Sermones parroquiales / 8 - John Henry Newman - E-Book

Sermones parroquiales / 8 E-Book

John Henry Newman

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Al igual que en el tomo anterior, los 18 textos reunidos en este último volumen de los Sermones parroquiales no formaron parte de la primera edición de 1842, previa a la conversión de Newman al catolicismo, sino que fueron incluidos en la reedición de 1968. Al ser reeditados el propio Newman pudo comprobar, con gran alegría, que podía suscribir como sacerdote católico todo lo que había predicado como clérigo anglicano. Los sermones de este volumen abarcan diversas épocas y temáticas, aunque únicamente cuatro de ellos son posteriores al decisivo verano de 1839, en el que Newman tuvo la visión intelectual de que "después de todo, Roma tiene razón". Siendo los asunto de los que tratan muy variados --la conciencia, la verdad, la primacía de lo sobrenatural frente a la mundanidad, los milagros y la fe, el pecado, la conversión-- el tema más recurrente es el de la obediencia, pudiendo ser interpretados algunos de los sermones dedicados a ella en clave biográfica.

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Retrato de John Henry Newman pintado por Sir William Charles Ross en el año de su conversión, 1845.

JOHN HENRY NEWMAN

Sermones parroquiales/8

(Parochial and Plain Sermons)

Traducción de VÍCTOR GARCÍA RUIZ

Título original

Parochial and Plain Sermons

© 2015

Ediciones Encuentro, S.A., Madrid

© de la Introducción Víctor García Ruiz

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-334-3

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid

Tel. 915 322 607

www.edicionesencuentro.com

To Anna and Alan,

for their unfailing kindness and hospitality,

with gratitude and affection,

this volume is dedicated

—as John Henry Newman would put it.

TIME IS SHORT, ETERNITY IS LONG

Hasta ahora, las introducciones a estos Sermones han tenido un sesgo vagamente biográfico, a medida que iban pasando los años y los tomos —los años del Newman anglicano y los tomos de sus sermones en castellano. Ahora que hemos llegado al último de los ocho volúmenes, no parece el mejor momento para cambiar de línea; lo cual nos sitúa en los años que van entre el último sermón que predicó como pastor anglicano en septiembre de 1843, titulado «Separarse de los amigos», y el 9 de octubre de 1845, día de su recepción en la Iglesia Católica Romana.

La situación interior de Newman en ese tiempo es un tanto paradójica. Por un lado, la seguridad de su convicción intelectual respecto a la Iglesia Romana es cada vez más sólida; pero, por otro, no termina de estar seguro de que Dios le esté pidiendo a él que dé el paso hacia Roma, por motivos que se verán. La mejor manera de indagar en su estado interior es recorrer su correspondencia entre mediados del 43 y octubre del 45, de impresionante volumen, y sus anotaciones personales. Por ejemplo, el 4 de mayo de 1844 redacta un pequeño memorandum privado: «1. Más seguro estoy de que nosotros estamos en situación de cisma que de que el Credo de Pío IX no sea un desarrollo que parte de la doctrina primitiva. 2. Estoy mucho más seguro de que nosotros hemos quitado cosas a la Fe, que de que Roma las haya añadido. Por otro lado: 1. Implica una responsabilidad mayor cambiarse a una nueva comunión que permanecer donde le pusieron a uno. 2. Hay que tener una prueba clara y que pese más que la certeza de la pena tremenda que ocasionaría a otros. 3. No debe guiarse uno por su juicio privado, sino con otros» (LD 10, 225).

Su admirado John Keble, antiguo fellow de Oriel y vicario ahora en el apacible pueblo de Hursley, seguía siendo algo así como su director espiritual, la persona a quien Newman confiaba su intimidad. Ya en enero le había escrito: «a veces tengo el incómodo sentimiento de que no me gustaría morir en la Iglesia de Inglaterra» (LD 10, 103). Ahora, poco después del memorandum, el 8 de junio del 44, le escribe una larga carta venciendo «una gran repugnancia, porque la carta trata sobre mí —por no decir que escribir con letra intelegible hace que me duela la mano. Pero debo darte a conocer mi estado interior». Se remonta esta vez a la infancia, en una especie de confesión general: «He pensado mucho últimamente en las palabras de la oración de la mañana del obispo Andrewes: “No desprecies la obra de Tus propias manos” […] dirigidas a cada una de las personas de la Santísima Trinidad. […] Miro hacia atrás a los años pasados, o mejor, toda mi vida desde que era un chico, y digo: “¿A esto he llegado? ¿Se ha olvidado Dios de dar su gracia? ¿Me ha estado llevando tan lejos para luego rechazarme?”». Evoca a continuación: cuando «era un chico de quince años y llevaba una vida de pecado, y tenía una conciencia muy negra y un espíritu muy mundano, Dios en su misericordia me tocó el corazón; y a pesar de innumerables pecados, no Le he abandonado desde entonces, ni Él a mí […]. Cuando vine a vivir a Trinity, el verso de los salmos que más llevaba en el corazón y en los labios era “Tú me guiarás con tu consejo”. A través de innumerables pruebas Él me ha llevado adelante con seguridad y con felicidad, en conjunto. ¿Por qué va a dejarme ahora a ciegas? De sobra he hecho yo cosas para irritar a Dios, lo sé; pero ¿lo hará Él?». Entre los 19 y los 27 años Newman se siente, en palabras de Job, «obra de sus manos», porque «repetidamente y de maneras distintas me castigó y, al final, para destetarme del mundo, me quitó a una hermana querida; y justo en ese mismo momento Él me dio amigos queridos para que me enseñaran Sus caminos más perfectamente»; uno de esos amigos era, por supuesto, el propio Keble. Recuerda entonces su viaje al Mediterráneo en 1833. Dios había seguido «preparándome», pero fue entonces, al ir a Sicilia a solas, cuando «tuve la convicción de que Él me quería para llevar a cabo un propósito determinado». Durante ese viaje Newman contrajo unas fiebres y estuvo a punto de morir, pero en medio de su debilidad y de sus lágrimas le repetía a su asombrado criado que no había «pecado contra la luz» y que Dios tenía un trabajo para él. «Y en cuanto llegué a Inglaterra, el primer domingo después de llegar (14 de julio), tú predicaste tu sermón sobre la apostasía nacional, que fue el inicio del movimiento». [1]

Hasta este momento Newman ha considerado su pasado a la luz de la Providencia de Dios. Para alguien con fe no es difícil ver la mano de Dios en el pasado. El problema, para Newman y para todos, es descubrirla en el presente y en el futuro:

Ahora [prosigue su carta a Keble], después de once años, ¿cuál es mi situación? Pues que durante los últimos (casi) 5 años, he tenido una impresión profunda, que a menudo llega a ser una convicción habitual —al principio, durante un tiempo, latente, pero muy activa ahora durante los últimos dos años y medio, y que se vuelve cada vez más urgente e imperativa—, de quela Comunión Romana es la única Iglesia verdadera. Esta convicción se impuso sobre mí leyendo a los Padres de la Iglesia, y procedente de los Padres; los estaba leyendo teológicamente [el verano de 1839], no eclesiásticamente, en esa línea de trabajo concreta, las herejías de la antigüedad, a la que circunstancias ajenas a mí me habían llevado hace catorce años, antes de que empezara el movimiento.

Le cuenta a su amigo que solo se lo dijo a dos personas que tenía cerca y que se propuso «resistirse a esa impresión»; que escribió cosas en contra de ella y que no es consciente de haber cedido. Que desde entonces ha intentado llevar una vida más austera, que las Cuaresmas las ha pasado monásticamente en Littlemore, y que casi no se ha movido de allí en los últimos dos años. Y además, se ha esforzado positivamente en frenar a los que quieren pasarse a Roma. ¿Por qué, pues, la Providencia ha respondido a mis oraciones en estos temas y «no cuando he rezado pidiendo luces y guía?». El análisis que mejor refleja la situación de Newman en junio del 44 es quizá este párrafo de la carta:

Así pues, lo que puedo decir es que todos los incentivos y las tentaciones son seguir callado y no hacer movimiento alguno. Perder a los amigos, ¡qué mal tan grande! Perder la posición, el nombre, la estima ajena ¡qué manera de hacer el tonto!, ¡qué triunfo para los otros! No es motivo de orgullo desdecirme de lo que he dicho, echar abajo lo que he intentado construir. Y además, lo que es para mí como si me metieran un taladro, la perturbación interior que el cambio mío causaría a tantos; dejarlos a la deriva, hacerles perder tanto la estabilidad religiosa como el consuelo; la tentación a la que muchos se verían arrastrados de escepticismo, indiferencia e incluso de perder la fe. (LD 10, 262)

El peso de esta responsabilidad suya hacia los que le han seguido de una u otra forma, es tan agobiante que confiesa a Keble que «a veces me siento incómodo yo mismo; un temperamento escéptico y que tiende a dejar pasar las cosas, no es cosa del todo ajena a mi modo de ser, y quizá tenga que sufrir caer en ello de nuevo, como castigo».

Termina su carta con la gran pregunta aún sin responder: «¿Qué quiere Dios de mí? El tiempo de las discusiones intelectuales ha pasado ya. Llevo mucho tiempo asentado en una única convicción, que parece reforzarse a cada nueva idea. Cuando coincido con personas que piensan de otra manera, la tentación de callar es más fuerte, muy fuerte; pero no creo que esa convicción se vea alterada en lo más mínimo. Así que termino como empecé: ¿me estoy engañando, me he entregado a creer en una mentira? […] Pero si es así, ¿es posible que Dios misericordioso no quiera que yo me dé cuenta y me libre? ¿Me ha guiado hasta tan lejos para destruirme en el desierto? Tengo verdadero miedo a las consecuencias si algún amigo íntimo se uniera a la Iglesia de Roma. ¿No sentiría yo que era imposible desobedecer lo que parecería una advertencia dirigida a mí, cualesquiera que fueran las pruebas y el sufrimiento interior que llevaran consigo?» (LD 10, 259-63; la cursiva es mía).

A esos amigos y seguidores que tanto atenazaban su conciencia escribirá en estos años muchas otras cartas, aunque no tan íntimas y dramáticas como esta a Keble, que contiene en realidad una auténtica y concentrada autobiografía espiritual; que yo sepa, la primera que Newman compuso, un poco sin darse cuenta, a diferencia de sus otras dos bien conocidas autobiografías, la novela Perder y ganar (1847) y, sobre todo, Apologia pro vita sua (1865), uno de los textos canónicos del género autobiográfico moderno.

Newman apelaba a la Providencia. Es fácil pensar que Newman sentiría manifestarse la voluntad de Dios en los acontecimientos de esos meses, grandes y pequeños. Entre los grandes, la muerte de su amigo más antiguo, John William Bowden, evidente ya en el verano de 1844. Newman se tomaba la no pequeña molestia de ir los miércoles a Roehampton, cerca de Londres, para darle la Comunión a su amigo y se volvía al día siguiente a Littlemore. Bowden murió finalmente el 15 de septiembre, en su casa de 17 Grosvenor Place en Londres. Newman lloró amargamente sobre su ataúd, «al pensar que me dejaba aún a oscuras acerca de cuál era el camino de la verdad, y acerca de lo que tenía yo que hacer para agradar a Dios y cumplir Su voluntad» (LD 10, xxiv).

Otro acontecimiento, notable por su repercusión pública, fue la condena por la Universidad de Oxford de un polémico libro. A lo largo de sus 601 páginas, el libro, Ideal of a Christian Church (1844), negaba con vehemencia que la Iglesia Anglicana fuera una verdadera Iglesia y con la misma violencia afirmaba que solo la Iglesia Romana era la Iglesia católica. La Universidad tomó cartas en el asunto porque su autor, William G. Ward (1812-1882) no solo era un hombre de Oxford sino fellow de Balliol College, y decidió proponer que se condenara oficialmente el libro y se despojara al autor de sus títulos oxonienses. El estilo y el tono de Ward eran absolutamente contrarios al tono y al estilo de Newman, normalmente discretos y comedidos, pero un grupo de evangélicos quiso aprovechar la polvareda para atacar al viejo enemigo. Como las autoridades en Oxford eran por entonces de tendencia evangélica, ese grupo propuso y logró meter en el mismo saco el libro de Ward y el Tracto 90 que Newman había publicado cuatro años antes. La reunión formal del órgano competente —la Convocation— tuvo lugar el 1 de febrero de 1845. El ambiente en la universidad era de dramatismo extremo, subrayado por una de las nevadas más fuertes de que se guardaba noticia. El libro de Ward fue condenado por una amplia mayoría. La mayoría fue menor a la hora de despojarle de su grado de Master. Se anunció la tercera de la propuestas: la censura formal del Tracto 90. Inmediatamente los dos Proctores se pusieron en pie y ejercieron su derecho al veto. Sin mediar palabra, el Vicecanciller abandonó la sala. Fuera, los estudiantes vitorearon a Ward al tiempo que silbaban al Vicecanciller y lo tundían a bolazos de nieve. No era fácil darse cuenta en el momento, pero ese día el Movimiento de Oxford había dejado de ser algo vivo.

Entre los acontecimientos grandes en que Newman vio actuar la Providencia quiero incluir la publicación, póstuma, de la autobiografía del ex-sacerdote español José Blanco-White (1775-1841) a mediados de 1845. El libro le pareció a Newman «el más horrible y deprimente que he visto jamás» porque ratificaba trágicamente su intuición de que, a la larga, no existe una posición intermedia entre la Iglesia católica y el escepticismo. [2] En carta monográfica sobre el tema (27 abril 1845) le dice a su charissime amigo Henry Wilberforce que Blanco «muere panteísta, niega que haya un Dios más allá de este mundo, […] duda, por decir lo menos, de la inmortalidad personal del alma, […] y considera que las epístolas de san Pablo están tomadas de la filosofía estoica. En cuanto al Cristianismo, parece estar del todo de acuerdo con Strauss [en que los apóstoles mitificaron y deificaron a Jesús] y rechaza los evangelios como documentos históricos». Se asombra Newman de que, con semejante pensamiento, el editor de Blanco lo considere a este «en sus últimos momentos un Confesor; confesor ¿de qué? No de una opinión, ni de una creencia, sino de la búsqueda de la verdad; siempre yendo de un lado a otro, y cambiando; y por tanto grande». Los unitarios como Blanco «realmente creen que no pasa nada por ser ateo, mientras lo seas sinceramente, y no vayas por ahí cortando el cuello a la gente y robándoles la bolsa».

Newman confía a su amigo las repercusiones sobre él del caso Blanco. El libro «muestra más y más que uno conoce cómo está el patio en este país […] cuando una persona siente que no puede permanecer donde está, y tiene el terrible sentimiento de que irá hacia atrás si no se decide a ir hacia delante, entonces, casos como el de Blanco aumentan ese miedo». Se refiere concretamente a que «durante años he tenido una convicción intelectual creciente de que no hay un terreno intermedio entre el panteísmo y la iglesia de Roma». Y añade algo que ya sabemos: «Si fuera solo cuestión de convencimiento intelectual, yo no estaría ahora donde estoy», todavía en la Iglesia anglicana.

A continuación aborda el factor moral de la conversión: si esto ocurre con Blanco, un hombre sincero y honesto, «¿por qué mi caso va a ser distinto? Veo a Blanco White que se equivoca, pero es sincero. A Arnold que se equivoca, pero es sincero. Pero a mí ellos no me producen la menor perplejidad. Puedo poner el dedo en este o aquel punto de su modo de ser y decir: aquí estaba el fallo. Pero ellos no lo sabían; y por eso pienso: ¿cómo sé yo que no tengo también mis puntos flacos que me hacen pensar como pienso? ¿Cómo estar seguro de que no he cometido pecados que me traen, como castigo, esta falta de paz interior? Como comprenderás, esto es para mí un gran tormento».

Pero hay también un lado profundamente emocional. Que aquel antiguo amigo le recordara con afecto —Blanco-White y Newman fueron durante un tiempo colegas en Oriel y tocaban juntos el violín— resucita para él un Yo en el que apenas se reconoce, un Yo que contrasta con el Yo del presente: «I, this old dry chip who am worthless [este desperdicio viejo y seco que soy yo, y que nada vale] […] No había pensado yo en todo esto, desde luego. Me viene ahora como algo nuevo, por contraste con lo que Blanco White dice de mí, que es como una luz que muestra la oscuridad anterior. Me digo a mí mismo: ¿es posible?, ¿era yo eso? Y enseguida se imponen otros sentimientos: seacabó. Mi primavera, mi verano, se han terminado. Y ¿en qué ha quedado todo? […] Ahora todo está ido y acabado, y no se puede rectificar, ni recuperar nada […] Y sin embargo, charissime, no creo que se mezcle en esos sentimientos nada de ambición o de anhelo […] Más bien, pienso en ello como una cuestión de justicia; y con una especie de ternura hacia mi antiguo yo, que ya no existe».

La carta termina con un toque de serenidad: «¡Qué horrible es tener que actuar en asuntos importantes estando tan en la oscuridad! Sin embargo, yo que tanto he predicado sobre el deber de seguir adelante en la noche siempre que Dios llame, soy la última persona con derecho a quejarse» (LD 10, 639-42).

De los acontecimientos providenciales pequeños espigaré tres. El primero es el consejo emanado del desayuno, en junio del 45, de algunos bienintencionados —entre ellos el futuro arzobispo de Westminster, Henry Edward Manning— en casa de William E. Gladstone, el futuro y cuatro veces primer ministro de Su Majestad. Los reunidos acordaron escribir a sus íntimos, Keble y Pusey, para que hicieran ver a Newman la conveniencia de irse al continente para dar el paso. Todo un síntoma del estruendo de la rumorología y la opinión pública a esas alturas. Y de que lo daban por hecho. Pero Newman se negó. «Algunos amigos quieren que me una a Roma fuera; pero eso supondría encubrir las verdaderas razones, tergiversarme a mí mismo, consentir en falsas ideas acerca de ese paso y poner los cimientos para futuras incoherencias y decepciones. Si la Iglesia de Inglaterra es la autoridad legal aquí, ¿por qué dejarla? Y si no, ¿por qué irse fuera?» (LD 10, 714).

Al día siguiente, 26 de junio, se presentó en Littlemore un enviado del impaciente Nicholas Wiseman (1802-1865), cabeza visible de la Iglesia católica en Inglaterra. Él, claro está, recibía los rumores con expectativas absolutamente opuestas a las de Gladstone y sus compañeros de mesa. Newman recibió con frialdad al enviado, antiguo habitante de la casa de Littlemore y reciente converso, llamado Bernard Smith, le invitó a cenar, desapareció y lo dejó cotilleando con los demás. Newman sabía perfectamente quién lo enviaba y para qué. Por eso al final del día se presentó con pantalones grises. Cuando Wiseman, ardiente y sevillano como Blanco-White, oyó lo de los pantalones, le supo a poco. Pero Smith le aseguró: «Sabía que usted no le daría importancia a eso, pero yo lo conozco bien y sé lo que significa. [3] Vendrá, y vendrá pronto» (Ward 427-29; cita 429). Newman, por su parte, registró en su dietario para el jueves 26 de junio del 45, entre otras cosas, «Bernard Smith estuvo de visita».

El último de los pequeños sucesos también contiene dimensiones simbólicas, pero de más categoría: en julio del 45 murió Elizabeth Lenthall, [4] una mujer, seguramente enferma, a la que había estado llevando el Sacramento desde septiembre del 43 en que dimitió como párroco de la iglesia de Santa María en Oxford. Newman ya no predicaba, pero vemos que sí se sentía todavía atado por ciertos compromisos pastorales. En su diario del lunes 28 de julio escribe: «fui a Oxford con Copeland para asistir al funeral de la señorita Lenthall; asistí al servicio de la tarde en Saint Mary’s (la última vezque estuve en Saint Mary’s)»; esto último lo añade años más tarde. Su camino de salida del anglicanismo fue muy, muy gradual.

En alguna ocasión confesó Newman que durante, estos meses de espera previos a su ingreso en la Iglesia católica, no se atrevía a montar a caballo y tampoco iba a bañarse en el río, por miedo a morir en un accidente (Wolff 56). [5] No obstante, el factor que terminó de precipitar el desenlace de esta lenta agonía fue más bien de tipo intelectual: la redacción de su Essay on the Development of Christian Doctrine[Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana]. La idea del desarrollo doctrinal venía de lejos, por lo menos desde 1836, y quizá de antes, cuando andaba metido en su libro sobre Los arrianos del siglo iv (1832); pero no fue capaz de aclararse y adelantar algo parecido a una teoría hasta febrero del 1843. Que eso fue su último sermón universitario, titulado The Theory of Developments in Religious Doctrine. En el Essay Newman rehace la teoría y la lleva hasta sus últimas consecuencias, intelectuales y morales. La cuestión de fondo es cómo explicar la evidente diferencia entre las enseñanzas de Roma en el siglo xix y las de la Iglesia primitiva. Para resolver esa dificultad hace falta una hipótesis y la hipótesis es que lo que los protestantes consideran corrupciones romanas (los siete sacramentos, la Transubstanciación eucarística, el culto a la Virgen, el papado, la doctrina del purgatorio, la intercesión de los santos) son, en realidad, desarrollos legítimos y auténticos. Que no todo cambio es válido queda demostrado en la historia de las herejías. El desarrollo doctrinal tiene sus normas y su naturaleza propias, que Newman resume en siete principios: preservación del tipo, continuidad de los principios, poder de asimilación, anticipación temprana, secuencia lógica, lo que llama «adiciones preservativas», y continuidad en el tiempo. En suma, si Roma ha continuado siendo la misma ahora que en los tiempos apostólicos es, precisamente, por su capacidad para cambiar bajo la guía del Espíritu Santo; por ser un cuerpo vivo. Para algunos, el Essay es la pareja teológica de On the Origin of Species y anterior en diez años al famoso libro de Darwin (Ker 300). Es decir, Roma es la única Iglesia católica por la mismas razones por las que de las gacelas no salen elefantes. En cuanto a la influencia de esta teoría sobre la conducta de Newman, Gilley ha escrito con justicia: «La acción del Espíritu nunca le ha faltado a la Iglesia, lo mismo que no le ha faltado a él [Newman] cuando proyectaba su propia personal capacidad para la vida y el crecimiento al conjunto de la historia cristiana» (12). [6]

Desde principios del año 45 Newman trabajó mucho en el libro, y se quejaba en alguna carta de que, viviendo en Littlemore, solo podía dedicarle 6 o 7 horas al día, mientras que en otros tiempos, cuando vivía en Oriel, llegó a no dormir durante una semana (LD 10, 696). Pero sacaba tiempo para hablar del libro en su correspondencia. A un antiguo amigo del colegio, Richard Westmacott, le decía que «es moralmente seguro que me uniré a la Iglesia católica romana». La explicación subsiguiente supone un buen resumen del Essay de mano del propio Newman:

Mi convencimiento no tiene nada que ver con acontecimientos actuales. Se funda en mi estudio de la historia de la iglesia primitiva. Creo que la iglesia de Roma es, en todos los aspectos, la continuación de la iglesia primitiva. Creo que Roma es la iglesia primitiva en los tiempos actuales, y la iglesia primitiva es Roma en los tiempos actuales. Difieren en doctrina y disciplina lo mismo que difieren un niño y un hombre adulto, no de otra manera. No veo ningún camino intermedio entre repudiar el Cristianismo y tomar la Iglesia de Roma […] Te digo honradamente que no puedo limitarme a creer solo lo que nuestros reformadores, sacándoselo de su propio cerebro, decidieron que tenemos que creer. Yo tengo que creer o menos o más. Si el Cristianismo es uno y el mismo en todos los tiempos, entonces yo tengo que creer no en lo que los Reformadores dejaron después de tallar el Cristianismo a su gusto, sino en lo que enseña la Iglesia Católica. (LD 10, 729)

El 25 de septiembre escribió palabras aún más inequívocas: «No solo no tengo ninguna duda en absoluto, sino que mi convicción se ha ido incrementando continuamente y tengo ahora una certeza sobre el tema que es más grande que nunca. Para mi razón es tan claro como el día que nosotros no somos parte de la gran comunión Católica que establecieron los apóstoles» (LD 10, 766). Newman había pasado del asentimiento nocional al asentimiento real, de la mera certeza a la certeza absoluta. Muchos años más tarde escribiría en la Gramática del asentimiento: «Si la certeza en algún asunto es la terminación de toda duda o temor acerca de su verdad, y una adhesión consciente e incondicional, entonces lleva consigo una seguridad interior, fuerte aunque implícita, de que esa certeza nunca fallará» (221; la traducción es mía).

Por entonces debió de redactar este maravilloso cierre a un libro, el Essay, que quedó inconcluso: [7]

And now, dear reader, time is short, eternity is long. No apartes de ti lo que has encontrado en este libro; no lo veas como una cuestión de pura controversia religiosa; no te empeñes en rechazarlo, no busques la mejor manera de refutarlo; no te engañes pensando que todo procede de un desengaño, o del disgusto, o que es pura zozobra, o resentimiento, o cualquier otra debilidad. No te refugies en el recuerdo del pasado, no hagas verdad lo que quieres que sea verdad, no acaricies ni idolatres las cosas que has amado. [8] Time is short, eternity is long.

Con su especial capacidad para que la Escritura responda plenamente al momento actual, añadió:

NUNC DIMITTIS SERVUM TUUM DOMINE,

SECUNDUM VERBUM TUUM IN PACE

QUIA VIDERUNT OCULI MEI SALUTARE TUUM

Pero Newman quería obedecer la voz de Dios, no tomar él una decisión. Por eso solo dio el paso cuando vio acumularse ante él una serie de circunstancias en las que pudo reconocer «lo que parecía una llamada exterior a la cual yo podía mostrar obediencia» (LD 11, 7). Esas circunstancias, la llamada, fueron, como él mismo detallaba a la mujer de su gran amigo William Froude: que había decidido publicar el Ensayo sobre el desarrollo dejándolo sin terminar; que la impresión del libro se estaba retrasando; que algunos amigos le habían escrito pidiéndole que no diera el paso ni durante el próximo Adviento ni durante la Navidad; y, por último, que dentro de pocos días iba a pasar por Oxford un pasionista italiano, el hoy beato fray Domingo Barberi (1792-1849).

La Iglesia católica celebra la memoria del beato Newman el 9 de octubre, porque ese día de 1845 fue finalmente recibido en «el único verdadero rebaño del Redentor». [9] La escena expresa bien la obediencia y la humildad que tanto predicó Newman: el intelectual, la luminaria de la Iglesia de Inglaterra, a los pies de un sencillo sacerdote, completamente empapado por la lluvia, que no dominaba el idioma y representaba, en cambio, un credo profundamente aborrecido en el país más poderoso de la tierra.

La Misa fue el gran descubrimiento del Newman católico, que conocía personalmente a muy pocos católicos y no tenía entre ellos ningún amigo; y como grupo, más bien le desagradaban. Con todos sus prejuicios antirromanos bien en pie, Newman había entrado en solo unas pocas iglesias católicas durante su único viaje al extranjero en 1833 y, por supuesto, no había asistido a ningún acto de culto católico. La impresión es que la Eucaristía le entusiasmó, le hizo sentirse anclado en lo real, en un «external objective substantial creed and worship [un credo y un culto externos, objetivos y reales]»; algo bien distinto de «una mera opinión, de la que uno no sabe si el vecino de al lado piensa lo mismo o no» (LD 12, 168). «Yo no he sabido lo que es dar culto a Dios, como un hecho objetivo, hasta llegar a la Iglesia católica» (cito por Ker 324).

La absoluta paz de su fe católica la recreó pocos años después en su novela autobiográfica, Perder y ganar (1847): «Era como esa quietud que se hace casi sólida en los oídos cuando desaparece la última vibración de una campana que ha estado repicando mucho rato» (353). En Apologia pro Vita Sua (1865), la comparación es con la sensación de llegar a puerto después de una galerna; «y mi felicidad por haber encontrado la paz ha permanecido sin la menor alteración hasta el momento presente» (276).

Tienen mucha razón los editores franceses de los Sermones al poner este volumen octavo bajo la idea de la Obediencia cristiana. Obedecer la voz de Dios es precisamente lo que quiso hacer Newman, en especial durante los últimos años de su vida en la Iglesia anglicana. Es también lo que su hermano Francis no podía entender; por eso le propuso que, en vez de unirse a Roma, organizara una Iglesia Libre Anglo-episcopal con sucesión apostólica procedente de Nueva York o de Escocia. (LD 10, 744-45). Como escribió John Henry, «que yo estuviera planteándome lo que es Verdad y lo que es Falso, jamás se le pasó por la cabeza» (LD 10, xxxi). [10]

Los 18 sermones aquí reunidos, al igual que los otros 18 del tomo séptimo, no formaban parte de los Parochial Sermons (6 vols.) publicados entre 1834 y 1842. Esos dos volúmenes extra fueron añadidos en 1868 por Newman, ya católico, cuando William J. Copeland (1804-1885), su antiguo coadjutor en Saint Mary’s y en Littlemore, quiso reeditar los sermones anglicanos de su gran amigo. Para Newman fue una alegría comprobar que como sacerdote católico podía suscribir absolutamente todo lo que había predicado como clérigo anglicano. Los 36 sermones añadidos habían sido la contribución de Newman a la serie de los Plain Sermons, by contributors to the Tracts for the times (10 vols.); concretamente fueron el tomo quinto, que se publicó en 1843. Al republicarlos en 1868, los distribuyó en dos tomos. Así pues, los Parochial, unidos a sus Plain, forman los Parochial and Plain Sermons.

Las fechas de predicación de los 18 sermones de este último tomo nos dicen que la gran mayoría son antiguos (ocho de 1830-1832) o muy antiguos (dos de 1825, predicados en su etapa de curate en Saint Clement’s). Solo cuatro son posteriores al decisivo verano de 1839, cuando al estudiar la controversia monofisita, tuvo Newman la visión intelectual, una especie de relámpago, de que, «después de todo, Roma tiene razón».

Y en efecto, aunque los asuntos son dispersos, la obediencia es tema recurrente. Para quien conozca la situación interior de Newman, el sermón «La prueba de Saúl» resulta conmovedor porque admite una sublectura en clave biográfica. El predicador habla de esperar, de confiar en Dios, de tener paciencia antes de pensar en otras comuniones con más «privilegios» —creo que quiere decir «con más sacramentos»— [11] que aquella en la que Dios providente lo ha puesto a uno. Predicado en julio del 41, la advertencia se dirige a los impacientes por dar el paso a Roma: no seáis como Saúl, esperad al profeta, Dios te está probando, ¡obedeced! «Que Dios nos dé la gracia de contarnos entre los que desean conocer la voluntad de Dios con sinceridad, y cumplirla hasta el último detalle en que les es dado conocerla».

«La curiosidad, una tentación para el pecado» es una obra maestra de indagación sicológica y de finura autobiográfica; porque, una vez más, con discreción, Newman nos está hablando de sí mismo, de su experiencia de cristiano: «así, siendo fácil evitar el pecado al principio, resulta a la larga imposible, humanamente».

El sermón 6, sobre la relación de los milagros y la fe, contiene una tesis provocadora: «la cuestión no es que los israelitas fueran de corazón más duro que otros pueblos, sino que una religión con milagros no es mucho más poderosa que otras religiones». «Dios no deja de hacernos advertencias aunque no nos dé milagros, y si esas cosas que nos suceden no nos mueven y llevan a la conversión, lo más probable es que, como los judíos, tampoco los milagros nos conviertan». El de los milagros es un tema muy del siglo xix y Newman lo aborda con cierto racionalismo cristiano: si no reconoces los milagros que ya tienes ante los ojos, los ordinarios, no esperes ningún otro. «Si no amamos a Dios es porque no hemos querido amarle, porque no lo hemos intentado, porque no se lo hemos pedido en la oración […] solo el amor de Dios puede hacernos creer en Él u obedecerle». De nuevo, la obediencia.

En «Josías, modelo para el que no sabe», se habla del pecado contra la luz, un motivo que reaparece con fuerza arrolladora en la vida de Newman tres años más tarde, cuando estuvo a punto de morir en Sicilia. En realidad, este de 1830 es un sermón sobre la Conciencia, esa voz natural que obliga al hombre no maleado. Josías se puso en camino sin saber adónde iba, la misma experiencia que Newman vierte en su famoso poema «Lead, Kindly Light».

«Aguantar la desaprobación del mundo» combina un tema muy newmaniano, la primacía de lo sobrenatural, del mundo invisible, con su experiencia personal como clérigo, al parecer, no demasiado grata en la sociedad pre-victoriana. Newman se ve a sí mismo y sus actividades: «Todo en un clérigo es un aviso del más allá para los hombres, o debería serlo; un aviso de la muerte y del juicio, del cielo y del infierno. Su mismo modo de vestir es un memento. No viste como los demás. Sus ropas son un memento. Su manera de hablar es más grave que la de los demás. Sus deberes son también un memento. Se le ve en la iglesia recitando oraciones, bautizando, predicando; o se le ve enseñando la doctrina a los niños, se le ve haciendo obras de caridad, se le ve estudiando. Su vida está dedicada a asuntos que no se ven». Y un motivo que sabemos que le era muy querido: «Todo lo que hace [el clérigo] tiende a recordar a los hombres que el tiempo es corto, que la muerte llegará sin falta, que la eternidad es larga». ¿Por qué se maltrata a los ministros de Cristo? «Por esta simple y breve razón: porque son mensajeros de Dios».

A algunos entusiastas de Newman les gustaba referirse a su «misterio». Pero su único misterio consistía en que «las cosas de este mundo le importaban un comino» (LD 11, xvii, n. 1). El desprecio de la mundanidad es en buena medida el tema del sermón titulado «Dar gloria a Dios en los afanes del mundo». Al mismo tiempo, es una espléndida valoración de lo ordinario y del trabajo como camino para descubrir a Cristo, «como a través de un sacramento».

«La vanidad de la gloria humana» insiste en la antimundanidad, tomando pie de Simón y Judas, dos apóstoles de los que se sabe muy poco, y con la vista puesta, creo, en el auge de la prensa escrita, la celebridad, la fama. ¿Por que perseguir la estimación de los que uno no conoce ni conocerá nunca?

En «La verdad se esconde si no se busca» el tema es la Verdad, nada menos. La indiferencia por la verdad religiosa, el liberalismo religioso, escandaliza a Newman en este sermón de 1830, lo mismo que en 1879, en su Biglietto Speech, su discurso al recibir el capelo cardenalicio en Roma. Una vez más los remedios son la Obediencia y la Conciencia: «obra según la luz que tengas, aun en medio de dificultades, y Dios te llevará adelante, no sabes hasta dónde». En «La obediencia a Dios nos lleva a la fe en Cristo», también de 1830, aplica esas mismas ideas a san Pablo, de quien dice Newman que nunca pecó contra la luz, tampoco cuando perseguía a los cristianos.

El ilustre converso escribe el sermón sobre las «Conversiones repentinas» en 1832, mucho antes, por tanto, de su propia conversión al catolicismo en 1845; aunque quizá sí tenga que ver con su conversión de adolescente al calvinismo y su posterior sustitución de ese calvinismo por las posturas «católicas» —o «Church principles»— dentro de la comunión anglicana. En cualquier caso, el sermón se ocupa de la sicología del cambio en religión y en el modo de ser, de las conversiones verdaderas (san Pablo) y de las conversiones falsas, que en muchos casos equivalen a disgustos mal digeridos. Sabemos que Newman lograba dar a sus sermones una preciosa intensidad emocional, al tiempo que retórica, en sus finales. En este caso, el final es de una piedad sencilla e inolvidable: buscad el rostro de Cristo, una de cuyas miradas convirtió, repentinamente, primero a san Pedro, después a san Pablo.

El sermón más reciente en el tiempo, «El pastor de nuestras almas» (1843), sobre Cristo como Buen Pastor demuestra una vez más el conocimiento y la profunda reverencia de Newman por la Sagrada Escritura. Curiosamente, el más antiguo, «La alegría religiosa» (1825), también tiene que ver con pastores: se trata de una encantadora, casi ingenua, meditación sobre la Navidad, la alegría y la humildad.

«La ignoracia del mal» examina el pecado original de forma aguda y original; por ejemplo, en esa idea de «crear la ciencia del egoísmo», en su consejo para teólogos —saber sin amar no sirve para nada—, en sus comentarios sobre la vida de los niños o en su conclusión sobre la primera pareja: «perdieron la presencia de Dios y ganaron el conocimiento del mal. Perdieron el Edén y ganaron la conciencia».

Reproduzco, ya por última vez, advertencias incluidas en la introducción a los volúmenes anteriores. Si toda traducción implica un trasvase cultural más que lingüístico, en nuestro caso conviene no olvidar que la lengua de partida es un lenguaje religioso, perteneciente a la tradición anglicana, de la primera mitad del siglo xix; y la de llegada es otro lenguaje religioso, propio de una tradición católica que habla al siglo xxi. Palabras y expresiones presentan problemas que no siempre admiten una misma solución, y que son muy capaces de envarar la versión castellana. La sintaxis newmaniana suele responder a una arquitectura sencilla y parroquial que trasparenta un discurso oral; alguna vez es complicada, y otras muchas, un tanto torrencial. Abundan las enumeraciones paratácticas, las tiradas, muchas veces de creciente intensidad, con una puntuación algo rota y extraña, llena de conjunciones copulativas y de unos guiones que Newman emplea con funciones variadas. Espero que el lector no se extrañe ante las huellas escritas del registro hablado —quizá puede probar a leer los sermones en voz alta; saldrán ganando.

En cuanto a los textos de la Escritura, mantengo el criterio de sustituir los textos de la Biblia anglicana que Newman empleaba (su amada King James Version o Authorised Version de 1611) por la versión española de la Biblia que publicó la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra) y que está disponible también en un solo volumen (Biblia de Navarra: edición popular). Pretendo así dar prioridad a la actualidad del texto sagrado y ser coherente con el objetivo último de esta traducción de los Parochial and Plain Sermons, que no es un proyecto erudito o estrictamente teológico, aunque desde luego sí quiere ser rigurosa al máximo en su versión del texto original. Sin embargo, cuando el texto bíblico inglés ha parecido de algún relieve, lo mantengo sin advertirlo y realizando las leves adaptaciones gramaticales necesarias, que exigen el contexto gramatical o el razonamiento doctrinal del predicador. Las abreviaturas de los distintos libros bíblicos proceden también de la Biblia de Navarra.

En este ámbito del lenguaje religioso, tiendo a emplear mayúsculas en «Evangelio» cuando equivale a ‘nuevo testamento’ y minúsculas cuando equivale más bien a ‘relatos evangélicos’, aunque el criterio —lo siento— puede no ser del todo estable. En determinados momentos el énfasis me lleva a escribir Resurrección, Apóstol, Bautismo o Ascensión. Los posesivos con mayúscula referidos a Dios, sobre todo «Su», resultan sumamente útiles con sentido diacrítico en castellano, idioma bastante impreciso en esto, donde un demostrativo o posesivo mal colocado o ausente puede marear a los lectores en busca del sujeto gramatical; justo al contrario que el inglés. Pero cuando no hay necesidad de precisar, el pronombre va en minúscula aunque se refiera a Dios —con excepción de «Él».

Los números que figuran en cada encabezamiento, así como las fechas de predicación, proceden de la edición de los sermones inéditos (Sermons 1824-1843: 1, 353-72) y corresponden a la numeración integral de los sermones, hecha por el propio Newman.

Víctor García Ruiz

Grandpont House, Oxford

26 agosto 2015,

fiesta del beato Domingo Barberi

Obras citadas

Biblia de Navarra: edición popular. Pamplona-Woodridge (Illinois): Eunsa-Midwest Theological Forum, 2008.

Blanco-White, José. The life of the Rev. Joseph Blanco White: written by himself, with portions of his correspondence. 3 vols. Ed. John Hamilton Thom. London: John Chapman, 1845.

Froude, James Anthony. The Nemesis of Faith. 2.ª ed. London: John Chapman, 1849.

Gilley, Sheridan. «Life and Writings». The Cambridge Companion to John Henry Newman. Eds. Ian Ker y Terrence Merrigan. Cambridge: Cambridge University Press, 2009. 1-28.

Ker, Ian. John Henry Newman: a Biography. Oxford: Clarendon Press, 1988.

Mozley, Thomas. Reminiscences chiefly of Oriel College and the Oxford Movement. 1882. 2 vols. Farnborough: Gregg International, 1969.

Newman, John Henry. Parochial sermons. 6 vols. London: J.G. & F. Rivington, 1834-1842.

[Newman, John Henry.] Plain Sermons, by contributors to the Tracts for the times. Vol. 5. Ed. Isaac Williams. 10 vols. Londres: Gilbert & Rivington, 1843.

Newman, John Henry. Sermons 1824-1843. 5 vols. Edited from previously unpublished manuscripts by Placid Murray, Vincent Ferrer Blehl, and Francis J. McGrath. Oxford: Clarendon Press, 1991-2012.

Newman, John Henry. An essay in aid of a Grammar of Assent. London, New York, Bombay: Longmans, Green an Co., 1901.

Newman, John Henry. Perder y ganar. Trad. Víctor García Ruiz. Madrid: Encuentro, 1994.

Newman, John Henry. Sermons paroissiaux. 8: L’obéissance chrétienne. Introduction, notices et coordination de la traduction par Pierre Gauthier. Trad. Pierre Fontaney y Paul Veyriras. Paris: Éditions du Cerf, 2007.

Newman, John Henry. Apologia por vita sua. Edición, traducción y notas de Víctor García Ruiz y José Morales. 2.ª ed. Madrid: Encuentro, 2010.

Plain Sermons, by contributors to the Tracts for the times. 10 vols. Ed. Isaac Williams. Londres: Gilbert & Rivington, 1839-1848.

Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. 5 vols. Pamplona: Eunsa, 1997-2005.

Short, Edward. Newman ans his contemporaries. London: Continuum International Group, 2011.

The Letters and Diaries of John Henry Newman. Edited at the Birmingham Oratory with notes and an introduction by Charles Stephen Dessain, I.T. Ker, Thomas Gornall, Gerard Tracey, and Francis J. McGrath. 32 vols. London/New York: T. Nelson. 1961-2008. Abreviatura: ld.

Ward, Wilfrid P. The Life and Times of Cardinal Wiseman. Vol. 1. London: Longmans, Green & Co., 1897.

Wolff, Robert Lee. Gains and Losses: novels of faith and doubt in Victorian England. London: John Murray, 1977.

TABLA DE ABREVIATURAS

Ab .................................Abdías

Ag .................................Ageo

Am ................................Amós

Ap .................................Apocalipsis

Ba ..................................Baruc

1 Cor .............................Primera Carta a los Corintios

2 Cor .............................Segunda Carta a los Corintios

Col ................................Carta a los Colosenses

1 Cro .............................Libro 1 de las Crónicas

2 Cro .............................Libro 2 de las Crónicas

Ct ..................................Cantar de los Cantares

Dn .................................Daniel

Dt .................................Deuteronomio

Ef ..................................Carta a los Efesios

Esd ...............................Esdras

Est ................................Ester

Ex .................................Éxodo

Ez .................................Ezequiel

Flm ...............................Carta a Filemón

Flp ................................Carta a los Filipenses

Ga .................................Carta a los Gálatas

Gn .................................Génesis

Ha .................................Habacuc

Hb .................................Carta a los Hebreos

Hch ...............................Hechos de los Apóstoles

Is ....................................Isaías

Jb ....................................Job

Jc ....................................Jueces

Jdt ..................................Judit

Jl ....................................Joel

Jn ..................................Evangelio según san Juan

1 Jn ...............................Primera Carta de san Juan

2 Jn ...............................Segunda Carta de san Juan

3 Jn ...............................Tercera Carta de san Juan

Jon ................................Jonás

Jos ................................Josué

Jr ..................................Jeremías

Judas ...........................Carta de san Judas

Lc ................................Evangelio según san Lucas

Lm ...............................Libro de las Lamentaciones

Lv ................................Levítico

1 M ..............................Libro Primero de los Macabeos

2 M ..............................Libro Segundo de los Macabeos

Mc ...............................Evangelio según san Marcos

Mi ................................Miqueas

Ml ................................Malaquías

Mt ................................Evangelio según san Mateo

Na ................................Nahum

Ne ................................Nehemías

Nm ...............................Números

Os ................................Oseas

1 P ................................Primera Carta de san Pedro

2 P ................................Segunda Carta de san Pedro

Pr .................................Proverbios

Qo ................................Libro de Qohélet (Eclesiastés)

1 R ................................Libro Primero de los Reyes

2 R ................................Libro Segundo de los Reyes

Rm ................................Carta a los Romanos

Rt ..................................Rut

1 S .................................Libro Primero de Samuel

2 S .................................Libro Segundo de Samuel

Sal .................................Salmos

Sb ..................................Sabiduría

Si ...................................Libro de Ben Sirac (Eclesiástico)

So ..................................Sofonías

St ..................................Carta de Santiago

Tb .................................Tobías

1 Tm .............................Primera Carta a Timoteo

2 Tm .............................Segunda Carta a Timoteo

1 Ts ...............................Primera Carta a los Tesalonicenses

2 Ts ...............................Segunda Carta a los Tesalonicenses

Tt ..................................Tito

Za ..................................Zacarías

SERMONES PARROQUIALES

(Parochial and Plain Sermons)

POR JOHN HENRY NEWMAN, B.D.  [*]

VICARIO QUE FUE DE LA IGLESIA DE SANTA MARÍA, EN OXFORD

EN OCHO VOLÚMENES

VOLUMEN VIII

REIMPRESIÓN

LONGMANS, GREEN Y COMPAÑÍA

39 PATERNOSTER ROW, LONDRES

NEW YORK, BOMBAY AND CALCUTTA

1908

Sermón 1 REVERENCIA EN EL CULTO

[n. 429 | 30 de octubre de 1836]

«Samuel continuaba sirviendo al Señor y, por ser muy joven, vestía un efod de lino» 

(1 S 2,18)

Visto en su lugar dentro de la historia sagrada, esto es, en la línea de sucesos que conectan a Moisés con Cristo, Samuel aparece como un gran guía y maestro de su pueblo; esta es su característica principal. Fue el primero de los profetas; pero si leemos el relato sagrado en que se nos presenta su vida, pienso que lo más llamativo e impresionante son esos párrafos que lo presentan en el menester que le correspondía por nacimiento como levita o ministro de Dios. Fue tomado para el servicio de Dios desde el principio: vivió en el Templo; es decir, ya de niño, fue honrado con los indumentos de una función sagrada, como nos dice el texto: «continuaba sirviendo al Señor y, por ser muy joven, vestía un efod de lino». Su madre lo dedicó «al Señor por todos los días de su vida» (1 S 1,11) con un voto solemne antes de que naciera; y en él se cumplieron más que en ningún otro las palabras del salmista: «Dichosos los que habitan en tu Casa; te alabarán por siempre» (Sal 84,5).

Una presencia tan constante en la casa de Dios haría que un alma vulgar se volviera irreverente por un exceso de acostumbramiento a las cosas santas. Pero cuando la gracia de Dios está presente el efecto es justamene el contrario; y podemos estar seguros de que así fue en el caso de Samuel. «El Señor estaba con Él» se nos dice; y, por tanto, cuantos más signos exteriores veía a su alrededor, más reverente se volvía él, y no más presuntuoso. Cuanto más se familiarizaba con Dios, más grandes eran su reverencia y su santo temor.

Así, la primera noticia que tenemos de Samuel sirviendo ante el Señor nos recuerda el decoro y la gravedad necesarias en todo momento, y para todas las personas, cuando nos acercamos a Él. «Servía al Señor y, por ser muy joven, vestía un efod de lino». Su madre le hacía cada año un pequeño abrigo para el uso diario, pero en el servicio divino se ponía, no ese, sino una prenda que expresaba reverencia, al tiempo que se la imprimía a Samuel.

De igual manera, en su ancianidad, cuando Saúl hizo buscar a David en Nayot, donde se hallaba Samuel, los emisarios encontraron a Samuel y a sus profetas en perfecto orden y decoro: «encontraron a la comunidad de los profetas en trance, y a Samuel presidiéndoles». Y lo que vieron los enviados fue tan impresionante que se convirtió en instrumento del poder sobrenatural de Dios sobre ellos, y empezaron a profetizar ellos también.