Poesía completa I - Espanol - Federico García Lorca - E-Book

Poesía completa I - Espanol E-Book

Federico García Lorca

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Esta edición recoge la producción esencial de Federico García Lorca, aquella que fue el centro de su actividad creadora y contó con su autorización o con su visto bueno, salvadas algunas y accidentales excepciones. En esa confianza ponemos al alcance del lector la poesía completa del gran poeta español.

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Esta edición recoge la producción esencial de Federico García Lorca, aquella que fue el centro de su actividad creadora y contó con su autorización o con su visto bueno, salvadas algunas y accidentales excepciones. En esa confianza ponemos al alcance del lector la poesía completa del gran poeta español.

Federico García Lorca

Poesía completa

Título original: Poesía completa

NOTA DEL EDITOR

Esta edición recoge la producción esencial de Federico García Lorca, aquella que fue el centro de su actividad creadora y contó con su autorización o con su visto bueno, salvadas algunas y accidentales excepciones. En esa confianza ponemos al alcance del lector la poesía completa del gran poeta español.

PRIMERA PARTE

PRÓLOGO La poesía de Lorca

En 1933, Federico García Lorca pronunció en Buenos Aires y Montevideo su conferencia «Juego y teoría del duende». Se trata de una teoría de la cultura y del arte español, pero también de una poética, en condensada y hermosa síntesis. El texto describe tres figuras, que son otros tantos conceptos fundamentales: la musa, el ángel, el duende. La musa es la inteligencia y explica la poesía de Góngora, y el ángel es la gracia, la «inspiración»: en ella tienen su origen la poesía de Garcilaso o la de Juan Ramón Jiménez. ¿Y el duende? Lorca delimita las diferencias con toda precisión:

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas […] Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

El ángel, la imaginación, y la musa, la inteligencia, son exteriores al fenómeno poético profundo, ese que nos pone en contacto con los centros últimos de la vida. De ahí la definición, que Lorca da y que relaciona al duende con la consciencia trágica del vivir:

[…] el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

Y añade poco después:

[…] el duende hiere, y en la curación de esta herida que no se cierra nunca está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.

El duende es, pues, «el dolor mismo, la conciencia hiriente y no resignada, del mal o de la desdicha» (Marie Laffranque). Lorca supera las poéticas descriptivas. El arte, la poesía, busca la revelación de la realidad profunda, esencial. Cierto, al formular su poética del duende estaba también definiendo su posición estética de los años treinta, cuando dejó atrás posiciones en teoría más racionalistas, como las que suscitaron su fervor gongorino de 1926-1927. Pero también es verdad que muy pronto, fuera o no consciente por entero del fenómeno, la poética del duende marcó todo su arte. De ahí la cantidad de elementos irracionales, mágicos, que lo pueblan.

Hay en casi toda su poesía un clima sonambular, de irrealidad, de sueño, que la baña, recubre y llena de misteriosa fascinación. El poeta que alumbra el mito de la luna que rapta al niño en el romance inicial del Primer romancero gitano, estaba habitado por fuerzas irracionales, oscuras, que lo llevaron a la cristalización de fórmulas imaginativas insólitas en la poesía contemporánea. Y obliga a pensar en los grandes plásticos del siglo: el Picasso de los minotauros y el Guernica, Marc Chagall y sus ideaciones de la vida judía, cierto Miró. Cabe explicar así la singularidad de Lorca, dueño siempre de una técnica refinada y, sin embargo, viajero al mismo tiempo por los últimos fondos de lo real y lo ultrarreal, sea el terror de la historia y el terror de la muerte, la fascinación del deseo y la fascinación de los límites, «las cosas del otro lado». La técnica es un mero soporte, nunca un fin. El gran imaginativo no se desborda; sus metáforas son precisas, nítidas, pero es claro que el poeta no se agota en ellas, como le ocurre a Góngora. Cuando se proclama en el «Romance de la Guardia Civil española» que «La media luna, soñaba / un éxtasis de cigüeña», no se trata sólo de la imagen zoomórfica, sino de la presencia de la luna creciente en el cielo de los gitanos: luna inquietante, si no maléfica, reina de la vida y de la muerte, que ilumina la ciudad, perfecta pero a punto de ser destruida.

Lorca, podríamos concluir, es un poeta simbólico, sí, pero no se trata sólo de eso. Es la comunión de cielo y tierra, la proximidad de lo alto y lo bajo, la percepción continua de una realidad más vasta, todo ello bajo la dirección de un instinto verbal que sorprende al lenguaje en su intersección, arbitraria pero operativa, con los grandes planos de las cosas.

Ardiente de inspiración, precisa de formas, esta poesía es el resultado de una escritura que hubo de confrontarse con las tradiciones y los cánones vigentes cuando su autor compareció en la literatura española. El modernismo había entrado ya en decadencia, aunque siguiera dominando el gusto poético mayoritario, y por eso casi toda la poesía juvenil es modernista. Con Rubén Darío, y en buena medida a través de Rubén Darío, a quien admiró mucho, asimiló la lección de los simbolistas: Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Lautréamont, que resuenan en sus primeros textos. Desde antes quizá conocía también a Victor Hugo, entonces muy difundido en España.

Pero las fuentes no bastan para explicar a un escritor. Y el hecho es que algunas composiciones del Libro de poemas, las más tardías, muestran ya una voz diferenciada, perfilada en sus elementos básicos, aunque carezcan todavía del resplandor de la madurez. Esa primera voz singularizada procede de la magistral asimilación de los ritmos (neo) populares. La poesía española vive ya en pleno posmodernismo, pero nadie se había adentrado antes por estos caminos como lo hizo Lorca, seguro en su recreación de ritmos y formas de la tradición. La confirmación de que los hallazgos no eran casuales se produce en 1921, el primer año de la primera madurez lorquiana. El Lorca del veintiuno posee ya un universo propio en visión y en expresión. Evolucionará, sí, pero no cambiará en lo sustancial, pues su universo se presenta como una maraña de temas, motivos y símbolos que se repiten e imbrican con admirable fidelidad.

La frustración es el tema central. Todo este universo se alimenta de esa sustancia última, por más que su manifestación se produzca en planos muy diversos. Son los jinetes que galopan sabiendo que nunca llegarán a su destino; es el sueño imposible de la infancia de donde el adulto es desgajado de modo artero; es el tormento de la mujer sin hombre o sin hijos. Este destino trágico se proyecta sobre un doble plano: el metafísico y el histórico, el ontológico y el social. No siempre son disociables, a veces aparecen unidos; pero es necesario señalar su doble naturaleza para la correcta comprensión de un discurso complejísimo. En Poeta en Nueva York, por ejemplo, se oyen voces terribles contra la civilización capitalista, pero también los fantasmas del tiempo, la naturaleza y la muerte dejan sentir su presencia oscura. Debe subrayarse esta capacidad del poeta para articular su mundo sobre planos en principio contradictorios. Lejos del optimismo revolucionario, pone su palabra al servicio de todos los oprimidos y marginados, sin mengua de sentirse aterrado ante la amenaza del tiempo, la muerte, y el destino de un mundo azaroso e incierto.

El tema del amor es esencial. Energía clamorosa, cósmica, el sexo hace saltar la gran prohibición cultural de Occidente: el incesto, al que remite el romance de «Thamar y Amnón». El amor es inseparable del deseo, pero no puede decirse que Lorca desconozca su dimensión espiritual, según corrobora con precisión la «Oda a Walt Whitman», de Poeta en Nueva York, uno de cuyos grandes temas es la agonía del amor en el mundo. Sin duda el poeta se siente fascinado por la expresión erótica del amor, canta jubiloso el frenesí de los cuerpos y se deleita en la descripción de las formas hermosas. Este pansexualismo explica la justificación de la doble opción amorosa, homosexual y heterosexual, que celebra la misma «Oda» donde se legitima que el hombre conduzca su deseo «por vena de coral o celeste desnudo».

Pero el eros y el amor están siempre amenazados, cercados, y se enfrentan de continuo a la maldición y a la destrucción. Una pena oscura, secreta, que supura como una llaga oculta, recorre la poesía amorosa lorquiana más intimista e incluso alcanza a poemas que sólo de manera periférica tocan el tema del amor, hasta el período de Nueva York. Entonces, en la gran urbe, la pena se vuelve desesperación, protesta abierta contra los ultrajes recibidos por el amor. La épica del Romancero gitano estallaba ya en todas las direcciones posibles del lamento amoroso, pero eran personajes quienes vivían y decían ese lamento: femeninos, sí, mas también masculinos (el amante abandonado y traicionado de «Muerto de amor»). Después, esa pena, que tiene que ver con la condición homoerótica, vuelve a manar, incontenible, insomne y un sí es no es hermética, de los versos del Diván del Tamarit, para volverse canto de felicidad por la plenitud del amor, y dolor de abismos por el temor a su pérdida en los sonetos amorosos.

Otro tema esencial es la esterilidad. La renuncia a la perpetuación de la especie posee evidente dimensión trágica. Por eso, la voz lírica clama contra la voz del «amor oscuro», que es estéril: «no me quieras perder en la maleza / donde sin fruto gimen carne y cielo». «Maleza»: desolación silvestre y estéril. La obsesión de la infancia perdida encuentra aquí una de sus causas más notables, pues el otro rostro del niño no engendrado es el niño muerto de la propia infancia, un niño que se niega a morir. Los numerosos niños muertos (ahogados y sepultos sin paz, muy a menudo) que recorren este universo son el efecto de esa infancia perdida y sangrante siempre.

Corolario inevitable del tema de la frustración, la muerte es otro tema nuclear. Tanto, que Pedro Salinas pudo afirmar que Lorca siente la vida por vía de la muerte. Entre ésta y la vida se produce una tensión constante. El poeta se muestra fiel heredero de la tradición romántica, que lleva hasta sus últimas consecuencias. Él vio a su duende instalado en el ámbito de las sombras y toda su obra se presenta como un enfrentamiento continuo a los poderes maléficos. De ahí que el tema del carpe diem rebrote con tanta intensidad. Por eso, entre otras razones, nunca es un poeta tétrico. El canto apasionado a la materia terrestre pertenece a la misma médula de la obra lorquiana, que celebra todos los elementos naturales de su germinación y de su plenitud. Amor y muerte. Amor contra la muerte.

El gran binomio romántico se reencarna en nuestro poeta, que lo lleva hasta sus últimas consecuencias enlazándolo con las corrientes más hondas del existencialismo. «Toda muerte es, en cierto modo, asesinato», escribió su hermano Francisco a propósito de esta obra. Ahí veía él la causa de tanta muerte violenta en ella, pues la violencia constituye la verdadera cara de la muerte. Pero ésta es también un castigo. Lorca la siente en su realidad más tangible, en la descomposición de los cuerpos (el «silencio con hedores» del que habla el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías), y en la nada y el olvido adonde se precipitan los muertos, vueltos ya materia mineral: «No te conoce el lomo de la piedra», dice el mismo Llanto. Pero a veces este desenlace, con el que se desmarcaba de su primera fe católica, que rescató en varias ocasiones del pasado —así en la «Oda al Santísimo Sacramento del Altar»—, da paso a otra realidad más siniestra, acaso huella al revés, huella culpable, de la fe desaparecida, acaso vestigio también del pensamiento arcaico: la vida de los muertos en la tumba, porque aquí los muertos no mueren del todo e inertes no pierden la conciencia. Fue en Nueva York cuando esta visión se abrió paso como una especie de fulgurante y desolada revelación. Una tradición muy antigua nutría al poeta. Es que el cantor de la vida albergaba también a un metafísico capaz de enfrentarse a los enigmas de la condición humana y del mundo.

Así sucede en su tratamiento del tema del tiempo, que lo hace revolverse contra el principio de identidad, pues los hombres pierden día a día sus señas distintivas y, además, el yo es plural. Más aún: todo es aleatorio, arbitrario. Las cosas son lo que son como pudieron ser de otra manera. En este contexto se impone como evidente e inevitable el apartamiento de la fe religiosa que había recibido de niño, sustituida aquélla una y otra vez por la consciencia del desvalimiento de la criatura humana, abandonada en un mundo confuso y oscuro: «El mundo solo por el cielo solo / y el aire a la salida de todas las aldeas», deploran los versos de «Navidad en el Hudson», en Poeta. Eso no impide rebrotes ocasionales de la fe cristiana, como la «Oda al Santísimo». En todo caso, la heterodoxia es total: Jesús aparece como el agente de una redención inútil, traicionado por su Iglesia y ajeno el mundo a su mensaje.

Tanta desazón, tanta insistente lucidez, no consiguieron anular la presión de la historia sobre la obra lorquiana. No practicó Federico la prédica política al modo de algunos compañeros de generación. En realidad, rebasa —más que rechaza— los planteamientos doctrinales, destinados a concitar adhesiones. Pues la verdad es que, sin teñir su poesía de otro color que no fuera el poético, pocos poetas como él han llevado a sus versos el tema de la revolución y su cara opuesta: la represión, la reacción. He ahí el «Romance de la Guardia Civil española», que se anticipa al delirio plástico del Guernica. Poco más tarde, en el Nueva York sacudido por los primeros síntomas de la Gran Depresión, Lorca profundizaba su visión social y política. Enfrentado con el rostro más duro del capitalismo en crisis, profetizaba la invasión de la ciudad —la civilización— por la naturaleza enfurecida, que brotará de entre sus ruinas. Su instinto lo llevó a trascender el folclore negro y a ver la raza negra como la víctima que era —y eso en tiempos en que la mentalidad colonial dominaba a buena parte de la intelligentsia europea—, y denunciar a los blancos y apelar a su exterminación en nombre de la naturaleza escarnecida y humillada, con la que comulgan los negros («El rey de Harlem»), y a la que se adscriben también los «pequeños animalitos», que se hallan sometidos al holocausto de la sociedad industrial («Nueva York. Oficina y denuncia»).

Este rico complejo de temas se encauza a través del lenguaje más peculiar de todo el siglo en lengua española, cuya creación es a buen seguro la máxima hazaña del autor. Un rasgo lo define: es un discurso de lo concreto, que renuncia a la expresión conceptual, abstracta, especulativa. El mundo es contemplado desde y por una conciencia que cabría calificar de sensorial. De ahí la importancia de la metáfora y la personificación. El poeta debía ser, según señalaba él a propósito de Góngora, «profesor en los cinco sentidos corporales», con la vista en primer lugar. Esta participación de los cinco sentidos hace que todo se anime, esté o parezca vivo. El mundo se tiñe de verde, como sucede en el «Romance sonámbulo»; la luna es una dama del novecientos con polisón de nardos, resplandeciente en su halo luminoso, según el «Romance de la luna, luna»… Esta animación de lo existente elimina toda dimensión tétrica, sumido el lector en esa sinfonía de verdes, damas lunares, vientos-sátiros, navajas como peces, montes gatunos, ríos de la fantasía, caballos de la soledad. Nadie en el siglo XX, al menos en castellano, ha ido más lejos que Lorca en esta poetización del discurso. Sus efectos son inmediatos: comulgamos con esta poesía, nos hacemos una con ella, al margen de sus contenidos, más allá de sus perspectivas doctrinales o ideológicas.

El sortilegio se apoya en la retórica. En primer lugar, en la metáfora. Lorca es un gran metafórico. Tuvo maestros modernos: Ortega, Gómez de la Serna. Con todo, su gran maestro fue Góngora. De él aprendió a ser profesor en los cinco sentidos; de él recibió la gran lección de un discurso que era, antes que nada, poético y en él aprendió a metaforizar mediante la elaboración compleja de los referentes, fruto de la escasa tangencia entre los planos relacionados, y la elusión del plano real, así como también de él aprendió la alusión.

La compleja elaboración afecta también al tejido discursivo. Lorca maneja con maestría la elipsis, la condensación expresiva. Sean los versos del «Romance sonámbulo»: «Barandales de la luna / por donde retumba el agua». Se ha aducido a propósito de estos versos un pasaje del Quijote: «el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna» (1, 20). Pero nada que ver con nuestro poema. Aquí la gitana enamorada aparece ahogada en el aljibe al que se ha arrojado y en el que se refleja la baranda. El gitano, contrabandista y amante suyo, quiere subir hasta las «verdes barandas», en la placita del Sacromonte, donde ella debería estar esperándolo; cerca de allí corre el Darro. El poeta condensa todo esto en dos versos sobre los que gravita la luz sombría de la luna, y los barandales por ella iluminados se vuelven barandales de la muerte, englobados los de la placita y el aljibe. Esta técnica de condensación es barroca pero no gongorina: viene de los grandes prosistas, con Quevedo al frente.

Convierte Lorca la metáfora en formidable instrumento de conexión de los planos más distintos de la realidad. Y, así, lo terrestre y lo celeste, lo alto y lo bajo, lo próximo y lo remoto, lo material y lo inmaterial, se unen y abrazan en esta poesía. La luna «mueve sus brazos», vale como decir sus rayos; el pandero de la gitana es una «luna de pergamino»; el vientre de la niña deseada por el viento resulta ser «una rosa azul»; los cañaverales cuando el viento los sopla son «flautas de umbría». He aquí una de las grandes lecciones de esta poesía. Sin abstracciones filosóficas, sin altas invocaciones, este mundo visible, tangible y audible, palpitante de sensaciones, es capaz de acogerlo todo. Para eso valen tanto el orbe pequeño de los gitanos de Andalucía como los espacios enormes de Nueva York.

Pero Lorca va más allá de la metáfora. Su poesía tiende a alojarse en símbolos, que cargan de densidad imágenes y signos: metáforas simbólicas, recurrentes, y símbolos puros. La creación de este lenguaje simbólico deriva de dos fuentes: la tradición simbolista y el folclore. Usa Lorca sus símbolos en función de los contextos. Los términos simbólicos pueden tender a la representación de determinado valor o valores, que pueden ser excluyentes o complementarios respecto a otros, siendo también posible la ambigüedad. La luna puede ser un símbolo de muerte, pero también puede serlo de vida o de ambas cosas a la vez. Hay, pues, una polivalencia contextual. El código lorquiano consta de símbolos centrales. El más insistente es el de la luna, que Lorca hereda del Romanticismo y explora y renueva hasta las últimas consecuencias. Y está el agua, símbolo erótico y de fecundación, pero también agente de la muerte. Símbolo capital es asimismo la sangre, que es vida (generación, sexualidad, fertilidad) y puede ser, además, sufrimiento (sangre «negra»). Otro símbolo es el caballo, rey de un amplísimo bestiario, identificado de modo sucesivo con la vida, con el eros, con la destrucción que el amor puede aparejar, pero también con la expresión de valores sombríos, funestos. Si el caballo reina en el bestiario, las hierbas lo hacen en la flora, que tampoco es escasa. Con insistencia se convierten las hierbas en representación de la muerte, pero no siempre. Siente Lorca predilección por los metales y los objetos metálicos, que tienden a hospedar su significado en dominios sombríos: plata de la luna, cuchillos, puñales, bisturíes, lancetas, espadas, agujas, alfileres, monedas…

Este código se trasciende a su vez en modelos superiores de orden mítico, que expresan revelaciones primordiales. Los gitanos de Lorca vienen de la Andalucía del cante jondo: son mitos del dolor y del amor, viven en comunión con la naturaleza: por eso la luna se lleva al niño, el viento acosa a la gitana y el Camborio arroja limones al agua y la pone de oro. Las fuentes de estos mitos son diversas. La Biblia es, en todo caso, central, y en ella resulta clave la imagen de Cristo como arquetipo del sacrificio. También la mitología clásica provee al poeta: las Parcas, Venus y los grandes dioses se asoman a este mundo.

Símbolos, también espacios simbólicos: así, Andalucía es el gran espacio mítico de Lorca: Andalucía romana y vieja, sobre todo, musulmana y sabia, dionisíaca y trágica, es elevada a un rango superior, como el que ocupan la Inglaterra de Shakespeare y la Grecia de los grandes trágicos. Es la «Andalucía del llanto» que celebran el Poema del cante jondo, el Romancero gitano y las tragedias: una Andalucía que se siente más que se ve. Andalucía de perseguidos: de ahí la fascinación del poeta por el flamenco, que lo conduce a lo gitano en la medida en que el cante, aunque de origen peninsular, fue moldeado por la raza. Andalucía, espacio máximo del amor y la muerte, también del misterio y de la comunión con la naturaleza: Lorca estiliza y depura la turbia materia romántica.

Fiel siempre a sí mismo, él es el más variado de nuestros poetas modernos. Del Poema del cante jondo a Canciones, del Romancero gitano a Poeta en Nueva York, del Llanto a los Sonetos, del libro de Odas a Poemas en prosa. Cada libro supone un planteamiento distinto, una experiencia estética diferente.

Los libros

Esta sección de Poesía completa acoge su poesía inicial, las muestras más personales del Libro de poemas, y los dos ciclos iniciales de la primera madurez, el de suites y el de las canciones. El Libro de poemas es una antología profunda de la poesía juvenil. Persisten en él todavía las huellas modernistas, neorrománticas, que dan lugar aún a poemas espléndidos, pero lo más notable, a más de la concentración temática, lo constituye la asimilación de los materiales folclóricos, tradicionales, y el uso de los metros ligeros, como en algunas de las baladas. Siguen las inquietantes suites —sólo aquellas que el poeta publicó y revisó—, donde alienta el metafísico; tres fueron incluidas en el heterogéneo volumen Primeras canciones, publicado en 1936 pero fechado a título indicativo en 1922, volumen que ofrece poemas de épocas ulteriores y debemos leer en lo sustancial como una anticipación del libro de Suites, que el autor no llegó a publicar. Escritas de 1920 a 1923, sus motivos esenciales se repiten, según el título de los poemas y su carácter de suites —composiciones musicales, danzas, escritas todas en el mismo tono—, y en ellas el poeta aborda sus grandes temas obsesivos, con voluntad de objetivación, fruto de la entonces dominante poesía pura. El Poema del cante jondo, publicado en 1931, pero escrito ahora, está concebido como una suite; lo encontrará el lector en la segunda parte.

Canciones es un milagro de arquitecturas leves y profundas a la vez, con más de ochenta composiciones. Es la obra más versátil por la pluralidad de motivos que acoge: colores, noches, recuerdos colegiales, juegos eróticos, fauna, flora… Los poemas se agrupan en diversas series: «Teorías», «Nocturnos de la ventana», «Canciones para niños», «Andaluzas»… hasta once. Nunca tal vez mostró el poeta como ahora su rostro risueño. Valga la «Canción del mariquita», burla deliciosa, scherzo amable. La ternura por «los pequeños animalitos» alumbra ese prodigio que es «El lagarto está llorando». Pero la gracia y el juego se quiebran y ceden el paso a la expresión del malestar íntimo: «… quita la gente invisible / que rodea perenne mi casa!». Repárese en especial en la serie «Trasmundo». La sección «Andaluzas» representa una incursión raigal por el mundo del mediodía, que anuncia el Romancero. En suma, poemas breves, pluralidad de motivos; juego, de una parte, tirón hacia los ámbitos oscuros, intuición abismal del enigma, de otra; y siempre la expresión virginal, alada, transparente. Es el libro lorquiano más inatendido por la crítica, debido a buen seguro a su misma perfección ensimismada, a su condición de obra clausa y autosuficiente, pero está poblado de claves deslumbrantes.

Juego y teoría del duende

Señoras y señores:

Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta el 1928 en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.

Con gana de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.

No. Yo no quisiera que entrara en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.

De modo sencillo, con el registro en que mi voz poética no tiene luces de madera, ni recodos de cicutas, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironía, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalfeo, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: «Esto tiene mucho duende». Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: «Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca porque tú no tienes duende».

En toda Andalucía, roca de Jaén o caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz.

El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: «Los días que yo canto con duende, no hay quien pueda conmigo»; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowski un fragmento de Bach: «¡Olé! ¡Eso tiene duende!» y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud; y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: «Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende». Y no hay verdad más grande.

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros, dijo el hombre popular de España, y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: «Poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica».

Así pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: «El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro, desde las plantas de los pies». Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; de viejísima cultura, y, a la vez, de creación en acto.

Este «poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica» es, en suma, el espíritu de la Tierra, el mismo duende que abrasó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misterios griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

Así pues, no quiero que nadie confunda el duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el Malgesí de Cervantes en la Comedia de los celos y las selvas de Ardenia.

No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal, que lo arañó indignado el día que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como una almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salía por los canales para oír cantar a los grandes marineros borrosos.

Todo hombre, todo artista, llámese Nietzsche o Cézanne, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con su duende, no con su ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esta distinción, fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía y regala como san Rafael, defiende y evita como san Miguel, anuncia y previene como san Gabriel. El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre sin ningún esfuerzo realiza su obra, o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entra por la rendija del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susón, ordenan, y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agitan sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La musa dicta y en algunas ocasiones sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuvieron que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda, como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisajes de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque limita demasiado, porque eleva al poeta en un trono de agudas aristas, y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas, o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que viven en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa formas. (Hesíodo aprendió de ella.) Pan de oro o pliegue de túnica, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre. Y rechazar al ángel, y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la sonrisa de violetas que exhala la poesía del XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa, enferma de límites.

La verdadera lucha es con el duende.

Se saben los caminos para buscar a Dios. Desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como santa Teresa o con tres caminos como san Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: «Verdaderamente tú eres Dios escondido», al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Sólo se sabe que quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o desnuda a mossèn Cinto Verdaguer en el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al Conde de Lautréamont en la madrugada del boulevard.

Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, bailen o toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberla, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerles huir con su burdo artificio.

Una vez la cantaora andaluza Pastora Pavón, la Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo; y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez «¿Cómo no trabajas?»; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: «¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?».

Allí estaba Elvira la Caliente, aristócrata ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild, porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo el imponente ganadero don Pablo Murube, con un aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen de pronto de las botellas de aguardiente, dijo en voz muy baja: «¡Viva París!», como diciendo: «Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa».

Entonces la Niña de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar, sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero… con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción, para dejar paso a un duende furioso y avasallador, amigo de los vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes, casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito lucumí apelotonados ante la imagen de santa Bárbara.

La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poderse mantener en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre, digna, por su dolor y su sinceridad, de abrirse como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas. Sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de cosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos «¡Alá, Alá!», «¡Dios, Dios!», tan cerca del «¡Olé!» de los toros que quién sabe si será lo mismo, y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de «¡Viva Dios!», profundo, humano, tierno grito, de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina; evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII, Pedro Soto de Rojas, a través de siete jardines, o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

Naturalmente, cuando esta evasión está lograda, todos sienten sus efectos; el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una auténtica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera, se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachos con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza, y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, belleza de forma y belleza de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo, que arrastraba sus alas de cuchillos oxidados por el suelo.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza, y en la poesía hablada, ya que éstas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto. Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete, y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano «¡O Marí!» con unos ritmos, unos silencios, y una intención que hacían de la pacotilla napolitana una dura serpiente de oro levantado.

Lo que pasa es que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel, y de musa, y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos los tiempos movida por el duende. Como país de música y danzas milenarias donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte. Como país abierto a la muerte.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y las sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte o su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

La sangre de mis entrañas

cubriendo el caballo está;

las patas de tu caballo

echan fuego de alquitrán,

al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:

Amigos, que yo me muero;

amigos, yo estoy muy malo.

Tres pañuelos tengo dentro

y este que meto son cuatro

hay una barandilla de flores de salitre donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte; con versículo de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico, pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

La casulla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchosas de los pastores y la luna pelada y la mosca y las alacenas húmedas y los derribos y los santos cubiertos de encaje y la cal y la línea hiriente de aleros y miradores, tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llenan la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra tierra, llena de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivielso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:

Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me miras, di?

Ojos con que te miraba

a la sombra se los di.

Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me besas, di?

Labios con que te besaba

a la tierra se los di.

Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me abrazas, di?

Brazos con que te abrazaba

de gusanos los cubrí.

ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:

Dentro del vergel

moriré.

Dentro del rosal

matar me han.

Yo me iba, mi madre,

las rosas coger,

hallara la muerte

dentro del vergel.

Yo me iba, mi madre,

las rosas cortar,

hallara la muerte

dentro del rosal.

Dentro del vergel

moriré,

dentro del rosal,

matar me han.

Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia del Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benavente en Medina de Rioseco, equivalen, en lo culto, a la romería de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la Sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In record tortosino, y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros, forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente México puede cogerse de la mano con mi país.

Cuando la musa ve llegar a la muerte, cierra la puerta, o levanta un plinto, o pasea una urna, y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a regar su laurel, con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la Oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del XV y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

Cuando ve llegar a la muerte el ángel, vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narcisos la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, en las de Bécquer, y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué terror el del ángel si siente una araña, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad que ha de mecer esas ramas que todos llevamos, que no tienen, que no tendrán consuelo.

Con idea, con sonido, o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida que no se cierra nunca está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.

La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces en poesía caracteres mortales.

Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres magníficos pases, que lo hizo, ni por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria, ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.

Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología y en la astronomía, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra del Escorial, donde la geometría limita con el sueño, y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran Rey.

Hemos dicho que el duende ama el borde de la herida y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.

En España (como en los pueblos de Oriente donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso, donde, de la misma manera que en la misa, se adora y se sacrifica a un dios.

Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir, por medio del drama sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.

El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una hermosa muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino; da con una cabellera olor de puerto nocturno y en todo momento opera sobre los brazos, en expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.

Pero imposible repetirse nunca. Esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

En los toros adquiere sus acentos más impresionantes porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y, por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.

El toro tiene su órbita, el torero la suya, y entre órbita y órbita hay un punto de peligro, donde está el vértice del terrible juego.

Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica, y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.

Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco, y Cagancho con su duende gitano enseñan desde el crepúsculo del anillo a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su cualidad de invención.

El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a san Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.

El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel, es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a volar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

Cuando llueve, saca a Velázquez, enduendado en secreto detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva, hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata, cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete, y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.

La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de san Juan de la Cruz, cuando

El ciervo vulnerado

por el otero asoma.

La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena, y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés; como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca, que pasa con normas de cielo barrido y tierra seca.

Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen sus raíces en un punto, de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido, de leño, son, tela, y vocablo.

Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros, y la gran noche, apretándose la cintura con la Vía Láctea.

Señoras y señores: He levantado tres arcos, y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.

La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya, o la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Messina, túnica de Lippi, y violín de Massolino o de Rousseau.

El duende… ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados; un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa, que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.

Poética. De viva voz a G(erardo) D(iego)

Pero ¿qué voy a decir yo de la Poesía? ¿Qué voy a decir de esas nubes, de ese cielo? Mirar, mirar, mirarlas, mirarle, y nada más. Comprenderás que un poeta no puede decir nada de la Poesía. Eso déjaselo a los críticos y profesores. Pero ni tú ni yo ni ningún poeta sabemos lo que es la Poesía.

Aquí está; mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura. Yo comprendo todas las poéticas; podría hablar de ellas si no cambiara de opinión cada cinco minutos. No sé. Puede que algún día me guste la poesía mala muchísimo, como me gusta (nos gusta) hoy la música mala con locura. Quemaré el Partenón por la noche, para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca.

En mis conferencias he hablado a veces de la Poesía, pero de lo único que no puedo hablar es de mi poesía. Y no porque sea un inconsciente de lo que hago. Al contrario, si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios, o del demonio, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema.

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