Pasión por matar - Vicente Garrido - E-Book

Pasión por matar E-Book

Vicente Garrido

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Beschreibung

En los últimos años, el género true crime ocupa todas las estanterías, pantallas y oídos en forma de documentales, podcasts, series y publicaciones en redes sociales. Este ensayo pretende ser, precisamente, una breve guía de supervivencia para caminar entre las tinieblas del crimen con espíritu crítico. A lo largo de las páginas, el experto Vicente Garrido describe las variaciones y los elementos comunes de los homicidios seriales con el rigor y el interés que lo caracterizan. Analiza la tipología motivacional de estos asesinos y los conceptos esenciales relacionados con la investigación criminal: el modus operandi, la firma, la victimología y el perfil geográfico... Y todo ello analizado a través de los perfiles psicológicos de algunos de los asesinos en serie más conocidos de la historia.

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Seitenzahl: 197

Veröffentlichungsjahr: 2025

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PASIÓN POR MATAR

PASIÓN POR MATAR

Una exploración de la naturaleza esencial de los asesinos en serie

VICENTE GARRIDO GENOVÉS

Pasión por matar. Una exploración de la naturaleza esencial de los asesinos en serie

© de los textos, Vicente Garrido Genovés, Catedrático de la Universidad de Valencia, 2025.

© de esta edición, Shackleton Books, S. L., 2025

@Shackletonbooks

www.shackletonbooks.com

Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S. L.

Diseño de cubierta: Lookatcia

Diseño: Kira Riera

Maquetación: reverté-aguilar

Conversión a ebook: Iglú ebooks

© Ilustraciones y fotografías (las referencias son a las páginas de la edición en papel): Alamy (p. 62, 74, 99); Cortesía de Lara Pallarés (p. 68).

ISBN: 978-84-1361-597-4

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.

Índice

Introducción. Una fuerza de maldad1
La desaparición de Samantha Koenig
Un hombre peculiar
Les daré dos cuerpos y un nombre
Asesinos en serie frente a múltiples en un solo acto
Estructura del libro
Compulsión homicida
Algunas nociones y datos relevantes
Las motivaciones de los asesinos seriales
Richard Kuklinski, serial killer por odio y sicario
Comprender lo que el asesino necesita o ansía cuando actúa: la escena del crimen
Dos fantasmas: el Asesino del Estado Dorado (GSK) y Dennis Rader (BTK)
El Asesino del Estado Dorado
Perfil de GSK
Dennis Rader, alias BTK
Perfil de BTK
El factor X: el origen del mal
El factor X y la compulsión de matar
La fantasía, la disociación y la compartimentación
¿Qué causa la creación del factor X?
¿Locos o cuerdos? La psicopatía
Jorge Ignacio Palma, un asesino en serie único
«Desapareceré en la oscuridad»: las víctimas y los supervivientes
Quiénes son las víctimas
Hombres en riesgo
Los niños de Atlanta
«Desapareceré en la oscuridad»
Las víctimas precisan retomar el relato de sus vidas
El tratamiento de las víctimas en los medios y en la cultura popular
Fanáticos y coleccionistas: retrato de una obsesión
Monstruos y asesinos en serie
Por qué nos fascinan
Fanáticos y murdermorabilia
Fascinación responsable
Epílogo. La naturaleza del asesino en serie
Bibliografía consultada y citada

Introducción. Una fuerza de maldad1

«Wilson: Entonces, señor Nilsen, ¿se considera usted un hombre malvado?Dennis Nilsen: Sí, pero ¿qué es la maldad?Wilson: ¿Sería un buen ejemplo matar a quince jóvenes?».

David Wilson, My life with murderers

La imagen que tiene el público del asesino en serie es muy parecida en todo el mundo, en buena medida debido a la influencia del cine y la televisión. Aparece como un hombre de inteligencia superior, que merodea por una zona de caza determinada y que busca víctimas —generalmente mujeres— que responden a un mismo patrón. Tiene también un modus operandi bien definido y, generalmente, realiza un ritual o deja una señal inequívoca de su autoría (a modo de firma personal). Por supuesto, estas características se dan, y no pocas veces, en muchos de esos criminales, pero también son numerosos los que no se ajustan a este perfil, como tendremos oportunidad de comprobar en este libro.

En este capítulo introductorio deseo mostrarles un ejemplo perfecto de asesino serial que desafía todo lo visto anteriormente. La investigación criminal de este tipo de sujetos se ha ido construyendo en los últimos cincuenta años y ha ido sumando conocimientos sobre la marcha, por ello los policías más experimentados saben que, antes de adjudicar una etiqueta derivada de la experiencia adquirida en otros casos, hay que leer e interpretar de manera cuidadosa las conductas que el homicida nos ha dejado en la escena del crimen. Puede que ese nuevo asesino al que haya que identificar y capturar pertenezca a una clase nunca vista hasta entonces.

La desaparición de Samantha Koenig

El 1 de febrero de 2012 se produce la desaparición de Samantha Koenig, una joven de 18 años que trabaja en un quiosco de café a las afueras de Anchorage, en el estado de Alaska.

Es la hora de cerrar y Samantha está sola, esperando a que venga a recogerla su novio. Cuando este llega al local, después de salir del trabajo, observa que ella no está y que el quiosco sigue abierto, así que va a su casa a buscarla, y allí habla con el padre, que tampoco sabe nada. Al rato, recibe un mensaje enviado desde el teléfono de Samantha: «Estoy pasando unos días con unos amigos; díselo a mi padre». Ambos comprenden inmediatamente que ese mensaje no ha podido escribirlo ella, así que llaman a la Policía.

La Policía revisa la cámara de vigilancia del establecimiento. Se puede ver que la joven está de espaldas, preparando un café para un cliente, un hombre. Luego apaga las luces y el extraño salta dentro del quiosco por la ventana amplia que sirve de mostrador. Ambos pasan diecisiete minutos dentro antes de abandonar el local.

Otra cámara instalada en un negocio cercano al café les proporciona más información. Se distingue un coche, marca Chevrolet, tipo pick-up, si bien la matrícu­la no es visible. En ninguna de las dos grabaciones se puede identificar al supuesto secuestrador. Por un espacio de cerca de tres semanas no se produce progreso alguno, la investigación está estancada y, en realidad, la policía piensa que es una desaparición voluntaria, por mucho que el padre y el novio de Samantha insistan en que eso es imposible. ¿De qué diablos pudieron estar hablando esos casi veinte minutos en el café? Conversar no concuerda con el modo de proceder de los secuestradores de mujeres, sobre todo en lugares públicos, aunque es cierto que el encuentro se produjo ya entrada la tarde y había poca gente por los alrededores. La Policía cree que el hombre y Samantha se conocían de antes.

Entonces la situación da un giro inesperado: el novio recibe otro mensaje de texto desde el móvil de Samantha con instrucciones para acudir a un lugar. Allí, la Policía encuentra una nota en la que se pide un rescate, acompañada de una fotografía de mala calidad de la joven y la prueba de que sigue con vida: la edición del 13 de febrero del Anchorage Daily News. El padre la identifica, a pesar de que repara en un hecho extraño: su hija lleva el pelo recogido en una coleta, lo que es inusual en ella. La nota ordena depositar 30 000 dólares en la cuenta corriente de la joven. Ahora que se confirma el secuestro, se convierte en un caso federal. Al mando de la investigación se pone el oficial Steven Payne, quien se rodea de policías experimentados de Anchorage para intentar detener al ­culpable.

El padre de Samantha deposita una parte del dinero en la cuenta de esta. Por el momento, es la única conexión que tiene la Policía con el secuestrador, y no piensan perderla. Es una buena decisión. A las pocas horas se produce una extracción de efectivo de 500 dólares, seguida por otras dos de la misma cantidad, todas en Anchorage. Luego, silencio… hasta el 7 de marzo, para sorpresa de la Policía, cuando se registra un nuevo movimiento de la cuenta, pero ¡en Arizona!, es decir, a miles de kilómetros de Alaska, a los que siguen otros reembolsos en Nuevo México y en Texas. ¿Es posible que el criminal esté recorriendo buena parte de Estados Unidos con la joven secuestrada?

Desde Alaska, lo único que puede hacer el grupo especial de investigadores es pedir la colaboración de las autoridades locales de los estados en los que se han efectuado las retiradas de efectivo. ¿Podrían revisar las cámaras que graban a los clientes de los cajeros? Desa­fortunadamente, una y otra vez, esas cámaras solo muestran a un hombre enmascarado. Parece imposible avanzar, pero entonces se produce un pequeño milagro. Una de las cámaras capta que el sujeto, después de retirar el dinero, se dirige hacia un Ford Focus blanco. Payne y su equipo asumen que se trata de un vehícu­lo de alquiler y siguen con atención en un mapa los desplazamientos del fugitivo, marcando las rutas que va recorriendo gracias a las continuas retiradas de depósito que realiza en los diferentes cajeros. Dado que los investigadores reciben una alerta inmediata tras cada reintegro, pueden predecir cuál será la carretera más probable que tomará el coche. Por eso, piden a la Policía estatal de Texas, donde se acaba de retirar dinero por última vez, que emita una orden a los patrulleros para que intercepten un coche de alquiler Ford Focus blanco que se dirige al El Paso.

En ese punto tiene lugar ese milagro al que me refería antes. Un ranger observa en un aparcamiento exterior de un hotel un coche de esas características. Pide refuerzos y esperan a que se ponga en marcha. Inmediatamente, lo obligan a detenerse. Identifican al conductor como ­Israel Keyes. Tiene en su posesión la tarjeta de crédito y el carnet de conducir de Samantha Koenig. Al poco lo trasladan a Alaska, para responder por el delito de secuestro.

Un hombre peculiar

La Policía de Anchorage no había oído hablar de Israel ­Keyes con anterioridad. Registraron su casa y encontraron el Chevrolet blanco. Vivía con su pareja y su hija de 10 años, que había tenido con su primera mujer. Era dueño de una pequeña empresa de construcción desde 2007, año en el que se estableció en Alaska.

En el primer interrogatorio no dijo ni una palabra; pero después, cuando cobró consciencia de todas las pruebas que lo incriminaban en la desaparición de Samantha, afirmó que confesaría, si bien antes tenía algunas peticiones que hacer: quería un café americano, un snack de cacao y fumarse un cigarrillo.

Payne le trajo lo que solicitó. Entonces Keyes empezó a hablar de Samantha. Contó que la había tenido cautiva en un cobertizo junto a su casa desde la tarde en que la secuestró hasta la mañana siguiente. Se dedicó a beber y a fumar, y puso la música alta para que su familia no escuchara ningún «ruido inconveniente». Por la noche la violó dos veces: «Me tomé mi tiempo, mientras sonaban dos o tres canciones en la radio», dijo. Y, a continuación, ya de mañana, la estranguló, además de apuñalarla repetidamente. Después despertó a su pareja e hija y los tres emprendieron un viaje hacia Nueva Orleans, donde embarcaron en un crucero que duró dos semanas. Al regresar, Keyes volvió a entrar en el cobertizo y halló el cuerpo de Samantha congelado. Lo maquilló, le hizo una coleta y tomó la foto que acompañaría la petición de rescate. Tenía que deshacerse del cadáver, pero antes… «Tuve sexo con ella, con su cadáver. Y, hum…, ¿saben? Todavía estaba caliente y… Creo que perdí la noción del tiempo», declaró. Luego descuartizó el cuerpo y lo llevó al lago Matanuska.

Después de consultar en un mapa cuál era el punto de mayor profundidad, abrió un agujero en el hielo y arrojó en él los restos de la chica repartidos en varias bolsas. Antes de regresar a casa, pescó un pez a través de la misma abertura por la que se había deshecho del cuerpo de Samantha.

Es decir, la nota de rescate y la foto de la joven solo habían sido un modo de engañar a los padres y a la Policía. Samantha llevaba muerta casi tres semanas, aunque su cuerpo se había conservado por el frío. Keyes obtuvo un periódico con una fecha actualizada y lo incorporó a la foto. «Cuando era niño me gustaba pensar en lo que haría si un día encontraba un tesoro… así que pensé que sería divertido», dijo riendo; veía todo aquel montaje como un juego. Los agentes le pidieron entonces que los llevara al lugar del lago donde había sumergido el cuerpo de la joven. La Policía movilizó a su equipo de submarinismo y el día 2 de abril encontraron los restos de Samantha.

Durante los interrogatorios, hubo un momento en que el asesino afirmó: «No hay nadie que me conozca o me haya conocido de verdad […] porque soy dos personas básicamente diferentes. Y el único que conoce las cosas que les voy a relatar soy yo». Más adelante, cuando le preguntaron durante cuánto tiempo había sido «dos personas», él respondió, riendo, que catorce años.

Durante otro interrogatorio, Keyes sugirió que había más víctimas, pero se mostró reacio a compartir esa información. Al poco, realizó una petición sorprendente:

IK: Quiero una fecha de ejecución, que me apliquen la pena capital.

FBI: ¿Para usted?

IK: Sí, y la quiero pronto, porque quiero que todo esto se acabe lo antes posible […]. Me preocupa mucho, hum…, que ella… [mi hija] ya sabe, que un día ponga mi nombre en el ordenador y, entonces, todo eso salga […]. Quiero que mi niña tenga una oportunidad de crecer con normalidad, y no tenga todo esto cayendo sobre su cabeza […]. Mi preocupación no tiene nada que ver conmigo…, es solo mi familia…, porque yo, y supongo que cualquiera, siempre he sabido que, en cierta medida, ellas también son mis víctimas porque van a tener que pagar por esto durante muchos años.

Los interrogadores dejaron implícito que podían satisfacer su deseo, algo que sabían que no era posible, al menos en Alaska, donde no existía la pena de muerte —­aunque sí era posible en Texas y otros estados, si se podía demostrar que era responsable de algún asesinato en esas jurisdicciones—, y así consiguieron que Keyes hablara, al menos hasta cierto punto. Contó cosas de su pasado. Era el segundo de diez hijos, nacido en 1978. A los cinco años su familia se trasladó al estado de Washington, y allí llevó una vida sencilla la mayor parte de su juventud, entre las montañas. No iba a la escuela, sino que recibía la enseñanza escolar en casa, por ello, creció muy aislado. Sus padres pertenecían a un culto religioso, pero él negó cualquier tipo de abuso por parte de estos: «Crecí rodeado de gente buena; todo el mundo era agradable y todo era como una postal de luz del sol y flores…». Sin embargo, desde pequeño sintió que tenía dentro impulsos violentos.

Llegué a creer que todos eran como yo y que estaban fingiendo, que simplemente no querían hacer lo que yo hacía […]. Pero, quiero decir, al final todo eso pasó, y nunca más me sentí mal [por ser como era] […]. He sabido desde los 14 años que había cosas que, hum…, que yo pensaba que eran normales y que creía que estaba bien hacerlas, y, sin embargo, nadie más pensaba como yo [ríe].

A continuación, relató una experiencia en la que torturó a un animal de forma salvaje cuando lo acompañaba un amigo, y observó que este se puso a vomitar al ver lo que había hecho. «Nadie me acompañó más al bosque. Aprendí la lección […]. Entonces me dediqué a hacer mis cosas en privado».

Keyes se dedicó a robar, a esconder pistolas en su casa… hasta que su padre un día lo echó, en parte, por descubrir que era ateo. Le dijo a los policías que sus padres no fueron responsables de lo que él hacía: «Ellos no me convirtieron en un monstruo, simplemente yo era así». Los impulsos violentos fueron aumentando; él sabía que «había nacido para matar» y que solo era cuestión de tiempo que lo hiciera.

Israel Keyes entró en el ejército a los 20 años, y se licenció con honores en el año 2000. Desde el principio se sintió fascinado por las armas, y fue simpatizante de movimientos de extrema derecha libertarios, gente de gatillo fácil, celosa de que nadie le dijera lo que tenía que hacer.

El interrogatorio se prolongó durante días, con sesiones espaciadas en el tiempo, hasta que finalmente Keyes confesó algo concreto. Su primer intento de asesinato ocurrió en julio de 1997, cuando él apenas tenía 9 años, en una pequeña ciudad del estado de Oregón. Vio a una chica a la salida de un bar que se había separado de su grupo de amigos, «como un cervatillo herido», y entonces la agarró y la llevó al aseo, que era exterior. Allí la violó. Explica que no era la primera vez que lo hacía, pero:

sí la primera vez que había atado a alguien de ese modo, como si fuera a matarla… Sabía que iba a matarla, y ella también lo sabía. Entonces la chica se puso a hablar conmigo, diciendo cosas como: «Eres un chico tan apuesto… ¿Por qué haces esto…? ¡No tienes necesidad! Probablemente, incluso yo podría haber salido contigo», y toda esa mierda, y… las cosas no sucedieron con la violencia que yo esperaba, ya saben, si ella se hubiera puesto a pelear o algo así. Era una chica lista… Ya saben, aquello le funcionó. Lo que pasó es que, al final, me arrugué. Casi durante dos años después me estuve diciendo que tenía que haberla matado; realmente aquello me jodió mucho.

Keyes se prometió a sí mismo que eso no le volvería a pasar.

Les daré dos cuerpos y un nombre

A medida que se sucedían los encuentros con la Policía, ­Keyes se impacientaba. Si tenía que seguir hablando, debía saber la fecha de su ejecución: «No sé cuánto de mi asunto he de contarles antes de saber si voy a obtener lo que quiero; si quieren saberlo todo, tendrán que darme lo que ­quiero». Los interrogadores le pidieron que les diera algo más, y él les contestó: «Les daré dos cuerpos y un nombre».

Keyes admitió el doble asesinato del matrimonio Currier (Bill y Lorraine), en Essex, estado de Vermont, ambos jubilados, con sobrepeso y en la cincuentena larga. El asesino voló hasta Chicago y allí alquiló un coche hasta llegar a esa población, mil kilómetros al norte. Eligió la casa al azar, por el aspecto de su patio trasero, que ofrecía privacidad. La pareja vivía sola. Keyes nunca escogía casas donde hubiera niños o perros: estos últimos porque lo complican todo, y los primeros, según dijo, por razones éticas: «lo único que no hago es meterme con niños». Antes de matar a sus víctimas, se dirigió a un lugar relativamente aislado pero no muy lejos de allí donde dos años antes había enterrado su «kit de asesinato», que contenía cinta de embalar, pistolas, cuerda y otros objetos necesarios para capturar a alguien, retenerlo y, luego, hacer desa­parecer el cadáver. El alijo incluía un líquido corrosivo (Drano) para limpiar los restos de ADN que pudiera dejar en los cuerpos.

«Corté las líneas telefónicas para que, en caso de que hubiera alarmas, no se activaran. Después esperé una o dos horas hasta que todo el vecindario se hubo ido a la cama [ríe]. Una vez entré en la casa, en cinco o seis segundos ya estaba en el dormitorio». Iba vestido de negro de pies a cabeza, llevaba guantes de cuero, una mochila y una linterna en la frente. Keyes dijo que su motivación era puramente sexual, algo que desafiaba en aquel momento los conocimientos que se tenían acerca del modus operandi de los psicópatas sexuales. No se tenía constancia de ningún asesino serial que atacara sexualmente a una pareja heterosexual. Keyes los ató y amordazó en la cama, y metió en su mochila ropa interior de Lorraine. Llegado a este punto del relato, se negó a entrar en detalles de lo que les hizo una vez los inmovilizó, boca abajo, en la cama.

Los Currier, horrorizados, colaboraron al principio, creyendo que se trataba de un ladrón o de una equivocación. Luego Keyes les ordenó que se subieran a su coche a punta de pistola. Sin embargo, las cosas se torcieron. Después de atarlos, Bill empezó a luchar por su vida, así que el asesino se vio obligado a neutralizarlo a golpes y luego a matarlo de un tiro. A Lorraine la violó y luego la estranguló. Posteriormente roció los cadáveres con Drano y los enterró. A pesar de la búsqueda masiva que realizó el FBI en la zona donde él dijo que estaban los cuerpos, nunca llegan a encontrarse. Era muy difícil, en parte porque el terreno había sufrido cambios importantes.

Keyes confesó ser el autor de ciertos robos a bancos, de otras violaciones y de provocar incendios. Cuando el FBI, en uno de los interrogatorios, le preguntó a cuántas personas había matado: «¿De cuántos, hipotéticamente, estaríamos hablando?», él sonrió y dijo que «menos de una docena». Sin embargo, Keyes se fue impacientando más y más. Durante ocho meses accedió a ser interrogado veinticinco veces, pero estaba inquieto, exigía saber la fecha de su ejecución. Reconoció haber dejado alijos ocultos durante años para poder asesinar cuando lo estimara oportuno en varios estados, incluyendo Washington, Nueva York y Texas.

El 23 de mayo de 2012, llevaron a Keyes ante un tribunal para la primera vista por el homicidio de Samantha Koenig. Entró fuertemente esposado de pies y manos, pero cuando se sentó en el banquillo lo liberaron de los grilletes. A pesar de que había cuatro hombres custodiándolo, Keyes se movió como un felino y, de un salto, empezó a correr hacia la salida. Lo placaron justo antes de que saliera de la sala. Una vez de nuevo en la celda, explicó que actuó de ese modo para demostrar que él no quería saber nada del proceso, que él quería que lo ejecutaran y que, si no lo hacían pronto, intentaría por todos los medios escaparse y volver a matar.

Keyes ya no confiaba en la policía ni en el FBI. Ofrecía información con cuentagotas. Aun así, se recuperó uno de los alijos donde dijo que lo había enterrado. Pero el tiempo se agotaba. Dos días después de que hubiera acordado darles la ubicación de varios de sus alijos de asesinato a través de coordenadas de Google Maps, el 2 de diciembre de 2012, Keyes se suicidó en su celda con la ayuda de una cuchilla de afeitar y una soga que fabricó con su ropa de cama. Debajo de su cuerpo había un documento de cuatro páginas, donde figuraba una oda a la muerte y un texto en prosa donde reivindicaba el derecho de matar y morir. En la pared dejó dibujada con su propia sangre una frase enigmática: «SOMOS UNO» y, sobre estas palabras, doce calaveras.

Los policías creyeron que aquel conjunto pretendía ser su última confesión. Según esta interpretación, Keyes habría asesinado a once personas, y la duodécima calavera sería la suya.

En un par de ocasiones los investigadores le preguntaron por el motivo de los asesinatos. Su respuesta fue: «Mucha gente se pregunta el por qué, y yo les digo: ¿Por qué no?». Los policías concluyeron que, como en tantos otros asesinos seriales, la motivación era la «caza» junto con un componente claramente sexual. Keyes había comentado en alguna ocasión que aquello le provocaba un subidón de adrenalina, una excitación profunda que no tenía parangón. En Alaska, llevaba una vida integrada: tenía una novia, una hija, un buen trabajo… así que la explicación de los asesinatos debía de encontrarse en su interior. En la sensación extraordinaria de poder, en el dominio total de sus víctimas, en una experiencia emocional que comenzaba con los preparativos para la ­acción y se nutría constantemente con las fantasías de lo que ya había consumado y las expectativas de lo que iba a suceder. No en vano, Keyes declaró ser un gran admirador de Ted Bundy, quien había asolado siete estados con sus crímenes en el periodo de 1974-1978.

Es difícil saber el número real de asesinatos que cometió. En los interrogatorios con la policía y el FBI, llegó a comentar que había matado a cuatro personas en tres incidentes diferentes en el estado de Washington, pero no proporcionó ningún nombre. Lo mismo sucedió con otra supuesta víctima que habría enterrado en el estado de Nueva York.

En todo caso, sabemos que Keyes utilizó su base en Alaska para preparar los crímenes: desde allí viajaba por diversas partes de Estados Unidos para localizar sitios donde enterrar sus alijos y seleccionar a sus víctimas. Ese era su modus operandi: viajar en avión hasta un lugar, alquilar un coche y buscar lugares donde enterrar los kits de asesinato que necesitaría cuando decidiera regresar para matar. Luego descomponía los cuerpos con ácido y se deshacía de ellos en sitios de difícil acceso. Sus víctimas habitaban en áreas remotas, en viviendas junto a bosques o parques, o transitaban a menudo caminos secundarios. Las atacaba de un modo rápido e inesperado. Después de matarlas, abandonaba la zona inmediatamente. No seguía ningún criterio a la hora de seleccionar a una persona u otra, solo su disponibilidad, el hecho de que se hallara aislada, sin posibilidad de defenderse o de recibir ayuda. Seleccionó a Samantha porque estaba sola, al final de su jornada laboral, en un lugar solitario y oscuro, pero no la conocía de nada.