¿Por qué la gente fuma? - Gustavo Chiozza - E-Book

¿Por qué la gente fuma? E-Book

Gustavo Chiozza

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Beschreibung

A lo largo de la historia, fumar ha sido considerado de muy diversas maneras: como un acto mágico, como una práctica saludable, como algo placentero, como una dependencia esclavizante, como un vicio reprobable, como un hábito dañino o como una peligrosa epidemia a erradicar. ¿Por qué se le han otorgado sentidos tan distintos y opuestos? Adorado o rechazado, beneficioso o perjudicial, el tabaco nunca fue algo indiferente para el hombre. Si bien en nuestros días predomina el rechazo, el hábito de fumar ocupa una parte importante de la vida de muchísimas personas. No sólo son muchos los que viven fumando; también son muchos los que viven dejando de fumar; y muchos también los que viven intentando que otros no fumen. ¿Qué misteriosa cualidad tiene el acto de fumar que lo vuelve tan importante para tantas personas? Para comprender por qué la gente fuma, el autor ilumina un aspecto que ha pasado desapercibido: la importancia que tiene el fuego y, por extensión, el humo en el complejo ritual del acto de fumar. El camino recorrido le permite formular también una hipótesis para comprender lo que motiva, más allá de las verdades que aduce la razón, el rechazo afectivo hacia el fumador, tan vigente en nuestros días. Con sus reflexiones, Gustavo Chiozza hace una contribución invalorable acerca de un acto cotidiano presente entre nosotros desde hace miles de años, pero también sobre los modos de pensar nuestra vida y nuestra salud; acaso una forma de comprender el valor de la libertad para elegir la vida que queremos hacer.

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Gustavo Chiozza

¿Por qué la gente fuma?

Un reencuentro con el humo y el fuego

Chiozza, Gustavo

¿Por qué la gente fuma? : un reencuentro con el humo y el fuego / Gustavo Chiozza. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-490-4

1. Publicación, Promoción y Consumo de Tabaco . 2. Tabaco . 3. Adicción. I. Título.

CDD 158.9

Diseño de tapa: Cynthia Kohan

© Libros del Zorzal, 2016

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: <[email protected]>.

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>.

Índice

A modo de prólogo | 6

Parte I

El tabaco, el humo y el fuego

Capítulo 1

El hábito de fumar y la conquista del fuego | 26

Capítulo 2

Definiciones y orígenes de algunos términos | 34

Capítulo 3

Breve reseña de la historia del tabaco y de la costumbre de fumar | 39

Capítulo 4

¿Por qué la gente fuma? | 64

Capítulo 5

El hábito de fumar y la insatisfacción espiritual | 88

Capítulo 6

Distintas maneras de fumar | 96

Parte II

El hábito de fumar y la salud

Capítulo 7

“El fumar es perjudicial para la salud” | 113

Capítulo 8

Ciencia y religión en la política sanitaria | 120

Capítulo 9

“Fumar mata” | 128

Capítulo 10

La incertidumbre de la probabilidad | 134

Capítulo 11

“Esto no es una pipa” | 150

Fumar y enfermar | 153

“Fumar mata”… incluso sin fumar | 164

Capítulo 14

¿Por qué enferma el fumador? | 181

Parte III

El fumador y la sociedad

Capítulo 15

La sociedad libre de humo | 189

Capítulo 16

¿Discriminación o ayuda al fumador? | 191

Capítulo 17

El fumador pasivo | 198

Capítulo 18

Los derechos de unos y otros | 204

El sentido del rechazo social hacia el fumador | 207

Capítulo 20

El sentimiento de culpa del fumador | 214

Epílogo | 219

Apéndice

Más allá del determinismo psíquico | 243

A modo de prólogo

Según se especula, el hombre fuma hace unos 18.000 años. Expertos en genética vegetal han determinado que el tabaco comenzó a cultivarse entre 5.000 y 3.000 años antes de Cristo. Antes y después del Descubrimiento de América —de donde el tabaco es originario—, fumar ha sido considerado de muy diversas maneras: como un acto mágico, como una práctica saludable, como un acto placentero, como una dependencia esclavizante, como un vicio reprobable, como un hábito dañino o como una peligrosa epidemia a erradicar. Adorado o rechazado, beneficioso o perjudicial, el tabaco nunca fue algo indiferente para el hombre. ¿Qué misteriosa cualidad tiene el acto de fumar que lo vuelve tan importante? ¿Por qué se le otorgan sentidos tan distintos y opuestos?

Si bien cada una de estas maneras de interpretar el acto de fumar ha tenido su apogeo en distintas épocas y culturas, todos estos significados se han mantenido unidos a lo largo del tiempo, vivos y presentes en cada individuo. En nuestra cultura occidental, hoy predomina el rechazo: fumar es considerado algo perjudicial. El consenso general considera que fumar es malo, que no fumar es bueno y que dejar de fumar es aconsejable. Tan asentada está esta idea, que no podemos dejar de sorprendernos cuando vemos, por ejemplo en un film de sólo unos años atrás, a un sujeto fumando en un restorán, en una oficina pública, en una escuela, en un tren o en un avión…

No obstante ello, infinidad de personas continúan fumando. Y son muchos más aquellos que, sea como fumadores, como exfumadores o como no fumadores, viven pendientes del hábito de fumar. Fumar ocupa una parte importante de la vida de muchísimas personas. No sólo son muchos los que viven fumando; también son muchos los que viven dejando de fumar; y muchos también, los que viven intentando que otros no fumen. ¿Por qué? ¿Qué tiene el acto de fumar que apasiona a tantas personas?

Spinoza decía que “el hombre cree que es libre porque fuma, pero no lo es, porque no sabe por qué lo hace”. Efectivamente, no puede considerarse del todo libre alguien que depende del tabaco, pero tampoco lo es aquel que, habiendo dejado de fumar, vive con el temor de recaer en el hábito. Tampoco puede serlo aquel que vive temiendo ser contagiado o, simplemente, dañado por el humo ajeno, aquel que ve en el tabaco la amenaza de un enemigo peligroso. ¿Podrá hacernos más libres comprender los motivos profundos de tan intensa pasión? No lo sé; es difícil decirlo. Cuando los afectos son poderosos, la razón no siempre es suficiente. Pero, como pensaba Freud, lo intelectual también es un poder, aunque no de los que actúan de inmediato, sino de los que se imponen a la larga. Aun así, todo lo que podamos saber acerca de nosotros mismos y de las fuerzas que operan en nuestro interior, seguramente nos hará mejores; más fuertes, más sabios.

Comprender por qué la gente fuma es la intención original de este libro. Intento aportar algo más a lo mucho que ha escrito el psicoanálisis acerca del sentido del hábito de fumar, pero desde un punto de vista que —hasta donde sé— aún no ha sido explorado. Si bien muchos psicoanalistas se han ocupado del hábito de fumar, la importancia que, a mi parecer, tiene el fuego en el complejo ritual del acto de fumar ha pasado desapercibida. Dedico, entonces, la primera parte de este libro a comprender el sentido del hábito de fumar a partir de su relación con los significados propios del humo y, por extensión, del fuego. El camino recorrido me ha permitido también formular una hipótesis —que expongo en la tercera parte del libro— para comprender lo que motiva, desde lo inconciente, el rechazo hacia el fumador, tan vigente en nuestros días.

Como veremos, este rechazo no es algo nuevo; sin embargo, en nuestros días como nunca antes, el hábito de fumar ha sido identificado como el causante directo de un sinfín de perjuicios y convertido, de este modo, en uno de los principales enemigos de la salud. Pocas cosas hay tan unilateralmente negativas para la medicina de hoy como el hábito de fumar. Para vincular este hábito con ciertas patologías, se invoca a la ciencia de una manera que, como médico, me parece cuando menos dudosa y, sobre todo, exagerada. Creo ver en los argumentos que la medicina de hoy esgrime contra el hábito de fumar ciertos errores de pensamiento que resultan sorprendentes, a menos que se los considere nacidos de poderosas motivaciones afectivas. Son, según pienso, las mismas pasiones que el acto de fumar siempre ha sabido despertar en los hombres de todos los tiempos.

Sin embargo, amén de estos errores de pensamiento que pretenden identificar al hábito de fumar como el causante directo de una infinidad de patologías y perjuicios, creo que también es necesario reflexionar sobre el modo en que hoy concebimos la salud y cómo esta concepción se entrelaza con la posibilidad de elegir el modo en que queremos vivir nuestra vida.

Los notables progresos que ha hecho la medicina de nuestro tiempo han transformado el límite que separa la salud de la enfermedad en una frontera concreta y objetiva; algo que, incluso, se puede medir y expresar en cifras precisas (por ejemplo, de colesterol, de glucosa o de tensión arterial). Sin discutir los beneficios que esta nueva posibilidad pueda comportar, vale la pena destacar que tiene una influencia insospechada en nuestra concepción de la salud. Por ejemplo, hoy podemos saber que estamos “enfermos” mucho antes de sentirnos enfermos; cuando aún nos sentimos sanos.

Así, para bien o para mal, la salud deja de ser un asunto del alma para transformarse en un asunto del cuerpo. Ya no es un sentimiento o un estado de ánimo —personal y subjetivo— que sólo el propio sujeto puede experimentar y determinar; la salud ahora es un “estado corporal objetivo” que debe ser decretado por el médico. En efecto, sólo el médico sabe cuándo hemos alcanzado ese estado o cuándo lo hemos perdido; sólo el médico nos puede decir cuál es el camino que conduce a la salud. Resulta de esto que, a los efectos prácticos, es el médico quien —muchas veces, a pedido nuestro— termina decidiendo cómo debemos vivir nuestra vida.

De más está decir que esas cifras concretas —que hoy se consideran sinónimo de salud— son las mismas para todos; y así la salud se transforma en algo universal que debe ser igualmente beneficioso para cualquier individuo, en cualquier circunstancia. Un molde único en el que todos debemos encajar sin importar el precio a pagar para lograrlo. Si una cosa he aprendido ejerciendo mi profesión de médico-psicoanalista durante más de treinta años, es que la salud nunca es, en sí misma, un fin, sino un medio necesario para llevar adelante nuestra vida; y “nuestra vida” es algo personal, único e irrepetible. Por lo tanto, cada uno tiene el derecho —que es también una responsabilidad indelegable— de encontrar su personal manera de vivir. Lo que es mejor para unos no siempre lo será para otros.

Todos sabemos lo que se entiende por llevar una “vida sana”: no fumar, no beber, evitar las grasas, las carnes rojas, las harinas y azúcares refinados, hacer ejercicio, evitar el estrés, etc… Pero solemos olvidar que llevar una “vida sana” no nos hace inmunes al cáncer, a la hipertensión, al infarto, a los accidentes o a la muerte. Ni siquiera nos asegura que nuestra vida vaya a ser mejor. Para lograr tener una buena vida, una vida plena, no basta con el simple intento de perseguir la salud tratando de evitar ciertas enfermedades. Lo que define nuestra vida es lo que hacemos con ella, no lo que evitamos que en ella nos suceda. Tanto Roger Federer como Julio Cortázar han logrado —por lo menos a simple vista— vidas más que interesantes y llenas de éxitos y satisfacciones, vidas dignas de ser imitadas. Lo que parece difícil de lograr es parecerse a Cortázar siguiendo el estilo de vida de Federer.

A nadie se le escapa que la salud completa —tal como la define la Organización Mundial de la Salud (oms)— es algo imposible de alcanzar. Una cierta cuota de enfermedad, inevitablemente, forma parte de toda vida, de modo que los que intenten seguir el modelo de vida de Cortázar —sedentario, fumador, bebedor— deberán asumir el riesgo de padecer cierto tipo de enfermedades, por ejemplo respiratorias (aunque ese no haya sido el caso de Cortázar, que murió de leucemia). Aquellos que, en cambio, elijan el estilo de vida de Federer —deportista de alto rendimiento, sometido al estrés físico y mental— no por ello quedarán exentos de asumir otros riesgos; por ejemplo, padecer de las articulaciones (aunque tampoco llegue a ser el caso de Federer).

Creo que, en nuestros tiempos, la importancia de la salud se ha sobredimensionado hasta el punto de transformarse en un bien absoluto; es decir que, sea cual fuere el término de comparación, a nuestro parecer, la salud siempre es mejor. Alcanzar la salud —en lo que al cuerpo se refiere— parecería haberse transformado en uno de los principales objetivos de la vida moderna. “Salud, dinero y amor”, se suele decir; en ese orden: con la salud por delante de todo lo demás.

Y así como el hábito de fumar se ha convertido en el símbolo privilegiado de todo lo que es perjudicial —y entonces se pretende afirmar que es perjudicial para “todo”— sucede que se buscan afanosamente aquellas cosas que, al contrario, comporten ciertos beneficios y luego, con la misma intencionalidad dudosa, se pretenden que sean saludables para “todo”.

Así, por ejemplo, si nos enteramos de que el pescado tiene omega 3, pensamos que consumir pescado es bueno, aun sin entender del todo en qué consiste ese supuesto beneficio o si será aplicable a nuestro caso particular. Si nos dicen que una determinada marca de yogurt satisface las necesidades diarias de calcio, tendemos a elegirla, aun sin saber si se refiere a la necesidad de calcio de un niño en crecimiento o de una mujer menopáusica (cosa que, de modo ex profeso, la publicidad no aclara). No se nos ocurre pensar que, acaso, consumir calcio en exceso podría ser perjudicial, porque según la propaganda el calcio es saludable, y para nosotros la salud nunca puede “sobrar” ni ser demasiada. De igual modo, consumimos complejos vitamínicos aun sin necesitarlos, porque pensamos que “nunca están de más”.

Resulta llamativo que, al mismo tiempo que creemos que la clave para tener una “vida sana” consiste en evitar cualquier tipo de exceso, nos cueste creer que pueda existir un “exceso de salud” (dicho sea de paso, tampoco pensamos que puedan haber cantidades excesivas de dinero y mucho menos de amor). En lo que tenga que ver con la salud, nos parece que “lo que abunda no daña”… El problema es que en nuestros días todo parece tener que ver con la salud; y, para peor, en materia de salud pareciera suceder que todo lo que no está prohibido es obligatorio.

Con el espíritu de dar satisfacción a este interés exacerbado por la salud, por ejemplo, se financian investigaciones “científicas” que arrojan conclusiones tales como que sonreír o besarse es saludable. Estas conclusiones son siempre bienvenidas y reciben mucha atención y difusión, porque a todos nos alivia enterarnos de que algo sencillo y placentero pueda proporcionarnos la salud que tanto anhelamos. Resulta entonces que lo bueno de besarse ya no radica en que es un modo de expresar la alegría por haber encontrado el amor. Lo bueno de besarse es que reduce la tensión arterial, consume calorías acelerando el metabolismo, tonifica los músculos de la cara, sube las defensas, previene problemas dentales, etcétera.

Al pensar así, sin siquiera notarlo, estamos cambiando el norte de la vida o, como suele decirse, estamos colocando el carro delante de los bueyes. En lugar de pensar que necesitamos la salud porque su ausencia nos puede dificultar “la búsqueda de la felicidad”, pensamos, confundidos, que lo que tiene de bueno “la felicidad” es, principalmente, que resulta saludable… A nuestro parecer, entonces, lo mejor de “ser feliz” es que, al disminuir el estrés, disminuye también la presión arterial. De manera inadvertida, reducimos el bienestar a ser sólo un medio para alcanzar “las cifras de la salud”, que ahora han pasado a ser el fin último.

Desde esta perspectiva distorsionada, buscamos, así, acumular toda la salud que sea posible, como si de dinero se tratara, aun antes de saber qué vamos a hacer con ella; como si imagináramos que en un futuro, cuando hayamos descubierto qué hacer con nuestra vida, toda esa salud acumulada será como un “capital ahorrado” que nos permitirá “comprar” el tiempo suficiente para hacerlo. Nuestro anhelo se reduce, por ejemplo, a llegar a los 80 años en buena forma, como para no vernos privados por la vejez de hacer, en ese momento, la vida que nos gusta. Lo paradójico es que, para lograr ese beneficio futuro, estamos dispuestos, justamente, a renunciar en el presente a hacer la vida que nos gusta. Pero ¿qué sentido puede tener que, por intentar llegar a los 80, nos perdamos de vivir los 40, los 50, los 60? Nos olvidamos de que la vida que tenemos ya la estamos viviendo; que, inevitablemente, ya la estamos gastando; que ya no volveremos a tener la edad que tenemos hoy.

Así se nos escapa que lo que verdaderamente importa no es la salud en sí, como cosa aislada —y mucho menos como una cifra de colesterol—, sino el uso que le demos a la vida que hoy tenemos. Y muchas veces, en lugar de recordar que la salud nos tiene que servir para hacer la vida que queremos, cometemos el error de poner nuestra vida al servicio de la salud. Viendo el modo de vivir de algunas personas, uno no puede dejar de pensar que, para ellas, vivir no es otra cosa que cuidar la salud; que la meta de la vida no va más allá de evitar enfermar. Como esos equipos “chicos” que, convencidos de que no tienen nada para ganar, salen a la cancha con el modesto objetivo de cuidar el empate.

Seguramente, habrá algunas personas en quienes la vida que les gusta hacer y que les da placer vivir coincide con lo que la medicina de hoy considera una “vida sana”; amantes del deporte y de las actividades al aire libre, o del yoga y las dietas naturistas; ¿por qué no? No veo en ello nada de malo. Pero no tengo dudas de que son muchos los que tienen la idea errónea de que renunciar a las cosas que les dan placer equivale a ganar salud. Como si imaginaran que, por ese camino, lograrán poner la vida en suspenso, para vivirla después. En lugar de usar la salud que tienen para vivir su vida, se desviven por tener una vida sana…

Pero, según lo veo, este desatino llega todavía más lejos. ¿Qué pensaríamos de alguien que, cegado por el afán de tener más salud, apostara toda la que posee en la ruleta del casino? Pues esto es lo que a menudo ocurre con la sobredimensión que se hace de la medicina preventiva. Incluso si nuestro mayor interés no fuera otro que la salud, ¿qué sentido tiene que, intentando disminuir el riesgo de padecer ciertas enfermedades, nos expongamos al riesgo de padecer otras? Porque estamos tan cegados por el temor a enfermar, que solemos olvidar que muchas de las cosas que hacemos para cuidar la salud también la ponen en riesgo.

No descubrimos nada si afirmamos que todo recurso terapéutico, por más necesario y valioso que pueda resultar, siempre conlleva sus riesgos. No sólo la cirugía, sino también los fármacos o, incluso, las radiografías nos exponen a daños colaterales y efectos adversos. Pero, en cambio, suele creerse que la medicina preventiva es siempre inocua. Esta idea es errónea. No sólo nos expone a procedimientos —como pinchazos, anestesias, radiaciones, etc.— que conllevan la posibilidad de ciertos daños —como infecciones, hemorragias, iatrogenia y mala praxis—, sino también al riesgo de padecer los perjuicios —a veces muy serios— de los resultados fallidos; “falsos positivos” que nos dicen que estamos enfermos cuando no lo estamos y “falsos negativos” que provocan el efecto contrario. Estos peligros están bien documentados, pero esos trabajos reciben poca difusión. Al parecer, es una verdad incómoda que nadie tiene interés en escuchar ni repetir. El mismo 5% de riesgo para la salud que en el caso de un alimento o un hábito de vida nos alarma nos parece insignificante en el caso de un procedimiento médico (por ejemplo, una punción diagnóstica).

Pero creo que la medicina preventiva conlleva, además, otro importante perjuicio que, como no se puede objetivar cuantitativamente con los métodos diagnósticos de la medicina, no se lo suele apreciar en su justa medida. Un ejemplo ilustrará mejor lo que quiero decir: si estando “sanos” preguntáramos a distintos especialistas qué deberíamos hacer para conservar la salud y evitar futuras enfermedades —además de los consejos sobre llevar una “vida sana”—, cada uno de ellos nos recomendará realizar de forma periódica ciertos exámenes con el fin de detectar posibles patologías en estado incipiente. El cardiólogo nos sugerirá ciertos estudios; el oncólogo, muchos otros; lo mismo sucederá con el gastroenterólogo, el odontólogo, el nefrólogo, etc., etc., etc... Cuanto mayor sea el número de enfermedades que queramos evitar, mayor será el número de especialistas consultados y, por lo tanto, más larga será también la lista de exámenes periódicos a realizar. Algunos serán anuales; otros, cada seis meses. Amén de los beneficios que pudiera aportar esta tarea preventiva —si estamos dispuestos a correr los riesgos que antes mencionábamos—, de ella resulta también que para cumplir con todos esos “chequeos de rutina”, durante una buena parte del año, deberemos interrumpir el curso normal de nuestra vida para pasar varias horas en salas de espera de consultorios, clínicas, hospitales, laboratorios y centros de diagnóstico. Deberemos padecer el estrés que nos genera la incertidumbre hasta tener los resultados y lidiar con lo que ellos puedan arrojar. En otras palabras: estando sanos, nos veríamos obligados a hacer una vida similar a la que, por necesidad, se ven sometidos los que están enfermos.

A esto me refiero cuando digo que, en lugar de utilizar la salud que tenemos para vivir nuestra vida, a veces ponemos nuestra vida al servicio de la salud. En lugar de vivir con la salud que tenemos, nos desvivimos por conseguir más… Por esto creo que vale la pena que volvamos a reflexionar sobre el lugar que debemos darle a la salud en el conjunto total de las cosas que componen nuestra vida. Preguntarnos si lo que —hoy por hoy— entendemos por “salud” no puede, por lo menos en ciertas circunstancias, resultar “perjudicial para la salud”.

Sólo unos pocos milímetros de mercurio de más en la tensión arterial, o unos pocos miligramos de menos en la concentración de hemoglobina, o una pequeña imagen en una radiografía le permiten al médico decirnos que no estamos sanos; que somos hipertensos, que estamos anémicos o que tenemos un tumor. Solemos creer que ese diagnóstico es también un destino y, en esa creencia, para recuperar la salud que creemos perdida, muchas veces nos internamos por caminos que pueden ser, incluso, más perjudiciales que la enfermedad que creemos tener. De modo que no resulta tan sencillo dar un significado adecuado a ese dato objetivo. Así como puede ser imprudente subestimarlo, igual de imprudente puede llegar a ser sobrestimarlo considerando que el hecho de sentirnos sanos es nada más que un error. El médico podrá tener razón, pero la razón no lo es todo en la vida… Su razón es solamente una verdad, pero de ninguna manera es toda la verdad. Si, a pesar de esos datos, nos sentimos sanos, eso también es verdad; y aunque ese sentimiento no pertenezca al tipo de cosasque se pueden medir objetivamente, muchas veces es todo lo que necesitamos. Como ya dijimos, la salud tal como la define la oms es un ideal imposible de alcanzar; la enfermedad forma parte de la vida. Una simple várice, el acné, la miopía o la calvicie ya nos colocan fuera de ese estado ideal de salud. Pero que esa salud objetiva, completa e ideal no exista no significa que no exista la posibilidad de sentirnos bien, con la salud suficiente como para llevar adelante nuestra vida.

No creo que la medicina de nuestro tiempo sea del todo inocente en esta confusión general en la cual se entiende y se espera que el médico nos diga cómo vivir. Creo que el papel de la medicina no es el de imponer un estilo de vida único, sino, por el contrario, el de informar, de la manera más veraz posible, y asistir a quienes lo solicitan. Así, aquel que recurra a nosotros tratando de encontrar una mejor forma de vivir su vida —con más satisfacciones y menos padecimiento— podrá saber mejor a qué atenerse, en función de las decisiones que tome. Como médicos, tenemos que recordar que la medicina siempre se debe ofrecer, no imponer. Pretender, como suele hacer la medicina actual, que todo paciente fumador deje de fumar de manera inmediata me parece algo ingenuo y, en muchos casos, lisa y llanamente una forma de abandono hacia una persona que sufre, hacia una persona que no puede ser “mejor”, que no logra estar a la altura de lo que hoy por hoy se considera “saludable”. Algo no muy distinto a recetarle, por ejemplo, un medicamento que no puede comprar. Creo que la medicina debe y puede ser mejor que eso.

De todas estas cuestiones que, con creces, trascienden el ámbito del hábito de fumar me ocupo en la segunda parte del libro. Si bien allí intento restringirme a la consideración de los aspectos de la salud relacionados con este hábito, soy conciente de que el tema es tan grande, que amenaza con hacer que el título del libro termine resultando insuficiente y parcial.

Tratando de encontrar la mejor manera de finalizar el libro y dar un cierre a los muchos argumentos que en él se abren, me ha parecido oportuno hacer propio un recurso que solía utilizar Gregory Bateson. He imaginado, a modo de epílogo, un diálogo en el cual un padre, a través de las preguntas de su hija, intenta reflexionar sobre los motivos profundos que lo llevan a fumar, a pesar de considerarlo nocivo. El padre que he imaginado es un fumador común y corriente, que dispone de la misma información acerca del fumar que cualquier sujeto en la actualidad; no es médico, ni ha leído este libro, ni representa todo lo que en él se dice. Pero sí se trata de un sujeto al que, particularmente, le gusta reflexionar, pensar las cosas por sí mismo y llevar estos pensamientos hasta sus últimas consecuencias. No pretendo que el diálogo se tome por real ni tampoco pretendo hacer literatura; se trata sólo de una excusa —que espero resulte medianamente verosímil— para poder retomar algunos de los argumentos planteados en el libro, pero con “otras palabras”, de una forma menos racional y, quizá, más vivencial.

Con el manuscrito ya terminado, me vi tentado de incluir, en un apéndice final, un breve artículo que publiqué en 2015, que trata sobre la razón de ser del psicoanálisis como forma de ejercer la medicina; sobre la particular mirada que el psicoanálisis tiene acerca de la vida, la muerte, la salud y la enfermedad. Es una manera de explicar, desde otra perspectiva, la esencia de lo que pienso sobre las cuestiones que en este libro se abordan.

Este libro ha sido escrito pensando en un lector que puede o no ser fumador. No persigue el fin de que el lector modifique sus hábitos de vida; aunque, claro está, distintos lectores encontrarán en el libro argumentos que juzgarán válidos tanto para seguir fumando como para seguir “no fumando”. Habrá quienes encuentren en este libro una motivación para dejar de fumar, como los habrá también quienes, habiendo intentado dejar de fumar, luego de la lectura juzguen innecesario continuar con el intento. Sea como fuere, si este libro logra ayudar a alguien a vivir mejor, siendo su autor me sentiré muy satisfecho; pero eso no significa —repitámoslo— que mi propósito al escribirlo haya sido modificar el estilo de vida del lector. Hago esto explícito porque no descarto que, por tratarse de un tema tan polémico y controversial, distintos lectores —fumadores y no fumadores— intenten descubrir en el autor ocultas intenciones de convencerlos en uno u otro sentido.

Si además del placer intelectual de satisfacer la curiosidad expresada en el título del libro, y compartir su esclarecimiento, pudiera haber alguna otra intención, secundaria, en lo que escribo, quizá sea la esperanza de ayudar a algún lector a pensar mejor sobre algunas cuestiones que hacen al fumar, pero también a la manera de vivir. Si, en el mejor de los casos, esto ocurre, no será por haber tratado de imponer mis ideas como dogmas absolutos, sino —todo lo contrario— por haber ofrecido los argumentos que sustentan mi modo de pensar —y vivir— de la forma más clara y fundamentada que me ha sido posible.

No obstante lo dicho, y a pesar de haber reflexionado con detenimiento sobre cada uno de los argumentos que ofrezco en este libro, no descarto la posibilidad de que lectores más lúcidos que yo puedan encontrar errores capaces de invalidar, total o parcialmente, las conclusiones que de ellos extraigo. Se trata de una posibilidad siempre presente en todo ensayo que se publica. De modo que —valga la aclaración— las consideraciones ofrecidas aquí son, como suele decirse, “a mi mejor saber y entender”.

Sin embargo, dado el tenor de lo que en este libro se trata, considero probable que algunos lectores experimenten un fuerte rechazo hacia algunos de los argumentos que ofrezco; por ejemplo, aquellos que ven al fumar como un enemigo peligroso, al que es necesario combatir. Es posible también que algunos de ellos hagan extensivo ese rechazo a todo el libro, e incluso a su autor, y que por eso me crean un “enemigo” de las nobles intenciones de las campañas de salud. Es un riesgo que, luego de meditarlo mucho, he decidido asumir. Como psicoanalista, no desconozco lo difícil que resulta aceptar un argumento cuando las conclusiones que de él se derivan nos desagradan o contravienen intereses a los que damos mucho valor; mucho más aún cuando se trata de cuestionar creencias que están muy arraigadas. Pero creo que, por mejores que puedan ser las intenciones de una campaña de salud, el deber de la ciencia es intentar, siempre, descubrir cómo las cosas son, sin dejarse influir por cómo nos gustaría que sean. Como se verá, tengo motivos para pensar que esta lamentable deformación de los hechos ha sucedido más de una vez con investigaciones que pretendían determinar cuáles son los daños que el hábito de fumar genera en el fumador o en su entorno. Es mi esperanza, entonces, que algunos de estos lectores, mirando las cosas con otros ojos —con los míos—, superando el rechazo inicial, puedan verse enriquecidos al iluminar aspectos menos evidentes de un tema que, a mi entender, es mucho más complejo de como se lo suele presentar.

Para eliminar toda sombra de suspicacia, de entrada me confieso fumador. He comenzado a fumar cigarrillos en la adolescencia, a escondidas primero, y adquiriendo el hábito un poco más tarde. A los 18, ya fumaba alrededor de un paquete diario, cantidad que mantuve hasta mis 34 años. Fumar fue siempre para mí algo placentero. Durante ese período, nunca me propuse dejar de fumar. (Mi padre, en aquellos años, buscaba inculcarme su pasión por la pipa —seguramente menos nociva—, pero esa forma de fumar no me satisfacía y luego de un rato debía volver al cigarrillo; “son amores distintos”, solía decirle yo.)

Sin embargo, inesperadamente, sin que yo lo buscara, de un día para el otro el cigarrillo me abandonó. De pronto dejé de tener deseos de fumar; prendía un cigarrillo y no sentía ganas de fumarlo. Aún no logro encontrar una explicación para un hecho tan inusual. Quizá porque unos meses antes había nacido mi primer hijo; quizá porque había terminado una investigación —en colaboración— sobre el significado inconciente de la obesidad… no lo sé. Algo cambió en mí. De modo que así, a la mitad de un paquete, abandoné el hábito de los cigarrillos sin mayores dificultades ni penurias, ayudado seguramente por el hecho de haber empezado a fumar en pipa. Aún hoy —casi veinte años después—, cada tanto sueño que fumo un cigarrillo. Aún hoy, de vez en cuando, al ver a alguien encender un cigarrillo ejecutando los rituales típicos, me asalta una tenue nostalgia de algo perdido.

Desde entonces, fumar en pipa se ha vuelto para mí algo mucho más placentero de lo que fuera, en su momento, el cigarrillo; también me ha aportado otros rituales, igualmente queridos. Encendida o apagada, es común verme con una pipa en la boca. De modo que he fumado la mayor parte de mi vida. No he tenido, en todos estos años, ninguno de los serios problemas de salud que en general se vinculan al hábito de fumar. El hábito de fumar no me ha impedido tener la salud necesaria para practicar deportes o, quizás, al revés, practicarlos es lo que ha impedido que el hábito perjudique notoriamente mi salud (aunque he pasado largos períodos de mi vida sin practicar deporte alguno). Como sea, he practicado buceo y desde hace unos años juego al tenis de manera bastante frecuente e intensa. A menudo me desplazo en bicicleta. Físicamente me siento bien, de modo que no veo una necesidad urgente de introducir modificaciones en mi vida en lo que respecta al hábito de fumar. A lo mejor, en un futuro… quién sabe.

Lo dicho no significa que busque erigirme en ejemplo. He vivido como he podido y, como todo el mundo, tendré que vivir con las consecuencias —buenas y malas— de mis actos. En la vida que, mal o bien, he sabido hacer seguramente la medicina de hoy encontrará aspectos nocivos junto a otros saludables. Yo mismo, mirando atrás, puedo concebir caminos mejores; cosas que mejor hubiera sido hacer o evitar. Pero lo que hice hecho está, y no me siento demasiado disconforme con el resultado. En un sistema complejo —y toda vida lo es—, las cosas no se dan siguiendo una lógica lineal, de modo que no resulta sencillo predecir los efectos futuros de los cambios puntuales que se implementan. Lo que quiero decir es que no sé —sinceramente— cómo hubiera sido mi vida si no hubiese hecho lo que hice; si, por ejemplo, no hubiese fumado. No sé qué cosas hubiera ganado ni tampoco qué cosas hubiera perdido. Por lo pronto, podría decirse que, si nunca hubiera fumado, me habría perdido de vivir ciertos placeres concretos y me habría ahorrado, a cambio, ciertas molestias, también concretas. Pero fumar ha sido para mí algo importante; por lo tanto, intuyo que si nunca hubiera fumado, muchas más cosas habrían sido distintas en mi vida. Este libro, muy probablemente, no existiría, y yo no sería hoy la misma persona que soy.

Siempre que un tema convoca afectos poderosos —como es el caso del hábito de fumar—, resulta inevitable que sobre él se susciten controversias que tienden a simplificar excesivamente su consideración. Si sobre estos temas uno se propone abrir nuevas reflexiones, por más empeño que se ponga en señalar los distintos matices de grises, existe siempre el riesgo de que el ánimo del interlocutor se incline a extraer, de manera apresurada, una conclusión en términos de blanco o negro. Por lo tanto, resulta muy difícil en estos casos escapar a esa alternativa binaria, según la cual no estar “en contra” sólo puede significar estar “a favor”. De nada sirve evitar pronunciarse en uno u otro sentido, ya que no sólo no nos exime de ser ubicados, por cuenta del interlocutor, en alguna de estas dos únicas posibilidades, sino que, además —y para peor—, uno genera la impresión de que oculta una posición que no se atreve a asumir.

Una vez aclarado que esta alternativa binaria me parece una simplificación pobre, y que para saber —en profundidad— qué pienso sobre el hábito de fumar mejor sería leer el libro entero, paso entonces a recoger el guante y pronunciarme por el “más blanco” de todos los grises que veo en mi paleta:

Si fuera posible abstraer la cualidad de fumar y separarla de todas las otras cualidades que componen una vida, entonces —sólo entonces— me atrevería a decir que “no fumar” es mejor que “fumar”. Sobre todo si por fumar se entiende fumar cigarrillos en cantidad. Pero no acierto a ver el hábito de fumar como algo tan dañino y perjudicial como rezan las campañas antitabaco. Mucho menos si se trata de fumar poco, fumar cigarros o fumar en pipa. La idea de que la presencia del fumador pueda resultar dañina para las personas que lo rodean sencillamente no me convence. Me he informado acerca de las investigaciones que pretenden dar sustento científico al concepto de fumador pasivo y lo que he podido averiguar no ha hecho más que convencerme de que se trata de una falacia. En el capítulo 13, expongo los argumentos que me llevan a pensar de ese modo y reseño las mencionadas investigaciones, como para que el lector pueda sacar sus propias conclusiones.

Tampoco creo que fumar pueda hacer a alguien mejor de lo que es. No creo que uno pueda transformarse, por ejemplo, en escritor por el sólo hecho de adquirir el hábito de fumar. Pero si un escritor sintiera —como se observa con frecuencia— que no puede escribir sin fumar, la decisión de dejar de fumar es, cuando menos, algo complejo que debe ser meditado con cuidado. Afirmar, como un hecho “científicamente comprobado”, que “si fuma morirá” me parece que no ayuda a sopesar de un modo adecuado las alternativas a elegir. Es muy cierto que para poder escribir necesita salud; pero también es necesario que —como médicos— aceptemos su derecho a decidir que, si ya no podrá escribir, quizás esa forma de salud no le interese.

Ya va siendo hora de recordar que los médicos, con nuestras prácticas y consejos, no sólo intervenimos en los cuerpos de nuestros pacientes; también intervenimos —lo queramos o no— en sus vidas. No debemos olvidar que tener una buena vida es siempre mucho más que tener un cuerpo sano, principalmente en lo que a importancia se refiere. Y aunque es cierto que no está en las manos del médico que se ocupa del cuerpo poder darle al paciente una buena vida y que, en cambio, a veces sí pueda darle un cuerpo más sano, mucho cuidado se ha de tener en que esa meta parcial no haga de su vida algo peor.

Capítulo 1

El hábito de fumar y la conquista del fuego

Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, hace ya más de 500 años, la humanidad ha sostenido un encendido romance con el hábito de fumar. Pese a que en nuestros días son bien conocidos los efectos nocivos que la medicina atribuye a este hábito, millones de personas continúan fumando. Las numerosas investigaciones que se han abocado al intento de descubrir el porqué de esta curiosa pasión coinciden en que la respuesta está en los efectos farmacológicos —placenteros y adictivos— que el tabaco, a través de la nicotina, tiene sobre el organismo de quien lo fuma.

En otras palabras, consideran que la razón y el objetivo del fumar radican en esencia en la nicotina del tabaco; el hábito de fumar es entendido, entonces, como una adicción o, más precisamente, una toxicodependencia.1 Desde esta concepción han surgido distintas propuestas farmacológicas para alcanzar el objetivo terapéutico de la cancelación del hábito; por ejemplo, proporcionarle al fumador nicotina por otros medios menos nocivos (como los parches cutáneos) o desarrollar otras drogas (como bupropion o fluoxetina) capaces de simular los efectos placenteros o contrarrestar los adictivos que la nicotina tiene sobre el organismo del fumador de tabaco.2El psicoanálisis no fue ajeno al interés por este interrogante. Numerosos psicoanalistas se abocaron al estudio de las motivaciones inconcientes que llevan a un sujeto al hábito de fumar, identificando intensas fijaciones orales y masoquistas. Atentos a estas investigaciones, distintos sectores de la industria médica intentaron alternativas menos “masoquistas” para sustituir “la oralidad” del hábito de fumar, como cigarrillos de plástico para tener en la mano y llevarse a la boca o chicles de nicotina que, intentando matar dos pájaros de un tiro, satisficieran al mismo tiempo la necesidad “somática” de nicotina y la “psicológica” de descargar pulsiones orales.

No obstante estos intentos, dejar de fumar resulta muy difícil. Según informa Hernán Provera, médico cardiólogo y jefe del Departamento de Riesgo Cardiovascular del Instituto de Neurociencias Buenos Aires (ineba), «se estima que en algún momento de su vida uno de cada tres fumadores se plantea dejar de fumar. Entre los que lo intentan, un 25% no alcanza las 24 horas sin volver a probar un cigarrillo, el 40% resiste entre dos y siete días y sólo un 12% supera los 3 meses sin hacerlo».3 Es decir que —haciendo números— sólo un 4% de los fumadores supera los tres meses de abstinencia. Aún los tratamientos de reemplazo de nicotina por vía inhalatoria dan poco resultado. Los estudios estadísticos revelan que «mientras que cerca del 90% de los fumadores vuelve a fumar después de 12 meses si no realiza ningún tratamiento, entre el 75 y el 80% de los que reciben reemplazos de nicotina lo hace».4 De aquí fácilmente se deduce que —por lo menos para la gran mayoría de los fumadores— el acto de fumar tiene que ser algo más que el deseo o la necesidad de inhalar nicotina.

Sergio Aizenberg,5 yendo un poco más allá de las fantasías orales descriptas clásicamente, plantea que fumar es un intento particular de mantener disociados y aletargados —“fumigados”, según el autor— contenidos prenatales considerados peligrosos. Años más tarde, Hugo Litvinoff6 y, más recientemente, Pascual Bianconi,7 buscando comprender el hábito de fumar a partir de la libido propia de la función respiratoria, han identificado a la hipoxia que causa la inspiración del humo del cigarrillo como una de las motivaciones inconcientes que conducirían a este hábito. El primero de estos autores considera que el fumador de cigarrillos, a los fines de superar dificultades actuales, intenta recrear la situación de la primera inspiración que ocurre luego del nacimiento; situación de la cual, en el pasado, logró salir “airoso”. Bianconi, en cambio, emparentando la hipoxia del fumador de cigarrillos con la hipoxia relativa en la que transcurre el período fetal de la vida, sostiene que, al contrario, la inspiración del humo del tabaco buscaría recrear una simbiosis con la imago materno-placentaria. Cabe destacar que este autor, en un trabajo contemporáneo al mencionado, se aboca también al estudio de la interioridad de la nicotina,8 abordando este complejo tema desde dos frentes distintos: por un lado, la afición a la nicotina del tabaco y, por el otro, el hábito de fumar cigarrillos inhalando el humo del tabaco hasta los pulmones.

Sin embargo, el significado del hábito de fumar es un tema más amplio que no se agota con la comprensión de por qué se fuman cigarrillos de tabaco, ya que hay formas no inhalatorias de fumar (como el cigarro o la pipa) y también se fuman otras sustancias distintas del tabaco (como marihuana, opio o crack). Tampoco el consumo de tabaco se restringe al hábito de fumar, ya que hay muchas otras formas de incorporar la nicotina en el organismo.

En este libro, me propongo intentar comprender el significado inconciente del hábito de fumar a partir del significado propio del humo que se fuma y, por extensión, del significado propio del fuego que lo provoca. Se trata de un camino que, hasta donde sé, aún no ha sido explorado por el psicoanálisis.