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Si, de acuerdo con Platón, pensar es el diálogo del alma consigo misma, pensar en voz alta habrá de significar dialogar en público: dialogar ante y para los demás. Pero, a fin de evitar el peligro de que ese presunto diálogo se quede en un engañoso monólogo de ventrílocuo, nada mejor que invitar a participar en él no a un imaginario interlocutor sino a alguien real, efectivo, que enriquezca la palabra inicial con el contrapunto de otra que vaya modulando y potenciando la aportación originaria, haciéndola discurrir y crecer por los caminos de la inteligencia y el matiz. Una muestra de ello es el libro que el lector tiene entre sus manos. Las reflexiones que contiene transcurren por territorios conceptuales tales como la filosofía, la política, el amor o el futuro, tan necesitados de una revisión filosófica. Porque, si bien son conceptos que nunca hemos dejado de utilizar para relacionarnos con el mundo y con los demás, hoy en día parecen particularmente faltos de una actualización crítica. De ahí este Pensar en voz alta, cuyo propósito último es el de aportar elementos teóricos para volver a introducirlos en condiciones en el debate público. Que es como decir: para poder volver a pensar lo que nos pasa.
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Seitenzahl: 268
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Manuel Cruz
Pensar en voz alta
Conversaciones sobre filosofía, política y otros asuntos con Luis Alfonso Iglesias
Herder
Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes
Edición digital: José Toribio Barba
© 2018, Manuel Cruz
© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-4185-1
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Herder
www.herdereditorial.com
Índice
PRÓLOGO. La palabra que somos
PENSAR EN VOZ ALTA
I. FILOSOFÍA
II. AMOR
III. SOCIEDAD
IV. POLÍTICA
V. HISTORIA
VI. FUTURO
La palabra que somos
Cuántas veces habremos escuchado la afirmación tajante de que somos un país configurado por unos ciudadanos que no sabemos discutir, que hemos abandonado definitivamente el diálogo como instrumento privilegiado de conocimiento y la conversación como elemento indispensable de concurrencia y comunicación. Contra esa afirmación estereotipada y contra lo que de verdad pudiera haber en ella proponemos este Pensar en voz alta con la intención de que la voz sirva para alzar el pensamiento, entendido siempre como debate colectivo sobre diversos «asuntos» tan comunes como trascendentales. De este modo, el pasado, el presente, el futuro, la educación, los sentimientos, la libertad y todo lo que nos concierne se convierten en el evidente motivo para llevar a cabo lo que más nos constituye como seres humanos: nuestra capacidad para usar la palabra y el discurso de forma amistosa y flexible. Conversar es, en el fondo, «reunirse a dar una vuelta», conscientes de la lucidez implícita en la acción cambiante del razonamiento.
Afirmaba Emilio Lledó1 que, dentro de sus proyectos intelectuales y humanos, Manuel Cruz habría sido feliz porque el principio de felicidad consiste no solo en compartir momentos de bienestar, de salud y alegría con el propio cuerpo, sino también en el bienestar que se siente en el empeño de habitar espacios sociales y, sobre todo, de poder compartir la enseñanza y la comunicación como forma de amistad. Son los espacios de la filosofía, el amor, la sociedad, la política, la historia o el futuro los que Manuel Cruz hoy comparte de manera abierta a la par que penetrante en este libro, porque lo hace a la luz de una mirada que se ve a sí misma, como trataba de reflejar el aserto —a la par confuso y atractivo— de Gaston Bachelard, quien dijo que para ver bien el mundo primero había que haberse visto viéndolo.
En este sentido, en algún momento de la conversación recurre a la tecnología del deporte para ilustrar la tarea del filósofo, recordando que el uso instrumental del ojo de halcón permite en los grandes torneos de tenis dilucidar con total exactitud aquello que al ojo humano se le escaparía, como, por ejemplo, si la bola impulsada por la fuerza del tenista, muchas veces a más de doscientos kilómetros por hora, ha llegado a rozar, aunque sea mínimamente, la línea que delimita la pista de juego. El filósofo debe escudriñar de esta misma forma lo que le interesa y lo interesante, lo que importa y lo importante, ya que, como se afirma en el presente libro, los filósofos no están ni para formular augurios ni para leer los posos del café, sino que la función del filósofo realmente es la de incomodar, la de ser un elemento discordante que sabotea los tópicos.
Así, la pregunta por si la filosofía tiene cabida en el momento actual y cómo se relacionan el pensar y el vivir para constituir la tarea fundamental del filósofo, en estos tiempos en los que necesitamos tanto el pensamiento como en la Atenas de Platón, conlleva una respuesta llena de optimismo. Se puede escapar a la inercia que diluye lo importante en la superficialidad de lo aparente, ya que el orden del mundo en el que vivimos y, por consiguiente, pensamos (y viceversa) no puede ser considerado como fatalidad, destino u obviedad, sino como contingencia, resultado de la acción humana. Y la acción humana puede ponerle remedio porque es inequívocamente cambiante. «Será difícil, desde luego, pero más sufrimiento trajo llegar a donde estamos ahora, y quienes conspiraban para que ello sucediera lo consiguieron», insiste Cruz con agudeza.
Ello nos conduce inevitablemente al tema del amor con platónicas mayúsculas o con personalizadas minúsculas. Pero para abordar el mundo en el que sentimos no solo no es necesario situar en el terreno filosófico un tema consustancial a la filosofía como el amor, sino partir de la forma de vivir el amor de quienes se dedicaron a pensar en él. Ahora que quizás experimentamos la experiencia amorosa de un manera específica conviene adentrarse en este «campo de minas» con el mapa que trazaron desde sus coordenadas personales Platón, Agustín, Abelardo y Eloísa, Lou Andreas-Salomé y Friedrich Nietzsche, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir o el caso de Hannah Arendt y Martin Heidegger. Este último rompe longitudes y latitudes, ya que la relación de esta pareja es de una intensidad dramática e histórica mucho mayor porque hablamos del encuentro y el reencuentro entre un filósofo nazi y una filósofa judía, antes y después del Holocausto. Se percibe la afición afectiva y la admiración discursiva de Manuel Cruz por Arendt, quien nos ayuda, sin duda, a comprender que el amor, además de una experiencia, es también una idea, tan importante, que por muchos envites y cambios que haya sufrido a lo largo de la historia siempre deja fuera lo más deshumanizador: el abandono, la soledad, la muerte, en definitiva.
Pero si algo se afirma en esta conversación es que filosofar no es solo hablar, sino decir, hecho que nos vincula a la idea de responsabilidad en unos momentos en los que la intensidad de su ausencia da paso a la decadencia de la estupidez, incluso entre aquellos que deben guiar los destinos de las naciones más poderosas. Y ello pasa por afilar conceptos como el de tolerancia, cuya versión edulcorada le rechina a nuestro autor, que no solo defiende que la diferencia no es siempre relevante para la fortaleza de un discurso, dejando claro que las diferencias que deben importarnos son aquellas que ocultan injusticias. De ahí que tolerar a una persona sea algo insuficiente, porque a las personas se las debe respetar a través de la defensa de sus derechos. Al hablar del territorio social que nos contiene, aparece Manuel Cruz el comunicador, el filósofo de guardia que es capaz de articular argumentos con aristotélica precisión y de asentar verdades con cartesiana decisión. Nada más claro que su desenfadada referencia circular al concepto de democracia tan manido y poco cribado hoy en nuestro país: «Creer que la democracia consiste en meter la papeleta en la urna es como pensar que el sexo se reduce a la penetración».
Asimismo, se abordan temas como el federalismo, la pluralidad, los nuevos partidos políticos, el impacto de las redes sociales en la política, la corrupción, la cuestión catalana y, además, desde la posición que le permite unir al ojo de halcón su movimiento caleidoscópico que inactiva cualquier asomo de estrabismo. Si Paul Celan se preguntaba qué tiempos son estos en los que una conversación es casi un delito porque estamos rodeados de tantas cosas dichas, nuestro autor traza en la conversación la línea más poderosa que existe entre el delito y el deleite: la pasión por pensar y decir las cosas que parecen haber sido dichas, pero solo fueron referenciadas. Y además lo hace pasando por el tamiz algunos conceptos, como esa forma eufemística de la mentira llamada posverdad o el último comodín del lenguaje precocinado: el relato, todo el mundo tiene uno, solo tiene que dejarlo descongelar.
Frente al fast food del análisis, aparece la historia, el futuro o la utopía, sin la vanidad del presente ni la angustia del pasado, con explícita denuncia a la cómoda autosuficiencia de considerar que con lo que nos ocurre a nosotros ahora podemos entender cualquier acontecimiento del pasado. No hay antídoto más enérgico contra la soberbia actual que la insistencia de Manuel Cruz en que el abandono del pasado en el mundo actual implica la renuncia a aprender de nosotros mismos. Y a quienes confundieron el fin de la historia con los fines espurios de los que la contaban se les recuerda con esperanza y convencimiento que la historia no ha terminado, sino que nos hemos desentendido de ella al concebir el pasado como un parque temático en el que la flecha de la historia es autoguiada hacia el blanco ganador.
¿Y si soñar también se nos impide, entonces qué nos queda? Y aquí aparece el papel de la educación, que debe redefinirse en unos momentos en los que términos como «analfabetos» van acompañados de otros que los precisan y actualizan como «funcionales» o «digitales». Pero eso no resta ni una pizca al valor de la educación: el de formar, también, ciudadanos integrales, aunque sea simplemente por el pragmatismo explícito en la mostrada y demostrada ineficiencia de una sociedad de individuos educados en la insolidaridad y el individualismo. Al fin y al cabo la utopía consiste, a juicio de Manuel Cruz, en una nueva, diferente y mejor socialización de los individuos, algo tan sencillo como volver a considerar la posibilidad de que el orden social es en sí mismo transformable y no algo inexorable que solo podemos ver pasar. Encerrados en nuestra propia portería, tan solo en busca del empate, ignoramos, quizás con práctica consciencia, que una hipotética mejora social depende de nosotros. Es solo cuestión de dar razón y darnos razones.
Esta conversación, de la que el lector pasará a ser parte en las páginas que siguen, seguramente nos ayudará a pensar en vozalta dentro de la escala tonal que corresponde a cada uno de nosotros.
LUIS ALFONSO IGLESIAS
1 En el conjunto de ensayos en homenaje a Manuel Cruz reunidos en F. Birulés,A. Gómez Ramos y C. Roldán (eds.), Vivir para pensar, Barcelona, Herder, 2012.
Pensar en voz alta
Quieres un mundo, dijo Diotima, por eso lo tienes todo, pero nunca tendrás nada.
FRIEDRICH HÖLDERLIN
IFilosofía
Todos los hombres y todas las mujeres son filósofos; o permítasenos decir, si ellos no son conscientes de tener problemas filosóficos, tienen, en cualquier caso, prejuicios filosóficos.
Karl Popper
Luis Alfonso Iglesias: Perdone la molestia, ¿para qué sirve la filosofía? ¿Y cuál es la tarea del filósofo en estos tiempos?
Manuel Cruz: No me molesta porque si me molestara estaría irritadísimo a estas alturas. Me he acostumbrado a la pregunta, claro está. Lo que me llama la atención de que se reitere tanto es que parece revelar que la gente no acaba de saber qué tiene que hacer con la filosofía. No deja de ser curioso porque los filósofos están muy presentes en la vida cotidiana, en los medios de comunicación, especialmente en Europa. Siendo optimista, la función del filósofo realmente es la de incomodar, ser un elemento discordante que sabotea los tópicos. El filósofo tiene que intervenir y dejar oír su voz en la plaza pública sobre aquellos asuntos que interesan a la mayoría. Ha de contribuir a construir un modelo de lo que Aristóteles llamó la vida buena. Lo interesante de la actitud del filósofo es su mirada. Y lo específico de su mirada es intentar reparar en aquellas cuestiones en las que el común de los mortales no repara.
José Ortega y Gasset lo refleja muy bien al distinguir entre ideas y creencias. Decía que las ideas se tienen y en las creencias se está. Las creencias son aquellos convencimientos que no se cuestionan porque todos los damos por descontados. Pero esos convencimientos en algún momento fueron ideas que la gente discutía. Cuando se convierten en creencias pierden su condición de discutibles.
L.I.:Abundando en el carácter crítico de la filosofía entramos de lleno en el significado de esta disciplina como razón crítica comprometida con las grandes verdades referidas a una realidad que muchas veces se diluye en su particularidad metafísica.
M.C.:Ser crítico no consiste en autodefinirse como tal, sino en ejercer la crítica. De no ser así, no procede atribuirse semejante condición. Se deben aportar elementos que sirvan para cuestionar, para abrir grietas sobre la superficie, aparentemente compacta, de la realidad. Es precisamente eso lo que sostiene Gadamer cuando reflexiona acerca de la naturaleza profunda del preguntar, puesto que la pregunta en cuanto tal (antes de obtener respuesta alguna) es ya una forma de cuestionarse lo existente. Lo que tenemos que hacer es plantearnos si son potentes sus preguntas, más que entretenernos en aquilatar cómo las responde, tal y como proponía Hannah Arendt.
Finalmente, el filósofo siempre se refiere a lo real aunque sea a su pesar; en último término, el destino de los discursos acerca de las ideas solo puede tener sentido aterrizando en lo real. A veces pienso que esto es casi prepolítico, en el mismo sentido en el que lo es el propio saber. A fin de cuentas, el saber ¿en qué está basado? Está basado en lenguaje y comparte con él una determinación estructural, necesaria, esto es, el hecho de que ambos son públicos. No digo que deban ser públicos, sino que sostengo que son públicos. De la misma forma que no existe un lenguaje privado, tampoco existe el saber privado. La idea de un saber privado es antiintuitiva. Sería un saber contra natura. Incluso en cuanto idea nos violenta profundamente. La mera posibilidad de poseer un conocimiento acerca del mundo y no compartirlo es algo que nos repugna, no éticamente, sino conceptualmente.
Imagina por un momento a alguien que conociera algo acerca del universo, pongamos por caso la existencia de otra galaxia, o algo referido al big-bang originario, o sobre los agujeros negros, o sobre alguna cuestión de indiscutible importancia; algo en todo caso que supiera únicamente esa persona y se negara a compartir, da igual por qué razón. Creo que no somos capaces ni de imaginarlo. Resulta repugnante conceptualmente, y cuando intentamos pensar la razón de la repugnancia lo que se nos aparece es el convencimiento tácito, implícito, de que el conocimiento está para ser compartido. Cuando lo compartimos —esto es, cuando lo convertimos en público— entonces pasa a ser posible la discusión, el debate, el pluralismo, y el horizonte ético que nos permite plantearnos qué hacemos con eso que sabemos.
L.I.: Desde Sócrates se ha insistido en que la tarea de la filosofía consiste en formular preguntas, no en obtener respuestas.
M.C.: Junto con esto, también creo que hay un tópico sobre la filosofía y sobre el filósofo que no me parece del todo bien planteado. Se repite mucho —hasta el punto de que podríamos llegar a considerar que se ha convertido en un lugar común— la idea de que el filósofo no está para proporcionar respuestas, de que no es tarea del filósofo proponer soluciones, sino que su especificidad consiste en ayudar a que nos formulemos mejores preguntas. Por supuesto que en gran parte es así: estamos ante una tesis reiterada por muchos filósofos y que ha sido asumida como determinación básica de la filosofía en cuanto tal. Ahora bien, yo tiendo a pensar que la mencionada tarea (ayudar a preguntar mejor) constituye una parte de la tarea del filósofo, en el sentido de que es solo una de las formas de ejercer la razón. Pero hay otras formas de ejercerla. Formas mucho más aplicadas, más orientadas hacia la solución o resolución de problemas.
L.I.:¿Por ejemplo?
M.C.: Pongamos por caso, cuando a un filósofo especializado en cuestiones éticas se le invita a que forme parte de un comité ético de un hospital (porque en los hospitales se plantean de manera constante problemas tan urgentes como concretos: decidir entre salvar a la madre, perdiendo el niño que lleva dentro, o dejar que las cosas sigan su curso, poniendo en riesgo grave la vida de la mujer, atender o no a las cláusulas de conciencia de alguien que no quiere que le hagan una transfusión de sangre a su hijo, por no mencionar los casos de eutanasia u otras mil cuestiones de este estilo). Lo que se está esperando del filósofo no es simplemente que no cese de formular preguntas, y de forma cada vez más atinada (aunque eso nunca esté de más), sino que se espera que su racionalidad sea una racionalidad máximamente práctica. Como es obvio, esa racionalidad no entrará en competencia con la racionalidad del médico, que tiene una esfera de incumbencias propia, pero lo importante es que en determinadas situaciones el filósofo tiene que intentar ser lo más resolutivo posible.
O, si se quiere, podríamos poner ejemplos aún más incómodos. Cuando el filósofo interviene en el debate político, lo que se está esperando de él es que en determinados momentos sus juicios sean lo más útiles (iba a decir utilizables, lo que no deja de ser sintomático) posible, no que plantee argumentos para que todos estemos siempre a una cierta distancia de lo real. El concepto de decisión aquí puede venir en nuestra ayuda. Cuando hay que tomar una decisión cuyas consecuencias, en cualquier caso, se prolongarán a lo largo del tiempo, ya no vale mantenerse al margen. Pongamos el ejemplo de cualquier momento histórico en el que la humanidad se haya jugado en buena parte su futuro, e imaginemos qué pensaríamos del filósofo incapaz de ayudar a tomar una decisión, complacido en la tarea, un punto narcisista, de sacarle brillo a sus preguntas. Por eso señalaba que afirmar que el filósofo está para hacer preguntas pero no para proporcionar respuestas puede resultar extremada —y peligrosamente— insuficiente.
L.I.:La discusión sobre el cometido del filósofo y el papel de la filosofía acompaña al pensamiento filosófico desde sus inicios. Recuerdo el libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, que Gustavo Bueno publicó en 1970 como respuesta al opúsculo de Manuel Sacristán Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores. En él se plantea si tiene sentido la existencia académica de la filosofía, urgiendo a considerar el oficio de filósofo como algo diferente de un mero apéndice del oficio de filólogo. Parece como si la filosofía se hubiese «desmundanizado» y el filósofo, a su vez, hubiese abandonado su función crítica, replegándose a los cuarteles de una hetería soteriológica cuyos miembros se distinguen por su lenguaje oscuro y sus intereses sectarios.
M.C.: Me planteas un problema tan apasionante como oceánico. Como hay que empezar tirando de algún cabo, te propongo que empecemos por esta constatación: el lugar que en nuestro tiempo ocupa el filósofo en las sociedades occidentales desarrolladas es sin duda distinto al de otras épocas. Es distinto en muchos sentidos, pero, por señalar uno bien concreto y significativo, la enorme autoridad que se le atribuía en su ámbito (a su vez, enormemente respetado, porque la filosofía aparecía como la forma más noble y elaborada del pensamiento), por la que era tomado en consideración y escuchado, y por tanto podía incidir con sus juicios en el curso de los acontecimientos, lo situaba en un lugar de privilegio en materia de ideas. Pues bien, creo que no es en absoluto arriesgado afirmar que ese lugar —que en el fondo el intelectual hereda del sacerdote— ha desaparecido realmente. Tengo interés en subrayar que estoy hablando de lugares, no de ocupantes de esos lugares. Es decir, no es una cuestión de figuras, como tan a menudo se afirma, en una variante especialmente tediosa de nostalgia. No se trata de afirmar que nuestros antecesores disponían de un Bertrand Russell y nosotros no, esa no es la cuestión en absoluto y plantearlo así resulta absurdo y engañoso. Todas las épocas han considerado que los intelectuales anteriores, los políticos anteriores, los científicos anteriores eran mejores.
A este respecto, me viene ahora a la cabeza una observación que le escuché en cierta ocasión a Felipe González, y que me pareció realmente perspicaz: «los políticos con carisma siempre son los de la generación anterior». Sí, ya sé que me dirás que eso ocurre prácticamente en todos los ámbitos, y no te faltará razón; recuerdo también en este momento la definición que proporcionaba un arquitecto de lo que es el mal gusto en arquitectura: «mal gusto es siempre el de la generación anterior, luego, a menudo pasa a ser el canon», afirmaba señalando el rechazo de la arquitectura modernista que hubo en su momento en Barcelona, la misma arquitectura que ahora atrae a millones de turistas.
L.I.:A pesar de todohay una cierta sensación, dicho sea sin acritud, de que ya «no surgen filósofos como los de antes».
M.C.: Que no surgen nuevos filósofos, que no hay nuevas ideas..., son cosas que se han dicho incluso en épocas que ahora se juzgan como inequívocamente efervescentes y creativas. No deja de resultar un poco sarcástico (desde el punto de vista de la historia de las ideas) la forma en la que en muchas ocasiones se habla, con extraordinaria ligereza, de la época de Wittgenstein, para señalar la enorme diferencia, la extraordinaria decadencia que nos ha tocado vivir hoy. Quienes así se lamentan olvidan de que Wittgenstein cuando vivía no era reconocido como Wittgenstein. Esa es la cuestión central. Recuerda la anécdota —auténtica categoría en este caso— de que, cuando un filósofo en su momento tan respetado como A. J. Ayer preparaba su antología sobre positivismo lógico con los textos presuntamente más importantes de dicha corriente, ¡no incluyó a Wittgenstein! Monumental patinazo que intentó enmendar en el prólogo escrito años más tarde. Y lo ocurrido con Wittgenstein ha sucedido prácticamente siempre.
Tanto es así que podríamos cambiar de ejemplo y recordar la película de Woody Allen Medianoche en París, y el divertido viaje en el tiempo al París de los años veinte del pasado siglo que lleva a cabo su protagonista. Una vez allí se encuentra con que los Picasso, Buñuel, Hemingway y compañía no cesan de repetir, melancólicos, que ojalá hubieran nacido en el París de Toulouse-Lautrec, Degas o Gauguin, porque ese sí era un París esplendoroso...
L.I.:La segunda parte de su libro La tarea de pensar lleva por título «Sobre el lugar de la filosofía en el conjunto del creer», una clara referencia a las publicaciones mencionadas de Manuel Sacristán y de Gustavo Bueno. En él propone llamar «filosofar» a esa actividad que no cristaliza directamente en escritura, y que puede ir desde las reflexiones íntimas a las actividades verbales (clases, conferencias, discusiones, etc.), y «filosofía» a aquello de esa actividad que precipita en «textos». ¿Es la actividad específica de la filosofía la atemporal y necesaria tarea de pensar?
M.C.:El filósofo aspira a tener una mirada sobre la totalidad, lo que en lenguaje fotográfico diríamos una mirada en gran angular, es decir, abarcando lo máximo. Cuando leo entrevistas a filósofos suelen preguntarles prácticamente sobre todo: el amor, la guerra, la muerte... Se espera que tengan una mirada de conjunto y el problema en un mundo tan mercantilizado como el actual es que el punto de vista económico no sirve para abarcarlo todo. Hay dimensiones de la realidad que si las analizas desde el punto de vista puramente económico las desvirtúas.
L.I.: ¿Pensar es, por tanto, resistir frente a las acometidas del inhóspito presente?
M.C.: Estamos donde estamos por culpa de los que corresponda, que sin duda no somos los pobres ciudadanos. Aunque está claro que la existencia de ciudadanos conscientes, libres y reflexivos también es muy deseable, precisamente para que no estemos a merced de los poderes que en estos momentos son, sobre todo, económicos. Es muy importante que la sociedad ofrezca resistencias y creo que hay indicios de que nuestra sociedad las ofrece. La filosofía introduce una cuña de escepticismo en el curso de la realidad. Filósofo es el que en un momento dado detiene la proyección de la película del mundo y se para a pensar. Se trata de mirar las cosas con detenimiento, con atención, con escepticismo, para hacerse la pregunta clave: ¿estás seguro? Introducir en el discurso, como hacía Sócrates, una cuña de sabia incertidumbre. Tendemos a estar seguros de un montón de cosas que probablemente no sean merecedoras de esa seguridad.
L.I.:¿Podemos decir entonces que el filósofo es un «provocador de dudas»?
M.C.: Desde luego. A este respecto, Fernando Savater suele afirmar que la filosofía no está para salir de dudas, sino para entrar en dudas.La cosa no debería sorprender a nadie. En primer lugar, la duda no implica ignorancia, sino conocimiento. Dudar de algo significa señalarle a la reflexión un camino. De la misma forma que en los últimos tiempos los comentaristas futbolísticos gustan de utilizar la expresión «control orientado» para referirse al jugador que no solo se hace con el balón, sino que, en el mismo movimiento, inicia una determinada jugada, así también de la duda filosófica cabría predicar su condición de «duda orientada», en la medida en que, al formular una interrogación, empieza a dibujar una vía por la que la reflexión debería proseguir.
En cierto modo, de ahí se desprende la segunda consideración fundamental relacionada con la naturaleza de la duda, a saber, su condición limitada. La duda en modo alguno desemboca en la parálisis de la acción, precisamente porque conoce sus propios límites. La duda radical es capaz de dudar también de sí misma, precisamente porque se atreve a reconocer su condición instrumental. La duda no es un fin, sino un medio. En la medida en que constituye una herramienta para el conocimiento, de ella podría decirse, parafraseando al Nietzsche de la Segunda consideración intempestiva, que su valor se mide por su utilidad para la vida. De ahí que quien de veras filosofa ni tiene miedo a dudar ni le asusta hacer propuestas. O también: se atreve a poner en cuestión lo más sagrado, de la misma manera que no teme afirmar que carece de sentido empezar de cero a cada rato.
L.I.:Sin embargo, aún resuena aquel reproche de Marx de que «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de cambiarlo».Si lo específico de la actividad filosófica es el pensar, ¿cómo deben relacionarse el pensamiento y la acción?
M.C.: Que el pensar sea una actividad específica no implica que no pueda tomar como finalidad al mundo, sus objetos y sus quehaceres. De hecho, eso es lo que ocurre: pensamos a partir de lo existente, a partir de los estímulos que la realidad nos lanza. Luego están los activistas sin remedio (ni fundamento teórico) y los especulativos sin el más mínimo principio de realidad, pero eso debiéramos considerarlo más bien como patologías, y no como condenas. Para mí el filósofo es alguien que no puede vivir sin pensar, pero que sabe que necesita vivir para alimentar su pensamiento. Y es que, parafraseando la contraposición clásica, podríamos afirmar que un pensamiento sin vida a la que remitirse es vacío —huera especulación sin intensidad alguna—, mientras que una vida sin pensamiento que la ilumine es ciega —mera agitación sin objeto—.
L.I.: ¿Y dónde está la clave de la relación entre pensar y conocer, si para usted «el conocimiento es lo nuevo»?
M.C.: Esto último lo que pretende señalar es que en el mundo contemporáneo la principal fuente de novedades es el conocimiento, cosa que queda muy clara si pensamos en ese particular complejo de conocimiento que es la tecnociencia. No debería haber, por tanto, contradicción alguna entre ciencia y tecnología. Hubo épocas en el pasado en las que la fuente primordial de novedades no estaba en esa esfera.
Por lo demás, entiendo que el conocer es una particular actividad del espíritu (o actividad teórica, si se quiere decir más sencillo) que apunta a la aprehensión de su objeto en la perspectiva de permitir o fundamentar un más eficiente comercio o tráfico con la realidad. Por eso el conocimiento necesita siempre ser legitimado (a la manera de Bacon o de cualquier otra), encontrar su justificación. El pensar, en cambio, a menudo se complace (y puede llegar a agotarse) en la atención hacia las mediaciones. Si se quiere decir de una forma que, sin duda, resultará provocadora para muchos: el pensar no le teme a la contemplación (aunque no se conforme con ella). Para pensar no hace falta un para qué.
L.I.:Usted hace referencia a T. S. Eliot, quien se preguntaba por la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento. Dándole todos los significados que la palabra comprende y que van desde el conocimiento profundo hasta el conducirse prudentemente, ¿podemos aspirar a la sabiduría con la seguridad de que ello nos va a permitir ser más felices?
M.C.: De que se puede, estoy persuadido. Pero es que, además, estoy convencido de que se debe. Es una cuestión de calidad de vida. Claro que es posible vivir sin saber, pero una vida vacía de sabiduría sería sin duda una vida menos valiosa. Ya sé que a menudo se habla de la felicidad del que no sabe, del ignorante, del que no se entera, pero una felicidad identificada con el mero goce, con la ausencia de sufrimiento, no es una felicidad que valga la pena. La aspiración a saber es lo único que nos puede redimir del peligro de una felicidad boba.
L.I.: Pero ese saber limita actualmente con la praxis del utilitarismo y aunque últimamente textos como La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine, han acudido al rescate,vuelve la sensación de que no sabemos qué hacer con esos saberes que parecen poco útiles, como la filosofía.
M.C.: A la filosofía hay que considerarla como lo que es: un saber que nos permite entender tanto el alma humana como sus productos, tanto el mundo como sus efectos, y actuar en consecuencia. En todo caso, que la filosofía se vea arrinconada como resultado de considerarla inútil viene a probar, de manera contundente, precisamente la necesidad que tenemos de ella. Porque una sociedad que no es capaz de preguntarse por el significado de determinadas utilidades ni, por tanto, de ponerlas en cuestión es una sociedad con un severo déficit de reflexión, pero, sobre todo, inerme frente a las agresiones del mundo.
L.I.: Pero esa reflexión muchas veces, lejos de calmar, produce un incómodo desasosiego.
M.C.: La filosofía genera sus propios efectos vitales, que no siempre son los mismos. No podrían serlo, porque no son iguales las situaciones a las que el ser humano se enfrenta. Habrá ocasiones en las que proporcione alivio y otras en las que proporcione mayor desasosiego. La filosofía a veces muestra el sentido profundo de la vida y el mundo, y otras el sinsentido profundo que también habita en ambos. En todo caso, la filosofía proporciona una experiencia de plenitud que sin ella no es posible. El bobo puede ser feliz, claro. Incluso mucho más feliz que el lúcido. Pero ya nos lo dijo Putnam: si nosotros ofreciéramos a la gente la posibilidad de tomar la pastilla A, cuyo efecto es el de hacernos sentir bien, relajados y felices, aunque sin enterarnos de la verdad de lo que sucede dentro y fuera de nosotros, y la pastilla B, que nos garantizara tener una clara conciencia de todo, aunque en ocasiones fuera dolorosa, la inmensa mayoría de la gente preferiría la pastilla B.
L.I.: También cuando se menciona la palabra «filosofía» muchas personas prefieren directamente la pastilla D, de dormir, porque la identifican con una terminología enrevesada e imposible de comprender, pero sin la cual el pensamiento filosófico perdería su rigor.
M.C.: Wittgenstein afirmaba que todo lo que se puede decir puede decirse con claridad y, por su parte, Ortega, algo antes, había sostenido aquello de que la claridad es la cortesía del filósofo. Sin duda los filósofos hemos de hacer un esfuerzo para que no sea nuestro propio lenguaje el que se constituya en un obstáculo para la comunicación, y no tengo dudas de que en muchas ocasiones buena parte de mis colegas han sido, en el sentido orteguiano, poco corteses con sus lectores.
Dicho lo cual, creo que valdría la pena romper una lanza por la precisión filosófica, que no debería confundirse con «jerga» excesiva. Cuando el filósofo usa bien las palabras, habla, por ejemplo, de «ser», porque quiere referirse a algo específico y bien distinto a «cosa», «ente» o «realidad». Lo propio cabría afirmar de cualquiera de sus términos habituales (y tanto da, al respecto, que hablemos de racionalidad, esencia, juicio, trascendencia o la que se prefiera). Los excesos de algunos hiperacademicistas no deberían hacer que tiráramos el niño junto con el agua del baño y malbaratáramos una herencia teórica y, por tanto, también terminológica, me refiero a las que aporta la historia de la filosofía, de enorme valor.
L.I.: Para algunos filósofos, la filosofía es una disciplina quizás alejada de los intereses generales y más intrascendentes, actitud elitista que usted siempre ha cuestionado.
M.C.: