experiencias civiles y morales

Extraer de este título una serie de notas que sean del tipo de los Ricordi politici e civili de Guicciardini (respetando todas las proporciones). Los Ricordi son tales en cuanto reasumen no tanto los sucesos autobiográficos en sentido estricto (si bien estos no faltan), como las «experiencias» civiles (morales en sentido más bien ético-político), estrechamente vinculadas con la propia vida y con sus vicisitudes, consideradas con su valor universal o nacional. Por muchos motivos, una redacción así puede ser más útil que la autobiografía en sentido estricto, especialmente si se refiere a procesos vitales que se caractericen por la permanente tentativa de superar un modo de vivir y de pensar atrasado, como aquel que caracterizaba a un sardo de comienzos de siglo, para apropiarse de un modo de vivir y de pensar que no sea más regional y de «aldea», sino nacional, y tanto más nacional (incluso nacional justamente por eso) en cuanto trataba de insertarse en los modos de vivir y pensar europeos, o por lo menos el modo nacional se comparaba con los modos europeos, las necesidades culturales italianas se comparaban con las necesidades culturales y las corrientes europeas (del modo en que era posible y factible en las condiciones personales dadas, es cierto, pero por lo menos según exigencias y necesidades mucho más sentidas en tal sentido). Si es cierto que una de las necesidades más fuertes de la cultura italiana era la de desprovincializarse, en los centros urbanos más avanzados y modernos, tanto más evidente tendría que aparecer el proceso en cuanto fuera experimentado por un «triple o cuádruple provincial», como por cierto era un joven sardo de principios de siglo.

NOTA I. Los Ricordi politici e civili de Francisco Guicciardini son riquísimos en chispazos morales sarcásticos, pero apropiados. Ejemplo: «Rogad a Dios de encontraros siempre del lado de la victoria, porque os elogiarán incluso aquellas cosas en que no habéis tenido parte alguna; como, por el contrario, quien se encuentra del lado perdidoso es responsabilizado de innumerables cosas en las que no tiene parte alguna». Recordar una afirmación de Arturo Labriola sobre cuán moralmente revulsivo es sentir cómo recriminan a las masas los antiguos jefes que han cambiado de bandera, por hacer precisamente lo que esos jefes habían ordenado antes. Para los Ricordi de Guicciardini ver la edición de la sociedad editora Rinascimento del Libro, 1929, con prólogo de Pedro Pancrazi.

NOTA II. Para la compilación exacta de esta sección, para tener chispazos iniciales y para ayuda de la memoria será necesario examinar cuidadosamente algunas colecciones de revistas: por ejemplo de la Italia che scrive de Formiggini que en determinados tópicos da un cuadro del movimiento práctico de la vida intelectual: fundación de nuevas revistas, concursos, asociaciones culturales, etc. (sección de secciones); de Civiltà Cattolica, recoger ciertas actitudes y para las iniciativas y las afirmaciones de entidades religiosas (por ejemplo: en 1920, el episcopado lombardo se pronunció sobre las crisis económicas, afirmando que los capitalistas y no los obreros deben ser los primeros en sufrir las consecuencias). La Civiltà Cattolica publica cierto artículo sobre el marxismo muy interesante y sintomático.

Un pensamiento de Guicciardini

«Cuánto se engañan aquellos que a cada palabra apelan a los romanos. Sería necesario tener una ciudad condicionada como la de ellos; y después gobernarse según su ejemplo; lo cual, a quien tiene las cualidades desproporcionadas, es tan desproporcionado cuanto lo sería querer que un asno corriera como un caballo».1

Crítica del pasado

Cómo (y por qué) el presente sea una crítica del pasado, además de su «superación». Pero ¿por eso debe rechazarse integralmente el pasado? Se debe rechazar lo que el presente ha criticado «intrínsicamente» y esa parte de nosotros mismos que le corresponde. Tal cosa, ¿qué significa? Que tenemos que tener conciencia exacta de esta crítica real y darle una expresión no sólo teórica, sino política. O sea que debemos adherirnos más al pasado que nosotros mismos contribuimos a crear, teniendo conciencia del pasado y de su continuación (y revivirlo).

Las grandes ideas

Las grandes ideas y las fórmulas vagas. Las ideas son grandes en tanto sean realizables, en tanto tornen clara una relación real que es inmanente a la situación y la torna clara, en tanto muestren concretamente el proceso de actos a través de los cuales una voluntad colectiva organizada esclarece esa relación (la crea), o esclarecida, la destruye sustituyéndola. Los grandes proyectistas verbalistas son tales precisamente porque de la «gran idea» lanzada no saben ver sus vínculos con la realidad concreta, no saben establecer el proceso real de ejecución. El estadista de clase intuye simultáneamente la idea y su proceso real de ejecución; compila el proyecto y simultáneamente el «reglamento» para la ejecución. El proyectista verbalista procede «probando y reprobando»; de su actividad se dice que «hacer y deshacer es un solo quehacer». ¿Qué quiere decir en «idea» que al proyecto debe conectarse un reglamento? Que el proyecto debe entenderse como todo elemento activo, de modo que se vea cuál debe ser el objetivo en su realización y actuación; que el mismo, sugiriendo un acto, hace prever las consecuencias positivas y negativas, de adhesión y de reacción, y contiene en sí las respuestas a estas adhesiones y reacciones, o sea que ofrece un terreno organizativo. Y este es uno de los aspectos de la unidad de la teoría y la práctica.

Corolario: ningún gran político puede dejar de ser también un gran administrador, todo gran estratega debe ser un gran táctico, todo gran doctrinario un gran organizador. Este también puede ser un criterio de valoración: se juzga al teórico, al hacedor de planes, por sus cualidades de administrador, y ser administrador significa prever los actos y las operaciones incluso «moleculares» (y las más complejas, por supuesto) necesarias para realizar el plan.

Naturalmente que también es justo lo contrario: de un hecho necesario se debe saber extraer el principio correspondiente. Críticamente este proceso es de suma importancia. Se juzga por lo que se hace y no por lo que se dice. Constituciones estatales > leyes > reglamentos: son los reglamentos y también su aplicación (hecha en virtud de circulares) los que indican la real estructura política y jurídica de un Estado.

¿Por qué los hombres son inquietos?

¿De dónde procede la inquietud? Porque la acción es «ciega», porque se hace por hacer. En tanto no es cierto que inquietos sean solo los «activos» ciegamente; sucede que la inquietud conduce a la inmovilidad: cuando los estímulos a la actividad son muchos y contrapuestos, la inquietud se convierte justamente en «inmovilidad». Se puede decir que la inquietud se debe a que no hay identidad entre teoría y práctica, lo que quiere decir que existe una hipocresía doble: se actúa mientras en el actuar hay una teoría o justificación implícita que no se quiere confesar, y «se confiesa», o sea, se afirma una teoría que no tiene correspondencia con la práctica. Este contraste entre lo que se hace y lo que se dice produce inquietud, o sea, descontento, insatisfacción. Pero existe una tercera hipocresía: a la inquietud se le busca una causa ficticia, que al no justificarse y no explicarse, no permite ver cuándo terminará la inquietud. Pero así planteada, la cosa resulta simplificada. En la realidad las cosas son más complejas. Mientras tanto es necesario tener en cuenta que en la realidad los hombres de acción no coinciden con los intelectuales y existen por otra parte las relaciones entre generaciones adultas y generaciones jóvenes.

Las responsabilidades mayores en esta situación son de los intelectuales, y de los intelectuales más maduros. En la lucha de los jóvenes contra los mayores, aun en sus formas caóticas, existe también el reflejo de este juicio de condena, que solo es injusto en la forma. En realidad los adultos «dirigen» la vida, pero fingen no dirigirla y dejar a los jóvenes la dirección, pero también la «ficción» tiene importancia en estas cosas. Los jóvenes ven que los resultados de sus acciones son contrarios a sus expectativas, creen «dirigir» (o fingen creerlo) y se tornan tanto más inquietos y descontentos. Lo que agrava la situación es que se trata de una crisis que impide que los elementos de resolución se desarrollen con la celeridad necesaria; el dominante no puede resolver la crisis, pero tiene el poder suficiente para impedir que otros la resuelvan, o sea: solo tiene el poder de prolongar la misma crisis. Cándido podría tal vez decir que eso es justamente necesario para que los elementos reales de la solución se preparen y se desarrollen, dado que la crisis es tan grave y requiere remedios tan excepcionales, que solo quien ha visto el infierno puede decidirse a emplearlos sin temblar y vacilar.

Del soñar con los ojos abiertos y del fantasear

Prueba de falta de carácter y de pasividad. Se imagina que un hecho ha sucedido y que el mecanismo de la necesidad ha sido subvertido. La propia iniciativa se ha tornado libre. Todo es fácil. Se puede lo que se quiere, y se quieren toda una serie de cosas que no existen en el presente. Es, en el fondo, el presente subvertido el que se proyecta en el futuro. Se desencadena todo lo reprimido. Es, en cambio, necesario atraer la atención hacia el presente tal como es, si se quiere transformarlo. Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.

La tendencia a disminuir al adversario

Es de por sí un documento de la inferioridad de quien la posee; se tiende en efecto a disminuir violentamente al adversario para poder creerse seguramente victorioso. En esta tendencia existe por eso ínsito oscuramente un juicio sobre la propia incapacidad y debilidad (que quiere aparentar coraje), y se podría incluso reconocer en ella un comienzo de autocrítica (que se avergüenza de sí misma, que tiene miedo de manifestarse explícitamente y con coherencia sistemática). Se cree en la «voluntad de creer» como condición de la victoria, lo que no sería equivocado si no se la concibiese mecánicamente y no se la transformase en autoengaño (cuando contiene una indebida confusión entre masa y jefes y rebaja la función de jefe al nivel más atrasado y groseramente gregario: en el momento de la acción el jefe puede infundir en la masa partidaria la persuasión de que el adversario será ciertamente vencido, pero él mismo debe tener un juicio exacto y calcular todas las posibilidades, incluso las más pesimistas). Un elemento de esta tendencia es de naturaleza opiácea: es, en efecto, propio de los débiles abandonarse a la fantasía, soñar con los ojos abiertos que los propios deseos son la realidad, que todo se desarrolla según los deseos. Por eso se ve, por una parte, la estupidez, la barbarie, la vileza, etc.; por la otra, las más altas dotes de carácter e inteligencia: la lucha no puede ser dudosa y ya parece tener en un puño a la victoria. Pero la lucha queda en sueños y vence en sueños. Otro aspecto de esta tendencia es el de ver las cosas como en un grabado, en los momentos culminantes de alto carácter épico. En la realidad, allí donde se comienza a actuar las dificultades aparecen graves desde un principio porque jamás se había pensado concretamente en ellas; y así como es necesario comenzar siempre por pequeñas cosas (por lo demás las grandes cosas son un conjunto de pequeñas cosas), la «pequeña cosa» es menospreciada; es mejor continuar soñando y remitir la acción al momento de la «cosa grande». La función de centinela es pesada, fastidiosa, fatigante; ¿para qué «derrochar» así la personalidad humana y no conservarla para la gran hora del heroísmo?, y así sucesivamente. No se piensa en que si el adversario te domina y tú lo disminuyes, reconoces estar dominado por uno que consideras inferior; pero entonces ¿cómo consiguió dominarte? ¿Cómo te venció siempre y fue superior a ti, aun en el momento decisivo en que debía dar la medida de tu superioridad y de su inferioridad? Ciertamente que estará de por medio la «cola del diablo». Pues bien, aprende a tener a la cola del diablo de tu parte.

Un chispazo literario: en el capítulo XIV de la segunda parte de Don Quijote, el caballero de los espejos sostiene que venció a don Quijote: «Y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a todos; y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona,

y tanto el vencedor es más honrado,

cuanto más el vencido es reputado;

así que ya corren por mi cuenta y son mías las innumerables hazañas del ya referido don Quijote».2

Optimismo y pesimismo

Es de observar que, muy a menudo, el optimismo no es otra cosa que un modo de defender la propia pereza, las propias irresponsabilidades, la voluntad de no hacer nada. E incluso una forma de fatalismo y de mecanicismo. Se cuenta con factores extraños a la propia voluntad y operatividad, se los exalta, parece quemarse en el ardor de un sacro entusiasmo. Y el entusiasmo no es más que exterior adoración de fetiches. Reacción necesaria, que tiene que tener por punto de partida a la inteligencia. El único entusiasmo justificable es el que acompaña la voluntad inteligente, la actividad inteligente, la riqueza inventiva en iniciativas concretas que modifican la realidad existente.

Caracteres nacionales

Cuando se habla de «caracteres nacionales» es necesario determinar bien lo que se quiere decir. En tanto es necesario distinguir entre nacional y «folklórico». ¿A qué criterios recurrir para hacer tal distinción? Uno (y tal vez el más exacto) puede ser este: el folklórico se asemeja al «provincial» en todos los aspectos, sea en el del «particularismo», sea en el anacrónico, sea en el sentido preciso de una clase privada de caracteres universales (al menos europeos). Hay un folklorismo en la cultura al que no se suele prestar atención: es, por ejemplo, folklórico el lenguaje melodramático, así como lo es el complejo de sentimientos y de «poses» esnobistas inspirados en las novelas de folletín.

Por ejemplo, Carolina Invernizio, que ha transferido a Florencia un ambiente novelesco copiado mecánicamente de las novelas de folletín francesas que tienen por ambiente a París, creó determinadas tendencias de folklore. Lo que se dijo del vínculo Dumas-Nietzsche a propósito del origen popular del «superhombre»3 da precisamente, luego, motivos de folklore. Si Garibaldi reviviese hoy, con sus extravagancias exteriores, etc., sería más folklórico que nacional: por eso hoy la figura de Garibaldi hace sonreír irónicamente, y esto es equivocado, porque en su tiempo, Garibaldi, en Italia, no era anacrónico ni provincial, porque toda Italia era anacrónica y provincial. Se puede, pues, decir que un carácter es «nacional» cuando es contemporáneo a un nivel mundial (o europeo) determinado de cultura y ha alcanzado (se entiende) este nivel.4 En este sentido era nacional Cavour en su política liberal, De Sanctis en la crítica literaria (y también Carducci, pero menos que De Sanctis), Mazzini en la política democrática; tenían destacado carácter folklórico Garibaldi, Vittorio Emanuele II, los Borbones de Nápoles, la masa de los revolucionarios populares, etc. En la relación Nietzsche-superhombre, D’Annun­zio tiene carácter folklórico destacado; así también Gualino en el campo económico-práctico (más todavía Luca Cortese, que es la caricatura de D’Annunzio y de Gualino); igualmente Scarfoglio, si bien menos que D’Annunzio, D’Annunzio aun menos que otros, por su cultura superior y no vinculada estrechamente con la mentalidad de novela de folletín. Muchos individualistas, anárquicos, populistas, parecen salidos de las novelas de folletín.

Este provincialismo folklórico tiene otros caracteres en Italia, y esto está ligado a lo que a los extranjeros aparece como histrionismo italiano, teatralidad italiana, algo filodramático, ese énfasis en el decir aun las cosas más sencillas, esa forma de chovinismo cultural que Pascarella describe en la Scoperta dell’America, la admiración por el lenguaje de libreto de ópera, etcétera.

Caracteres italianos