Por una Constitución de la Tierra - Luigi Ferrajoli - E-Book

Por una Constitución de la Tierra E-Book

Luigi Ferrajoli

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Existen problemas globales que no forman parte de la agenda política de los gobiernos nacionales, aunque de su solución dependa la supervivencia de la humanidad: el calentamiento global, las amenazas a la paz mundial, el crecimiento de las desigualdades, la muerte de millones de personas todos los años por falta de agua potable, de alimentación básica y de fármacos esenciales, o las masas de migrantes que huyen de las condiciones de miseria y degradación de sus países. Pero estas tragedias no son fenómenos naturales, ni tampoco simples injusticias. Por el contrario, son violaciones masivas de los derechos fundamentales estipulados en las diversas cartas constitucionales vigentes, tanto nacionales como supranacionales. La humanidad se encuentra hoy ante una encrucijada de la historia, seguramente la más dramática y decisiva: sufrir y sucumbir a las múltiples catástrofes y emergencias globales, o bien hacerles frente, oponiéndoles la construcción de idóneas garantías constitucionales a escala planetaria, proyectadas por la razón jurídica y política. Solo una Constitución de la Tierra que introduzca un demanio planetario para la tutela de los bienes vitales de la naturaleza, prohíba todas las armas como bienes ilícitos, comenzando por las nucleares, e introduzca un fisco e instituciones idóneas globales de garantía en defensa de los derechos de libertad y en actuación de los derechos sociales puede realizar el universalismo de los derechos humanos. El proyecto de una Constitución de la Tierra no es una hipótesis utópica, sino la única respuesta racional y realista capaz de limitar los poderes salvajes de los estados y los mercados en beneficio de la habitabilidad del planeta y de la supervivencia de la humanidad.

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Por una Constitución de la TierraLa humanidad en la encrucijada

Luigi Ferrajoli

Traducción de Perfecto Andrés Ibáñez

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho

 

 

Título original: Per una Costituzione della TerraL’umanità al bivio

Primera edición: 2022Segunda edición: 2023

© Editorial Trotta, S.A., 2022

Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61E-mail: [email protected]://www.trotta.es

© Giangiacomo Feltrinelli Editore, Milán, 2022Primera edición en «Campi del sapere»

© Perfecto Andrés Ibáñez, traducción, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-073-0

A Raniero La Valle

ÍNDICE

Primera parteCATÁSTROFES GLOBALES

1. La humanidad ante una encrucijada. El proyecto kantiano

2. La pandemia del covid-19 y sus enseñanzas

3. Emergencias y catástrofes globales

4. Crímenes de sistema

Segunda parteLOS LÍMITES DEL CONSTITUCIONALISMO ACTUAL

5. El constitucionalismo global como actuación de la universalidad de los derechos humanos

6. La impotencia de los constitucionalismos nacionales

7. Fracaso y grandeza de la ONU. Por una Federación de la Tierra

8. Instituciones y funciones globales de garantía, primaria y secundaria

Tercera partePOR UN CONSTITUCIONALISMO MÁS ALLÁ DEL ESTADO

9. Cuatro expansiones del paradigma constitucional: A) Por un constitucionalismo supraestatal

10. B) Por un constitucionalismo de los mercados

11. Por un constitucionalismo de los bienes: C) en garantía de los bienes vitales; D) para la protección frente a los bienes mortíferos

12. La posibilidad, la necesidad y la urgencia de una Constitución de la Tierra. La verdadera utopía, el verdadero realismo

Proyecto de Constitución de la Tierra. Esbozo en 100 artículos que se propone para la discusión

Índice de nombres

Primera parte

CATÁSTROFES GLOBALES

1

LA HUMANIDAD ANTE UNA ENCRUCIJADA. EL PROYECTO KANTIANO

La humanidad se encuentra frente a emergencias globales que ponen en peligro su misma supervivencia: el calentamiento global, destinado, si no se lo frena, a hacer inhabitables crecientes partes de nuestro planeta; la amenaza nuclear proveniente de los millares de cabezas atómicas expandidas sobre la Tierra y dotadas de una capacidad de destrucción total; el crecimiento de las desigualdades y de la miseria, y la muerte, cada año, de millones de seres humanos, por hambre y enfermedades no tratadas; la difusión de regímenes despóticos que violan sistemáticamente las libertades fundamentales y los demás derechos proclamados en las diversas cartas constitucionales; el desarrollo del crimen organizado y de las economías ilegales, que han demostrado una extraordinaria capacidad de contagio y de corrupción de la economía legal; el drama, en fin, de centenares de millares de migrantes, cada uno de los cuales huye de alguna de estas tragedias. Por primera vez en la historia, a causa de la catástrofe ecológica, el género humano está en riesgo de extinción: no una extinción natural como la de los dinosaurios, sino un insensato suicidio masivo debido a la actividad irresponsable de los propios seres humanos. Todo esto está desde hace muchos años a la vista de todos, documentado de manera coincidente por una inmensa literatura. Incluso los responsables de estas emergencias y estas amenazas —los gobernantes de las mayores potencias y los grandes actores de la economía mundial— son totalmente conscientes de que el cambio climático, la elevación del nivel de los mares, la destrucción de la biodiversidad, las contaminaciones y los procesos de deforestación y desertificación están trastornando a la humanidad y son debidos a sus propios comportamientos. No obstante, seguimos actuando como si fuésemos las últimas generaciones que viven sobre la Tierra.

Es una situación sin precedentes en la historia. Carla Benedetti, en un bello libro dramáticamente profético, ha demostrado su absoluta novedad1. Cuando Noé trataba de convencer a sus contemporáneos de la inminencia del diluvio, nadie le creía. Hoy, por el contrario, sabemos perfectamente, gracias a las informaciones constantemente proporcionadas por la ciencia, que las catástrofes van a producirse, más aún, ya están sucediendo y explotarán en breve, y no por decisión de Dios, sino por nuestras propias actuaciones. Es una perspectiva espantosa —y quizá es por lo que tendemos a ignorarla— que comporta el desvanecimiento del futuro y con ello, también, la pérdida de sentido de nuestro presente y de nuestro pasado que dejarán de ser recordados. Esta condición del género humano, añade Benedetti, fue inaugurada por Hiroshima, cuando adquirimos conciencia de la posibilidad de autodestrucción de la humanidad. Pero «la condición absolutamente nueva en que se encuentran los vivientes de hoy» es bastante más grave: «el empleo de las armas nucleares depende siempre de la decisión humana»2, que no se requiere, en cambio, para las devastaciones medioambientales y las demás emergencias globales, que se producirán precisamente a causa de la falta de decisiones aptas para hacerles frente.

De esta elemental conciencia nació la idea de dar vida a un movimiento de opinión —cuya primera asamblea se celebró en Roma el 21 de febrero de 2020— dirigido a promover una Constitución de la Tierra capaz de imponer límites y vínculos a los poderes salvajes de los estados soberanos y de los mercados globales, en garantía de los derechos humanos y de los bienes comunes de todos3. El aspecto más alarmante y desconcertante de los desafíos y las emergencias actuales es, en efecto, la ausencia de una respuesta política e institucional a su altura, debida al hecho de que estos no forman parte de la agenda política de los gobiernos nacionales y solo podrían ser afrontados con éxito a escala global. De aquí que, en relación con los poderes globales, tanto políticos como económicos, esta respuesta se haya visto como una ampliación del paradigma constitucional que, en el siglo pasado, gracias a la estipulación de constituciones rígidas, ancló las democracias nacionales a las garantías de los derechos fundamentales de sus ciudadanos4. Se trata de una refundación del pacto de convivencia pacífica entre todos los pueblos de la Tierra, ya estipulado con la Carta de la ONU de 1945 y con las diversas cartas y convenciones sobre los derechos humanos, pero que hasta ahora resulta ser llamativamente inefectivo a causa de la falta de funciones e instituciones idóneas de garantía de carácter supranacional.

No es la primera vez que se manifiesta la necesidad de un pacto constitucional de refundación del derecho y de la política. La historia de la modernidad jurídica y política es en gran parte una historia del constitucionalismo, marcada por rupturas institucionales acompañadas, cada vez, por la refundación de la legitimidad de los poderes jurídicos y políticos sobre nuevas bases. La construcción del moderno estado de derecho a partir de las declaraciones y de las constituciones de los siglos XVIII y XIX fue una revolución política e institucional, ya que estas pusieron fin al absolutismo regio, sometiendo a todos los poderes públicos al derecho positivo e imponiéndoles, como nuevas fuentes de legitimación, la representatividad política y la garantía de los derechos de libertad establecidos en ellas. Un nuevo giro de la historia es el representado por la liberación del nazi-fascismo y el quinquenio constituyente 1945-1949, de donde nacieron los «nunca más» a los horrores de las guerras y de los totalitarismos pronunciados por las actuales constituciones rígidas, que vincularon nuestros ordenamientos a la garantía no solo de los derechos de libertad, sino también de los derechos sociales, estipularon la igualdad en todos los derechos fundamentales comenzando por los derechos políticos y, sobre todo, sometieron al control jurisdiccional de legitimidad las leyes en contradicción con los principios constitucionalmente establecidos.

La humanidad se encuentra hoy de nuevo ante una encrucijada de la historia, seguramente la más dramática y decisiva: sufrir y sucumbir a las múltiples amenazas y emergencias globales, o bien hacerles frente, oponiéndoles la construcción de idóneas garantías constitucionales a escala planetaria, proyectadas por la razón jurídica y política. La globalización de la economía y de las comunicaciones, por un lado, ha reducido el poder de los estados, deslocalizando a escala global gran parte de las decisiones que inciden sobre nuestra vida y, por otro, ha estimulado enormemente la integración y la interdependencia entre todos los pueblos de la Tierra, haciendo cada vez más necesaria la construcción de una esfera pública supranacional. Hace setenta años, la población mundial era de dos millardos de personas o poco más, pero el mundo parecía mucho más grande que el actual. Sabíamos poco o nada de lo que estaba pasando en otros continentes, y lo que sucedía en ellos era para nosotros en gran parte extraño e irrelevante. Hoy somos casi ocho millardos y el mundo parece haberse hecho bastante más pequeño, dado que todos los seres humanos, además de hallarse sometidos al gobierno global de la economía, están virtualmente interconectados, gracias a la revolución digital, y cada quien puede comunicarse cotidianamente con otro en cualquier punto del planeta.

Por eso, todos sabemos, o en cualquier caso estamos en condiciones de saber, exactamente todo sobre lo que acontece en cualquier otra parte del mundo, incluidas las emergencias globales y sus terribles consecuencias para el género humano. No solo somos conocedores de las catástrofes ecológicas y las amenazas nucleares que se ciernen sobre nosotros. Las desigualdades en las condiciones de vida de las personas —entre las riquezas ilimitadas de una pequeñísima parte de la humanidad y las condiciones de miseria absoluta de centenares de millones de personas que viven y mueren en condiciones inhumanas— no solo han aumentado, sino que se han hecho bastante más visibles para todos y con ello más intolerables que en cualquier otro momento de la historia. Lo mismo puede decirse de las sistemáticas violaciones de los derechos humanos —las represiones violentas de los disidentes y los opositores, el hambre y las enfermedades no tratadas de millones de personas, la explotación salvaje del trabajo—, a su vez bastante más visibles, y por eso más insoportables que nunca debido a su evidente contradicción con las cartas de derechos que pueblan el ordenamiento internacional. El sentido de la injusticia y de la ilegalidad del estado del mundo es por ello bastante más profundo y tiene mayor difusión que en cualquier otra época del pasado.

Gracias a esta creciente integración, la humanidad forma ya una sociedad civil planetaria. Pero está atravesada por conflictos y fronteras que le impiden hacer frente a sus muchos problemas globales, que requieren respuestas políticas e institucionales asimismo globales que, ciertamente, no están al alcance de los singulares estados nacionales. Es por lo que, en ausencia de límites y vínculos constitucionales, resulta inverosímil que casi ocho millardos de personas, 196 estados soberanos, diez de los cuales cuentan con armamentos nucleares, un capitalismo global y depredador y un sistema industrial ecológicamente insostenible, puedan sobrevivir mucho tiempo sin exponerse a la devastación del planeta, hasta hacerlo inhabitable, a las guerras endémicas sin vencedores, al crecimiento de las desigualdades y de la pobreza y, al mismo tiempo, de los racismos, los fundamentalismos, los terrorismos, los totalitarismos y la criminalidad.

Por eso hoy es más actual que nunca el proyecto kantiano de la estipulación de una «constitución civil» como fundamento de una «confederación de pueblos»5, extendida a toda la Tierra. «Por muy extravagante que parezca esta idea», añade Kant, «constituye, sin embargo, la salida inevitable de la necesidad —en que se colocan mutuamente los hombres— que ha de forzar a los estados a tomar (por muy cuesta arriba que ello se les antoje) esa misma resolución a la que se vio forzado tan a pesar suyo el hombre salvaje, esto es: renunciar a su brutal libertad y buscar paz y seguridad en el marco legal de una constitución»6. Es el proyecto que Kant propuso nuevamente en La paz perpetua: «‘El derecho de gentes debe fundarse en una federación de estados libres’. Los pueblos pueden considerarse, en cuanto estados, como individuos que en su estado de naturaleza (es decir, independientes de leyes externas), se perjudican unos a otros por su mera coexistencia […] los estados con relaciones recíprocas entre sí no tienen otro medio, según la razón, para salir de la situación sin leyes, que conduce a la guerra, que el de consentir leyes públicas coactivas, de la misma manera que los individuos entregan su libertad salvaje (sin leyes), y formar un estado de pueblos (civitas gentium) que (siempre, por supuesto, en aumento) abarcaría finalmente a todos los pueblos de la Tierra»7.

2

LA PANDEMIA DEL COVID-19 Y SUS ENSEÑANZAS

La pandemia del covid-19, presente aún en todo el mundo, ha ofrecido una dramática confirmación de la necesidad de la expansión del paradigma constitucional a escala supranacional. No se trata de la emergencia objetivamente más grave: piénsese en los efectos enormemente más destructivos de la emergencia ecológica y de la amenaza nuclear si no se hace nada para impedirlos. Tampoco es la única catástrofe sanitaria. Cada año, en las periferias del mundo, mueren alrededor de ocho millones de personas por enfermedades no tratadas, aunque curables, y otras tantas por la falta de agua potable y de alimentación básica. Sin embargo, lo que ha hecho de esta pandemia una emergencia global vivida de manera más dramática que cualquier otra son algunos de sus caracteres específicos. El primero es el hecho de que ha golpeado a todo el mundo, incluidos los países ricos, paralizando la economía y alterando la vida cotidiana de la humanidad en su conjunto. El segundo es su espectacular visibilidad: a causa del terrible balance cotidiano de contagiados y de muertos, ha hecho más evidente e intolerable que cualquier otra emergencia la falta de adecuadas instituciones supranacionales de garantía, que tendrían que haber sido introducidas, en actuación del derecho a la salud establecido en las cartas internacionales de derechos humanos. El tercer carácter específico, que hace de esta pandemia una señal de alarma sobre nuestro futuro, consiste en el hecho de que se ha revelado como un efecto colateral de las muchas catástrofes ecológicas —del cambio climático, las deforestaciones, los cultivos y crías intensivas— y por eso ha desvelado los nexos que ligan la salud de las personas a la salud del planeta. En fin, un cuarto aspecto trágicamente global de la pandemia ha sido el altísimo grado de integración y de interdependencia planetaria de todos los seres humanos que ha puesto de manifiesto: el virus no conoce fronteras, y el contagio en países incluso muy lejanos no puede ser indiferente para nadie, dada su rápida capacidad de difusión por todo el planeta.

De este modo, la pandemia ha hecho patente la común fragilidad del género humano y su destino común. Ha hecho ver la total inadecuación de nuestras instituciones, nacionales e internacionales, para hacer frente a las emergencias globales. Ha puesto de manifiesto el fracaso de las políticas practicadas en todo el mundo por las dos derechas —las políticas liberistas* y las políticas populistas y soberanistas—, que se han revelado inidóneas para gobernarla, e incluso capaces de alimentarla con sus oposiciones, diversamente motivadas, a las medidas dirigidas a limitar los contagios. De ello se pueden obtener dos enseñanzas, una de signo antiliberista, relativa al carácter público, la otra de signo antisoberanista, relativa al carácter global que deberían tener las garantías idóneas para prevenir y limitar la difusión del virus y, en general, las emergencias globales. Son dos enseñanzas que hacen hincapié sobre el carácter universal de los derechos a la vida y a la salud como derechos de todos, sin distinciones de riqueza, contradiciendo así la lógica del mercado, ni de ciudadanía y, por tanto, en contraste con los egoísmos nacionales de los estados soberanos. Hasta el punto de que, en esta tremenda pandemia, cabe reconocer una de las ocasiones históricas de la que quizá pueda decirse, según una clásica máxima de Giambattista Vico, que «parecían desgracias y, de hecho, eran oportunidades»8.

La primera enseñanza tiene que ver con el papel vital de la esfera pública. Al contagiar potencialmente a todos, la pandemia ha hecho ver el valor de la sanidad pública y de su carácter universal y gratuito en actuación del derecho constitucional a la salud. Después de años de devaluación liberista, ha hecho luz sobre la miopía de las políticas de los gobiernos que, en años precedentes, en Italia como en muchos otros países, habían suprimido decenas de millares de camas, cerrado centenares de hospitales y servicios hospitalarios, reducido el personal sanitario y desmovilizado la asistencia sanitaria familiar y territorial9. Ha estimulado el potenciamiento de los sistemas sanitarios, la multiplicación de los servicios de terapia intensiva, el aumento del número de médicos y personal de enfermería, y la producción de los necesarios equipos sanitarios. Ha hecho ver la irracionalidad —y, a mi juicio, la inconstitucionalidad, por contradecir el principio de igualdad— de la existencia, en Italia, de veinte sistemas sanitarios diferentes, tantos como son las Regiones. Ha evidenciado, en fin, la superioridad de los sistemas políticos que disponen de una sanidad pública sobre aquellos en los que la salud y la vida están confiadas a las aseguradoras y a la sanidad privada. En efecto, pues solo la sanidad pública puede garantizar la igualdad en el disfrute del derecho a la salud. Solo la esfera pública pudo destinar fondos adecuados a la investigación médica en materia de terapias y de vacunas, así como a su producción y distribución masivas, más allá de las contingentes conveniencias económicas, para hacerlas accesibles gratuitamente a todos. En fin, en caso de pandemia, solo la gestión pública es capaz de limitar los daños provenientes de las leyes del mercado que constriñen a las empresas a una loca carrera a la reapertura para no verse expulsadas de la competencia, imponiendo una general suspensión de las actividades tanto más breve y segura cuanto más uniforme y generalizada, sin posibilidad para ninguna de sucumbir o sobreponerse a las demás.

Más en general, esta pandemia ha demostrado la necesidad de refundar el papel de la esfera pública en el gobierno de la economía. De forma imprevista, ha hecho evidente el valor insustituible del estado, del que todos, comenzando por los liberistas antiestatalistas, pretenden literalmente todo: tratamientos gratuitos y ríos de dinero para las empresas en dificultades, salvación de las vidas humanas y de las empresas, limitación de los contagios y recuperación económica. Ha hecho patente la insensatez de la idea de que el mercado sea el único habilitado para establecer, sobre la base de la sola perspectiva de mayores beneficios, en qué sectores productivos invertir sin tomar en consideración los daños al medio ambiente, a los intereses públicos y a los derechos fundamentales de todos. Por eso ha rehabilitado la idea de la política económica como política al mismo tiempo industrial, social y fiscal, dirigida a orientar el desarrollo económico y a regular —favoreciendo o disuadiendo con el instrumento fiscal y, de ser necesario, imponiendo o prohibiendo— qué y cómo producir y consumir para la tutela de la naturaleza, de la calidad del trabajo, de los intereses generales y de los derechos fundamentales de todos, comenzando por el derecho a la salud.

No solo. El covid ha sorprendido a todos los gobiernos sin preparación, desvelando su total imprevisión. Aun cuando un informe del Banco Mundial advirtió en septiembre de 2019 del peligro de una pandemia, no se había hecho nada para afrontarlo. En previsión de guerras se acumulan armas, carros de combate y misiles nucleares, se hacen ejercicios militares, se construyen búnkeres, se realizan maniobras de simulación de ataques y técnicas de defensa. Frente al peligro anunciado de una pandemia no se hizo absolutamente nada. El virus nos ha hecho descubrir la increíble falta de las medidas más elementales para contener el contagio: de la inicial escasez de respiradores, hisopos para toma de muestras y mascarillas, a la de camas hospitalarias y servicios de terapia intensiva, hasta la absurda insuficiencia de médicos y personal de enfermería y la ausencia de una adecuada organización de la asistencia médica domiciliaria. Falta de preparación e imprevisión son inevitables en los países pobres. Pero son el signo de una increíble locura cuando afectan a las grandes potencias. En Estados Unidos el expresidente Trump, después de haber atacado la modesta reforma sanitaria de Obama, ignoró o infravaloró el virus, continuando con la producción de armas cada vez más mortíferas contra enemigos inexistentes y provocando, por su imprevisión, centenares de millares de muertos entre sus conciudadanos.

No menos importante y vital es la segunda enseñanza proveniente de esta pandemia: la del carácter global y unitario que, frente a un fenómeno global como este y para la tutela de un derecho universal como el derecho a la salud, deberían tener las garantías y las correspondientes instituciones de garantía. El hecho de que en muchos países el virus haya sido ignorado o se hayan adoptado contra él medidas inadecuadas e intempestivas ha dado lugar, con los desplazamientos, a más oleadas de contagios y ha multiplicado las infecciones y los fallecimientos en todos los demás países. Nuestro ordenamiento internacional dispone ya de una Organización Mundial de la Salud. Pero esta institución no está ni de lejos a la altura de las funciones globales de garantía de la salud, debido a la escasez de medios —4800 millones de dólares cada dos años, en gran parte provenientes de particulares— y a la falta de poderes efectivos10. Carece incluso de los medios y los aparatos necesarios para llevar a los países pobres del mundo los fármacos «esenciales» que, hace más de cuarenta años, ella misma estableció que deben ser universalmente accesibles y cuya falta provoca ocho millones de muertes anuales11. Además, en esta ocasión, ha dado prueba de una ineficiencia clamorosa. Por eso, sería necesario reformarla y reforzarla, en cuanto al financiamiento y en cuanto a sus poderes, transformándola en una verdadera institución global de garantía de la salud, capaz, en primer lugar, de prevenir las pandemias y de bloquearlas al nacer el contagio; en segundo lugar, de responder a estas y a todas las demás enfermedades adoptando principios guía de carácter general y encomendando a los estados su adaptación a las diversas situaciones territoriales; en tercer lugar, de llevar los socorros médicos necesarios —de los equipos a las vacunas, de los demás fármacos esenciales a las estructuras hospitalarias— a los países más pobres y desprovistos de servicios sanitarios. De haber existido una gestión de esta clase unitaria y tempestiva multinivel, coordinada por una verdadera institución global de garantía independiente, hoy no tendríamos que llorar a millones de muertos.

Por el contrario, cada estado ha adoptado contra el virus, en distintos tiempos, medidas distintas y heterogéneas, por lo general del todo insuficientes al estar condicionadas por el temor de dañar a la economía y, en todos los casos, fuentes de incertidumbres, confusiones y conflictos entre los diversos niveles decisionales. Incluso en Europa, los 27 países miembros de la Unión Europea se han movido cada uno por su lado, adoptando estrategias diferentes, a pesar de que sus tratados constituyentes imponían una gestión común de la epidemia. El artículo 168 del Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión, después de afirmar que «se garantizará un alto nivel de protección de la salud humana», establece que «los Estados miembros, en colaboración con la Comisión, coordinarán entre sí sus políticas» y que «el Parlamento Europeo y el Consejo […] podrán adoptar también medidas de fomento destinadas a proteger y mejorar la salud humana y, en particular, a luchar contra las pandemias transfronterizas». Además, el artículo 222, bajo el título «cláusula de solidaridad», establece que «la Unión y sus Estados miembros actuarán conjuntamente con espíritu de solidaridad si un Estado miembro es objeto de un ataque terrorista o víctima de una catástrofe natural». La distribución de vacunas ha sido en Europa más solidaria. Pero precisamente en el acceso a las vacunas, no obstante el interés de todos en una vacunación universal y los buenos propósitos reiteradamente declarados, se ha manifestado la enorme, vergonzosa divergencia entre países ricos y países pobres. La producción de vacunas en 2021 ha sido casi enteramente acaparada por los países ricos. En muchos países pobres, sobre todo en África, se han producido pocas vacunaciones. Y no es hasta 2024 cuando se prevé que las vacunas estén disponibles en todo el planeta.

* «Liberismo» es un término italiano —sin uso en castellano— que puede equivaler a «liberalismo económico». Va referido, por tanto, no a los derechos de libertad, sino a los derechos de autonomía en la esfera del mercado, que son derechos fundamentales, pero también poderes. En efecto, pues su ejercicio consiste en actos jurídicos que producen efectos en la propia esfera y en la de los demás. [N. del T.]

3

EMERGENCIAS Y CATÁSTROFES GLOBALES

Pero la pandemia no solo ha puesto de relieve la incapacidad de afrontarla de nuestros sistemas sanitarios. Ha hecho luz sobre la tragedia de millones de personas que mueren cada año por otras enfermedades curables y no tratadas, y por la falta de otros tipos de vacunas y de otros fármacos esenciales. Sobre todo, ha contribuido a hacer visibles la imprevisión y la inadecuación de nuestros sistemas políticos frente a todas las demás y todavía más graves emergencias sin fronteras que amenazan nuestro futuro. También estas emergencias podrán ser afrontadas y, antes aun, prevenidas, solo con producirse un salto de civilidad en el derecho, en la política, en la economía y en el sentido común: la ampliación a escala planetaria del paradigma del constitucionalismo rígido, es decir, de límites y vínculos a los poderes de los estados y de los mercados, que fueron introducidos en las actuales democracias constitucionales tras de la liberación de los regímenes fascistas. Indicaré cinco de estas emergencias, unidas por el hecho de que todas requieren un constitucionalismo más allá del estado para que puedan operar contra ellas las garantías adecuadas: a) las catástrofes ecológicas; b) las guerras nucleares y la producción y la tenencia de armas; c) las lesiones de las libertades fundamentales y de los derechos sociales, el hambre y las enfermedades no tratadas, aunque curables; d) la explotación ilimitada del trabajo; e) las migraciones masivas.

La primera emergencia es la del calentamiento climático, la disolución de los glaciares, la elevación del nivel de los mares, la reducción de las precipitaciones, cada vez más raras e intensas, las inundaciones y la contaminación de las aguas, los suelos y el aire. En los últimos decenios, nuestro medio ambiente natural ha sufrido daños enormes y crecientes, generados por el desarrollo industrial ecológicamente insostenible de los países ricos, pero que se han revelado mortíferos, en sus efectos, para las poblaciones de los países pobres. Hemos envenenado el mar, contaminado el aire y el agua, deforestado y desertizado millones de hectáreas de tierra, y provocado la disolución de los casquetes polares en Groenlandia, y la extinción de millares de especies animales y vegetales en Antártida. Desde hace años nuestro planeta está en llamas: de California a Oregón y a Canadá, de Siberia a Australia, de Brasil a Argelia, de Cerdeña a Sicilia, de Grecia a Turquía, los incendios, propagándose a velocidades altísimas, están devastando millones de hectáreas de vegetación. No obstante las continuas alarmas sobre el calentamiento global lanzadas por la comunidad científica, la fiebre del planeta está creciendo constantemente, hasta aproximarse al punto de no retorno, cuando el clima ya no pueda volver a las condiciones normales. De este modo, la humanidad, con su dominio destructivo sobre la naturaleza, está transformándose en una suerte de metástasis que envuelve al planeta, poniendo en riesgo, no a largo plazo, la habitabilidad misma. Es un fenómeno que habría parecido inconcebible hasta hace pocos decenios y que está cambiando profundamente la fisonomía de la Tierra12. En el último medio siglo, mientras la población mundial se ha triplicado, el proceso de destrucción de la naturaleza se ha desarrollado de un modo exponencial. Por eso es necesario y urgente poner fin a esta deriva dando vida a una fase nueva del constitucionalismo que garantice, junto a los derechos fundamentales, cuya lógica individualista y cuyas garantías subjetivas los hacen inadecuados para la tutela de los intereses colectivos, también los que bien podemos llamar bienes fundamentales en cuanto vitales —como el agua potable, el aire, el clima, los glaciares y el patrimonio forestal—, sustrayéndolos al mercado y a la política mediante la introducción de garantías objetivas como, por ejemplo, la institución de un demanio planetario, capaz de asegurar su intangibilidad.

La segunda emergencia, que asimismo requiere la expansión del constitucionalismo a escala global, está constituida por las guerras y las amenazas a la paz generadas por la producción y la tenencia de armas cada vez más mortíferas. Después de la caída del muro de Berlín, aunque previstas como crímenes por el Estatuto del Tribunal Penal Internacional, se han desatado o provocado por Occidente nuevas guerras de agresión: en Irak en 1991, en la ex Yugoslavia en 1999, en Afganistán en 2001, de nuevo en Irak en 2003, en Libia en 2011 y luego en Siria durante todo el segundo decenio de este siglo. Añádase la difusión de las armas de fuego en todo el mundo, que indica, también en las comunidades nacionales, la ausencia del desarme de los asociados, en beneficio de la criminalidad y del terrorismo, y la falta de realización del monopolio público de la fuerza teorizado por Hobbes, hace casi cuatro siglos, como condición del tránsito del estado de naturaleza al estado civil. Es por lo que la principal garantía constitucional de la paz, la vida y la seguridad debería consistir en la prohibición de todas las armas como bienes ilícitos, comenzando por los armamentos nucleares cuya tenencia y, antes aún, producción, debería ser prohibida de forma inderogable. Hoy, en el mundo, hay 13 440 cabezas nucleares (eran 69 940 al final de la Guerra Fría, antes del tratado sobre el desarme de 1987), en poder de nueve países: 6375 en Rusia, 5800 en Estados Unidos, 320 en China, 290 en Francia, 215 en Reino Unido, 160 en Pakistán, 150 en India, 90 en Israel y 40 en Corea del Norte13. Es solo un milagro que alguna de estas cabezas no haya caído en manos de una banda terrorista o que, en alguno de los estados que las poseen, el poder no haya sido conquistado por un loco. Pero una Constitución de la Tierra debería prohibir también las armas convencionales, cuya difusión provoca cada año millones de muertos: casi medio millón de homicidios, centenares de millares de suicidios y de accidentes, y otras tantas víctimas en las muchas guerras que infectan el planeta. Es una absurda masacre, debida casi enteramente a la fácil circulación de las armas. Basta pensar en la abismal diferencia entre el número de homicidios producido en los países en los que está generalizada la posesión de armas de fuego y todos se arman por miedo y el de aquellos en los que nadie va armado: en 2017 se produjeron en el mundo 464 000 homicidios, de los cuales 63 000 en Brasil, 29 168 en México, 17 284 en Estados Unidos y solo 357 en Italia.

La tercera emergencia que deberá afrontar una Constitución de la Tierra es la constituida por las violaciones masivas de los derechos humanos provocadas, en gran parte del planeta, por regímenes despóticos que han suprimido las libertades fundamentales; y, por otro lado, por las condiciones de miseria que determinan, cada año, la muerte de millones de personas por falta de alimentación básica y de fármacos esenciales. En 2020 se impusieron en el mundo, al menos, 1477 penas de muerte, además de las —no comunicadas— producidas en China, Corea del Norte, Siria y Vietnam. Según una investigación de Amnistía Internacional, delincuentes reales o presuntos, presos y opositores políticos y manifestantes no violentos han sufrido torturas en al menos 130 países14. Dada la ausencia de garantías, añádase la enorme cifra negra de las ejecuciones extrajudiciales,