Perder y ganar - John Henry Newman - E-Book

Perder y ganar E-Book

John Henry Newman

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Beschreibung

Perder y ganar (1848) es una novela autobiográfica escrita por el beato John Henry Newman, una de las figuras religiosas y teológicas más relevantes del panorama europeo del siglo XIX, que en su búsqueda de las raíces del anglicanismo terminó por descubrir la Iglesia Católica bajo una nueva luz. Publicada poco después de su conversión, Perder y ganar nos permite adentrarnos en la fascinante personalidad de Newman a través de su protagonista, Charles Reading, y descubrir en toda su hondura las cuestiones que tuvo que afrontar este inglés extraordinario en su búsqueda de la verdad. En Perder y ganar comparece en vivo retrato --y por primera vez en la literatura-- el mundo universitario de Oxford con sus peculiaridades, sus polémicas y sus pintorescos personajes. Encantadora por su lenguaje, sorprendente por su lirismo y sus tonos satíricos, admirable por el rigor de sus ideas, Perder y ganar es ante todo una conmovedora historia de conversión que quedará para siempre en el recuerdo de sus lectores. La traducción ha sido completamente renovada para la presente edición. Las notas explicativas, muchas de ellas también nuevas, hacen todavía más accesible la lectura de la novela al público hispanohablante.

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Seitenzahl: 566

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Literaria

6

John Henry Newman

Perder y ganar

Traducción, introducción y notas de Víctor García Ruiz

Título original: Loss and Gain: The Story of a Convert

© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2017

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-825-6

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Para Chris Martin,

que se tomó mucho interés

por este libro

ABREVIATURAS

AW: John H. Newman. Autobiographical Writings, ed. H. Tristam, Nueva York, Sheed and Ward, 1956.

Church: R. W. Church, The Oxford Movement: twelve years, 1833-1845, ed. G. Best, Chicago-Londres, University of Chicago Press, 1970.

H: John H. Newman, Loss and Gain (ed. Alan G. Hill), Oxford, Oxford University Press (World’s Classics), 1986; normalmente para indicar las notas que tomo de esta edición, base de la presente traducción.

LD: The Letters and Diaries of John Henry Newman. Edited at the Birmingham Oratory with notes and an introduction by Charles Stephen Dessain, I.T. Ker, Thomas Gornall, Gerard Tracey, and Francis J. McGrath, 32 vols., London/New York, Nelson/Clarendon/Oxford University Press, 1961-2008. Contiene índices biográficos muy útiles.

Morales: José Morales Marín, Newman (1801-1890), Madrid, Rialp, 1990.

Además, para el lector español, son excelentes Meriol Trevor, John Henry Newman: crónica de un amor a la verdad (Salamanca, Sígueme, 1989) y Charles S. Dessain, Vida y pensamiento del cardenal Newman (Madrid, Paulinas, 1990).

J. H. Newman en 1845, poco antes de su conversión, por William Ross.

El cuadro se conserva en Keble College (Oxford).

Lead, Kindly Light, amid the encircling gloom,

Lead Thou me on!

The night is dark, and I am far from home,

Lead Thou me on!

Keep Thou my feet; I do not ask to see

the distant scene –one step enough for me.

I was not ever thus, nor pray’d that Thou

shouldst lead me on.

I loved to choose and see my path, but now

Lead Thou me on!

I loved the garish day, and, spite of fears,

pride ruled my will: remember not past years.

So long Thy power hath blest me, sure it still

will lead me on,

o’er moor and fen, o’er crag and torrent, till

the night is gone;

and with the morn those angels faces smile

which I have loved long since, and lost awhile.

At sea

June 16, 1833

Guíame, Luz Buena, entre tanta tiniebla espesa,

¡llévame Tú!

Estoy lejos de casa, es noche prieta y densa,

¡llévame Tú!

Guarda mis pasos; no pido ver

confines ni horizontes, solo un paso más me basta.

Yo antes no era así, jamás pensé en que

Tú me llevaras.

Decidía, escogía, agitado; pero ahora,

¡llévame Tú!

Yo amaba el lustre fascinante de la vida y, aun temiendo,

sedujo mi alma el amor propio: no guardes cuentas del pasado.

Si me has librado ahora con tu amor, es que tu Luz

me seguirá guiando

entre páramos barrizos, cárcavas y breñales, hasta que

la noche huya

y con el alba, estalle la sonrisa de los ángeles,

la que perdí, la que anhelo desde siempre.

En el mar

16 de junio de 1833

NOTA A LA EDICIÓN REVISADA DE 2017

Corregir una traducción que tiene ya veinte (y más) años es un ejercicio enternecedor y toda una cura de humildad. Desfilan ante uno toda suerte de ingenuidades, gazapos, ignorancias y algún despiste. Todo traductor es consciente de lo perfectible de su trabajo. Lo soy yo también, por supuesto, en esta traducción revisada de Perder y ganar, un texto que me ganó en el pasado y que me sigue resultando muy apetecible. Fue mi primer acercamiento, un tanto fascinado, a la figura de Newman, mis primeras armas como traductor experimental y bastante novato. Recuerdo que haber encontrado una solución para el título original, Loss and Gain, me empujó a meterme con el resto de la novela. ¡Menuda insensatez! Porque, si en la versión castellana, a un imposible «Pérdida y ganancia» se le podía encontrar una buena salida con «Perder y ganar», suficientemente evocador, las cosas no resultaron luego tan fáciles, ni tan rápidas, con la historia de Charles Reding y su conversión.

Agradecimientos. Quiero que consten unos cuantos. Algún celoso y erudito lector –desde Argentina, creo recordar– me advirtió de que echaba de menos algún personaje en las escenas satíricas, tan graciosas, de la parte tercera (capítulos 7, 8 y 9), cuando Charles es asaltado por diversos, digamos, vendedores de religión. Y tenía razón. Pensando que los detalles que daba Newman resultarían ajenos al lector hispanohablante del siglo XX, y que exigían aclaraciones más bien cargantes, decidí aligerar la traducción y eliminar por completo la visita de Mr Kitchens en el capítulo 8. He decidido ahora mantener la versión aligerada de esos pasajes, pero incluyendo el episodio caricaturesco que faltaba. Alberto Portolés me escribió, el siglo pasado, un correo electrónico con precisiones sobre el guisante de olor. Ya en este, Ignacio Olábarri me mandó una lista de erratas. Y a Chris Martin no tengo más remedio que dedicarle esta nueva versión de Perder y ganar, porque su inmensa contribución a la mejora del texto va infinitamente más allá de lo que justificaría nuestra viejísima amistad.

VGR, noviembre de 2016

PARA LEER AL PRINCIPIO O AL FINAL

En el verano de 1847 John Henry Newman vive y estudia en Roma. Hace solo unos meses que es sacerdote y va para dos años que es católico. Su conversión, después de una década larga de trabajo, oración y predicación en favor de la pureza espiritual de la Iglesia de Inglaterra, resonó en los oídos de la sociedad británica más benigna con la fuerza de una catástrofe; para otros, la mayoría, fue un estruendo de traición. Pero, en realidad, suponía solo el hito postrero de un camino de fidelidad a Dios que Newman empezó a recorrer en la adolescencia. Entonces, en medio de un ambiente familiar más bien convencional en cuanto a lo religioso, tuvo con nitidez una primera experiencia en forma de radical conversión a Dios. No fue una experiencia instantánea a lo San Pablo sino un convencimiento progresivo e inamovible de que en el mundo no había más que dos existencias de las que no cabía dudar: «yo y mi Creador». Estas inquietudes cuajaron en su adhesión al único movimiento con vitalidad dentro de la Iglesia Anglicana: el Evangelismo. En él se mantuvo Newman hasta percibir que esta opinión religiosa de corte calvinista conducía al liberalismo religioso. A partir de ahí, la causa de la religión revelada o, si se quiere, el Movimiento de Oxford, le llevaría hasta la Iglesia Católica, en compañía de bastantes otros.

Ahora, en el verano de 1847, Newman lee un relato recién aparecido en Inglaterra, breve, poco airoso y muy descaminado, acerca de las conversiones al catolicismo entre miembros de la comunidad universitaria de Oxford. La acusación es bastante clara: deslealtad y falta de honradez. Hay que decir algo. Pero no se puede explicar, hay que mostrar. Y para mostrar algo que ha sido un largo proceso el mejor medio es contarlo. He ahí el origen de Loss and Gain, Perder y ganar, la «historia de un converso», según el subtítulo original. Pero más allá de la cuestión personal y polémica, la historia de este mozo tan reflexivo y sentimental, Charles Reding, dio ocasión a Newman de expresar una de sus ideas más fecundas: que la vida intelectual y moral es desarrollo; que supone mudanza y permanencia porque implica la inyección del tiempo en la misma esencia de las cosas. Deseaba mostrar que su conversión fue un acto de conciencia que procedía de un proceso perfectamente leal y honrado. Por eso recurre a la imagen de un ciclo: «A menudo –escribe ya septuagenario– he dicho que los tres años de vida universitaria en Oxford retratan toda una vida: la juventud, la madurez y la vejez».

Con Loss and Gain no pretendía Newman componer una obra de arte, puesto que entonces a la novela como género literario no se le atribuían las dimensiones de creación estética que hoy le reconocemos. Sin embargo, puede que justamente esta ausencia de un designio artístico deliberado haya tenido beneficiosas consecuencias para el lector del siglo XXI. Puesto que no estaba «haciendo literatura», Newman se sintió libre para volcar sin trabas retóricas su mundo interior, tocado tan a lo vivo por la incomprensión. El resultado de esa necesidad de comunicarse más esa desinhibición estética es la espléndida y polifacética modernidad de Loss and Gain. Porque modernidad supone la creación, el mismo año que Jane Eyre, Cumbres borrascosas o las primeras entregas de La feria de las vanidades, de un mundo intensamente realista donde Oxford aparece como espacio novelístico bastantes décadas antes de que Zuleika Dobson, Sinister Street, Evelyn Waugh y su Retorno a Brideshead, o Barbara Pym consolidaran el mito de Oxford –las inclinaciones intensamente alcohólicas de la fauna universitaria, los pintoresquismos de los «dons», el vivero de espías y demás tópicos. Vislumbres sorprendentemente anticipadores son también esas intuiciones casi proustianas acerca de los olores, el sentimiento aniquilador del otoño, la agudeza casi punzante de algunas observaciones o aquella escena en que la irreprimible presión de la experiencia interior de Charles avasalla el frío invernal como un anuncio del inolvidable Pierre Bezujov, enamorado y correspondido al final de la primera parte de Guerra y paz.

La índole autobiográfica de esta «Historia de un converso» contribuye igualmente a que el lector de hoy la sienta cercana. De hecho, es un relato muy autobiográfico. Pero precisemos: autobiografía no en el sentido de una novela de clave sino en otro, obvio para nosotros, pero nada vulgar a mediados del siglo XIX: la captación del detalle menudo y concreto unida a la intuición de que la ficción y la vida pacen en el mismo prado. Casi todo lo que se cuenta o se menciona en Perder y ganar es relacionable con algún aspecto concreto de la peripecia vital, íntima o pública, del futuro Cardenal. Los hechos y los lugares de la vida propia y ajena son barajados artísticamente, calculadamente desplazados del puesto en que Dios quiso situarlos. Newman, que por encima o por debajo de su sesgo romántico poseía también los rasgos de una vigorosa mentalidad clásica, acudiría fácilmente a la Poética aristotélica: «historia» es lo ocurrido; en «poesía» lo que se narra no ocurrió, pero podía haber ocurrido, si... Él nunca tuvo que despedirse de su madre, porque ella había muerto antes de su conversión; pero si hubiera vivido Mrs. Newman en 1845, probablemente John Henry imaginara para él una escena semejante a la de Charles Reding con su madre. Él experimentó su evolución intelectual y religiosa siendo fellow de Oriel College; pero si hubiera sido estudiante en tiempos del Movimiento de Oxford... Charles, en muchos sentidos, es el receptáculo de otras tantas oraciones condicionales de un Newman de 46 años.

Lo mismo que los demás personajes. Ninguno admite una correspondencia directa y completa con seres históricos de aquel entorno. Pero ninguno la resiste absolutamente; a ninguno le sientan mal las tentativas de aproximación, los paralelismos. Sheffield transparenta la primera amistad estudiantil con John Bowden en Trinity College, mantenida hasta la muerte del amigo; transparenta también la melancolía de otra primera amistad, la de Richard Whately, gran paseador, parlanchín, discutidor e iconoclasta, el primer fiador de Newman en el mundo profesoral de Oriel, su primer mentor intelectual. Pero la intimidad se fue apagando a medida que el discípulo maduraba, y concluyó en ruptura formal. En los años 50, Whately, Arzobispo de Dublín, por dos veces prefirió no recibir a su antiguo amigo. Esta amargura, sin embargo, el autor de Lossand Gain no podía adivinarla todavía. Carlton, el tutor y confidente, suele identificarse con John Keble, con quien Newman mantuvo una correspondencia íntima los años de sus incertidumbres religiosas. Hurrell Froude, aquel fellow de Oriel College, descarado, provocadoramente antiprotestante, activísimo y humanamente cautivador, de quien Newman aprendió la devoción a la Virgen y el amor a la Presencia de Cristo en la Eucaristía, muerto prematuramente de tuberculosis; este Froude, hijo de un clérigo del condado de Devonshire, educado en Eton y Oxford, a quien Newman no pudo recordar sino entre lágrimas durante toda su larga vida, ¿no tendrá un sitio en esta historia? Si hubiera vivido, ¿no tendría algún parecido con Willis? Y Campbell, que se casa con una hermana del protagonista, como las hermanas de Newman se casaron con los Mozley, amigos de John Henry...

Y ese sacerdote que aparece al final de la novela «de aspecto grave y de mediana edad... aspecto ligeramente cansado... ¿Había visto esa cara?», tan bien informado de los asuntos de Oxford, ¿quién puede ser sino el que hincó los ojos –seguro que, miope, se ajustó las gafas– en la amada ciudad desde el tren que le llevaba desde Maryvale camino de Roma, donde ahora escribía y recordaba, recién ordenado?

Bateman aparece colocado bajo una lente irreductiblemente satírica, como el don Abbondio de Manzoni, en Los novios. Pero me resulta difícil pensar que quien se abstenía de sembrar hiel en esta recreación de su antiguo mundo, pueda referirse en este caso a alguien en particular. A no ser él mismo, en su etapa –absurda, voluntarista, después lo vio– de confianza en el anglicanismo como via media entre Roma y la reforma protestante.

Porque el «humor inglés», la sátira y la ironía, también la autoironía, tienen ancho espacio en Loss and Gain: la hilarante reunión evangélica, la exasperante retahíla de bienintencionados apóstoles, las escenas con las hermanas Bolton y algunas otras situaciones debieron de ser la causa de que Newman, según se cuenta, se echara a reír una y otra vez mientras escribía algunas partes de la novela. También fueron la causa probable de que determinados discípulos de Pusey, más bien estrictos, afirmaran que con semejante publicación el converso había caído más bajo que Dickens; lo cual, a nuestros ojos, resulta un elogio difícilmente superable para el arte del principiante. Por su parte, la reseña aparecida en Athenaeum condenó la novela por «absurda y poco seria».

La estrategia narrativa es más sólida de lo que cabría esperar en este inexperto que se lanza a escribir urgentemente con el fin de aclarar ciertas cosas. Concretamente, los espacios de la ficción, el tiempo y los personajes están concebidos en forma sumamente equilibrada. Son media docena de años alternando entre Oxford, la casa, el campo, la rectoría de Sutton, Londres... Espacio, tiempo y personajes conforman un mundo amplio y variado pero limitado y fácilmente abarcable por el lector. Con ello se consigue que aquella concepción central newmaniana del desarrollo intelectual y moral en pos de la verdad pueda verificarse; o frustrarse. El fenómeno acontece con los personajes centrales: Reding, Sheffield, Willis, ¡White!, Bateman, Carlton. Pero también sucede en los aparentemente episódicos, a quienes otorga el autor un antes y un después, una suerte de «segunda oportunidad» en la fábula, que los redime de su interinidad como figuras del relato, volviéndolos parte significante de la obra. Así, Jennings, Mr Malcolm, Vincent, Miss Bolton; hasta Jack, el pinche teólogo.

El lenguaje es uno de los logros centrales de la novela. En los países anglosajones, «Cardinal Newman» está considerado universalmente como uno de los más grandes prosistas de la lengua inglesa, en especial desde la Apologiapro vita sua (1864), la autobiografía que supuso un verdadero fenómeno de opinión pública. En Perder y ganar Newman maneja diversos registros lingüísticos desde el expositivo, descriptivo o irónico hasta el jergal, pasando por el lírico; y recalando, desde luego, con delectación, en el conversacional y dialéctico. El traductor se ha esforzado en preservar –ojalá que con acierto– la peculiaridad de todos y cada uno de esos tonos del lenguaje. Pero ha puesto especial atención al de la «conversación» que, de hecho, soporta la mayor parte del peso de la historia. La índole coloquial de ese inglés, bello, ágil y desretorizado que Newman pone en juego, deleitó a sus contemporáneos pero también les sorprendió cuando comprobaron que lo que allí se ventilaba no eran precisamente banalidades propias de un cuentecillo sin importancia. En realidad, Newman nos está ofreciendo, también en este punto, un trasunto fiel de aquel ambiente. En efecto, medio siglo después, otro oxoniense célebre, el desventurado Oscar Wilde, acusaba a Lord Alfred Douglas de carecer «del ‘talante de Oxford’ en materia intelectual, quiero decir no haber llegado al juego airoso con las ideas sino solo a la violencia de la opinión». A Reding, Sheffield, Carlton, Bateman, Campbell, ingenio y aire no les falta, ni tampoco fuerza: juegan con las ideas, se ceden la palabra, muestran sus flacos y sus fuertes, transformando a veces puras futilidades en materia de coloquio interesante. Un verdadero placer la asistencia a este espectáculo de las inteligencias en acción. Charles con sus pausas, Carlton escueto, Bateman algo estrambótico...

Loss and gain, escrita entre risas, fue un testimonio palpitante de una opción moral, como lo volvería a ser después, con acentos más dramáticos, la Apologia, escrita entre los sollozos y la extenuación física. En 1847, Newman reivindicaba, entre el juego de la ficción, el respeto de la sociedad británica a su amor por la verdad. Receloso de «la lógica de papel», ese modo de razonar que no compromete al hombre entero, mostraba en carne viva que si la conciencia tiene derechos es porque tiene deberes. Su camino hacia la fe tuvo el coraje admirable de arruinar su vida en lo humano por fidelidad a una vocación divina avistada con certeza. Ahora, y después en el resto de su larga existencia en la tierra, Newman ofrece un ejemplo de santidad de vida en ese maravilloso desprendimiento de bienes tan arraigados en el espíritu como la estima ajena, el triunfo o la posición. Pues solo quien ama con pasión cristiana el mundo está dispuesto a renunciar a él por fines más altos. «As a Protestant, I felt my religion dreary, but not my life –but, as a Catholic, my life dreary, not my religion». «Me pongo –escribe a Keble antes de su conversión– absolutamente de cara al desierto». «No fueron los católicos quienes nos hicieron católicos; Oxford nos hizo católicos». «De todas las cosas humanas, quizá Oxford es la más querida de mi corazón». Perder y ganar.

Newman escribía para un público instruido, compañeros de generación del victorianismo temprano, perfectamente al tanto de las polémicas religioso-políticas de los años 30 y de todo el código de conducta y lenguaje que implicaba la pertenencia al mundo oxoniense. Oxford era, y es, un círculo más bien cerrado donde casi todo está previsto, donde casi todo significa algo y donde fácilmente florece el esnobismo, como el propio Newman no deja de señalar. He procurado no lastrar la traducción con precisiones que marchitarían mucho de la frescura que tienen esas, digamos, costumbres del lugar. En nota van las explicaciones que me ha parecido oportuno ofrecer para que el lector sin particular conocimiento o interés en ese mundo despoje de su exclusivismo un ámbito que, después de todo, no es más que un corral como otro cualquiera. Hay también otras apostillas en que procuro indicar algún detalle biográfico relevante. Confío en que no resulten impertinentes ni el número ni la extensión de unas y otras.

He preferido no incluir ninguna sección biográfica o cronológica acerca de nuestro ilustre converso. La sana curiosidad pondrá, de seguro, en manos del lector interesado algunas de las excelentes biografías que existen en castellano. No obstante, transcribiré unas líneas escritas por Newman en la tapa trasera de una libreta escolar, entre los once y los ochenta y tres años. Extrañamente conservado, en su escueta expresión, el texto recibe toda su fuerza de las circunstancias verdaderamente singulares en que fue compuesto:

John Newman escribió esto justo antes de examinarse de griego, el martes, 10 de junio de 1812, cuando solo le quedaban tres días para volver a casa, pensando en el momento (en casa) en que, mirando esto, se acordará de cuando lo hizo.

Ahora, otra vez de vuelta en la escuela.

Y ahora, en Alton, donde nunca hubiera pensado estar, recién llegado para las vacaciones desde Oxford, donde tampoco esperaba estar (¡Qué rápido pasa el tiempo y qué poco sabemos del futuro!) 8 de abril de 1819, jueves.

Y ahora en Oxford, pero con sentimientos bien distintos... (¡Que lo diga la fecha!). Viernes, 16 de febrero de 1821.

Y ahora, en mis habitaciones de Oriel College, Tutor, Párroco y Fellow, habiendo sufrido mucho, avanzado poco a poco en lo bueno y lo santo, y guiado por la mano de Dios ciegamente, sin saber a dónde me está llevando. A pesar de todo... ¡oh, Señor! 7 de septiembre de 1829. Domingo por la mañana, diez y media.

Y ahora, católico, en Maryvale, esperando marchar pronto a Roma. 29 de mayo de 1846.

Y ahora, sacerdote y Padre del Oratorio, acabado de recibir el grado de Doctor del Santo Padre. 23 de septiembre de 1850.

Y ahora, Cardenal. 2 de marzo de 1884.

Gracias, Javier. Gracias, Luis; ellos ya saben. Siento no poder dar las gracias a mi mecanógrafa, pero es que no tengo.

VGR

Folly Bridge, Oxford

Septiembre, 1993

AL REVERENDÍSIMO CHARLES W. RUSSELL, DOCTOR EN TEOLOGÍA

Presidente de St Patrick’s College, Maynooth

Mi querido Dr Russell:

Ahora que me he decidido a poner mi nombre en la portada de este libro, supongo que no parecerá que me aprovecho de la bondad que usted siempre ha mostrado hacia mí, si me arriesgo a poner su nombre en la página siguiente, asociando así mi nombre al suyo y sintiéndome seguro ante los lectores por efecto de tal asociación.

No pretendo que recaigan sobre usted, ni en todo ni en parte, las críticas, justas o injustas, que existen contra este ensayo de literatura que ha sido considerado en ciertos ambientes como fuera de lugar, dados mis antecedentes y mi actual posición. El interés cálido y comprensivo que usted se tomó con los asuntos de Oxford hace ya treinta años, y los beneficios personales que se siguieron para mí de aquel interés suyo, me empujan a estampar su nombre al frente de una Historia que, a pesar de sus defectos, es por lo menos una representación de los pensamientos, los sentimientos y las aspiraciones que predominaban en aquel entonces, más exacta e inteligible que la que puede hallarse en las publicaciones anticatólicas del presente, sean folletos, alegatos, sermones, críticas de libros o historietas para niños.

Estos motivos los presento también como disculpa al pedirle que acepte un libro que, descontando sus deficiencias, sale muy malparado, por tema y estilo, en el cotejo con los méritos de teólogo y la posición eclesiástica de la persona a quien se ofrece.

Queda suyo, mi querido Dr Russell, su amigo más sincero,

John H. Newman

En el Oratorio

21-II-1874[1]

ADVERTENCIA

Lo que sigue a continuación no debe tomarse como una obra de controversia apologética en favor de la Iglesia Católica, sino como la descripción de una experiencia; esto es, el desarrollo del pensamiento y el estado mental –más bien, un caso de desarrollo mental y un concreto estado mental– que desembocan en la certeza de su origen divino.

La historia no reproduce hechos reales. No se trata de la mente de nadie en particular de entre los recientes conversos a la fe católica. Los personajes principales son imaginarios y el autor desea adelantarse a desmentir expresamente cualquier alusión personal. Los diversos lugares y las distintas comunidades religiosas las ha perfilado el autor con la intención de evitar la posibilidad, que podría darse si no lo hiciera así, de evocar inconscientemente al lector personas concretas que de seguro se hallaban bien lejos de la mente del autor.

Por otra parte, se han empleado con toda libertad dichos y hechos del tiempo y el lugar en que se desarrollan los acontecimientos. Pero téngase en cuenta que cuando una verdad general o un hecho aparecen atribuidos a un individuo concreto, caso de las novelas, es imposible que la representación ideal no coincida más o menos con referentes reales o característicos, a pesar de todos los esfuerzos desplegados por evitarlo y, desde luego, sin que el autor sea consciente de tales paralelismos.

Debo añadir también, para evitar posibles malentendidos, que en esta historia no se pretende ofrecer una versión autorizada de las opiniones religiosas que últimamente tuvieron tanta influencia en la Universidad de Oxford.

21-II-1848

ADVERTENCIA A LA SEXTA EDICIÓN

En el verano de 1847 el autor de este libro, que vivía entonces en Santa Croce en Roma, recibió enviado desde Inglaterra un cuento en que se atacaba a quienes en Oxford se habían convertido a la Fe Católica[2]. Lo allí contenido era tan maliciosa y descabelladamente fantasioso que suponía una injuria a aquellos cuyos motivos y acciones pretendía retratar. Sin embargo, parecía fuera de lugar una respuesta formal, escueta o pormenorizada.

La respuesta más adecuada consistía en publicar otro cuento, concebido con un respeto estricto a la verdad, o a lo probable, provisto al menos de cierto conocimiento personal de Oxford y de los distintos aspectos del fenómeno religioso; aspectos que, sin excepción, la citada obra manejaba desgraciada y torpemente.

Tenía el autor interés especial en despejar la nube de pomposidad y grandilocuencia que se atribuía a los protagonistas de la historia, mostrando que quienes han sido heridos por el amor de la Iglesia Católica son tan capaces como cualquiera de escribir una prosa sensata.

En estas circunstancias se compuso y publicó Perder y ganar.

JHN

21-II-1874

Parte I

Reproducción del plano de la ciudad de Oxford (hacia 1830)

CAPÍTULO 1

Charles Reding, único hijo varón de un clérigo con un sólido beneficio en un condado de las Midlands, había sido destinado a la Iglesia desde su infancia. A la edad adecuada fue al internado, pero antes su padre había cavilado y dudado mucho entre la educación en colegio o con preceptores en casa, sopesando interminablemente los pros y los contras de una y otra. Al final se inclinó por la primera: «¡Que no se eche a perder...! Pero tenerlo aquí encerrado contigo no garantiza nada. ¿Cómo saber lo que hay en el corazón de un niño? Puede parecer abierto y feliz como siempre, ser amable y considerado, y por dentro estarse fraguando algo muy torcido. El corazón es un secreto que cada uno tiene con el Creador; nadie más puede alcanzarlo o tocarlo. Yo mismo, que tengo cura de almas; realmente, ¿qué sé de mis feligreses? Nada. Sus corazones son libros sellados para mí[3]. Y este niño que se me acerca y que me está abrazando en este mismo momento tiene el alma tan lejos de mi vista como los antípodas. No es que te acuse de ser demasiado reservado, hijo mío; tu mismo amor y tu respeto hacia mí te mantienen en una especie de deferencia encantadora. No es eso. Sencillamente, es que no puedo penetrar en tu intimidad. «Cada uno vive en su escondida esfera de gozo o de dolor, todos moramos como anacoretas solitarios»[4]. Ése es nuestro sino aquí abajo. Nadie puede conocer los pensamientos secretos de Charles. Aunque le tuviera siempre guardado celosamente en casa, a pesar de todo, a su debido tiempo, la serpiente del mal se arrastraría hasta el tuétano de su inocencia. Los niños no saben a ciencia cierta lo que es bueno y lo que es malo, hacen el mal al principio inocentemente. La novedad les esconde los vicios, no tienen quien les advierta, y se hacen esclavos del pecado mientras aprenden lo que es el pecado. Van a la universidad e inmediatamente se zambullen en excesos, tanto más grandes cuanto que ellos son más inexpertos. Además, que yo no tengo condiciones para formar una inteligencia tan viva y tan inquisitiva como la suya. ¡Siempre me está preguntando!, y cosas que yo ya no sé contestar. Nada, ¡decidido!, irá a un internado[5]. Allí, por lo menos, aprenderá disciplina, aunque tenga que sufrir; se acostumbrará a refrenarse, a ser viril y tomar decisiones. Aprenderá a mirar a su alrededor y –de eso no hay que preocuparse– encontrará cosas que mirar. Sí; así irá preparándose poco a poco para usar de su libertad que, al fin y al cabo, la iba a tener igual cuando fuera a la universidad».

Esto era muy necesario ya que Charles, con sus muchas buenas cualidades, era por naturaleza tímido y algo reservado, excesivamente sensible y, aunque vivaz y alegre, incubaba un toque de melancolía que de vez en cuando degeneraba en lo morbosamente sentimental.

Así pues, le mandaron a Eton[6], donde tuvo la buena suerte de caer en las manos de un tutor excelente que, mientras le instruía en los viejos principios anglicanos de Mant y Doyley[7], le dotó de un sentido de lo religioso que le hizo inmune a la tentación de las malas compañías tanto allí como después en Oxford. A tan celebrado lugar de instrucción se trasladó a su debido tiempo y fue admitido en St Saviour’s College[8]; y han pasado ya seis trimestres desde su Matriculation y cuatro desde que empezó su residencia cuando damos comienzo a esta historia[9].

En Oxford –no hace falta decirlo– había encontrado a muchos de sus antiguos compañeros de colegio pero, entre ellos, muy pocos amigos, ésa es la verdad. A unos los había evitado por demasiado bullangueros[10]. Otros, con los que había llegado a cierta intimidad en Eton y que estaban muy bien relacionados, sencillamente cortaron con él al llegar al college; otros fueron a colleges distintos y los perdió de vista. En Oxford, para las cuestiones de contacto personal, casi todo depende de la proximidad de los cuartos. Se escogen los amigos no por los gustos sino por la escalera[11]. Se cuenta de un comerciante de Londres que perdió su clientela después de embellecer su local solo porque puso un escalón a la entrada. Y ya se sabe que no es lo mismo encontrarse abierta o cerrada la puerta de los comercios cuando se va por una calle de tiendas. Pues aquí igual. En la universidad, el tiempo de los estudiantes está parcelado. El chico medio se levanta y va a la capilla; desayuna, organiza su plan de clases, va a clase, da su paseo y cena. Pocas cosas le llevarán a subir por una escalera que no sea la suya. Y, si lo hace, casi seguro que se encontrará a uno que viene de su mismo pueblo... Por descontado, a los nuevos, que normalmente tienen los mismos intereses y experiencias, los suelen poner en una misma escalera. Así fue como Charles Reding conoció a William Sheffield, que había empezado su residencia ese mismo año.

La mente de los jóvenes es maleable y elástica, y con facilidad se acomoda a la de aquel con quien convive. Uno y otro encuentran puntos tanto para estar de acuerdo como para disentir. Al congeniar, se crea la simpatía entre los dos; al complementarse, brota la admiración y la estima mutua. Y lo que empieza ahí muchas veces continúa ya para siempre por la fuerza de la costumbre y la requisitoria del recuerdo. Es decir, que en la elección de los amigos la casualidad nos presta el mismo servicio que la más cuidadosa de las selecciones. Cuál fue el carácter y el grado de amistad que surgió entre los dos nuevos, Reding y Sheffield, no habrá que explicarlo detalladamente ahora; se verá luego. Baste con indicar que tenían en común su condición de nuevos, una buena cabeza y la escalera trasera del college. Y que diferían en esto: que Sheffield había vivido más con gente mayor que él; que había leído mucho pero sin objetivos precisos; que se interesaba vivamente en disputas del momento, aunque sin tomarse nada demasiado a pecho; que sabía ver claro, no se complicaba la vida, y era echado para delante. Charles sabía poco de grandes ideas pero captaba más profundamente que Sheffield, y se mantenía sólidamente en lo aprendido. Agradable y cariñoso, fácilmente se dejaba guiar por los demás, a no ser que hubiera por medio obligaciones o deberes. Se había acercado a varias confesiones religiosas en la parroquia de su padre y tenía un conocimiento general, aunque no sistemático, de sus distintas doctrinas. Lo demás se verá a medida que avance nuestro relato.

CAPÍTULO 2

Era poco más de la una de la tarde cuando Sheffield, al pasar por delante, vio abierta la puerta de Charles[12]. El criado acababa de entrar con el almuerzo y ya se estaba ocupando de encender el fuego. Sheffield entró tras él y se encontró a Charles con cap y toga reclinado cómodamente en el brazo de su butaca, tomándose su almuerzo de pan y queso. Sheffield le preguntó si dormía a la vez que comía y bebía, así «tan pertrechado como estaba»[13].

Charles: Estoy a punto de largarme a dar una vuelta por los prados. Para mí, éste es el mejor momento del año: nunc formossisimus annus[14]; todo es bello, han salido los laburnos y las rosas. Hay más variedades de árboles que en cualquier otro sitio de los alrededores, y los plátanos están tan encantadores ahora con sus pequeñas hojas verdes medio abiertas; y hay dos o tres sauces oscuros preciosos extendiéndose sobre las aguas del Cherwell[15]. Yo creo que habita en ellos alguna ninfa; y a medida que avanzas, justo a tu derecha queda el Camino Largo[16], con los edificios de Oxford entre los olmos. Dicen que hay dons aquí que se acuerdan de cuando el boscaje lo cubría todo y podías ir andando bajo la lluvia sin mojarte. Lo que es yo, el otro día me empapé de arriba a abajo en ese sitio.

Sheffield se rió y le dijo a Charles que se pusiera el sombrero y se fuera a dar un paseo con él por otro lado. Quería un buen paseo. Tenía unas clases que... ni que les tomaran por idiotas. Ese Jennings, el viejo, soltaba unos rollos tan espantosos sobre Paley, que ponían enfermo a cualquiera[17]. Estaba hablando de los apóstoles como ni «engañadores ni engañados», y dale bola con sus «milagros palpables» y su «martirio por la fe», y ya él no sabía si era un ens physiologicum o un totum metaphysicum, cuando, en eso, va Jennings y le pide con toda crudeza que repita el razonamiento que acababa de hacer. Y porque él no lo había repetido con sus mismas palabras, el amigo Jennings había fruncido los labios y ¡había vuelto a empezar desde el principio! El viejo estaba tan arrebatado, tan cerrilmente entusiasmado con su análisis, que no oyó el reloj dando la hora y, aunque todo el mundo metía ruido con los pies, se sonaba las narices y miraba descaradamente el reloj, hubiera seguido sus buenos veinte minutos después de la hora; o más –Sheffield estaba seguro–, si no llega a ser por una interrupción solo comparable a la de los gansos del Capitolio[18]. El caso es que cuando iba más o menos por la mitad de su insoportable recapitulación y se paraba al final de cada frase para comprobar el efecto que causaba, ese tipo tan bruto, Lively, movido por una inspiración feliz e inconsciente, va y le corta sin venir a cuento; meneando la cabeza y con un graznido gallináceo, le suelta: «Con su permiso, señor, ¿qué opina de la infalibilidad del Papa?». Todos menos Jennings se echaron a reír; él, au contraire, empezó a ponerse negro; y a saber qué hubiera pasado si no llega a mirar el reloj. Acto seguido, cambió de color, cerró el libro e, instanter, mandó salir a todo el mundo.

Charles también se reía: «Pero mira, Sheffield, te aseguro que Jennings, así, tan frío y estirado, es en el fondo un hombre muy bueno. Hasta ahora siempre me ha hablado con mucho afecto y se ha tomado molestias para hacerme favores. He visto pobres que se le acercan continuamente a pedir limosna; y dicen que sus sermones en la parroquia de la Santa Cruz son excelentes».

Sheffield dijo que le gustaba que la gente fuese natural y que odiaba ese amaneramiento de maestro. ¿Qué de bueno tenía eso? ¿Y a dónde iba a parar?

—Eso son prejuicios –contestó Charles–; creo que se debe tomar a la gente por lo que es y no por lo que no es. Unos tienen unas virtudes, otros, otras. Nadie lo es todo. ¿Por qué no dejar a un lado lo que no nos gusta de la gente y admirar lo que nos gusta? Es la única manera de vivir, lo único sensato y, además, es nuestro deber.

Para Sheffield todo eso eran monsergas y puro idealismo:

—Mira, chico, hay que tener un modelo; si no, algo bueno es tan bueno como cualquier otra cosa buena. Pero no me puedo estar aquí todo el día (quitándole el cap y poniéndole el sombrero). Venga, vámonos.

—Entonces ¿qué?, ¿tengo que olvidarme de mis prados?

—Por supuesto; coge tu sombrero. Quiero que lleguemos hasta Oxley, un pueblo un poco apartado cuyos vicarios, tarde o temprano, acaban siendo obispos. A lo mejor caminar hasta allí nos resulta de provecho en el futuro...

Salieron los dos, vestidos de pies a cabeza como dos figurines del más refinado estilo oxoniense. Y ya doblaba Sheffield hacia High Street cuando Reding le detuvo: «Me fastidia bajar por High Street vestido así; siempre se encuentra uno al Proctor[19]».

—Todas esas vestimentas académicas son una perfecta bobada. ¿De qué sirven? Son pura apariencia y nada más. Además, nuestra toga es espantosamente fea.

—Bueno, hombre, tampoco tú te lo cargues todo de un plumazo. Éste es un lugar especial y debe tener una indumentaria especial. Te diré que cuando vi por primera vez la procesión de los Heads de los colleges en St Mary[20], me emocioné. Primero...[21]

—Sí, claro, los pokers.

—Primero el órgano, y todo el mundo poniéndose en pie. Después el Vicecanciller, de rojo, haciendo la reverencia al predicador cuando iba hacia el púlpito; luego los Heads en orden; y por último los tutores. Mientras, se ve la cabeza del predicador ascendiendo poco a poco por los escalones. Llega, cierra la puertecilla del púlpito, mira al órgano para entonar el salmo y, por último, resuenan las voces.

Risas de Sheffield.

—Bueno, de acuerdo. El predicador es, o se supone que es, una persona de talento. Está a punto de iniciar su prédica ante los teólogos y los estudiantes de una gran universidad, todos están allí dispuestos a escuchar. El espectacular aparato no hace sino representar adecuadamente el gran hecho moral que se da ante nosotros. Eso lo entiendo y no llamo bobada a eso; llamo bobada a lo de fuera sin lo de dentro. O sea, para hablar claro, al sermón mismo y toda esa oración que viene antes... ¿cómo se llama?

—La Bidding Prayer[22].

—Eso. Tanto el sermón como esas rogativas son una rematada tontería. No suelo ir a los sermones universitarios pero he ido lo suficiente como para no volver más, si puedo evitarlo. El último predicador que oí era un clérigo de una parroquia rural. ¡Fue estupendo! Comenzó en el tono de voz más alto: «Te imploramos...». ¡Vamos, hombre! «Te imploramos...». Porque el viejo Latimer o Jewell[23] dicen «Os imploramos...» nosotros no podemos decir sencillamente «Oremos...», que es lo normal. Entonces se puso (con tono pomposo y categórico) «de modo especial por esa rama pura y apostólica establecida...», aquí el hombre se levantó sobre la punta de los pies, «... establecida en estos reinos». Después vino lo de «por nuestra Soberana la Reina Victoria, Defensora de la Fe, en todas las causas y sobre todas las personas, eclesiásticas y civiles, autoridad suprema en estos sus reinos...». Una pausa impresionante y un ruido perfectamente audible de la carpeta donde llevaba escrito el sermón al caer sobre la almohadilla, como si la naturaleza no contuviera, como si la mente humana no pudiera soportar un pensamiento más sublime... Entonces siguió con la misma voz de pito: «... la piadosa y munificente fundadora de All Saints y de Leicester College». Pero su chef-d’oeuvre fue su enfático agradecimiento a «todos los doctores y a ambos Proctores» como si la antítesis numérica tuviera enorme fuerza gráfica y lanzara a tan excelentes personajes a un encantador tableau vivant.

Charles se divertía con todo esto pero hizo notar que siempre que había escuchado un sermón sin sacar nada de él, había sido por culpa suya. Y citó a su padre que, al preguntarle él por la calidad de un determinado sermón, le había dicho: «Mi querido Charles, todos los sermones son buenos». Palabras tan sencillas como ésas habían hecho asiento firme en su memoria.

Mientras tanto, habían bajado los dos por la prohibida High Street y ya cruzaban el puente de Magdalen cuando vieron al otro lado, delante de ellos, a un hombre alto, erguido, a quien Sheffield reconoció enseguida como a un Bachelor de Nun’s Hall, un pelmazo de primera. Iba con cap y toga, pero llevaba el paso de alguien que realmente pretendía salir al campo con esa pinta tan rara[24]. Llevaba el mismo camino que ellos, por lo que los dos procuraron mantenerse a sus espaldas. Pero avanzaron demasiado rápido y aquel demasiado lento para guardar la distancia. Es francamente difícil describir sensatamente a un pelma en una novela por la sencilla razón de que es un pelma. El relato debe intentar concentrar y un pelma lo que hace es desparramar. Solo a la larga se le descubre. Y entonces, sin duda, se le siente. Es opresivo, como el viento siroco que la gente del lugar reconoce al instante mientras que el de fuera no lo nota. Tenet occiditque[25]. Si le oyes hablar por primera vez, piensas que es agradable y hasta te parece que sabe bastantes cosas. Pero cuando ves que no acaba nunca o que te suelta siempre lo mismo cada vez que te topas con él, o que te tiene de pie hasta casi desfallecer, o que te engancha con la rapidez de un rayo en el preciso momento en que querías llegar puntual a algún asunto, o que –¡no falla!– te obstruye esa conversación verdaderamente interesante que estaba empezando a tomar cuerpo; entonces, no hay la menor duda, la verdad estalla escandalosamente ante ti, apparent dirae facies[26]: estás en las garras de un pelmazo. Tienes dos posibilidades: rendirte o huir, porque derrotarle es imposible. Por tanto, parece evidente que a un cargantón como éste no podemos sacarlo aquí porque entonces la novela se volvería tan insoportable como él mismo. Así que, lector, créeme, acepta sin más que este Bateman tan tieso es lo que te digo y dame las gracias por ahorrarte la prueba.

Sheffield le dirigió una cortés inclinación de cabeza y hubiera seguido adelante pero Bateman, como era de esperar, no lo consintió y se apoderó de él.

Bateman: ¿Queréis dar un vistazo a la preciosa capilla que estamos restaurando en el descampado? Es una joya, en el más puro estilo del siglo XIV. Estaba hecha una porquería, convertida en establo, pero hemos hecho una suscripción y la hemos devuelto a su verdadero uso[27].

Sheffield: Bueno..., es que nosotros vamos a Oxley. Eso nos apartaría de nuestro camino.

Bateman: Sí, pero muy poco. No llega a un tiro de piedra desde la carretera. No me hagáis este feo. Seguro que os gusta.

Y, sin más, pasó a contarles la historia de la capilla, lo que había sido, lo que podía haber sido, lo que no era y lo que sí era.

Bateman: Va a ser un verdadero ejemplo de capilla Católica[28]. Vamos a intentar que el obispo la dedique al Real Mártir[29] —¿por qué no podemos nosotros tener nuestro San Carlos, como los Católicos Romanos?— y será realmente hermoso oír por la tarde la campana tocando a vísperas, y su sonido descendiendo sobre el páramo sombrío, llueva o haga sol, en medio de todas las vicisitudes y azares de esta vida mortal.

Sheffield le preguntó qué feligreses esperaba reunir a esas horas.

Bateman: Ésa es una visión rastrera. Además, no tiene ninguna relevancia. En las iglesias verdaderamente católicas el número de fieles presentes no importa. El servicio religioso es para los que vienen, no para los que no vienen.

Sheffield: Bueno, entiendo que eso lo diga un católico romano porque se supone que sus sacerdotes ofrecen un sacrificio y eso puede hacerse tanto con fieles como sin ellos. Y además, los templos católicos a menudo se asientan sobre reliquias de mártires, o en el lugar de algún milagro a modo de memorial. Pero nuestros servicios religiosos son oración en común, «Common Prayer»[30], y ¿cómo se hace eso si no hay gente?

Bateman contestó que, aunque la gente de la universidad no pasara por allí, cosa que él esperaba que sí hicieran, por lo menos la campana sería un recordatorio cercano y lejano.

Sheffield: Ah, ya veo, al final pasará lo contrario de lo que acabas de decir: no es para los que vienen sino para los que no vienen. El público está fuera, no dentro. El asunto está fuera. Una vez vi la torre de una iglesia; desde la carretera parecía alta pero al acercarte veías que no era más que un muro bastante delgado, hecho para simular una torre y dar un aspecto imponente a la iglesia. Así que basta con que construyáis a toda prisa una pared como esa y ponerle arriba una campana.

Bateman: Hay otro motivo para restaurar la capilla, que no tiene que ver con los asistentes y es que ha sido capilla desde tiempo inmemorial y fue consagrada por nuestros antepasados, los católicos.

Sheffield replicó que ésa sería una buena razón para que conserváramos también la Misa, lo mismo que la capilla.

Bateman: ¡Pero si nosotros conservamos la Misa! La ofrecemos todos los domingos según el rito del Cipriano Inglés, como le llama el honrado Peter Heylin[31]. ¿Qué más quieres, hombre?

Si Sheffield entendió esto último o no, era algo que sobrepasaba a Charles: ¿Era la Misa Inglesa la «Common Prayer», el servicio de la Comunión, la Letanía, el sermón o alguna de sus partes? ¿O revelaban las palabras de Bateman que había clérigos que realmente decían la Misa papista una vez por semana? El significado exacto de las palabras de Bateman, sin embargo, se ha perdido para la posteridad, porque justo en ese momento llegaron a la puerta de la capilla. En tiempos había sido capilla de una casa de misericordia. Pero ahora, aunque había cerca una granja, parecía claro que con tan pocos fieles no hacía falta una iglesia en la zona. Al entrar Charles se quedó rezagado y le susurró a su amigo que no conocía a Bateman, al cual fue presentado inmediatamente: «Reding de St Saviour’s, Bateman de Nun’s Hall». Con esta ceremonia, a falta de agua bendita, penetraron en la capilla[32].

Era una edificación tan hermosa como les había descrito Bateman y con todos los detalles bien cuidados. Tenía un altar labrado en el mejor estilo, credencia, piscina, algo que parecía un sagrario y un par de hermosos candeleros de bronce[33]. Charles preguntó para qué servía la piscina —no sabía ni cómo se llamaba— y se le dijo que en las antiguas iglesias de Inglaterra siempre había una y que, por tanto, no podía haber auténtica restauración sin piscina. También preguntó por el significado de ese pequeño armario o nicho tan bien trabajado que había encima del altar. «Nuestras hermanas, las iglesias de obediencia romana siempre tuvieron un tabernáculo para reservar el pan consagrado». Se quedó callado Charles y Sheffield aprovechó para preguntar por las hornacinas. Bateman dijo que las imágenes de los santos estaban prohibidas pero que él y sus amigos, en estos asuntos, en fin, forzaban todo lo que podían. Por último, intrigado, Charles preguntó por los candeleros y le contestó Sheffield que, aunque el obispo era catolizante, Bateman y los suyos temían que pusiera objeciones al uso de cirios durante el servicio, al menos al principio; pero, bueno, lo que estaba claro era que los candeleros servían para sostener velas... Habiendo visto y admirado todo lo que había que ver y admirar, los dos amigos emprendieron de nuevo su paseo pero no pudieron librarse de una invitación para desayunar con Bateman en sus habitaciones de la calle Turl[34].

CAPÍTULO 3

Ninguno de los dos amigos tenían lo que llamaremos «opiniones particulares» en asuntos de religión. Con esa expresión no queremos decir que no hubieran adoptado una cierta línea, sino que —¿cómo iban a hacerlo a su edad?— ninguno de ellos se había preocupado de echar los cimientos intelectuales de sus creencias. Se podría hacer una distinción entre tener opiniones, hacer opiniones y no tener opinión ninguna. Cuando alguien se acerca por primera vez al mundo de la política o de la religión, se enfrenta a todo aquello como un ciego que de pronto recibiera la vista y se pusiera ante un paisaje. Tan lejana le parecería una cosa como otra: no hay perspectiva. La conexión de un hecho con otro, de una verdad con otra, el influjo de los hechos sobre las verdades y de las verdades sobre los hechos, quién precede a quién, qué puntos son primordiales y cuáles secundarios, todo eso los dos amigos tenían que aprenderlo todavía. Y ni siquiera eran conscientes de su propia ignorancia en ciencia tan nueva. Es más, para ellos el mundo de hoy no tiene contacto alguno con el mundo de ayer; el tiempo no es como una corriente, sino que se les aparece rotundo y estático como la luna. No saben lo que ocurrió hace diez años y mucho menos lo de hace cien. Para ellos el pasado no vive en el presente; los nombres no les dicen nada, ni las personas les traen recuerdo alguno. Puede que oigan hablar de gentes, cosas, proyectos, luchas, doctrinas, pero todo les pasa por delante, como el viento, sin dejar huella, sin impregnar. Nada crea hueco en sus mentes: no sitúan nada, no tienen sistema. Oyen y olvidan; como mucho, recuerdan haber oído algo pero no saben dónde. Y tampoco tienen solidez en su modo de razonar, y hoy discurren así y mañana de otra forma que tampoco es exactamente la contraria, sino al azar. Su línea de pensamiento se extravía, nada apunta a un fin determinado ni tiene un punto de partida sobre el que se asiente un juicio sobre los hombres y las cosas. Muchos hombres andan así durante toda su vida y llegan a ser unos eclesiásticos o políticos que dan pena. Y suerte si caen en buenas manos, se dejan guiar por ellas y se sitúan ventajosamente en el escalafón. Pero si no es ése el caso, van a la deriva actuando como Whigs sin ser Whigs, como Tories sin ser Tories, como Radicales o Conservadores sin ser ni Radicales ni Conservadores, como High Church, Low Church, Católicos o herejes, sin ser ninguna de esas cosas[35]. Todo según les coja o según les lleven las circunstancias. A veces, cuando se hiere el sentido de su propia importancia, se atrincheran en la idea de que eso prueba que son imparciales, desapasionados, moderados, que no son «hombres de partido»; cuando, en realidad, son esclavos sin remedio, pues en este mundo no hay otra fuerza que el compromiso con la razón ni otra libertad que sentirse cautivos de la verdad.

No era de esperar que Charles Reding, a sus veinte años, tuviera ideas muy definidas en cuanto a política o religión, pero ningún hombre inteligente se permite juzgar las cosas a la ligera. Más bien, por una especie de respeto hacia sí mismo se obliga a tomar una u otra regla, cierta o falsa. Y, como sabemos, Charles era muy afecto a la máxima de que se debe juzgar a la gente por lo que es y no por lo que no es. Deseaba querer a todo el mundo, ser amable con todos; se le había metido hasta el fondo aquello que leyó en un libro de poemas muy conocido:

Las almas cristianas,

decrépitas y manchadas por el polvo del pecado,

en su verdadero aspecto

relucen por el rocío del agua bautismal[36].

Le gustaba decirse por dentro cuando iba paseando y se topaba con un obrero o un jinete, un caballero o un mendigo: «Éste es un cristiano». Al tiempo de su llegada a Oxford sentía un entusiasmo tan ingenuo y cálido que rayaba en lo pueril. Veneraba hasta el terciopelo del Pro. También el sombrero con forma de cresta de gallo que iba delante del predicador atrajo su capacidad de admiración[37]. Sin ser un poeta, se encontraba en la sazón de la poesía, en una especie de dulce primavera, la época más bella del año porque todo es nuevo. Lo nuevo era bello para un alma tan abierta y alegre como la suya; y no solo por lo nuevo, que ya es un atractivo en sí mismo, sino porque cuando vemos las cosas por primera vez, las vemos en medio del tumulto que es elemento primordial de lo poético. A medida que el tiempo pasa y ordenamos y medimos las cosas —a medida que vamos formando nuestras «opiniones particulares»— avanzamos hacia la filosofía y la verdad, separándonos de la poesía.

Cuando era joven, iba yo caminando una vez desde Oxford hacia Newington un día de calor en verano... Un camino bastante aburrido, como recordará cualquiera que lo haya hecho alguna vez; y sin embargo, era nuevo para nosotros, y te aseguro, lector, lo creas o no y aunque te rías, que nos parecía en esa ocasión conmovedoramente hermoso. Y caía sobre nosotros una suave melancolía que se reproduce aún ahora cuando pienso en aquella jornada tan polvorienta y fatigosa. ¿Por qué? Porque los objetos eran nuevos y estaban llenos de misterio. Un árbol, o dos, allá a lo lejos, parecían el comienzo de un bosque o de un parque que se extendiera infinitamente. Una colina sugería la idea de un valle más allá, un valle con su propia historia, flamante. Los caminillos con sus setos verdes, barridos por el viento y desdibujándose, eran otro estímulo para la imaginación. Así fue mi primera caminata; pero cuando la repites unas cuantas veces, la mente se niega a trabajar, el paisaje deja de encantar, solo permanece la seca realidad; y terminamos pensando que es el camino más soso que hemos hecho en la vida.

Volviendo a lo nuestro, Reding era así. Pero Sheffield, que no tenía en realidad más opiniones formadas que Charles, tenía mayor gusto, en cambio, por andar a la caza de opiniones, con grave riesgo de hacer falsas presas. O sea, quería hacer opiniones pero en el mal sentido de la palabra. Intelectualmente no le satisfacían las cosas tal como se le presentaban; era crítico y se impacientaba por integrarlas en un sistema, llevaba los principios hasta sus últimas consecuencias, le gustaba discutir, en parte por el placer del mismo ejercicio, y en parte por puro aturdimiento. Pero nada le dejaba huella permanente.

Ninguno de los dos sentía especial interés por la controversia que se venía desarrollando en la universidad y fuera de ella sobre la High y la Low Church. Sheffield más bien la despreciaba y Charles encontraba de mal gusto hacerse notar en cualquier asunto. Un conocido de Eton le había pedido que le acompañara a oír a uno de los principales predicadores del grupo Católico y hasta se ofreció a presentárselo, pero Charles se había excusado. No le gustaba, dijo, mezclarse en cosas de partido. Había venido a Oxford para obtener su título y no para adoptar doctrinas ajenas. Pensaba que a su padre no le gustaría aquello. Y, además, que él sentía cierta repugnancia por esas ideas y por ese tipo de gente, pues creía que las autoridades de la universidad estaban en contra. No podía evitar que sus líderes le parecieran demagogos, y sentía un desdén sin límites por los demagogos. No veía por qué algunos clérigos, incluso muy respetables, tenían que dedicarse a reunir estudiantes con unos métodos, según le había llegado, que no le gustaban nada. Le repelía el tipo de seguidor que había conocido: eran muy lanzados, pisaban fuerte, hacían cosas extravagantes y abandonaban sus deberes en el collegepara dedicarse a asuntos que, en realidad, ni les iban ni les venían.

Este que acabo de hacer es un resumen bastante injusto de las personalidades más salientes de aquellos tiempos, pues ellos son aún hoy, clérigos o laicos, la fuerza de la Iglesia Anglicana. Pero en toda reunión de personas —lo dice Lord Bacon— flotan la paja y las mondas mientras que el oro y las joyas se hunden. O, mejor, la mayoría de los hombres tienen cosas preciosas y cosas sin valor: lo poco valioso está a la vista pero lo bueno reposa oculto en el fondo.

CAPÍTULO 4

Bateman era uno de esos hombres. Inteligente y bueno, pero también bastante absurdo, proporcionó a los dos amigos tema de conversación para su paseo:

—Ojalá hubiera menos bobadas en esa capilla —dijo Sheffield—. Se podrían llenar carretas enteras con tanto trasto y nadie los echaría de menos.

—Desde luego, chico, si te dejáramos —dijo Charles—, con tanto quitar, nos dejabas sin sitio para poner los pies. En algo hay que apoyarse y no hay más remedio que servirse de esas que llamas bobadas. Las pisamos pero nos sostienen.

—No lo veo así. Como si el bien pudiera seguirse de hacer el mal... No encuentro más que falacias en todas partes. Voy a St Mary[38] y allí me encuentro a señores aburriendo al público con unas banalidades descomunales dichas desde el púlpito con voz profunda o aguda, énfasis apacible y una mirada llena de intención. Como aquel que dio las Bampton hace poco[39], y que a propósito de la resurrección de la carne aseguró que «todos los intentos por volver a la vida un organismo inanimado por métodos naturales se han saldado, hasta la fecha, con la frustración». Vas al sitio ese donde se dan los Grados —la Convocation[40], creo— y te hartas de oír durante horas un montón de latinajos sin sentido, y a los Proctores deambulando de aquí para allá. Todo para preservar una especie de espíritu de los siglos pasados, mientras que lo que realmente hay que hacer podría terminarse en un cuarto de hora. Me encuentro con ese Bateman y me habla de piscinas sin agua, de hornacinas sin imágenes, de candeleros sin cirios y, ya el colmo, Misas sin Catolicismo. Hasta que uno piensa, con Shakespeare, que «el mundo es un teatro». Y si lees a otros teólogos te dicen que hay que poner crucifijos en los caminos para excitar los sentimientos religiosos de la gente.

—Me parece que estás siendo muy duro. Tú eliminarías toda manifestación exterior. Eres como ese personaje de Edgeworth[41] que se tapa los oídos para no oír la música y poderse reír de los que bailan.

—¿Y a qué música estoy yo tapándome los oídos?

—Al sentido de esos actos: el sentimiento piadoso que acompaña la mirada a la imagen, eso es la música.

—Eso será para los que tienen esa intención piadosa, claro; pero llenar Inglaterra de imágenes para suscitar sentimientos religiosos es como bailar y esperar que empiece a sonar música.

—Eres demasiado duro con Inglaterra. Nosotros somos un pueblo religioso.

—Lo diré de otra manera. ¿Te gusta la música?

—Deberías saberlo —dijo Charles—, tú que te has tragado mis tabarrones con el violín.