Pensamientos. Cartas - Marco Aurelio Antonino - E-Book

Pensamientos. Cartas E-Book

Marco Aurelio Antonino

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Beschreibung

Primera edición de «Meditaciones» que incorpora un comentario completo de cada uno de los doce libros, en traducción directa. Una pequeña enciclopedia del estoicismo. El emperador Marco Aurelio Antonino (121-180) fue consignando en privado este ejemplo único de escritura de sí y sobre sí, enmarcado en la filosofía estoica, durante los años en los que comenzó la decadencia de Roma. Al margen de la corte, la púrpura y las convulsiones de la época en la que fue redactado este diario de mejora personal, sus hondas reflexiones apuntan a la constitución desnuda de cualquier ser humano.

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PensamientosCartas

Marco Aurelio

PensamientosCartas

Traducción de Juan-Ramón Capellay Víctor M. Vassallo

ColecciónTorre del Aire

 

 

 

 

Título original: Μάρκου Ἀντωνίνου Ἀὐτοκράτορος τὰ εἰς ἑαυτόν

© Editorial Trotta, S.A., Madrid, 2023© Jorge Cano Cuenca, traducción, introducción y notas, 2023Ilustración de cubierta: Marco Aurelio, busto en mármol (170)(Museo Saint-Raymond, Toulouse, Francia)Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.ISBN: 978-84-1364-222-2www.trotta.es

CONTENIDO

Introducción: Jorge Cano Cuenca

1. Apuntes históricos: cómo llegó a su nombre

2. De cómo un no-libro se convirtió en libro

3. Por qué (es peligroso) asomarse al interior

4. Un esclavo griego y un princeps romano

5. Sobre esta edición

Agradecimientos

Bibliografía

PENSAMIENTOS

Libro I

Libro II

Libro III

Libro IV

Libro V

Libro VI

Libro VII

Libro VIII

Libro IX

Libro X

Libro XI

Libro XII

MARCO AURELIO Y MARCO CORNELIO FRONTÓN CARTAS(Selección)

Nota a las cartas

1. Marco Aurelio a Frontón

2. Frontón a Marco Aurelio

3. Marco Aurelio a Frontón

4. Marco Aurelio a Frontón

5. Frontón a Marco Aurelio

6. Marco Aurelio a Frontón

7. Marco Aurelio a Frontón

8. Frontón a Marco Aurelio

9. Frontón a Marco Aurelio

10. Marco Aurelio a Frontón

11. Marco Aurelio a Frontón

12. Frontón a Marco Aurelio

13. Marco Aurelio a Frontón

14. Marco Aurelio a Frontón

INTRODUCCIÓN

Jorge Cano Cuenca

1. APUNTES HISTÓRICOS: CÓMO LLEGÓ A SU NOMBRE1

El 17 de marzo de 180 el emperador Marco Aurelio Antonino salió de escena, soltó los hilos de la marioneta, se volvió insensible a las impresiones, abandonó el servicio de la carne, cesó su peregrinaje por tierra extranjera, se disolvieron los elementos que le constituían como ser vivo y se reintegraron en aquello que había sido la causa de su composición. Ese mismo mes, antes de comenzar la temporada bélica, había enfermado gravemente, quizá de peste. Las fuentes le muestran consciente de la gravedad de su estado y elaboran de diversa manera sus últimos días: ayuno, sonrisas y palabras amables desde el lecho de muerte, aislamiento por miedo a contagiar a su hijo Cómodo, máximas diversas... Dion Casio alude a una conspiración entre los médicos y Cómodo. Difícilmente se sabrá de qué murió ni dónde: Vindobona, Sirmio o Bononia, tampoco es tan importante, al menos en lo que respecta a su libro.

Había venido al mundo como Marco Annio Catilio Severo o como Marco Annio Vero el 26 de abril del 121, en el seno de la gens Annia. Se sabe que a mediados del siglo I d.C. la familia se encontraba en la Bética, en torno a la pequeña localidad de Ucubi, la actual Espejo, a pocos kilómetros de Córdoba. Su familia es un ejemplo de cómo las élites de las provincias occidentales —Narbonense, Tarraconense o Bética— comenzaron a obtener influencia en la vida política imperial con Vespasiano y Tito emparentando con viejas casas de la nobleza. Su padre, Marco Annio Vero, contrajo matrimonio con la rica patricia Domicia Lucila la Menor, cuya fortuna provenía, en buena parte, de una fabrica de ladrillos a las afueras de Roma: después del incendio de la Urbs en tiempos de Nerón, era un claro sector en auge. Marco nació en la mansión familiar de la colina del Celio, entonces sin turistas. Una joven muerte truncó la prometedora carrera política de su padre y Marco creció sin memoria directa de él. Lucila no volvió a contraer matrimonio y el niño fue adoptado por su abuelo paterno, al que Adriano concedió la distinción de un tercer consulado, hecho excepcional para alguien que no formaba parte de la familia imperial.

Con apenas seis años y bajo la protección directa del emperador Adriano que —ironizando con el patronímico— lo llamaba «Verísimo» (Verissimus), Marco entró en los equites y con siete, en el arcaico colegio de los Salios, asociado con el dios Marte, cuyas ceremonias ejecutó con especial celo (HA, Marco 4, 1-5). En los años finales de su niñez comenzó su educación literaria, musical y gramática junto al griego Herodes Ático y al latino Marco Cornelio Frontón. También conoció entonces a Diogneto (I 6), maestro de pintura que le acercó al austero modo de vida filosófico (HA, Marco 2, 6). Tres de sus maestros de filosofía de juventud reciben cumplido agradecimiento en el libro I: Junio Rústico, Apolonio de Calcedonia y Sexto de Queronea. El estoicismo había arraigado en Roma desde época imperial y alentaba una racionalidad vigilante sobre las impresiones, juicios y concepciones que modelan el carácter, y proporcionaba una imagen de dominio de sí, serenidad y autonomía que se compadecía con los ideales de la antigua tradición romana. Su profesión solía, además, presentarse como un tope respecto de los excesos y delirios de cualquier autócrata, lo que lo convertía en una práctica de riesgo.

En 136, con quince años tomó la toga virilis y, a instancias de Adriano, se desposó con la hija del patricio Lucio Ceyonio Cómodo. Si bien entre los Julio-Claudios la transmisión del poder imperial se hacía por descendencia masculina, a partir de Adriano se concertó mediante matrimonios con mujeres del propio entorno familiar del princeps (Fraschetti, 2014, 21). La salud de Adriano comenzaba a debilitarse. Sin descendencia, adoptó al cónsul Cómodo para su sucesión, que recibió el nombre de Lucio Elio César y el gobierno de la provincia danubiana de Panonia. Quizá Adriano pensaba en el Verissimus Marco para la sucesión, pero su juventud requería una figura intermedia, de modo que su matrimonio con la hija de Elio César posibilitaba el cumplimiento de sus planes de futuro. Elio César falleció el 1 de enero de 138 y la quebrada salud de Adriano exigía el pronto nombramiento de un nuevo heredero. En esta ocasión, el dedo apuntó a Aurelio Antonino2, quien no albergaba ambiciones imperiales y demoró su aceptación cuatro semanas. La ceremonia se completó el 25 de febrero. De acuerdo con los deseos de Adriano, Antonino Pío adoptó a su vez al joven Marco y a Lucio, hijo del difunto Elio. Cuenta la HA (Marco 5, 2) que esa noche «soñó que tenía hombros de marfil y, cuando le preguntaron si estos serían capaces de aguantar el peso, se dio cuenta de que eran más vigorosos de lo que solían ser habitualmente». Tras la ceremonia, cambió el Anio por el Aurelio. Adriano falleció el 10 de julio de 138, fijando la sucesión para los siguientes 42 años. En 139, con dieciocho años, Marco entró en el Senado y al año siguiente fue nombrado cónsul en compañía de Pío. En abril de 145, el princeps cumplió con los matrimonios designados por Adriano: Marco, divorciado de la hija de Ceyonio Cómodo, se casó con Faustina, hija de Pío. La pareja engendró 14 hijos, de los que solo 6 llegaron a la edad adulta, entre ellos el nefando Cómodo, que vino al mundo en agosto de 161.

Antonio Pío falleció el 7 de marzo de 161 con setenta y cinco años. El recuerdo que Marco guardó de él queda consignado en dos emotivas semblanzas (I 16 y VI 30) que lo retratan como paradigma ético y político de imperator. Tras su muerte, Marco y Lucio obtuvieron los poderes imperiales y cambiaron sus nombres: Marco trocó el Vero por Antonino, en honor de su padre adoptivo; y Lucio, el Cómodo por Vero, de modo que pasaron a ser llamados Marco Aurelio Antonino y Lucio Aurelio Vero. La retratística de la época da muestra de un nuevo espíritu, heredero de la serenidad antonina. Por primera vez se daba un gobierno de dos emperadores, aunque Marco gozaba de una mayor auctoritas como pontifex maximus, dignidad que no podía ser compartida. Siguiendo la costumbre, los primeros actos públicos fueron una generosa donación económica a las tropas y la deificación de Antonino.

Enseguida comenzaron los problemas: tras una devastadora inundación del Tíber, surgieron graves conflictos bélicos en Partia, Capadocia y Siria en el invierno de 161 a 162: uno de los emperadores tenía que acudir al frente y ambos carecían de experiencia militar previa. Lucio fue el encargado de comandar las tropas3. En el 164, tras los éxitos de Lucio en Armenia, la pareja imperial consideró que era el momento de celebrar el prometido enlace entre aquel y la joven Lucila, de catorce años para reforzar la alianza entre las dos cabezas del Imperio4. La guerra finalizó en el 166, tras el saqueo de Ctesifonte, la capital de Partia, y el triumphum se celebró el 12 de octubre de 166. Hacía tiempo que Roma no celebraba uno —desde el póstumo de Trajano en 118— pero, al poco, la alegría se convirtió en duelo: las tropas trajeron consigo una mortífera peste (HA, Marco 13, 3-6). Galeno, que se encontraba como médico en Roma, no dudó en regresar a Pérgamo, huyendo de una plaga que los historiadores consideran determinante en la progresiva decadencia de Roma (Birley, 2009, 215)5.

A principios de 167 hubo una sublevación en Panonia y en primavera de 168, los marcomanos y otros pueblos del norte amenazaron con invadir las fronteras si no se les admitía pacíficamente dentro de ellas. Los emperadores decidieron cruzar los Alpes y pasaron el invierno acuartelados en Aquilea, mientras la peste no cesaba en su cosecha. De regreso, Lucio enfermó cerca de Altino, donde falleció a los tres días. Tras su funeral, fue divinizado como Divus Verus. La epidemia diezmaba la demografía a la vez que el cobro de impuestos, por lo que había que hacer frente a los gastos económicos del coste de la guerra6. Marco subastó parte de las propiedades imperiales y se tomaron medidas excepcionales: manumisión voluntaria de esclavos, reclutamiento de gladiadores y de cuerpos policiales de las provincias. Antes de partir al frente y sin cumplir el período de luto, Marco —a pesar de la opinión de su hija y su esposa— entregó en matrimonio a su hija viuda Lucilla a Claudio Pompeyano, hombre mayor que Lucio y de origen no noble, cuya fidelidad y experiencia militar resultaban necesarias. De nuevo la tragedia golpeó a la familia con el fallecimiento del pequeño Annio Vero. En medio del duelo, Marco continuó con sus tareas públicas: acaso haya alguna huella en cierto topos meditativo que aparece en sus escritos (VIII 49; IX 40; X 34 y 35; XI 34).

No sabemos mucho de lo que sucedió en los años inmediatamente siguientes al 170. Los marcomanos, cuados y sus aliados abrieron una brecha por los Alpes julianos —en la actual Eslovenia— penetrando al interior de la península itálica, mientras el emperador y el grueso de sus fuerzas batallaban al otro lado del Danubio. Brotaban los frentes: Mesia, Dacia, Tracia, Macedonia y Acaya (sur de la Grecia continental, incluidas el Ática y el Peloponeso); en el otro extremo, tribus norteafricanas invadían la Bética. En las monedas de finales de 171 se proclama a Marco imperator por sexta vez y consta una victoria contra los germanos. Quizá en esa época estableció sus cuarteles en Carnunto, junto al Danubio. En el año 172 las tropas romanas irrumpen en territorio enemigo: en la columna aureliana de la Piazza Colonna de Roma, el Danubio observa a los soldados cruzar sus pontones (Birley, 2009, 245). Fue en algún momento de la campaña contra los marcomanos cuando sucedieron los famosos «milagros» del rayo y de la lluvia (Dion Casio 71, 8-9), representado este en la columna aureliana y que alentó algunas interpretaciones cristianizantes. Las victorias le concedieron, a instancias del Senado, el título de Germanicus, que también recibió Cómodo. Tras la victoria de Marco sobre los marcomanos, comenzó una difícil campaña contra los cuados que obligó a nuevas disposiciones sobre rehenes, prisioneros y desertores que, siguiendo a Birley (2009, 253), evidencian un deterioro moral entre los romanos. Los libros II y III llevan indicaciones geográficas que se corresponden con las campañas: los cuados, el Gran, Carnunto y, aunque no sirvan para fecharlos, dan señal del vano que separa realidad y escritura. Desde el 169-170, instalado el frente, Marco siguió atendiendo con celo y rigor las labores judiciales que llegaban de Roma. Dion Casio nos lo presenta debilitado, sin apenas apetito y aguantando largas sesiones de trabajo gracias a la theriaca, un medicamento compuesto de opio, que le había prescrito Galeno para curar lo que posiblemente era una dolorosa úlcera.

En la primavera de 175, mientras se encontraba en campaña contra los sármatas, se anunció la rebelión de Avidio Casio, gobernador de Siria, y su reconocimiento como emperador por la mayor parte de las provincias orientales, entre ellas la importante Egipto. El influyente Avidio, que se había labrado una brillante carrera militar con Antonino Pío y Lucio Vero, se había proclamado a sí mismo imperator tras haber recibido noticia de la enfermedad y próxima muerte de Marco: algunas fuentes señalan a la propia emperatriz Faustina, ya conspiradora o temerosa de que su marido muriera mientras Cómodo aún era demasiado joven para acceder al poder (HA, Marco 24, 5-25, 10; HA, Avidio Casio 8, 1). Parece que Marco, desde Panonia, intentó sofocar las noticias de la revuelta, pero cuando llegaron a sus soldados, tuvo que dirigirse a las tropas7. El Senado declaró a Avidio Casio enemigo público y confiscó sus propiedades. El rector Orientis disponía de siete legiones y controlaba Egipto, el granero de Roma, pero no pudo ganarse el apoyo de las legiones de Capadocia, bajo el mando de Marcio Vero, fiel a Marco, ni de las europeas. Marco llamó a Cómodo a su lado, a Sirmio, y se tomaron medidas extraordinarias para proteger Roma8.

Cómodo ingresó en los cives Romani el día en que Rómulo abandonó el mundo —el 7 de julio— y fue presentado ante el mundo como heredero de Marco en caso de que este falleciera, lo que restauraba la transmisión imperial por linaje directo, en lugar de por adopción, como venía sucediendo desde Nerva. Marco otorgó donativos al pueblo de Roma para granjearse su apoyo. Antes de entrar en guerra, Avidio Casio perdió definitivamente la cabeza a manos de un centurión: separada del cuerpo, llegó hasta Marco, que no quiso verla y mandó enterrarla. En la idea de que su presencia pacificaría la zona, la comitiva imperial viajó hacia el este, desde el Danubio hasta Bizancio, Anatolia central y Capadocia. Faustina falleció repentinamente en Halala: tenía cuarenta y cinco años. Fue deificada por el Senado y Marco cambió el nombre de Halala por Faustinópolis. Dion Casio (71, 30) cuenta que la muerte le produjo un dolor profundo.

La actitud hacia quienes habían apoyado a Avidio fue magnánima: Marco perdonó a las ciudades que se habían posicionado del lado de la revuelta (Alejandría, Antioquía). Una vez en la parte oriental del Imperio, Marco visitó Cilicia, Siria, Palestina, donde se entrevistó con el rabino Judá I —quizá una charla filosófica según la fuente talmúdica— y finalmente Egipto. Alejandría había abrazado la rebelión de Casio, pero tanto la ciudad como las autoridades políticas romanas fueron tratadas con clemencia. El viaje de vuelta a Roma le llevó de nuevo a Siria (Antioquía), Esmirna, donde se encontró con el célebre rétor Elio Arístides, y Atenas, patria de la filosofía. Allí se inició en los misterios de Eleusis, nombró profesores en todas las disciplinas académicas, concediéndoles un sueldo anual, y cuatro cátedras filosóficas: una platónica, una aristotélica, una estoica y una epicúrea.

En otoño de 176 se encontraba de regreso en Roma: llevaba ocho años fuera de la ciudad y decidió entregar ocho piezas de oro al pueblo. Marco asoció al joven Cómodo al imperium y lo nombró cónsul, el más joven que había tenido antes Roma. El triumphum se celebró el 23 de diciembre: Marco y su hijo marcharon por el circo Flaminio en el carro triunfal y se condecoró a los militares que se habían destacado en las campañas. Tras los fastos, el emperador se retiró a Lavinio. Para año nuevo, Cómodo recibió el resto de títulos como corregente9. Un nuevo foco en el Danubio interrumpió la calma y Marco consideró necesaria su presencia. Antes celebró los esponsales de Cómodo con Brutia Crispina, nieta de Brutio Presente, figura cercana a Adriano y Antonino Pío. La Historia Augusta y Dion Casio aportan escenas notables antes de la que sería la despedida de Marco de Roma. Quizá la más singular sea esta: «Marco pidió al Senado fondos del tesoro público, no porque no estuvieran a disposición del emperador, sino porque decía que esos fondos, al igual que otros, eran del Senado y del pueblo. ‘Nosotros’, apuntó ante el Senado, ‘no tenemos nada propio, hasta el punto de que vivimos en vuestra casa’. Dicho esto, arrojó la lanza ensangrentada que se guardaba en el templo de Bellona como si la tirara hacia territorio enemigo, al menos es lo que he escuchado de quienes estuvieron presentes, y partió al frente». El 3 de agosto de 178 echó su última mirada a Roma.

2. DE CÓMO UN NO-LIBRO SE CONVIRTIÓ EN LIBRO

Resulta bastante paradójico que alguien que ha estado durante tantos años vinculado con el poder imperial —primero con Antonino Pío, luego junto a Lucio Vero, posteriormente en soledad y luego en soledad compartida con su hijo Cómodo— haya legado a la posteridad un texto tan difícil de contextualizar y relacionar con su biografía. Tiene su gracia, incluso. Si no resultara una proyección posmoderna, podríamos pensar en una broma profundamente meditada. Los doce libros que componen el Μάρκου Ἀντωνίνου Ἀὐτοκράτορος τὰ εἰς ἑαυτόν o su traducción latina Marci Aurelii Antonini Ad Se Ipsum Libri XII nunca fueron concebidos como libro, tampoco son un diario, ni memorias, ni una autobiografía. No están organizados ni meditados para su publicación. Tampoco tienen propiamente título, sino algo más parecido a una anotación de referencia o una etiqueta10. Exceptuando el libro I, no hay organización ni sistema, sino una serie de reflexiones más o menos cortas y solo doctrinalmente interconectadas. Tampoco hay fechas ni paisajes, «en su desprecio por lo corporal y mundano, Marco Aurelio solo anota lo esencial: el razonamiento desnudo de lo accesorio y la incitación moral» (García Gual, 1977, 29). Tampoco se puede establecer con precisión el arco temporal que abarca su escritura, aunque lo más probable es que, en tanto escritura de sí, se trate de una tarea prolongada en el tiempo. Ciertas referencias a su edad pueden hacernos pensar que, al menos, parte de ella tuvo lugar en sus años maduros, después del acceso al trono (VI 30), después de la muerte de Lucio Vero (VIII 37), tras la fatídica peste que trajeron de Oriente las victoriosas legiones de Vero (IX 2). Todos los mencionados en el libro I —considerado generalmente el último que fue redactado por Marco— habían ya fallecido, pero eso tampoco aclara nada sobre el modo en que las anotaciones iban teniendo lugar. Quizá lo más prudente es fecharlo entre el 170 y el 180, y considerar que los lugares de escritura fueron cualesquiera de aquellos por los que él pasó durante esa década, incluidos las dos referencias geográficas que aparecen citadas a comienzos de los libros II y III. Al igual que la luna, Marco Aurelio muestra una cara visible y, afortunadamente, otra oculta: afortunadamente, porque en sus palabras no se encuentra apología, justificación, ni ese pro domo sua que tanto se cuela en los escritos en primera persona. La repetición de ideas, argumentos, conclusiones, imágenes y alusiones tiene sentido si se entiende que todos ellos están dirigidos a sí mismo: es un texto tan personal en su sentido pleno como despersonalizado respecto a la figura imperial.

Desde su escritura en la segunda mitad del siglo II, no hay referencias al texto que, de haber sido conocido, hubiera suscitado mucho interés entre las generaciones posteriores, principalmente en el contexto de las polémicas, invectivas y apologéticas cruzadas entre antiguos y cristianos, en las que no se encuentra eco alguno11. No sabemos quién, cómo y cuándo editó el texto, pero parece que tenía clara su naturaleza privada (Ceporina, 2012, 47-48). El patriarca Focio (ca. 820-891) solo conocía el epistolario de Marco, que admira por su estilo. En cambio, el obispo Aretas (ca. 850-935) alude a unos escritos éticos (ἐν τοῖς εἰς ἑαυτόν ἠθικοῖς) de Marco en un escolio a Luciano (Pro imaginibus 2, 207, 11, 1-8 Rabe), de modo que ya le había llegado bajo este «título». Aretas, por otra parte, es una figura clave en la recuperación, establecimiento y valoración pública del texto. La Souda, el léxico bizantino contemporáneo de Aretas, recoge citas del texto de Marco, mientras que otras obras semejantes anteriores no aluden al mismo, lo que cabría entender como influencia del obispo. No se puede determinar del todo si las veintinueve citas —de los libros I, II, III, IV, V, IX y XI— vienen de una compilación anterior o del texto completo. Por otra parte, la Souda menciona que Marco escribió una guía para su vida en doce libros y el estado textual de los pasajes que suministra el léxico es, en general, bueno y, en ocasiones, mejor que el de la tradición manuscrita, de ahí su importancia12.

En torno al 907, Aretas escribe a Demetrio, arzobispo de Heraclea, que le envía un volumen del libro de Marco, del que ha sacado una copia —desconocemos cómo había llegado a él—, pero, por el contenido de la carta, no considera que el libro sea una rareza, ni que suponga un descubrimiento, sino que parece familiarizado con él. Cabe considerar que Aretas tenía un manuscrito legible del texto y lo copió para la posteridad —se lo considera el arquetipo del que depende la tradición textual—, sin que sea necesario atribuir los muchos problemas textuales a la copia del bizantino. El epigrama anónimo (Antología Palatina 15, 23) que está traducido al final de la versión que aquí presentamos es otro testimonio del libro. El poema aparece como colofón en el Vaticanus Graecus 1950 y desde Paul Maas (1913) ha sido, generalmente, atribuido a Aretas. En una interesante hipótesis, Hadot y Luna (1998, xxii-xxiv) lo atribuyen, en cambio, a Teofilacto Simocatta, que vivió entre los siglos VI y VII, lo que adelantaría en cerca de trescientos años el conocimiento del texto en Bizancio. Entre los siglos XIV y XV, el monje bizantino José Brienio cita pasajes de Marco sin nombrarlo. Parece que Brienio disponía de un ejemplar completo (Rees, 2000, 586) que muestra diferencias textuales respecto a las dos tradiciones principales (A y T), quizá por enmiendas hechas por el propio Bryennios. El único manuscrito que conserva completos los doce libros es el Vaticanus Graecus 1950 (A), en el que no se da título a la obra. Parece que tampoco aparecía en el códice Toxitanus (por Miguel Toxites) de Heidelberg que sirvió para la editio princeps de Xylander (T), impresa por Andreas Gesner filius (Zúrich, 1559)13. Xylander tradujo la obra al latín e incluyó las referencias de la Souda y de Aurelio Víctor a Marco Aurelio. El importante número de erratas hizo necesaria una nueva edición corregida, pero el Toxitanus desapareció antes de que saliera a la luz la segunda edición del texto (Basilea, 1568), lo que obligó a Xylander a cotejar otros manuscritos que lo conservaban parcialmente14.

Aunque la princeps tuvo diversas reediciones, se hicieron necesarias una importante enmienda y corrección que se llevó a cabo en las ediciones de Meric Casaubon (Londres, 1643) y de Thomas Gataker15. La de Gataker se convirtió en la edición de referencia durante los siglos XVIII y XIX, con numerosas reimpresiones en las que se fueron añadiendo notas críticas. Joly (1774) cotejó el Vaticanus Graecus 1950, lo que inauguró una serie de ediciones que difieren en la confianza otorgada a las tradiciones textuales principales (A y T)16. El siglo XX elevó acaso el interés crítico por el texto17: entre las últimas destacan la de Cortassa (UTET, Turín, 1984) y la de Dalfen (Teubner, Leipzig, 1979 y 1987), que, a pesar de su espíritu hipercrítico en numerosos pasajes, suministra un importante aparato útil tanto para el estudio y constitución textuales como para su hermenéutica.

3. POR QUÉ (ES PELIGROSO) ASOMARSE AL INTERIOR18

Los doce libros que componen esto que ha terminado siendo un libro no tienen una estructura definida, ni un número de páginas regular. Exceptuando el I, un recorrido por todas aquellas figuras —muertas todas, excepto los dioses inmortales, claro está— que dejaron una impronta en su persona y en su vida, el resto no da señal de un orden deliberado. Hay que añadir que la separación en libros y capítulos tal y como la encontramos en las ediciones modernas fue labor crítica de Gataker. Las dos indicaciones locales no aportan más que posibles lugares de redacción, pero no son señal de ninguna estructura interna; es más, dado lo raro que es encontrar esa clase de indicaciones en la literatura antigua, subrayan que no hay estructura alguna, sino que fueron redactados un tanto a vuelapluma durante períodos concretos de la vida de Marco. La extensión de los capítulos va de la breve concreción de una máxima a una página entera, y en ningún caso se aborda una exposición doctrinal sistemática. Aunque los aspectos éticos reciben una mayor atención que la física o la lógica, la propia naturaleza del texto como «escritura de sí» puede resultar, en muchos casos, equívoca a la hora de determinar el grado de inmersión de Marco en el estudio y práctica de la filosofía estoica; es decir, en su lectura asistimos a la tentativa cotidiana de conformar su actitud a los principios del estoicismo, de poner en acción las doctrinas éticas, principalmente las que ayudan a dar forma a la dirección de vida, por lo que el trabajo con las doctrinas requiere una perspectiva más amplia e informal. En algunas ocasiones aparece con claridad el hilo interior que conecta los diversos ámbitos de la doctrina —en paralelo a esa divinidad racional inmanente al universo que lo impregna por completo—; en otras hay que ir conectando las señales y marcas que componen un mosaico doctrinal.

Como bien señala Giavatto (2008, 15-16), uno de los más lúcidos comentadores contemporáneos del texto, la escritura de Marco posee un alto grado de elaboración estilística, por mucho que no estuviera pensada para un otro-lector. Por ella flotan ecos de diversos géneros: literatura diatríbica, parenética, consolatoria, anecdótica, doctrinal. Las voces que aparecen —los diálogos interiores y la interacción en el plano del yo— muestran que la escritura es para sí e incluso contra sí. El hecho de que las palabras no se dirijan a un público-lector libera de parte del artificio que comporta toda escritura y que lacra principalmente la «personal»: no se trata de entender la obra como una unidad coherente, sino de interrogarnos acerca de si tiene aún la capacidad de mover algo a día de hoy, de apelar a un cierto núcleo radical que parece sepultado por décadas de nociva exposición al coaching, la autoayuda y los nuevos espejos de Narciso de las redes sociales. El empeño de Fraschetti por denunciar la miseria del «auténtico» Marco Aurelio —el princeps histórico— no afecta en nada al juego de espejos que generan sus voces escritas: si acaso puede servir para mostrarnos el abismo que separaba dos personnae, la que escribía en soledad y la que asumía la púrpura. Que cualquiera imagine en sí mismo esa distancia y considere hasta qué grado de coherencia es capaz de llegar. O no, tampoco hace falta pensar en la púrpura: que cada cual piense en la distancia que se abre entre sus propias máscaras. Cabe preguntarse si nuestra relación con el texto sería la misma si, en lugar del emperador, se tratara de un particular cualquiera o un esclavo: quien haya abierto algún libro de Epicteto no tendrá dudas en la respuesta. Para leer a Séneca, no hace falta haber cenado unas cuantas veces con el emperador; para espejearnos con él... igual la cosa cambia.

Tampoco hay que considerar que sean la propia púrpura ni el frente hostil del Danubio los que marquen el compás de la práctica ascética de la meditatio: si operaran como causas en la puesta en marcha del mecanismo reflexivo aparecerían —una y otra— en mayor medida como motores de este, pero resulta que la mayoría de las veces nos encontramos sin contexto, in medias res y con un imperativo que nos interpela sin aviso, sin saber qué phantasia ha puesto en marcha el mecanismo que encontramos ya destilado y —lo importante, malgré sus detractores— sin autocomplacencia. La urgencia del trabajo moral aparece descontextualizada de la cotidianidad que lo enmarca: es de suponer que la extrañeza que ello genera es lo que hace que sus traductores y comentadores nos esforcemos vanidosa e inútilmente en llenar ese hueco. Un hueco —acaso un abismo— que en este caso se abre entre dos máscaras, emisor y receptor, que, si bien unifican el discurso, por otra, generan una aporía —casi zenoniana— por la imposibilidad de anclar ninguna de ellas a la vez en un espacio y un tiempo. La repetición es otro factor importante: no basta con enunciar la doctrina una vez, como en los tratados, el principio ha de estar a la mano cada vez que sea necesario. El andamiaje doctrinal se convierte en una suerte de maletín médico al que recurrir en momentos más o menos urgentes, y se echa mano de él con mayor desarrollo o síntesis en diversos pasajes del texto. Es un libro lleno de ecos, como no podía ser de otro modo. Cabe preguntarse, con Giavatto (2008, 18-19) si basta con considerar los capítulos vinculados como loci similes; o si, en caso negativo, puede tener cada uno de ellos un valor exegético más débil o más fuerte; también de qué manera estos loci están exactamente ligados unos con otros. Abordar esta labor supone establecer el mapa interno del texto de Marco, pero en todo caso más como síntoma concreto que como construcción deliberada: si cabe, en un plano más médico que filosófico. En el texto sigue activa la turbulencia fisiológica que dejó de latir y respirar junto a Marco en 180: otro detalle a tener en cuenta. La repetición que constata el fracaso de la cura da cuenta de la gravedad de la enfermedad que operaba entonces... ¿y sigue operando ahora? ¿Acaso el escrito es aún un cuerpo vivo: un mamut siberiano descongelado? ¿Walt Disney? ¿De quién es ahora este cuerpo?

El andamiaje doctrinal aparece por todas partes, al igual que cada parte de una construcción remite al conjunto de la estructura: lo común, la comunidad: la koinonia. Se es parte de un universo, parte de un sistema natural, parte de un género, parte de un sistema social, parte de una ciudad y, vuelta a empezar, el universo es una polis: kosmopoliteia. Lo otro —tan habitual— es no ser parte, segregarse, mutilarse, amputarse, el gesto vanidoso del yo que pretende afirmarse sobre ese continuo inmanente (V 8; XI 8); «contrario a natura» o «conforme a natura»: παρὰφύσιν o κατὰ φύσιν. Tradicionalmente la filosofía ha subrayado la relación entre sustancia y sustantivo; acción y verbo, pero ¿qué sería de la filosofía sin las preposiciones? A partir de cómo παρά y κατὰ se relacionan con φύσιν se podría reconstruir buena parte de la dogmática estoica. En esta economía verbal se sustenta el «ten a mano» (πρόχειρον ἔστω) y la propia idea de «manual» o «manualillo» (ἐγχειρίδιον), lo que está en la mano (ἐν χειρί), como el de Epicteto19. El remedio ha de estar presto, en la mano —de nuevo las preposiciones y también los imperativos—, no ha de ser una herramienta que se coja y deje: mejor el puño que la espada (IX 12): una reflexión algo rara para quien se halla en un frente bélico. En todo caso, en el uso de las doctrinas siempre viene bien el analogon con el médico (III 13; V 9), que tiene cerca sus instrumentos para abordar las curas más urgentes, y no es casual que la relación entre medicina y filosofía venga de largo (Pitágoras, Alcmeón, Empédocles, Filolao o Demócrito). Algunos intérpretes han analizado la filosofía de Platón como un régimen conversacional que sirve para armonizar el alma del interlocutor a fin de que determinadas facultades entren en funcionamiento (Sayre, 1988, 93-109). Cuestiones claves de la filosofía platónica —como la doctrina de la anamnesis, la idea de mayéutica, el ascenso del alma hacia las formas o la doctrina de la iluminación— operarían como terapia filosófica destinada a la sanación y restitución de la condición más profunda del alma, su inmortalidad20. También el epicureísmo consideró en paralelo ambas labores terapéuticas: «Vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia ninguna dolencia del hombre. Pues así como ningún beneficio hay de la medicina que no expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco lo hay de la filosofía, si no expulsa la dolencia del alma» (fr. 221 Usener, trad. García Gual). La idea socrática de un «cuidado terapéutico del alma» (θεραπεία τῆς ψυχῆς) fue plenamente acogida en época helenística y fue un particular asidero en esa «época de angustia» sobre la que Dodds elaboró su diagnóstico espiritual21. La actividad filosófica, trascendido el ámbito teórico, sirve de «fármaco soteriológico, cauterio medicinal, instrumento para la salvación personal» (García Gual (1988, 75). Entre los romanos, Cicerón (Tusculanas 111, 6) definió la filosofía como animi medicina. La analogía continúa en Musonio Rufo (Disertaciones 6, 1-22)22 y Epicteto. Entre los numerosos pasajes en que este recogió la idea de la actividad filosófica como remedio de la pasiones patológicas del alma23, hay uno (III 3 1-2) que enmarca a la perfección la concepción compartida por Marco sobre la filosofía: «La materia del hombre bueno y honrado es su propio regente; el cuerpo es la materia del médico y del masajista; el campo lo es del campesino. Pero la función del hombre bueno y honrado es usar las representaciones conforme a la naturaleza (τὸ χρῆσθαι ταῖς φαντασίαις κατὰ φύσιν)»24.

4. UN ESCLAVO GRIEGO Y UN PRINCEPS ROMANO

No cabe duda de la influencia que Epicteto ejerció sobre Marco. El propio Marco (I 7) agradece a Junio Rústico que le diera a conocer y le prestara los Apuntes de Epicteto que tenía en su casa. Son varios los pasajes en los que cita o menciona al filósofo esclavo (IV 41; VII 19; XI 33-36, 37, 38 y, posiblemente, 39), una de las figuras centrales de la filosofía de época imperial25. Nacido en Hierápolis (Frigia, la actual Turquía), Epicteto había sido llevado a Roma como esclavo de Epafrodito, liberto de Nerón. Se formó filosóficamente junto a Musonio Rufo y, una vez liberado, abrió su propia escuela en Roma. Tras la expulsión de filósofos decretada por Domiciano (93-94), marchó a Nicópolis, en el Epiro griego, donde lo visitó Arriano de Nicomedia, político y militar romano de sólida carrera, que atendió a sus lecciones y transcribió de ellas lo que se ha conservado en dos obras: Manual (Enquiridion), una antología de doctrinas para «tener a mano», y las Disertaciones26. La intención de Arriano, como indica en la «salutación», no era redactar los discursos como obra elaborada y al uso: «Sino que cuanto le oí decir intenté transcribir con las mismas palabras en la medida de lo posible, con el fin de conservar para mí mismo en lo futuro memoria (ὑπομνήματα) del pensamiento y la franqueza de aquel (τῆς ἐκείνου διανοίας καὶ παρρησίας)». En los textos que conservamos de Epicteto no se abordan problemas de física (Hadot, 2013, 133); dado que conservamos parcialmente sus enseñanzas, no cabe deducir que no lo hiciera durante los más de veinticinco años de labor pedagógico-filosófica. De acuerdo con Hadot, Marco recoge y elabora en sus reflexiones un trabajo de sí centrado en los tres ámbitos configurados por Epicteto: la disciplina de la impresión o juicio, del deseo y del impulso/acción (cf., por ejemplo, VII 7 y VII 28). La meditatio de Marco se dirige a una ascesis sobre estos tres aspectos que atañen al alma (cf. XI 37) y esta sería la clave profunda de toda la obra. El estoicismo de Epicteto, lejos de suponer una innovación respecto a la Stoa antigua, se posiciona, según Hadot, en sus propios orígenes, aunque no se presente como una sistematización de la doctrina estoica. Marco asume el «ejercicio espiritual» en las formas en que lo presenta Epicteto: delimitación de la esfera propia de libertad y de lo que depende de uno frente a lo que no depende de uno —el centro de autonomía: el hegemonikon o principio rector, único lugar en que cabe situar el bien moral y el mal moral—; el control del discurso interior —el juicio que nos hacemos sobre las impresiones (φαντασίαι), lo único que realmente causa turbulencias en el sujeto—; la dirección de la acción según natura (κατὰ φύσιν) y según lo apropiado a la concepción del ser humano como parte integrante de diferentes esferas naturales y sociales de las que no debe amputarse. Hadot (ibid., 167-169 y luego in extenso en los capítulos VI, VII y VIII) elabora los tres ámbitos del ejercicio filosófico y analiza por entero la escritura de Marco a la luz de esta askesis filosófica. Recientemente Inwood (2019, 155-180) ha cuestionado la consideración de Marco como un mero y devoto practicante de «ejercicios espirituales» —en la expresión de Hadot— y fiel seguidor de Epicteto para concederle cierta originalidad y labor propia en la elaboración doctrinal estoica, acercándolo a ciertos planteamientos y problemas filosóficos expuestos por Séneca. Con esta sugerente hipótesis se reduciría la deuda de Marco con Epicteto subrayada una y otra vez por Hadot, lo que obligaría a un replanteamiento sobre qué clase de estoico era Marco y qué influencias del platonismo se pueden rastrear en sus pensamientos27.

Como buena parte de estos problemas hermenéuticos se abordan en el comentario a cada libro, únicamente quiero señalar algunos aspectos importantes. En primer lugar, conviene establecer una pequeña «genealogía» acerca de la práctica de la meditatio o reflexión y diálogo interno28. Esta «escritura de sí» como labor de modificación, transformación y configuración del sujeto en relación consigo mismo, como elaboró Foucault (2005), tiene una larga tradición en la cultura griega y conecta, en ocasiones, ámbitos de pensamiento incluso dispares. Diógenes Laercio (VI 70) cuenta sobre Diógenes de Sinope: «Decía que hay un doble entrenamiento: el espiritual y el corporal. En este, por medio de ejercicio constante, se crean imágenes que contribuyen a la ágil disposición en favor de las acciones virtuosas. Pero que era incompleto el uno sin el otro, porque la buena disposición y el vigor eran ambos muy convenientes, tanto para el espíritu como para el cuerpo. Aportaba pruebas de que fácilmente se desemboca de la gimnasia en la virtud. Pues en los oficios manuales y en los otros se ve que los artesanos adquieren una habilidad manual extraordinaria a partir de la práctica constante, e igual que los flautistas y los atletas cuánto progresan unos y otros por el continuo esfuerzo en su profesión particular; de modo que, si estos trasladaran su entrenamiento al terreno espiritual, no se afanarían de modo incompleto y superfluo»29. Siglos después y en una línea semejante, Musonio Rufo (Disertaciones 5 y 6)30 consideraba que la filosofía no podía ser un mero discurso teórico, sino una actividad dirigida a la transformación propia. En primer lugar, hay que estudiar los principios o preceptos (μαθήματα) y luego asumir un período de entrenamiento o ejercicio (ἄσκησις), que, para el estudiante de filosofía, es más importante que para un aprendiz de cualquier otra arte o disciplina, ya que la filosofía tiene por cometido la tarea más difícil: la de la virtud. La ascesis se aplica de diferente manera según vaya dirigida únicamente al alma o al cuerpo y al alma conjuntamente —abstención de placeres, frugalidad, exposición a temperaturas extremas, endurecimiento frente al sufrimiento—: estas últimas son buenas a la vez para cuerpo y alma, mientras que las primeras están dirigidas al preciso reconocimiento de los bienes auténticos respecto de los que parecen serlo o de los que son manifiestamente males. Para ello hay que tener a mano los principios (πρόχειρος) y acostumbrarse (ἐθίζεσθαι) a actuar de acuerdo con ellos.

Epicteto, que asistió a las lecciones de Musonio Rufo en Roma, abogaba por la necesidad de incorporar las doctrinas como pautas de vida y de acción. El único motivo de orgullo que puede mostrar el practicante de la filosofía como actividad de transformación y adecuación a las doctrinas no es ser capaz de interpretarlas, sino «comprender la naturaleza y seguirla», «poner en práctica las enseñanzas extraídas»; «mostrar que mis acciones encajan y están en consonancia con sus palabras»31. Séneca (Sobre la ira 3, 36, 1-3) habla de la práctica cotidiana llevada a cabo por Quinto Sextio: «Al terminarse el día, cuando se había retirado al descanso nocturno, preguntaba a su espíritu: ¿qué vicio curaste hoy? ¿A cuál te resististe? ¿En qué aspecto has mejorado?», y afirma llevarla a cabo en su soledad: «Cuando se me ha quitado la luz de la vista y ha callado mi esposa, conocedora ya de mis costumbres, analizo todo mi día y valoro mis acciones y mis palabras; nada me oculto a mí mismo, nada paso por alto»32. Los Versos áureos de la tradición pitagórica recomiendan una práctica semejante: «No dejes que el sueño penetre en tus blandos ojos / antes de haber repasado tres veces cada hecho del día: / ‘¿Dónde transgredí las reglas? ¿Qué conseguí? ¿Qué deber dejé de cumplir?’. / Comenzando desde el principio, repítelo, y después, si obraste mal, atorméntate. O, en caso contrario, deléitate. Esfuérzate en ello, cuídate de ello; conviene decirte estas cosas. Esto te pondrá tras los pasos de la divina virtud»33. Aunque generalmente se considera que este testimonio adscrito al pitagorismo es muy tardío —tardoantiguo, quizá del siglo IV d.C.—, cabe considerar que puede provenir de una fuente muy anterior que fue conocida por Cleantes y Crisipo, fundadores de la escuela estoica (Thom, 2001, 197-219), de modo que la práctica estaría presente en la escuela desde sus orígenes.

Esta actividad de meditatio, diálogo interior o escritura de sí adquiere unos tintes particulares en Marco. Como señala Sellars (2021, 11), si bien en otros textos antiguos se encuentran descripciones sobre esta clase de «ejercicios espirituales», el libro de Marco Aurelio es testimonio de un trabajo de sí y en extenso, absolutamente privado y que quizá nos ha llegado en la forma en que quedó en algún momento de su redacción (Gill, 2013, xv)34. No se trata de un De remediis fortuitorum —una colección de máximas para la meditación—, ni tampoco de una escritura dirigida a un interlocutor —amigo o estudiante— para instruirle sobre la práctica, como sucede con los escritos de Séneca o Epicteto (Newman, 1989, 1507; Gill, 2013, xix). En ese sentido, su singularidad radica, aunque no solo, en que es el único testimonio de esta clase que ha llegado hasta nosotros. Las herramientas léxicas, argumentativas, analógicas y metafóricas que despliega Marco se encuentran en otros textos afines, pero en este caso las encontramos inmersas en un discurso y/o un diálogo interiores, en el que, una y otra vez, asume los papeles de enderezador y enderezado: asistimos a su uso, no a un despliegue gimnástico de posibilidades. Marco no enseña, solo se recuerda ideas con las que tiene una clara familiaridad (Gill, 2013, xix). No obstante, no hay que considerar que este conjunto de ejercicios de, sobre y para sí compongan una unidad, ni fuera concebido como un «camino» o «escalera» hacia la virtud. Asimismo la repetición de léxico, temas e imágenes forma parte de la esencia del texto, no es signo alguno de debilidad estilística; es más, en lo que hay de matiz y diferencia —variatio— en las repeticiones se percibe la habilidad retórica que adquirió junto a su maestro Frontón (Giavatto, 2012, 339-342)35.

A excepción del libro I, los restantes conforman un espacio de ecos mutuos: imperativos que llaman al recuerdo o la reflexión a fin de que los pensamientos penetren en el principio rector (ἡγεμονικόν) para que la interiorización llegue a ser plena —y de nuevo constatación del fracaso: vuelta a empezar—36; invitaciones al hoy frente al mañana; definir el lugar, delimitar estrictamente el único espacio posible de actuación y aquello que está a la mano; crudas miradas desde lo alto, objetivas, despojadas de emoción; consideraciones rigurosas sobre las generaciones pasadas: sus cortes, pompas y vanidades; desnudamiento pleno y definición radical de aquello que se presenta delante —alimentos, sensaciones, riquezas, relaciones personales, vestimentas, espacios de habitación—; imágenes como la del tinte o el manantial: la inmersión, una y otra vez, para la plena penetración y absorción de la doctrina en cada fibra del tejido que somos —y otra constatación del fracaso: vuelta a empezar—; la molestia, fastidio y desconfianza hacia los que le rodean, sin nombres ni contextos concretos; la cosmopoliteia, el vínculo interno de los seres racionales y sociales; la reverencia a los dioses y la cooperación con sus obras; la aceptación e incluso amor hacia los cambios y acontecimientos del universo, cualesquiera que sean; las doctrinas estoicas —(meta)físicas, lógicas y éticas— con sus múltiples implicaciones recorridas en direcciones, sentidos y abordajes diversos; el control de los juicios que hacemos sobre las impresiones que recibimos y las emociones erróneas que generamos: miedos, esperanzas; la recurrencia a distinguir bienes, males e indiferentes; la pereza a levantarse del lecho; la constante llamada a una mejora nunca conseguida... Todo ello no es solamente una tarea ética —entendida como la aplicación de una serie de recetas de índole moral—, es también una puesta en práctica de doctrinas físicas y epistemológicas: una actividad racional dirigida a la investigación de lo que es y de lo que tiene una finalidad transformadora37.

5. SOBRE ESTA EDICIÓN

Como se indica en el comentario a los libros, para la traducción del texto he seguido principalmente las ediciones de Dalfen (1987) y Farquharson (1944, reimp. 1968). La traducción es nueva y cambia —espero que para mejor— en muchos aspectos la que publiqué en 2007. Fue la consideración de que, a pesar de las numerosas —y, por lo general, buenas— traducciones disponibles en lengua española, no había ninguna que enmarcara a Marco Aurelio dentro de la discusión de las corrientes y escuelas filosóficas de su época, la que me ha llevado insensatamente a intentar, en la medida de lo posible, llenar ese hueco, frente a otras excelentes versiones que plantean un acceso diáfano y sin mediaciones, como la de Guzmán Guerra (2014, 13-14). No reivindico originalidad alguna, ya que me considero plenamente deudor de los trabajos que han ido apareciendo en las últimas décadas sobre el estoicismo en general y sobre el texto de Marco en particular: el lector del comentario fácilmente reconocerá esa deuda con todos y cada uno de los autores cuyas ideas he intentado hacerle accesibles a fin de ir desentrañando niveles de lectura e interpretación de cada uno de los capítulos que componen esta rara y fascinante obra. La idea de seleccionar algunas cartas del epistolario entre Marco y Frontón no es en absoluto original —hay volúmenes en lenguas extranjeras que las incluyen y así lo hizo también Campos Daroca (2004) en su meritoria edición—. En esta se ha incluido un número algo mayor de cartas, intentando mantener la correspondencia comunicativa entre ambos y mostrar algo de la esfera privada e íntima de esa relación epistolar entre ambos como complemento y testimonio de un registro diferente de la voz de Marco Aurelio.

Para la traducción he tenido en cuenta las versiones españolas de Bach Pellicer (Gredos, Madrid, 1977), Campos Daroca (Tecnos, Madrid, 2004) y la de Guzmán Guerra (Alianza, Madrid, 2014), muy encomiables. En otras lenguas me han sido útiles las de M. Ceva (Mondadori, Milán, 1989, 2016), C. Cassanmagnago (Bompiani, Milán, 2008, 2017), A. Trannoy (París, Les Belles Lettres, 1925), M. Meunier (Garnier Frères, París, 1933), Hadot y Luna (Les Belles Lettres, París, 1988), Farquharson (Oxford University Press, 1944, 1968), Hard (Oxford Classics, 2011) y Gill (Oxford University Press, 2013). Para la traducción de las cartas, he cotejado las de A. Palacios (Gredos, Madrid, 1992) y Haines (Harvard-Londres, 1920).

Agradecimientos

Como con tantas otras cosas, el primero que me señaló este libro hace casi treinta años fue Carlos García Gual, que siempre mantiene su mediterránea sonrisa cuando cruza la frontera entre estoicos y epicúreos —y tantas otras más— con una generosidad transmisora y pregnante: gracias, maestro. Es momento de recordar a la maravillosa persona que me enseñó griego por primera vez: Ángel Murguía; y al primero y no menos maravilloso que me encarnó algo parecido a una frontera entre estoicos y epicúreos: Cecilio Cuenca. También quiero agradecer a Susana Gómez su diálogo, presencia y compañía. Finalmente quiero manifestar mi gratitud a Angelo Giavatto que, en los momentos más severos del confinamiento y sin posibilidad de acceso a bibliotecas, me envió amablemente el pdf de su excelente monografía sobre Marco Aurelio. Desde la primera tentativa de traducción comenzada en 2005 han pasado muchos años. Al igual que en el libro I, debo dejar constancia de mi deuda hacia los que no se encuentran ya a mano. Dejo aquí sus nombres y guardo el desarrollo para esa otra escritura que no necesita revelarse: Salomé Ramírez, Artemidora Bajo, Lola López, José Ignacio Gutiérrez, Emilio López, Ángela Adánez, José Luis Salcedo, José Slimobich, Miguel Brayda, Koldo Artieda, Kike Facerías, Gustavo Tambascio, Fernando Mompradé, José Pinel, Rafa Zarza, Jaime Gómez, Elvira López, Ángel Covisa. Gracias.

No quisiera cerrar esta introducción sin agradecer la confianza depositada por el editor, Alejandro del Río Herrmann. Asimismo, extiendo mi gratitud a todo el equipo de la editorial Trotta que con su labor ha logrado que se materialicen de nuevo en papel estos antiguos pensamientos.

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1. Para la biografía del emperador, sigo principalmente a Anthony Birley (2009, trad. esp. y 2012, 139-170) y, con reservas, los epítomes de la Historia romana de Dion Casio y la Historia Augusta (HA), ed. de V. Picón y A. Cascón, Akal, Madrid, 1989. Para una lectura crítica y en varios aspectos negativa de la labor y persona de Marco, cabe acudir al libro de A. Fraschetti (2014).

2. «De linaje noble, amable, de un carácter fácil, prudente, incapaz de incurrir en precipitación a causa de su juventud ni en negligencia por su vejez, criado en las leyes, observante de las costumbres de los antepasados, de modo que no desconoce ninguna de las cosas que conlleva el gobierno y puede usarlas todas correctamente» (Dion Casio 69, 20).

3. Con cierta maledicencia la Historia Augusta (Marco 8, 9; Vero 5, 8) señala que Marco envió a su hermano para que el rigor de la vida militar corrigiera su excesivo hedonismo o, al menos, para que la Urbs no fuera espectadora del mismo.

4. Para una lectura crítica de los enlaces matrimoniales de la familia imperial, cf. Fraschetti, 2014, 24.

5. Por otra parte, el enrarecido clima general impuesto por la peste generó hostilidad hacia los cristianos y condujo al arresto y ejecución de Justino el Filósofo y sus compañeros.

6. Para Fraschetti (2014, 22) la peste generó un colapso demográfico —50000 personas muertas al día en la ciudad de Roma— y supuso una auténtica catástrofe para el erario público. Su lectura sobre las campañas bélicas de Marco es absolutamente negativa: en las circunstancias económicas en las que se encontraba Roma era insostenible establecer legiones en los confines del Imperio.

7. En el discurso que transmite Dion Casio (71, 24), Marco lamenta la guerra civil y la deslealtad de un amigo tan querido. Incluso plantea que, si el problema era él y Casio quisiera discutir sus pretensiones ante el Senado, no tendría inconveniente en ceder el mando si se consideraba que servía al interés general. Cabe discutir lo retórico de esta afirmación, pero, si damos crédito a Dion Casio, tuvo que resultar bastante insólita para los presentes.

8. Birley (2009, 268) plantea que la sublevación pudo tener su origen entre los orientales que se oponían a mantener una guerra de expansión hacia el norte, que les resultaba cara, lejana y, en el fondo, indiferente. Asimismo «sus amigos» le recomendaban abandonar las expediciones militares y regresar a Roma (HA, Marco 22, 8). Cf. Fraschetti, 2014, 206-207.

9.