Pensar el feminismo y vindicar el humanismo - Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós - E-Book

Pensar el feminismo y vindicar el humanismo E-Book

Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós

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Beschreibung

La selección de textos de este volumen culmina el homenaje de la Universitat de València a una de sus más recientes doctoras "honoris causa", la filósofa, estudiosa y autora de referencia -tanto en el ámbito del humanismo como del feminismo- Amelia Valcárcel, sin duda una de las pensadoras más notables del panorama filosófico español. Sus reflexiones sobre nuestra actualidad, que parten de un conocimiento profundo de la historia y de un análisis incisivo de los problemas éticos que comporta el poder, la llevan a afirmar que ya no es cuestión de definir la violencia, de hablar de su supuesta legitimidad, sino de expulsarla totalmente de nuestro horizonte. El libro se cierra con una reciente entrevista realizada por la profesora Neus Campillo, editora del volumen, que proporciona una aproximación más personal a la obra de la doctora Valcárcel y actualiza algunas de sus reflexiones.

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Seitenzahl: 403

Veröffentlichungsjahr: 2020

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AMELIA VALCÁRCEL

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, de ninguna forma ni por ningún medio, sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Amelia Valcárcel, 2020

© De esta edición: Universitat de València, 2020

Diseño de la colección: Enric Solbes

Coordinación editorial: Maite Simón

Corrección: David Lluch

Maquetación: Inmaculada Mesa

Fotografías: Pep Pelechà

(Taller d’Audiovisuals de la Universitat de València)

Ilustración de la cubierta:

Libro de las maravillas del mundo y del viage de la tierra sancta de Hierusalem y de otras provincias y hombres monstruosos que hay en las Indias, de Juan de Mandavilla (John of Mandeville). Valencia, Juan Navarro, 1540. (Imagen cedida por Josep Lluís Canet)

ISBN: 978-84-9134-662-3

Edición digital

Índice

Nota de la editora

DISCURSOS PRONUNCIADOSEN EL ACTO DE INVESTIDURA

Laudatio académica a cargo de la doctora Neus Campillo

Lectio pronunciada por la doctora Amelia Valcárcel

Palabras de clausura del Excmo. y Mgfco. Sr. Rector Esteban Morcillo

BIOBIBLIOGRAFÍA

ESCRITOS SELECCIONADOS

  I  El derecho al mal

 II ¿Es el feminismo una teoría política?

III Democracia y feminismo

IV Vindicación del humanismo

 V  La violencia inevitable

ENTREVISTA con Amelia Valcárcel: «De Valencia a València»

Nota de la editora

Esta selección de textos de Amelia Valcárcel quiere dar cuenta de algunos rasgos de su obra que obedecen a los ejes fundamentales que la caracterizan: una filosofía política y una ética, una vindicación del feminismo, un análisis político e histórico de las mujeres y una vindicación del Humanismo.

Delante de una obra ensayística tan amplia y con tantos matices, convenía centrarse en aquellos textos que mostraran lo más característico de la autora, aunque sin una exhaustividad difícil, si no imposible, de conseguir en una «selección».

Así pues, en la elección se ha optado por textos que resumen su pensamiento, como «Vindicación del humanismo», sin menoscabo de contar también con textos de sus inicios, como «El derecho al mal», que dan cuenta de un pensamiento aún en ciernes, pero que ya contiene toda la energía y lucidez de análisis que posteriormente desarrollará.

El primero de los textos seleccionados, «El derecho al mal», fue originalmente una ponencia que presentó en el Congreso de Filósofos Jóvenes. Luego se publicó en la revista El Viejo Topo. Era 1981 y, posteriormente, su autora lo incorporó al libro Sexo y filosofía. Sobre «mujer» y «poder», como apéndice, por entender que, siendo de difícil adquisición era una manera de poder leerlo para quienes no hubieran podido hacerlo en su momento. Creo que aún contiene un plus de rebeldía.

Amelia nos advierte de que ese carácter rebelde del escrito no es el único motivo para su reedición; otro motivo, quizá más importante, es que se trata de un escrito capaz de crear polémica. Pero entiende, y así lo precisa en la nota a pie de página, que no se trata de una «conclusión» al libro Sexo y filosofía. Diez años después, podemos observar que Amelia Valcárcel ha incorporado, ya en el libro, suficiente bagaje analítico y crítico como para reconvertir las energías reivindicativas en pensamiento feminista crítico; para plantearse la genealogía del feminismo; introducirse en las complejas relaciones de las mujeres con el poder; cuestionarse el tema de la legitimidad; defender un nominalismo que sin abandonar el individualismo optara por un «del vosotras al yo» que pusiera lo político en el centro de atención para las mujeres. No es de extrañar, pues, que ello la llevara a reflexionar sobre la cuestión de si el feminismo era, o no, una teoría política.

Es por ello por lo que el segundo de los textos seleccionados corresponde a los capítulos II y III de Sexo y filosofía, donde se hace esa pregunta: «¿Es el feminismo una teoría política?». La respuesta conlleva una exhaustiva referencia a la historia del feminismo, pero en unos términos que ponen de relieve las problemáticas y las polémicas teóricas que este ha ido generando. Desde los orígenes de la desigualdad de las mujeres hasta los debates, por otra parte recurrentes, entre igualdad y diferencia. En todo caso, se trata de un texto muy significativo para entender la postura de Valcárcel respecto a la necesidad de trazar un nivel ético en el feminismo. La necesidad de que no quede únicamente como una teoría política sustentadora de la igualdad, aunque también, sino que vaya más allá analizando los problemas éticos que el poder comporta.

De ahí la relevancia que adquiere también el escrito que corresponde al tercer texto seleccionado: «Democracia y feminismo». Este texto corresponde al capítulo V del libro La política de las mujeres, que es desde que se publicó uno de los libros más citados de la autora. La selección de este capítulo obedece a que quiero dar cuenta de cómo Valcárcel llama la atención sobre un fenómeno que se estaba produciendo en los años noventa en España y que podríamos resumir con sus palabras: «Yo pienso que la teoría feminista no acaba de encontrar el fácil puente, quizás porque ese fácil puente no existe, entre el discurso inmediato de la acción y el discurso teórico explicativo» (p. 104).

Se trataba de dar cuenta de una desconexión entre la teoría y la práctica feminista, cuando por otra parte el feminismo estaba siendo uno de los movimientos vindicativos que más y mejor había interrelacionado esos dos niveles. Entiende que lo que se estaba produciendo era un problema de desajuste «o un discurso demasiado amplio que luego no tiene inserción, o un discurso complejo que no es capaz de llamar a la acción». Creo que toda la reflexión sobre ese problema aporta una novedad crítica en el feminismo de fin de siglo en España digna de tener en cuenta. Entiendo que, aunque aparentemente sea un texto menor, en realidad aporta una novedad en ese sentido importante. Esta es la razón de introducirlo en esta selección de textos de la autora.

El cuarto texto seleccionado, que lleva el título de «Vindicación del humanismo», es por el contrario un escrito que no necesita justificación para insertarlo en una selección de textos de Amelia Valcárcel. Se trata de los escritos que produjo para las Conferencias Aranguren, a las que fue invitada en el año 2007 y que posteriormente se publicó en la revista Isegoría en su número 36.

Comienza la autora una serie de reflexiones que tienen como eje la imagen de un «mundo global». Ese cambio que se produce en el siglo XXI desde la crisis de los estadosnación estaba siendo una base recurrente en algunos de sus libros, como Ética para un mundo global y Feminismo en un mundo global. Entiendo que estas dos obras tienen su origen en la idea de repensar el humanismo en el nuevo siglo XXI.

Se trata de un recorrido sobre los avatares del humanismo y sus crisis, desde los diferentes momentos históricos, Renacimiento, Ilustración, siglo XX, con las diferentes temáticas y oposiciones entre mundo clerical y secularización; oposición entre las dos culturas, ciencias-letras; el corte entre progreso científico-técnico y la mejora moral de la especie, etc. Las crisis del humanismo en los cruciales debates de mitad del siglo XX entre Sartre y Heidegger o existencialismo y estructuralismo. Todo ello va conformando una reflexión que conduce a la autora a la idea de la necesaria vinculación del humanismo con una base sólida en el universalismo. Una vinculación apoyada sobre la idea que Valcárcel expresa así: «Para el mundo humano, que es una intrincada red de mundos grupales y particulares, además de institucionales y trascendentales, solo para este tejido, existe la conciencia de sí y la pregunta por el sentido» (p. 14).

Ese «tejido del mundo» es objeto de reflexión desde la perspectiva que el nuevo tiempo del siglo XXI nos depara. Una perspectiva que se adentra en los cambios en la democracia y la ciudadanía en un planeta hipercomunicado en el que las grandes decisiones escapan, cree, al estado-nación, y no se acaba de autorizar a nadie fuera de este para tomarlas. Todo ello presenta un panorama poco alentador, aunque, al mismo tiempo, introduce un horizonte universalista con un contenido humanista. Todo un horizonte de valor para salvaguardar principios básicos: libertad, igualdad, fraternidad. Valores y prácticas constitutivos de la democracia y expresados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. El universalismo y la compasión de la Ilustración están en su base, pero esta declaración introduce claramente un contenido de mínimos.

El humanismo hoy es un humanismo autorreferente, lo que quiere decir que es la humanidad misma la que se toma como un todo cuyo horizonte es su propio fin. Amelia Valcárcel es muy consciente de los límites de la propuesta humanista. Límites que ya el propio Hegel expresó: la fijación del marco dentro de una estructura moral pasajera, que puede claramente resultar escasa en sí misma. Pero, aunque el «humanismo no sea ninguna ganga, es lo que hay». Esa rotundidad en la afirmación nos muestra que la defensa del humanismo va más allá de sus límites epistémicos. Se trata de un humanismo que ya no es ni geocéntrico ni antropocéntrico, ni la tierra ni el hombre son el centro, pero sí lo son los valores. Valores con pretensión de seguridad en un mundo que ha cambiado sus seguridades, en un mundo que nos coloca en consensos de valor, en fines compartidos. Se trata de un resurgir del humanismo como internacionalismo y, sobre todo, con un sentido moral de la democracia. Por ello se insiste en el texto en vindicar no solo la tabla de derechos de la Declaración del 48, sino el sentido moral, la justicia, el cuidado, la caridad. En definitiva, «una ética global para una ciudadanía global».

Desde este planteamiento vindicativo del humanismo, las conferencias Aranguren finalizan con una vindicación del feminismo al entender que «el feminismo es un humanismo pero informado», y dedica las últimas páginas a dar cuenta de esa identidad entre humanismo y feminismo.

Para finalizar la selección, he entresacado el capítulo «La violencia inevitable» de uno de sus últimos libros: Ensayos sobre el bien y el mal (2018). Se trata de un libro de ensayos muy representativos de la forma de reflexión que ha caracterizado la obra de Amelia Valcárcel: claridad en la expresión y profundidad en las reflexiones. Ensayos eruditos, pero sin pedantería. En este libro se atreve con lo que llama «los temas peligrosos de la ética». Temas como la violencia, capítulo que hemos seleccionado, pero también la envidia, la mentira, la obscenidad, etc. Temas que se refieren al mal, que queremos evitar, pero que, sin embargo, nos fascina.

El capítulo seleccionado da cuenta del tema de la violencia, al que considera quizás «el mayor de los que nuestro pensamiento tiene en agenda». Da cuenta de las perplejidades de este nuestro nuevo mundo, postmoderno, postcolonial, global, a la búsqueda de sentido, y se pregunta si estaremos, o no, ante «un nuevo siglo ilustrado» delante de la constatación de que ya no es una cuestión de si la violencia es o no legítima, de definirla de una u otra manera, sino de afirmar que «ya no la queremos en nuestro horizonte» y, sin embargo, como otros signos dispares de nuestro presente, «constantemente la vemos, la sentimos, la usamos». La vindicación del feminismo y la vindicación del humanismo son, sin duda, antídotos contra ella.

NEUS CAMPILLO

DISCURSOSPRONUNCIADOS EN EL ACTODE INVESTIDURA(8 de marzo de 2016)

Laudatio académicade la doctora Amelia Valcárcela cargo de la doctora Neus Campillo

Senyor rector magnífic

Excel·lentíssimes senyores vicerectores i excel·lentíssims senyors vicerectors

Il·lustríssima Sra. secretaria general

Doctora Amelia Valcárcel

Distingits convidats

Membres de la comunitat universitària

Senyores i senyors, amigues i amics

Es per a mi un gran honor, com a professora d’aquesta universitat, actuar com a padrina en aquest solemne acte acadèmic en que és va a procedir a la investidura de doctora honoris causa de la professora Amelia Valcárcel. Vull agrair al Consell de Govern de la Universitat de València la proposta de nomenament i l’aprovació la qual ha llegit la Il·lustríssima Secretaria General de la Universitat. Així mateix m’ompli d’orgull i satisfacció haver estat designada per a pronunciar la laudatio de la nova doctora.

Al leer esta laudatio de la profesora Amelia Valcárcel lo hago en nombre de todos los compañeros de la Universidad, pero especialmente de todas mis compañeras de la Universidad, así como de las mujeres del ámbito social y político del feminismo de todo el País Valencià. También en nombre de aquellos profesores de la titulación de Filosofía de la Universitat de València que fueron sus profesores en los años setenta, cuando cursó aquí sus estudios.

Amelia Valcárcel ha estado vinculada a la Universitat de València mediante la impartición de cursos y seminarios desde que se creó el Institut Universitari d’Estudis de la Dona, con el que colaboró a lo largo de los años. En Valencia mantiene muchas y buenas amigas porque siempre ha acudido a las actividades en las que se le requería, desde la Casa de la Dona y la Coordinadora Feminista de Valencia, hasta el Seminario de Alicante o los de Castellón.

Son muchos los logros científicos y políticos que se pueden destacar de ella para justificar que una institución académica como la Universitat de València la nombre doctora honoris causa. Comenzaré exponiendo algunos de los aspectos más sobresalientes de su proyección política, tanto institucional como académica y en la actividad política feminista. En segundo lugar, me centraré en destacar su pensamiento filosófico y feminista.

1. PROYECCIÓN INSTITUCIONAL, POLÍTICA Y CULTURAL

Amelia Valcárcel es una figura destacada tanto en la filosofía española como en el feminismo, pero también lo es en el ámbito institucional, cultural y político en nuestro país. A la investigación rigurosa y novedosa en el ámbito de la ética y la filosofía política, ha unido la actividad pública en diferentes campos. Forma parte del Consejo de Estado, del que es miembro desde 2006. Es vocal del Patronato del Museo del Prado, así como de la Biblioteca Nacional. Fue Consejera de Educación y Cultura de la Junta del Principado de Asturias, así como miembro del Jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Artes en diversas convocatorias.

Fue presidenta del XIX Congreso Español de Filósofos Jóvenes, copresidenta de diferentes congresos de ética y filosofía política, directora de Leviatan. Revista de Hechos e Ideas, miembro del consejo editorial de colecciones de libros y revistas –entre ellas destacaría la colección «Feminismos»– y forma parte de diversos consejos asesores. Así mismo, es presidenta de la Asociación Española de Filósofas «María Zambrano». Le fue concedido el Premio Rosa Manzano en 2006 por su contribución esencial al pensamiento feminista. Recibió también en 2006 la Medalla de Plata del Principado de Asturias como reconocimiento a su trayectoria.

Escribe muy bien, con un gran dominio del castellano, nada de extrañar en alguien que, a los 12 años, leyendo Ideas y creencias de Ortega, descubrió su vocación por la filosofía. Sus escritos son un modelo de ensayo filosófico; no en balde quedó finalista del Premio Nacional de Ensayo en dos ocasiones, por Hegel y la ética en 1989 y por Del miedo a la igualdad en 1994.

Es importante señalar que toda esa actividad es expresión de diferentes formas de ejercer la política feminista. Su proyección pública individual es la proyección pública de las mujeres y de su lucha, emulando a la pionera del feminismo Mary Wollstonecraft cuando dijo «hablaré en nombre de las de mi sexo» al escribir su Vindicación. La relevancia de la individualidad para la política adquiere en ella una proyección de solidaridad, porque la realiza en nombre de las mujeres. Es por ello por lo que es una de las máximas exponentes del feminismo en España.

2. PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y FEMINISTA

Por lo que se refiere a su trayectoria académica e investigadora, habría que señalar que se doctoró en la Universidad de Oviedo en 1982 con una tesis sobre la Ética de Hegel. Desde entonces fue ampliando sus investigaciones a través de diversos proyectos, primero desde la Universidad de Oviedo, en donde fue profesora desde 1977 y catedrática de Filosofía Moral y Política desde 2002, y posteriormente desde la UNED, donde es actualmente catedrática de Filosofía Moral y Política. Realizó su labor investigadora en diferentes proyectos de investigación tanto desde las universidades como desde el Instituto de Filosofía del CSIC. Entre estos proyectos destacaría «Metafísica y desarrollo científico cultural», «Paridad», «La herencia de la Ilustración», «Sobre mujer y poder» o «Leibniz y la idea de Europa».

A través de estos proyectos fue desarrollando una serie de investigaciones que centró en torno a una reflexión: la cuestión sobre si el feminismo es una teoría política y una ética. Esa afirmación, que nos parece obvia en la actualidad, cuando empezó a plantearla era inusual. Incluso el título de su escrito era una interrogación: «¿Es el feminismo una teoría política?». Un tema sobre el que volvió en 1991, en el libro Sexo y filosofía. Sobre «mujer» y «poder», publicado en Anthropos, que era el compendio de una amplia investigación configurada desde un núcleo teórico que ha sido central en el desarrollo de su pensamiento político. Núcleo formado por varias ideas: (1) Una respuesta afirmativa a esa pregunta: sí, el feminismo es una teoría política. (2) La idea de igualdad es la idea central de esa teoría, (3) por qué «el poder» es un tema clave de toda teoría política, y el feminismo tiene que articular la idea de poder en relación con las mujeres, y (4) por último, aunque no menos importante, una provocativa afirmación: «El derecho al mal».

«El derecho al mal» era un artículo que publicó en 1980 en la revista El Viejo Topo y que incluyó como apéndice de Sexo y filosofía diez años después; «el derecho al mal» aún tenía sentido como reclamo para las mujeres.

¿Por qué? Porque al suponer que «la consecución de los objetivos del movimiento feminista aumentará la suma del bien en el mundo, se nos exige que expongamos no solo nuestra utopía sino también las utopías ajenas».

El problema que ella veía en esa adjudicación era que para realizarlas se atribuían a las mujeres «virtudes que pueden ser contempladas como resultado de la dominación».

Habría que decir: «No reclamamos entonces nuestro mal, el mal por el que se nos ha definido y no queremos tampoco el bien que se nos imputa, sino exactamente vuestro mal. No se pretende mostrar la excelencia sino el derecho a no ser excelentes» (p. 183 de dicho escrito).

Aunque provocativa, la afirmación del derecho al mal introducía un problema que arrastraba la historia del feminismo: las relaciones de las mujeres con la idea de poder. Tras reflexionar sobre la génesis del feminismo desde las ilustraciones históricas, el sufragismo, el ocaso del feminismo de nuevo y las nuevas luchas, una historia que muestra, en definitiva, que «las mujeres han sido el tercer estado dentro del tercer estado», tras todo eso, puso de relieve la necesidad para el feminismo de encarar la discusión sobre el poder criticando la postura tradicional de que las mujeres abominan del poder.

Era esta una discusión que requería previamente la del estatuto del genérico «Mujer», «mujeres». Amelia Valcárcel centró su análisis en «las figuras de la heteronomía» en su condición genérica, como Otro, una designación que excluye a las mujeres de la esfera de la individualidad y del pacto. Ella explica que la causa del no poder se encuentra en la falta de costumbre del pacto.

A mi entender, su pensamiento político feminista se formaría como una constelación que articularía poder, igualdad, individualidad y pacto. Ahora bien, ella señala que en el feminismo se dan ciertas peculiaridades. En comparación con otros movimientos, el feminismo ha sabido que no puede abandonar la defensa de la igualdad y que no debe dejarse atomizar individualmente si quiere ser eficaz, esto es, que debe entonces asumir un nosotras que necesariamente lo lleva hacia la diferencia.

Ella afianza una distinción que Celia Amorós realiza entre dos universos simbólicos distintos, «el espacio de los iguales» y «el espacio de las idénticas». Mientras que el fundamento de la igualdad de los varones es equipotencia, reconocimiento mutuo de la individualidad, las mujeres, sin embargo, soportan el peso de una identidad que se resuelve en figuras finitas, estereotipadas. A partir de ahí la cuestión del poder hay que matizarla.

Que las mujeres no quieren el poder puede querer decir «queremos transformar el poder». Pero es distinta de los que defienden que «la Mujer simboliza el antipoder», afirma en este escrito.

Sin embargo, Amelia Valcárcel nos advierte de que «interrumpir la designación heterónoma requiere poder hacerlo, exige poder» (ibíd.: 125). Las mujeres necesitan poder para su lucha.

Hay, por lo tanto, dos cuestiones centrales: cómo se consolidó y redefinió un patriarcado que sitúa a las mujeres en la heterodesignación, la desigualdad, el no poder y la esencialidad genérica. Y cómo se ha generado autonomía para las mujeres. Es decir, qué dificultades han tenido y tienen las mujeres para adquirir la autonomía, la igualdad, el poder, la individualidad.

Si su teoría política feminista quedó articulada en torno a mujer, igualdad, individualidad, poder, su desarrollo posterior vino a completar y complementar estos análisis. Numerosas publicaciones lo fueron mostrando, los libros El miedo a la igualdad (1994) y La política de las mujeres (1997), entre otros.

Tuve la suerte de asistir en nuestra universidad al seminario sobre «Románticos y decadentes: Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche», que impartió Amelia en el Institut Universitari d’Estudis de la Dona. Comprobé por primera vez su capacidad discursiva, pareja a su cuidada escritura.

La política de las mujeres (1997) arranca con ese análisis sobre románticos y decadentes: donde desgrana los discursos que mostraron la definición esencialista del género femenino como un proyecto político. En esta obra, Amelia centró su reflexión en cómo pudo configurarse un entramado filosófico, cultural y político que logró excluir a las mujeres de la ciudadanía. Entiende que el discurso misógino que elaboró la filosofía para legitimar esa voluntad masculina y excluyente no fue una circunstancia histórica azarosa, sino que claramente se elaboró contra la vindicación de derechos de las mujeres en la Ilustración y la revolución del XVIII.

Algunos de sus temas preferidos son El miedo a la igualdad y La herencia ética de la Ilustración, que son, además, como decía, títulos de algunos de sus escritos. En ellos,

1) clarifica la controversia en torno a «la contraposición entre igualdad y libertad»;

2) precisa que «La igualdad es siempre una relación pactada según un parámetro porque en caso contrario sería indiferencia absoluta»;

3) aborda un análisis ontológico y lógico del principio de igualdad, diferenciando entre igualdad, identidad, diferencia («El principio de igualdad», 1995), y

4) considera que el feminismo maneja la idea de igualdad dando como resultado libertades (ibíd.: 66).

En definitiva, además de las reflexiones teóricas apuntadas, sus escritos abordan la mayor parte de los problemas que a finales del siglo XX teníamos las mujeres en Europa. Hay una evidencia que Valcárcel expresa así: «A las mujeres les está vedado de alguna manera no explícita el ejercicio de actividades significativas que comporten poder». Entiende que eso llevó a que «el feminismo renunciara a diríamos la igualdad simple y comenzara a implementar el principio de discriminación positiva. Desde la exigencia de un sistema de cuota de participación en el poder dado y posteriormente la paridad» (La política de las mujeres, p. 110).

A ella le parece que el argumento por el cual esto se produce es muy claro: «… dado que la cooptación existe y en ella las mujeres son rechazadas, la forma de alcanzar la representación dual es el sistema de cuotas».

Y de nuevo aparece el problema del poder: realiza un análisis pormenorizado de fenomenología política, de las formas de detentar el poder por las mujeres, es la falta de «la plena investidura», recogiendo la frase de Celia Amorós; la dificultad de los lobbies de mujeres, las dificultades de la solidaridad y los pactos entre mujeres.

La reflexión filosófica de los debates morales que se presentan, de las dificultades y paradojas que se generan, le va proporcionando un abanico histórico del problema, así como una descripción de los términos del debate. Sobre todo ello se pronuncia tomando una determinada postura, aunque siempre con la visión de quien sabe que lo último que hay que hacer es dogmatizar en la controversia.

Por todo ello, afirmo que su feminismo es claramente un feminismo crítico, que no renuncia, sin embargo, a la contundencia de sus posiciones, argumentadas hasta la exhaustividad.

La herencia de la Ilustración en las bases de su feminismo se traduce en una vindicación del humanismo de forma explícita en su última época. Precisamente ese título es el que dio a las XV Conferencias Aranguren del Instituto de Filosofía del CSIC.

El cambio de la globalización en el siglo XXI le lleva a las reflexiones de Ética en un mundo global (2002), en donde recoge esos problemas. Feminismo en el mundo global (2007) es el título del libro publicado por la colección «Feminismos» para analizar los problemas en torno a las mujeres en ese cambio de época.

De manera que si «igualdad, sexo, poder e individualidad» formaban una constelación que ella articuló como el discurso y la política de las mujeres de finales del siglo XX, ahora la agenda global del siglo XXI la articula en torno a género, paridad, poder y violencia contra las mujeres. Los retos del feminismo se unen a los de la globalización, que condiciona la agenda del nuevo feminismo.

La formación de una agenda global ha tenido que pasar por varios escollos desde el cambio de siglo porque las propuestas de la Declaración de Atenas en 1992 o la Conferencia de Pekín en 1995 no parece que hayan tenido el resultado esperado. Por ejemplo, la paridad, una propuesta que vino a catalizar y redefinir todos los problemas de la discriminación positiva, no acaba de dar sus frutos.

Amelia Valcárcel ha denunciado reiteradamente este hecho. Una de sus mayores preocupaciones es la de cómo es posible que nos encontremos repetidamente con el techo de cristal cuando las mujeres han llegado a alcanzar niveles de saber equivalentes o superiores en muchas profesiones a los varones.

A las mujeres no se les permite vestir la nueva calidad de saber y poder obtenida desde «los poderes públicos, la gran empresa, los medios de comunicación, la religión, la creatividad y el saber» (ibíd.: 168), lo que da lugar a su imagen colectiva, que dan los medios y la publicidad: el deber de agradar, el poder sabiamente escondido, o bien y desgraciadamente víctimas de abusos, violencia, tráfico de mujeres. Poder inexistente para las mujeres, considera.

Su propuesta es que «es imperioso corregir eso y mostrar a las mujeres reales y sus logros, no solo sus problemas, ni menos aún sus estereotipos». Porque «el espacio de visibilidad disponible ocupado por representaciones estereotipadas o misóginas reduce la capacidad de conocimiento y por ende, de reconocimiento» (ibíd.: 182).

Por ello defiende: 1. Que uno de los retos más acuciantes del feminismo del siglo XXI es evidenciar las microfísicas del poder que se engendran desde un patriarcado que parece indestructible en su constante reproducción estructural. 2. Que la paridad, en la agenda global, requiere un permanente esfuerzo. Un esfuerzo que es distinto en según qué partes del planeta nos encontremos. Pero el denominador común es la igualdad y el disfrute de las libertades. Como lo fue en las vindicaciones de Mary Wollstonecraft en el siglo XVIII, en el discurso de Seneca Falls en el XIX o en el de Clara Campoamor en el siglo XX.

Como dice Amelia Valcárcel: «Vindicaciones que no pueden hacerse sin utilizar una argumentación universalista: el universalismo es el fundamento esencial del feminismo» (ibíd.: 219).

En un momento en el que desde fuera y dentro del feminismo se habla de posfeminismo y de transhumanismo, Amelia Valcárcel, como si fuera una sufragista del siglo XIX, defiende y vindica el universalismo junto con el humanismo. La Edad Global nos exige repensar el humanismo como raíz de la Ilustración en su presentación feminista.

Profesora Amelia Valcárcel, querida amiga, mis últimas palabras serán de agradecimiento por habernos hecho partícipes de tu saber, agradecimiento por tus aportaciones al feminismo crítico y a la genealogía de las mujeres. Agradecimiento, también, porque has mantenido en este país durante muchos años y no sin dificultades una lucha constante por la igualdad y las libertades para las mujeres.

Lectio pronunciada por la doctora Amelia Valcárcel

Excelentísimo y Magnífico Señor Rector de la Universitat de València,

Dignísimas autoridades integrantes de la comunidad universitaria,

Queridas amigas y amigos,

Señores y señoras,

Les agradezco hoy especialmente su acogida, amistosa y solemne, en estos venerables patios que me son queridos y familiares. Traigo en mi auxilio a Cervantes, del que celebramos centenario, para entrar con buen pie. Escribe:

Sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y el más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir a la orden de la naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante.

Y así pasa con estas palabras mías, que quisiera que pudieran rivalizar con vuestro don, aunque bien sé que no serán capaces.

Recuerdo ahora que la catedral de Salamanca guarda una capilla en la que, se dice, velaban toda la completa noche los futuros doctores hasta que sus padrinos pasaban a recogerles para optar al grado. Sea el cuento lo que fuere, el caso es que la capilla entera está ocupada por un yacente, sobre cuyos pies apoyaban los suyos los velantes, que los tiene gastados del uso, de manera que de ese signo se columbra que las veladas fueron muchas y largas. Para llegar hoy aquí, a poderles agradecer este fenomenal gesto, la espera ha sido distinta, tanto que llamarla espera no le cuadra. Ninguna otra distinción que haya recibido o que aún me reste, que así bien sea, me obligará a hacer tanta memoria como esta que hoy me concedéis.

Guardo mi carnet de universitaria en esta que hoy me acoge y está fechado en 1972. Yo vine a Valencia en aquel año, un perfumado otoño, para realizar mi especialidad, la filosofía a secas, que entonces se solía llamar pura.

Elegí esta universidad, tras haber realizado en Oviedo los años comunes, porque era grande el crédito que ya alcanzaban sus Humanidades. La Filosofía cierto que tan solo se cursaba en tres de las antiguas, cuando entre todas eran diez, y de entre ellas Valencia había logrado alcanzar la fama de competente e innovadora. En ella estaban presentes las olas más actualizadas en fenomenología, lógica, filosofía del lenguaje, pensamiento analítico, estética, semántica y semiótica de primera fila, programa goloso, sobre todo si se le oponía la inveterada capacidad demostrada de aferrarse al siglo XIII que aún andaba presente en otros claustros y otras aulas.

La memoria tira de mí de modo inmisericorde. Me lleva directa a la «pequeña historia». Cada cual recuerda cosas, sus cosas. De algunas sabe que son más significativas que otras. Los demás también le proporcionan recuerdos. Algunos son útiles y otros lo son menos. Yo tengo uno de estos recuerdos trasladados, prestado, que tiene que ver con este patio antiguo. Voy a evocarlo. Corría el año de 1962 y los espacios de la Universidad Literaria estaban principalmente en este edificio histórico de la calle de la Nau. Era primavera. No sé cuántas chicas había en la facultad, pero sí sé que solo una, precisamente ella, se unió al canto del Asturias, patria querida que se llevó a cabo en el claustro. Me lo contó Josep Vicent Marqués hace muchos años. Celia Amorós fue la única mujer que se puso a cantar en aquel bravo momento cercano al ángelus a pleno pulmón. Ya lo sabían los amigos de sus padres, que solían comentar en el Círculo Agrario, o sea, la real sociedad valenciana de agricultura y deportes, la desdicha del notario Amorós, al que «le había salido una hija de esas que leen a Nietzsche». Varias líneas de recuerdo se unen en este. Este recuerdo no es mío, sino que me ha sido transferido. No pude verlo, pero confío en la fuente que me lo proporcionó. No es anecdótico, aunque no parece formar parte de las memorias compartidas, de las traídas en común, las externalizadas… En resumen, ¿qué es? Es un «recuerdo en tentativa». Si encuentra engarce en una ortoversión, se convertirá en un pequeño dato, uno de la marcha y paso de la democracia entre el estudiantado de la universidad franquista.

Que el alumnado cante en los claustros no ha de ser cosa inhabitual. Pero esto tiene algo de significativo: aquella joven gente cantaba aires regionales no para refrescarse la voz, sino por un motivo público. En ese año de 1962 y en esa primavera se estaban sucediendo las huelgas mineras de Asturias. Algo se movía en el ambiente estudiantil. Hubo un conato de asamblea, que ni siquiera tenía entonces ese nombre. La gente «se movilizaba», según se acostumbró después a contarlo. Allí mismo, bajo la representación de Vicente Ferrer, aquella reunión informal de estudiantes intentaba la solidaridad, en su caso canora, con los levantamientos mineros, o sea, se solidarizaba con los medios de que buenamente disponía. Es un pequeño dato para saber que la universidad española comenzaba a cambiar tras largos años de holgado y abotargado silencio. Veinte años se demoró la universidad española en mostrar, si así puede decirse, su desagrado con el régimen. Y se comprende, porque motivos para tan largo callar no faltaron.

Hace algunos, pocos, que la Universidad Complutense dio a conocer los papeles de su infausta represión, incluidas las delaciones. Los documentos que se exhibieron en la sede de la calle Noviciado eran estremecedores: una criba sistemática entre los docentes fundada en motivos tan de peso como «no asistir regularmente a la santa misa» o «bromear sobre las prácticas cristianas» de alguno de los delatores, cuyas firmas aparecen en los atestados. Docentes de prestigio fueron separados de las aulas y sustituidos. Los vencedores las ocuparon con la buena conciencia de quien limpia un espacio propio para seguir habitándolo con comodidad. También la Universidad de Zaragoza dedicó una interesante exposición a lo que ocurrió en sus aulas tras la Guerra Civil. Las fotografías del expurgue y la quema pública de libros, a manos de estudiantes vestidos con correajes, son pavorosas. Y en Valencia «Rector Peset» debe ser más que el muy digno nombre de un colegio mayor. Porque algunos rectores, proclives a la legalidad republicana, fueron fusilados, sin importar su valía ni sus buenas razones. Al menos los rectores de Oviedo, Granada y Valencia lo fueron.

Llamo «memoria externalizada» a aquella de la que disponemos en común, que es grande y varía cada tanto. Cuando aquella juventud prorrumpía en cantos, veinte años después, nada de esa violencia se recordaba. Duraba el silencio. No había pues memoria. Porque eso, la memoria que está entre todos, la externalizada y mediadora, pertenecía a los vencedores. En ella la violencia había desaparecido: solo se había «puesto orden». Orden muy necesario en una situación inadmisible. Un orden con vocación de permanencia. Contra ese orden estaban cantando aquellos jóvenes en 1962. Cada uno de ellos puede que lo recuerde, ahora que ya peinan canas, pero lo significativo es si ese recuerdo suyo ha pasado a la memoria común. Por si acaso lo traigo, este recuerdo prestado y en tentativa, porque me asalta cada vez que veo estos claustros.

La memoria de las pequeñas cosas a veces señala a las grandes: sin cambiar de universidad, cambiemos de escenario: ahora es… Diez años más tarde. Cuando yo me planto en la Estación del Norte, la Universidad Literaria ya no ocupa solamente este bello edificio de La Nau, sino que se ha extendido y multiplicado. Muchas de sus facultades están en «Paseo de Valencia al Mar». Las nuevas instalaciones son funcionales y cuentan con innovadores diseños. Mi facultad tiene a la entrada, por ejemplo, un pequeño puente sobre un igualmente pequeño estanque donde asoman plantas lacustres. En mi primer día me paro a averiguar si acabará apuntando o saliendo algún nenúfar. Y en ello estoy hasta que un chico más avezado me lo explica: «Esa especie de pasadizo-puente es para que no podamos escapar si vienen los grises». Los grises era el nombre dado a la policía uniformada y no se nos habría ocurrido nunca cambiárselo. Perfectamente sabíamos lo que quería decir. ¡Caramba! Los diseños de nuestras facultades, descubrí esa mañana, son incluso más funcionales de lo que estaba dispuesta a suponer. Está claro, aunque entonces nada conociera yo de los cantos habidos en La Nau hacía tiempo, el asunto había proseguido adecuadamente. En los años setenta los edificios prevén la rebeldía de la gente que los ocupa.

Y allí mismo, según entro, compruebo que la rebeldía luce, destella, reverbera… porque puedo fácilmente constatar que la capilla se utiliza para dar clases de lógica y que en el amplio hall del segundo piso luce una silueta o dibujo grafitero que pretende ser una caricatura de Carlos Marx. De entre sus pobladas barbas sale un bocadillo que reza «soy un tipo simpático». Ese fue el recibimiento que me diera mi facultad…

¿Debería dejar yo al olvido estos pequeños detalles? No lo creo. No creo que pertenezcan a lo olvidable. No son recuerdos propiamente míos e intransferibles. Pertenecen a una época. Son la materia que llamamos «la pequeña historia de las grandes cosas».

Una completa cultura, cierto que casi desmemoriada, se iba gestando dentro de aquel mundo; esos eran los tiempos. Tiempos, me arriesgo a afirmar, muy filosóficos. Puesto que se nos escondía o se nos negaba la razón de lo inmediato, tendíamos a traspasar la inmediatez a fin de darle gusto a la inteligencia. A la gente que nos dedicamos a filosofar, a más de dar un poco de cautela, se nos suele situar en ciertas torres de marfil, más cerca del cielo que del suelo. Pero ya aquel Rafael «por el que la naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida», aquel digo, dibujó a la filosofía en su todo y partes, disputando como suele, pero en su disputa más recurrente y antigua con un Platón que allá apunta arriba y un Aristóteles que obstinadamente señala el suelo. La filosofía es ágil y curiosa y sus dos milenios y medio de edad no le han quitado las ganas de lanzarse a gráciles saltos ni de esforzarse en caminar todas las sendas pensables aunque no existan. La filosofía es la parte más refinada y menos astuta de la curiosidad. Es pensamiento, la energía más sutil y necesaria de cuantas existen, pero, por ser pensamiento, es sobre todo tiempo.

La que se impartía en Valencia, fama erat, seguía el ritmo del tiempo puntero. Los métodos la acompañaban. Las asignaturas se elegían. En las aulas debatíamos a la menor oportunidad. Todo corría veloz.

Y mi pequeño tiempo me impone otro recuerdo que debo relatarles. Por si no es evidente mi apego a Montaigne, inmediatamente lo confieso: nunca me canso de dar gracias por este Genio. Pues sucedió que… En la época en que yo cursaba mi primero de especialidad en aquella facultad tan bien plantada de Blasco Ibáñez, tuve por docente al catedrático de filosofía Montero Moliner. Era persona aseadísima, de trato un tanto distante pero exquisito. Tenía mejillas sonrosadas y airoso pelo blanco. Nos impartía sus clases benévolamente, sin moverse nunca de su silla en la alta tarima. Un buen día de primavera entrada le tocó a Montaigne. O puede que le tocara salir a escena al escéptico francés mientras mi profesor explicaba a Kant, que era su favorito. El caso sea que, al desgaire, y sin esperar respuesta, Montero preguntó al aula mientras ponía los ojos sin embargo en el techo: «Porque… ¿acaso alguno de ustedes ha leído la Apología de Raimundo de Sabunde, un compatriota insigne, escrita por Montaigne?». Acorazado silencio. Se oye un carraspeo y se alza una mano. Nuestro catedrático baja los ojos y recorre las filas por ver de dónde ha salido el ruido. Hay una chica que llega por poco a los cincuenta kilos con la mano medianamente alzada. Sí, confieso que era yo. Se le dibuja una expresión atónita. «Señorita… ¿ha leído usted la Apología de Raimundo de Sabunde?». «Sí», respondo yo, ya con un punto de desafío. El señor Montero se levanta, camina hacia el borde de la tarima y se dobla por la mitad en una especie de reverencia. «Señorita… Me inclino ante usted». Se sienta, pero, quizá pareciéndole escaso el aspaviento, repite la operación. Vuelve a alzarse, recupera el borde de la tarima y de nuevo se dobla por la mitad doblando la reverencia. Y repite: «Me inclino otra vez ante usted, señorita».

¿A qué tramo de la pequeña historia de las grandes cosas pertenece esta anécdota? O mejor, ¿qué cosa es propiamente una anécdota? Es, como la anterior, simplemente, un sucedido al que no se le concede importancia. Las anécdotas son intransitivas. Pero en ocasiones las anécdotas, y van dos, crecen, se desarrollan, digamos que se hacen mayores. Pueden hasta convertirse en epítomes. Quizá no sea el caso de esta. Pero si le diéramos una vuelta… Veamos… ¿Es verosímil que algo así se produjera en el momento presente? Algo bulle en la trastienda de mi cabeza que dice que no. Y si ocurriera… ¿Acabaría el señor Montero en la oficina de la defensoría estudiantil? Hace muy poco que yo misma comencé a extrañarme de esa pequeña historia. Quiero significar que, cuando me sucedió, de ello hace sus buenos cuarenta años, no es que normal me pareciera, pero tampoco me lo tomé por la tremenda. Eran esas cosas que hacían los catedráticos reverendos y que servían para aumentar su anecdotario. Formaba parte de la imagen corporativa, por así decir. Además, Montero Moliner nos había permitido refugiarnos en un armario de su despacho el día que los fachas vinieron a nuestra facultad con la estupenda intención de molernos a palos, por rojillos. No había por donde escapar. Un cojo de ambos pies, como turbio Hefesto, que los guiaba, guardaba el puente ya citado que transformaba el edificio en una ratonera. Creo que fue una de mis peores medias horas la que pasé en aquel armario. Si bien en este y otros parecidos casos hay que aplicar el pensamiento de un conocido maestro de moral contemporáneo, el gato Garfield, el cual, asaltado por un par de perros y colgando de un árbol la entera noche, piensa: «algún día me acordaré de esto… y me reiré».

La bonhomía de don Fernando estaba fuera de sospecha. Sin embargo… piensen con el corazón limpio de polvo y paja… ¿Esto de las sucesivas reverencias… se lo habría hecho a un chico? Así es el feminismo, hijo no esperado de la Ilustración y pariente cercano de la filosofía de la sospecha. En muchas ocasiones nos sucede lo que señaló certeramente Virginia Wolf: que urgidas las mentes a contemplar el obstáculo, no pueden ponerse en el estado incandescente en que la genialidad se acrisola y vislumbra. Hay tanto para pensar, además.

Pareciera a veces nuestro mundo como un joven y levantado árbol que muchas tempestades agitan. ¿En qué puede una filosofía de la sospecha contribuir a que perdure? Nuestro saber superior ha sufrido cambios, discontinuidades y relevos. Un notable pensador, que aquí mucho estudiábamos, Kuhn, llamó a este discurrir «la estructura de las revoluciones científicas». Nunca olvidemos que nuestra élite intelectual actual es el resultado del relevo de las antiguas elites clericales. Este relevo se gestó en la Baja Edad Media, cimentó su legitimidad en el barroco y por fin produjo el sorpaso en la época ilustrada. Durante todo ese largo periodo de tiempo, el talento femenino existió, sin duda alguna, pero fue entendido como una excepción, aquella que confirmaba la regla. Con las mujeres se seguía aplicando el precepto agustiniano: nada necesitan aprender; nada les sea enseñado.

La primera ola del feminismo, la polémica feminista ilustrada, coincidió en el tiempo y en los conceptos de uso culto con el momento en que esta nueva élite tomó la delantera. Terminada la Querelle des Anciens et des Modernes, aquietada Europa por la fecunda Paz de Westfalia, abonada por la filosofía barroca, la Modernidad comenzó un paso firme. El Siglo de las Luces convirtió en programa lo que todavía permanecía, en el Pensamiento Barroco, en el mero limbo especulativo. De hecho, con la polémica en torno a la educación de las damas, comenzó a desarrollarse la tradición de pensamiento a la que damos el nombre de feminismo. Significativamente ese, La educación de las damas, es el título de uno de sus libros fundadores, el segundo de Poulain de la Barre. Libro este que mi profesora Neus Campillo conoce como nadie.

En el tema de la educación femenina, su utilidad y sus usos, se ventiló parte de la agenda teórica de la primera ola del feminismo. La gran polémica ilustrada logró pasar a debate temas que o en el pensamiento o en las costumbres se daban por hechos inamovibles y por ende irrefutables. Dotó de terminología política a la obligada sumisión femenina y abolió o puso en tela de juicio algunos usos del pasado que entendió como abusos. Cuando Wollstonecraft respondió con su Vindicación al Emilio de Rousseau, la polémica había recorrido ya un gran trecho. Ella misma se había ocupado previamente de escribir un libro, de los que abundaban, sobre la mejor manera de educar a las jóvenes. En él escribe: «A menudo es necesario recurrir a la razón para que llene los vacíos de la vida, pero son demasiadas las mujeres cuya razón permanece latente». La «no culpable minoría de edad».

El derecho de las mujeres a adquirir una educación formal, esto es, unos conocimientos contrastados y avalados, fue el derecho más frecuentemente exigido por las primeras y los primeros feministas. Apuntaba también ya en el XVIII la dinámica de las excepciones: Algunas grandes damas, Mme. de Chatelet, a quien ha estudiado en esta Universidad Isabel Morant, por ejemplo, se dedicaban a las ciencias; otras a las artes, como Mme. Vigée-Lebrun; alguna otra entró a formar parte de las reales academias. Estas eran en origen fundaciones reales o con el amparo regio, cuyo prestigio las situaba por encima de las instituciones heredadas de alta educación, rebajado como lo tenían su crédito algunas universidades por la presencia todavía en ellas de elementos escolásticos. Las reales academias fueron una apuesta de los déspotas ilustrados por la renovación del saber. Por ello hubo antes académicas que alumnas.

Porque la cuestión era ¿debía reconocerse para todas las mujeres afectadas (pueblo llano excluido por tanto), la misma capacidad, derecho y ambición que para aquellas que se consideraban realmente excepcionales?

Nos falta todavía algo de investigación para conocer el nombre, el lugar y la fecha exacta en que la primera mujer fue autorizada a acudir a las aulas universitarias. Pudiera en España haber sido Arenal. Por el momento se supone que ello ocurrió en Europa, en alguna universidad de Alemania y en los aledaños de la guerra franco-prusiana. Si hubo incursiones anteriores, ilegales, no consta noticia alguna. Desde que el saber se transmite en estas aulas e instituciones las mujeres fueron excluidas de él. A lo largo del último tercio del siglo XIX algunas universidades comenzaron a autorizar a mujeres especialísimas a asistir a determinado tipo de estudios. Las condiciones eran duras de cumplir: ocupar un lugar separado, no intervenir en forma alguna, renunciar a los exámenes y a los correspondientes títulos. Se mantuvieron casi sin cambios durante medio siglo. En España es tenido por bueno que Concepción Arenal siguió de este modo los estudios de derecho y se adjunta que, en su caso, le fue aconsejado que vistiera de hombre. De ser cierto, la prohibición del saber habría llegado en nuestro país a ser más fuerte que el generalizado tabú, invariante antropológica en verdad, que ordena que los sexos se distingan.

Hace cinco años, en 2011, se cumplió el siglo del acceso corriente a la universidad de las mujeres españolas. A cien años de ello, las cifras actuales son pasmosas. El sesenta por ciento, largo, del alumnado universitario son mujeres, repartidas en todas las licenciaturas y especialidades. Y parecida cifra se maneja en todos los países de nuestro entorno. Aquel año de 1911 las universitarias que acudieron a las aulas de la Complutense no habían tenido que realizar la peregrinación de permisos a la que las mujeres estaban obligadas. Cada rector debía aprobar su ingreso y para ello cada uno de sus profesores hacerlo también separadamente. Aquel año ya estaba claro que habían venido para quedarse. Siguieron ocupando, eso sí, un lugar separado en el aula. Y uno de esos primeros días fueron recibidas a pedradas por un grupo de sus compañeros. En su defensa salió sobre el terreno un espontáneo; en la prensa lo hizo Rosario de Acuña con su conocido artículo «la jarca universitaria». En él deja claro el sobreentendido que ha permitido tal barbaridad, la siniestra misoginia ambiente: «¿A quién se le ocurre ir a estudiar a la universidad? ¡Dios nos libre de las mujeres letradas! ¿A dónde iríamos a parar? ¡Tan bien como vamos con el machito! ¿Es acaso persona una mujer?». Acuña, que no había podido realizar estudios universitarios, y era aun así una intelectual progresista reconocida, añade su voluntad: «Hay que engendrar la pareja humana de tal modo que vuelva a prevalecer el símbolo del olmo y de la vid, que tal debe ser el hombre y la mujer; los dos subiendo al infinito de la inteligencia, del sentimiento, de la sabiduría, del trabajo, de la gloria, de la inmortalidad» mientras envía a los apedreadores «ilustrísima falange de machos españoles» a hacer el mico bailando en un tablado con taparrabos. Gente que hace cosas tales no puede aspirar a ser la élite de un país. Quizá no esté de más conocer que este artículo le valió… el destierro.