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Años atrás, Nathan Dallas había creído en la joven Shelby Westmoreland cuando había afirmado que había visto una extraña criatura salir del río en mitad de una noche de niebla. La ciudad entera la había acusado de estar mintiendo, pero ella sabía que había visto algo y jamás olvidaría el apoyo de Nathan. Ahora Shelby era toda una mujer... y Nathan había regresado a la ciudad rodeado por el escándalo.
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Seitenzahl: 242
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Marilyn Medlock Amann. Todos los derechos reservados.
RODEADO POR EL ESCÁNDALO, N.º 64 - agosto 2017
Título original: Nighttime Guardian
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2004.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9170-008-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Acerca de la autora
Personajes
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Amanda Stevens ha escrito más de veinte novelas románticas de suspense. Sus libros han aparecido en varias listas de superventas y ha ganado numerosos premios. Amanda vive en Texas con su marido y sus hijos.
Shelby August: Veintiún años atrás vio que algo salía del río y la perseguía. Ya fuera el monstruo real o imaginario, su vida no había vuelto a ser la misma desde aquella noche.
Nathan Dallas: Durante dos décadas había mantenido en secreto sus sentimientos hacia Shelby. Ahora que ella había vuelto, otro terrible secreto amenazaba con separarlos.
Annabel Westmoreland: La abuela de Shelby había vivido en el río durante toda su vida, y había visto un montón de cosas extrañas.
Yoshi Takamura: Había construido un laboratorio cerca del río, y corrían rumores en la ciudad acerca de que hacía extraños experimentos.
James Westmoreland: El hijo de Annabel. ¿Hasta dónde era capaz de llegar para apoderarse del dinero de su madre?
Delfina Boudreaux: Sus paseos de medianoche por el río eran inquietantes. ¿Qué buscaba?
Virgil Dallas: Después de que Shelby viera el monstruo, su periódico le dio la fama y después… mala reputación.
Señorita Escarlata: La neurótica gata de Annabel podía significar la muerte de Shelby.
Del Arcadia Argus del 19 de junio de 1980
¡El monstruo del río Pearl ataca de nuevo!
Bueno, amigos, justo cuando creíamos que no entrañaba ningún peligro meterse en el agua, el monstruo del río Pearl vuelve a asomar su horrible cabeza. Hace unos días, un par de granjeros de la localidad denunciaron la desaparición de unas reses, y otro aseguró haber encontrado los restos de una vaca mutilada junto al río. Ahora, la pequeña Shelby Westmoreland, la nieta de Annabel Westmoreland, le ha contado al sheriff McCaid que ayer, a eso de las doce de la noche, vio una enorme bestia con escamas emergiendo del río.
En contra de previos testimonios que describían al monstruo del río Pearl como una especie de serpiente de mar prehistórica, esta criatura caminaba erguida, como un hombre. La niña estaba aterrada, dijo McCaid, y lo que describió «me produjo escalofríos».
No sabemos muy bien qué hacía la pequeña Shelby junto al río, sola, a esas horas de la noche, pero una cosa parece segura, amigos: hay algo en ese río además de perlas y siluros.
Del Arkansas Democrat del 25 de junio de 1980
Niña ve monstruo
Una niña de Arcadia asegura haber visto «un enorme monstruo con escamas» surgiendo del agua cerca de la casa de su abuela, junto al río Pearl. El testimonio de la pequeña de nueve años es el último de una reciente oleada de supuestas apariciones del monstruo del río Pearl en las pequeñas poblaciones ribereñas, acompañadas de desapariciones y mutilaciones de reses. El sheriff del condado de Cross, Roy McCaid, informó al grupo de reporteros que se encontraban a las puertas de la comisaría que la pequeña, o vio algo que la asustó mucho, o es una actriz consumada. «Jamás había visto a una niña tan atemorizada. Apenas podía hablar cuando la trajo su abuela».
La abuela de la niña, Annabel Westmoreland, que comercia con perlas del río, afirma que su nieta salió de la casa justo antes de medianoche porque un amigo suyo la había desafiado a hacerlo. Según la abuela, la niña regresó corriendo a casa, gritando que la perseguía una criatura horrible que había salido del agua.
Del Wall Street Journal del 2 de julio de 1980
Los cazadores de monstruos invaden Arkansas
A raíz de la supuesta aparición del monstruo del río Pearl ante una niña de nueve años, un ejército de científicos, curiosos y cazadores de monstruos han llegado en bandada al pequeño pueblo ribereño de Arcadia, al noreste de Arkansas.
Además de reses desaparecidas y mutiladas, supuestamente, obra del monstruo, numerosos testigos han afirmado haber visto una «enorme criatura medio humana con escamas» que habita en el río.
En Arcadia, donde Shelby Westmoreland vive con su abuela, hay sentimientos encontrados: «Aquí todos estamos atemorizados», dice una mujer con nerviosismo. Pero otra vecina se ríe de la existencia del monstruo. «Esa niña intenta llamar la atención». Sin embargo, la mujer confiesa que ha empezado a cerrar con llave las puertas de su casa por la noche y que se lo piensa dos veces antes de nadar en el río.
Mientras tanto, la pequeña Shelby se ha convertido en una celebridad, y los reporteros de la prensa sensacionalista acampan delante de su casa. Esta semana aparecerá en el programa de televisión de Esta noche.
Del Arkansas Democrat del 9 de julio de 1980
El monstruo se desvanece
Tres semanas después de la última y más dramática aparición del monstruo del río Pearl, los científicos de la Universidad de Arkansas y de la Comisión Estatal de Caza y Pesca han recogido sus bártulos y se han ido a sus casas. «Si hay algo viviendo en ese río aparte de peces de agua dulce y moluscos, sabe cómo camuflarse», afirma el profesor Dean Carey, catedrático en zoología. «No hemos encontrado pruebas de nada anormal en el río Pearl excepto, por desgracia, un alto índice de contaminación».
El profesor Carey especula que lo que los vecinos han visto últimamente junto al río podría ser un pez lagarto, que a veces puede alcanzar una longitud de entre tres y tres metros y medio. «Y no son unas criaturas muy atractivas», añade. «Entiendo que una niña pueda tomarlo por un monstruo, sobre todo, de noche».
Cuando le preguntamos cómo es posible que un pez lagarto «emerja del agua», se ríe. «Acháquenlo a la imaginación desbordante de una niña. Es la única explicación posible».
Del Arcadia Argus del 16 de julio de 1980
¿Las apariciones de monstruos, un truco ingenioso?
Bueno, parece que nos han tomado el pelo a todos, aunque fue divertido mientras duró. El sheriff McCaid cree ahora que el testimonio de Shelby Westmoreland sobre el monstruo del río Pearl de hace un mes fue, en realidad, una broma perpetrada por el tío de la niña, James Westmoreland, a fin de sacar provecho de la afluencia de curiosos a la zona.
Según el sheriff, las ganancias de Pearl Cove se multiplicaron por diez durante las semanas posteriores al testimonio de Shelby. Ansiosos de souvenirs, los turistas estaban dispuestos a gastarse cientos de dólares en la joyería con tal de llevarse perlas de agua dulce del río que, supuestamente, los protegían del ataque del monstruo.
Con la confesión de su tío, el minuto de gloria de Shelby ha terminado oficialmente. A raíz de estas novedades, ha sido anulada su segunda aparición en el programa Esta noche, y los periodistas de la prensa sensacionalista han regresado a sus casas. Es evidente que dudan de la veracidad de su historia.
Confiemos en que, en un futuro próximo, la pequeña Shelby no haga como el pastorcillo del cuento del lobo, porque dudamos que alguien vuelva a creerla.
Veintiún años después
Nathan Dallas se dio una palmada en la nuca para espantar un mosquito mientras guiaba la motora de aluminio de los hermanos Buford por el agua turbia. Los dos hermanos estaban sentados en la proa, bebiendo y murmurando, y Nathan no pudo evitar preguntarse qué andarían tramando. Hacía años que no estaba en Arcadia, pero no había olvidado los rumores que siempre habían girado en torno a los Buford.
Tampoco había olvidado muchas otras cosas. El río reavivaba poderosos recuerdos: su padre, fuerte y ágil, zambulléndose en aquellas aguas lóbregas en busca de perlas; su madre, amable y pensativa, llamando a Nathan a cenar; y Shelby, bronceada y dulce, esperándolo en la orilla.
Apagó el motor fuera borda y dejó que la embarcación quedara a la deriva. En el repentino silencio, el atardecer cobró vida. A pocos metros de la embarcación, una serpiente mocasín de agua se deslizaba como un lazo de seda hacia la orilla. En algún lugar cercano, una tortuga se sumergió en el agua, y un chotacabras cantaba desde las ramas de un árbol del ámbar. Su sonido melancólico evocó aún más recuerdos. Las noches en las que Nathan había acampado solo junto al río porque no soportaba ver el dolor en el rostro de su padre, la derrota que había encorvado la espalda de Caleb Dallas y apagado su mirada antes de cumplir los cincuenta.
Por aquel entonces, Nathan había jurado no caer en la misma trampa que había exprimido la juventud a su padre. Se marcharía de aquel río aunque fuera lo último que hiciera. Sacaría partido de su vida, se convertiría en un hombre de provecho. Y nadie, ninguna mujer, lo hundiría.
Al menos, esa parte se había hecho realidad. Su caída no la había provocado ninguna mujer. Había sido su propia prepotencia lo que había echado a perder su profesión y su buena reputación. Y allí estaba, en el punto de partida, pero no para bucear con su padre en busca de valvas de mejillón. Caleb Dallas estaba muerto y, en aquellos momentos, Nathan estaba pescando algo mucho más valioso que las perlas: un reportaje que no sólo restauraría su reputación, sino la autoestima que con tanta despreocupación había arrojado por la borda en Washington.
Dirigió la mirada río abajo, al lugar en que los focos iluminaban el edificio de Industrias Takamura. Yoshi Takamura había amasado millones vendiendo valvas de moluscos de agua dulce a la industria japonesa de perlas cultivadas, pero desde que el río Pearl se había quedado sin mejillones, había desviado su atención a otra parte.
Había construido un laboratorio en la orilla, pero ningún vecino de Arcadia parecía saber con qué fin. Y tampoco les importaba. Takamura era demasiado importante para la economía local para que alguien se preocupara demasiado por lo que hacía. Sin embargo, el secretismo que rodeaba el laboratorio había despertado la curiosidad natural de Nathan.
Tenía un espía en la empresa, Danny Weathers, un antiguo compañero de colegio que trabajaba como buzo para Takamura. Hasta el momento, Danny no había averiguado mucho, pero Nathan no estaba dispuesto a tirar la toalla. No cuando olisqueaba un reportaje.
En la otra punta de la motora, Ray Buford se dio una palmada en la pierna desnuda.
—Maldita sea, Bobby Joe. ¿Por qué has tenido que olvidar el insecticida? Los mosquitos van a comernos vivos.
—No si tienes suficiente alcohol en la sangre. Es mejor que cualquier repelente —Bobby Joe apuró su cerveza, aplastó la lata vacía contra la frente y la arrojó al agua con un chillido espeluznante.
Con el ceño fruncido, Nathan observó cómo la lata se hundía en el agua. Era evidente que a los Buford les tenía sin cuidado la conservación de las aguas. No le extrañaba que el río Pearl hubiese padecido unos niveles de polución tan altos. Se sintió tentado a sermonearlos, pero sabía que sería inútil y, además, no quería arriesgarse a perderlos. Los dos trabajaban a tiempo parcial para Takamura y, suficientemente borrachos, podrían estar dispuestos a hablar con él… razón por la cual Nathan los había convencido para ayudarlos a pescar aquella noche.
—Eh, ¿no sería gracioso que viéramos a ese viejo monstruo aquí esta noche? —dijo Bobby Joe.
—Sí —contestó Ray con ironía—. Sería hilarante, Bobby Joe.
El joven Buford rió, eructó y, después, se sacó una peligrosa navaja del cinto. Hundió la punta en el agua.
—Vamos, monstruo, monstruito. ¿Dónde estás, chico? Asoma tu fea cabeza. Haznos famosos.
—¿Eres idiota o qué? —gruñó Ray—. Cierra el pico.
—Relájate, tío —Bobby Joe fingió cortar algo en el agua con la hoja—. Si ese monstruo aparece por aquí, le daré una lección, como al viejo Shorty Barnes.
Shorty Barnes era la razón de que Bobby Joe hubiera pasado tres años en la granja prisión Cummins, pero Nathan no estaba dispuesto a recordárselo.
—Sí, seguro —se burló Ray—. Vamos, chico. Te arrancaría el brazo de un mordisco, cuchillo incluido.
—Parece que los dos creéis esas historias del monstruo del río Pearl —comentó Nathan.
—Ray se las cree. Vio al monstruo, ¿verdad, hermano? —la voz gruesa de Bobby Joe contenía cierto desafío—. Adelante, cuéntaselo.
Ray no dijo nada, pero a la luz del crepúsculo Nathan vio algo parecido al miedo aflorar en su rostro poco agraciado.
Al contrario que Bobby Joe, Nathan no pensaba burlarse de los miedos de Ray Buford. Él se había zambullido en aquel río, en aguas tan cenagosas que a veces no podía verse ni las manos. En alguna ocasión, se había desorientado tanto que no había podido distinguir la superficie del fondo y, con un pánico frío y negro, había intuido cosas que no había contado nunca a nadie.
Hacía veintiún años, no había creído, como los demás vecinos de Arcadia, que Shelby Westmoreland hubiera estado mintiendo.
La intranquilidad se adueñó de la embarcación. Se encontraban en el centro del río, en la parte más honda. La profundidad alcanzaba los quince metros en algunos puntos. A menudo, Nathan se había preguntado qué tipo de criaturas podían sobrevivir en el lecho frío y cenagoso. Siluros del tamaño de personas, si la leyenda era cierta.
Pero eran las tortugas de agua dulce las que siempre ponían en guardia a Nathan. Había que tener un corazón sano para sumergirse en aguas pobladas por tales criaturas. También conocidas como tortugas mordedoras aligátor, podían llegar a pesar noventa kilos, y Nathan había visto a una más pequeña partir en dos el palo de una escoba con sus poderosas mandíbulas. Detestaba imaginar lo que un espécimen más grande podría hacer con la mano de un hombre.
La embarcación se deslizó hacia la primera boya, y Ray se inclinó por la borda para alcanzar la botella blanca de lejía atada al extremo del cabo con anzuelo. Tiró de ella.
—Maldita sea, el sedal se ha enredado.
—Alguien tendrá que bajar a soltarlo —dijo Bobby Joe, y los dos hermanos miraron a Nathan. Éste se asomó por la borda y tomó el sedal.
—Primero, intentemos desengancharlo.
Forcejearon durante varios minutos antes de que el sedal acabara soltándose. Bobby Joe gruñó mientras lo sacaban del agua.
—Debe de haber picado uno muy grande.
Cuando el extremo del sedal afloró en la superficie del agua, Ray se inclinó para echar un vistazo.
—¿Qué diablos es eso?
Los tres se dieron cuenta a la vez, y Ray profirió un alarido y retrocedió con tanto ímpetu que la motora estuvo a punto de volcar. Nathan se aferró a los costados mientras contemplaba la masa de huesos y carne enredada en el sedal.
—Dios —dijo Bobby Joe casi con reverencia—. Mirad eso. Algo ha despedazado a ese pobre diablo.
Ray no dijo nada. Contempló el cuerpo con semblante de absoluto terror, y se estremeció de forma casi patética cuando el haz de la linterna de Nathan iluminó accidentalmente su rostro.
Nathan se inclinó sobre la borda y deslizó la luz por el cadáver, o lo que quedaba de él. El traje negro de neopreno estaba hecho jirones, pero las gafas de buceo seguían en su sitio. Unos ojos vacíos los miraban a través del cristal, y Nathan sintió un gélido escalofrío.
El hombre muerto era Danny Weathers.
Shelby August tenía agarrotados los músculos del cuello y los hombros, y despegó la mano del volante para masajeárselos. Más que agotada, estaba tensa, comprendió al palpar las contracturas. Desde que había salido del hospital de Little Rock en el que su abuela llevaba ingresada dos días, había estado experimentando una intranquilidad cada vez más creciente.
Una hora después de partir de Little Rock, tomó la salida de la autovía que conducía a Arcadia y rodeó el centro de la ciudad para tomar la carretera del este que la llevaría al río. A varios kilómetros en dirección contraria se encontraban las faldas de las majestuosas montañas Ozarks, pero Shelby provenía de las riberas: acres y acres de tierra llana y cenagosa repleta de mosquitos y supersticiones.
Los árboles jalonaban la carretera, tapando el cielo y ensombreciendo el paisaje. Cuanto más se alejaba del pueblo, más inhóspito era. Con la ventanilla bajada podría oler el río, pero Shelby mantuvo los cristales y las puertas cerradas.
—Cobarde —masculló. Tenía treinta años, y ya no era la niña que había gritado: «¡Un monstruo, un monstruo!», hacía más de dos décadas. Aunque los años transcurridos hubieran emborronado su recuerdo de aquella noche, el tiempo no la había disuadido de que los monstruos existían. Sabía perfectamente que sí.
Pero los monstruos de verdad no surgían del río en mitad de la noche, como había creído tiempo atrás. Entraban en las oficinas a plena luz del día y mataban por el contenido de una caja fuerte.
—Él ya no puede hacerte daño, Shelby. Lo sabes, ¿verdad?
Recordaba al doctor Minger sentado detrás de su escritorio, con sus ojos amables un poco difusos por los gruesos cristales de las gafas.
—Albert Lunt está en la cárcel, cumpliendo cadena perpetua. No tiene posibilidades de conseguir la condicional. Todo ha terminado.
«Pero no ha terminado», pensó Shelby, mientras jugaba con el pañuelo de seda que llevaba al cuello. Nunca terminaría.
Los meses de terapia la habían ayudado. Cada vez tenía menos pesadillas y con menos frecuencia, aunque Albert Lunt seguía aterrorizándola por las noches, como el día en que había asesinado a su marido. O como la noche en que había entrado en su casa y había intentado matarla. Mientras viviera, siempre ejercería un poder terrible sobre ella.
—Encontraré la manera de vengarme —le había prometido mientras la policía lo sacaba de su casa aquella noche. Y, en parte, Shelby todavía creía, siempre creería, que se vengaría.
Se estremeció, aunque la tarde era cálida y húmeda y el aire acondicionado del coche de alquiler estaba puesto al mínimo. Alargó la mano para apagarlo, deseando poder apagar los recuerdos con la misma facilidad. Pero allí estaban, rondando su pensamiento desde que se había ido de Los Ángeles. Ni el tiempo ni la distancia los acallaría. Nada lo lograría.
A su alrededor, había caído la noche. A través de las ramas, avistaba el reflejo de la luna en el agua, un hilo plateado que fluía a través del corazón de Arkansas. El río Pearl había fascinado a Shelby antes de que, aquel verano de su niñez, la aterrorizara. De pronto, comprendió que había estado deseando que contuviera la clave de su salvación.
Dieciséis meses, pensó, aturdida, mientras los faros del coche iluminaban la curva de la carretera tras la que se erguía la casa de su abuela. Hacía más de un año que Michael había muerto. A veces, le parecía que sólo habían transcurrido días desde que habían estado planeando juntos su futuro; otras, toda una vida. Aquellos momentos eran los más duros, cuando Shelby permanecía despierta toda la noche, sin poder recordar su rostro. Sí, recordaba sus hermosos ojos grises, el sonido de su voz, su sonrisa. Pero le costaba juntar los rasgos, conseguir que Michael volviera a parecer real.
—Es hora de olvidar, Shelby.
—No puedo. Está muerto por mi culpa. Si no hubiera llegado tarde…
—Lunt te habría matado a ti también, y lo sabes.
Abandonar Los Ángeles era buena idea, había dicho el doctor Minger. Aquella ciudad albergaba demasiados recuerdos que le recordaban la tragedia. Había estado atrapada en un limbo terrible desde la muerte de Michael, sin ver a sus amigos, sin ir a trabajar. Los ahorros y los beneficios de la venta del negocio de Michael le habían permitido dejar su empleo de contable y no afrontar la presión de seguir adelante con su vida.
De no ser por la llamada de auxilio de su abuela, Shelby no estaba segura de haber reunido el valor necesario para salir del hoyo.
Al doblar la curva, reconoció la silueta de la casa de su abuela, asentada sobre pilotes de madera, pero los haces de linterna que vio junto al río estuvieron a punto de pararle el corazón. Durante un instante, creyó estar otra vez en Los Ángeles, en el despacho de su marido, inclinándose sobre el cuerpo sin vida de Michael mientras las sirenas resonaban en la calle.
Acto seguido, pensó en su abuela, pero rápidamente recordó que había dejado a Annabel a salvo en el hospital hacía poco más de una hora. Aquello no tenía nada que ver con ella.
¿Y con su tío James? No, a James no le gustaba el río. Tenía su propia casa en el centro del pueblo.
Pero aquellas certezas no impidieron que a Shelby le temblaran las manos cuando aparcó delante de la casa de su abuela y salió del vehículo. El jardín se extendía hasta el borde de un terraplén que descendía con suavidad hasta el río. Había varios coches de policía y un coche fúnebre aparcados en la carretera, y Shelby oía voces en la orilla. Agitada, atravesó el jardín y se detuvo en lo alto del terraplén. El haz de una linterna se posó en ella y, un momento después, un policía subió la pendiente.
—Vuelva al coche, señorita, y siga su camino. Esto es cosa de la policía.
—Pero yo vivo aquí —señaló la casa con la mano.
—La propietaria de esta casa es Annabel Westmoreland, señorita, y ahora mismo se encuentra en el hospital
—Soy su nieta —replicó Shelby en actitud un tanto defensiva—. Y voy a vivir aquí una temporada.
El ayudante del sheriff ladeó la cabeza.
—¿Shelby? —le iluminó el rostro con la linterna, y ella retrocedió—. Perdona —apagó la linterna—. Eres Shelby, ¿verdad?
—Sí —ella seguía sin reconocerlo. El agente rió con pesar.
—Supongo que el uniforme te despista. Nadie esperaba que un Millsap acabara defendiendo la ley.
—¿Millsap? —preguntó Shelby, incrédula—. ¿Dewayne?
El hombre asintió y sonrió.
—Llevo casi diez años trabajando en la oficina del sheriff.
Los Millsap, junto con sus primos, los Buford, habían sembrado el terror en los condados de Cross y de Graves. Nadie había esperado que llegaran muy lejos.
—¿Qué ha pasado, Dewayne? —preguntó Shelby con nerviosismo—. ¿Qué hace aquí la policía?
El hombre se puso serio.
—Mis primos han encontrado un cadáver enredado en uno de los cordeles de su palangre.
Shelby contuvo el aliento.
—Dios mío… ¿Quién era?
Dewayne vaciló; después, se encogió de hombros.
—Supongo que da igual que te lo diga; ya hemos avisado a su pariente más cercano. Se llamaba Danny Weathers, y era un buzo de la localidad.
—¿Cómo… ha muerto?
—Un accidente con una embarcación, parece. El forense está ahí abajo ahora mismo —Dewayne señaló con la cabeza la casa de su abuela—. Oye, será mejor que entres. No te recomiendo que veas esto.
—Pero…
—¡Oye, Dewayne!
El agente se volvió al oír que lo llamaban, y masculló una maldición cuando una figura alta apareció en lo alto del terraplén y cruzó el césped hacia ellos.
—Oye, Nathan, si tienes preguntas, habla con el sheriff.
Shelby se quedó boquiabierta. ¿Nathan? ¿Nathan Dallas? ¿El chico que tantos problemas le había causado de niña? ¿Sería posible?
Había oído que Nathan se había marchado de Arcadia hacía años. Como ella, había emigrado a una gran ciudad. Había oído decir a su abuela que era un célebre periodista de Washington, como siempre había dicho que sería. ¿Qué estaría haciendo otra vez en Arcadia?
—McCaid no quiere hablar conmigo, y lo sabes. Vamos, Dewayne, pórtate —se acercó al policía, de espaldas a Shelby—. Quiero saber qué conclusiones ha sacado el forense al examinar el cuerpo.
Dewayne suspiró.
—¿Para que me cites en la portada del Argus? No, gracias. Ya he pasado por eso.
—Mi tío te traicionó una vez —dijo Nathan—, pero yo no soy como él. Si me facilitas información confidencial, seguirá siendo confidencial.
—Sí, claro.
Nathan pasó por alto el sarcasmo.
—En realidad, no crees que haya sido un accidente ¿verdad? Vamos.
—¿Qué si no podría despedazar así a un hombre? —dijo Dewayne en tono lúgubre—. Quedó atrapado en la hélice de un barco.
«¿Despedazar a un hombre?». Shelby se estremeció. Había olvidado lo peligroso e impredecible que podía ser el río. Había ido allí para refugiarse de la violencia de su pasado y había encontrado más muerte, más horror. Aunque, sin duda, aquello había sido un accidente trágico y desafortunado.
—Lo que me intriga es cómo ha podido quedar atrapado en una hélice —insistió Nathan—. ¿Qué hacía aquí buceando solo?
—Su esposa ha dicho que le gustaba bucear de noche.
—¿De noche? ¿En este río? —repuso Nathan con incredulidad.
Dewayne se encogió de hombros.
—Se acercó demasiado a la superficie y un barco le pasó por encima. Seguramente, pensaron que habían chocado con un tronco, o algo así.
—Así que esa va a ser la versión, ¿no? —el desprecio impregnaba su voz—. ¿Ni siquiera vais a interrogar a Takamura?
—Esto no es asunto tuyo —replicó Dewayne—. Deja investigar a la policía.
—Es decir, que no vais a investigar —Nathan movió la cabeza con contrariedad—. Takamura os tiene agarrados por todas partes.
—No me gusta lo que estás insinuando, Nathan —le espetó Dewayne, enojado.
—No —repuso Nathan en voz baja—. Imagino que no.
Shelby había permanecido en silencio durante la conversación, pero Dewayne le lanzó una mirada.
—Mira, no tengo tiempo para hablar. Debo volver a la orilla. Me alegro de haberte visto, Shelby.
—Lo mismo digo, Dewayne.
Nathan giró en redondo y se la quedó mirando a la luz de la luna. Mientras Dewayne se alejaba, Nathan se acercó a ella.
—¿He oído bien? ¿Shelby? ¿Shelby Westmoreland?
—Ahora me apellido August. Ha pasado mucho tiempo, Nathan.
—Al menos, te acuerdas de mí.
—Y tanto que me acuerdo —no iba a olvidar al niño que la había desafiado a reunirse con él a la orilla del río a medianoche para poder ver juntos al monstruo del río Pearl. Ni olvidaría que la había dejado plantada aquella noche. Si hubiera estado allí para corroborar su historia, Shelby nunca habría sido objeto de tantas burlas.
Al menos, eso era lo que Shelby había pensado de niña, pero el tiempo le había permitido analizar lo ocurrido con perspectiva. No había sido culpa de Nathan que su imaginación hubiera forjado un monstruo ni que, pasado el terror inicial, hubiera disfrutado de la ola de celebridad. Tampoco había sido culpa suya que tal vez, sólo tal vez, ella hubiera embellecido su recuerdo de esa noche porque ser el centro de atención había hecho más soportable su abandono. Sus padres la habían dejado en la casa de su abuela aquel verano porque no la querían. Pero, durante un tiempo, todos los vecinos de Arcadia la habían adorado.
Después, cómo no, se habían vuelto en contra de ella.
Menos Nathan. Había roto su palabra aquella noche, pero la había defendido en los días humillantes que siguieron.
—Eh, Shelby, ¿has visto algún monstruo últimamente?
—¿Dónde está tu monstruo, Shelby?
—Cerrad el pico —les decía Nathan al grupito de niños burlones que se congregaban en torno a Shelby—. Antes de que os lo cierre yo.
Y después, inevitablemente, estallaba la pelea. Nathan era tan delgado que casi siempre lo molían a palos, pero nunca se echaba atrás.
A juzgar por su conversación con Dewayne Millsap, Nathan seguía siendo igual de obstinado, pero Shelby dudaba que perdiera peleas. Era un hombre fuerte, capaz, casi formidable en la negrura, y atractivo, por lo que podía ver. Se preguntó lo que pensaría de ella.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Nathan sonrió.
—Mírate, cuánto has crecido.
—Eso espero —dijo con ironía—. Ya tengo treinta años.
—Cómo pasa el tiempo —dijo Nathan con suavidad.
—Sí, se ha… esfumado —«como mi monstruo», pensó.
Nathan inclinó la cabeza levemente mientras la miraba.
—Oí que vivías en la Costa Oeste. ¿Qué te trae otra vez por aquí?
—He venido a ayudar a mi abuela —dijo Shelby—. Se ha roto la cadera.
—Ah, sí, me lo dijeron. ¿Se pondrá bien?
—Los médicos creen que se recuperará por completo, pero no podrá trabajar durante un tiempo. Me pidió que viniera a ocuparme de la tienda.
—¿Por qué no tu tío James?
—Es un hombre ocupado —dijo Shelby. No había necesidad de dar más explicaciones, porque Nathan sabía tan bien como ella que James Westmoreland no era un hombre de fiar, ni siquiera para su propia madre. Por eso, Annabel se había visto obligada a recurrir a Shelby.