Pilar Soler - Emília Bolinches Ribera - E-Book

Pilar Soler E-Book

Emília Bolinches Ribera

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Beschreibung

La vida de la luchadora incansable, Pilar Soler (1914-2006), se recoge en este libro. Pilar vivió una época social y políticamente convulsa: II República, Guerra Civil y posguerra franquista. Todo ello en el seno de una familia anticonvencional. Hija de madre soltera y de padre no reconocido aunque muy conocido -Félix Azzati-, Pilar se hace de forma natural republicana, comunista y feminista. Tres causas de las que se alimentaba su rebeldía. Y por esas tres causas luchó y padeció injusticia, pobreza, soledad, cárcel y tortura, clandestinidad y exilio y falsa identidad durante 26 años. Confiesa que en la clandestinidad pasó miedo pero siguió luchando, militando, comprometiéndose y jugándose la vida por unas ideas que la llevaron incluso a tener que separarse de su hija durante veinte años. Nada le fue fácil. ?Me iré contenta?, dijo. Y nos dejó su vida.

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Seitenzahl: 522

Veröffentlichungsjahr: 2014

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PILAR SOLER,REBELDE CON CAUSAS

PILAR SOLER,REBELDE CON CAUSAS

Emília Bolinches

 

 

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

 

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© De los textos, Emília Bolinches, 2013© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2013

Publicacions de la Universitat de Valènciahttp://[email protected]

Fotografía de la cubierta: © Emília BolinchesFotografías interiores: Archivo familiar de Pilar Soler y los autoresDiseño de la cubierta: Celso Hernández de la FigueraFotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.

ISBN: 978-84-370-9335-2

Edición digital

 

A Pilar, que me confió su vida a pesar de la reticencia que mantenía hacia los y las periodistas–por la figura paterna del periodista Azzati–y aguantó con paciencia infinita durante los últimos años de su vida sin apenas reclamarme por el retraso en dar a luz su historia. Hasta el punto de morir sin llegar a verla publicada.

A Rosa, sin cuya indicación no se habría escrito nunca esta historia, al menos yo no la hubiera escrito.

La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia.

ENRIQUE VILA-MATAS

ÍNDICE

UN PREÁMBULO NECESARIO

LIBRO I: LA HISTORIA NOVELADA

I.      PARIR EN LA CÁRCEL

II.     EN LA PRISIÓN-CONVENTO DE SANTA CLARA

III.    LA MADAMA, TAMBIÉN EN LA CÁRCEL

IV.    OTRA VEZ CON LA RESISTENCIA

V.     JOSEFINA PEÑA FRENTE A PILAR SOLER

VI.    PILAR RECUPERA A SU HIJA

VII.   LA VUELTA A VALENCIA

VIII.  ENTRADA Y SALIDA DEL PARTIDO

IX.    DEMOCRACIA Y DIVORCIO

X.     DE LA FUE A LA GUERRA

XI.    LA GUERRA EN VALENCIA Y BARCELONA

XII.   LA RATONERA

XIII. TODAS EN LA CÁRCEL

LIBRO II: ESCRITOS DE PILAR

I.       MI VIDA

II.     ANGELITA

III.    SUS DISCURSOS E INTERVENCIONES PÚBLICAS

LIBRO III: PILAR VISTA POR LOS OTROS

I.       SU HIJA MARI LUZ

II.      SU HIJO RAYMOND

III.    SU HIJA POLÍTICA CHRISTINE

IV.    CAMARADAS

V.     AMIGAS Y FEMINISTAS

VI.    UN PROGRAMA DE TELEVISIÓN

VII.   ZONAS OSCURAS, SILENCIOS Y EQUÍVOCOS

VIII.  CONCLUSIÓN

HOJA DE RUTA VITAL DE PILAR SOLER  

BIBLIOGRAFÍA  

UN PREÁMBULO NECESARIO

El día que murió Pilar Soler, el 22 de junio del 2006, yo no lo supe hasta las once y media de la noche. A esa hora sonó el teléfono y Rosa Solbes me lo dijo, tan suave y con tanta naturalidad que soy incapaz de encontrar las palabras que empleó para darme la trágica noticia sin que lo pareciera tanto. A pesar de su extraordinaria habilidad para minimizar al máximo todo lo negativo de la existencia humana que la noticia contenía, me alarmé mucho, aunque seguramente menos de lo que hubiera ocurrido de habérmelo comunicado cualquiera otra persona.

Como Rosa aparece en todo tipo de circunstancias penosas tan entera y como inafectada, incluso yo, que me tengo por su mejor amiga desde hace tropecientos años, ante ella siempre tiendo a colocarme a su nivel, y como jamás lo consigo me siento como si hubiera de explicar o excusar mi afectación y la exteriorización del dolor. También en esta ocasión ocurrió que la conmoción por la noticia recibida me hizo, seguramente, decir alguna frase incoherente y sin sentido, y luego, como para hacerme perdonar, le dije que precisamente tenía ya muy avanzada su biografía porque llevaba escribiéndola durante los últimos meses y que un día de estos pensaba presentarme en casa de Pilar con todo lo que ya tenía escrito. En otra ocasión Rosa me sorprendió metiéndome el dedo en la llaga con su contestación:

–Ya lo sé, si fui yo quien te obligó a que la escribieras, ¿no te acuerdas?

Nunca lo hubiera expresado así, pero era rigurosamente cierto. Hacía ya varios años que un buen día, no sé cómo, supongo que estaríamos hablando de las mujeres o que yo le contaría alguna cosa sobre la Asociación de Mujeres Separadas y Divorciadas, saldría a colación alguna intervención de Pilar Soler. El caso es que Rosa me dijo que podía aprovechar y escribir la historia de Pilar porque si no se iba a perder.

–Lo tienes que hacer tú –dijo– porque con el carácter tan fuerte que tiene…Seguro que a ti sí que te lo va a contar todo.

Y yo, sin pensarlo, acepté tomándolo al pie de la letra. Entonces no se me ocurrió pensar por qué no lo hizo ella misma, por ejemplo, o por qué no se lo dijo a alguna otra persona. Ahora ya sé la razón: Pilar posiblemente no le hubiera contado a ella su vida y sí me la contó a mí, sin que tuviera que convencerla, quizá porque yo le resultaba más próxima y porque no había coincidido con ella en ningún momento de su vida en el entorno del PCE como Rosa.Quiero decir que no le hubiera confiado su vida a nadie más porque estoy segura de que no se hubiera dejado convencer. Pilar aceptó encantada a narrarme su vida para que la escribiera. Y, en cambio, cuando Gregorio Morán le escribió una carta y vino a verla desde Barcelona para entrevistarla, con vistas a un libro que estaba preparando (ya había publicado Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, y Pilar lo había leído y no le había hecho ni pizca de gracia), se fue sin sacarle ni una sola palabra. Pilar se negó en redondo a contarle nada. Me lo confesó ella misma una mañana en medio de la grabación, subrayando su negativa:

–Lo que quería era averiguar mi relación con Jesús Monzón, así que ni hablar, le dije que no. ¡A él le iba yo a contar algo…!

Y aquella misma mañana, al poco rato de hablarme de Gregorio Morán, me dijo entusiasmada:

–Emília, ahí tienes mi vida, haz con ella lo que quieras, la dejo en tus manos.

Esa sí que era una oferta envenenada. La he recordado muchas veces con relación a lo injusta que es la vida. Yo no tuve que esforzarme nada para conseguir que Pilar me hablara. Y ello a pesar de ser periodista, con la desconfianza innata que ella sentía hacia mis colegas. Ella confiaba en mí desde antes de empezar el trabajo, porque habíamos estado juntas en muchas historias de mujeres, sobre todo en la Asociación de Mujeres Separadas y Divorciadas, y seguramente pensó que yo podría escribir su vida cabalmente. Y, sin embargo, otros lo intentaron poniendo mucho esfuerzo y voluntad y no lo consiguieron.

Así que rápidamente me puse a la tarea de cumplir con esa indicación de Rosa, que para mí era evidentemente mucho más que una indicación. Estuve visitando a Pilar en su casa de la Malvarrosa durante todo aquel año de 1998 y parte del siguiente, muchos días por las mañanas. Empezábamos alrededor de las diez de la mañana, hora en que Pilar y Antonino ya habían desayunado y la comida estaba también medio hecha. La grababa varias horas hasta que se hacía la hora de comer o ella se cansaba o nos interrumpían o tenía algo que hacer, y entonces me despedía hasta el día siguiente. Esas entrevistas, en las que también estaba presente Antonino, aunque sin intervenir, excepto en la jornada que lo grabé a él como pareja de Pilar, las fui transcribiendo durante el verano, y en el otoño e invierno siguientes se las presenté a Pilar para su corrección. Efectivamente, las corrigió, les puso alguna nota a pie de página e incluso hizo alguna indicación al margen, y cuando llegó el momento de concretar algunas fechas, nombres completos y ese tipo de datos, Pilar me pidió que esperara algún tiempo porque se iba a Francia con Antonino a pasar unos días a casa de su hijo Raymond y su familia francesa. No era la primera vez que interrumpía las sesiones de grabación por tener que irse a Francia, siempre a visitar a Raymond y a su familia, o por algún otro motivo. Así que también esta vez, como en otras ocasiones, quedamos que al volver me avisaría para reanudar el trabajo. Pero ya no pudo ser porque en ese viaje Antonino enfermó, y después de volver a Valencia falleció en la Malvarrosa, la misma playa en la que años más tarde moriría ella.

Hasta ahí lo positivo de cumplir con el encargo de Rosa y el compromiso adquirido con Pilar. Pero el parón obligado por las circunstancias ajenas a mi voluntad, el alejamiento de Pilar tanto físico como psicológico, se transformó en la excusa perfecta para mí. Porque al parón protagonizado por Pilar se sumó el mío propio. Entré en una etapa de diletantismo tan estéril como inevitable. Una etapa negativa que no auguraba nada bueno. Todo era cuestionado por mí y tenía la nefasta sensación de estar atrapada. Además, ¿qué era eso de escribir una biografía si yo jamás había pensado en hacer una cosa así? Es más, jamás había leído una biografía porque nunca me había interesado ese género literario. Por tanto, no sabía cómo abordar la historia. Me recriminaba a mí misma que debería haber sido más selectiva o más realista, o más cauta o menos insensata. No sabía bien qué camino tomar ni cómo salir del atolladero. Era una encrucijada que me tenía paralizada.

Lógicamente, durante todo ese tiempo no busqué el contacto con Pilar, aunque la vi en alguna ocasión. Recuerdo que la saludé la noche de la entrega de los premios de Mujeres Progresistas. La habían colocado en primera fila y estaba sentada con su bastón a un lado. Enseguida que me vio me dijo que teníamos que hablar del libro, y añadió que para su edición, si hacía falta, podía contar con algún dinero que ella tenía ahorrado. Yo le dije, un poco avergonzada, que no se preocupara por el dinero, que la historia era lo suficientemente interesante como para que encontráramos a un editor apropiado. Y tuve la impresión de que mis palabras le quitaron de la cabeza una preocupación que le rondaba con persistencia.

Hasta que en la primavera del 2006, concretamente en Fallas, tres meses antes de morir Pilar, salí del impasse al poder decidir libremente que escribiría la historia de Pilar a mi aire, y no por obligación. Entonces fue cuando empecé a pensar en la estructura del libro. No quería que fuera una biografía clásica ni el típico tocho voluminoso, empezando por su nacimiento y acabando con su muerte. De ahí que no haya seguido el clásico orden cronológico y la historia empiece en un momento decisivo de la vida de Pilar: cuando da a luz en la cárcel a su hija en unas condiciones dramáticas e inhumanas. Iba a ser una biografía híbrida o, si se prefiere, una biografía heterodoxa, a mitad camino entre una sencilla historia novelada y unas entrevistas periodísticas complementarias. Incluso se podía recoger una entrevista de radio y otra de televisión que se le hicieron a Pilar en diferentes años y por diversas causas. Distintas miradas caleidoscópicas convergiendo en unos hechos y unos personajes. En ocasiones, esas miradas resultan contradictorias no solo en las opiniones, sino también en las percepciones. E incluso en los hechos, que varían según son contados o recordados por cada una de las personas que los rememoran. Y esas miradas podrían visualizarse mediante distintos colores. Creo que la contradicción es una auténtica mina de riqueza literaria y humana. Y, además, le añade un punto de misterio y zozobra al relato. Otro elemento no muy ortodoxo es la utilización del castellano y el valenciano según la costumbre y la libre elección de los y las hablantes. Considero más verídico mantener el lenguaje utilizado en origen y no traducirlo en un país en donde es tan usual su «barreja», signo de la diglosia crónica que padecemos.

Pilar Soler no es una intelectual ni una teórica del feminismo o la política. Es una activista autodidacta que no pudo completar ni el bachillerato elemental –cuando se declaró la guerra estaba en tercero–, pero que tuvo una voluntad de superación y una capacidad de trabajo admirables. Su historia es, por tanto, fruto de la acción y la pasión. Una vida dedicada a luchar por unas causas justas: la causa de las mujeres y la causa republicana. Persiguiendo estas dos ambiciones siempre estuvo en la vanguardia. Y jamás cedió ni un milímetro en sus convicciones ni se retiró a descansar. El libro debía adecuarse al relato ágil de los hechos dramáticos vividos por ella.

Y creo que a todo ello le corresponde también un gran despliegue fotográfico y abundante material visual. Así que durante las Fallas del 2006 comencé a escribir una biografía definitiva, tomando como base sus notas ya corregidas por ella misma, muy concienzudamente, mientras me preguntaba si sería mejor ir enseñando a Pilar los capítulos que ya iba teniendo escritos o esperar hasta el final y enseñárselo todo de golpe. También pensé que quizá Pilar me discutiera algunas cosas, y de ocurrir así, yo debería tener claro hasta dónde podía llegar a ceder. Porque en tal caso, y dado el carácter fuerte de Pilar, no estaba muy segura de si, finalmente, la biografía sería autorizada por ella o no. Jamás se me ocurrió pensar que con 91 años, y muy tocada tras la rotura del cuello del fémur en el 2000 y la muerte de Antonino en el 2001, Pilar podía morir en cualquier momento. De hecho, estaba pasando unos años muy difíciles con la salud quebrantada, sin vista y sin movilidad alguna. Su hija la cuidaba día tras día y seguía sus instrucciones al pie de la letra, sin permitir que ninguna de nosotras la viera en esas condiciones. Pero yo desconocía esa situación, y todavía recuerdo que por aquellas fechas pensaba que, en la primera visita que le hiciera, le llevaría el chal de seda gris que le traje de Vietnam el anterior verano. ¡Cuánta fantasía y qué poco realismo!

Se comprenderá que el día 24 de junio, a causa también del dolor ante la pérdida de Pilar, acudiera a su funeral con el sentimiento de frustración por haberme retrasado en la escritura, sabiendo como sabía que la hubiera hecho muy feliz el ver publicada su biografía y poder presentar su libro a mi lado. Sin embargo, nos pasamos la vida intentando aprender de nuestros propios errores y, a veces, incluso, lo hacemos a tiempo. La noche en que Rosa me trasmitió la noticia de la muerte de Pilar me hizo otro «encargo» envenenado: que escribiera su necrológica para El País.

–Creo que lo debes hacer tú –me explicó tranquilamente–, porque sabes más cosas de ella que nadie y puedes valorar qué es lo que ahora se puede decir de ella y evitar lo que todavía no es oportuno.

¡Es tan difícil negarle algo a Rosa, cuando además lo plantea con tanta naturalidad! Escribí la necrológica con la libertad de la amiga y de la periodista. Unos meses más tarde, en diciembre, celebramos un acto en su memoria y aquello me reafirmó en la necesidad de seguir adelante con la historia de Pilar y sacarla a la luz. Pero todavía tendrían que pasar cuatro largos años, durante los cuales me dediqué a escribir las entrevistas de la gente próxima a Pilar, ordenar y reunir documentos y fotos, y buscar editor. Al fin parece que lo he conseguido y con ello he cumplido mi compromiso con Pilar. Si le ha gustado o no, jamás podré saberlo. Pero seguro que más de una objeción habría puesto, como si la oyera…

EMÍLIA BOLINCHESValencia, 8 de marzo del 2010

P.D. Desde marzo del 2010, en que se firmó el contrato para la publicación del libro, hasta octubre del 2013, en que está prevista su salida a la luz, han pasado más de tres años. Durante ese tiempo se han cruzado, retrasando su publicación, algunos obstáculos imprevistos, como las elecciones de la Universidad con sus cambios de responsable y, ¡cómo no!, la crisis económica. Pero, al fin, parece que han sido superados y que pronto la biografía de Pilar Soler se hará pública, como ella quería.

Valencia, junio del 2013.

LIBRO I: LA HISTORIA NOVELADA

I.      PARIR EN LA CÁRCEL

Cada día que pasaba resultaba un poco más pesado que el anterior para Pilar. Su embarazo cumplía ya los nueve meses y ahora, en cualquier momento, se podía producir el acontecimiento. Pero Pilar Soler no podía saber que justamente aquel 15 de septiembre de 1939 iba a ser el día. Y mucho menos podía imaginar que aquella noche iba a resultar la más larga de su vida. Se levantó, como todas las mañanas, muy temprano. Había dormido mal, en aquella sala grande de la cárcel de mujeres del paseo de la Pechina de Valencia, junto a cincuenta mujeres tiradas en el suelo encima de una manta doble; ni colchonetas ni nada. Ella, con su gran tripa de nueve meses, dormía entre su madre y su amiga y camarada Consuelo Barber porque así, entre las dos, le hacían más sitio. Las pobres mujeres de la sala se pasaban la noche protestando.

–¡Apártate que me aprietas!

–Oye, ¡que me haces daño!

–¡Que me acabas de dar una patada!

Así que pasó el día como pudo y con ganas de que llegara la noche para descansar porque ya se encontraba muy pesada. Pero al rato de haberse acostado, serían las 10 de la noche, Pilar dio la voz de alarma a su madre y a Consuelo.

–Que he roto aguas…

Y ellas rápidamente quisieron calmarla.

–No te preocupes, no te preocupes.

–No, si yo no estoy preocupada, si yo no sé qué es todo esto.

Y enseguida se armó un alboroto tremendo entre todas las mujeres de la sala.

–¡Buah, que Pilar va a dar a luz…!

Con el lío no tardó en llegar la Zapatones, la funcionaria encargada de la sala, y cuando le dieron la noticia se fue hasta Pilar y le conminó:

–Vístase enseguida. Ahora mismo vamos a llamar al hospital para que vengan a por usted con una ambulancia.

Mientras Pilar se vestía ayudada por su madre, empezó a pensar que no le gustaba nada eso de que le enviaran una ambulancia para llevarla al hospital porque sabía que a los hombres los sacaban por las noches de la cárcel Modelo en ambulancias y los llevaban a Paterna y allí los ejecutaban. Pero calló por no preocupar más todavía a su madre. A las doce de la noche llegó otra vez la Zapatones y le dijo:

–Están llamando al hospital para que vengan a por usted y no contesta nadie. Así que se queda aquí. Véngase conmigo a la enfermería.

Pilar se alegró. «Qué bien, aquí me quedo», se dijo para sus adentros, y siguió a la funcionaria hasta la enfermería, una habitación destartalada con seis camas, cinco de ellas ya ocupadas. Al llegar, La Zapatones le señaló la última cama del rincón, la única que había libre.

–Ahí se quedará usted.

Pilar se dejó caer como pudo en aquella cama y enseguida llegó hasta ella Carmina, una camarada asturiana responsable de la enfermería, y la tranquilizó. La Zapatones le dejaba mandar bastante porque en la enfermería había cinco mujeres infectadas con sarna y a una de ellas hasta se le había salido la matriz. Era un cuadro aterrador, así que la funcionaria había puesto de responsable a esa presa para evitar entrar en aquella sala. Carmina le anunció cariñosamente:

–Mira, ahora mismo voy a llamar a las mujeres de la cocina que están en sus celdas, ya sabes, las de arriba, y voy a decirles que enciendan el fuego y calienten agua. Yo no he asistido nunca a un parto y aquí el médico viene cuando viene, así que vamos a hacer todo lo que podamos para que salga bien.

Al rato de irse la buena de Carmina empezaron las contracciones y Pilar esperó con impaciencia la llegada de ésta, quien, al fin, acudió con noticias de su madre.

–Tu madre está la pobre desesperada pidiendo permiso para estar aquí contigo, pero la Zapatones le ha dicho que no, que ella se queda allí y tú te quedas aquí y que ya te asistiremos nosotras.

Y así ocurrió. Las contracciones eran cada vez más seguidas. Todas las mujeres vivieron el parto con una gran inquietud. Las de la cocina encendieron el fuego y llegaron con grandes peroles de agua caliente. La solidaridad de todas las presas y la entereza de Carmina animaron a Pilar, que gritaba como una loca, no tanto porque le doliera, que también, sino sobre todo como un gesto de rebeldía para que la oyeran desde la calle adonde daban las ventanas de la enfermería. A todo esto, a cada hora hacía su aparición la Zapatones acompañada de Manolita, otra funcionaria falangista que era quien se ocupaba de hacer el recuento diario de presas antes del desayuno. Y la tal Manolita no tenía otra preocupación más que su maldito recuento y cada vez que entraba le repetía a Pilar el mismo estribillo.

–¡Venga! A ver cuando acaba esto porque yo tengo que contar una presa o un preso más.

A lo que Pilar reaccionaba, como siempre que tenía miedo, con irritación y rebeldía. Así, se revolvía entre gritos como una fiera acorralada.

–¡Pues yo pariré cuando tenga que parir!

Y así hasta las seis de la mañana, cuando parió una niña. La lavaron muy bien y al final dejaron entrar a su madre.

–¡Ay, qué bonita, la niña…!

Pilar vio a su madre y se enterneció por todo lo que la había hecho sufrir. Era lo que más lamentaba de su vida. Pero poco tiempo iba a tener para lamentaciones porque inmediatamente después del parto se puso con unas fiebres altísimas y la niña se infectó de sarna. Tres días después de haber dado a luz, allí en la enfermería, acostada con su niña en aquel camastro, llegaba el médico de la cárcel y le preguntaba escuetamente.

–Usted ha dado a luz, ¿no? ¿Qué tal está?

–Bien.

–Pues hasta otro día.

Y sin tomarle siquiera el pulso ni mediar una palabra más se fue. Pilar se quedó boquiabierta, allí, con su pitusa con sarna y ella con fiebres y dolores de cabeza tremendos. Así pasó los cuarenta días en los que tanto a Carmina como a su madre, cuando iba a verla, siempre que le daban permiso, les decía la misma y repetida frase.

–Yo aquí me muero. No lo puedo soportar.

Porque no le daban nada, ni calmantes ni tratamiento alguno. Carmina, a modo de excusa, le musitaba:

–Si aquí no tenemos nada…

Un día recibió la visita de las catequistas de Valencia, que acostumbraban a hacer la catequesis entre las rojas. Querían bautizar a su hija el domingo siguiente. No les importaba si la niñita tenía sarna o estaba desnutrida, no. Solo querían bautizarla porque así, decían, si moría iría al Cielo. Y claro que la bautizaron. Pilar estaba tan mal que cuando su madre le preguntó si la bautizaban o no, ella no dudó en contestar.

–A mí me da lo mismo, con que me quiten el dolor de cabeza que me bauticen si quieren. Pregúntale a Carmen Riera o a otra amiga pero a mí no. ¿Que no ves que yo me voy a morir? A mí no me preguntéis. Claro que lo mejor sería que no la bautizaran pero…yo estoy muy mal.

Aquel domingo por la tarde llegaron las catequistas y le dijeron.

–Venga, que vamos a bautizar a su hija. Usted no se preocupe.

Y cogieron a la niña y se la llevaron. Lo tenían todo preparado. Organizaron el acto en el patio de la cárcel. Allí reunieron a todas las presas alrededor de una balsa sin agua que había en el centro del patio. El cura la bautizó allí, y mientras la ceremonia se celebraba, las presas no dejaban de hablar y de enredar, sin atender a las continuas quejas de las organizadoras.

–¡Cállense, cállense…!

Era la manera que tenían aquellas mujeres de boicotear el acto. Después de la ceremonia, en el mismo patio, repartieron un panecillo hecho de harina de naranjas ralladas, de esos que se deshacían cuando los cogías, con un trocito pequeñito de chorizo. Pero resulta que ese panecillo era el que les tocaba al día siguiente, así que cuando llegó el momento de repartir la comida y se quedaron sin pan, las mujeres armaron una buena.

Después de cuarenta días, la fuerte naturaleza de Pilar fue recuperando la salud poco a poco. Y un día le llegó la onda de que iba a haber una evacuación de mujeres de la cárcel de la Pechina a la del convento de Santa Clara porque en la Pechina ya no cabía ni un alfiler. Todas las salas, las celdas e incluso los pasillos estaban abarrotados con presas por los suelos. Ni corta ni perezosa, Pilar habló con la Zapatones y, para evitar problemas, le pidió con una educación exquisita que si habían de trasladar a su madre o a ella que las trasladaran a las dos juntas, que no las separaran. La respuesta no le hizo albergar ninguna esperanza.

–Ya veremos, ya veremos…

Unas semanas después, las dos mujeres, con la niña en brazos, eran trasladadas a la prisión del convento de Santa Clara. Un convento con celdas de monjas arriba y una gran sala abajo que daba a un gran patio muy parecido al típico patio carcelario. En aquella sala grande alojaron a todas las mujeres con niños de hasta ocho años. La niñita de Pilar apenas tenía tres meses y seguía infestada de sarna. Eran los primeros meses después de terminarse la Guerra Civil y las cárceles estaban llenas de rojos y rojas. Cuando llegaron a la sala grande se encontraron con un panorama desolador: suciedad por todas partes y unos camastros y colchonetas tirados por el suelo que les daban la bienvenida. Esperaban encontrarse con un convento decente, pero se encontraron con una cárcel llena de basura. No tenían ni idea de para qué había servido antes esa sala. Ni Pilar ni su madre podían saber, ni siquiera sospechar, que los anteriores inquilinos habían sido los fascistas que hasta hacía solo unos meses habían estado presos de los rojos en las mismas condiciones en que ahora iban a estar ellas. No podían imaginar que precisamente habían sido los rojos, sus camaradas, quienes habían desalojado a las monjas hacía años y habían convertido el convento en una cárcel miserable en donde habían alojado a sus presos. Ahora, simplemente, se había producido un complejo giro de tortilla.

II.     EN LA PRISIÓN-CONVENTO DE SANTA CLARA

Cuando Pilar, su niñita y su madre llegaron a la prisión del convento de Santa Clara las separaron. A la madre la colocaron en una de las celdas del piso superior con siete u ocho presas más, pero como Pilar iba con su niña la instalaron en la sala grande de la planta baja. La sala quedaba en la parte izquierda del patio porque la derecha la ocupaban las cocinas y otros departamentos carcelarios. Pues bien, en aquella gran sala se veía un rincón situado a la izquierda en donde se alineaban seis o siete camastros. Allí habían colocado a las gitanas con sus churumbeles, como ellas los llamaban. Y en la cama libre que quedaba, al fondo de ese rincón, colocaron a Pilar y a su niñita, Mari Luz.

Pronto las dos mujeres se dieron cuenta de que en esa cárcel el régimen era muy severo. Después del desayuno todas las presas bajaban al patio, donde prácticamente pasaban todo el día. Incluso allí mismo les llevaban el rancho a mediodía. Un rancho que se hacía, lo hacían las presas de la cocina, con los restos de las verduras y los desperdicios que se recogían de los mercados, sobre todo del mercado Central, y que llegaban en camiones diariamente. Tenía que llover a cántaros para que subieran a las mujeres a las celdas antes de su hora acostumbrada. Únicamente las presas con niños estaban dispensadas de este régimen. Decían que el régimen de las madres era mejor porque en el patio, o hacía mucho frío, o hacía mucho calor y, por tanto, era mejor que se quedaran resguardadas de las inclemencias del tiempo en la sala con los niños.

Pero para Pilar el tiempo que pasó en aquella sala grande fue como un tormento añadido al que significaba estar en la cárcel. Se pasaba el día en aquel rincón tirada en su camastro, sobre una especie de bolsa con un poco de paja y con su niñita, que apenas tenía tres meses, en brazos. Como el rancho era tan malo y el suplemento que daban a las madres para los niños era solo un poco de leche para los biberones o para beberla en vaso, y se trataba de una leche que en su mayor parte era agua, los niños hambrientos se pasaban las horas llorando y las mujeres se pasaban el día, o bien pegando a los niños porque estaban nerviosas, o bien intentando hacerlos callar. Pero lo cierto es que no se callaban. Aquel rincón fue un auténtico calvario para Pilar. Su niña, mal alimentada y con sarna de arriba abajo, tampoco dejaba de llorar. Y las gitanas todo el tiempo pegaban a sus churumbeles. Las pobres mujeres no tenían ni idea de cómo cuidar a los niños en esas circunstancias. El único alivio de Pilar era el rato que podía ver a su madre porque era la única persona con la que podía desahogarse un poco.

–Si no me sacan de ese rincón me volveré loca…

Pero luego comprobaba que a su madre aquello le influía tan negativamente que le entraba un cargo de conciencia grande por haberle infringido ese dolor. Así que la situación se hizo tan insostenible que tuvieron que pedir a la familia de su marido, Gonçal Castelló, o sea, a sus suegros y a su cuñada, que vivía con ellos, que se llevaran a la niña. Se la llevaron y a Pilar la subieron a las celdas del primer piso con su madre. También fue un traslado traumático. Después de subir la escalera había que pasar por un rincón oscuro y luego por un pasillo de acceso a las celdas. Pues bien, en aquel rincón oscuro estaba una niñita que había muerto el día anterior. Su madre le había contado que cuando un niño o niña moría lo ponían en ese rincón y ella había contestado rápidamente:

–Si a mí se me muere mi niña y me obligan a ponerla ahí, eso sí que no lo soporto.

Porque sin haberlo visto ya se lo imaginaba y la horrorizaba. El cuadro era dantesco y las presas lo vivían como un castigo, aunque oficialmente las monjas decían que era para que al pasar pudieran rezar por la criatura. Pero ese día en que Pilar había entregado a su hijita, cuando vio aquello le pareció como una siniestra premonición. Aunque, afortunadamente, Mari Luz estaba ya a salvo y el sacrificio de no estar con ella había valido la pena. Solo alguna vez, desde aquella celda, subida a los petates y a todo lo que tenían a mano para alcanzar la reja de la alta ventana que daba a la calle, Pilar pudo ver a su niña de lejos, cuando su cuñada Concha Castelló la llevaba a pasear por allí para que su madre pudiera verla.

Durante todo el tiempo que Pilar estuvo en prisión, en la de Santa Clara y en la del paseo de la Pechina, no tuvo noticias de su marido. Ella intentó en vano contactar con él. Primero supo que estaba escondido en casa de sus padres y que allí entró en contacto con la resistencia, con compañeros que se habían quedado en Valencia. Con ellos fueron formando pequeños grupos y había debates entre ellos sobre qué podían hacer, quiénes de ellos debían quedarse y quiénes pasar la frontera. Y mientras estaban discutiendo todas estas cuestiones, lo detuvieron. Detuvieron a varios de ellos y parece que alguien había «cantado». Un día que Pilar está en misa, una mujer que hacía la cocina le dice al oído:

–Te traigo un papelito que anoche entregó una prostituta para ti.

Las putas eran muy solidarias con ellas y Pilar no se extrañó. Así que le pasaron el papelito escrito por Gonçal donde decía que estaba detenido en la cárcel Modelo y que habían preguntado por ella. «Y para que se callaran –le escribe su marido– les he dicho que estabas ahí condenada a treinta años». Pilar cae en la cuenta de que para salvarse, la ha metido en un buen lío. Porque resulta que Pilar estaba en la cárcel como una mujer detenida porque estaba en casa de Consuelo Barber, pero no estaba denunciada como Pilar Soler, ya que su expediente aún no había salido a relucir. Prueba de ello es que cuando llegaban algunas mujeres de la comisaría que iban a ingresar en la cárcel, al ver a Pilar se quedaban de una pieza.

–Nos han preguntado por ti y les hemos dicho que no sabemos nada. Si la policía se entera de que estás en la cárcel…

–Callad, a ver si aún me salvo.

A partir de ese momento Pilar vivió con el temor de que en cualquier momento apareciera el juez. Pero, afortunadamente, no se sabe por qué, no fue nadie. La verdad es que había mucha desorganización entre policía, militares y falangistas. Y eso la salvó.

Pilar supo que su marido, que estaba en la cárcel cumpliendo condena, había salido unos días con motivo de la muerte de su padre. Pero al parecer se había paseado por las calles de Valencia, y los falangistas lo habían visto y lo habían denunciado. Por eso volvía a estar de nuevo en la cárcel Modelo. Pilar quiso hablar con él, pero eso era imposible. Hubo de conformarse con escribirle unas notas. Entonces las comunicaciones entre presos y presas eran muy difíciles. Únicamente tenían permiso para escribir una tarjeta al mes. Así que Pilar no dejó de escribirle porque a fin de cuentas seguía siendo su marido y había cosas importantes que debía saber, como el nacimiento de la niña. Pero a pesar de los repetidos intentos de comunicarse, lo cierto es que él nunca le contestó. Pilar también supo que mientras Gonçal estuvo en la cárcel, su madre le llevaba comida todas las semanas. Y ni a Pilar ni a su niña les llegó jamás ni una sola botella de leche.

Poco a poco Pilar se fue haciendo a la idea de que, aun sin mediar ni una sola palabra, la separación de los dos era un hecho. Pilar y su madre solo recibían de tanto en tanto una cassoleta d’arròs que les traía la familia de Silla cuando iban a verlas. Pero había que salvar a la niña de una muerte segura si se quedaba en la cárcel, por eso, después de pedírselo a Gonçal, sin obtener respuesta, se dirigió directamente a la familia de éste y consiguió que se llevaran a la niña una vez muerto su suegro. Cuando Gonçal salió de la cárcel, gracias a las gestiones de los buenos abogados que contrató su familia, se refugió en casa de sus padres y tampoco entonces se comunicó con Pilar ni fue a verla. La dureza de la vida de la cárcel, la separación de su hija, el abandono de su marido y la derrota de la guerra la sumieron, durante un tiempo, en un estado de abatimiento fatal. Aquello la dejó fuera de combate, pero solo por unos días. El temperamento batallador, seguramente heredado de su padre, nunca la abandonaría del todo. De esta manera, en cuanto se recuperó encabezó una permanente y, en ocasiones, imprudente reivindicación carcelaria entre sus compañeras de celda.

Pilar inicia entonces una época unida a aquellas mujeres que pasaban el día entero sin nada que hacer, sin poder leer ni escribir y cada una con sus recuerdos de una guerra perdida. Pero a pesar de esa pérdida terrible, en Pilar continuaba firme el espíritu con el que había luchado. Es decir, que se seguía considerando una combatiente de aquello por lo que había sufrido su país. Y a falta de otra actividad, se pasaban el día hablando. También riñendo, porque había momentos en los que en ese estado de nulidad se riñe con la vecina por cualquier cosa.

Un día alguien les dijo que aquellos soldados que se paseaban por la cárcel haciendo la guardia habían sido prisioneros de los franquistas cuando se acabó la guerra porque pertenecían a un batallón disciplinario. Así que aquellas mujeres pensaron que esos soldados eran de los suyos y que podían hablar con ellos. Fue, claro está, una idea que se les ocurrió a Pilar y a Carmen Díaz, una compañera de Sevilla a la que fusilaron después. Sus compañeras de celda, asustadas, las tildaron de locas e intentaron disuadirlas. Pero las dos estaban muy decididas a llevar la idea a la práctica. Colocaron los petates uno encima de otro y se subieron a ellos hasta llegar a la ventana. Y, medio asomadas a esas ventanas, comenzaron a llamar a gritos a los guardias. Pero estos se hacían los distraídos. Uno pasaba, el otro giraba la cara y así todos. Hasta que pasó uno y se detuvo.

–Oye, ¿qué hay por la calle?

–Nada, no os preocupéis.

Entonces llegó otro soldado y entablaron una conversación. Ellas les contaron que eran muchas mujeres con niños y que el trato que recibían era muy malo. Al día siguiente volvieron a repetir la historia y cuando ya estaban subidas a los petates oyeron el runrún que producía la puerta de la celda al abrirse y apareció en ella una funcionaria a la que llamaban doña Manolita.

–Muy bonito. A ver, su nombre. No, el suyo, Pilar, ya lo sé, pero el de usted no.

–Soy Carmen Díaz.

–Muy bonito lo que han hecho ustedes. Mañana a las once de la mañana las quiero en mi despacho.

Aquella noche nadie pegó ojo. Aunque imprudentes, ni Pilar ni Carmen eran tontas y sabían que se habían jugado el pellejo y, lo que era casi peor, habían puesto en peligro a aquellos soldados, a los que podían juzgar y condenar por aquello. Ahora también comprendían que aquellos soldados tenían miedo, que obedecían una disciplina tremenda y que estaban siendo muy maltratados en el ejército. La madre de Pilar también estaba muy asustada y ella apenas podía consolarla. Se pasaron la noche mirando el reloj.

Al día siguiente a las once bajaron hasta el despacho de doña Manolita. Nada más llegar se dieron cuenta con horror de que aquel despacho daba justo debajo de su celda. Por tanto, estaba claro que doña Manolita lo había oído todo. Ella estaba de pie, muy seria, esperándolas.

–Ustedes ayer hicieron una barbaridad y no se dieron cuenta de que su celda está encima de este despacho. Han tenido la suerte de que yo estaba de servicio, porque si no esto se hubiera denunciado enseguida y los soldados hubieran ido a un juicio sumarísimo. Porque yo vi a los soldados y puedo enterarme de sus nombres.

Las dos se quedaron de una pieza pero doña Manolita no les dio tiempo a reaccionar.

–Que no se vuelva a repetir y esto se queda entre ustedes y yo. Pero ustedes me prometen que van a hablarlo con las compañeras suyas para que no salga de aquí.

El mal sabor de boca les duró varios días. Se rumoreaba que doña Manolita era una funcionaria de carrera y que durante la guerra había seguido siendo funcionaria de prisiones al servicio de la República. E incluso se decía que era de ideas republicanas. Desde luego se notaba que no era como la Zapatones. Y unos días más tarde Pilar tuvo constancia directa de que, efectivamente, doña Manolita había sido y era leal a la República. Fue un día en que la llamó y le preguntó:

–¿Usted tiene parientes en México?

–Pues no lo sé. Es posible que sí. Probablemente mi hermana, que salió de España, puede ser que esté en México pero no lo sé seguro, porque no he sabido nada de ella en todo este tiempo.

–Pues le voy a dar una cosa a usted pero tiene que prometerme que no se lo va a enseñar a nadie más que a su madre, porque esto se sale de mi servicio. Usted sabe que el correo está controlado por sor Pilar y me ha llamado la atención que en su mesa hubiese un sobre de avión. Así que lo he cogido cuando he comprobado que iba dirigido a ustedes, a su madre y a usted, y aquí está. ¿Me promete que esto se queda entre usted y yo?, porque yo a usted la tengo por una persona de bien y creo que me va a cumplir.

En el sobre figuraba el remite de su hermana. Así se enteró de que cuando Angelita se marchó de España pasó a Francia y de ahí a la Unión Soviética y luego a México, según contaba en la carta. Pues bien, una vez instalada en México se había preocupado de escribir a todas las cárceles de España preguntando por su madre y su hermana. Pilar le entregó la carta a su madre y lloraron juntas. En cuanto pudieron le contestaron contándole todos los avatares que habían pasado. Cuando mucho después su hermana volvió a escribirles, entonces ya les dieron la carta. Esta vez fue por medio del conducto oficial. La monja encargada del correo lo juntaba y con otra monja iban al patio y allí gritaban los nombres de las que tenían carta. Por aquel entonces a doña Manolita ya la habían expedientado. Como funcionaria de prisiones al servicio de la República le llegó el expediente de depuración. No supieron qué pasó con ella, simplemente desapareció y nunca la volvieron a ver ni supieron más de ella.

Pero antes de desaparecer, doña Manolita se acercaba de vez en cuando al grupo de Pilar y así supieron que antes de ser enviada a la cárcel de Valencia estuvo destinada en Madrid. Ella misma le contó a Pilar que estaba en la cárcel de las Ventas, en agosto de 1939, cuando se celebró el proceso de lo que se llamó las 13 rosas, aquellas trece chavalas de las Juventudes Socialistas Unificadas que, tras una pamplina de juicio, fueron fusiladas vilmente. Doña Manolita vivió todo el proceso y le contó a Pilar cómo la víspera de la ejecución las chicas fueron a la peluquería de la cárcel y pidieron a sus familias que les trajeran la mejor ropa que tenían porque querían estar bien arregladas.

III.    LA MADAMA, TAMBIÉN EN LA CÁRCEL

Después de haber superado su enfermedad y ya sin su hija, poco a poco Pilar fue incorporándose a la vida cotidiana de la cárcel. Y fue ocupándose de cosas poco importantes pero que la entretuvieran para no pensar ni en su hija, ni en su marido, ni en la guerra perdida, ni en su familia dispersa. Algo había que hacer en aquella maldita cárcel durante las 24 horas del día para no enloquecer.

Una de esas distracciones eran los cigarrillos. Pilar era una fumadora empedernida y pronto se dio cuenta de que había varias formas de obtener cigarrillos. Pero también supo que era peligroso que las mujeres fumasen en la cárcel porque estaba estrictamente prohibido. Sin embargo, a los hombres se les permitía como un pasatiempo y sus familias les traían los cigarrillos en las visitas con toda naturalidad. En cambio, si a una mujer la pillaban fumando, la castigaban inmediatamente. Sin embargo, a pesar de los peligros, Pilar buscó enseguida formas de conseguir los escasos cigarrillos. Una de ellas era por medio de las prostitutas que entraban y salían de la cárcel continuamente. Una de aquellas mujeres con la que Pilar hizo alguna amistad solía estar una semana en la cárcel y a la semana siguiente salía. Luego, a las dos semanas, volvía a entrar y así siempre. Esta mujer entraba los cigarrillos a escondidas. Tan a escondidas que nunca nadie se los vio. La monja la desnudaba completamente y se lo registraba todo, pero jamás le pilló los cigarrillos. Pilar un día le preguntó asustada que dónde se los escondía, a lo que ella le contestó riendo.

–No, mujer, tú no te preocupes.

–Oye, no te los vayas a esconder en alguna parte sucia y nos cueste una enfermedad.

–Que no, mujer, que te aseguro que la monja no los ha visto pero yo los he pasado entre la ropa.

Había otra manera. Aunque parezca mentira, esa otra vía era el cura de la cárcel, un sinvergüenza de tomo y lomo que iba diariamente allí a confesar a algunas mujeres, sobre todo a bastantes de las que estaban condenadas por delitos comunes y que frecuentaban el confesionario. Este cura iba a sus casas y les llevaba los cigarrillos y ellas alguna vez le daban algunos a Pilar.

Y todavía quedaba una tercera forma de conseguir cigarrillos, y era a través de una mujer que había sido detenida por ejercer de lo que entonces se llamaba una madama de prostíbulo. Durante la guerra, esta mujer había tenido en Valencia un prostíbulo muy fino y bastante frecuentado por hombres importantes que venían del frente, militares, políticos y gente conocida. Era una mujer guapísima y muy lista. Además, Pilar pronto se dio cuenta de que tenía fuertes dotes de sociabilidad y una gran capacidad de seducción. Ella misma le contó que la habían detenido por pertenecer al Partido Sindicalista, liderado por Ángel Pestaña. Pero Pilar la conoció en la cárcel un día que le llevaron un mensaje de parte de ella para que fuera a verla. Cuando Pilar fue a su celda se quedó muy sorprendida, porque le contó que conocía a su padre, Félix Azzati, que había frecuentado su casa y que le gustaría conocer a su madre. Y para remachar la información le soltó con mucha naturalidad y tacto que también en ese momento estaba en la cárcel Esperanza Cutanda, la esposa de su padre. Aquella mujer se había enterado de que Pilar fumaba y, a partir de ese momento, ella se preocupó de proporcionarle los cigarrillos. Pilar era entonces una jovencita de 23 o 24 años, inexperta en las cosas de la vida, y aquella mujer sabía cómo enganchar a la gente, cómo convencerla y camelársela. Cuando Pilar le dijo a su madre que esta mujer quería conocerla, su madre no picó.

–Xe, envía-la a fer punyetes! Qué tinc que vore jo amb eixa dona?

La madama tenía a su alrededor a tres o cuatro mujeres que se ocupaban de arreglarla, de hacerle la toilette y de vestirla. Estuvo en la cárcel solo unos meses y, aunque Pilar le preguntó dónde tenía el prostíbulo, jamás se lo dijo. La trataba con mucho cariño y dulzura. Era muy zalamera y en cuanto salió de la cárcel envió a Pilar un saco grande con ropita preciosa para su niña. Era una mujer con muchos detalles. Pasado un tiempo del envío de la canastilla, Pilar y su grupo recibieron un buen día un perol enorme de cocido, del que comieron entre ocho y diez mujeres. Y ya no volvieron a verla ni a saber nada de ella. Bueno, supieron que al salir de la cárcel había vuelto a montar otro local. Realmente Pilar y su madre llegaron al convencimiento de que esta mujer pretendía conquistar a Pilar y convencerla para que se fuera con ella a su casa. Y, de hecho, consiguió llevarse de la cárcel a varias mujeres.

Pilar, su madre y Consuelo Barber estaban condenadas por el mismo expediente: a doce años y un día de reclusión mayor Pilar y su madre, y a treinta años Consuelo. Pero cuando ya llevaban cumplida una parte de la condena, salió un decreto de Franco que rebajaba sus penas a la mitad si conseguían obtener tres avales: el del Ayuntamiento, el de la Guardia Civil y el de Falange. Nadie supo cómo, pero lo cierto es que la cuñada de Pilar, Concha Castelló, consiguió los tres avales para Pilar y para su madre. En ese momento, Pilar, por su historial administrativo, estaba en la oficina de la cárcel, donde le habían encomendado el libro de registro de entradas y salidas de las presas. El administrador igual la llamaba a las tres de la tarde que a las tres de la madrugada, porque si venía un camión con mujeres que tenían que entrar, ella debía estar presente para registrar a las recién llegadas fuese la hora que fuese.

En aquella oficina trabajaban cuatro mujeres del Partido Comunista y una antifascista, y las cinco se llevaban muy bien. Estando en aquella oficina fue cuando Pilar vio que su madre tenía otro expediente abierto y que, por tanto, ella no podría salir de la cárcel. Aquella otra condena le venía de la última parte de la guerra, cuando su madre ejerció de enfermera en la sala de sarnosos del hospital instalado en la hoy avenida de Blasco Ibáñez, y uno de aquellos tipos, que era falangista, la denunció por esconder en su casa a los comunistas. Entonces las dos mujeres recordaron que, al poco de entrar en la cárcel, vino un juez militar y, basándose en aquella denuncia, le pidió a su madre treinta años más. Pero habían olvidado aquel incidente del juez, convencidas de que aquel caso había sido sobreseído.

Pilar comenzó a maquinar algo para conseguir que su madre saliera de la cárcel al mismo tiempo que ella, convencida de que si se quedaba sola no podría resistirlo. Con más de cincuenta años, la madre de Pilar ya había perdido 18 kilos y había pasado por una fuerte depresión. Así que, ni corta ni perezosa, se le ocurrió tirar una mancha de tinta sobre la línea del segundo expediente de su madre. Eso sí, antes de hacerlo se lo dijo a su madre.

–Estàs loca i vas a tornar-me loca a mi també. Tens unes idees!

Porque su madre siempre se expresaba en valenciano. En cambio, Pilar no lo hablaba porque su padre no quiso que sus hijas lo utilizaran hasta que tuvieran por lo menos treinta años: decía que los valencianos tenían un acento muy feo y que eso de hablar en valenciano era un atraso.

–Aquellos republicanos –asegura Pilar– eran unos anticatalanistas acérrimos.

Bueno, el caso es que discutió con su madre y con las compañeras de oficina, y aunque al principio a todas les parecía una idea descabellada, a ninguna se le ocurrió una solución mejor para evitar que su madre se quedara allí sola un montón de años más. Pilar les explicó lo que iba a hacer y dejó bien claro que ellas no tenían ninguna responsabilidad sobre nada, que era ella la que asumía todo el riesgo y que, en caso de que se descubriera, lo único que tenían que decir era que no sabían nada.

Pilar salió de la cárcel una soleada mañana de la primavera de 1944; tres días después salía su madre. Madre e hija se abrazaron emocionadas, pero Pilar enseguida le preguntó cómo había ido todo.

–No em preguntes, que jo no sé res. Jo només sé que he eixit i res més.

Su madre se fue a vivir a Silla con su madre de leche y su familia, que la querían mucho y que ya la habían recogido en sus momentos peores, cuando de soltera se había quedado embarazada de Pilar y había sido repudiada por su propia familia. Y Pilar se refugió temporalmente en casa de sus suegros y su cuñada para estar con su hijita. Estaba deseando verla y cogerla en brazos. Después de cuatro años y medio seguro que apenas sí la podría reconocer, porque habría crecido mucho y se habría hecho mayor. Pero en aquella casa, en la que no era ni querida ni bien recibida, solo pudo pasar unos pocos meses descansando y reponiéndose.

Por aquel entonces su cuñada, Concha Castelló, asistía a tertulias que organizaban intelectuales y artistas clandestinamente en sus casas. Entre los asistentes figuraban el pintor José Gumbau, Fernando Gaos, Pepita Salvador, la hermana de Matilde, y unos cuantos más. En los primeros días, como Pilar no tenía mucho que hacer, acude a las tertulias con su cuñada. Allí conoce al pintor Gumbau. Pilar está convencida de que se trata de un nombre de guerra, de la clandestinidad. Lo cierto es que José Gumbau (Vila-Real, 1907-Marsella, 1989) se enamora perdidamente de Pilar y comienza a hacerle un retrato en su estudio del barrio del Carmen. No era extraña la atracción que debió de sentir Gumbau hacia Pilar, porque era muy guapa, joven y vitalista. Y además, acababa de salir de la cárcel y se suponía que estaba con mucha necesidad de una relación afectiva. Pero aunque Gumbau era también muy atractivo, y a la vista está en las fotos de la época, a Pilar no le decía nada, no la atraía. Incluso reconoce que de lo guapo que era físicamente, casi le repugnaba, ¡qué cosas! Pilar estuvo posando durante un tiempo en el estudio de Gumbau, aunque al final dejó de ir porque no soportaba el asedio al que la sometía el pintor.

Pocos meses le duró a Pilar la vida reposada junto a su hija porque enseguida la volvieron a detener. Había buscado y conectado con la resistencia y la habían descubierto. Se la había jugado una vez más y, una vez más, había perdido.

IV.    OTRA VEZ CON LA RESISTENCIA

Nada más conectar con la resistencia se implicó en reuniones y actividades clandestinas. Y muy pronto la policía, que estaba sobre aviso y seguramente la tenía controlada, se persona en casa de su suegra para llevársela. Llamaron a la puerta y salió la chacha a abrirles. Preguntaron por Pilar y ella salió con la niña en brazos.

–Pilar Soler, tiene que venirse con nosotros a comisaría.

Su hija, Mari Luz, de cuatro años y medio de edad, se pone a llorar. Al oírla salen su suegra y su cuñada. En medio de la sorpresa y los lloros de la niña, los policías se llevan a Pilar a la comisaría que habían instalado en el edificio que hay al lado del Palacio de Cervelló. Precisamente, en ese edificio, durante la guerra, estaba el cuartel general de Negrín, que había hecho construir como un búnker o cámara acorazada donde se metían los funcionarios cuando venía la aviación. Ese refugio era ahora el lugar donde la policía efectuaba los interrogatorios y las torturas a los detenidos. Pilar estuvo allí quince días con otras compañeras y compañeros. Recuerda especialmente a Carmen Riera, una camarada estupenda a la que llamaron y torturaron antes que a ella. Al final de la primera sesión, la trajeron arrastrando entre dos guardias porque no se tenía en pie. Y Carmen le advirtió de ello en cuanto se quedaron solas.

–Prepárate porque son unos bestias y unos cafres. Ya te llamarán.

Esa misma noche la llamaron y la bajaron al búnker. En aquella habitación había una mesa llena de llaves y de porras –eso ya la impresionó–, y la hicieron sentarse en una silla que estaba colocada delante. Le sacaron una lista con nombres y tenía que decir a quiénes conocía.

–Yo no conozco a nadie.

–Claro, ninguno se conoce. Ahora verás tú como te refrescamos enseguida la memoria.

Era verano y Pilar llevaba unos zapatos destalonados y con los dedos de los pies al aire. Pues le dieron un golpe con la porra en los dedos de los pies.

–Ahora, levántate.

–Tú cógela de la cabeza, y tú no te muevas y quédate donde estás.

Y, ¡zas!, otro golpe en la base de los tobillos.

–Ahora mueve la cabeza.

Y el instinto le dice que no la mueva porque sabe que le van a dar. Y le llega el golpe a la cabeza y se cae al suelo desvanecida. No sabe cuánto tiempo duró el interrogatorio ni cuánto estuvo inconsciente. Sí recuerda que al ir volviendo en sí oyó la voz de un hombre que decía:

–Ya habéis hecho lo que no debíais hacer.

Cuando pudo abrir los ojos vio a un hombre de uniforme, era el jefe de los guardias de asalto, que la ayudó a levantarse y le dijo:

–No se preocupe, señora, ¿quiere algo?

–No, gracias.

–Le van a traer un café y se lo va a tomar porque le va a sentar bien. Y vosotros, dejadla estar, ya está bien.

Más tarde llamó al guardia de la puerta y le dijo que la llevaran al calabozo. Y allí estuvo quince días sin que la volvieran a torturar. Solo la llamaban de vez en cuando para preguntarle por los nombres de la lista, pero ya un poco como de mero trámite, por si aflojaba. A Carmen Riera, que también la llamaban a interrogar, una de las veces le preguntaron:

–¿Cuántos días te van a durar las moraduras y los bultos negros que te hemos hecho?

–Pues no sé.

Porque, efectivamente, Carmen tenía el culo negro de los golpes. Pero aquella pregunta le hizo pensar y se lo comunicó a Pilar.

–Oye, Pilar, ¿es posible que nos vayan a poner en libertad?

–¿Cómo coño nos van a poner en libertad? ¡Qué va!

–Pues me han preguntado que cuántos días duran estas moraduras…

Efectivamente, pasados quince días las pusieron en libertad.

Ellas pensaron que era para seguirlas y ver si podían encontrar a los otros. Así que durante algún tiempo se mantuvieron alerta y no contactaron con nadie. Cuando Pilar comprobó que nadie la seguía volvió a conectar con la resistencia. Pocos meses después vino Cerveró de Madrid a buscarla para que se integrase en la delegación del Comité Central. Carrillo y Dolores estaban fuera, y la resistencia se había organizado en el interior clandestinamente. Pilar se pensó muy seriamente la propuesta, pero antes de tomar una decisión en firme se fue a la cárcel Modelo y le contó a Gonçal la propuesta que le habían hecho. Él le dijo que no, que no se fuera, que era una estupidez, que eso de creer en la lucha era una tontería porque había franquismo para rato. Se dio cuenta de que ella estaba decidida a irse y, erróneamente, persistió en sus ataques.

–Eres una tonta, una idiota, tú crees todavía en esto… ¡Pero si esto se ha acabado…!

–Pues yo me voy.

–¿Y la niña?

–Pues la niña se queda con tu madre y tu hermana porque es mejor así. Y yo ya volveré en cuanto pueda.

Ese fue, confesará Pilar tristemente mucho más tarde, su error histórico, porque ella creía, como la mayoría de los republicanos, exiliados o no, que el franquismo era cuestión de un año o algo así.

La entrevista entre rejas se convirtió en una discusión muy desagradable.

–No, no, tú no te vas. ¿Y, además, con quién te vas?

–A ti no te lo voy a decir…

–Pues eres una mala madre.

Finalmente, Pilar dejó a la niña con su suegra y su cuñada, se fue a Madrid para incorporarse a la resistencia. Aquello cayó muy mal en toda la familia. Nadie lo entendió y, por supuesto, su hija menos que nadie, porque jamás se ha recuperado de aquel abandono. El viaje a Madrid era clandestino y muy peligroso. Pilar había quedado con Cerveró en el autobús no sin que antes éste le hubiera advertido prudentemente:

–No te sientes a mi lado, pero procura no sentarte tampoco muy lejos de mí. Recuerda que no nos conocemos de nada. Y al llegar a Madrid me sigues y te vienes conmigo.

Pero de camino, cuando el autobús hace una parada en un pueblo en donde había bastante movimiento de gente, Pilar ve salir de la cafetería a la odiosa Zapatones, aquella funcionaria de prisiones que tan mal se había portado con todas ellas. Pilar se asustó mucho, pero logró escabullirse y no pasó nada porque por lo visto la Zapatones iba a Valencia, mientras que ella se dirigía a Madrid. Es decir, que la vio en el momento del cruce.