Pasaje al amor - Amanda Stevens - E-Book
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Pasaje al amor E-Book

Amanda Stevens

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Beschreibung

Un accidente le había robado la memoria a Zac Riley, pero pronto descubrió que era un soldado de élite entrenado por la organización secreta Proyecto Fenix. Y sólo él podía realizar una misión vital... que cambiaría su vida para siempre. Camille Somersby, encargada de desprogramar a los soldados de Proyecto Fenix, había tenido éxito con todos menos con el hombre al que una vez había amado y después perdido. Ahora tenía que cumplir su propia misión: detener a Zac para evitar repercusiones catastróficas...

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Seitenzahl: 216

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Marilyn Medlock. Todos los derechos reservados.

PASAJE AL AMOR, N.º 78 - 3.11.11

Título original: Secret Passage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-707-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Acerca de la autora

Personajes

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Acerca de la autora

 

Amanda Stevens es autora de éxito de unas treinta novelas románticas de suspense. Finalista del Premio de las Escritoras Románticas de América, ha recibido también varios importantes galardones de la revista Romantic Times. Actualmente reside en Texas con su marido y sus hijos.

Personajes

 

Camille Somersby: Hará cualquier cosa con tal de proteger a su abuelo y al futuro aunque implique engañar al único hombre que ha amado nunca.

 

Zac Riley: Un supersoldado que está dispuesto a llegar a extremos insospechados para cumplir con su misión.

 

Doctor Von Meter: Un maniaco egocéntrico que lleva más de sesenta años destruyendo vidas.

 

Doctor Kessler: El único que se interpone en el camino de Von Meter.

 

Roth Vogel: Un supersoldado con intereses propios.

 

Alice Nichols: Una mujer que sabe cómo conseguir lo que quiere.

 

Agente especial Talbott: ¿Este agente del FBI es un peón en un juego mortífero o un hombre dispuesto a traicionar a su país?

 

Betty Wilson: Una enfermera que siente algo más que un interés profesional por Zac.

 

Daniel Clutter: Un viudo muy sensible a los encantos de Nichols.

 

Adam: ¿El recuerdo de su hijo de cinco años podrá salvar a Zac?

Prólogo

 

La Ciudad Secreta, 1943

 

 

Su tapadera había sido descubierta. Por supuesto, no tenía pruebas, sólo la sospecha de que la estaban vigilando.

Camille Somersby introdujo la mano en el bolso y la funda del Colt 45 le dio valor mientras corría hacia su coche. Subió, cerró la puerta con fuerza, encendió el motor y se peleó un momento con las marchas antes de conseguir sacar el Studebaker de la zona cenagosa del aparcamiento.

Cuando llegó a la primera esquina, miró por el espejo retrovisor. No vio que la siguieran, pero no podía estar segura. En época de guerra había espías por todas partes; sobre todo allí, en un lugar que sus habitantes llamaban la Ciudad Secreta.

La ciudad, situada en un valle pintoresco del este de Tennessee rodeado de colinas cubiertas de árboles, quedaba aislada del mundo exterior a pesar de la cercanía de Knoxville.

La comunidad, que tenía tiendas, escuelas, una iglesia, un hospital, un periódico y casas individuales y adosadas, había sido construida de la noche a la mañana por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército para albergar a los miles de científicos, ingenieros y personal de planta empleados en las tres instalaciones de alto secreto conocidas sólo por sus nombres en clave: X-10, Y-12 y K-25.

La seguridad en torno al perímetro de la ciudad era muy estricta. Los límites se patrullaban constantemente y nadie podía entrar ni salir sin un pase. Se escuchaban las llamadas de teléfono y se censuraba el correo. En un entorno así, era normal que cundieran el miedo y el recelo.

Camille pensó que aquella sensación de ser observada podía ser simplemente eso, una paranoia suya. La carga de sus secretos atacando sus nervios.

Ostensiblemente era una de los centenares de mujeres jóvenes que habían llegado a la zona buscando empleo en la reserva del Gobierno. Pero en realidad había sido enviada para observar una entidad más pequeña y aún más secreta conocida como Proyecto Arco Iris. La unidad la dirigía el doctor Nicholas Kessler, un científico mundialmente famoso cuya investigación en campos electromagnéticos había llamado la atención de los militares al comienzo de la guerra.

El doctor Kessler no lo sabía todavía, pero su futuro estaba irrevocablemente unido al de Camille. La habían enviado allí a protegerlo, pero si habían descubierto su tapadera, toda la misión podía estar en peligro. No le sería fácil proteger al doctor Kessler si terminaba muerta en algún callejón.

Al aproximarse a la verja, miró de nuevo por encima del hombro. Enseñó su pase al guarda, esperó a que éste levantara la barrera y le sonrió y agitó la mano al cruzarla.

Fuera de la valla de alambre de espino, se relajó un poco y enfiló hacia el norte, en dirección a Ashton, una comunidad pequeña situada a ocho kilómetros de allí donde había tenido la suerte de encontrar una casita de alquiler. El flujo masivo de trabajadores a la zona se había tragado rápidamente todas las casas del Gobierno, de modo que los últimos en llegar se veían obligados a buscar techo fuera de la reserva, donde además de tener que lidiar con el resentimiento de los habitantes de la zona, tenían que sufrir también los racionamientos de gasolina y los atascos para entrar y salir del proyecto.

A Camille le preocupaba al principio que vivir fuera de la ciudad pudiera impedirle cumplir con su misión, pero hasta el momento eso parecía haber jugado en su favor. Ashton era una comunidad pequeña y sabía que, si aparecía alguien por allí haciendo preguntas raras, se enteraría enseguida.

También había aprendido a apreciar rápidamente la tranquilidad de la casita. Estaba situada cerca de un lago y la brisa que llegaba por la noche procedente del agua le recordaba tiempos más felices. Cuando Adam aún vivía.

Después del tiempo transcurrido, todavía se le llenaban los ojos de lágrimas al pensar en su hijo. Hacía más de un año de su muerte, pero el dolor seguía siendo tan profundo e intenso como el primer día. Lo único que había cambiado era su furia, que parecía crecer cada día. Furia contra la persona responsable de su muerte.

Y furia contra el único hombre que habría podido impedirla.

Una imagen de ese hombre se abrió paso entre los muros que Camille había construido en torno a su corazón y por un momento recordó demasiado. Ojos oscuros y una voz profunda. Manos fuertes y caricias expertas.

Su modo de abrazarla en la oscuridad. Su modo de besarla, acariciarla, conmoverla como ningún hombre la había conmovido nunca.

Él había sido el amor de su vida.

Y ahora no se acordaba de ella.

Pensó con amargura que tenía que quedar algo de sus sentimientos por ella. Algún resto enterrado que pudiera aprovechar en beneficio propio cuando se presentara allí.

Porque él iría. Eso lo sabía sin lugar a dudas. Después de todo, era la razón por la que la habían enviado allí. Para que descubriera lo que se proponía y, de ser necesario, lo detuviera a cualquier precio.

A cualquier precio.

Agarró el volante con fuerza y pensó en lo que eso podía entrañar. Engaños. Asesinato.

Camille empezó a temblar. Acabar con una vida, aunque fuera en época de guerra, no era algo que ella contemplara a la ligera. Matar al hombre al que en otro tiempo había amado tanto seguramente la haría ganarse un lugar muy especial en el infierno.

Pero no podía hacer otra cosa. Él era ahora el enemigo.

Y que Dios los ayudara a todos si ella olvidaba ese hecho aunque fuera por un momento.

Capítulo 1

 

Filadelfia. Época actual

 

 

Era la cuarta noche consecutiva que el viejo iba al Blue Monday. Zac Riley suponía que debía agradecer que el club tuviera un cliente nuevo. En los últimos meses había pocos, ni viejos ni jóvenes, y si aquello no se animaba, pronto se quedaría sin trabajo. Otra vez.

Aun así, un hombre que parecía tener un pie en la tumba no era precisamente el cliente buscado por un club de blues cerca del río. Y en aquel hombre había algo, aparte de la edad, que le ponía carne de gallina a Zac. No sabía por qué exactamente, pero suponía que tenía que ver con el sueño. La recurrencia de la pesadilla había coincidido con la primera aparición del viejo en el club. Y desde ese día, Zac había tenido la misma pesadilla todas las noches.

Los detalles no variaban nunca. Siempre estaba atrapado en un lugar oscuro, sin ventanas y sin salida. Podía oír el tintineo del metal, el goteo del agua y gritos en la distancia.

Pero lo que más recordaba al despertar del sueño era su miedo. Un terror paralizante como no había conocido jamás.

Después permanecía despierto durante horas, sin atreverse a volver a dormirse. Pero a veces se adormilaba a su pesar y entonces aparecía ella. Una mujer envuelta en la niebla. Una mujer seductora que lo llamaba y buscaba pero siempre permanecía fuera de su alcance.

Zac no sabía si ella era real o no. Quizá era alguien a quien había conocido mucho tiempo atrás, una vida atrás, antes del accidente que le había borrado una buena parte de la memoria. O quizá era sólo una fantasía, una amante de ensueño invocada por el miedo y la desesperación.

Fuera lo que fuera, llevaba años atormentando su sueño.

Y ahora Zac tenía la impresión de que el viejo y ella estaban relacionados de algún modo.

Un escalofrío le subió por la columna y miró al anciano acercarse al extremo de la barra, donde subió, con bastante esfuerzo, a un taburete y se sentó con los brazos cruzados y la cabeza baja… esperando.

¿Qué hacía un hombre así en un club como aquél? El alcohol estaba aguado, la atmósfera era lúgubre, y estaba emplazado en la parte oscura y sórdida de detrás de la parte elegante de South Street. Había cientos de bares esparcidos por toda la Ciudad del Amor Fraterno. ¿Qué lo había llevado a aquél?

Zac no creía que el viejo fuera un vagabundo sin hogar, ya que dejaba buenas propinas, pero tenía el aspecto de un hombre olvidado por el tiempo. Su pesado abrigo de lana se deshilachaba en algunos lugares, pero Zac sospechaba que había sido elegante en otro tiempo, quizá hecho a medida para aquel cuerpo alto y delgado.

Esperó un momento y se acercó al extremo de la barra. Limpió la superficie de madera y preguntó animoso.

—¿Qué va a ser esta noche?

—Whisky —murmuró el viejo sin levantar la cabeza.

Su voz rasposa producía en Zac el mismo efecto que unas uñas arañando una pizarra. Le sirvió el whisky. Los dedos esqueléticos del viejo se cerraron alrededor del vaso y levantó la vista. Sus ojos eran del color de la noche. Oscuros, fríos, tétricos.

Zac, desconcertado por su mirada, empezó a volverse, pero se detuvo.

—¿Nos conocemos? ¿Nos hemos visto antes?

El viejo levantó el whisky.

—¿Usted cree que nos hemos visto antes?

Zac intentó reír para ocultar su incomodidad.

—Ahora habla como un psiquiatra.

El viejo bajó su vaso vacío.

—No soy psiquiatra, soy científico.

—Científico, ¿eh? Por aquí no vienen muchos —Zac limpió un círculo invisible en la barra—. ¿Qué trae a un hombre educado como usted por un antro como éste?

—Tú, Zac.

Éste sintió que se le ponían de punta los pelos de la nuca.

—¿Cómo sabe mi nombre?

Los ojos oscuros del viejo brillaron en la luz apagada.

—Sé muchas cosas de ti. Seguramente más que tú mismo.

—¿De verdad? —Zac empezaba a enfadarse a pesar del miedo—. ¿Y cómo sabe usted tanto?

—Porque yo soy el hombre que te creó.

Zac sintió una opresión en el corazón. Como un puño que intentara arrancarle la vida.

—¿Qué demonios significa eso? —preguntó, muy incómodo.

El viejo sacó una tarjeta del bolsillo del abrigo con una sonrisa y la dejó sobre la barra. Zac la miró a su pesar. Doctor Joseph von Meter. La dirección estaba en la zona de Chestnut Hill, un barrio histórico muy alejado del estilo del Blue Monday.

Zac levantó la vista.

—Está usted muy lejos de casa.

—Y tú también, Zac. Y tú también.

 

 

Volvió a la noche siguiente. Y también las dos después de ésa. El fin de semana era fácil evitarlo. La música en directo del Blue Monday atraía una multitud ruidosa, compuesta en su mayoría de viejos hippies y gente de las afueras que acudía al centro a beber y divertirse. Zac mantuvo la distancia y dejó que el barman nuevo sirviera a aquel anciano extraño.

Pero el lunes por la noche el lugar volvía a estar vacío y Zac estaba solo detrás de la barra cuando llegó Von Meter, a las nueve en punto, igual que las otras noches.

Aburrido y ansioso por cerrar, Zac estaba mirando por la ventana cuando la limusina se paró delante del club y un chófer uniformado salió a abrirle la puerta al viejo. Definitivamente, no era ningún vagabundo.

El chófer esperó a que el viejo llegara a la puerta a través de la nieve, volvió a subir a coche y se alejó.

Una ráfaga de aire frío siguió a Von Meter al interior del club. El viejo llevaba el mismo abrigo deshilachado con el mismo sombreo calado en los ojos. Se acercó al extremo de la barra y al mismo taburete de siempre, cruzó los brazos sobre el mostrador, bajó la cabeza y esperó.

Zac lo miró con aprensión y se maldijo interiormente por no haber cerrado ya. No había tenido un cliente en toda la noche. La nevada había mantenido a la gente en su casa, que era donde debería estar él. ¿O había esperado inconscientemente la llegada de Von Meter?

«Soy el hombre que te creó».

Se acercó despacio al lugar del viejo.

—¿Qué va a ser esta noche?

—Whisky —contestó la voz rasposa de Von Meter.

Zac sirvió la copa y se la pasó. Cuando los dedos delgados se cerraron en torno a ella, tuvo una sensación de déjà vu. Habían representado ya muchas veces esa escena.

—¿Cuánto tiempo piensa seguir así? —preguntó con brusquedad.

El anciano dejó la copa vacía en el mostrador y levantó la vista. Sus ojos eran más oscuros de lo que Zac recordaba. Oscuros, fríos e… intemporales.

—Hasta que hagas la pregunta correcta.

Zac enarcó las cejas.

—¿Y por qué no nos ahorra a los dos muchas molestias y me dice cuál es esa pregunta?

El viejo se lamió los labios como si saboreara el whisky.

—Tú no recuerdas mucho de tu pasado, ¿verdad?

—A usted no lo recuerdo —repuso Zac—. Pero tengo la impresión de que cree que nos conocemos. ¿Qué fue lo que dijo? Ah, sí, que era el hombre que me había creado. Ahora me va a decir que es mi padre o algo así.

Los ojos oscuros le sostuvieron la mirada.

—No soy tu padre, pero estamos relacionados.

—¿Cómo?

Von Meter no contestó inmediatamente, sino que alargó el vaso para que volviera a llenárselo.

—¿Debo hablarte de la mujer? —preguntó luego con expresión enigmática.

A Zac se le heló la sangre y por un momento fue incapaz de hablar.

—¿Qué mujer? —preguntó con rabia—. ¿De qué demonios está hablando?

—De la mujer con la que sueñas. Es encantadora, ¿verdad? Etérea, fantasmal… demasiado hermosa para ser real.

Zac empezaba a asustarse en serio.

—¿Cómo sabe usted eso?

El viejo se inclinó a través de la barra.

—Yo la creé. La puse en tu cabeza. Fue un regalo que te hice.

—Usted la creó a ella, me creó a mí. ¿Quién es usted, Dios?

Von Meter sonrió y sacó otra tarjeta del bolsillo. La dejó en la barra y bajó con esfuerzo del taburete.

—Los recuerdos son algo curioso, Zac. En las manos adecuadas, se pueden manipular, borrar, plantar. ¿Cómo puedes saber lo que es real? ¿Y de verdad quieres saberlo?

—Mire —contestó Zac con rabia—. No sé qué juego se trae entre manos, pero yo no quiero tener nada que ver en él. Si vuelve por aquí, lo echaré a la calle. ¿Ha entendido?

—Yo lo entiendo todo. Y tú también lo entenderás pronto.

Y sin más, el viejo cruzó la estancia y abrió la puerta. A través de la nieve, Zac vio que la limusina doblaba la esquina, como si el conductor hubiera sido llamado por telepatía. Un momento después habían desaparecido.

 

 

Durante el resto de la velada, Zac intentó ignorar las campanas de advertencia que resonaban en su cabeza, la sensación apremiante del estómago que le decía que se avecinaba un desastre. Mientras se preparaba para cerrar intentaba convencerse de que Von Meter no era más que un viejo raro que disfrutaba confundiéndolo.

Pero a medida que avanzaba la noche, también lo hacía su malestar.

Cuando cerró, tomó su abrigo y, de camino a la puerta se detuvo a mirar una vez más la tarjeta, que seguía en la barra. Pensó tirarla como había hecho con la primera, pero tras un momento de vacilación, la tomó y la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Cuando salió a la calle, nevaba aún con más fuerza. Zac se estremeció y se paró a mirar delante del salón de tatuajes, situado al lado. A pesar de luz amarillenta de las farolas, los copos resultaban hermosos. Blancos, cristalinos, como un sueño. Su belleza delicada le recordaba algo… a alguien.

«Yo la creé. Yo la puse en tu cabeza. Fue un regalo que te hice».

Zac intentó invocar la imagen de la mujer, pero le resultó imposible.

«Los recuerdos son algo curioso, Zac. En las manos adecuadas, pueden ser manipulados, suprimidos, plantados. ¿Cómo puedes saber lo que es real? ¿Y de verdad quieres saberlo?».

Zac bajó la cabeza para protegerse del frío y corrió calle abajo. El viento que soplaba desde el río Delaware era brutal, pero, por suerte, no tenía que ir lejos. Su apartamento alquilado estaba al final de la calle.

Estaba a mitad de camino, perdido en sus pensamientos, cuando un taxi se detuvo a su lado. Zac pasó delante y vio que el taxista iba solo. Estaba sentado con los brazos cruzados, como si esperara a un cliente.

Pero la calle estaba vacía.

Excepto por él.

Tenía las manos en los bolsillos y tocó la tarjeta que había metido antes allí. La sacó y leyó el nombre y la dirección a la luz de la farola.

Retrocedió por la acera y llamó con los nudillos en la ventanilla del conductor.

—¡Eh! ¿Espera a alguien?

El taxista bajó el cristal.

—A usted, amigo. ¿Adónde quiere ir?

—Chestnut Hill —Zac le dio la dirección y preguntó cuánto le costaría. Soltó un silbido al oír la cifra y contó mentalmente el dinero que llevaba en la cartera. Aquello le costaría la mitad del dinero que tenía, ¿pero qué más daba? Tampoco era tan necesario comer.

Subió al asiento de atrás, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y disfrutó de la calefacción. Debió adormilarse, porque cuando lo despertó el taxista tenía la sensación de que sólo había pasado un instante.

—¡Eh, amigo! ¿Está despierto?

Zac se incorporó y se frotó los ojos.

—Sí, estoy despierto —pero tenía la sensación desconcertante de que lo habían transportado a un mundo nuevo y extraño. El barrio era uno de esos lugares de tarjeta de Navidad al que la nieve volvía aún más surrealista.

Zac pagó al taxista, salió y miró un momento a su alrededor. La casa de Von Meter era un edificio de tres plantas separado de la calle por una elaborada verja de hierro. La puerta de la verja estaba entreabierta, como si anticiparan su llegada.

Entró en el jardín congelado, con trozos de hielo colgando de una fuente y una estatua de piedra cubierta de nieve y corrió por el camino de piedra hasta tocar el timbre de la puerta.

Una doncella uniformada acudió enseguida a abrir.

—¿Sí?

—Mi nombre es Zac Riley. Quiero ver al doctor Von Meter.

La joven sonrió y le hizo una pequeña reverencia.

—Por favor, entre, señor Riley. El doctor Von Meter lo está esperando.

—¿Me espera?

—Claro que sí. ¿Me permite su chaquetón?

—No, creo que me lo dejaré puesto si no le importa —decidió Zac, por si tenía que salir precipitadamente.

El vestíbulo era largo y espacioso, con suelo de madera, una escalinata magnífica y una cúpula con claraboya por la que se podían ver las nubes de día y las estrellas de noche. Esa noche, sin embargo, el cristal estaba cubierto de nieve, lo que le producía claustrofobia a Zac.

La doncella lo condujo por un pasillo en penumbra hasta unas puertas de madera que abrió después de llamar discretamente con los nudillos. La habitación de dentro estaba lujosamente amueblada con muebles de cuero, tapices y unas estanterías que cubrían una pared entera y estaban llenas de libros. Olía a humo de puro y a secretos viejos.

Von Meter estaba de pie mirando por la ventana.

—Ha llegado el señor Riley —anunció la doncella.

El viejo no dijo nada, pero asintió brevemente con la cabeza. La doncella hizo señas a Zac de que entrara y salió de la estancia. Von Meter sólo se volvió del todo cuando oyó cerrarse las puertas.

Esa noche parecía distinto. Su pelo era tan blanco como la nieve y su rostro parecía aún más delgado de lo que Zac recordaba.

—Una casa estupenda —comentó éste.

El viejo sonrió débilmente.

—Es vieja y tiene corrientes, pero responde a mis necesidades.

Zac se encogió de hombros.

—Es mejor que el antro donde vivo yo ahora —dijo.

—Quizá —el viejo se acercó a su escritorio, se sentó y le hizo señas de que se acomodara enfrente—. Pero tu apartamento tiene sus puntos buenos, ¿no? Me refiero a la joven del 3C, por supuesto.

A Zac se le encogió el estómago.

—¿Cómo sabe eso?

—Los dos os habéis hecho muy amigos en las últimas semanas. Me temo que eso tiene que acabar. No puedes permitirte esas distracciones.

Zac se puso en pie, súbitamente furioso.

—¿Qué es esto? ¿Cómo sabe tanto de mi vida personal?

Von Meter permaneció aparentemente imperturbable.

—Por favor, procura calmarte. Pronto te lo aclararemos todo.

Apretó un botón de su mesa y la doncella abrió la puerta un momento después.

—¿Sí?

—¿Roth está todavía aquí?

—Creo que está en el invernadero, señor.

—¿Quiere pedirle que venga?

—Por supuesto.

Poco después se abría de nuevo la puerta y entraba un hombre alto, bien vestido, de constitución delgada y musculosa. Su pelo, de un color plateado, contrastaba con el jersey de cuello alto que llevaba, pero lo más llamativo de su aspecto era el color de sus ojos, uno azul, uno verde y lo dos tan fríos como el hielo.

Cuando sus miradas se encontraron, Zac sintió un escalofrío. No era una persona que se dejara llevar por las apariencias, pero sintió una aversión inmediata hacia aquel hombre. A pesar de la ropa cara y del corte bueno de pelo, había algo… impropio en su aspecto. Como si su naturaleza siniestra acechara bajo la superficie, esperando tragarse al desprevenido.

El hombre sonrió, como si le leyera el pensamiento.

—Vaya, vaya, vaya —dijo con una voz que podía haber pertenecido al mismo diablo. Una voz suave, untuosa, decadente—. El famoso Zac Riley.

—¿Me conoce? —preguntó éste con el ceño fruncido. Si se había cruzado antes con él, se alegraba de que el recuerdo no hubiera sobrevivido.

—Quizá deba dejarle las explicaciones al doctor Von Meter —sugirió el hombre.

—Sí, quizá sí —asintió el aludido. Miró a Zac—. Éste es Roth Vogel. Está aquí para ayudar con tu formación, pero antes tienes que instalarte. Te hemos preparado una habitación arriba. Enviaré a buscar tus cosas…

—De eso nada —Zac se puso en pie—. No sé qué se trae entre manos, viejo, pero no quiero tener nada que ver con ello.

Se volvió, pero antes de que pudiera llegar a la puerta, ésta se cerró, como por voluntad propia. Zac se volvió y se encontró con una pistola apuntándole al pecho. Miró a Vogel a los ojos y vio que brillaban de anticipación. Zac conocía esa mirada, la había visto antes, en un hombre que había intentado cortarle el cuello una noche en un callejón oscuro por los veinte dólares que llevaba en la cartera.

—¿Qué narices es esto? —preguntó entre dientes—. ¿Un atraco? Siento decepcionarlos, pero sólo llevo unos diez pavos en el bolsillo. Si crees que puedes cogerlos, adelante —retó a Vogel.

—Guarda eso —gritó Von Meter—. No hay necesidad de violencia —miró a Zac—. Te pido disculpas. No estás prisionero aquí; eres libre de marcharte cuando quieras.

—En ese caso, hasta la vista —hizo un saludo rápido.

Salió por la puerta y bajó hasta el vestíbulo, medio esperando oír en cualquier momento pasos que lo perseguían. Pero nadie lo siguió ni intentó detenerlo.

Una vez en la calle, paró un taxi y subió al asiento de atrás, pero se bajó de nuevo antes de que se pusiera en marcha. Sin hacer caso de la maldición indignada del taxista, volvió a la casa y llamó al timbre. Abrió la misma doncella y esa vez Zac le tendió el chaquetón. Von Meter estaba de nuevo solo en el estudio.

—Permíteme disculparme de nuevo por el comportamiento de Roth —le dijo. Le hizo señas de que se sentara.

—¿A qué ha venido eso? —quiso saber Zac.

Una expresión de disgusto cruzó el rostro de Von Meter.

—¿Te refieres a la pistola?

—Y a la puerta cerrada. ¿Cómo ha hecho ese truco?

—No era un truco. Roth domina la telequinesia.

—telequinesia, ¿eh? ¡Y yo que pensaba que era simplemente un idiota!

—Es temperamental, eso es cierto. Impulsivo, insubordinado, ambicioso —suspiró Von Meter—. Pero tiene su utilidad.

—Olvídese de Vogel —dijo Zac cortante—. ¿Qué quiere de mí?

—Quiero ayudarte —contestó Von Meter—. Tú quieres saber del pasado y yo puedo darte los detalles que te faltan, pero antes necesito saber lo que recuerdas.

—¿Por qué?

—Porque sin eso no sabría por dónde empezar.

Zac suponía que la explicación era bastante lógica, pero seguía sin fiarse del viejo.

—No recuerdo mucho —admitió de mala gana—. Mis padres murieron cuando era sólo un niño. Estuve en distintas casas hasta los dieciocho. Después vagabundeé un poco y acabé por entrar en la Marina. Al final terminé trabajando en la comunidad de inteligencia antes de que me reclutaran para un programa especial con el nombre clave de Fénix.