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Kristen Lewis estaba en lo más alto de su profesión. Era una mujer centrada y sensata, por eso era tan impropio de ella haber tomado la decisión de pasar una noche perfecta con el sexy Nate. Después siguió adelante con su vida… hasta que descubrió dos cosas sorprendentes: estaba embarazada… y el bebé era de su jefe. Nathan Boyd, uno de los empresarios más importantes de Australia, se concentraba en el trabajo para olvidar sus problemas personales. Pero ahora se encontraba ante un dilema: la primera mujer que lo atraía desde hacía mucho tiempo era su empleada.
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Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Nicola Marsh
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión y trabajo, n.º 2187 - diciembre 2018
Título original: Executive Mother-To-Be
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-073-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
KRISTEN Lewis tenía debilidad por los hoteles.
Le encantaba el lujo, el ajetreo y el bullicio, e incluso los pequeños artículos de aseo diseñados para ser gastados alegremente, haciendo sentir a cualquiera como si estuviese en el séptimo cielo.
Pero lo que más le gustaba de ellos era el anonimato, que pasasen por allí todo tipo de personas que no la conocían y a las que no les importaba que una exitosa mujer de treinta y cinco años estuviese sola en el bar tomándose una copa.
–Hombres –murmuró mientras pinchaba la rodaja de limón que había en su vaso con un agitador y se preguntaba si su capacidad para que le diesen plantón sería algo genético.
Una no se podía fiar de ellos ni cuando eran amigos.
Volvió a pinchar el limón, que estaba empezando a parecerse a un queso gruyere con tantos agujeros y recorrió con la mirada el bar del hotel Grand Hyatt de Singapur.
Adoraba aquel lugar, con sus elegantes líneas cromadas, los muebles oscuros y modernos, con algunos toques en tono rojo, y se había pasado muchas horas allí con clientes y colegas de trabajo durante los cuatro años que llevaba trabajando en una cadena de televisión de Singapur. El motivo por el que había decidido quedar allí con Nigel esa noche era que el ambiente decía a gritos «ocasión especial», y ella había planeado pasar una divertida velada con su mejor amigo del trabajo para celebrar que habían terminado su último proyecto.
Desgraciadamente, a Nigel le había hecho una oferta mejor una empleada de veintidós años y por eso le había dado calabazas a ella.
–Menudo amigo –murmuró Kristen dando un trago a la copa mientras miraba a un tipo que había sentado en la otra punta del bar.
«No está mal», pensó al ver sus ojos oscuros, el pelo moreno, la nariz ligeramente torcida, que le daba carácter a aquel rostro de modelo, y la expresión irónica de sus labios.
Bajó la mirada rápidamente y volvió a repasar todos los defectos de Nigel, el principal, que hubiese preferido pasar una noche romántica con una joven guapa y tonta a pasarla con ella, que era su amiga. Aunque no le sorprendía.
Volvió a recorrer el salón con la mirada, apuntando de nuevo hacia el tipo guapo, y se preparó para apartarla rápidamente si era necesario. Sabía, por experiencia, que los hombres que se sentaban a solas en un bar intentaban que hubiese un contacto visual antes de dar el primer paso.
Pero aquél sólo miraba con aire taciturno su copa y tenía una expresión sombría, así que Kristen suspiró decepcionada. Nunca había creído en el destino, en el karma ni en ninguna de esas tonterías; no obstante, cuando su mirada se había cruzado con la de ese hombre unos minutos antes, había pasado algo entre ellos. Era como si sus almas se hubiesen encontrado y se hubiesen dado la mano antes de apartarse.
En esos momentos, la expresión de él reflejaba bien cómo se sentía ella y, por un segundo, se preguntó si debería levantarse y compartir sus penas con él.
Sacudió la cabeza, terminó la copa y buscó dinero en su bolso.
–¿Es esto suyo?
Kristen levantó la cabeza del enorme agujero lleno de monederos, pañuelos de papel, bolígrafos, artículos de maquillaje y todo lo que necesitaba a diario, lo cerró y vio los ojos más oscuros que había visto en toda su vida.
Era de un color chocolate oscuro y la miraban con educado interés, como si esperasen algo de ella.
–¿Es su abrigo?
La voz era profunda y misteriosa, y tan impresionante como los ojos. Ella parpadeó, se dio cuenta de que su interlocutor esperaba algo de ella: una respuesta.
–Ah, sí, gracias. ¿Estaba en el suelo?
No podía apartar los ojos de su hipnótica mirada, y se quedó sin saber qué decir, a pesar de saber que debía responder con una sonrisa, un movimiento de cabeza y una contestación seca.
Él debía de estar utilizando algún truco que ya tenía bien practicado con ella, y Kristen solía contestar a ese tipo de movimientos con seguridad, pero, en ese caso, se había quedado como un maniquí, quieta y con los ojos muy abiertos, incapaz de dejar de sentir que aquel hombre estaba en su misma longitud de onda.
Él sonrió y asintió con la cabeza.
–Sí, se le ha caído del respaldo de la silla mientras buscaba algo en esa maleta.
–¿Maleta?
Sus ojos la tenían hipnotizada, tuvo que apoyarse en la barra para no caerse.
El hombre señaló su bolso.
–Parece lo suficientemente grande como para meter un traje y un par o dos de zapatos.
Ella rió y cerró la maleta.
–Siempre estoy de un lado a otro y me gusta tenerlo todo a mano. Ya sabe, cosas importantes, como bolígrafos y cuadernos, y toda esa parafernalia que no podría encontrar en ninguna parte si me dejase el bolso en casa.
Él sonrió más, pero sólo con los labios. La sonrisa no llegó a sus ojos, en los que pesaba una sombra de tristeza. Kristen sintió ganas de alargar la mano y reconfortarlo.
–Hablando de ir y venir. Me voy a dormir. Mi vuelo sale muy pronto mañana.
–¿Está aquí por negocios?
–Sí.
–Ah, qué pena que sea sólo un viaje corto –comentó ella, sintiendo la necesidad de continuar con aquella conversación y de averiguar algo más acerca del misterioso tipo que se dedicaba a rescatar abrigos y que estaba rodeado por un halo de tristeza.
–¿Acaso usted no está de viaje de negocios?
–No exactamente. Podría estar de vacaciones –contestó ella, odiando los derroteros por los que iba la conversación.
–No está de vacaciones.
–¿Y cómo lo sabe?
–Porque a las personas que están de vacaciones se las ve relajadas e irradian entusiasmo.
–Vaya, gracias. Usted tampoco irradia demasiado entusiasmo –murmuró Kristen preguntándose qué estaba haciendo allí, hablando de tonterías con un hombre al que no conocía y que sólo se había parado a su lado porque ella era una patosa.
–No obstante, sí que irradia algo –se corrigió él mirándola con interés–, pero no lo que se irradia cuando uno está de vacaciones.
Kristen no supo si era porque el hecho de que Nigel le hubiese dado plantón había herido su ego, o porque la copa se le había subido a la cabeza, o por la conexión que sentía con aquel extraño tan triste, pero hizo algo que no solía hacer nunca.
–Si no está demasiado cansado y no le importa retrasar un rato la hora de irse a la cama, tal vez quiera averiguar qué es eso que irradio.
Él no se movió, y algo pasó por sus ojos, quizá pesar, esperanza o deseo. Kristen deseó que la tierra se abriese bajo sus pies y se la tragase.
–Mire, no se preocupe. Estoy segura de que tiene cosas más importantes…
–No, me encantaría –contestó él dejando el abrigo en el respaldo del taburete en el que estaba sentada.
–Estupendo.
Ella se sentó, desconcertada por su propio comportamiento y por el placer que le causaba la aceptación de él.
–¿Quiere beber algo?
–Cerveza con limón y lima, por favor –contestó Kristen, pensando que si su comportamiento se había debido a lo que había bebido antes, era mejor que se tomase algo más flojo.
Después de hablar con el camarero, que sonrió como diciendo que había visto aquel tipo de escena cientos de veces, el hombre se volvió hacia ella.
–Me llamo Nate.
Sonriendo, le dio la mano.
–Yo soy Kris. No estoy de vacaciones. Vivo en Singapur y me encanta.
Kristen sintió que el calor de su mano y su fuerza la envolvían. Le gustó. Odiaba a los tipos que le daban la mano con cuidado porque era una mujer.
–¿Por motivos de familia?
Ella negó con la cabeza, preguntándose si el tal Nate quería averiguar si estaba emparejada.
Aunque le parecía una persona demasiado directa para jugar a ese tipo de juegos. Si hubiese estado interesado por ella, se lo habría preguntado claramente. Pero Kristen tenía la sensación de que sólo estaba charlando con ella por lástima, no porque la desease como mujer.
Aunque no le importaba. Le estaba sentando bien poder hablar con alguien, en especial con un hombre tan guapo, fuesen cuales fuesen sus motivaciones para haberse sentado con ella.
–No, no tengo demasiada familia. Dos hermanas en Sydney, eso es todo. Trabajo en la producción de un programa de televisión sobre viajes.
–Parece interesante.
El camarero apareció con sus bebidas y él le dio las gracias y firmó la cuenta, dándole la oportunidad de mirarlo con detenimiento.
Llevaba una camisa blanca de traje con el último botón desabrochado y las mangas subidas, pantalones negros y zapatos de diseño. No obstante, no era su ropa lo más interesante, sino el cuerpo que había debajo. Un cuerpo delgado, recto y fuerte.
Muy agradable.
Normalmente, Kristen no se hubiese parado con un extraño, ni mucho menos lo habría invitado a tomarse algo con ella, pero había algo tan… tan evocador e inquietante en él, una vulnerabilidad subyacente que le daba ganas de abrazarlo y darle unas reconfortantes palmaditas en la espalda.
–¿Puedo preguntarte algo?
Ella levantó la mirada de su cuello, que prometía un pecho bronceado y fascinante.
–Por supuesto.
–Hace un rato estabas murmurando algo sola. ¿Va todo bien?
Kristen se ruborizó.
–Dicen que el hecho de hablar solo es uno de los primeros signos de locura. Bueno, pues yo estoy loca. Tan loca, que tengo ganas de estrangular a mi amigo Nigel por haberme dado plantón.
–Vaya. ¿Te ha dejado plantada? –repitió él divertido.
–Sí, el muy canalla. Parece ser que una chica que le gustaba le ha hecho una propuesta mejor, así que ha preferido dejar sola a una amiga. Muy bonito.
–Eso está muy mal. Los amigos deberían ser siempre lo primero.
De repente, Kristen se dio cuenta de que había hecho un drama de algo insignificante.
–¿Por qué crees que me dio plantón? –preguntó.
Nate sonrió.
–Bueno, teniendo en cuenta tu bolso y el brillo maníaco de tus ojos, cualquier hombre saldría corriendo.
Ella rió y se dio cuenta de que ya no le molestaba tanto que Nigel no hubiese ido. De repente, lo que quería era compartir confidencias con aquel extraño.
–Tú no has salido corriendo. Te has sentado conmigo, ¿no?
–Tienes razón.
Nate levantó el vaso de cerveza en su dirección antes de darle un trago, sin dejar de mirarla a los ojos.
Kristen no sabía qué pensar de él.
No estaba intentando ligar con ella, pero cuando la miraba así, tan fijamente, era como si una corriente eléctrica invisible pasase entre ambos. Ella le dio también un sorbo a su cerveza.
–Él se lo pierde.
–Sí, tienes razón. Mi amigo se ha equivocado de prioridad –contestó ella rompiendo el contacto visual.
–Entonces, ¿no era el amor de tu vida?
Kristen resopló y se imaginó a Nigel, siempre tan desaliñado y tranquilo. No, nunca podría ser más que un amigo en el que descargar después de un duro día de trabajo.
–De eso nada. Lo nuestro es sólo platónico.
–En ese caso, no merece la pena que te preocupes por él. Ya le echarás un rapapolvo la próxima vez que lo veas.
–Es verdad.
De repente, Kristen se dio cuenta de que el plantón de Nigel era una tontería, y que lo que le interesaba en esos momentos era averiguar algo acerca de la tristeza que le había parecido ver en Nate la primera vez que había puesto los ojos en él.
–¿Y tú… tienes algo interesante que contar?
Él la miró como si le hubiese tirado un jarro de agua fría por la cabeza. Parecía sorprendido y dolido, aunque no tardó en ponerse una máscara.
–La verdad es que no. Estoy casado con mi trabajo; no tengo tiempo para nada más.
–Sé lo que es eso –contestó ella intentando no meterse en lo que no le importaba–. Yo soy doña Productora de Televisión. ¿A qué te dedicas tú?
Él tardó un momento en contestar, como si estuviese calculando todas sus palabras.
–También trabajo en el mundo del entretenimiento, aunque me dedico más a la parte de los negocios.
–¿Así que eres uno de esos peces gordos que mueven los hilos?
Por fin lo hizo volver a sonreír.
–Podría decirse así. Soy el presidente de mi propia empresa, y aparte de llevar los derechos de todo tipo de deportes, desde el rugby hasta los Juegos Olímpicos, tocamos también otras actividades.
–Bueno, ya sé a quién ir a ver si necesito trabajo –comentó Kristen, odiándose por lo que había pensado al oír la palabra «tocar». Se lo había imaginado haciendo precisamente eso, tocándola… ¡a ella!
–Por supuesto.
Nate terminó su cerveza y ella se preparó para la despedida, confundida al no saber por qué le costaba tanto dejarlo marchar.
No conocía a aquel tipo.
No quería que aquello terminase.
Y no tenía ni la menor idea de qué hacer.
–Me ha entrado hambre después de la cerveza. ¿Quieres cenar conmigo?
Kristen intentó ocultar el alivio que había sentido al oír aquello.
–Suena estupendamente. El bufé de este hotel es el mejor de Singapur.
–Eso he oído. Vamos a probarlo.
Kristen bajó de su taburete e ignoró a la voz de su conciencia, que le preguntaba qué demonios pensaba que estaba haciendo yendo a cenar con un hombre al que casi no conocía.
–No suelo hacer estas cosas –comentó él, tendiéndole el abrigo–. Quiero decir, que no suelo cenar con mujeres a las que acabo de conocer.
–Ya somos dos –contestó ella ignorando a la voz de su razón y sonriéndole con timidez.
Nate pinchó una deliciosa combinación de cangrejo picante y arroz frito y se lo metió en la boca, intentando concentrarse en la comida que había en su plano y no en la fascinante mujer que había al otro lado de la mesa.
«¿Qué estoy haciendo aquí?».
Llevaba repitiéndose esa pregunta la última media hora y todavía no había encontrado una respuesta. En cualquier caso, no una que tuviese sentido.
No solía intentar ligar con mujeres, no aceptaba invitaciones en la barra de un hotel, y mucho menos cenaba con ellas a no ser que fuese por negocios. Y, no obstante, estaba compartiendo la mejor comida que había probado en mucho tiempo con una bella mujer a la que hacía menos de una hora que conocía. ¡Y estaba disfrutando de la experiencia!
–¿Te gusta?
Él asintió con la mirada clavada en su boca y en el modo en que sus labios rodeaban una pata de cangrejo, un gesto que le pareció muy erótico.
No podía estar pasándole algo así.
Normalmente, o no tenía tiempo o no tenía la costumbre de fantasear con extrañas.
–Yo soy adicta al marisco –comentó Kris, limpiándose la boca con una servilleta–. Y este lugar es famoso por su marisco.
–¿Además de por el pato asado, el pollo tandoori, los satays y el otro millón de platos típicos que tienen?
Ella sonrió, captando de nuevo su interés y fascinándolo.
–Pues espera a probar los postres.
Nate no era demasiado goloso, pero, de repente, estaba deseando probar una mousse de chocolate o un sorbete de lichis. De hecho, habría hecho lo que aquella mujer le hubiese sugerido, lo que demostraba que debía de seguir bajo los efectos del jet lag.
Tendría que dejar de hacer esos viajes de dos días a Asia si el resultado era aquél: estaba confundido, medio drogado, y centrándose en cosas equivocadas, como en el brillo de los ojos azules de Kris, en su pelo rubio y en el modo en que su sonrisa iluminaba todo el salón.
Y su cuerpo… Era alta, ágil y graciosa, llevaba una falda de raya diplomática y una blusa azul clara. Nate llevaba toda la hora intentando no fijarse demasiado en ella.
Le había parecido una mujer deliciosamente nerviosa cuando había recogido su abrigo, nada que ver con la rubia fría con la que había cruzado la mirada unos minutos antes.
Había estado observándola un rato, viendo cómo jugaba con su vaso, cómo pinchaba la rodaja de limón y murmuraba algo entre dientes. Le habrían entrado ganas de reírse de ella si no le hubiese parecido tan frágil. A pesar de que él tenía sus propios problemas, no había podido evitar recogerle el abrigo y darle a entender que no estaba sola en el mundo.
La gente decía que el tiempo lo curaba todo.
La gente no tenía ni idea.
–El postre es opcional. No tienes que probarlo si no quieres.
Al oír aquello, Nate se dio cuenta de que su máscara lo había abandonado durante unos segundos y había debido de dejar entrever cómo se sentía.
–Lo siento, estaba pensando.
–Pues debías de estar pensando en algo muy poco agradable.
–Supongo que el hecho de estar fuera de casa me pone de mal humor.
–Sí, es lo peor que hay –admitió Kris dejando la servilleta encima de la mesa y apoyando la espalda en la silla–. Yo echaba mucho de menos Sydney cuando llegué aquí, ¿pero quieres saber cuál es el secreto para superarlo?
–Por supuesto.
Kris se echó hacia delante, como si fuese a compartir con él un secreto perdido en el tiempo.
–Los orangutanes.
Tal vez el jet lag le hubiese afectado más de lo que pensaba. Habría jurado que aquella mujer acababa de decir que la morriña se curaba gracias a unos grandes simios.
Ella asintió, sonriendo.
–Has oído bien. Orangutanes. Los simios más grandes del planeta. Es imposible no quererlos. Durante mi primera semana en Singapur no me sentía bien, así que fui al zoológico y me pasé una hora con ellos, desayuné con ellos, me reí de sus gestos. De repente, no volví a echar de menos mi casa. Estaba curada.
Kris chasqueó con los dedos y él parpadeó al tiempo que se preguntaba cómo podía tenerlo tan sumamente cautivado una mujer tan fría y loca a la vez.
–Lo tendré en mente –contestó, sacudiendo la cabeza con incredulidad, sin saber si levantarse de la mesa antes de que lo hipnotizase más o tomarla entre sus brazos para ver si era real.
Ella se ponía un momento seria y al siguiente divertida, parecía triste y, de pronto, contenta.
Nate no sabía nada de ella, pero quería saberlo todo.
Aún no sabía cómo se apellidaba, pero sí que le encantaba el marisco, que tenía cerebro además de una cara bonita y que sentía debilidad por los orangutanes.
Tenían pocas cosas en común, pero, de repente, Nate sintió que no quería que acabase aquella noche.
Quería saber más, la deseaba intensamente, quería sentirla, tenerla entre sus brazos.
–Vaya, estás volviendo a pensar en algo desagradable.
Kris tomó la botella de vino y le rellenó la copa, como si eso fuese a aliviarle. Si hubiese sido así de fácil, él mismo se habría comprado todos los viñedos de Australia a esas alturas.
Él, que en los negocios solía ser tan directo que a veces era hasta brusco, respiró profundamente y decidió actuar del mismo modo en ese momento. Esperó que aquello no le costase una bofetada.
–En realidad, no estaba pensando en nada desagradable.
–¿No?
Kris levantó una ceja y sus ojos azules lo miraron con curiosidad.
–Sé que esto te va a parecer una locura, y tienes todo el derecho a levantarte de la mesa y marcharte cuando haya terminado, pero lo cierto es que estaba pensando que hemos conectado muy bien, y que no me apetece que termine esta noche.
La expresión de ella fue de sorpresa, seguida de otra de… ¿indignación?
¿Miedo?
¿Esperanza?
Nate no tenía ni idea. Hacía mucho que no pasaba tanto tiempo seguido con una mujer, y mucho menos, que intentaba comprender sus emociones.
–¿Me estás pidiendo que pase la noche contigo?
Así dicho… Nate intentó no sentir vergüenza. Parecía que no era él el único al que le gustaba ser directo.
–No sé qué te estoy pidiendo –murmuró mirando hacia la puerta y preguntándose si era demasiado tarde para salir corriendo–. No suelo hacer estas cosas. De hecho, hace años que no salgo con una mujer. Pero sé que me siento atraído por ti. Me haces sentir bien. Y no quiero dejar de sentirme así, aunque sea algo temporal.
De repente, era así de sencillo. Ni más, ni menos.
Aquella increíble mujer de expresiva mirada y boca generosa lo estaba haciendo sentir bien por primera vez en mucho tiempo, y quería más.
–Yo creo que sabes muy bien lo que me estás pidiendo –contestó ella sin apartar los ojos de su boca, sonriendo mientras jugaba con el mantel–. Creo que los dos lo sabemos, y mi respuesta es «sí».
–¿Sí?
Nate echó el aire que, sin darse cuenta, había estado conteniendo. Sentía euforia, ansia y otro montón de emociones que no podía describir en esos momentos. Mientras, ella lo miraba con los ojos brillantes de emoción.
–Sí.
En ese momento, Nate se olvidó de todo, se puso en pie, le tendió la mano y sintió una corriente eléctrica cuando ella la tomó. Luego la sacó del restaurante y fueron hacia los ascensores.
No hablaron.
No hacía falta.