Derechos y garantías - Luigi Ferrajoli - E-Book

Derechos y garantías E-Book

Luigi Ferrajoli

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Beschreibung

El constitucionalismo rígido, al conferir carácter normativo a los derechos fundamentales, ha introducido todo un sistema de límites y vínculos para la legislación. A juicio de Ferrajoli, éste es el fundamento del modelo garantista, caracterizado por un cambio estructural de doble vertiente, en el derecho y en la democracia, que se deriva de la inserción en ambos de una nueva «dimensión sustancial». La presencia de ésta hace del Estado constitucional de derecho la culminación de un laborioso proceso de erosión del viejo concepto de soberanía en el ámbito interno de los Estados, que se traduce en el imperativo jurídico de sujeción de toda forma de poder al derecho, ya no sólo en el plano de los procedimientos sino también en el del contenido de las decisiones. Pero este proceso, lamentablemente, no ha tenido correspondencia en el orden de las relaciones interestatales, a pesar del nacimiento de la ONU y del auténtico «contrato social internacional» que es la Carta de 1945. En ese ámbito prevalecen aún de manera más escandalosa las relaciones de fuerza. Y, como consecuencia, la pretensión de universalidad de los derechos humanos resulta negada, y éstos degradados, todavía, a la condición de derechos de ciudadanía: del ciudadano según de qué Estado y en función de qué fronteras y no de la persona. Es tal situación la que a juicio de Ferrajoli rezuma injusticia y da plenitud de sentido a la demanda de un verdadero constitucionalismo mundial.

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Derechos y garantías. La ley del más débil

Derechos y garantías.La ley del más débil

Luigi Ferrajoli

Introducción de Perfecto Andrés Ibáñez

Traducción de Perfecto Andrés Ibáñez y Andrea Greppi

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS

Serie Derecho

Consejo Asesor:     Perfecto Andrés

Joaquín Aparicio

Antonio Baylos

Juan Ramón Capella

Juan Terradillos

Primera edición: 1999

Segunda edición: 2001

Tercera edición: 2002

Cuarta edición: 2004

Quinta edición: 2006

Sexta edición: 2009

Séptima edición: 2010

Octava edición: 2016

Títulos originales:

Il diritto come sistema di garanzie; Diritti fondamentali;

La differenza sessuale e le garanzie dell’eguaglianza; Dai diritti

del cittadino ai diritti della persona; La sovranità nel mondo moderno

© Editorial Trotta, S.A.,1999, 2001, 2002, 2004, 2006, 2009, 2010, 2016, 2023

www.trotta.es

© Luigi Ferrajoli, 1999

© Gius. Laterza & Figli Spa, Roma-Bari, 1994, para el capítulo 4

y 1997, para el capítulo 5

© Perfecto Andrés Ibáñez, para la traducción de los capítulos 1, 2 y 3

y Andrea Greppi, para la traducción de los capítulos 4 y 5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-141-6

CONTENIDO

Prólogo: Perfecto Andrés Ibáñez

1.  El derecho como sistema de garantías

2.  Derechos fundamentales

3.  Igualdad y diferencia

4.  De los derechos del ciudadano a los derechos de la persona

5.  La soberanía en el mundo moderno

Origen de los trabajos

Índice

PRÓLOGO

Perfecto Andrés Ibáñez

Dejó escrito Pessoa que «el prefacio de un traductor es cosa positivamente inmoral». Es por lo que —para sortear semejante riesgo, si es que cabe— estas pocas líneas son sólo una nota de lectura que, desde dentro de la innovadora concepción de Ferrajoli sobre los temas objeto de estos textos, trata de explicitar algunos de los hilos conductores que los vertebran haciendo de ellos un todo integrado.

Norberto Bobbio, en el prólogo a Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, ponía de relieve que el bagaje de Ferrajoli se nutre, básicamente, de dos filones: el positivismo jurídico en la orientación teórica, y la filosofía analítica en cuanto al método. Positivismo jurídico de ascendencia kelseniana y orientación ius-analítica de inmediata raíz bobbiana, que, en nuestro autor, experimentan significativas reelaboraciones, para confluir en un normativismo singular. Pues Ferrajoli es, ciertamente, normativista, pero de un normativismo no ensimismado, sino realista y crítico, capaz de dar cuenta de la compleja naturaleza del derecho actual, incluidas las divergencias entre su realidad empírica y el deber ser jurídico-constitucional al que ésta debería ceñirse. Planteamiento que cobra cuerpo en una articulada concepción del garantismo que, nacida en el ámbito de la reflexión sobre el derecho y el sistema penal, en la perspectiva de un «derecho penal mínimo», ha sido ampliada hasta convertirse en el verdadero paradigma de la democracia constitucional.

Así, puede decirse, Ferrajoli es un kelseniano que, a fuer de serlo, no ha podido dejar de «matar al padre». En realidad sólo «víctima» de la crisis de desarrollo del propio sistema, cuando se le ha llevado a (todas) las últimas consecuencias, en la aplicación coherente y rigurosa de sus implicaciones al orden jurídico del actual constitucionalismo rígido. Éste, como se sabe, amplía hacia arriba la pirámide normativa al incluir en ella un sistema de reglas sobre el deber ser del derecho positivo, que desencadena un inédito nomodinamismo, rico en consecuencias tanto para la fisiología y la proyección reguladora del ordenamiento como para la cultura jurídica.

Y Ferrajoli es, también, un filósofo analítico del derecho, pero ajeno a la tradición formalista de cierta escolástica del análisis; como lo demuestra su renuncia al espejismo de una teoría pura o formal del derecho, no valorativa o simplemente descriptiva. El autor ha creído posible y llevado a la práctica una teorización rigurosa del orden jurídico actual con todos sus rasgos caracterizadores, incluida la diferenciación de planos normativos y la consistente dimensión valorativa del de mayor rango; lo que le permite operar sobre él con el rigor metodológico propio de las ciencias empíricas.

He hablado de hilos conductores que hacen de los trabajos aquí reunidos un tejido realmente articulado. Trataré de explicitarlos en lo que sigue.

El primero es el representado por la tesis, ya aludida, del cambio de paradigma que supone el constitucionalismo rígido respecto del viejo modelo del positivismo jurídico. Es lo que implica el tránsito del Estado legislativo de derecho al Estado constitucional de derecho, la integración de las consecuencias de una primera revolución jurídica con las de la segunda revolución de ese carácter. Aquélla, como bien se sabe, tuvo por objeto primordial vincular legalmente el poder del juez. Ésta, se ha orientado a establecer límites y vínculos de derecho para la legislación; sobre la actividad de la mayoría, por tanto.

Resultado de ello es lo que Ferrajoli llama «el modelo garantista de la democracia constitucional», que comporta cambios estructurales, tanto en la perspectiva del derecho como en la de la democracia política. Esto se debe a que la rígida consagración normativa de los derechos fundamentales aporta una nueva «dimensión sustancial», dicho con la terminología del autor, que no formaba parte ni de la realidad positiva ni, obviamente, del imaginario del jurista del positivismo formalista, mero trasunto de aquélla. «Dimensión sustancial» ausente, incompatible incluso, en cuanto parámetro normativo, con la concepción jacobina de la democracia.

El constitucionalismo de contenidos, constitucionalismo de derechos, resultante, produce un cambio de cualidad en las condiciones de validez de las leyes. Ésta ya no es asimilable, reductible, a la mera existencia de las mismas; no es la consecuencia, sin más, del seguimiento de los procesos formales de elaboración parlamentaria, sino sólo el fruto de la coherencia con aquellos imperativos de orden sustancial. Mientras que la observancia de las exigencias procedimentales asegura la vigencia o la pertenencia de la ley al ordenamiento, la validez depende del balance positivo de una comprobación en ese segundo ámbito.

Pero esa «dimensión sustancial» retroactúa sobre la propia democracia como tal, que, ahora, no se agota en el respeto de las reglas procedimentales de formación de la voluntad popular propias del sistema representativo, puesto que la aludida nueva dimensión tiene que materializarse en el contenido de los actos del legislativo. La legitimidad del sistema político aparece, así, condicionada a la tutela y efectividad de los principios y derechos fundamentales.

El segundo hilo conductor es el cometido que el modelo garantista atribuye a la jurisdicción y a la ciencia jurídica. En él, una y otra han visto cambiar su papel de racionalización acrítica de la legalidad unidimensional del Estado legislativo de derecho, válido en cuanto vigente, por el de crítica de la legalidad ordinaria, para verificar su validez en términos de racionalidad material-constitucional. La interpretación de la ley presupone un juicio sobre ella misma, puesto que sólo es obligatoria si es válida.

La Constitución es un ambicioso modelo normativo que no puede dejar de experimentar, como de hecho experimenta, incumplimientos y violaciones en sus desarrollos. Es un proyecto vinculante y su grado de realización depende, en última instancia, como ilustra Ferrajoli, del tratamiento dado a las garantías. De ahí la relevancia del papel de la jurisdicción, en concreto, de la actitud con que la misma se ejerza. Así, es un dato histórico, de historia inmediata, que —en nuestras realidades (paradigmático es el caso italiano)— la introducción de la Constitución en el circuito jurisprudencial, ha tenido directamente que ver con la toma de conciencia de la inobjetable normatividad positiva de sus imperativos, y con la beligerancia en favor de su aplicación de una parte de la magistratura, frente a lo que, en ocasiones, ha sido verdadera resistencia activa de signo contrario de otros sectores de aquélla. Y lo que se dice de la magistratura resulta extensible a los operadores jurídicos en general.

La emergencia de la perspectiva constitucional en la aplicación de la ley —entiende Ferrajoli, a diferencia de lo que muchas veces se ha dicho— no amplía peligrosamente el campo de actuación y la discrecionalidad del intérprete. El deber de observancia de la Constitución añade también en ese plano un plus de sujeción, en la medida en que limita el abanico de las interpretaciones legítimas y porque el deber constitucional de motivación de las decisiones judiciales proscribe el decisionismo tan arraigado en los viejos hábitos judiciales.

El tercero de los hilos conductores que cabe señalar, como guía a la lectura de estos textos, se identifica con el papel normativo que —siempre a juicio de Ferrajoli— corresponde a la ciencia jurídica en relación con el derecho vigente.

Éste es el punto de localización del momento de ruptura más significativo, tanto con el precedente kelseniano de la teoría del derecho como teoría pura, como con la ortodoxia analítica de la teoría como teoría descriptiva.

La primera de tales divergencias se hace especialmente patente en el tema nuclear de la relación entre el derecho subjetivo y su garantía. Para Kelsen, ser titular de un derecho subjetivo significa «tener [realmente] el poder de tomar parte en la generación de una norma jurídica individual por medio de una acción específica: la demanda o la queja»; con lo que la existencia de aquél se desplaza y reduce a la efectividad de su garantía. Ferrajoli, en cambio, concibe la relación entre el derecho y la garantía como implicación normativa y no mera descripción o constatación de un hecho jurídico (que podría no darse). Las garantías pertenecen al deber ser del ordenamiento: el derecho subjetivo se origina con la norma que lo estatuye y, a partir del acto de producción de ésta, existirá ya, normativamente, como tal. De tal existencia normativa se deriva para el legislador la obligación —jurídica y de coherencia— de disponer, con nuevos actos normativos, los instrumentos adecuados para procurar la satisfacción de las expectativas generadas por aquél.

Así, no puede ser más pertinente la asociación por Ferrajoli de la fórmula de Dworkin, «tomar los derechos en serio», a este planteamiento que supone reconocerles, por sí mismos, existencia y carácter normativo y vinculante, con las consecuencias que de ello se derivan. Entre otras, una dignificación, por la vía de la responsabilización, de la función legislativa y del principio de legalidad. En este contexto, el legislador no puede ser, ni ser considerado legítimamente, un productor de humo; y los derechos —en particular, los derechos sociales y los derechos humanos de los grandes instrumentos internacionales— salen del descomprometido y envilecedor vacío de cierta retórica jurídica, para integrarse eficazmente en el orden jurídico.

La concepción de Ferrajoli que cobra expresión en estos textos tiene, asimismo, como se ha anticipado, importantes consecuencias en el modo de entender la naturaleza y el papel de la ciencia jurídica, a partir de un reconsideración de la relación entre derecho y lógica. La lógica, al igual que los valores que le atribuye la dogmática positivista y en contra de lo predicado por ésta, no forma parte de la realidad empírica del derecho. Las definiciones teóricas y también los principios lógicos, pertenecen a la teoría, pero no necesariamente al derecho positivo, que puede presentar lagunas y antinomias. De ahí, el papel normativo que Ferrajoli asigna a la ciencia jurídica, que opera en dos planos. El plano interno, que es el de la utilización —en función crítica y reconstructiva— de las técnicas de garantía que el propio ordenamiento contiene ya, mediante las que se hace posible colmar las lagunas, reducir las antinomias. Y el plano externo, que es el del diseño, ideación y propuesta de nuevos recursos técnicos aptos para el perfeccionamiento y el progreso del orden jurídico.

A tal inteligencia de la función de la ciencia del derecho como función crítica y creativa, corresponde una concepción engagée de la práctica jurídica. El jurista constitucional no puede serlo sólo de una parte o de uno sólo de los planos del ordenamiento, sino que debe ser portador consciente y activo de la dinámica —unidireccional: de arriba, es decir, de la Constitución, hacia abajo— que tensiona internamente ese universo normativo complejo.

A partir de los hilos conductores sobre los que he querido llamar la atención, al autor construye su concepción del «derecho como sistema de garantías». La materia prima, el orden jurídico del Estado constitucional de derecho, es obvio, estaba ya dada, pero ni sus constantes estructurales tenían la visibilidad resultante de la analítica claridad que el autor proyecta sobre ellas; ni la racionalidad material y el movimiento que ésta imprime al conjunto lucían con la comprometedora y movilizadora evidencia con que ahora lo hacen.

Tiene razón Luigi Ferrajoli: los derechos y garantías son «la ley del más débil». Pero, a mi juicio, esta afirmación puede legítimamente prolongarse en otra: gracias, de manera muy especial, a su obra —bien representada en estos textos militantes, paradigma de rigor y elocuente anticipo de Principia iuris. Teoria giuridica della democrazia, que no tardará en ver la luz— contamos hoy con una teoría del derecho que es herramienta «cargada de futuro».

1

EL DERECHO COMO SISTEMA DE GARANTÍAS

1.   Crisis del derecho y crisis de la razón jurídica. El modelo garantista

Estamos asistiendo, incluso en los países de democracia más avanzada, a una crisis profunda y creciente del derecho, que se manifiesta en diversas formas y en múltiples planos. Distinguiré, esquemáticamente, tres aspectos de esta crisis.

Al primero de ellos lo llamaré crisis de la legalidad, es decir, del valor vinculante asociado a las reglas por los titulares de los poderes públicos. Se expresa en la ausencia o en la ineficacia de los controles, y, por tanto, en la variada y llamativa fenomenología de la ilegalidad del poder. En Italia —pero me parece que, aunque en menor medida, también en Francia y en España— numerosas investigaciones judiciales han sacado a la luz un gigantesco sistema de corrupción que envuelve a la política, la administración pública, las finanzas y la economía, y que se ha desarrollado como una especie de Estado paralelo, desplazado a sedes extra-legales y extra-institucionales, gestionado por las burocracias de los partidos y por los lobbies de los negocios, que tiene sus propios códigos de comportamiento. En Italia, además, la ilegalidad pública se manifiesta también en forma de crisis constitucional, es decir, en la progresiva degradación del valor de las reglas del juego institucional y del conjunto de límites y vínculos que las mismas imponen al ejercicio de los poderes públicos: basta pensar en los abusos de poder que llevaron a pedir la acusación del expresidente de la República italiana por atentado contra la Constitución, en la pérdida de contenido de la función parlamentaria, en los conflictos entre el poder ejecutivo y el judicial, debidos a que el primero no soporta la independencia del segundo, por no hablar del entramado que existe entre política y mafia y del papel subversivo, todavía en gran parte oscuro, desempeñado desde hace ya decenios por los servicios secretos.

El segundo aspecto de la crisis, sobre el que más se ha escrito, es la inadecuación estructural de las formas del Estado de derecho a las funciones del Welfare State, agravada por la acentuación de su carácter selectivo y desigual que deriva de la crisis del Estado social. Como se sabe, esta crisis ha sido con frecuencia asociada a una suerte de contradicción entre el paradigma clásico del Estado de derecho, que consiste en un conjunto de límites y prohibiciones impuestos a los poderes públicos de forma cierta, general y abstracta, para la tutela de los derechos de libertad de los ciudadanos, y el Estado social, que, por el contrario, demanda a los propios poderes la satisfacción de derechos sociales mediante prestaciones positivas, no siempre predeterminables de manera general y abstracta y, por tanto, eminentemente discrecionales, contingentes, sustraídas a los principios de certeza y estricta legalidad y confiadas a la intermediación burocrática y partidista. Tal crisis se manifiesta en la inflación legislativa provocada por la presión de los intereses sectoriales y corporativos, la pérdida de generalidad y abstracción de las leyes, la creciente producción de leyes-acto, el proceso de descodificación y el desarrollo de una legislación fragmentaria, incluso en materia penal, habitualmente bajo el signo de la emergencia y la excepción. Es claro que se trata de un aspecto de la crisis del derecho que favorece al señalado con anterioridad. Precisamente, el deterioro de la forma de la ley, la falta de certeza generalizada a causa de la incoherencia y la inflación normativa y, sobre todo, la falta de elaboración de un sistema de garantías de los derechos sociales equiparable, por su capacidad de regulación y de control, al sistema de las garantías tradicionalmente predispuestas para la propiedad y la libertad, representan, en efecto, no sólo un factor de ineficacia de los derechos, sino el terreno más fecundo para la corrupción y el arbitrio.

Hay, además, un tercer aspecto de la crisis del derecho, que está ligado a la crisis del Estado nacional y que se manifiesta en el cambio de los lugares de la soberanía, en la alteración del sistema de fuentes y, por consiguiente, en un debilitamiento del constitucionalismo. El proceso de integración mundial, y específicamente europea, ha desplazado fuera de los confines de los Estados nacionales los centros de decisión tradicionalmente reservados a su soberanía, en materia militar, de política monetaria y políticas sociales. Y aunque este proceso se mueva en una línea de superación de los viejos y cada vez menos legitimados y legitimables Estados nacionales y de las tradicionales fronteras estatalistas de los derechos de ciudadanía, está por ahora poniendo en crisis, a falta de un constitucionalismo de derecho internacional, la tradicional jerarquía de las fuentes. Piénsese en la creación de nuevas fuentes de producción, como las del derecho europeo comunitario —directivas, reglamentos y, después del tratado de Maastricht, decisiones en materia económica e incluso militar— sustraídas a controles parlamentarios y, al mismo tiempo, a vínculos constitucionales, tanto nacionales como supra-nacionales.

Es evidente que esta triple crisis del derecho corre el riesgo de traducirse en una crisis de la democracia. Porque, en efecto, en todos los aspectos señalados, equivale a una crisis del principio de legalidad, es decir, de la sujeción de los poderes públicos a la ley, en la que se fundan tanto la soberanía popular como el paradigma del Estado de derecho. Y se resuelve en la reproducción de formas neoabsolutistas del poder público, carentes de límites y de controles y gobernadas por intereses fuertes y ocultos, dentro de nuestros ordenamientos.

Una lectura bastante difundida de semejante crisis es la que la interpreta como crisis de la misma capacidad regulativa del derecho, debida a la elevada «complejidad» de las sociedades contemporáneas. La multiplicidad de las funciones exigidas al Estado social, la inflación legislativa, la pluralidad de las fuentes normativas, su subordinación a imperativos sistémicos de tipo económico, tecnológico y político, y, por otra parte, la ineficacia de los controles y los amplios margenes de irresponsabilidad de los poderes públicos, generarían —según autores como Luhmann, Teubner y Zolo— una creciente incoherencia, falta de plenitud, imposibilidad de conocimiento e ineficacia del sistema jurídico. De aquí se seguiría un debilitamiento de la misma función normativa del derecho y, en particular, la quiebra de sus funciones de límite y vínculo para la política y el mercado, y, por tanto, de garantía de los derechos fundamentales, tanto de libertad como sociales1.

Me parece que este diagnóstico podría responder a una suerte de falacia naturalista o, quizá mejor, determinista: nuestros sistemas jurídicos son como son porque no podrían ser de otro modo. El paso irreflexivo del ser al deber ser —importa poco si en clave determinista o apologética— es el peligro que me parece está presente en muchas actuales teorizaciones de la descodificación, la deslegislación o de desregulación. No cabe duda de que una aproximación realista al derecho y al concreto funcionamiento de las instituciones jurídicas es absolutamente indispensable y previo si no se quiere caer en la opuesta y no menos difusa falacia, idealista y normativista, de quien confunde el derecho con la realidad, las normas con los hechos, los manuales de derecho con la descripción del efectivo funcionamiento del derecho mismo. Y, sin embargo, el derecho es siempre una realidad no natural sino artificial, construida por los hombres, incluidos los juristas, que tienen una parte no pequeña de responsabilidad en el asunto. Y nada hay de necesario en sentido determinista ni de sociológicamente natural en la ineficacia de los derechos y en la violación sistemática de las reglas por parte de los titulares de los poderes públicos. No hay nada de inevitable y de irremediable en el caos normativo, en la proliferación de las fuentes y en la consiguiente incertidumbre e incoherencia de los ordenamientos, con los que la sociología jurídica sistémica representa habitualmente la actual crisis del Estado de derecho.

Yo creo que el peligro para el futuro de los derechos fundamentales y de sus garantías depende hoy no sólo de la crisis del derecho, sino también de la crisis de la razón jurídica; no sólo del caos normativo y de la ilegalidad difusa aquí recordados, sino también de la pérdida de confianza en esa artificial reason que es la razón jurídica moderna, que erigió el singular y extraordinario paradigma teórico que es el Estado de derecho. La situación del derecho propia del Ancien Régime era bastante más «compleja», irracional y desregulada que la actual. La selva de las fuentes, el pluralismo y la superposición de ordenamientos, la inflación normativa y la anomia jurídica de los poderes que tuvieron enfrente los clásicos del iusnaturalismo y de la Ilustración, de Hobbes a Montesquieu y Beccaria, formaban un cuadro seguramente bastante más dramático y desesperante que el que aparece hoy ante nuestros ojos. Y también entonces, en los orígenes de la modernidad jurídica, fueron muchas y autorizadas las voces que se levantaron contra la pretensión de la razón jurídica de reordenar y reconstruir su propio objeto en función de los valores de la certeza y de la garantía de los derechos: basta pensar en la oposición de Savigny y de la Escuela histórica a los proyectos de codificación y, desde una perspectiva bien diferente, en la incomprensión e infravaloración por Jeremy Bentham de la Declaración francesa de los derechos de 1789.

El reto que hoy se deriva para la razón jurídica de las múltiples formas que adopta la crisis del derecho en acto no es más difícil que el afrontado, hace ahora dos siglos, por la ilustración jurídica, cuando emprendió la obra de la codificación bajo la enseña del principio de legalidad. Si bien, respecto a la tradición iuspositivista clásica, la razón jurídica actual tiene la ventaja derivada de los progresos del constitucionalismo del siglo pasado, que le permiten configurar y construir hoy el derecho —bastante más que en el viejo Estado liberal— como un sistema artificial de garantías constitucionalmente preordenado a la tutela de los derechos fundamentales.

Esta función de garantía del derecho resulta actualmente posible por la específica complejidad de su estructura formal, que, en los ordenamientos de Constitución rígida, se caracteriza por una doble artificialidad; es decir, ya no sólo por el carácter positivo de las normas producidas, que es el rasgo específico del positivismo jurídico, sino también por su sujeción al derecho, que es el rasgo específico del Estado constitucional de derecho, en el que la misma producción jurídica se encuentra disciplinada por normas, tanto formales como sustanciales, de derecho positivo. Si en virtud de la primera característica, el «ser» o la «existencia» del derecho no puede derivarse de la moral ni encontrarse en la naturaleza, sino que es, precisamente, «puesto» o «hecho» por los hombres y es como los hombres lo quieren y, antes aún, lo piensan; en virtud de la segunda característica también el «deber ser» del derecho positivo, o sea, sus condiciones de «validez», resulta positivizado por un sistema de reglas que disciplinan las propias opciones desde las que el derecho viene pensado y proyectado, mediante el establecimiento de los valores ético-políticos —igualdad, dignidad de las personas, derechos fundamentales— por los que se acuerda que aquéllas deben ser informadas. En suma, son los mismos modelos axiológicos del derecho positivo, y ya no sólo sus contenidos contingentes —su «deber ser», y no sólo su «ser»— los que se encuentran incorporados al ordenamiento del Estado constitucional de derecho, como derecho sobre el derecho, en forma de vínculos y límites jurídicos a la producción jurídica. De aquí se desprende una innovación en la propia estructura de la legalidad, que es quizá la conquista más importante del derecho contemporáneo: la regulación jurídica del derecho positivo mismo, no sólo en cuanto a las formas de producción sino también por lo que se refiere a los contenidos producidos.

Gracias a esta doble artificialidad —de su «ser» y de su «deber ser»— la legalidad positiva o formal en el Estado constitucional de derecho ha cambiado de naturaleza: no es sólo condicionante, sino que ella está a su vez condicionada por vínculos jurídicos no sólo formales sino también sustanciales. Podemos llamar «modelo» o «sistema garantista», por oposición al paleopositivista, a este sistema de legalidad, al que esa doble artificialidad le confiere un papel de garantía en relación con el derecho ilegítimo. Gracias a él, el derecho contemporáneo no programa solamente sus formas de producción a través de normas de procedimiento sobre la formación de las leyes y demás disposiciones. Programa además sus contenidos sustanciales, vinculándolos normativamente a los principios y a los valores inscritos en sus constituciones, mediante técnicas de garantía cuya elaboración es tarea y responsabilidad de la cultura jurídica. Esto conlleva una alteración en diversos planos del modelo positivista clásico: a) en el plano de la teoría del derecho, donde esta doble artificialidad supone una revisión de la teoría de la validez, basada en la disociación entre validez y vigencia y en una nueva relación entre forma y sustancia de las decisiones; b) en el plano de la teoría política, donde comporta una revisión de la concepción puramente procedimental de la democracia y el reconocimiento también de una dimensión sustancial; c) en el plano de la teoría de la interpretación y de la aplicación de la ley, al que incorpora una redefinición del papel del juez y una revisión de las formas y las condiciones de su sujeción a la ley; d) por último, en el plano de la metateoría del derecho, y, por tanto, del papel de la ciencia jurídica, que resulta investida de una función no solamente descriptiva, sino crítica y proyectiva en relación con su objeto2.

2.   Racionalidad formal y racionalidad sustancial en el paradigma garantista de la validez

Comencemos por la primera alteración producida por el modelo garantista en el esquema positivista clásico: la que afecta a la teoría del derecho. Según la concepción prevaleciente entre los máximos teóricos del derecho —de Kelsen a Hart y Bobbio— la «validez» de las normas se identifica, sea cual fuere su contenido, con su existencia: o sea, con la pertenencia a un cierto ordenamiento, determinada por su conformidad con las normas que regulan su producción y que también pertenecen al mismo. Esta concepción puramente formal de la validez es, a mi juicio, el fruto de una simplificación, que se deriva, a su vez, de una incomprensión de la complejidad de la legalidad en el Estado constitucional de derecho que acaba de ilustrarse. En efecto, el sistema de las normas sobre la producción de normas —habitualmente establecido, en nuestros ordenamientos, con rango constitucional— no se compone sólo de normas formales sobre la competencia o sobre los procedimientos de formación de las leyes. Incluye también normas sustanciales, como el principio de igualdad y los derechos fundamentales, que de modo diverso limitan y vinculan al poder legislativo excluyendo o imponiéndole determinados contenidos. Así, una norma —por ejemplo, una ley que viola el principio constitucional de igualdad— por más que tenga existencia formal o vigencia, puede muy bien ser inválida y como tal susceptible de anulación por contraste con una norma sustancial sobre su producción.

Como es sabido, Hans Kelsen trató de resolver esta aporía afirmando la validez también de las normas, comprendidas, por ejemplo, en leyes ordinarias cuyos contenidos se encuentren en contradicción con normas superiores, como las constitucioales; estas normas, escribe, «permanecen válidas mientras no son derogadas en la forma que el mismo orden jurídico determine»3. De este modo, confunde la anulación con la abrogación y, lo que es más grave, reduce el deber ser al ser del derecho valorando con una suerte de presunción general de legitimidad todas las normas vigentes como válidas. Herbert Hart, de modo más consecuente, ha negado la validez de tales normas, situando las normas sustanciales sobre su producción en el mismo plano que las formales en materia de competencia; con el resultado, todavía más insostenible, de negar la existencia de las normas formal pero no sustancialmente conformes con las relativas a su producción y, en consecuencia, de reducir el ser al deber ser del derecho y de desconocer como no vigentes las normas inválidas y sin embargo aplicadas hasta que se produzca su anulación4.

Estas aporías se desvanecen cuando se abandona la concepción paleopositivista de la validez, ligada a una estructura simplificada de la legalidad que ignora la sujeción al derecho, no sólo formal sino también sustancial, de las fuentes de producción jurídica, en los ordenamientos dotados de Constitución rígida. En efecto, la existencia de normas inválidas puede ser fácilmente explicada con sólo distinguir dos dimensiones de la regularidad o legitimidad de las normas: la que se puede llamar «vigencia» o «existencia», que hace referencia a la forma de los actos normativos y que depende de la conformidad o correspondencia con las normas formales sobre su formación; y la «validez» propiamente dicha o, si se trata de leyes, la «constitucionalidad», que, por el contrario, tiene que ver con su significado o contenido y que depende de la coherencia con las normas sustanciales sobre su producción.

Se trata, pues, de dos conceptos asimétricos e independientes entre sí: la vigencia guarda relación con la forma de los actos normativos, es una cuestión de subsunción o de correspondencia de las formas de los actos productivos de normas con las previstas por las normas formales sobre su formación; la validez, al referirse al significado, es por el contrario una cuestión de coherencia o compatibilidad de las normas producidas con las de carácter sustancial sobre su producción. En términos kelsenianos: la relación entre normas producidas y normas sobre la producción es, en el primer caso, de tipo nomodinámico y, en el segundo, de tipo nomoestático; y la observancia (o la inobservancia) de las segundas por parte de las primeras se configura en el primer caso como aplicación (o inaplicación) y en el segundo como coherencia (o contradicción). Carecería de sentido decir que una ley no promulgada o un testamento sin forma escrita son incoherentes o contradicen las normas formales que imponen la promulgación de las leyes o la forma escrita de los testamentos; así como no tendría sentido decir que una ley lesiva para el habeas corpus o para el principio de igualdad no es subsumible en (o no aplica) las normas constitucionales sustanciales que contradice.

El paradigma del Estado constitucional de derecho —o sea, el modelo garantista— no es otra cosa que esta doble sujeción del derecho al derecho, que afecta a ambas dimensiones de todo fenómeno normativo: la vigencia y la validez, la forma y la sustancia, los signos y los significados, la legitimación formal y la legitimación sustancial o, si se quiere, la «racionalidad formal» y la «racionalidad material» weberianas. Gracias a la disociación y a la sujeción de ambas dimensiones a dos tipos de reglas diferentes, ha dejado de ser cierto que la validez del derecho dependa, como lo entendía Kelsen, unicamente de requisitos formales, y que la razón jurídica moderna sea, como creía Weber, sólo una «racionalidad formal»; y también que la misma esté amenazada, como temen muchos teóricos actuales de la crisis, por la inserción en ella de una «racionalidad material» orientada a fines, como lo sería la propia del moderno Estado social. Todos los derechos fundamentales —no sólo los derechos sociales y las obligaciones positivas que imponen al Estado, sino también los derechos de libertad y los correspondientes deberes negativos que limitan sus intervenciones— equivalen a vínculos de sustancia y no de forma, que condicionan la validez sustancial de las normas producidas y expresan, al mismo tiempo, los fines a que está orientado ese moderno artificio que es el Estado constitucional de derecho.

3.   Democracia formal y democracia sustancial

Se comprende —y con ello entro en la segunda innovación introducida por el modelo garantista en el modelo paleopositivista— que una tal dimensión sustancial del Estado de derecho se traduce en dimensión sustancial de la propia democracia. En efecto, los derechos fundamentales constituyen la base de la moderna igualdad, que es precisamente una igualdad en droits, en cuanto hacen visibles dos características estructurales que los diferencian de todos los demás derechos, a empezar por el de propiedad: sobre todo su universalidad, es decir, el hecho de que corresponden a todos y en la misma medida, al contrario de lo que sucede con los derechos patrimoniales, que son derechos excludendi alios, de los que un sujeto puede ser o no titular y de los que cada uno es titular con exclusión de los demás; en segundo lugar, su naturaleza de indisponibles e inalienables, tanto activa como pasiva, que los sustrae al mercado y a la decisión política, limitando la esfera de lo decidible de uno y otra y vinculándola a su tutela y satisfacción.

Siendo así, la constitucionalización rígida de estos derechos sirve para injertar una dimensión sustancial no sólo en el derecho sino también en la democracia. Y el constitucionalismo, del que Neil MacCormick hizo ayer una apasionada defensa, es no tanto, según él ha dicho, un elemento antitético de la democracia (política y formal), como, sobre todo, su necesario complemento sustancial. Efectivamente, las dos clases de normas sobre la producción jurídica que se han distinguido —las formales que condicionan la vigencia, y las sustanciales que condicionan la validez— garantizan otras tantas dimensiones de la democracia: la dimensión formal de la «democracia política», que hace referencia al quién y al cómo de las decisiones y que se halla garantizada por las normas formales que disciplinan las formas de las decisiones, asegurando con ellas la expresión de la voluntad de la mayoría; y la dimensión material de la que bien podría llamarse «democracia sustancial», puesto que se refiere al qué es lo que no puede decidirse o debe ser decidido por cualquier mayoría, y que está garantizado por las normas sustanciales que regulan la sustancia o el significado de las mismas decisiones, vinculándolas, so pena de invalidez, al respeto de los derechos fundamentales y de los demás principios axiológicos establecidos por aquélla.

Así, los derechos fundamentales se configuran como otros tantos vínculos sustanciales impuestos a la democracia política: vínculos negativos, generados por los derechos de libertad que ninguna mayoría puede violar; vínculos positivos, generados por los derechos sociales que ninguna mayoría puede dejar de satisfacer. Y la democracia política, como por lo demás el mercado, se identifica con la esfera de lo decidible, delimitada y vinculada por aquellos derechos. Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede legítimamente decidir la violación de un derecho de libertad o no decidir la satisfacción de un derecho social. Los derechos fundamentales, precisamente porque están igualmente garantizados para todos y sustraídos a la disponibilidad del mercado y de la política, forman la esfera de lo indecidible que y de lo indecidible que no; y actúan como factores no sólo de legitimación sino también y, sobre todo, como factores de deslegitimación de las decisiones y de las no-decisiones.

Es claro que semejante estructura del Estado constitucional de derecho está destinada, por su misma naturaleza, a un grado más o menos elevado de ineficacia: a causa de la posible incoherencia generada por normas que resulten inválidas al contrariar prohibiciones impuestas por normas superiores a la esfera de lo decidible; o, a la inversa, por la posible falta de plenitud debida a la omisión de normas o de decisiones en contraste con obligaciones impuestas a la misma esfera. Éstos son los dos posibles vicios del ordenamiento: las antinomias y las lagunas, determinados, respectivamente, en virtud de su diversa estructura, por los derechos de libertad, que consisten en expectativas negativas a las que corresponden límites negativos, y por los derechos sociales, que, a la inversa, consisten en expectativas positivas a las que corresponden vínculos positivos por parte de los poderes públicos.

Ambos tipos de vicios son en alguna medida fisiológicos, y sería ilusorio suponer su total eliminación. Un Estado constitucional de derecho es por su naturaleza un ordenamiento imperfecto, resultando impensable, a causa del fundamento nomodinámico de la vigencia de las normas, una perfecta coherencia y plenitud del sistema en sus diversos niveles. Es más, la posible imperfección es, paradójicamente, su mayor mérito. Una perfecta coherencia y plenitud y una total ausencia de antinomias y de lagunas sólo sería posible si no se hubiera incorporado a las normas sobre la producción algún vínculo sustancial: que es lo que sucede en el Estado absoluto —poco importa si políticamente democrático—, donde cualquier norma existente, en cuanto producida en las formas establecidas por el ordenamiento, es por eso sólo válida.

Así, pues, a una concepción exclusivamente procedimental o formal de la democracia corresponde una concepción asimismo formal de la validez de las normas como mera vigencia o existencia, que, puede decirse, representa el presupuesto de la primera; mientras que una concepción sustancial de la democracia, garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos y no simplemente de la omnipotencia de la mayoría, requiere que se admita la posibilidad de antinomias y de lagunas generadas por la introducción de límites y vínculos sustanciales —ya sean negativos, como los derechos de libertad, o positivos, como los derechos sociales— como condiciones de validez de las decisiones de la mayoría. Diremos que, en este sentido, la posibilidad del «derecho inválido» o «lagunoso» —o sea, de la divergencia entre normatividad y efectividad, entre deber ser y ser del derecho— es la condición previa tanto del Estado constitucional de derecho como de la dimensión sustancial de la democracia.

De otra parte, los vicios de la incoherencia y la falta de plenitud, si bien son irreducibles más allá de ciertos límites, dentro de éstos son reducibles mediante las adecuadas garantías. Las garantías no son otra cosa que las técnicas previstas por el ordenamiento para reducir la distancia estructural entre normatividad y efectividad, y, por tanto, para posibilitar la máxima eficacia de los derechos fundamentales en coherencia con su estipulación constitucional. Por eso, reflejan la diversa estructura de los derechos fundamentales para cuya tutela o satisfacción han sido previstas: las garantías liberales, al estar dirigidas a asegurar la tutela de los derechos de libertad, consisten esencialmente en técnicas de invalidación o de anulación de los actos prohibidos que las violan; las garantías sociales, orientadas como están a asegurar la tutela de los derechos sociales, consisten, en cambio, en técnicas de coerción y/o de sanción contra la omisión de las medidas obligatorias que las satisfacen. En todos los casos, el garantismo de un sistema jurídico es una cuestión de grado, que depende de la precisión de los vínculos positivos o negativos impuestos a los poderes públicos por las normas constitucionales y por el sistema de garantías que aseguran una tasa más o menos elevada de eficacia a tales vínculos.

4.   El papel del juez y la legitimación democrática de su independencia

Esta concepción de la validez de las normas en el Estado constitucional de derecho y, al mismo tiempo, de la relación entre las que he llamado «democracia política» (o «formal») y «democracia sustancial» se refleja además en un reforzamiento del papel de la jurisdicción y en una nueva y más fuerte legitimación democrática del poder judicial y de su independencia. Ésta es la tercera implicación del modelo garantista: los desniveles entre normas, que están en la base de la existencia de normas inválidas, y, por otra parte, la incorporación de los derechos fundamentales en el nivel constitucional, cambian la relación entre el juez y la ley y asignan a la jurisdicción una función de garantía del ciudadano frente a las violaciones de cualquier nivel de la legalidad por parte de los poderes públicos.

En efecto, la sujeción del juez a la ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista, sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuere su significado, sino sujeción a la ley en cuanto válida, es decir, coherente con la Constitución. Y en el modelo constitucionalgarantista la validez ya no es un dogma asociado a la mera existencia formal de la ley, sino una cualidad contingente de la misma ligada a la coherencia de sus significados con la Constitución, coherencia más o menos opinable y siempre remitida a la valoración del juez. De ello se sigue que la interpretación judicial de la ley es también siempre un juicio sobre la ley misma, que corresponde al juez junto con la responsabilidad de elegir los únicos significados válidos, o sea, compatibles con las normas constitucionales sustanciales y con los derechos fundamentales establecidos por las mismas. Esto y no otra cosa —dicho sea incidentalmente— es lo que entendíamos hace veinte años con la expresión «jurisprudencia alternativa», recordada en este seminario por Perfecto Andrés Ibáñez y en torno a la que se han producido tantos equívocos: interpretación de la ley conforme a la Constitución y, cuando el contraste resulta insanable, deber del juez de cuestionar la validez constitucional; y, por tanto, nunca sujeción a la ley de tipo acrítico e incondicionado, sino sujeción ante todo a la Constitución, que impone al juez la crítica de las leyes inválidas a través de su re-interpretación en sentido constitucional y la denuncia de su inconstitucionalidad.

En esta sujeción del juez a la Constitución, y, en consecuencia, en su papel de garante de los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos, está el principal fundamento actual de la legitimación de la jurisdicción y de la independencia del poder judicial de los demás poderes, legislativo y ejecutivo, aunque sean —o precisamente porque son— poderes de mayoría. Precisamente porque los derechos fundamentales sobre los que se asienta la democracia sustancial están garantizados a todos y a cada uno de manera incondicionada, incluso contra la mayoría, sirven para fundar, mejor que el viejo dogma positivista de la sujeción a la ley, la independencia del poder judicial, que está específicamente concebido para garantía de los mismos. En consecuencia, el fundamento de la legitimación del poder judicial y de su independencia no es otra cosa que el valor de igualdad como igualdad en droits: puesto que los derechos fundamentales son de cada uno y de todos, su garantía exige un juez imparcial e independiente, sustraído a cualquier vínculo con los poderes de mayoría y en condiciones de censurar, en su caso, como inválidos o como ilícitos, los actos a través de los cuales aquéllos se ejercen. Éste es el sentido de la frase «¡Hay jueces en Berlín!»: debe haber un juez independiente que intervenga para reparar las injusticias sufridas, para tutelar los derechos de un individuo, aunque la mayoría o incluso los demás en su totalidad se unieran contra él; dispuesto a absolver por falta de pruebas aun cuando la opinión general quisiera la condena, o a condenar, si existen pruebas, aun cuando esa misma opinión demandase la absolución.

Esta legitimación no tiene nada que ver con la de la democracia política, ligada a la representación. No se deriva de la voluntad de la mayoría, de la que asimismo la ley es expresión. Su fundamento es únicamente la intangibilidad de los derechos fundamentales. Y, sin embargo, es una legitimación democrática de los jueces, derivada de su función de garantía de los derechos fundamentales, sobre la que se basa la que he llamado «democracia sustancial». En este sentido, el principio de igualdad y de legalidad se conjugan —como la otra faz de la misma medalla— con el segundo fundamento político de la independencia del juez: su función de averiguación de la verdad procesal, según las garantías del justo proceso.

Aquí, de nuevo, no juega el principio de mayoría. Es más, no sólo resulta extraño, sino que está en contradicción con el fundamento específico de la legitimación del poder judicial. Ninguna mayoría puede hacer verdadero lo que es falso, o falso lo que es verdadero, ni, por tanto, legitimar con su consenso una condena infundada por haber sido decidida sin pruebas. Por eso me parecen inaceptables y peligrosas para las garantías del justo proceso y, sobre todo, del proceso penal las doctrinas «consensualistas» y «discursivas» de la verdad que —nacidas en el contexto de disciplinas muy diferentes, como la filosofía de las ciencias naturales (Kuhn), o la filosofía moral o política (Habermas)— algunos penalistas y procesalistas querrían importar ahora en el proceso penal, quizá para justificación de esas instituciones aberrantes que son las negociaciones sobre la pena. En efecto, ningún consenso —ni el de la mayoría, ni el del imputado— puede valer como criterio de formación de la prueba. Las garantías de los derechos no son derogables ni disponibles. Aquí, en el proceso penal, no valen otros criterios que los ofrecidos por la lógica de la inducción: la pluralidad o no de las pruebas o confirmaciones, la ausencia o presencia de contrapruebas, la refutación o no de las hipótesis alternativas a la de la acusación.

5.   La ciencia jurídica y el reto de la complejidad

La cuarta y última alteración introducida en el modelo paleopositivista por el modelo garantista es la que afecta al papel de la cultura jurídica. Y permite, a mi juicio, reaccionar frente al excesivo pesimismo alimentado, como he recordado al comienzo, por muchos análisis de la actual crisis del derecho.

Se ha dicho que incoherencia, falta de plenitud, antinomias y lagunas son, dentro de ciertos límites, vicios insuprimibles en el Estado constitucional de derecho, que van unidos a la distinción de niveles normativos en que se articula su estructura formal. Es cierto que estos vicios, más allá de tales límites, pueden llegar a ser patológicos y tienen el peligro de resolverse en una crisis de la democracia. Pero ello no depende de su supuesta incompatibilidad con las formas —en efecto, bastante más complejas que las paleopositivistas y clásicamente liberales— del Estado constitucional de derecho, como lamentan cuantos ven en ellos los síntomas de la crisis de la función normativa del derecho. Por el contrario, como he tratado de hacer ver, la posibilidad misma de estos vicios representa el rasgo distintivo y hasta, con paradoja aparente, el mayor mérito del Estado democrático de derecho, que, por su naturaleza, excluye formas de legitimación absoluta y permite siempre, más que la legitimación, la deslegitimación del ejercicio de los poderes públicos por violaciones o incumplimientos de las promesas altas y difíciles formuladas en sus normas constitucionales.

En cambio, lo que sí entra en crisis a causa del paradigma garantista es el esquema positivista tradicional de la ciencia y del conocimiento jurídico. Una legalidad compleja como la que aquí se ha ilustrado de forma esquemática, con los dos posibles vicios virtualmente unidos a ella, retroactúa, en efecto, sobre la ciencia del derecho, confiriéndole un papel crítico y proyectivo en relación con su objeto, desconocido para la razón jurídica propia del viejo positivismo dogmático y formalista: la tarea, científica y política al mismo tiempo, de descubrir las antinomias y las lagunas existentes y proponer desde dentro las correcciones previstas por las técnicas garantistas de que dispone el ordenamiento, o bien de elaborar y sugerir desde fuera nuevas formas de garantía aptas para reforzar los mecanismos de autocorrección. Precisamente, mientras el vicio de la incoherencia asigna a la ciencia jurídica (como a la jurisprudencia) un papel crítico frente al derecho vigente, el de la falta de plenitud le confía además un papel de elaboración y diseño de nuevas técnicas de garantía y condiciones de validez más vinculantes.

Que la incoherencia del ordenamiento haga de la crítica del derecho el primer papel de la ciencia jurídica depende del hecho de que el jurista no puede ignorar ninguno de los dos niveles normativos a que pertenecen las normas en conflicto. Efectivamente, el reconocimiento de este conflicto —virtualmente generado por límites negativos, como los derechos de libertad