¿Por qué ha fracasado el liberalismo? - Patrick Deneen - E-Book

¿Por qué ha fracasado el liberalismo? E-Book

Patrick Deneen

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Beschreibung

Escrito antes de la victoria de Trump, o del Brexit, señala los síntomas de una crisis del orden liberal, que podría cuajar en alternativas peligrosas. El liberalismo ha fracasado... porque ha triunfado. Por eso, la solución a los males de nuestro tiempo no está en "más liberalismo", aunque tampoco en una vuelta nostálgica al pasado. El New York Times o The Economist han puesto a Deneen en el centro de este debate porque dibuja en trazos certeros los fundamentos de la visión del hombre y de la sociedad propia de la filosofía liberal, su individualismo y su estatismo. Se abordan los problemas de la democracia liberal, pero también la crisis de las humanidades, el vigente paradigma tecnocrático y su impacto en la ecología, los retos de una economía injusta, etc., y algunas pautas para lograr un liberalismo genuino.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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Patrick J. Deneen

¿Por qué ha fracasado el liberalismo?

Traducción de David Cerdá

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: Why Liberalism Failed?

© 2018 byPATRICK J. DENEEN.Originalmente publicado por Yale University Press.

© 2018 byEdiciones Rialp, S. A.,

Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-5011-1

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para Inge

La distancia entre el principio rector de la cristiandad en el Medievo y lo que se daba en la vida diaria conforma la gran trampa de la Edad Media. Es el problema que atraviesa la historia, tal y como la escribe Gibbon, que trata estos asuntos con una frivolidad sutilmente maliciosa, zahiriendo en cada ocasión que se le presenta lo que él considera la hipocresía del ideal cristiano, tan opuesto al funcionamiento natural de los seres humanos […].

La caballerosidad, la preponderante idea de una clase dirigente, dejó un inmenso hueco entre el ideal y la práctica de la religión. El ideal consistía en una visión del orden mantenido por una clase guerra que quedaba formulada en la imagen de la Tabla Redonda, la forma natural perfecta. Los caballeros del rey Arturo se afanaban por defender lo justo frente a dragones, magos y hombres malvados, poniendo orden en un mundo salvaje. De igual forma, se suponía en teoría que sus compañeros defenderían la Fe y la justicia, y que cuidarían del oprimido. En la práctica, ellos mismos fueron los opresores, y para el siglo XIV la violencia e impunidad de los hombres de espada se había convertido en un factor principal de desorden. Cuando la distancia entre el ideal y la realidad se ensancha tanto, los sistemas colapsan. La leyenda y la historia siempre han reflejado este hecho; las novelas artúricas de la Mesa Redonda están plagadas de referencias en este sentido. La espada vuelve al lago; la empresa empieza de nuevo. Por muy violento, destructivo, avaricioso y falible que sea, el hombre retiene una visión del orden y reemprende su búsqueda.

— Barbara Tuchman, A Distant Mirror: The Calamitous 14th Century

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

LA DISTANCIA ENTRE EL PRINCIPIO...

PREFACIO

0. INTRODUCCIÓN: EL FINAL DEL LIBERALISMO

POLÍTICA

ECONOMÍA

EDUCACIÓN

CIENCIA Y TECNOLOGÍA

1. EL LIBERALISMO INSOSTENIBLE

VOLUNTARISMO LIBERAL

LA GUERRA CONTRA LA NATURALEZA

2. LA FALSA ELECCIÓN ENTRE INDIVIDUALISMO Y ESTATISMO

FUENTES FILOSÓFICAS E IMPLICACIONES PRÁCTICAS: LIBERALISMO CLÁSICO

FUENTES FILOSÓFICAS E IMPLICACIONES PRÁCTICAS: LIBERALISMO PROGRESISTA

LIBERALISMO INSOSTENIBLE: CREANDO AL INDIVIDUO

3. EL LIBERALISMO COMO ANTICULTURA

LOS TRES PILARES DE LA ANTICULTURA LIBERAL

LA ANTICULTURA Y LA CONQUISTA DE LA NATURALEZA

INTEMPORALIDAD LIBERAL

EL LIBERALISMO COMO NINGÚN LUGAR Y COMO CUALQUIERA

LA MUERTE DE LA CULTURA Y EL ASCENSO DE LEVIATÁN

EL LIBERALISMO COMO ANTICULTURA

LIBERALISMO PARASITARIO

4. LA TECNOLOGÍA Y LA PÉRDIDA DE LA LIBERTAD

LA HUMANIDAD ANDROIDE

LA TECNOLOGÍA DEL LIBERALISMO

5. EL LIBERALISMO CONTRA LAS ARTES LIBERALES

EL ATAQUE LIBERAL A LAS ARTES LIBERALES

LA TRAICIÓN DE LOS HUMANISTAS

¿LAS ARTES LIBERALES CONTRA EL LIBERALISMO?

6. LA NUEVA ARISTOCRACIA

LIBERALISMO CLÁSICO: LAS RAÍCES DE LA NUEVA ARISTOCRACIA

EL GOBIERNO DE LOS FUERTES

LA LIBERALOCRACIA EN AUGE

7. LA DEGRADACIÓN DE LA CIUDADANÍA

LIBERALISMO ANTIDEMOCRÁTICO

RESTRICCIONES DE LOS FUNDADORES

LA GRANDEZA PÚBLICA AL SERVICIO DE LOS FINES PRIVADOS

LA DEMOCRACIA ILIBERAL, BIEN ENTENDIDA

8. CONCLUSIÓN: LA LIBERTAD TRAS EL LIBERALISMO

TRAS EL LIBERALISMO

NO HAY VUELTA ATRÁS

EL FINAL DE LA IDEOLOGÍA

LA LLEGADA DE UNA PRÁCTICA POSLIBERAL; HACIA EL NACIMIENTO DE UNA NUEVA TEORÍA

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

PATRICK DENEEN

PREFACIO

ESTE LIBRO FUE COMPLETADO TRES SEMANAS antes de las elecciones presidenciales de 2016. Sus principales argumentos fueron madurados durante el pasado decenio, antes que el Brexit o el presidente Trump fuesen siquiera concebibles. Mi premisa básica fue que los cimientos del orden civil que hemos heredado —las normas que aprendimos en nuestras familias y comunidades, a través de la religión y la cultura de base— se erosionarían inevitablemente bajo la influencia del Estado liberal social y político. Pero anticipé que el liberalismo continuaría reemplazando inexorablemente las normas culturales y las prácticas tradicionales a través de las tiritas que ponía el Estado, incluso aunque una creciente crisis de legitimidad forzase a sus proponentes a imponer la ideología liberal sobre las masas cada vez más recalcitrantes. De este modo, el liberalismo no solo «prevalecería», sino que a un tiempo fracasaría, por convertirse cada vez más en una versión desnuda de sí mismo.

Desde esa perspectiva, daba a entender que dicha condición política era insostenible en último término, y que la probable reacción popular a un orden liberal crecientemente opresivo podría tomar la forma de un antiliberalismo autoritario que prometiese otorgar a los ciudadanos poder sobre aquellas fuerzas que ya no parecían estar bajo su control: el gobierno, la economía, y la disolución de las normas sociales y los modos de vida no embridados. Para los liberales, tales hechos probarían la necesidad de un reforzamiento del régimen liberal, lo cual demostraría su ceguera frente al hecho de que la crisis de legitimidad ha sido creada por el propio liberalismo. Al aportar estas conclusiones no esperaba llegar a ver las dinámicas descritas; de haberlo sabido tal vez habría escrito un libro distinto. En todo caso, aún estimo que mi análisis original nos ayuda a entender las líneas maestras del momento que vivimos, evitando, a un tiempo, la estrechez de miras que depara poner un excesivo foco en la actualidad que pregonan los titulares de los periódicos.

El tan extendido anhelo contemporáneo de un líder fuerte, alguien con la determinación de recuperar el control popular sobre las formas de gobierno burocratizado y la economía globalizada que el liberalismo ha urdido, llega tras décadas de desmantelamiento liberal de las normas culturales y los hábitos políticos que son esenciales para el autogobierno. La quiebra de la familia, la comunidad y las normas y las instituciones religiosas, especialmente entre quienes menos se han beneficiado de los avances del liberalismo, no ha empujado a los descontentos con el liberalismo a intentar la restauración de dichas normas. Eso supondría un esfuerzo y un sacrificio improbables en una cultura que devalúa ambas cosas. Lo que se ve más bien es que muchos pretenden desplegar los poderes estatales del liberalismo contra su propia clase dirigente. Entre tanto, se emplea una ingente energía en manifestaciones masivas en vez de en que se legisle y se delibere, lo cual refleja no tanto una renovación del gobierno democrático como cierta furia y desesperación de corte político. El liberalismo creó las condiciones, y las herramientas, para el surgimiento de su peor pesadilla; a pesar de eso, le falta autoconocimiento para entender su propia culpa.

Aunque termino este volumen haciendo un llamamiento a los filósofos políticos para que contribuyan a encontrar una salida al atolladero en el que nos encontramos —el laberinto mental propio de las ideologías revolucionarias que han brotado en la modernidad, a partir del propio liberalismo—, lo cierto es que la senda más adecuada no provendrá de revolución política alguna, sino de la paciente promoción de nuevas formas de comunidad que sirvan de puerto seguro en nuestro orden político y económico despersonalizado. Como escribió el disidente checo Václav Havel en El poder de los sin poder: «Un sistema mejor no asegurará automáticamente una mejor vida. De hecho, lo que es cierto es lo opuesto: solamente creando una vida mejor podrá desarrollarse un mejor sistema[1]». Solo una política basada en la experiencia de una polis —vidas compartidas con un sentimiento de propósito común, con las obligaciones y la gratitud que deparan las penas, las esperanzas y las alegrías que vive una generación, y con el cultivo de capacidades como la confianza y la fe— puede reemplazar cuanto negativamente caracteriza a nuestra era: la desconfianza, el distanciamiento, la hostilidad y los odios. Como mi amigo y maestro Carey McWilliams escribió en la conclusión de uno de sus más penetrantes ensayos, «fortalecer [nuestra compartida] vida democrática es una tarea difícil, incluso abrumadora, una tarea que requiere sacrificio y paciencia antes que deslumbrantes arrebatos[2]». El sacrificio y la paciencia no son precisamente abundantes en la era del individualismo estatista. Pero vamos a necesitar mucho de ello si queremos encaminarnos a una época mejor e indudablemente muy diferente a la actual, tras el liberalismo.

[1] HAVEL, VÁCLAV. «The Power of the Powerless». En Open Letters: Selected Writings, 1965-1990. New York: Vintage, 1992, p. 162 [El poder de los sin poder. Madrid: Encuentro Ediciones, 1990].

[2] MCWILLIAMS, WILSON CAREY. «Democracy and the Citizen: Community, Dignity, and the Crisis of Contemporary Politics in America». En Redeeming Democracy in America. Lawrence: University Press of Kansas, 2011, p. 27.

0.

INTRODUCCIÓN: EL FINAL DEL LIBERALISMO

HUBO UNA FILOSOFÍA POLÍTICA, CONCEBIDA hace unos quinientos años y puesta efectivamente en marcha hace unos doscientos cincuenta en el nacimiento de los Estados Unidos, que apostó por una sociedad política fundada sobre bases distintas. Entendía que los seres humanos eran individuos dotados de derechos que podían elaborar y perseguir por sí mismos su propia versión de la vida buena. Las mejores oportunidades para la libertad las ofrecía un gobierno limitado y consagrado a «asegurar los derechos», junto a un sistema económico de libre mercado que hacía sitio a la iniciativa y la ambición individuales. La legitimidad política estaba basada en la creencia compartida en un «contrato social» originario que incluso los recién llegados podían suscribir, ratificado continuamente mediante elecciones libres y limpias de una serie de representantes. El gobierno limitado, si bien efectivo, el imperio de la ley, un sistema judicial independiente, administradores públicos responsables y elecciones libres y limpias constituían algunos de los sellos distintivos de este orden en auge, que según todas las evidencias era una opción extraordinariamente exitosa.

Hoy, alrededor del setenta por ciento de los norteamericanos piensa que su país se está moviendo en la dirección equivocada, y la mitad del país piensa que sus mejores días ya han pasado. La mayoría cree que sus hijos gozarán de menos prosperidad y tendrán menos oportunidades que las generaciones que les precedieron. Todas y cada una de las instituciones de gobierno ven cómo descienden los niveles de confianza pública según los expresa la ciudadanía, y el profundo cinismo existente en torno a la política se refleja en una creciente hostilidad, desde todo el espectro político, hacia las élites económicas y políticas. Las elecciones, que en su tiempo eran contempladas como representaciones bien orquestadas con el fin de dar curso a la legitimidad de la democracia liberal, son cada día más vistas como la evidencia de que el sistema está indefectiblemente amañado y corrupto. Resulta evidente para todos que el sistema político ha quebrado y que la convivencia social está hecha pedazos, sobre todo a medida que crece la distancia entre los pudientes y los que se quedan en la estacada, unido a la división que se ensancha entre creyentes y no creyentes, y a la profunda divergencia acerca del papel que Estados Unidos ha de representar en el mundo. Los norteamericanos ricos siguen gravitando en torno a enclaves cerrados en ciertas ciudades selectas y sus alrededores, mientras cada vez más cristianos comparan nuestro tiempo con el del Imperio romano tardío, sopesando la opción de salirse de la sociedad norteamericana más amplia para incorporarse a versiones actuales de las comunidades monásticas benedictinas. El signo de los tiempos apunta a que hay muchas cosas que andan mal en Norteamérica. Un coro de voces cada vez más sonoras llega incluso a advertir de que podríamos estar presenciando cómo la República se hunde ante nuestros ojos, y que cierto régimen, todavía innombrado, está a punto de tomar forma.

Casi todas las promesas que hicieron los arquitectos y creadores del liberalismo se han hecho añicos. El estado liberal se expande para controlar casi cada aspecto de la vida mientras los ciudadanos ven el gobierno como un poder distante e incontrolable, un poder que además se muestra en apariencia impotente frente al implacable avance del proyecto de la «globalización». Los únicos derechos que parecen asegurados hoy son los que corresponden a quienes poseen los suficientes recursos económicos y la posición social necesaria para protegerlos, y su autonomía —incluidos los derechos de propiedad, licencias y su concomitante control sobre las instituciones representativas, la libertad religiosa, de expresión y la seguridad de la vivienda y la documentación de uno— depende cada vez más de iniciativas legales y hechos consumados a través de la tecnología. La economía favorece que brote una nueva «meritocracia» que perpetúa sus ventajas a través de la sucesión generacional, ventajas apuntaladas por un sistema educativo que criba indefectiblemente la población entre ganadores y perdedores. El resultado de la sima que sigue creciendo entre las pretensiones del liberalismo y sus logros reales es que tales pretensiones son puestas en duda, en vez de generarse confianza en que la sima será reducida.

El liberalismo ha fracasado; pero no por haberse quedado corto, sino porque ha sido fiel a sus principios. Ha fracasado porque ha tenido éxito. A medida que el liberalismo «se ha convertido en una versión más auténtica de sí mismo», a medida que su lógica interna se ha vuelto más evidente y sus contradicciones internas más palmarias, ha generado patologías que son a un tiempo deformaciones de aquellas pretensiones y realizaciones de la ideología liberal. Una filosofía política que aspiraba a promover una mayor igualdad, defender un plural tapiz de diferentes culturas y creencias, proteger la dignidad humana, y, por supuesto, expandir la libertad, en la práctica genera una desigualdad titánica, promueve la uniformidad y la homogeneidad, impulsa la degradación material y espiritual, y socava la libertad. Su éxito puede medirse en función de lo que ha conseguido en el sentido opuesto al que habíamos creído que contribuiría. En vez de ver esta catástrofe acumulada como una evidencia de nuestro fracaso a la hora de vivir según los ideales liberales, necesitamos percibir que las ruinas que ha producido son los signos inequívocos de su éxito. Pretender curar las enfermedades del liberalismo apelando a más medidas de corte liberal sería lo mismo que arrojar combustible a un fuego desatado. Solo ahondará nuestra crisis política, social, económica y moral.

El momento que vivimos no está para chamarileos institucionales. Si como parece está ocurriendo algo más fundamental y transformativo que la «política corriente», entonces estamos en medio no ya de un realineamiento político, caracterizado por las últimas bocanadas de la vieja clase blanca trabajadora y la frenética entrada de una juventud cargada de deudas, sino de algo mucho más grave. Puede que estemos siendo testigos del colapso del sistema entero, debido a la quiebra de la filosofía política que le da soporte, del sistema político que durante tanto tiempo hemos considerado inamovible. El tejido de creencias que dieron lugar a los casi doscientos cincuenta años del experimento constitucional norteamericano podría estar enfilando su final. Mientras buena parte de nuestros Padres fundadores creía haber alumbrado «una nueva ciencia política» que resistiría la inevitable tendencia de todos los regímenes a decaer y perecer posteriormente —llegando al extremo de comparar el orden constitucional con un mecanismo de movimiento perpetuo que desafiaría el principio de entropía, «una máquina que funcionaría sola»—, nosotros deberíamos justamente preguntarnos si Norteamérica, más que estar en los primeros días de su vida eterna, no se aproxima al final del ciclo natural de corrupción y declive que parece limitar la vida de todas las creaciones humanas.

Esta filosofía política ha sido, para los norteamericanos modernos, como el agua para los peces, un ecosistema político que todo lo envuelve, un medio en el que hemos nadado, sin percibir su existencia. El liberalismo es la primera de las tres grandes ideologías políticas modernas en liza, y tras el derrumbe del fascismo y el comunismo, es la única de las tres que aún puede pretender ser viable. Como ideología, el liberalismo fue la primera arquitectura política que propuso transformar todo aspecto de la vida humana para que se adaptase a un plan político preconcebido. Vivimos en una sociedad y cada día más en un mundo que ha sido reconfigurado a la imagen de una ideología, y la nuestra es la primera nación fundada sobre la aceptación explícita de la filosofía liberal, un país cuya ciudadanía ha sido moldeada casi por completo en función de sus compromisos y su visión.

No obstante, a diferencia de los regímenes visiblemente autoritarios que surgieron consagrados al avance de las ideologías del fascismo y el comunismo, el liberalismo es menos visible ideológicamente, y solo reorganiza el mundo de acuerdo a su imagen de un modo subrepticio. En claro contraste con sus crueles competidoros ideológicos, el liberalismo es más insidioso: siendo una ideología, finge ser neutral, afirmando que no alberga preferencia alguna y negando pretender moldear las almas de quienes viven bajo su gobierno. Se congracia con ellos invitándoles a la amable senda de las libertades, las diversiones y atractivos de la libertad, al placer y la prosperidad. De este modo se invisibiliza, de igual modo que desaparece de la vista el sistema operativo de un ordenador —hasta que deja de funcionar—. Si el liberalismo se hace más visible cada día que pasa es precisamente porque sus deformidades se están haciendo demasiado evidentes como para seguir siendo ignoradas. Como Sócrates nos cuenta en la platónica República, la mayoría de los seres humanos en la mayoría de sitios y épocas vive en una caverna, en un espacio reducido que confunde con la realidad completa. Lo que resulta más insidioso respecto de la caverna en la que nosotros vivimos es que sus muros son como los telones de fondo que componían el escenario de las viejas películas, que prometían vistas aparentemente infinitas, sin obstáculos ni límites, de ahí que sigamos sin percatarnos de nuestro confinamiento.

Entre las escasas leyes inmutables de la política, pocas hay más inquebrantable que la que estipula la insostenibilidad definitiva de la ideología. La ideología fracasa por dos motivos: uno, por estar basada en una falsedad acerca de la naturaleza humana, de ahí que termine sucumbiendo; y dos, porque a medida que esa falsedad se va haciendo más evidente crece la distancia entre lo que la ideología afirma y lo que demuestra la experiencia viva de los seres humanos que la padecen, llegando finalmente el momento en que el régimen pierde su legitimidad. O fuerza la conformidad con la medida que combate por defender, o colapsa cuando la distancia entre lo que afirma y la realidad depara una pérdida total de fe entre el pueblo. Lo habitual es que una cosa preceda a la otra.

Así pues, aunque el liberalismo haya penetrado en casi todas las naciones del globo, su visión de la libertad humana parece cada vez más una broma, en vez de una promesa. Lejos de estar celebrando esa libertad utópica y «el final de la historia» que parecía rozar con los dedos cuando la última ideología competidora se hundió en 1989, la humanidad completamente formada según los dictados del liberalismo se ve hoy sepultada por las miserias que han producido sus éxitos. Se encuentra por doquier atrapada en su propio mecanismo, enredada en el mismo tinglado que supuestamente iba a garantizar una libertad pura y absoluta.

Todo esto puede verse hoy en día especialmente en cuatro áreas distintas, aunque interconectadas, de la vida diaria: la política y el gobierno, la economía, la educación y la ciencia y la tecnología. En cada uno de estos campos, el liberalismo ha transformado las instituciones humanas con la excusa de expandir la libertad e incrementar el control que tenemos sobre nuestro propio destino. Y en cada uno de estos casos, lo que ha surgido es una creciente ira y un descontento cada vez más profundo, al darnos cuenta de que los vehículos de nuestra liberación se han transformado en celdas de hierro en las que vivimos cautivos.

POLÍTICA

Los ciudadanos de las democracias liberales están cerca de rebelarse contra sus propios gobiernos, el «establishment», y contra los políticos que ellos mismos han elegido como representantes y líderes. Mayorías apabullantes consideran a sus gobernantes irresponsables y distantes, al servicio de los ricos, y que gobiernan solamente para beneficiar a los poderosos. En sus comienzos, el liberalismo prometió desplazar a la vieja aristocracia en nombre de la libertad; pero a pesar de eliminar todo vestigio del viejo orden, los herederos de sus esperanzados antiaristocráticos ancestros ven que lo que ha llegado es un nuevo tipo de aristocracia, tal vez incluso más pernicioso que el antiguo.

El liberalismo partía de la premisa de la limitación del gobierno y la liberación del individuo del control político arbitrario. Pero un número creciente de ciudadanos piensa que el gobierno se ha convertido en una entidad separada de su propia voluntad y control, en vez de ser esa criatura y creación que prometía la filosofía liberal. El «gobierno limitado» del liberalismo actual provocaría celos y pasmo entre los viejos tiranos del mundo, que solo podían soñar con las amplias capacidades para la vigilancia y control de movimientos, finanzas e incluso hechos y pensamientos que aquel posee. Las libertades que el liberalismo nació para proteger —los derechos individuales de conciencia, religión, asociación, expresión y autogobierno— se ven ampliamente comprometidos por la expansión de la actividad gubernamental en todos los aspectos de la vida. Y esa expansión continúa, en buena medida dando respuesta a la sensación que tiene la gente de haber perdido poder sobre la trayectoria de sus vidas en muchas esferas diferentes —económicas o de otro tipo—, una sensación que da pie a peticiones de una mayor intervención por parte de la única entidad que al menos sobre el papel sigue bajo su control. Nuestro gobierno obedece diligentemente a estos ruegos, actuando como una llave de carraca, siempre en una sola dirección, creciendo y engordando como respuesta a las quejas de la ciudadanía, contribuyendo irónicamente a que la sensación de distancia e impotencia de esta crezca sin parar.

Así las cosas, los ciudadanos se sienten conectados por un finísimo hilo a sus representantes políticos, cuya labor supuestamente era «refinar y extender» el sentimiento público. Dichos representantes expresan a su vez su relativa incapacidad frente a la burocracia permanente que conforman unos funcionarios movidos por el afán de agrandar sus presupuestos y su actividad. El poder se acumula en la línea directiva, que controla nominalmente la burocracia y, mediante leyes administrativas, puede al menos ofrecer la apariencia de ofrecer una forma de gobierno sólida y responsable. Lo cierto es que el gobierno político por parte de una legislatura impopular que teóricamente deriva su legitimidad del pueblo se ve reemplazada por órdenes y mandatos que emanan de un ejecutivo que obtiene su puesto gracias al poderoso influjo del lucro[1]. El liberalismo pretendía sustituir la arbitrariedad impuesta por líderes distantes y no electos con el imperio de la responsabilidad realizado por servidores públicos electos. Nuestro actual proceso político, sin embargo, se parece más a un drama estilo Potemkin pensado para adoptar la apariencia de un consenso popular en torno a una figura que ejercerá un poder incomparablemente arbitrario sobre la política doméstica, los acuerdos internacionales y, especialmente, el despliegue bélico.

La distancia y la falta de control, percibidas con tanto entusiasmo, no son condiciones que vayan a ser resueltas mediante un mejor y más perfecto liberalismo; por el contrario, esta crisis de gobierno es precisamente la culminación del orden liberal. El liberalismo propuso que el consentimiento ocasional bastaría para que se elevase una clase dirigente compuesta de «caracteres ambiciosos»; esto es, aquellos que, según la inmejorable descripción de Alexander Hamilton, se ocuparían del «comercio, las finanzas, la negociación y la guerra, todos los objetos que resultan atractivos para las mentes gobernadas por tal pasión». Los arquitectos del sistema trataron de estimular a la ciudadanía para que se concentrase en los asuntos privados, forjando esa res idiotica que ellos llamaron «república». Si ya es difícil «mantener» una república, esta ni siquiera puede sobrevivir en ausencia de «cosas públicas». La creencia en que el liberalismo podía fraguar un modus vivendi estimulado el privatismo ha culminado en la casi completa disociación entre la clase dirigente y una ciudadanía sin cives.

ECONOMÍA

La infelicidad cívica tiene su reflejo en el descontento económico. A los ciudadanos se los suele llamar «consumidores», por más que la libertad de adquirir cualquier mercancía imaginable mitigue poco la extendida ansiedad económica y el enfado ante la creciente desigualdad. De hecho, lo que los líderes económicos parecen asumir es que la acrecentada capacidad de compra de productos baratos compensará la ausencia de seguridad económica y la división del mundo en ganadores y perdedores generacionales. Siempre ha habido, y probablemente siempre habrá, desigualdad económica, pero pocas civilizaciones parecen haber perfeccionado hasta el actual extremo la separación entre vencedores y vencidos ni ha creado un entramado tan masivo para distinguir a quienes triunfarán de los que terminarán fracasando. Marx adujo en su día que la mayor fuente de insatisfacción económica no era necesariamente la desigualdad, sino la alienación: la separación del trabajador de su producto y la consiguiente pérdida de toda conexión con el objeto y propósito de los esfuerzos de uno. La economía de hoy no solo mantiene y dilata esta alienación; también añade una nueva y profunda forma de alienación geográfica, la separación física de quienes se benefician de la economía globalizada de los que se quedan atrás. Esto lleva a que los líderes económicos combinen sus lamentos sobre la desigualdad económica con denuncias por lo bajo sobre la perspectiva retrógrada de quienes condenan la marcha de la globalización. Los perdedores, entre tanto, se consuelan recordando que gozan de una mayor abundancia que los aristócratas más adinerados de épocas pretéritas. Los consuelos materiales son un socorrido salvavidas para los insatisfechos en el alma.

A medida que se producen las reacciones en los centros urbanos al referéndum del Brexit y la elección de Donald J. Trump, a esos mismos líderes les descoloca que los términos del contrato social ya no resulten aceptables para la generación de los centros comerciales. En cualquier caso, no hay nada que hacer al respecto, puesto que la globalización es un proceso inevitable, imposible de detener por parte de individuo o nación alguna. Sea lo que sea que uno piense sobre la integración económica, la estandarización y la homogeneización, carece de sentido ponerse a pensar en alternativas. Uno de los animadores de la globalización, Thomas Friedman, ha sabido poner en palabras los términos de esta inevitabilidad:

Es la inevitable integración de los mercados, las naciones-Estado y las tecnologías hasta un punto nunca antes visto la que está permitiendo a los individuos, las empresas y las naciones-Estado encontrarse a lo largo y ancho del globo más rápida y profundamente y con menos coste de lo que hasta hoy habíamos vivido, y de un modo que está permitiendo al mundo llegar hasta los individuos, las empresas y las naciones-Estado en mayor medida, más rápida y profundamente y a menor coste que nunca antes[2].

No está abierto a discusión si a la gente le gusta o no un mundo que «se reduce a» individuos, empresas y naciones-Estado, porque el proceso es imparable. El sistema económico, que tanto hace las veces de sirvienta del liberalismo como constituye su principal motor, adquiere vida propia, como un Frankenstein, y sus procesos y su lógica ya no pueden ser controlados por las gentes que supuestamente disfrutan del mayor nivel de libertad jamás alcanzado. El precio de la libertad es quedar esposado a la inevitabilidad económica.

EDUCACIÓN

A la generación que se está formando se la ha adoctrinado para que abrace el sistema económico y político que perceptiblemente teme, lo cual redunda en un áspero cinismo en cuanto a sus opciones de futuro y su contribución a mantener un orden que no puede evitar, pero en el que tampoco cree o confía. Lejos de sentir que constituyen la generación más liberada y autónoma de la historia, los jóvenes adultos creen menos en la tarea que tienen encomendada que el mismísimo Sísifo empujando la piedra ladera arriba de la montaña. Acceden a cumplir los deberes que les solicitan sus mayores, pero sin alegría ni vocación, tan solo con el aplicado celo de quien no tiene otra alternativa. La abrumadora respuesta que dan a lo que les ha tocado en suerte —expresada en innumerables comentarios que me han hecho llegar durante estos años, al describir la experiencia y expectativas de su propia senda educativa— hace referencia a un aprisionamiento y a un «no hay salida», les muestra como cínicos participantes en un sistema que inmisericordemente produce triunfadores y perdedores mientras les quiere hacer entender que el propio sistema es un vehículo para la «justicia social». No es de extrañar que incluso los «triunfadores» admitan en momentos de franqueza que son tanto estafadores como estafados. Tal y como una estudiante me describió la circunstancia de su generación:

Somos meritocráticos por mero instinto de supervivencia. Si no nos afanamos en alcanzar la cima, la única opción que nos queda es el pozo sin fondo del fracaso. Trabajar duro, sin más, y obtener calificaciones decentes deja de ser suficiente desde el momento en que crees que solo hay dos opciones: las altas cumbres o la cavernosa sima. Responde al esquema clásico del dilema del prisionero: pasarte un par de horas en el comedor hablando de todo y de nada, o emplear ese tiempo en conversaciones intelectuales sobre asuntos morales y filosóficos o tener una cita, todas estas son cosas que restan tiempo del propósito esencial de escalar a la cima, de ahí que emprenderlas nos dejen en peor situación respecto al resto de nuestros competidores… Puesto que pensamos que la humanidad —y por lo tanto sus instituciones— está corrompida y es egoísta, la única persona en la que podemos confiar somos nosotros mismos. La única manera que tenemos de evitar fracasar, que nos rebasen, sucumbir, finalmente, al mundo caótico que nos rodea, es contar con los medios (la seguridad financiera) para no depender más que de nosotros mismos[3].

El liberalismo avanzado está eliminando la educación liberal con verdadero entusiasmo y ferocidad, por entender que no es práctica ni desde el punto de vista ideológico ni desde el económico. A los estudiantes la mayoría de sus profesores de humanidades y ciencias sociales les enseñan que la única materia política que merece la pena abordar consiste en igualar a todas las personas en cuanto a dignidad y respeto, incluso si las instituciones mismas son máquinas de separar los económicamente viables de aquellos que serán objeto de burla por su atrasado punto de vista respecto del comercio, la inmigración, la nacionalidad y las creencias religiosas. La práctica unanimidad de las posturas políticas representadas en los campus universitarios cuenta con el eco de la omnipresente creencia en que la educación debe ser práctica en términos económicos, y que ha de culminar en un puesto muy bien pagado en una ciudad atestada de gente del mismo nivel de estudios y creencias que continuará reforzando su entusiasta indignación frente a las desigualdades al tiempo que se aprovecha de sus abundantes frutos. Las universidades pugnan entre sí para producir «resultados lectivos» que resulten prácticos, ya sea introduciendo un montón de nuevos programas destinados a conseguir que los estudiantes sean inmediatamente empleables o renombrando y reorientando estudios existentes para promocionar su relevancia económica. Sencillamente no hay otra opción en un mundo globalizado y económicamente competitivo. Pocos perciben hasta qué punto este esquema implacable es incluso más común en el liberalismo avanzado, el régimen que se suponía que aseguraría una ilimitada paleta de opciones.