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Un psicoanalista en el cine no es un libro sobre psicoanálisis aunque tampoco sea, en el sentido más estricto del término, un libro sobre cine. En él se conjuga la experiencia clínica como método de exploración y la cinefilia bien entendida para, a partir de ambas, abrir un nuevo horizonte de sentidos. El autor se desliza lenta, subrepticiamente en la oscuridad de la sala de proyección, en la intimidad de nuestro living, para susurrarnos historias veladas, ocultas, muchas veces contrabandeadas en las múltiples capas de una comedia romántica o un thriller de suspenso. Historias que ya estaban allí, ocultas en la mente del director, agazapadas en la densidad del celuloide, y que este libro tiene el mérito –y la generosidad– de compartir con nosotros. Gracias a una prosa fluida y transparente, los ensayos aquí reunidos logran ese equilibrio extraño e infrecuente entre riqueza y claridad, potenciándose unos a otros, intercambiando ideas y objetos para mostrar un nuevo camino y descubrir un placer secreto e impensado. Gustavo Chiozza es nuestro guía hacia esa nueva dimensión donde el cine y la vida son la misma cosa. Su especialidad es descubrir mundos intermedios entre aquél que se esperaba encontrar y el que finalmente se encontró. Y vale la pena acompañarlo.
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Seitenzahl: 453
Veröffentlichungsjahr: 2021
Gustavo Chiozza
Un psicoanalistaen el cine
Chiozza, Gustavo
Un psicoanalista en el cine. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012. - (Entretiempo; 0)
E-Book.
ISBN 978-987-599-299-3
1. Cine. 2. Psicoanálisis. I. Título
CDD 150.195
Corrección: Jung ha kang
Diseño de tapa: Dbk - www.Dbk.Com.Ar
Diseño de interiores: Ignacio solveyra
Foto de solapa: Eduardo dayen
© Libros del Zorzal, 2006
Buenos Aires, Argentina
Libros del Zorzal
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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www.delzorzal.com.ar
A la memoria de Luna,
que me brindó su compañía en la
dura travesía hasta la otra orilla de mi vida.
A Andrea, Nicolás y Natalia, que son esa otra orilla.
Agradecimientos
Cuando este libro era todavía un sueño, Federico Romani tuvo la generosa voluntad de leer los comentarios originales tomándose, además, el trabajo de volver a ver el film correspondiente antes de cada lectura. Además de su tiempo, puso a mi disposición sus extensos conocimientos sobre cine y literatura, y en las conversaciones con él surgió la idea de cómo introducir cada una de las películas; cómo dirigir al lector lo que originalmente estaba dirigido al espectador. A mi deuda de gratitud con él quiero sumar el entusiasmo que demostró hacia este proyecto, contraponiendo siempre, a cada una de mis dudas, su convicción sobre el valor del libro.
Con Horacio Corniglio hemos pasado largas noches revisando la redacción de las primeras versiones del manuscrito, tratando de superar la dificultad que se me presentaba al tener que contar el film al mismo tiempo que lo iba interpretando. Independientemente de la claridad que yo haya sabido alcanzar en la versión final, me consta que sus opiniones y sugerencias han mejorado este libro. No se me escapa el hecho de que todas esas horas robadas al sueño y al necesario descanso que impone su actividad laboral fueron obsequiadas, además, en un momento particularmente difícil de su vida; por esto mi deuda con él es todavía mayor. Hoy, en el momento de concluir esta sección del libro que empecé hace muchos meses, las circunstancias de la vida nos han alejado. Si bien en la vida sucede muchas veces que lo que ocurre “después” resignifica con un nuevo valor todo lo sucedido “antes”, no me sentiría honesto, intelectual y afectivamente, si no reconociera con gratitud lo que en su momento fue — y así lo creo— una colaboración nacida de una amistad sincera.
Liana Pardo manifestó, sin que yo se lo pidiera, su deseo de colaborar conmigo y soportó el pesado encargo de revisar por su cuenta el manuscrito final en busca de errores, inexactitudes y posibles mejoras. Sebastián Faya me ofreció su tiempo y sus conocimientos para mejorar las fotos del libro, a partir del pobre material disponible. Deseo expresar aquí mi agradecimiento hacia ellos por su generosidad desinteresada.
He debido superar muchos obstáculos, sobre todo personales, para concretar la materialización de este, mi primer libro; Juan Repetto, Enrique Obstfeld, Catalina Nagy, Mirta y Eduardo Dayen y Silvana Aizenberg han sido de mucha ayuda en este sentido, y les agradezco la infinita paciencia que han tenido conmigo.
Todos aquellos amigos y colegas en quienes he buscado apoyo y estímulo, en distintas etapas de la preparación de este libro, me lo han dado generosamente, y el permanente interés de todos ellos por que Un psicoanalista en el cine viera la luz ha sido para mí el estímulo más valioso. Quiero expresar mi agradecimiento para todos y cada uno de ellos.
Existen también otras personas —personas que tienen mucho peso en mi vida— a quienes, por distintos y complejos motivos, no he querido o sabido recurrir; no dudo de que, de haberlo hecho, me hubiesen dado todo su apoyo. También ellos, aunque quizás no lo sepan, han estado presentes en mí durante la realización de este libro y han sido un estímulo significativo.
Quisiera agregar también un agradecimiento muy especial a mi padre, que, a pedido mío, ha escrito el prólogo del libro. La relación que nos une es tan rica, tan extensa, tan profunda y tan compleja que separar de ese inmenso conjunto lo que corresponde a mi gratitud por este libro me resulta una tarea imposible.
Con mi esposa Andrea, desde hace más de trece años, compartimos vida y proyectos, por lo que mi gratitud hacia ella incluye aspectos mucho más importantes que este libro; pero acotándome a esta ocasión, quisiera expresarle mi gratitud porque este libro haya sido también un proyecto “nuestro”.
Dado que esta sección del libro es seguramente la más personal, destinada a las personas más íntimamente relacionas con el libro y el autor, me permitiré expresar aquí algo que podría considerarse, en el mejor de los casos, una justificación o sino, más lisa y llanamente, una pobre excusa. A la hora de dedicar este libro, recordé una anécdota que me contara mi padre sobre cuán inútilmente, a su parecer, había hecho sufrir a su madre al omitir incluirla en la dedicatoria de su primer libro. Qué historia tan trágica y, a la vez, tan patética. ¿Por qué será que damos tanta importancia a la prioridad con que los otros nos consideran, cuando nos resulta tan artificial e innecesario establecer prioridades en nuestros afectos hacia los seres queridos? Enfrentado con tan pesada responsabilidad, acudieron a mí muchos afectos distintos disputádose la dedicatoria del libro. Pensé en mis hijos, Nicolás y Natalia, en mi esposa, en mis padres… También pensé evadir la responsabilidad y aprovechar la oportunidad para un fin, quizás, más trascendente: dedicar el libro al pequeño grupo de colegas que, en Buenos Aires y en Perugia trabajan en el arduo compromiso de mantener viva una manera de entender y hacer el psicoanálisis, muy afín con este libro. En un sentido análogo, aunque más espiritual, pensé también que la dedicatoria podría expresar el deseo de que este libro sea un modesto homenaje al Cine, que nos permite ver los sueños de los otros, y al Psicoanálisis, que nos permite comprenderlos en toda su riqueza. Finalmente opté por postergar estas metas tan elevadas. Espero tener otras oportunidades de enmendar, con otros libros, el sufrimiento involuntario que la dedicatoria elegida pudiera causar a quienes me quieren bien; sólo quiero agregar que la elección recayó en una deuda de gratitud que llevaré en el corazón para siempre.
Índice
Agradecimientos | 5
Prólogo | 10
Prefacio | 17
Advertencia preliminar | 25
Capítulo I
Terror a bordo | 27
Capítulo II
Toy Story | 60
Capítulo III
El farsante | 94
Capítulo IV
Una mujer infiel | 125
Capítulo V
Un tropiezo llamado amor | 152
Capítulo VI
Cigarros | 183
Capítulo VII
Hermanos por siempre | 219
Capítulo VIII
Hechizo del tiempo | 241
Capítulo IX
¿A quién ama Gilbert Grape? | 259
Capítulo X
Las alas del deseo | 284
Prólogo
Puede decirse que no es posible vivir algo en borrador para después, más adelante, vivirlo nuevamente “en limpio”. Cada hora y cada minuto de nuestra vida transcurren de una vez para siempre, porque la ocasión que “vuelve” será siempre otra. Sin embargo, hay una forma del vivir que transcurre como si fuera aquello que no es. Dejemos ahora de lado el hecho grave de que esto puede ocurrir sin que uno se dé cuenta de hasta qué punto su pretensión es equivocada, y centrémonos en lo que ahora nos importa, la circunstancia de que son muchas las veces en que esto se realiza a sabiendas. Cuando dos cachorros se comportan “como si” estuvieran peleando, pero no pelean “en serio”, sino que fingen hacerlo, decimos que juegan. Los seres humanos “jugamos”, pues, de dos maneras, una en la cual, a veces mintiéndonos a nosotros mismos, ignoramos lo que hacemos, y otra en que sabemos que lo estamos haciendo (aunque, claro está, cuando jugamos con aquellas cosas con las que “no se juega”, solemos ignorar sus consecuencias).
Freud, en “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, dice:
Es demasiado triste que en la vida pueda pasar como en el ajedrez, en el cual una mala jugada puede forzarnos a dar por perdida la partida, (…) en la vida no podemos empezar luego una segunda partida de desquite. En el campo de la ficción hallamos aquella pluralidad de vidas que nos es precisa. Morimos en nuestra identificación con el protagonista, pero le sobrevivimos y estamos dispuestos a morir otra vez, igualmente indemnes, con otro protagonista.
¿Cómo pueden compatibilizarse las dos afirmaciones? ¿Qué significado tiene el hecho de que hayamos elegido vivir dos horas que no volverán para que transcurran inmersas en un mundo que consideramos ficticio? Encontramos la respuesta en una conocida cita de Freud: “Cuando soñamos con ladrones y tenemos miedo, los ladrones podrán ser imaginarios, pero el miedo es real”. Las cosas que narra una novela, las que se presentan en el escenario de un teatro, o las que suceden en la pantalla del cine, no acontecen de verdad, pero los afectos que allí experimentamos son reales, tan reales como el esfuerzo que realizamos para trasladarnos hasta el cine o el trabajo que demandó la filmación. Reparemos entonces en que nuestros afectos pueden surgir realmente frente a sucesos que transcurren “en verdad”, o frente a otro tipo de sucesos que denominamos ficticios o, también, imaginarios. Hay sin embargo, una diferencia. Ortega y Gasset, refiriéndose al episodio en el cual Don Quijote, introduciéndose en el escenario del teatro de títeres, pretende hacer justicia con su espada, señala que a pesar de que algunos psicopatólogos han llegado a considerar esa locura como una pérdida del sentido de lo real, la verdad reside, inversamente, en que se trata de una pérdida del sentido de lo irreal, como a veces acontece, sin llegar al extremo de Don Quijote, con algunas personas que son incapaces de interpretar una broma. Cuando vamos al cine nos movemos entonces entre los dos extremos que pueden arruinar nuestro propósito: contemplar una obra que no llega a conmovernos o, por el contrario, asistir a una representación que nos afecta de un modo que trasciende a la ficción. Entre ambos escollos transcurren las aguas navegables de ese esparcimiento que llamamos diversión. Pero, ¿puede decirse acaso que el cine, como forma de arte, agota su sentido en la experiencia de una conmoción afectiva más o menos leve que atraviesa nuestra alma sin efectos perdurables?
La vida nos presenta continuamente, en nuestras circunstancias, “cosas”; dificultades que inevitablemente debemos resolver, y no siempre lo logramos de una buena vez. De modo que es frecuente que nuestras dificultades vuelvan, y también ocurre a menudo que nosotros volvemos sobre ellas, intentando atar los cabos que nos quedaron sueltos. Ese volver, que implica recordar, implica también que nos representemos, otra vez, los asuntos que nos han quedado pendientes, y es claro que tenemos, por fortuna, dos maneras de hacerlo. En una de ellas recordamos algo que nos ha sucedido, y tratamos de procesarlo, terminar de digerirlo, como hace el rumiante, para que el grano grueso de las emociones vividas deje de perturbar nuestra vida presente. La otra acude en nuestro auxilio cuando esa primera tarea supera nuestras fuerzas, entonces presenciamos otras vidas, que en la penumbra de nuestra conciencia representan todo aquello que en la nuestra ha quedado indigesto, y el modo que sin duda soportamos mejor consiste en presenciar esos dramas, sean tragedias o comedias, a sabiendas de que son construcciones ficticias que transcurren en un mundo imaginario del cual se puede salir “a voluntad”. La literatura, el teatro y el cine son, pues, formas del arte que, aunque a veces revisten la apariencia de un entretenido esparcimiento que ocupa el lugar que nuestras tareas han dejado vacante, cumplen su cometido más valioso cuando logran atrapar en su relato el sentido suculento, cotidianamente escondido, de alguna historia vital que “indirectamente” representa y despierta; que conmueve nuevamente, algo que en nuestra vida se nos ha quedado atragantado. Vargas Llosa condensa una parte esencial de este asunto en una sola frase que titula uno de sus libros, La verdad de las mentiras, y, efectivamente, en el mundo de la ficción es así, porque todo se podrá inventar “por fuera” de la realidad, sin límites de tiempo y espacio, siempre que se cumpla estrictamente con la condición de que el relato contenga un drama humano absolutamente verosímil en un entorno que obedece las reglas del juego que propone. Cuando esta condición no se cumple, sentimos que la obra es mala.
Hemos dicho que el relato, sea literario, teatral o cinematográfico, se revela como una forma magna del arte en la medida en que atrapa y comunica el sentido suculento, habitualmente oculto, de una historia de vida, pero no quedaría nuestra consideración completa si omitiéramos la formas menores, en la cuales, muy lejos del intento elaborativo que conduce a profundizar en el significado de lo que ocurre en nuestras vidas explorando los dobleces y vericuetos recónditos que todo drama arrastra consigo, la obra sólo se propone complacer los deseos del espectador ofreciéndole un desenlace que calma transitoriamente sus ansias, dejando intacta la complicada y repetitiva armadura de sus apetitos, que recaen continuamente en la frustración cuando enfrentan la realidad del mundo.
Si volvemos a nuestra anterior pregunta acerca de cuál es el sentido que tiene el hecho frecuente de que hayamos elegido vivir dos horas que no volverán inmersos en un mundo que consideramos ficticio, vemos que podemos dar ahora una respuesta que contiene dos situaciones esquemáticamente divididas. A veces lo hacemos para satisfacer un impulso, una descarga placentera, catártica, que evacua nuestras emociones evadiendo los límites que impone la realidad, para volver luego al mundo verdadero transitoriamente satisfechos, sin que nada haya cambiado en nuestra vida. Otras veces, cuando nos encontramos con una obra de arte de suficiente magnitud, y nos llega el mensaje que contiene, nos internamos en un proceso que nos altera irreversiblemente, cambiando el significado que atribuimos a los avatares que enfrentamos o, mejor aun, introduciendo un punto de vista nuevo en el drama que subyace, problemático, en el trasfondo de nuestra existencia cotidiana.
Llegamos, por este camino, a una cuestión que suele oírse y que el autor de este libro aborda en su prefacio. ¿En qué puede enriquecer el psicoanálisis la experiencia que nos procura el contemplar una obra cinematográfica o, más aun, cualquier otra de las formas del arte? ¿Acaso no es el arte autosuficiente para cumplir su cometido de tañer el diapasón al cual apunta? ¿No corremos el riesgo de opacar y destruir, mediante el psicoanálisis, la conmoción con la cual toda obra de arte bien lograda enriquece nuestro ánimo, penetrando, sin demasiada intervención del intelecto, por los poros de nuestra sensibilidad? Nada mejor que el lector saque sus propias conclusiones, dirá el autor, pero me parece evidente que el psicoanálisis, cuando es intelectualoide y espurio, nada logra estropear con su impotencia estéril y se usará, a lo sumo, para cubrir una opacidad afectiva que ya preexistía. En cambio, cuando se trata, como en este libro, de un psicoanálisis vivencialmente rico, que se expresa en el lenguaje de la vida, despliega ante nuestros ojos facetas y matices que apenas sospechábamos, dándonos una clave para la interpretación de una historia que nos ayudará sin duda para una transformación duradera en la manera en que contemplamos los dramas de nuestra vida real.
Un psicoanalista en el cine es un libro hermoso, escrito con idoneidad y con cuidado. El autor, un hombre en la plenitud de su vida, nos acompaña como un cicerone experto y sensible que nos señala detalles preciosos que nuestra atención hubiera podido omitir. Su formación psicoanalítica y su experiencia clínica otorgan a sus palabras ese particular espesor que encontramos en quien nos habla de caminos que ha frecuentado. Pero debo mencionar algo más: la participación de Gustavo Chiozza, desde hace años, en los estudios patobiográficos que realizamos en nuestro Centro Weizsaecker, añade una importante dimensión a la experiencia que fundamenta su libro. No encuentro modo mejor y más breve para expresarlo que mencionar una característica muy peculiar de esas patobiografías que realizamos estudiando en equipo la situación de una persona que nos consulta porque atraviesa una crisis importante en su vida, que a veces se manifiesta en una enfermedad del cuerpo. Durante la ejecución de ese proceso, el significado que adquiere su crisis “biográfica” actual a nada se parece más que a un guión cinematográfico cuyo sentido se oculta y se revela anclado en detalles sutiles, un guión que, permaneciendo abierto al diálogo con el paciente, admite la posibilidad de un cambio en su final desenlace.
Los comentarios que ha escrito Gustavo me han suscitado, en cada uno de sus párrafos, intereses y afectos. Cuando Hamblet nos señala que hay más cosas entre el cielo y la tierra que las que conoce nuestra filosofía, nos coloca frente al hecho de que nuestra curiosidad encuentra un tope, más tarde o más temprano, en ese abismo insondable que denominamos misterio. Aunque también puede decirse, inversamente, que “misterio” es el nombre que damos a lo que surge en nuestro ánimo en el instante en que se pone en marcha nuestro pensamiento mientras nos embarga el sentimiento que llamamos “curiosidad”. Un psicoanalista en el cine excita, una y otra vez, nuestra curiosidad, ya que cada comentario introduce una intriga paralela al “suspenso” que pertenece a la trama argumental del film. La nueva intriga surge de esa misteriosa concatenación de símbolos que nos conmueve sin que sepamos el cómo y el por qué. Baste como ejemplo la “coincidencia” por obra de la cual la imagen del protagonista de Terror a bordo, atrapado en la nave que se hunde y nadando entre horribles cadáveres, despierta en un psicoanalista la idea de Orfeo descendiendo a los infiernos y surge en un director de cine como “libre” interpretación del drama que transcurre en una goleta a la cual el autor de la novela que dio origen al film, ha denominado Orpheus. ¿De dónde surge la maravillosa articulación de símbolos visuales y acústicos (de escenas, imágenes, sonidos, canciones y palabras) que nos permite sentir junto a Buzz (el personaje de Toy Story que descubre su “Made in Taiwan”, entre sus innumerables iguales expuestos en la góndola de una juguetería) el dolor de ser uno entre otros muchos iguales, sin nada especial que ofrecer al objeto de amor? No existe riesgo, por fortuna, de que el placer de disolver una intriga agote nuestro interés, y apague nuestras emociones, porque las reflexiones del autor, criteriosas y mesuradas, lejos de la pretensión de explicarnos la complejidad de la vida apocando su inconmensurable misterio, mientras disuelven algunas de nuestras intrigas, nos depositan, amablemente, en las orillas de la intriga siguiente. Evitaré ahora abundar en las impresiones que me ha dejado la placentera lectura de Un psicoanalista en el cine, porque creo que ha llegado el momento de finalizar este prólogo para dejar al lector con el libro, que hablará mejor por sí mismo.
LUIS CHIOZZAEnero de 2006
Prefacio
El contenido de los capítulos de este libro surge de los comentarios que realicé entre los años 1995 y 2005 para el ciclo “Cine y Psicoanálisis” que se lleva a cabo en el Instituto de Docencia e Investigación de la Fundación Luis Chiozza; dado que se trata de un ciclo abierto al público, que no presupone conocimientos sobre psicoanálisis por parte del auditorio, tampoco este libro los requiere del lector. En su forma original, aquellos comentarios estaban destinados a ser leídos luego de la proyección del film y por lo tanto, fueron escritos pensando en el espectador; pensando ahora en el lector, quien quizás no recuerde el film con la misma precisión de quien acaba de verlo, he juzgado oportuno introducir algunas aclaraciones y descripciones más detalladas de ciertas escenas y secuencias.
No obstante estos esfuerzos, persiste aún el problema del lector que no vio el film en cuestión o que, si lo vio, recuerda muy poco de él. Se trata de un problema difícil de subsanar, común a la mayoría de los libros sobre cine. He descartado la opción de realizar un relato pormenorizado de cada film no sólo por parecerme, como sustituto del film, un recurso pobre y tedioso, sino sobre todo porque la interpretación psicoanalítica se nutre las más de las veces del tipo de detalles que, forzosamente, toda buena síntesis debe omitir. Me ha parecido oportuno, en cambio, agregar al comienzo de cada capítulo, en un recuadro aparte, cierta información que ayude al lector a dar con el film y que, en el mejor de los casos, le suscite el deseo de verlo. La mayor parte de esta información ha sido extraída de internet (por ejemplo, el sitio oficial de cada film, o bases de datos como Internet Movie Data Base [www.imdb.com]) o de la información adicional que ofrecen las actuales versiones en DVD.
Como para realizar estos comentarios he tenido que ver con detenimiento y más de una vez, cada una de estas películas, me resulta imposible colocarme en la situación del lector que lee un capítulo sin haber visto el film correspondiente, y desconozco, por lo tanto, qué grado de comprensión o cuánto interés o convicción pueda suscitarle su lectura. Si en esas circunstancias, la lectura del libro es capaz de motivar al lector a ver un film que hasta el momento no había visto, puedo darme por satisfecho, ya que una parte del objetivo de este libro se habrá cumplido.
Se suele pensar que, a la hora de hacer una lectura psicoanalítica de un film, el género cinematográfico del que vale la pena ocuparse, aquel que más merece o mejor posibilita ese tipo de lectura, es básicamente el drama. No alcanzo a distinguir si este prejuicio parte de un malentendido acerca del psicoanálisis o acerca de los géneros cinematográficos. Quienes compartan aquella idea seguramente se sorprenderán de que el libro se ocupe también de comedias fantásticas como Hechizo del tiempo, de comedias infantiles como Toy Story, o de un film de acción y suspenso como Terror a bordo; se preguntarán, entonces, si ha existido algún criterio de selección que permitiera reunir en un mismo libro, un conjunto tan variado y heterogéneo de géneros cinematográficos.
No puedo dar una respuesta demasiado concluyente, dado que, si tal criterio existe, yo no lo tengo claro. Cada film ha sido elegido en forma independiente, en distintos años, y con el objeto de participar en el ciclo antes mencionado. Sí puedo decir que todos y cado uno de ellos me parecen, hoy, muy buenos y sus respectivos autores gozan de mi respeto y admiración. La gran mayoría de ellos me parecieron también muy buenos, aun antes de realizar la particular lectura que aquí presento; he disfrutado mucho viéndolos, me he conmovido con ellos y no he podido olvidarlos.
La mayoría de ellos, por la evidente riqueza simbólica o por la complejidad de sus tramas donde no se alcanza a comprender del todo de qué trata el film, han despertado mi curiosidad investigadora; el psicoanálisis ha sido el instrumento que me ha permitido comprender qué era eso que, escapando a mi comprensión, conseguía conmoverme tanto. Así han surgido, por ejemplo, los comentarios de Hermanos por siempre, Las alas del deseo, Cigarros, A quién ama Gilbert Grape?, El farsante, Un tropiezo llamado amor y Una mujer infiel.
En otros casos, sin siquiera proponérmelo, como quien es asaltado por un recuerdo, me ha surgido una interpretación mientras veía el film o inmediatamente después de verlo por primera o segunda vez —por enésima vez en el caso de Toy Story, film que, durante un tiempo, mi pequeño hijo veía en casa a toda hora—. Esta interpretación apuntaba al sentido general del film; como si dijera “quizás este film, que en su sentido más explícito y evidente trata de este tema, en su sentido más profundo (inconciente) trata de este otro tema”. Viendo nuevamente el film desde este segundo sentido y procediendo con él como lo hace el psicoanálisis, por ejemplo, con los sueños del paciente, la interpretación primitiva se veía enriquecida y el film adquiría una coherencia nueva. Así por ejemplo, ciertos elementos del film que, atendiendo a la trama manifiesta, parecían provenir de decisiones contingentes o azarosas del autor —la inclusión de una escena banal o la elección de una determinada escena para insertarla luego de la anterior—, en la trama latente que iba surgiendo de la interpretación, parecían estar dotados de un sentido preciso; como si siguieran rigurosamente un fin premeditado. En el deseo de compartir esta experiencia, escribí los comentarios de Hechizo del tiempo y Toy Story.
Un caso que merece mencionarse aparte es el de la elección de Terror a bordo. La primera vez que vi el film fue en el momento de su estreno en cines en la Argentina; dado que el film es de 1989, si no fue ese mismo año, pudo haber sido en 1990, a más tardar en 1991. El cine de terror no es mi favorito y, aunque me interesan los temas náuticos, no creo que hubiera elegido un film que tuviera la palabra “terror” en su título; alguien que no fui yo debió sacar las entradas. El film me pareció bueno en su género —género que considero menos de terror, que de acción y suspenso— pero intrascendente como obra artística. Jamás hubiera pensado que intentar una lectura psicoanalítica del mismo habría arrojado algún resultado digno de mencionarse. En otras palabras, me pareció un film para pasar un rato entretenido y luego olvidarlo… pero no lo olvidé.
Mucho tiempo después, una noche de insomnio del año 2002, me encontré pensando en Terror a bordo. Quién sabe por qué razón, volvieron a mí las imágenes del protagonista, atrapado en la goleta que se hundía, nadando entre horribles cadáveres. Por ese entonces, el film que mi hijo veía “a toda hora” era Hércules, en la versión un tanto libre de Walt Disney, y asocié aquellas imágenes con las imágenes de Hércules, sumergido en el Leteo, tratando de rescatar a Medea del mundo de los muertos. Se me ocurrió pensar, entonces, que quizás el protagonista de Terror a bordo podría simbolizar a Orfeo en su descenso a los infiernos. Me propuse volver a ver el film, con miras a un futuro comentario, y grande fue mi sorpresa cuando, al volver a verlo, noto que el nombre de aquella goleta era, justamente,
¡Orpheus! La lectura psicoanalítica que, partiendo de aquella idea, logré hacer de este film me ha llevado a cambiar mi primera impresión acerca del valor artístico del mismo.
Dado que cada capítulo se ocupa de un film distinto, me he planteado la cuestión del cuál sería el mejor ordenamiento para el libro; qué comentario poner primero y por cuáles debía seguir. Se trata, seguramente, de una preocupación que concierne más al autor que al lector, dado que el lector hará bien en guiarse por su interés, y abordar aquellos capítulos que se ocupan de las películas que haya visto y que le hayan despertado interés. Es la esperanza del autor que el lector, luego de la lectura de esos capítulos, se sienta estimulado a ver las otras películas y leer, luego, los demás capítulos del libro.
No obstante la validez de las precedentes consideraciones, el ordenamiento de los capítulos del libro continuaba siendo un problema a resolver. Quizás aquellos lectores que suelen sentir curiosidad por la persona del autor hubieran preferido un orden cronológico de los capítulos; al fin y al cabo, este libro condensa diez años de la vida del autor y no descarto que el lector atento a este aspecto pueda percibir la evolución del autor a través de una lectura cronológica. Para esos lectores he señalado a pie de página la fecha de presentación del contenido de cada capítulo, de modo que quienes prefieran una lectura cronológica puedan hacerlo a partir de esas indicaciones. Sin embargo, el criterio seguido para el ordenamiento del libro ha sido otro.
Algunas personas que me han hecho el favor de revisar el manuscrito original me han señalado que algunos comentarios abordaban temáticas afines y que la lectura consecutiva de los mismos hacía que unos y otros se enriquecieran mutuamente. Debo confesar que este aspecto me había pasado por completo desapercibido. Efectivamente, algunos comentarios se centran en el tema de los celos, y la mayoría toca, desde distintos enfoques, el tema del duelo por lo que debe dejarse atrás. Me ha parecido oportuno resaltar estas concordancias, y por lo tanto, he agrupado en capítulos sucesivos aquellos comentarios que abordaban temáticas comunes.
Luego de sopesar los “pros” y los “contras”, he optado por comenzar el libro con el comentario sobre Terror a bordo. Si bien la principal desventaja para esta elección es que es muy probable que la mayoría de los espectadores juzgue a este film, con cierto derecho, como el más banal de todos los aquí tratados, es justamente ese motivo el que hace que su comentario sea el más adecuado para iniciar el libro. Por tratarse, como dijimos, de un film sobre el que difícilmente se podría esperar una interpretación psicoanalítica, ha sido necesario introducir su análisis con algunas consideraciones tendientes a aclarar en qué consiste el trabajo interpretativo realizado; dado que esas consideraciones bien pueden extenderse al conjunto entero del libro, me ha parecido que empezar por Terror a bordo podría ser de utilidad para el lector que decidiera leer el libro siguiendo el orden dado por el autor. Un segundo argumento a favor de esta decisión es que, por los mismos motivos expuestos, la distancia entre la idea que puede formarse el espectador del film y lo que tiene para ofrecer el autor del libro es, quizás, mayor en el caso de Terror a bordo que en otros comentarios. Por análogos motivos, Toy Story es el capítulo siguiente.
Pero insisto una vez más: creo que la decisión más acertada es que cada lector establezca su propio orden, dejándose llevar por su interés y, principalmente, por las películas que haya visto y que mejor recuerde. El lector deberá juzgar por sí mismo si la recomendación de ver el film antes de iniciar la lectura del capítulo correspondiente debe considerarse una advertencia, o sólo un buen consejo.
Volviendo ahora al criterio de selección de las películas de las cuales este libro se ocupa, en síntesis, sólo puedo decir dos cosas: la primera, repito, es que todas ellas me parecen muy buenas películas que merecen que nos ocupemos de ellas. La segunda es que, como psicoanalista, creo tener algo que decir sobre ellas. En otras palabras, creo que aquello que surgió luego de haber interpretado psicoanalíticamente estas películas, es algo interesante y valioso; una particular mirada a la que el espectador no podría acceder, prescindiendo del psicoanálisis.
Es posible que aquellos que consideran al psicoanálisis como un mero ejercicio intelectual teman que el abordaje psicoanalítico de un film destruya lo más valioso de la obra artística; que transforme en un discurso de palabras dirigidas al cerebro, el misterioso lenguaje del arte con el que el artista le habla al corazón. No es ese el objetivo del autor, ni tampoco creo que sea ese el resultado obtenido por estos comentarios, aunque, sobre esto último, el lector deberá sacar sus propias conclusiones. En mi opinión, la teoría psicoanalítica, al develar un sentido oculto en el film, no empobrece su valor artístico sino que, al contrario, contribuye a una mejor valoración del mismo trayendo a la luz una profundidad que de otra manera podría pasar desapercibida. También sucede algo similar en la dirección contraria: la intuición del artista muchas veces consigue enriquecer a la teoría psicoanalítica; así, el lector que conozca la teoría psicoanalítica encontrará que, más de una vez, el análisis de estas películas arroja puntos de vista novedosos sobre temas ya abordados por el psicoanálisis.
Un psicoanalista en el cine no es un libro fácil de clasificar; no es del todo un libro de psicoanálisis y mucho menos es un libro de cine. Es un libro sobre algunas películas, que contiene una mirada muy particular. Es un libro dirigido a todos aquellos que, luego de ver un buen film, sienten la necesidad de poner en palabras lo que el film les ha suscitado, compartir lo que han podido comprender y enriquecerse con otros puntos de vista. De ninguna manera el libro pretende erigirse en la mirada oficial del psicoanálisis, sino que expresa, solamente, la mirada de su autor, un psicoanalista. Tampoco busca que el lector concuerde con el punto de vista del autor, sino que sólo se ofrece como una excusa amena para volver a pensar en el film; como una conversación estimulante… a la salida del cine.
G.C.
Advertencia preliminar
Como es habitual en los ensayos y en la literatura científica, cada vez que en este libro se cita textualmente una obra publicada, el texto citado aparece entre comillas y en letra itálica junto a la referencia bibliográfica y el número de página, de modo que el lector, si lo desea, pueda constatar la exactitud de la cita. Sin embargo, no siempre es factible aplicar el mismo rigor al citar las palabras que los autores de estas películas ponen en boca de sus personajes. En las contadas ocasiones en que he podido disponer del guión publicado, he realizado la pertinente aclaración, pero aun en esas ocasiones es frecuente que lo que aparece en el film no coincida con lo establecido en el guión. A esta dificultad, todavía se suma otra: la traducción del original varía según se considere la versión subtitulada, la versión doblada, la versión en video (VHS) o las distintas versiones en DVD (por ejemplo, si se compara la traducción que ofrece la zona 1 con la que ofrece la zona 4). Dado el particular carácter de este libro, me ha parecido inoportuno entorpecer la lectura introduciendo aclaraciones sobre esta última distinción.
Otro problema se presenta con los títulos de las películas tratadas en este libro. Con excepción de Toy Story, los títulos en español varían respecto del original. A veces se trata de una traducción (o un intento), y otras, de un “rebautismo” con dudosos fines comerciales. Dado que los criterios comerciales, a su vez, varían de país a país, en ocasiones el título en español varía en los distintos países de habla hispana; también por análogos motivos, puede suceder que el mismo film se exhiba en la televisión con un título distinto a aquel con el cual se exhibió originalmente en el cine, o que se ofrezca en video con distinto título que en DVD. Dado que aspiro a que el lector del libro vea o vuelva a ver las películas aquí tratadas, he optado por los títulos que ofrecen las versiones en video y DVD —más fácilmente disponibles en la Argentina—, indicando, en recuadro aparte, el título original del film y sus distintos títulos en lengua hispana.
Un último punto que quizás sea necesario aclarar atañe a una particularidad del arte cinematográfico que lo diferencia de otras disciplinas artísticas y científicas; se trata del tema de la autoría de la obra. La realización de un film involucra la participación creativa de tantas personas que muchos dudan que sea lícito hablar de “cine de autor”. Si bien algunas veces uno puede, por ejemplo, identificar un elemento de la trama presente la novela sobre la que se basa el film y atribuirlo, con derecho, al autor de la misma, aun en esos casos es difícil determinar hasta qué punto la importancia que uno otorga a ese elemento en el film no depende, por ejemplo, de la actuación del actor, del encuadre o la iluminación que da el director de fotografía o al montaje que, de esa escena, lleva a cabo el editor. En los distintos capítulos de este libro he optado por referirme a ese “ensamble creativo” como “el director”, “el autor” o “los autores” del film, indistintamente.
Capítulo I
Terror a bordo
(Dead Calm)
Dead Calm1(que podría traducirse como “calma muerta” o “calma chicha”) es un film australiano de 1989, dirigido por Phillip Noyce y producido por George Miller, Doug Mitchell y Terry Hayes, para la compañía australiana Kennedy Miller Productions. En Argentina se distribuye con el título de Terror a bordo y en España, con el de Calma total. El guión, escrito por Terry Hayes, está basado en la novela homónima de Charles Williams (Dead calm, 1963), que fue traducida en Argentina con el título de Mar calmo (1975)2.
Resulta interesante destacar que fue nada menos que Orson Wells el primero en comprar los derechos cinematográficos de la novela de Williams. El mismo Wells escribió el guión (que, según se dice, se atenía bastante fielmente a la novela) cambiando el título por The Deep (1970) y en 1968 inició la producción tomando a su cargo no sólo la dirección sino uno de los cinco roles protagónicos —roles que en la actual versión de Terry Hayes se reducen a tres—.
Debido a numerosas dificultades (de producción, técnicas y financieras) la producción y el rodaje de The Deep —llevado a cabo en la costa dálmata de Yugoslavia—, se vieron interrumpidos más de una vez; la muerte en 1973 de uno de sus protagonistas (Lawrence Harvey, a cargo del rol de Hughie Warriner) se sumó para consolidar en Wells la idea de que el film (ya terminado, según Oja Kodar3) no debía ver la luz.
Cuando, a instancias de Phillip Noyce, la Kennedy Miller Productions compró los derechos del film, se resolvió apartarse lo más posible de los pasos seguidos, años antes, por el maestro. No vieron The Deep, tampoco leyeron el guión de Wells, volvieron al título original del libro de Williams e introdujeron varios cambios al argumento. Así, por ejemplo, la introducción del pequeño perro Benji, según señala irónicamente el guionista, pretende compensar la omisión de dos de los cinco personajes de la novela, que, según su parecer, amenazaban con estropear el clima del film con demasiados diálogos4. Otros cambios obedecen al intento de actualizar una temática de los años sesenta a la psicología de los noventa. Más misteriosa e interesante, resulta la inclusión de la tragedia del matrimonio Ingram con que se inicia el film, ausente en el argumento original de Williams, en el cual John y Rae están pasando su luna de miel.
Resta destacar las notables actuaciones de sus tres protagonistas, sobre todo cuando la producción apostó a dos artistas hasta el momento desconocidos en la industria cinematográfica. En efecto, para el rol de Rae Ingram se escogió a una Nicole Kidman de 22 años, hasta entonces sólo conocida en Australia como actriz de televisión, y para el rol de Hughie Warriner, la producción prefirió utilizar un “verdadero extraño”, decidiéndose por el estadounidense Billy Zane. Para el rol de John Ingram, en cambio, la producción se aseguró al renombrado actor australiano Sam Neill.
Dead Calm, además de resultar un éxito comercial, recibió numerosos premios y nominaciones por el Australian Film Institute (AFI); resultó ganadora en las categorías de mejor dirección de fotografía (Dean Semler), mejor edición (Richard Francis-Bruce), mejor música original (Graeme Revell) y mejor sonido (B. Osmo, L. Smith y R. Savage) y además fue nominada en las categorías de mejor película, mejor director, mejor guión adaptado y mejor diseño de producción (Graham ‘Grace’ Walker).
Argumento:
El oficial de la Real Marina Australiana, John Ingram (Sam Neill) y su joven y bella esposa Rae (Nicole Kidman) se hallan solos en medio del océano, a bordo del espectacular velero Saracen. Se trata de un viaje solitario, con el que la pareja intenta reponerse de la trágica muerte del pequeño hijo de ambos en un accidente de tránsito en el cual Rae casi pierde la vida. Una mañana de calma total divisan una goleta en bastante mal estado; al acercarse, ven a un joven sobre un pequeño bote, remando furiosamente hacia ellos. Una vez a bordo, el extraño se presenta como Hughie Warriner (Billy Zane), el único sobreviviente de la intoxicación alimentaria ocurrida en la goleta Orpheus, ahora a punto de hundirse.
John desconfía de esta versión y minutos después, cuando el exhausto náufrago se queda dormido, decide utilizar el bote para ir a explorar el Orpheus. Allí descubre que la tripulación ha sido brutalmente asesinada; sin embargo, mayor será su horror cuando, al intentar volver, descubre que el Saracen, ahora al mando de Hughie, se aleja con Rae a bordo5.
Con sólo tres personajes y dos escenarios (el velero blanco Saracen y la goleta negra Orpheus) Terror a bordo cuenta una historia que se desarrolla en menos de 24 horas. Las motivaciones de los personajes son bien definidas y se mantienen hasta el desenlace final: John Ingram quiere perseguir al Saracen para rescatar a su esposa Rae; Rae quiere volver al Orpheus para rescatar a John, y Hughie Warriner sencillamente quiere huir; alejarse lo más posible de la tragedia del Orpheus. El argumento es lineal, sólido y claro; pero, más allá de las acciones que se llevan a cabo, ¿de qué trata esta historia?, ¿cuál es la trama que sostiene el argumento? No es una pregunta sencilla de responder; tal vez deberíamos definir un poco mejor qué se entiende por “trama”.
Entre los estudiosos de la narrativa no parece haber demasiado acuerdo sobre cómo definir una trama y cuál es la relación que ella mantiene con el argumento. Algunos afirman que la trama sería el esqueleto sobre el que se construye el argumento, otros sostienen que esa metáfora es insuficiente, ya que, como sucede con el electromagnetismo, la trama es la fuerza que mantiene unidos a todos los “átomos” del relato.
Se suele pensar que la cantidad de tramas posibles es infinita, dado que puede haber tantas como uno sea capaz de inventar; pero no es esta la opinión de los expertos. Si bien los argumentos pueden ser infinitos, siempre girarán en torno de un número limitado de tramas posibles. Rudyard Kipling, por ejemplo, afirmaba que había sesenta y nueve tramas posibles; Carlo Gozzi, sólo treinta y seis. Aristóteles consideraba que sólo había dos tipos de tramas: las tramas físicas y las tramas psíquicas. En las tramas físicas el elemento esencial es la acción, como por ejemplo las tramas de búsqueda, persecución, aventura, venganza, etc.; en las tramas psíquicas el elemento central es el personaje, por ejemplo las tramas de rivalidad, maduración, descubrimiento, tentación, sacrificio, etc.
Las tres motivaciones que hemos identificado para cada personaje de esta historia, la persecución, el rescate y la huida, son consideradas tres tramas típicas distintas; las tres son tramas físicas donde la acción predomina por sobre el personaje. Dado que Rae, la protagonista del film, quiere rescatar a John y que la persecución que intenta John es a los fines de rescatar a Rae de las garras de Hughie, podríamos inclinarnos a pensar que la trama predominante es “el recate”. ¿Terror a bordo se trata, entonces, sobre un rescate? No suena muy convincente. Veamos un poco más.
Tenemos una pareja que se encuentra en un hermoso velero a 2.000 km de la costa, navegando por un océano tranquilo, tan azul como el cielo. Sólo buscan paz y tranquilidad; se bastan a sí mismos y no desean otra compañía. Pero aparece Hughie, se termina la paz y comienza la tragedia. Planteado el argumento en estos términos, reconocemos una trama típica: la del intruso maligno (el malo de la película) que desencadena la desgracia en una comunidad que se mantenía, hasta ese momento, plácida y tranquila. La comunidad deberá unirse, superar los reveses y vencer al malvado.
Las películas de monstruos (tanto Drácula o Frankenstein como las más modernas Tiburón o Alien), las películas como La guerra de los mundos (1953) de Wells, Los pájaros (1963) de Hitchcock, El bebé de Rosemary (1968) de Polanski o El séptimo sello (1956) de Bergman —por citar los más conocidos— son todas ejemplo de esta trama que encuentra su versión más antigua en la serpiente bíblica, responsable de que Adán y Eva sean expulsados del Paraíso6.
La trama del maligno tiene su contrafigura en la trama del Mesías, en la que una comunidad en problemas recibe la llegada del sujeto salvador que pondrá fin a sus penurias. Muchos westerns parten de esta temática, entre los más modernos un ejemplo es el film dirigido y protagonizado por Clint Eastwood El jinete pálido (Pale Rider, 1985). Otros ejemplos conocidos son Espartaco (1960), Ghandi (1982), Malcom X (1992) o La lista de Schindler (1993).
Si bien la trama del maligno parece más convincente que la del rescate, enseguida surgen nuevos interrogantes: ¿Por qué el film comienza de una manera tan trágica? A los fines del argumento, cualquier motivo que colocase a John y Rae a bordo del Saracen habría bastado; incluso el film podría haber comenzado la mañana en que divisan al Orpheus, sin más explicación. Ninguna de sus acciones o motivaciones cambian en virtud del trágico accidente inicial en el que muere el pequeño hijo de John y Rae.
A los fines de la mencionada trama, habría sido mucho mejor que John y Rae estén al comienzo completamente felices; por ejemplo, de luna de miel, como de hecho sucede en la novela de Charles Williams sobre la que se basa el film7. ¿Qué sentido tiene, entonces, este extraño comienzo que en nada influye en el desarrollo posterior de la historia? Una vieja regla de la dramaturgia afirma que si en el primer acto aparece una pistola, en el tercer acto deberá ser disparada. Así sucede en este film con la escopeta o también con los sedantes; pero a primera vista, no parece ser el caso del accidente de Rae con el cual comienza el film.
Tal vez si, con ayuda del psicoanálisis, hacemos una lectura simbólica del film, podamos descifrar este misterio. Aclaremos una interesante cuestión: si hacemos una lectura psicoanalítica, toda trama física se convertirá inevitablemente en una trama psíquica, dado que al intentar comprender el film en términos de motivaciones inconcientes, el elemento central será siempre el personaje y no la acción.
Comencemos entonces nuestro análisis.
En una tormentosa noche de vísperas de Navidad, un tren repleto de marineros llega a la estación. Predominan los trajes negros y las impecables gorras blancas, las luces artificiales y la multitud. Todos se reencuentran con sus seres queridos en el andén. La escena podría ser feliz, de no ser por John Ingram, que, entre la multitud de extraños que lo rodean, preocupado y ansioso, busca en vano algún rostro familiar. Algo parece andar mal.
Sus temores se confirman cuando se le acercan dos policías. En la siguiente escena, en la parte trasera de la patrulla, John parece devastado. Lo que en el resto del film, en el océano, es soledad, aquí, en cambio, es desolación. En la guardia del hospital todo se pone peor; el médico, a las apuradas y sin demasiado tacto, le informa que debe reconocer el cadáver de su pequeño hijo, bastante desfigurado luego de atravesar el parabrisas. Sin ninguna advertencia previa, se topa con su esposa Rae, que yace herida en estado de coma, respirando por un tubo con dificultad, sonoramente. Los médicos que la examinan le piden a John que le hable, pero ella no responde. La realidad es brutal y se la muestra cruel y descarnadamente. Desde el punto de vista de las dilatadas pupilas de Rae, vemos la luz enceguecedora del foco que sostiene el médico. La imagen de John es borrosa, su voz suena lejana.
Como si se tratara de un recuerdo de Rae, un flashback nos informa de lo sucedido: Rae, mientras maneja en la carretera para ir a buscar a John (el cartel indicador de la estación de trenes nos permite hacer esta suposición), canta a su pequeño hijo Danny una canción infantil sobre una araña a quien la lluvia arrastró; según dice la canción, cuando el sol volvió y la tierra se secó, la araña pudo volver a trepar. La lluvia y el sol son dos elementos presentes en el film; uno en la carretera, el otro en el océano. En ese momento, Danny se suelta el cinturón de seguridad y sale de su sillita para alcanzar su juguete caído; esto distrae a Rae, quien pierde el control del auto y choca de frente contra un auto de la contramano. Danny sale de cabeza por el parabrisas.
Pero volvamos al tiempo presente del hospital. También aquí tenemos tres personajes: Danny que yace en la morgue, Rae que está en coma y John que intenta en vano comunicarse con ella. Podemos darnos cuenta de cómo se debe sentir John; devastado por la pérdida de su hijo, su única esperanza es aferrarse a Rae. Pero ¿cómo puede sentirse Rae, si es que aún puede sentir? ¿Qué pensamientos inconcientes surcarán su mente mientras se halla en estado de coma? ¿Acaso podrá soñar? De ser posible, ¿cómo serían esos sueños?
El psicoanálisis nos enseña que los sueños tienen un doble origen; por un lado, son una forma de repetición de sucesos traumáticos recientes a los fines de intentar elaborarlos; por la otra, son la figuración del cumplimiento de los deseos inconcientes. Dado que sabemos cuál es el suceso traumático para Rae —el accidente y la muerte de Danny—, nos resta suponer cuáles podrían ser sus deseos. Obviamente deseará negar todo lo sucedido, por lo tanto, su sueño figuraría lo opuesto a la realidad; pero más profundamente... ¿desea sobrevivir y volver con John?, ¿o desea continuar el camino iniciado y reunirse con su pequeño hijo perdido?
Asumiremos, entonces, la siguiente hipótesis: trataremos de entender lo que sigue en el film como si fuera un sueño de Rae, ocurrido mientras se halla en coma, en la guardia del hospital. Para facilitar la exposición, no seremos del todo rigurosos y también incluiremos las motivaciones de John; esto no necesariamente invalida la hipótesis, dado que John, en el sueño de Rae, bien puede representar a una parte de ella misma. Veremos qué resulta de este intento8.
La primera reacción natural frente a una tragedia es desear despertarse y comprobar que se trataba sólo de un mal sueño; pues bien, eso es exactamente lo que se figura en el hipotético sueño de Rae: La siguiente escena consiste en Rae despertando de una pesadilla. Cada elemento de la realidad traumática es trocado en nuestro hipotético sueño por su opuesto: John, que en el momento del accidente se hallaba ausente, ahora está junto a ella; no es de noche sino de día, más bien el amanecer de un nuevo día que pone fin a la oscuridad de la noche. No llueve sino que hay sol; no hay tormenta sino calma chicha. No están en el lugar de la tragedia sino a miles de kilómetros de allí; a bordo del Saracen.
Si nuestro deseo de que la tragedia sea sólo una pesadilla no es posible, el siguiente deseo es que ya haya pasado y terminado, es de cir, evitar el doloroso proceso de duelo. Si no puede ser un mal sueño... que por lo menos sea un mal recuerdo. Esas son, más o menos, las palabras con que John asiste a Rae luego de su pesadilla: “ya pasó”. Rae, poco convencida, dice que quiere volver a casa, pero John no la deja y le asegura que “ya no puede regresar”.
Danny ha muerto, pero Rae ha conseguido sobrevivir; este triunfo sobre la muerte, como es natural, la llena de culpa. En su “sueño”, las palabras de John alivian su culpa y le autorizan a seguir con vida. Son palabras que, puestas en la boca de John, reflejan el deseo de Rae de negar lo sucedido: olvidar; todo el tiempo por delante; días de calma y mar en calma; empezar de nuevo...
Pero, como decíamos, los sueños se componen también de lo traumático; Benji, el perrito, ladra al horizonte preanunciando la amenaza que se aproxima. Los animales suelen representar a la parte instintiva de la personalidad, lo más profundo y reprimido; desde allí, lo traumático reprimido se abrirá paso hasta la conciencia onírica.
En la escena siguiente, con los reflejos del sol sobre el agua, Rae emerge de las aguas transparentes, y permanece flotando. La imagen es perfecta, casi irreal. Un plano detalle muestra la mano de John que se ofrece para sacarla del agua. Retengan en la memoria esta escena: John, tendiendo una mano a Rae para ayudarla a salir del agua; su sentido simbólico será evidente un poco más adelante.
Al salir Rae del agua, como un espectro en el horizonte, aparece la goleta negra malherida por el temporal. Podemos suponer que se trata de un símbolo del accidente, quizás el auto chocado durante la tormenta. John desea comunicarse por radio, saber qué sucedió; Rae, como si tuviera un mal presentimiento, prefiere dejar todo como está, seguir solos y tranquilos; en otras palabras, reprimir lo traumático. John intenta comunicarse por radio, pero, igual que con Rae en el hospital, no encuentra respuesta del otro lado.
Pero lo traumático lucha por aparecer; con tanta fuerza como la que utiliza Hughie remando desesperadamente para llegar al Saracen. Hughie es mucho más joven que John; su desequilibrio mental nos habla de una personalidad inmadura, infantil. Estos elementos
(más otros que se sumarán luego) nos permiten suponer que, en el hipotético sueño, Hughie representa a Danny, figurado vivo y huyendo de la goleta que representa al accidente.
Pero, contraponiéndose a los deseos, aparece otra vez el elemento traumático: Su bote choca de frente con el Saracen, y Hughie sale despedido arrojándose prácticamente de cabeza en la cabina del Saracen. Parecería figurar claramente el accidente de autos, el choque frontal, en el que Danny encontró la muerte.
Rae se muestra tierna y cariñosa con él, dispuesta a creer la historia que Hughie les cuenta acerca de la intoxicación y muerte de la tripulación del Orpheus; al fin y al cabo, el sueño es suyo y está hecho a la medida de sus deseos. En el relato de Hughie se mencionan los cuerpos muertos, pero Rae le dice “Trate de no pensar en eso”.
John, en cambio, se muestra desconfiado y desea ir al Orpheus a comprobar en persona la veracidad del relato de Hughie. Como podemos suponer que ocurre en la guardia del hospital, John deja a Rae en coma con sus sueños —es decir con Hughie— y va a la morgue a reconocer el cadáver de Danny. Antes de partir, con Hughie dormido, le dice a Rae que tenga a mano la pistola, pero ella no le hace caso: estar con Hughie —representante de Danny— es su deseo, no su temor. Si Hughie representa al hijo muerto o, si se quiere, al deseo de Rae de reunirse con Danny en la muerte, entonces John representará lo opuesto: el mundo de los vivos, o sea, el deseo de Rae de sobrevivir dejando atrás la muerte de Danny. Como los dos extremos de una serie, John y Hughie estarán en el film siempre separados y no volverán a verse hasta la escena final, de la que nos ocuparemos oportunamente. Rae, tendida en la camilla del hospital en estado de coma, más muerta que viva, está a mitad de camino; decidiendo si desea morir para reunirse con Danny o vivir para volver con John.
Dado que en el film (tomado como un sueño) hay un inversión temporal y espacial —algo que sucede frecuentemente en los sueños—, será más claro si salteamos momentáneamente algunas escenas y vamos al final del primer acto: John, luego de descubrir la tragedia del Orpheus, del mismo modo que corre al hospital luego de enterarse del accidente, intenta desesperadamente regresar al Saracen para salvar a Rae. Rae, alarmada, quiere ir en su búsqueda, pero Hughie, “encerrado allá abajo”, comienza a llamarla para que lo deje salir, golpeando las paredes del camarote. Finalmente, lo reprimido se abre paso a la conciencia y Hughie aparece en cubierta. La lucha, como el accidente en la carretera, concluye con Rae inconciente, alejándose de John, es decir del mundo de los vivos. John le grita que salte, pero ella, como en el hospital, no puede oírlo. Ahora es Hughie, representante del deseo de Rae de unirse con Danny en la muerte, quien está al timón.