Pobreza y desigualdad social en la narrativa costarricense: 1890-1950 - Ruth Cubillo Paniagua - E-Book

Pobreza y desigualdad social en la narrativa costarricense: 1890-1950 E-Book

Ruth Cubillo Paniagua

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La pobreza y la desigualdad social son temas cruciales para la sociedad costarricense. Deben ser abordados desde múltiples enfoques para profundizar en su conocimiento y, de ser posible, aportar elementos para que se propongan soluciones. ¿Cómo se han representado estas temáticas en la narrativa costarricense? Esta pregunta es la que se responderá aquí, partiendo de la idea de que tales representaciones no son gratuitas, sino que se corresponden con las estructuras de pensamiento imperantes en cada momento histórico.Los escritores de la generación del Olimpo, por ejemplo, oscilaban entre la filantropía y las políticas liberales de bienestar social; mientras que los intelectuales radicales mostraron una mayor identificación con los pobres, y los escritores de la generación del 40 evidenciaron un gran compromiso ético y político con la clase obrera.

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Cubierta

Inicio

Ruth Cubillo Paniagua

Pobreza y desigualdad social en la narrativa costarricense: 1890-1950

Dedicatoria

A Soledad, por la complicidad que nos unía

In memoriam

Presentación

¿Por qué estudiar las representaciones de la pobreza y la desigualdad social en la literatura nacional?

En Costa Rica, las representaciones de la pobreza y la desigualdad social han sido abordadas desde múltiples perspectivas disciplinarias, tales como la económica, la sociológica, la política y la histórica. Sin embargo, poco se ha estudiado esta temática desde la óptica de la crítica literaria, es decir, las nociones de pobreza y desigualdad social que subyacen (en algunos casos de manera muy superficial y en otros con mayor profundidad) en el texto llamado literario.

No obstante, el tema de la pobreza y la desigualdad social ha estado presente en la literatura desde hace al menos cuatro siglos e incluso dio pie a la conformación de un género literario –la novela picaresca– que ha tenido importantes repercusiones en la literatura occidental posterior a ella.

Partimos de la idea de que la literatura es un producto cultural que siempre es fruto de un lugar, una época y una perspectiva del mundo, y el escritor de ficción siempre estará ligado a sus coordenadas espacio-temporales, con lo cual, temas como los que se desarrollan en este trabajo muchas veces se cuelan en los libros de ficción, aunque la intención del autor sea hablarnos de otras cosas.

Considerando que se trata de una temática crucial para la sociedad costarricense de hoy, que debe ser abordada desde múltiples enfoques para profundizar en su conocimiento y, de ser posible, aportar elementos para que se propongan soluciones (al menos parciales), resulta oportuno y conveniente indagar acerca de la forma en que la narrativa costarricense ha abordado la pobreza y la desigualdad social, pues tales representaciones no son gratuitas, sino que se corresponden en buena medida con las estructuras de pensamiento imperantes en cada momento histórico; por esta razón, en este libro se propicia el diálogo entre los discursos históricos y los textos literarios, con el fin de proponer una lectura en contexto de nuestra narrativa.[1]

En un futuro cercano, esperamos entregar una segunda parte de este libro en la que continuaremos con la indagación acerca de la pobreza y la desigualdad social en los textos narrativos publicados en Costa Rica después de 1950 y hasta el presente.

San Isidro de Heredia

Mayo de 2019

[1] Esta investigación es el resultado de tres proyectos de investigación inscritos en la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura de la Universidad de Costa Rica: Proyecto N° 3788, “Las concepciones de pobreza presentes en la narrativa de la “Generación del Olimpo”; proyecto N° 3811, “Las concepciones de pobreza en la narrativa costarricense escrita por los intelectuales ‘radicales’ (1900-1925)”, y proyecto N° 98, “Las concepciones de la pobreza en la narrativa de la generación de 1940”.

Coordenadas de lectura: ¿desde dónde leeremos?

Pobreza y desigualdad social son dos conceptos que han sido definidos desde las más diversas perspectivas y desde múltiples disciplinas, pero no podemos olvidar que se trata de conceptos geo-históricos, es decir, que van cambiando sus significados dependiendo del momento histórico y de la región del mundo en que nos encontremos. Teniendo esto presente, esbozaremos aquí las coordenadas de lectura que hemos empleado para trabajar con estas nociones; así pues, en primer lugar nos interesa retomar la idea planteada por Paulette Dieterlen (2003), profesora de la UNAM México, de que existen dos dimensiones de la pobreza: la económica y la ética, y que es a partir de estas dimensiones que se elaboran diversas nociones de pobreza.

Dentro de la dimensión económica debemos tener presentes los problemas que la pobreza produce, tales como ciertas consecuencias para quienes carecen de lo indispensable para llevar una vida digna. En el marco de la dimensión ética, conviene recordar que la pobreza es un tema que debe generar en quienes lo abordan un serio compromiso para combatirla. Ahora bien, tenemos claro que los estudios de crítica literaria no tienen entre sus alcances la incidencia directa en la solución de problemáticas sociales como las que aquí se abordan; sin embargo, también sabemos que estos estudios pueden desempeñar la importante labor de poner en evidencia (para luego generar conciencia) ciertas problemáticas que la literatura, en tanto que práctica social, representa.

Por otra parte, compartimos la opinión de la economista y politóloga mexicana Verónica Villarespe Reyes (2002), de que cualquier estudio que involucre el tema de la pobreza, sin importar la disciplina o la perspectiva desde la cual se lleve a cabo, debe tener presente que la pobreza posee dos vertientes fundamentales: “una, la beneficencia privada y pública (o como se llamó ya en el siglo XX, la asistencia) y dos, los programas para combatirla” (Villarespe, 2002: 9); todo ello desde una perspectiva histórica, es decir, de contextualización socio-histórica.

En este sentido, para el caso de Costa Rica no podemos olvidar que, al menos durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, buena parte de los modelos sociales elaborados para enfrentar la pobreza fueron heredados de España, país en el cual desde el siglo XVI el debate sobre las diversas clases de pobres (vergonzantes o mendicantes, para citar solo una de las tipologías) determinó las formas de tratamiento para cada uno de ellos. En nuestro país, ello dio origen, en el período liberal, al surgimiento de diversas instituciones de beneficencia públicas o privadas y luego a diversas políticas tendientes a implantar un régimen de bienestar en el que todos los ciudadanos tuvieran acceso a ciertas condiciones mínimas para el desarrollo de una vida digna. Los escritores de la generación del Olimpo, por ejemplo, oscilaban entre la filantropía y las políticas liberales de bienestar social; mientras que los intelectuales radicales mostraron una mayor identificación con los pobres, y los escritores de la generación del 40 mostraron un gran compromiso ético y político con la clase obrera.

Asimismo, Villarespe plantea un argumento que no podemos dejar de mencionar aquí debido a su total pertinencia: nuestras investigaciones sobre la pobreza (la de esa autora y la que aquí presentamos) se insertan en “el mundo cristiano, ya que en otras cosmogonías –islámica, hinduista o budista, por ejemplo– la pobreza ha tenido un contenido distinto y por tanto un tratamiento acorde a él. Por eso aquí solidaridad se equipara con beneficencia, caridad, asistencia, alivio o ayuda a los pobres” (Villarespe, 2002: 11).

En lo que respecta al concepto de desigualdad social,[2] nos interesan los planteamientos desarrollados por la antropóloga argentina Estela Grassi y por el historiador costarricense Ronny Viales, pues ambos estudiosos ubican dicho concepto dentro de la denominada “cuestión social” y explican que, en sociedades que políticamente se organizan presumiendo un principio de igualdad de los ciudadanos –como es el caso costarricense– se produce una tensión que emerge de la desigualdad estructural.

Esta “desigualdad (…) es constitutiva de la organización capitalista del trabajo humano y [esta] ciudadanía (…) teóricamente abarca a la totalidad de los connacionales por sobre otras pertenencias, lo que mantiene abiertos los conflictos y las disputas por el control o la participación, por la cohesión o la separación, por la distinción, por la identidad o por la dilución de las diferencias o su trasmutación en desigualdades (…) La desigualdad social y las desigualdades que emergen de las diferencias étnicas, de género, entre otros, mantienen un cariz dramático en América Latina, porque además se entraman a unas condiciones de desarrollo que expulsan a partes importantes de la población trabajadora y también, de los pueblos originarios. La cuestión social se presentó a los estados nacionales como un desafío a su legitimidad desde sus orígenes. En estos lares, la cuestión nacional y la cuestión étnica se imbricaron en la formación de las naciones, haciendo que la desigualdad tenga diversas expresiones y comprenda varias dimensiones simultáneamente: desde la inequitativa distribución de la riqueza, del poder político y del control de los gobernantes, de los bienes culturales, de los recursos naturales, hasta el acceso desigual al empleo y a la seguridad social (Grassi y Viales, 2012: 13).

Asimismo, nos interesa retomar algunos de los planteamientos del sociólogo Charles Tilly respecto de los elementos que permiten definir la noción de desigualdad, pues este autor considera que la desigualdad humana consiste en distribuir los atributos (recursos o bienes) de manera dispareja entre un conjunto de individuos, grupos o regiones. Ahora bien, para Tilly, “entre los bienes pertinentes se cuentan no sólo la riqueza y el ingreso, sino también beneficios y costos tan variados como el control de la tierra, la exposición a la enfermedad, el respeto para con otras personas (…), la posesión de herramientas y la disponibilidad de compañeros sexuales” (Tilly, 2000: 38).

Entendemos, pues, que la pobreza es uno de los factores generadores de desigualdad social, pero no el único, aunque en este libro nos ocuparemos fundamentalmente de estudiar las desigualdades ocasionadas por la pobreza, y cómo esta problemática social es representada en nuestra narrativa. Queda pendiente el estudio de las desigualdades sociales generadas por otros factores, tales como la orientación sexual y la etnia.

[2] Para profundizar en este concepto, cf. Grassi Estela: “Procesos Político-Culturales en torno del trabajo. Acerca de la problematización de la cuestión social en la década de los 90 y el sentido de las “soluciones” propuestas: un repaso para pensar el futuro”, Revista Sociedad N° 16, Facultad de Ciencias Sociales, UBA, Buenos Aires, 2000; Grassi Estela, “Variaciones en torno a la exclusión: ¿De qué integración hablamos?”, Revista Servicio Social & Sociedad, Volumen 70, año XXII, Editada por Cortez Editora, Sao Paulo (Brasil), julio 2002; Grassi Estela, “Condiciones de trabajo y exclusión social. Más allá del empleo y la sobrevivencia”, Socialis N° 7, Revista Latinoamericana de Política Social, FCS (UBA)/FCPRI (UNR)/FLACSO/Homo Sapiens, Buenos Aires, Julio 2003; Grassi Estela: “Cuestión social: precisiones necesarias y principales problemas”, Revista Escenarios, Escuela Superior de Trabajo Social de la Universidad Nacional de La Plata, Año 4, ­ N° 8, ­ Septiembre 2004; D’Amico, Victoria, La desigualdad como definición de la cuestión social en las agendas trasnacionales sobre políticas sociales para América Latina. Una lectura desde las ciencias sociales, Working Paper No. 49, 2013.

Capítulo I: La pobreza y la desigualdad social vistas desde el Olimpo

1. ¿Qué sucedía en Costa Rica mientras el Olimpo escribía?: El liberalismo en la Costa Rica de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX[3]

Para iniciar este recorrido por las representaciones de la pobreza y la desigualdad social en la narrativa costarricense de finales del siglo XIX, resulta fundamental que procuremos entender la forma de ver el mundo que tenían los intelectuales de la llamada “Generación del Olimpo”, y esto pasa por detenernos a analizar las principales características del liberalismo costarricense en las últimas dos décadas del siglo XIX y las primeras dos décadas del siglo XX.

En primera instancia, tal y como ya lo planteaba Eugenio Rodríguez Vega en 1974, es importante señalar que los liberales costarricenses de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX poseen ciertas características que los distinguen de los liberales de otras partes del mundo. Ahora bien, ¿cuáles son esas diferencias?

Si nos ubicamos en el período comprendido entre 1870 y 1929 para referirnos al liberalismo en Costa Rica (y en Centroamérica) es importante tener presente que este lapso no resulta homogéneo ni debería ser analizado como un “proceso uniforme”, pues no lo fue.

Al hablar de liberalismo es necesario tener presente la noción de progreso, teniendo en cuenta que dicha noción implicaba una “cultura asociada con lo urbano, europeizada y laica” (Cuevas, 1998: 151). En la primera etapa del proyecto liberal (hasta los primeros años del siglo XX) el progreso estuvo asociado con la cultura francesa, pero en los últimos años del siglo XIX y los primeros años del XX comenzó un proceso de penetración de modelo estadounidense, como bien lo apunta Cuevas.

Ahora bien, en términos de la construcción teórica del pensamiento liberal, es necesario aludir a los planteamientos de Adam Smith[4] (en resumen: orden y buen gobierno; desarrollo de la infraestructura de transportes, particularmente importante debido a su incidencia en la extensión del mercado; el incremento de la productividad en la producción de alimentos, especialmente en la agricultura; el crecimiento de la población, y el crecimiento del “stock” o capital (Viales, 2001: 4).

Viales sintetiza el pensamiento generado a partir de las propuestas de Smith, de la siguiente manera: “a partir de la libre competencia, productores y consumidores se enfrentan en el mercado y el precio de las mercancías se convierte en un indicador de la escasez, que actúa a partir del juego de las leyes de la oferta y la demanda; se genera la posibilidad de una situación de equilibrio. La fuerza que actúa en esta vía es la “mano invisible”, y surge así la idea de la existencia de mercados ‘AUTORREGULADOS’” (Viales, 2001: 4).

En el ámbito institucional (político/estatal) el liberalismo como doctrina propone que el estado no intervenga en la economía, con lo cual surge el conocido lema asociado a los liberales: “laissez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar). Ahora bien, ¿efectivamente los liberales costarricenses no intervinieron en la economía costarricense de finales del XIX y primeras décadas del siglo XX?

Todo parece indicar que los liberales costarricenses sí desarrollaron políticas estatales que implicaban la intervención en diversos ámbitos de la vida nacional, tales como el educativo, el sanitario, el económico, el agroindustrial y el cultural.

Veamos brevemente el caso del ámbito agrícola, especialmente importante para Costa Rica si pensamos que durante muchas décadas el “progreso” de este país estuvo ligado al desarrollo y la exportación de cultivos como el café y luego el banano. Así pues, en 1888 el señor Federico Mora, ingeniero agrónomo, publica la Guía de Ganaderos (Managua) y en este texto el autor nos brinda una idea de lo que era el pensamiento liberal en la Centroamérica de aquellos años, pues enumera los que para él eran los elementos básicos para la prosperidad de un país:

La multiplicidad de industrias: esta es una condición importante para que un país prospere porque las naciones que se dedican al cultivo de un solo “ramo” permanecen pobres, pues o bien en el mercado hay sobreoferta de ese producto (abunda EL producto) y entonces se vende a bajo precio, o bien escasea y aunque se obtenga buen precio le deja poca ganancia al productor.Las industrias deben ser propias para la población y compatibles con el salario que en el país se paga.“La ciencia económica aconseja que cada nación se dedique a aquello que pueda producir más fácilmente, a fin de obtener por su trabajo la mayor remuneración posible” (Citado por Viales, 2001: 10).

El mismo ingeniero Mora realizó un diagnóstico sobre las condiciones de los países hispanoamericanos para el desarrollo agrícola e indicó que estos países tenían “abundancia de terrenos, escasez de población y falta de capital”. Por eso, en su opinión, las industrias más convenientes para este tipo de naciones eran aquellas que requirieran “poco capital y un reducido número de brazos”.

Como sabemos, durante el período que aquí estudiamos, en Costa Rica el motor del desarrollo fue la producción cafetalera y hubo tres condiciones que caracterizaron la formación de la base territorial para la extensión del café: la apropiación de terrenos baldíos; la compra-venta de tierras apropiadas anteriormente, y la disolución de las formas comunales de propiedad.

Claro que la pertenencia a una u otra clase social incidía notablemente en las posibilidades de acceso a la tierra. No obstante, en este país el cultivo del café (motor del desarrollo agrario capitalista) fue un poco más democrático que en otros países de Centroamérica, como Guatemala y El Salvador, pues los campesinos tuvieron acceso a la tierra y esto dio origen a los pequeños y medianos productores. Lo que sí se concentró en manos de los más poderosos económicamente fue el procesamiento del grano (proceso de beneficiado), el crédito y la comercialización.

Lo anterior resulta particularmente importante para efectos de la presente investigación, pues consideramos que la mayor parte de los escritores que forman parte de la “generación del Olimpo” (a pesar de las diferencias que existen entre los mismos miembros de dicha generación y que analizaremos más adelante) no abordaron en sus textos literarios el tema de la pobreza y la desigualdad social, sino que se dedicaron a establecer distinciones entre el mundo urbano y el mundo rural de la Costa Rica del cambio de siglo, y se detuvieron a presentarnos con detalle a estos campesinos pequeños y medianos productores que comenzaban a acumular un pequeño capital, pero que conservaban estilos de vida rurales y poco “cultos” o “civilizados”, anteriormente también asociados con los estratos sociales más pobres. Más adelante, al analizar los textos literarios, se desarrollará con detalle esta temática.

Ahora bien, ya en 1826-1829 (liberalismo temprano), Juan Mora Fernández establecía una clara relación entre paz, salud pública, incremento de la población, comercio, agricultura e industria, y también señalaba la importancia de mejorar los caminos entre ambos puertos (el pacífico y el atlántico), pues así se favorecía el desarrollo del comercio y la industria, en síntesis, de la prosperidad del país.

Unas décadas más tarde, José María Castro Madriz, al tomar posesión de la presidencia, el 8 de mayo de 1866, señalaba que Costa Rica era una república “poco poblada… donde faltan fuertes capitales y grandes empresarios, que produciendo la competencia activen el desarrollo de todos los ramos (por lo que) el progreso, las empresas y la asociación libre, que es la gran palanca de la civilización moderna, así como la fuerza motriz de tantos admirables adelantos, necesitan más del estímulo del gobierno” (Colección Discursos presidenciales, 8 de mayo de 1866).

Esto quiere decir que, contrario a lo que aconsejaba la teoría liberal, el Estado costarricense intervenía para fomentar el liberalismo, al igual que sucedió en varios países de Europa y en Estados Unidos de Norteamérica. Castro Madriz insistía en la necesidad de construir caminos y propiciar la inmigración, porque “la inmigración de hombres trae consigo la de las luces” (1866).

Debemos tener claro que el lema de los liberales era “ORDEN, PROGRESO, LIBERTAD Y CIVILIZACIÓN”, y hacia la consecución de estos ideales tendían muchas de sus políticas culturales, económicas y sociales.

Hacia 1870 Tomás Guardia plantea que es urgente realizar cambios radicales en el país, pues era claro que la agricultura representaba para Costa Rica su vitalidad económica y el germen de su futuro engrandecimiento; por eso el Estado debía, en opinión de Guardia, consagrar todos sus esfuerzos a la protección de esa actividad.

De esta manera, a partir de la década de 1870 se dio una atención prioritaria a dos ámbitos: fomento y educación. El primero para propiciar el surgimiento de nuevas industrias y fortalecer las existentes, y para contribuir con el desarrollo de la agricultura (no solo del café, sino también del banano, los cereales y la caña de azúcar, por ejemplo, porque los gobernantes se dieron cuenta de que el monocultivo podía resultar perjudicial para la economía del país, como de hecho sucedió en la década de 1880), y el segundo para “dar acogida y protección a cuantas ideas y propósitos sugieren a los espíritus el consejo del trabajo, porque sólo de esa manera se multiplicarán las fuentes de la riqueza pública” (Mensaje del Presidente Bernardo Soto, 1886).

Queda claro entonces que los liberales costarricenses de finales del siglo XIX y principios del siglo XX promovieron políticas proteccionistas, en especial en lo que respecta a la materia agraria.

Una preocupación que surge en la primera década del siglo XX es que debido a la especulación respecto de las tierras se comenzaron a crear latifundios improductivos, es decir, grandes extensiones de tierra cuyos dueños no podían utilizarlas por completo debido, precisamente, a su gran tamaño. Esto generó un importante desequilibro en cuanto a la justa distribución de la tierra, así como grandes conflictos y trastornos del bienestar social; por eso se creyó necesario restringir ese mecanismo y para lograrlo se emplearon diversas estrategias, entre ellas la creación del impuesto territorial.

Como señalamos páginas atrás, los gobiernos liberales de finales del siglo XIX también se preocuparon por fomentar la educación, siempre asociada a la noción de progreso, es decir, en tanto que vía o medio para la consecución del fin último: el progreso y la civilización. Así por ejemplo, hacia 1886 el gobierno envió a Pedro Pérez Zeledón, subsecretario de Instrucción Pública, Hacienda y Comercio, a un viaje por EE. UU. y Europa para que “estudiara y comprara todo lo relativo al establecimiento de las mejores Escuelas de Agricultura y Artes y Oficios” (Informe de Pedro Pérez Zeledón, presentado en 1888 al Ministro de Instrucción Pública, Mauro Fernández).

La creación de la Universidad de Santo Tomás, en 1843, también iba en ese sentido, pues se pretendía contribuir a lograr la prosperidad de la nación. Es significativo que en 1849 se realizara la primera reforma general de la educación y que se hiciera bajo la dirección del Estado; una de las principales recomendaciones generadas a partir de esta reforma fue la creación de cátedras que contribuyeran a satisfacer las necesidades del país. Se establecen tres áreas de estudio fundamentales (TRIVIUM): Humanidades, Matemáticas, y Agricultura y Ramas Industriales. Además, en 1886 se aprobó la Ley Fundamental de Educación Común, que fomentó la educación primaria en varones (creación del Liceo de Costa Rica) e incluso en mujeres (creación del Colegio Superior de Señoritas).

Todo este panorama hizo surgir, a finales del siglo XIX, un imaginario social según el cual la mayor parte de la población costarricense era propietaria y los beneficios generados por el café llegaban a la mayoría de los ticos; sin embargo, esa igualdad económica y social no era más que un mito, pues pronto la diferenciación social y la pobreza se van a hacer sentir como problemas sociales, en la solución de los cuales también van a intervenir los gobiernos liberales.

Los políticos e intelectuales liberales en su mayoría enfocaron estos problemas desde el punto de vista del control social, y no desde la perspectiva de la justicia social.[5]

Ya en 1830 problemas tales como la prostitución, el crimen, la vagancia y el desorden generaron preocupación en las autoridades laicas y en las eclesiásticas, especialmente porque el llamado capitalismo agrario generado por el desarrollo del cultivo del café, transformó las relaciones sociales en este país y afectó entonces la vida cotidiana de los costarricenses.

Por un lado se generaban discursos (políticos, periodísticos, literarios y otros) que destacaban el carácter pacífico y laborioso de los ticos, pero por otro lado se producían discursos que hablaban de los ticos como individuos vagos, malos para el trabajo, viciosos y deshonestos.

Con el fin de fortalecer los mecanismos de control social, hacia 1880 se elaboró un proyecto para la construcción de una cárcel moderna (inaugurada en 1909), se fortaleció la policía y se endurecieron las penas por diversos delitos. Los sectores populares (tanto urbanos como rurales) eran, por decirlo así, el perro flaco (al que se le pegaban todas las pulgas), pues muchas autoridades consideraban que la pobreza estaba fuertemente ligada a la criminalidad; por eso se hablaba de la necesidad de realizar una labor de higienización social.

Un factor que conviene destacar es que el elemento étnico desempeñaba un papel fundamental en el proceso de diferenciación de Costa Rica respecto del resto de países centroamericanos, pues también se elaboró el mito de que la sociedad costarricense estaba compuesta fundamentalmente por gente “blanca”, lo cual la hacía superior y le daba “pureza”. Sin embargo, la escasa cantidad de pobladores de este país obligó a las autoridades a preocuparse por “importar mano de obra”, en especial negra y china. Esto se convirtió en una preocupación para muchos, pues pensaban que la “raza” tica podía perder “pureza” si se realizaba una mezcla con estos inmigrantes; se hablaba incluso del problema de la “degeneración racial” de la patria.

Este control de carácter eugenésico implicó aplicar leyes para restringir la inmigración, impedir a los discapacitados la reproducción y asociar la salud física con la moral. Esta necesidad de asegurarse la correlación entre moral y salud física, hizo que las autoridades estatales intervinieran en la vida de los sectores populares, en especial con respecto al cuido y la crianza de los hijos: los de arriba controlando a los de abajo (Molina, 2007: XIV-XVI).

Por ejemplo, en 1913 se creó un programa de alimentación infantil denominado “La Gota de Leche”, cuyo objetivo era brindar una alimentación adecuada a los niños que se encontraban en período de lactancia, pero resulta pertinente indicar que este programa incluía a los hijos de madres solteras, es decir, no se excluía a los “hijos naturales”, que sí eran excluidos de muchas otras formas.[6] El propósito de todo esto era “conservar niños para el país”, una de las bases de lo que don Cleto González Víquez llamó la “auto-inmigración”. Por eso es comprensible que por estos años se dedicara una buena cantidad de recursos estatales a la lucha contra la mortalidad infantil; para lo cual se vigilaba y controlaba la salud tanto de las madres gestantes como la de los niños ya nacidos.

Todos estos mecanismos de control generaron, sin embargo, algunos resultados poco esperados: 1) se fortaleció la imagen de la mujer como dadora de vida y reproductora de los reproductores, lo cual posiblemente incidió en la obtención del sufragio femenino (1949, Segunda República) y 2) la intervención estatal le permitió a los partidos políticos ofrecer cosas a los votantes a cambio de sus votos (si usted vota por mí yo le arreglo el camino, yo le consigo médicos gratis, yo le mando sus hijos a la escuela…).

Este proceso, que fue lento, permitió que se pasara del control social y la eugenesia a una democracia social, con garantías sociales para todos los ciudadanos, con la adquisición de la categoría de ciudadanas para las mujeres (que antes no la tenían) y con una fuerte inversión en educación estatal (creación de la Universidad de Costa Rica en 1940), entre otras cosas. La educación a la que los hijos de familias pobres tuvieron acceso a finales del siglo XIX contribuyó muchísimo con este cambio social. Una vez alfabetizados, estos individuos comenzaron a exigir más para sí y para los suyos.

En la década de 1930 (recordemos la cercanía temporal de la crisis de 1929 y un poco atrás la I Guerra Mundial, que generaron grandes crisis económicas y sociales) se producen acontecimientos muy importantes, uno de ellos es la fundación del Partido Comunista costarricense en 1931, cuyo programa fundamental incluía los siguientes puntos: reafirmar la necesidad de prohibir el trabajo infantil, reafirmar el derecho a la huelga y la fijación por parte del estado de salarios mínimos; enfatizar en la necesidad de higienizar el país; plantear que el estado debía financiar seguros, colonias escolares, casas cuna y de maternidad, “kindergartens” (Carmen Lyra, Adela Ferreto, Luisa González y el modelo montessoriano), escuelas maternales; defender la equidad de género en materia electoral, jurídica y salarial (Molina, 2007: XVII).

En el ámbito de la literatura, tendremos que esperar hasta la llamada generación literaria de 1940 para que se produzca una narrativa en la que está más presente el compromiso social con los desposeídos, aunque algunos narradores pertenecientes a la generación de escritores radicales (contemporánea a la del Olimpo) iniciaron el camino hacia la inserción de estas otredades en la literatura costarricense, tal y como procuraremos evidenciar en el transcurso de este libro.

2. ¿Problemas en el Olimpo?: Las representaciones de la pobreza y la desigualdad social en la narrativa de la generación del Olimpo

Como bien ha indicado la historiografía literaria costarricense, a finales del siglo XIX ya se había consolidado un grupo de intelectuales y políticos que propiciaban el desarrollo de todas estas políticas liberales de las que hemos estado hablando. Ese grupo ha sido denominado “generación del Olimpo”,[7] nombre debido especialmente a su posición de distanciamiento respecto de los actores sociales que retrataban en sus textos literarios (el concho, el campesino, el pobre, etc.). Es común que se incluya en este grupo a autores tales como Carlos Gagini, Ricardo Fernández Guardia, Manuel Argüello Mora, Manuel de Jesús Jiménez, Claudio González Rucavado y otros) e incluso Manuel González Zeledón y Aquileo J. Echeverría.

Sin embargo, para efectos de este trabajo, y siguiendo las propuestas de Quesada Soto, en su libro La formación de la narrativa nacional costarricense (1890-1910), es muy importante tener presente que, en buena medida gracias a las polémicas sobre literatura costarricense (tanto la de 1894 como la de 1900), pero también debido a otros factores, tales como la pertenencia a una u otra clase social, con el cambio de siglo surgió una división política e ideológica que partía del hecho de que existían en el mundillo literario costarricense dos bandos bien diferenciados y difícilmente reconciliables, como bien señalaba Leonidas Briceño:

- el bando de los liberales: a este bando pertenecían, supuestamente, los aristócratas de la oligarquía cafetalera y estos eran los que promovían el academicismo cosmopolita. Aquí se ubicaban todos los intelectuales pertenecientes al Olimpo literario en su versión más conservadora, por ejemplo Manuel Argüello Mora, Ricardo Fernández Guardia, Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno e incluso Carlos Gagini (sobre todo por su actitud de distanciamiento respecto de la “plebe”), todos ellos muy estrechamente ligados a los gobernantes de turno. Muchos de ellos cultivaron la crónica histórica, pues de este modo se acercaban de algún modo al nacionalismo literario, aunque de todas sus manifestaciones esta crónica fue siempre la más conservadora o de corte más tradicionalista, tanto por sus temas como por el lenguaje que empleaba. Esto se puede apreciar en detalle al estudiar, por ejemplo, las Crónicas coloniales, de Ricardo Fernández Guardia, las novelitas históricas de Argüello Mora (Elisa Delmar, Margarita y La Trinchera) y la colección de relatos de Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno, Noticias de Antaño).

- el bando de los nacionalistas: en este bando se ubicaban aquellos cuyo origen era más plebeyo y podían ser calificados como individuos de extracción popular, eran “pobres de levita”, en palabras del mismo Magón; cultivaban el llamado género concho, es decir, el costumbrismo. Aquí podemos ubicar a Magón, Aquileo J. Echeverría, Pío Víquez, el padre Juan Garita, Leonidas Briceño e incluso podríamos pensar en incluir a Joaquín García Monge, aunque sabemos que fue él quien con su literatura y su “activismo político”, dio pie al surgimiento del llamado realismo social. Aquí hay un mayor acercamiento a los personajes de clases más bajas y se comienza a usar el lenguaje popular (costarriqueñismos).

Como bien apunta Quesada Soto (1986), los autores que se han convertido en verdaderos clásicos de la literatura costarricense son los que cultivaron el nacionalismo en alguna de sus manifestaciones y no los que escribieron desde la perspectiva europeísta o eurocéntrica. Así por ejemplo, poco se recuerda a autores como Rafael Ángel Troyo (quien murió a los 35 años en el kiosco del parque central de Cartago, durante el terremoto que azotó esa ciudad), Alejandro Alvarado o el mismo José Fabio Garnier en sus primeros momentos. Pero es necesario indicar que el aporte dado por estos europeístas o modernistas fue también muy relevante para lo que vino luego, pues sin sus intervenciones quizá no hubiera sido posible lo que sucedió luego del costumbrismo, eso que don Abelardo Bonilla llama la “estilización del realismo” y que fue cultivada por autores como el mismo García Monge (La mala sombra y otros sucesos), Carmen Lyra y Luis Dobles Segreda.

Por otra parte, hay que recordar que Magón y Aquileo J. Echeverría, por ejemplo, fueron grandes amigos y admiradores de Rubén Darío, con lo cual quiero decir que esa división tan tajante que la historiografía literaria costarricense suele trazar entre nacionalismo y modernismo, como bien apuntó Álvaro Quesada hace más de 20 años, debe ser revisada. Darío hace un hermoso prólogo a la primera edición de las Concherías, que ya estudiaremos en su momento.

Ahora bien, paralelamente a la consolidación de este grupo olímpico se dio el surgimiento de otro grupo de intelectuales denominados radicales por sus ideas ácratas o socialistas. Este grupo estuvo conformado principalmente por Joaquín García Monge, Omar Dengo, José María “Billo” Zeledón, Roberto Brenes Mesén, José Fabio Garnier, Rómulo Tovar y Carmen Lyra.[8]

Es necesario tener presente que el modelo agroexportador, al que nos referimos páginas atrás, generó un aumento en la cantidad de jornaleros, así como la proletarización cada vez mayor de los artesanos. Estos intelectuales radicales se preocuparon por mostrar en sus textos literarios los problemas vividos por estos individuos empobrecidos, desposeídos, carentes de tierra y de posibilidades para salir adelante.

Iván Molina critica a estos intelectuales radicales porque afirma que en cuanto tuvieron oportunidad de incorporarse a puestos de poder en la estructura estatal, lo hicieron y con ello traicionaron sus principios. También los critica porque en su literatura niegan las posibilidades de cambio social que eventualmente tenían en sus manos estos obreros, artesanos y jornaleros. Sus personajes son individuos derrotados por el medio, con lo cual Molina estaría planteando que en estos autores hay ciertos rasgos de determinismo naturalista, idea que apoyamos, pero sin olvidar que estos textos fueron escritos y publicados en un momento histórico en el cual estaban en boga planteamientos como el naturalismo de Zolá, con sus ecos españoles bien conocidos en nuestro país (Galdós, Pardo Bazán y otros) y la teoría de la evolución de las especies de Darwin, entre otros.

3. La pobreza vista por los escritores olímpicos del bando liberal

En muchos de los textos de los escritores “olímpicos” más conservadores, que en adelante denominaremos “los del bando liberal”, se evidencia con claridad la frecuente recurrencia a recursos de distanciamiento entre el narrador, que la mayoría de las veces podríamos identificar con el autor, y los pobres en sus diversas manifestaciones (niños abandonados o huérfanos, mendigos y enfermos, o bien hombres pobres que agreden a sus hijos y mujeres y cuya actitud agresora se agrava ante la condición de extrema pobreza).

Esta élite intelectual al parecer percibía la pobreza como un problema que afectaba a sectores muy concretos de la población, pero a la vez como un mal endémico, como una patología social que únicamente podía aliviarse, ya que la cura definitiva no era posible. Se perciben ciertos aires de determinismo en estos escritores, pues de alguna manera plantean que quien ha nacido pobre debe conformarse con esa condición porque es lo que le ha deparado el destino y difícilmente variará la situación, al menos de manera sustancial.

No obstante, conviene señalar que al tiempo que estos intelectuales liberales percibían la pobreza de esa forma, en su faceta de políticos liberales generaron políticas concretas para enfrentar este problema social. Existe entonces una suerte de doble discurso entre estos autores/políticos liberales del Olimpo, puesto que en sus textos literarios plantearon una posición podríamos decir que de resignación con respecto al problema de la pobreza, mientras que en el ejercicio de los cargos públicos procuraron implementar políticas concretas para mejorar las condiciones de vida de los pobres.

Pasemos ahora a analizar algunos de los textos literarios escritos por estos intelectuales del “bando liberal”.

3.1. Elisa Delmar, de Manuel Argüello Mora [9]

Manuel Argüello Mora es un intelectual que escribe sobre temas nacionales, nos presenta personajes nacionales, en ambientes nacionales, con paisajes nacionales e incluso usa formas de tratamiento como el voseo, por considerarlo él propio de esta tierra. Sin embargo, no participa en las polémicas sobre literatura nacional que se suscitaron en 1894 y en 1900, aunque los historiadores de la literatura lo identifican como uno de los intelectuales liberales, pertenecientes a la oligarquía cafetalera.

Se trata de un autor que participa en la construcción del imaginario nacional, puesto que en sus textos presenta diversos rasgos culturales, sociales, raciales y religiosos del “costarricense” y los asume como elementos constitutivos de la nacionalidad. En esta labor participaron muchos otros literatos de pertenecientes al grupo de Argüello Mora, pues se concebía a la literatura como un medio idóneo para forjar patria y para fijar ciertos rasgos de la nacionalidad costarricense deseados o idealizados por la clase gobernante.

En sus textos, Argüello Mora reflexiona sobre sucesos políticos que él percibe como definitorios del destino de la nación que se estaba consolidando. En sus relatos transforma dichos eventos en una parte del mito fundacional de la democracia liberal costarricense y articula este mito con una determinada idea de la nación entendida como proyección de la familia (Grinberg Plá, 2002: s.p.).

Argüello Mora narra acontecimientos de los que fue actor, testigo y luego cronista; al parecer tenía una cierta necesidad de “hacer catarsis” a partir de todas las cosas trágicas que le sucedieron; por ejemplo, cuando su tío Juan Rafael Mora fue derrocado en 1959 y su fusilamiento un año después cuando intentó recuperar el poder y regresó del exilio (primero en El Salvador y luego en EE. UU.); el desembarco en Puntarenas, acompañado por varios fieles a él, incluido su sobrino Manuel. Así pues, los primeros ocho capítulos de las Páginas Históricas (Costa Rica, Imprenta El Fígaro, 1898) están dedicados a narrar la vida y la obra de Juan Rafael Mora, en especial el citado desembarco de Mora y Cañas en Puntarenas y sus consecuencias. Estos hechos también se retoman en las novelas Elisa Delmar, La Trinchera y Margarita.

Para Abelardo Bonilla, Argüello Mora no era propiamente un historiador, pues lo consideraba un narrador de muy notable fantasía y de fuerte pasión, lo cual resultaba bastante fácil de comprender cuando se trataba de Juan Rafael Mora, debido a los nexos familiares entre este y el autor. Esto quiere decir que, según Bonilla, a Argüello le faltaba objetividad para ser historiador.

En Elisa Delmar, concretamente, se narran hechos reales y el autor tiene la pretensión de que su narración sea tenida por verdadera (más allá de lo verosímil). Uno de los recursos que emplea Argüello Mora para lograr esto es afirmar que él fue testigo presencial de los hechos que va a contar e incluso se incluye como un personaje más del relato (de hecho usa su nombre propio).

Los protagonistas de la historia son el General Cañas y Elisa Delmar, una hija natural del General, quien pretende salvarle la vida a su padre. En la narración se enfatiza constantemente en la descripción de las características heroicas de Cañas, pues uno de los objetivos de esta novela-crónica es, precisamente, fijar en la memoria de los lectores costarricenses una idea de Cañas en tanto que héroe de la Campaña Nacional de 1856 y, en este sentido, una imagen de hombre ideal, modelo para los demás hombres, digno de ser imitado. En palabras de Argüello Mora:

(…) tanto la naturaleza como la educación se propusieron a porfía hacer de Cañas uno de los más simpáticos y hermosos tipos de la belleza humana; pues así en lo físico como en lo moral, el general Cañas fue un modelo de perfección en su género.

Difícil sería imaginar una figura tan bien delineada y tan brillantemente dotada por la naturaleza, como lo fue la del general Cañas. De alta y esbelta estatura, de azules y grandes ojos velados por espesas pestañas, con una nariz aguileña y una boca de donde jamás salió una sola frase ofensiva para nadie, Cañas practicó todas las virtudes, menos una: la fidelidad conyugal. Esa sujeción le fue imposible, porque el fogoso guerrero, discípulo de Morazán, amaba a todas las mujeres(Argüello Mora, 1963: 1).

Este “pequeño defecto” que le señala Argüello Mora –el de la infidelidad conyugal– es minimizado por el autor al contrastarlo con todas sus virtudes, pero además convierte en positivo algo que en principio podía ser negativo: Cañas es infiel, pero lo es porque se trata de un individuo con una gran capacidad de amar al prójimo y, cuando se trata de mujeres, ese amor se vuelve pasión.

Cuando Argüello describe a Elisa, hija natural de Cañas, siempre la describe como una digna representante de las virtudes paternas y siempre deja de lado el hecho de que se trataba de una “hija natural”. Al respecto nos dice Argüello:

Elisa Delmar no sólo era una de las más bellas flores del jardín que riega el torrentoso río Barranca, sino que su angelical bondad y su constante predisposición al sacrificio y a la renuncia del goce propio en cambio del ajeno, hacían de ella una hermana de caridad en la población de Esparta, donde nació y pasó la mayor parte de su vida.

No podía ser de otro modo la que debió el sér al gallardo centroamericano, al héroe sin miedo y sin reproches, en una palabra, al General don José María Cañas(Argüello Mora, 1963: 1).

Las caracterizaciones idealizantes o modelizantes que el autor hace de estos personajes responden en buena medida a la necesidad de la clase dominante de establecer las bases morales y culturales para la identidad nacional, es decir, Argüello nos estaba describiendo los tipos ideales de los hombres y las mujeres que debían conformar la naciente nación.

En relación con la pobreza y la desigualdad social, es preciso indicar que todos los personajes protagónicos, e incluso los secundarios (como Berta Delmar, la chiricana madre de Elisa, o Alberto Villalta, el joven colombiano pretendiente de Elisa), pertenecen a un grupo social para el cual las dificultades económicas no constituyen un problema, es decir, en esta novela no aparecen pobres ni desposeídos ni marginados en razón de su condición socio-económica.

Como indicamos, el interés de Argüello Mora era contribuir con la formación de la nación costarricense, sus valores y sus ideales, y dentro de su concepción de una Costa Rica en la que todos eran iguales, pero iguales que él, no cabía la figura del desposeído, es decir, desde su visión de mundo los protagonistas de sus historias siempre tenían que ser héroes, individuos dignos de imitar, cuyas vidas fueran modélicas, hombres y mujeres capaces de realizar grandes hazañas, gestas heroicas, mártires como Mora y Cañas.

3.2. El huerfanillo de Jericó, de Manuel Argüello Mora

En una de las primeras novelas publicadas por Argüello Mora, titulada El huerfanillo de Jericó (1888), nos encontramos con Pedro, un interesante protagonista que nos narra su trágica vida al mejor estilo del Lazarillo de Tormes, pues estamos ante un texto que sin duda posee rasgos de la novela picaresca española. Si bien Pedro es un niño pobre, huérfano y desamparado que nos cuenta su historia en primera persona, notamos aquí el mismo recurso de distanciamiento al que hacíamos alusión páginas atrás, empleado por Argüello Mora para denotar la enorme distancia que separaba a un individuo como Pedrillo de un honorable ciudadano como él. De hecho, el autor se menciona a sí mismo en el texto, pero no como personaje ni cosa parecida, sino más bien como un dato referencial que busca otorgarle verosimilitud al relato, ya que en un momento de la narración se alude a don Manuel Argüello, dueño de la hacienda bananera Nuevo Corinto, en la cual estuvo trabajando el protagonista y a la cual debe regresar hacia el final de la novela.

Conozcamos más de cerca a este niño huérfano. Lo primero que debemos mencionar es que toda la narración de Pedro tiene un marcado tinte naturalista-determinista, pues la descripción de su ambiente y las circunstancias que lo rodean, nos hacen pensar que estamos ante un individuo que difícilmente podrá salir de esa espiral de pobreza y degradación en la que, según los autores del Olimpo e incluso otros escritores pertenecientes a la Generación del Repertorio Americano o a la de la Generación de 1940, caían irremediablemente algunos miembros de toda sociedad, destinados a ello. No obstante, Pedro recibe una revelación que le cambia su vida y le permite salir de la pobreza, aunque al lector siempre le queda la duda de si este pícaro narrador nos estará contando la verdad y nada más que la verdad o si nos estará tomando el pelo para poder enriquecerse de manera más o menos legítima.

Lo primero que Pedro nos cuenta es cómo se quedó huérfano a la temprana edad de 10 años, lo cual lo colocó en una situación de total desolación y abandono y en la más extrema pobreza, aunque ya antes de perder a sus padres vivía en la pobreza:

¡Noche tenebrosa encubría la mortal escena! (…) Huracán terrible doblegaba las altas palmileras y rompía sus férreos tallos. La choza temblaba desde los cimientos y los rugidos de las fieras llenaban de pavor todo mi ser. Mis ojos no podían apartarse del cadáver de mi madre adorada (…) Dos días después la fiebre palúdica me dejaba enteramente huérfano y solo en el mundo, pues mi padre sucumbió, víctima de la aflicción y de los miasmas (...) Yo tenía entonces diez años de edad, un cuerpo pequeño y raquítico, debilitado por la fiebre intermitente; mal vestido y sin un centavo en el bolsillo, salí de aquel lugar donde había pasado tres meses ayudando a los que me dieron el ser, en las faenas domésticas (Argüello Mora, 1963: 121).

La narración continúa con el recuento de “los amos” por los que va pasando Pedro (en total cuatro), siempre con el afán de verse al menos un poco amparado y de sobrevivir. El primer amo que encontró Pedro, y el más significativo para efectos de la trama, fue el negro Francis Phelps, quien convirtió al niño en esclavo suyo y lo enseñó a robar para él. Este hombre era un trabajador bananero, quien al hallar al niño huérfano y pobre ve una oportunidad de oro para retenerlo junto a él a punta de amenazas y mejorar sus condiciones de vida por medio del robo a terceros. El niño finalmente escapa y prueba suerte con otros amos, esta vez en la capital –San José–, aunque no corre con buena suerte, pues recibía muy mala paga y muy malos tratos. Finalmente logra colocarse como sirviente en un hospital capitalino, donde un día de tantos ve llegar a un hombre moribundo, que resulta ser el negro Phelps; este, carcomido por la culpa y deseoso de ser perdonado por Pedro ante la cercanía de la muerte, le revela el lugar exacto en el que tiene un tesoro escondido (un reloj de diamantes supuestamente encontrado por el negro en el fondo del mar) y le aconseja que lo desentierre, lo venda y salga así de los apuros y la pobreza.

Para Pedro es muy importante que su interlocutor –el lector en general– lo considere una persona de bien, honesta e incapaz de llevar una mala vida, por eso insiste en que el reloj no fue robado, sino encontrado en el fondo del mar por un hombre que ahora está en su lecho de muerte y parece incapaz de mentir. El texto finaliza con las siguientes argumentaciones de Pedro:

Entonces fue que se me ocurrió publicar la presente historia, valiéndome del señor Sirio, quien la escribió bajo mi dictado. De este modo conocerán el origen de mi riqueza, y aun me servirá como reclamo o aviso para los que deseen obtener buenos brillantes y rubíes, pues los ofrezco a mis lectores al precio corriente, si se toman el trabajo de dirigirse a mi habitación (…) (Argüello Mora, 1963: 139-140).

Así es que Pedro se toma el trabajo de contarnos su historia completa, y para ello le pide ayuda a un reconocido escritor llamado Sirio (seudónimo empleado por Manuel Argüello Mora),[10] a fin de lograr que le creamos lo que nos cuenta y a fin de vender los diamantes de su reloj sin que nadie sospeche de su honestidad. El lector decide.

3.3. “Honor al mérito”, de Manuel de Jesús Jiménez Oreamuno[11]

Manuel de Jesús Jiménez perteneció a la aristocracia cartaginesa y sus crónicas están atravesadas por una actitud aristócrata, elitista y señorial. Fue uno de los cronistas que se interesó por indagar en el pasado de su familia para explicar sus orígenes nobles o aristócratas, es decir, se interesó en conocer más de cerca a sus ancestros españoles, que nos colonizaron y “trajeron la civilización”.

En las crónicas de este autor está ausente el pueblo, no aparecen por ningún lado pobres (ni rurales ni urbanos) y se percibe una concepción de mundo según la cual no hay división de clases en Costa Rica, pero esto porque se borra a las clases bajas y se ofrece una visión que presenta un país próspero y rico, salido de 300 años de indigencia e incultura gracias al desarrollo de la agricultura, en especial del café (no en vano, el grano de oro) y del comercio. Al parecer TODO el país salió de la pobreza, TODO el país se enriqueció, con lo cual se podría pensar que los pobres y la pobreza dejaron de existir. En palabras de Jiménez Oreamuno:

En la agricultura y el comercio encontraron los costarricenses el secreto para salir entonces de aquel espantoso estado de pobreza y de aquella supina ignorancia de los días de la colonia. El proceso de su evolución es obvio. Sembraron café y luego vieron sus puertos frecuentados por naves extranjeras; tuvieron comercio y luego se pusieron en contacto intelectual con los centros civilizados del mundo; produjeron más de lo que consumían, y luego tuvieron riqueza pública; fueron ricos y luego encaminaron sus pasos por las modernas sendas del progreso, en demanda de más altos y más lúcidos ideales para su espíritu y de más lujosos y sensuales deleites para su cuerpo(Jiménez Oreamuno, 1981: 473).

Por eso en “Honor al mérito” el autor habla del retorno de los héroes de la Campaña de 1856-57 y hace referencia, por ejemplo, al hecho de que, como la mayoría de los soldados que regresaban eran propietarios, sus familias llegaron con caballos a recogerlos, según cita del periódico local Crónica de Costa Rica (Jiménez Oreamuno, 1981: 476). Esto quiere decir que, desde la perspectiva de Jiménez Oreamuno, en el ejército costarricense no había soldados pobres ni desposeídos, sino que todos –o al menos la gran mayoría– pertenecían a grupos sociales cuya condición económica era buena o muy buena. ¿Dónde ubicaría este cronista a un soldado como el “mítico” Juan Santamaría?

Jiménez Oreamuno también hace alusión a los dueños de comercios josefinos (todos extranjeros) que se prepararon para la gran venta generada por el baile de la victoria:

Desde varios días antes se pusieron en movimiento los comerciantes, sastres, zapateros y costureras de San José, haciendo su agostillo; de los anaqueles de don Leonidas de Vars salían cortes de gasa y tarlatana innumerables y de raso, muy contados; crespones, abalorios, cintas, guantes y botones (…) Miss Matty ponía en boga sus talleres con unos preciosos túnicos llenos de menudos vuelos, desde la cintura al rodapié. La zapatería de Boulanger agotaba su acopio de botines y medias botas de charol y la casa de Mr. Marr en la calle de la Gobernación, no daba abasto con los pedidos de fraques, levitas y chalecos de terciopelo a cuadros (Jiménez Oreamuno, 1981: 483).

Seguramente a este baile victorioso y pomposo no fue invitado ningún soldado pobretón (por más valiente que fuera), que además no habría tenido el dinero suficiente para comprarse ni siquiera el sombrero requerido. Una vez más, el autor alude a una Costa Rica igualitaria y unida, armoniosa y vencedora, pero al hacerlo excluye a todos aquellos individuos que no formaban parte de SU propia clase social, de SU propio círculo de familiares, amigos y allegados.

Toda la descripción que este autor hace de los preparativos para el citado baile y del baile en sí, da cuenta del lujo, la fastuosidad y el derroche que generó esta actividad. Veamos cómo lo narra Jiménez:

Los preparativos anunciaban una gran fiesta; el inolvidable maestro Gutiérrez [autor de la música de nuestro Himno Nacional] ensayaba diariamente la banda (…) Habría opípara cena: todo el San Julián, Medoc, Pajarete y Madera de don Víctor Castellá, corría por cuenta del baile; habría luminaria: todas las linternas y vasos de color del taller de Mason quedaban a la orden (…) y habría, sobre todo, gran contento, porque el patriótico entusiasmo se desbordaba entonces de los pechos (…) El salón lleno de hermosas jóvenes elegantemente vestidas, de señoras y caballeros, de todas las edades, presentaba una vista no menos sorprendente con sus artesonados del Renacimiento, sus espejos de Venecia, sus magníficas arañas, sus mesas doradas y de mármol, sus cortinajes, su trono y sus lindísimos adornos(Jiménez Oreamuno, 1981: 483-484).

Debemos tener en cuenta que en la época a la que se refiere esta crónica (concretamente 1857) Costa Rica era un país con serios problemas en lo relativo a la distribución de la riqueza; además, había sufrido grandes pérdidas humanas y materiales a raíz de la guerra contra los filibusteros y de la epidemia de cólera. Esto nos confirma que Jiménez Oreamuno es un cronista cuya visión es totalmente parcial, es decir, se trata de un autor que se limita a contar lo que ve o, mejor dicho, lo que alcanza a ver desde su perspectiva.

Abelardo Bonilla piensa que Jiménez evidencia en sus crónicas una cierta disyuntiva, pues se debate entre las tradiciones evocadas por los historiadores del siglo XIX y la tendencia realista propia del siglo XX. Ese tránsito (histórico, literario, cronológico) está presente en Jiménez. Por eso quizá se nota una gran nostalgia por el pasado, en especial por lo que él llama la edad de oro de Costa Rica (el período 1850-1870) y una cierta crítica de algunos aspectos del presente (por ejemplo, la juventud alocada, que no sabe comportarse como es debido, que es licenciosa, etc.).

Así pues, la mayoría de los críticos que se han acercado a la producción de Jiménez Oreamuno suelen coincidir al señalar que en ella se combinan elementos que podrían, en principio, resultar contradictorios, por ejemplo: la aristocracia colonial y el liberalismo republicado// la anécdota histórica y la ficción// el casticismo academicista y el nacionalismo costumbrista (se limita a describir ciertos ambientes locales, los trajes, las cosas de la casa)// el romanticismo (galenteo, caballeros altivos) y el realismo. Pero esto también sucede en el caso de autores como Fernández Guardia, Carlos Gagini y Manuel Argüello Mora.

Quesada Soto (1986) procura explicar estas ambigüedades de Jiménez a partir de la idea de que durante los años del cambio de siglo, la ideología política del liberalismo patriarcal se estaba resquebrajando, es decir, ya había perdido su fuerza de antaño y ya estaban comenzando a surgir nuevas fuerzas o nuevos actores sociales, provenientes de capas sociales más bajas (con mucho menos poder económico que los oligarcas), que además se estaban organizando para hacer valer sus derechos.

Recordemos que en ese momento del cambio de siglo entran en pugna la tendencia patriarcal (más tradicional o conservadora) y la liberal burguesa (de corte más innovador), aunque lo que está en juego es una concepción del mundo y de la sociedad más o menos democrática (hasta dónde es conveniente la participación popular en la toma de decisiones relevantes). Esto quiere decir que el desarrollo tan acelerado del capitalismo agrario dio al traste con el famoso pacto patriarcal (dominio del patriarca a cambio de la protección al campesino y su familia).

En el caso de Jiménez, él destaca algunas cosas positivas de los patriarcas y su forma de ver el mundo, por ejemplo las arraigadas concepciones de orden y concierto, que hacían prevalecer la armonía entre los diversos miembros de la sociedad, pero critica de estos que eran demasiado conservadores y que temían el advenimiento del progreso en todo su esplendor. Por otra parte, de los liberales burgueses criticaba que no tenían la templanza de los patriarcas, que se habían vuelto más avaros porque ahora su “dios” era el dinero, y el capitalismo había cambiado sus valores: Jiménez habla entonces de las “virtudes domésticas” del capitalismo liberal, pero también hace notar sus “cívicos defectos”. Por eso añora la edad de oro de las costumbres costarricenses (1850-1870), ya que en ese período sus compatriotas supieron conjuntar, en un perfecto equilibro, desde su punto de vista, “la apacible sencillez de la Colonia y la moderna cultura de la República” (Jiménez Oreamuno, 1981: 474).

Quizá el objetivo fundamental de Jiménez en sus crónicas es hacer ver la necesidad de retornar a ese tiempo pasado que fue mejor, a esa edad de oro de las costumbres ticas, de la cual este país nunca debió salir, en opinión del autor. Jiménez la piensa como edad dorada porque en ese período todavía no se había producido el quiebre o la fractura entre esa visión conservadora y la visión liberal burguesa. Todo se percibía armónico. Pero recordemos que fueron las mismas reformas propiciadas y promulgadas por los primeros liberales (las reformas educativas, agrarias, económicas y sociales que ya comentamos) las que produjeron un fruto totalmente inesperado para sus promotores, pues de algún modo lo que hicieron fue despertar la conciencia de muchos individuos pertenecientes a esas clases sociales menos favorecidas, es decir, sin proponérselo despertaron la conciencia de los proletarios, de los pobres, de los obreros, y lo que comenzó a suceder a partir de aquí no tuvo marcha atrás.

En los textos de Jiménez es posible apreciar un ideal: el logro de un cierto equilibro o balance de fuerzas que permita mantener el poder económico y político en manos de la oligarquía liberal, sin renunciar a las transformaciones generadas por el imparable progreso, pero eludiendo a toda costa la descomposición social y moral que el capitalismo también había traído consigo. Jiménez quiere lograr una fórmula perfecta: ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre: ni el clericalismo patriarcal, ni el enorme poder económico de los nuevos ricos, pero tampoco el socialismo y menos el anarquismo. Incluso la propuesta antiyanqui de Jiménez tiene como fundamento el derecho de la oligarquía tica de seguir gobernando este país, sin la intromisión de gobiernos foráneos.

Esta ambivalencia se aprecia, según plantea Quesada Soto, no solo a nivel de las temáticas desarrolladas por Jiménez, sino también en el nivel de la estructura de sus crónicas y de la variedad de estilos que presentan. En Jiménez contrastan el estilo sobrio con la ironía, la alusión a un hecho trágico mezclada con una anécdota jocosa o divertida; por ejemplo en “Honor al mérito” se mezcla ese tono sobrio con el que narra la gesta heroica del 56 y el regreso de los héroes en mayo del 57, con la narración de la anécdota antropofágica de “Chepita”, que al final resulta ser tragiquísima, pero que se cuenta en clave de sorna o para producir risa (Jiménez Oreamuno, 1981: 486-487).