Iura Paria - Luigi Ferrajoli - E-Book

Iura Paria E-Book

Luigi Ferrajoli

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Beschreibung

Luigi Ferrajoli es sin duda el teórico del derecho que, después de Hans Kelsen y de Norberto Bobbio, mayores energías intelectuales ha dedicado a la reflexión filosófica sobre la democracia. El objeto de esa reflexión, contenida en su intensa producción científica y sistematizada en  Principia iuris , es la peculiar forma de democracia establecida en los principales países de la Europa continental de la segunda posguerra. Pero, a diferencia de la obra de Kelsen y de Bobbio, en la de Ferrajoli la teoría de la democracia se encuentra estrechamente conectada con la teoría del derecho, de la que toma el léxico y las categorías. Es una teoría jurídica de la democracia, centrada en destacar el carácter diferencial de los actuales ordenamientos constitucionales: el posicionamiento en el vértice del sistema normativo de constituciones rígidas, garantizadas por medio de órganos jurisdiccionales encargados de sancionar sus violaciones. El problema de la validez de las normas jurídicas adquiere así una relevancia central en la construcción teórica del paradigma normativo de la democracia constitucional. Los textos reunidos en este volumen se organizan en los tres ejes principales de "Constitucionalismo y democracia", "Derechos y bienes fundamentales" y "Libertad e igualdad". Concluyen, así pues, con la valoración de los  Iura Paria  (según la expresión ciceroniana), de esos "derechos iguales" que son los derechos fundamentales que todos tienen en común y que determinan la pertenencia a una misma comunidad política.

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Iura pariaLos fundamentos de la democracia constitucional

Luigi Ferrajoli

Edición de Dario Ippolito y Fabrizio MastromartinoTraducción de Andrea Greppi

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho

Título original: Iura paria.

I fondamenti della democrazia costituzionale

© Editorial Trotta, S.A., 2020

© Luigi Ferrajoli, 2020

© Andrea Greppi, traducción, 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (e-pub): 978-84-9879-984-2

Depósito Legal: M-23897-2020

CONTENIDO

Prefacio

Primera ParteCONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA

1.El estado de derecho entre pasado y futuro

2.El paradigma de la democracia constitucional

3.Una refundación garantista de la separación de poderes

Segunda ParteDERECHOS Y BIENES FUNDAMENTALES

4.Para una teoría de los derechos fundamentales

5.De los derechos del ciudadano a los derechos de la persona

6.Por un constitucionalismo de los bienes fundamentales

Tercera ParteLIBERTAD E IGUALDAD

7.Libertad y propiedad

8.La igualdad y sus garantías

9.Desigualdades y racismo

Índice general

ÍNDICE GENERAL

Contenido

Prefacio

Primera ParteCONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA

1.EL ESTADO DE DERECHO ENTRE PASADO Y FUTURO

1.Dos modelos de «estado de derecho»

2.Estado legislativo de derecho y positivismo jurídico

3.Estado constitucional de derecho y constitucionalismo rígido

4.Mutaciones institucionales y mutaciones culturales

5.La crisis actual del estado de derecho

6.El futuro del estado de derecho

7.Constitucionalismo más allá del Estado

2.EL PARADIGMA DE LA DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL

1.Las concepciones puramente formales de la democracia

2.Cuatro aporías en la concepción puramente formal de la democracia

3.Una redefinición de la soberanía popular compatible con el paradigma de la democracia constitucional

4.La rigidez de la constitución y las garantías constitucionales

5.Las garantías constitucionales negativas

6.Las garantías constitucionales positivas

3.UNA REFUNDACIÓN GARANTISTA DE LA SEPARACIÓN DE PODERES

1.Tipología, geografía y separación de poderes

2.La separación entre los poderes públicos

2.1.Gobierno y jurisdicción: dos fuentes de legitimación distintas

2.2.Una nueva tipología de los poderes públicos: funciones de gobierno y funciones de garantía, primaria y secundaria

2.3.Crisis de la legalidad y de la separación de los poderes

3.La separación entre poderes públicos institucionales y poderes extrainstitucionales

3.1.Poderes estatales y poderes sociales. Esfera pública y partidos políticos

3.2.Poderes públicos y poderes económicos. Política y economía

3.3.Contra las actuales confusiones entre poderes. El papel de la legalidad

Segunda ParteDERECHOS Y BIENES FUNDAMENTALES

4.PARA UNA TEORÍA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

1.Cuatro posibles enfoques disciplinares. Una definición teórica de ‘derechos fundamentales’

2.Cuatro falacias ideológicas. Las divergencias deónticas

3.La definición teórica de ‘derechos fundamentales’ y sus implicaciones en el plano de la teoría del derecho

3.1.Universalidad, heteronomía e indisponibilidad de los derechos fundamentales

3.2.La esfera de lo no decidible

3.3.Derechos fundamentales y garantías

4.Derechos fundamentales y justicia

5.Derechos fundamentales y validez

6.Derechos fundamentales y efectividad

5.DE LOS DERECHOS DEL CIUDADANO A LOS DERECHOS DE LA PERSONA

1.Ciudadanía en sentido jurídico y ciudadanía en sentido sociológico

2.Personas y ciudadanos

3.Libertad, autonomía, propiedad

4.Dos tipologías de los derechos fundamentales

5.Las garantías de los derechos sociales

6.Formas y sedes de las garantías constitucionales

7.Más allá de la ciudadanía. Un constitucionalismo mundial

6.POR UN CONSTITUCIONALISMO DE LOS BIENES FUNDAMENTALES

1.Una historia social de los bienes. Bienes vitales, artificiales y naturales

2.Por una actualización del constitucionalismo y por un nuevo léxico jurídico. Tres clases de bienes fundamentales

3.Las garantías de los bienes fundamentales

4.Las aporías de la democracia política. Por un constitucionalismo supranacional

Tercera ParteLIBERTAD E IGUALDAD

7.LIBERTAD Y PROPIEDAD

1.Propiedad y libertad: dos categorías polisémicas

2.Derechos fundamentales y derechos patrimoniales

3.Derechos reales y derechos civiles de propiedad

4.Derechos de libertad y derechos de autonomía

5.Un modelo ampliado de estado de derecho

8.LA IGUALDAD Y SUS GARANTÍAS

1.Las razones de la igualdad: tutela de las diferencias y reducción de las desigualdades

2.El significado del principio de igualdad. Tres implicaciones

2.1.Igualdad y dignidad de la persona

2.2.Igualdad y democracia

2.3.Igualdad y garantías

3.Discriminaciones y garantías de la igualdad formal

4.Desigualdades y garantías de la igualdad sustancial

5.Historicidad de la dimensión semántica de la igualdad. Las fronteras actuales de las garantías de la igualdad

9.DESIGUALDADES Y RACISMO

1.¿Qué es el racismo?

2.¿Por qué el racismo?

3.El racismo ayer y hoy

3.1.Inmigrantes clandestinos

3.2.Sinti y rom

4.Racismo, discriminaciones y desigualdades jurídicas

Índice general

PREFACIO

1. De la palabra ‘democracia’ todo el mundo conoce la etimología. Nos resulta familiar el sonido redondo y grave de los sustantivos de los que deriva: demos (pueblo) y kratos (poder). Sabemos que en tiempos de Pericles ese nombre designaba la politeia vigente en Atenas, donde todos los varones en edad militar, con tal de que fueran libres y nacidos de progenitores atenienses, podían participar directamente en las deliberaciones de la ekklesia. Nadie ignora, además, que hoy la intensión y la extensión del término han cambiado profundamente. Por un lado, nos cuidamos mucho de hablar de democracia para referirnos a regímenes políticos que excluyen a las mujeres de la esfera de la ciudadanía y/o que aceptan la institución de la esclavitud. Por otro lado, no dudamos en hablar de democracia para referirnos a sistemas de gobierno basados en la delegación del poder de tomar decisiones públicas a un reducido número de individuos, elegidos mediante el sufragio de los titulares de los derechos políticos. Tenemos, en definitiva, una conciencia bastante clara de los orígenes históricos y la evolución semántica de esta antigua palabra, que solo en la Edad Contemporánea ha adquirido el aura positiva que en la actualidad posee.

¿Qué es lo que sabemos, en cambio, del sintagma ‘democracia constitucional’? ¿A qué momento se remontan sus primeras manifestaciones? ¿Cuándo llegó a consolidarse en el lenguaje político? ¿Cuál es su campo denotativo? Ante estas preguntas, podrían aparecer algunas dudas. Sin duda se trata de una expresión frecuentemente utilizada en escritos divulgativos y en ensayos de las últimas décadas. Indiscutiblemente, sus orígenes están relacionados con el significado axiológicamente marcado que la palabra ‘constitución’ adquirió hace más de dos siglos en el laboratorio político de las grandes «revoluciones atlánticas». A diferencia de ‘democracia’, que está tomada del griego, ‘constitución’ deriva del latín constitutio (sustantivo del verbo constituere: instituir, fundar). En su significado ordinario, el término denotaba la complexión física (corporis constitutio), mientras que en el derecho romano posrepublicano se denominaban constitutiones las disposiciones normativas del emperador. En las lenguas derivadas o contaminadas por el latín —empezando por el francés y el inglés constitution— se difundió también una acepción ulterior: la de ‘ordenamiento institucional’1. En particular, fue la filosofía política moderna la que asumió el término ‘constitución’ como equivalente de ‘forma de gobierno’.

Durante el siglo XVIII comenzó a circular un nuevo significado que se impuso con la Revolución americana. Los nomotetas de las excolonias británicas bautizaron como constitution el código de leyes fundamentales de las nuevas repúblicas y de su Federación: esto es, el conjunto de normas que instituían y regulaban los poderes del estado. En la otra orilla del Atlántico, en 1789, los revolucionarios franceses siguieron ese mismo camino, llegando a afirmar solemnemente que «toute Société dans laquelle la garantie des Droits n’est pas assurée, ni la séparation des Pouvoirs déterminée, n’a point de Constitution» [toda sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos, ni esté determinada la separación de poderes, no tiene constitución]2. De este modo, ‘constitución’ se convirtió en un vocablo cargado de valor político y de aspiraciones emancipatorias. No en vano, los soberanos de la Restauración se deshicieron de él a toda prisa y prefirieron denominar Charte o Estatuto las leyes fundamentales que promulgaron. ‘Constitución’ seguía siendo el lema de quienes luchaban contra el absolutismo; y ‘constitucionalismo’ era el nombre de sus ideales políticos.

Antes de la ‘revalorización’ revolucionaria del término ‘constitución’ podía hablarse (y de hecho se hablaba) de constitución democrática (al igual que de constitución monárquica o aristocrática o despótica), pero no habría tenido ningún sentido utilizar la expresión ‘democracia constitucional’ (que, en efecto, no existía). Es solamente a partir de la «apelación al cielo» —o mejor dicho, a los hombres— que representa la Déclaration des droits cuando dicha expresión comienza a ser utilizada para designar un sistema político representativo, fundado sobre la tutela de los derechos individuales y la limitación jurídica del poder.

2. En nuestros días, las reglas de uso de la locución de la que estamos tratando se han vuelto mucho más estrictas. Sin lugar a dudas, ‘democracia constitucional’ designa una especie del género ‘democracia’. Pero ¿cuáles son sus connotaciones principales? ¿Por qué establecer una diferencia entre los ordenamientos políticos que constituyen su referente empírico y aquellos que son denominados ‘democracias’ sine adiecto? Una respuesta apropiada e influyente a estos interrogantes es la que proviene de la obra de Luigi Ferrajoli: el teórico del derecho, después de Hans Kelsen y de Norberto Bobbio, que mayores energías intelectuales ha dedicado a la reflexión filosófica sobre la democracia.

El objeto de esa reflexión, contenida en su intensa producción científica y enteramente sistematizada en Principia iuris3, es la peculiar forma de democracia establecida en los principales países de la Europa continental de la segunda posguerra4. A diferencia de la obra de Kelsen y de Bobbio, donde la democracia es el producto de una reflexión conceptual y metodológicamente autónoma respecto al discurso científico sobre el derecho, en la de Ferrajoli la teoría de la democracia se encuentra estrechamente conectada con la teoría del derecho, de la que toma el léxico y las categorías. Es, en efecto, una teoría jurídica de la democracia, centrada en destacar el carácter diferencial de los actuales ordenamientos constitucionales: el posicionamiento en el vértice del sistema normativo de constituciones rígidas, garantizadas por medio de órganos jurisdiccionales encargados de sancionar sus violaciones. El problema de la validez de las normas jurídicas adquiere así una relevancia central en la construcción teórica del paradigma normativo de la democracia constitucional.

Como el propio Ferrajoli ha tenido ocasión de explicar en varias ocasiones, desde esta perspectiva, la teoría de la democracia es un reflejo especular de la teoría del derecho, en virtud del «nexo isomórfico» que existe entre «las condiciones jurídicas de validez […] y las condiciones políticas del ejercicio legítimo del poder normativo»5. Como consecuencia de la mutación jurídico-política que se ha producido con el paso del estado legislativo de derecho al estado constitucional de derecho «las leyes están sometidas no solo a normas formales sobre la producción», que establecen el quién y el cómo está habilitado para ponerlas en vigor, sino también a «normas sustanciales sobre su significado», que regulan su contenido6. Pues bien, esta mutación, que se refiere a la noción técnico-jurídica de ‘validez’, modela también la noción de ‘democracia’, «una y otra caracterizadas por una dimensión sustancial»7, que cualifica a los regímenes democráticos regulados por las técnicas del constitucionalismo rígido.

Por lo demás, la relación entre democracia y derecho es estrechísima8. Este último ya no es solo el instrumento del que se sirven las instituciones democráticas para la regulación social, sino que es además el dispositivo que regula la democracia estableciendo las principales «reglas del juego». Es más: en las democracias constitucionales, el derecho establece límites y vínculos al ejercicio mismo de los poderes democráticos, señalando en el cumplimiento de los derechos fundamentales la «razón social»9 del consorcio civil. En virtud de esta centralidad constitucional, las diferentes clases de derechos fundamentales —políticos, civiles, de libertad y sociales— se convierten, en la teoría de Ferrajoli, en pilares normativos de otras tantas dimensiones de la democracia.

Este marco conceptual rompe con una larga tradición de pensamiento que asocia las condiciones de existencia de un sistema político democrático con la universalización de los derechos políticos y con la vigencia del principio de mayorías10. La de Ferrajoli es una concepción mucho más exigente, en la que todos los derechos fundamentales, tomados conjuntamente, se presentan como condiciones necesarias y suficientes de la democracia constitucional11. En apoyo de esta tesis se esgrimen dos argumentos, el primero teórico-jurídico y el segundo filosófico-político, uno dependiente de la estructura jerárquica del ordenamiento constitucional, y el otro derivado del contenido normativo de los derechos fundamentales que en él se establecen.

En virtud de la dimensión sustancial inserta en el derecho y en la democracia por el posicionamiento en el vértice del ordenamiento de constituciones rígidas y garantizadas, la validez de la ley y la legitimidad de las decisiones políticas dependen de su conformidad y su coherencia con las normas constitucionales, entre las que se encuentran las que establecen los derechos fundamentales. Estos, según Ferrajoli, lejos de resultar conflictivos entre sí, se encuentran en una relación de sinergia, en el sentido de que, para asegurar la efectiva garantía de ciertos derechos fundamentales, se precisa el cumplimiento de los demás derechos al estar los unos vinculados a los otros en razón de su contenido normativo y de los intereses que protegen. Así pues, en referencia al problema de las condiciones (necesarias y suficientes) de la democracia, Ferrajoli ha reiterado en diversas ocasiones que «los derechos políticos presuponen las garantías de los derechos de libertad, de la de prensa a la de reunión y asociación, y estos y aquellos presuponen, a su vez, los derechos sociales a la educación, a una información independiente y, antes aún, a la subsistencia»12. Por consiguiente, la garantía de los derechos políticos, aunque necesaria para que pueda hablarse de democracia, no es por sí sola suficiente, cuando menos «porque no hay participación en la vida pública sin garantía de los mínimos vitales, esto es, de los derechos a la supervivencia, y no hay formación de la voluntad responsable sin instrucción e información»13.

3. Aunque el análisis teórico-jurídico vaya acompañado de una reflexión filosófico-política, la teoría de la democracia de Ferrajoli no es asimilable a las numerosas teorías de la justicia que han ido apareciendo en las décadas del llamado «retorno» de la filosofía práctica14. Menos aún puede ser incluida en la nutrida categoría de las teorías de la «óptima república», orientadas programáticamente a la «construcción de un modelo ideal de Estado»15. El garantismo democrático de Ferrajoli no es una doctrina filosófico-política sino —como hemos dicho— una teoría jurídica: una concepción de la democracia como sistema de derechos y de garantías.

Es destacable, por lo demás, el perfil bifronte de la teoría16, constantemente orientada tanto a la sistemática reconstrucción del paradigma normativo del estado democrático-constitucional, como al cuidadoso examen de su realidad efectiva, observada y comprendida en su contexto económico y social. Ferrajoli, en efecto, no deja nunca de señalar el contraste, a menudo estridente, entre aquello que Bobbio ha descrito como «los ideales y la cruda realidad»17. La tematización de las divergencias deónticas entre ser y deber ser es, al contrario, uno de los rasgos más característicos de su reflexión crítica18; la cual, por consiguiente, a menudo se adentra en la búsqueda de soluciones reformadoras adecuadas para aproximar los «hechos» a las «normas», y se sitúa sobre el terreno de la formulación programática del derecho, con propuestas operativas puntuales y radicales.

Precisamente por ser jurídica, la teoría de la democracia de Ferrajoli es, al mismo tiempo, normativa y empírica. Dibuja un modelo de democracia conforme a derecho, analiza la democracia en su fenomenología concreta e identifica las modalidades de su adecuación al modelo. En esta perspectiva parece existir una fuerte consonancia con el pensamiento de Norberto Bobbio. Como ha escrito Michelangelo Bovero, toda la obra de Bobbio y, en particular, sus escritos sobre la democracia son el reflejo de dos exigencias contrapuestas: «la búsqueda de determinados ideales […] y la indagación desencantada de la realidad»19. El horizonte crítico de Bobbio reúne «la diferencia entre los ideales democráticos y la “democracia real”», iluminando el «contraste entre lo que había sido prometido y lo que se realizó efectivamente»20.

Este mismo es el «método» seguido por Luigi Ferrajoli en el diagnóstico del «malestar democrático»21. Distinto es, sin embargo, el plano argumentativo sobre el que se lleva a cabo el análisis, pues sus términos de referencia también lo son. Mientras que en Bobbio los ideales de la democracia se corresponden con valores y principios ético-políticos, en Ferrajoli el deber ser democrático queda firmemente anclado en el derecho, una vez establecido el catálogo de los derechos fundamentales inscritos en el ordenamiento jurídico.

Comparando los dos autores, Pier Paolo Portinaro ha sostenido acertadamente que, mientras que «Bobbio ha sido el teórico de las “promesas no mantenidas de la democracia”», «Ferrajoli ha sido el teórico de la obligatoriedad del mantenimiento de tales promesas»22. Esta diferencia decisiva depende del hecho que la distancia entre aquello que idealmente debería ser y aquello que realmente sucede se mide con parámetros no idénticos. No se trata, por tanto, de las mismas «promesas» democráticas: mientras que para Bobbio dichas promesas consisten en ideales de justicia, para Ferrajoli se identifican con la garantía de los derechos positivamente establecidos en el ordenamiento constitucional23. El modelo construido por Ferrajoli, en efecto, «refleja la normatividad del derecho en las democracias actuales respecto a sí mismo»24. Desde este punto de vista, las «promesas no mantenidas» no son nada más que violaciones del derecho: dimensiones de ilegitimidad del poder25.

A pesar de estas diferencias, la tensión normativa que recorre la obra de Bobbio y de Ferrajoli es el reflejo de una actitud científica común a ambos autores, orientada a una armoniosa combinación de razón analítica y compromiso cívico. «Pasión y rigor» son los rasgos definitorios de la empresa intelectual de Norberto Bobbio, que han caracterizado «toda su trayectoria como filósofo militante»26, pero lo son también de la obra de Luigi Ferrajoli, formado en la escuela del maestro turinés. Resuena en las páginas de Ferrajoli la advertencia que Bobbio dirigía a la «Italia civil», proveniente de la experiencia partisana27, conforme a la cual el «único modo de hacer cultura es hacer política», ya que «o la cultura sirve para transformar la sociedad, y es también un instrumento revolucionario, o se convierte en un entretenimiento inútil»28.

La conciencia de la función cívica de la cultura —en particular de la cultura jurídica— anima por entero la actividad intelectual de Ferrajoli e impregna su filosofía del derecho: una filosofía militante tenazmente encaminada a «la defensa y realización del proyecto constitucional»29. De ello ofrecen un testimonio ejemplar los ensayos, intensos y penetrantes, recogidos en este volumen*.

DARIO IPPOLITOFABRIZIO MASTROMARTINO

1.En este sentido, el término ya había sido empleado por Cicerón, De re publica, I, 45, 69.

2.Artículo 16 de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen.

3.L. Ferrajoli, Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, trad. de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, M. Gascón Abellán, L. Prieto Sanchís y A. Ruiz Miguel, Trotta, Madrid, 3 vols. (vols. I y II, 22016; vol. III, 2011) (en lo sucesivo, los tres volúmenes I. Teoría del derecho; II. Teoría de la democracia; III. La sintaxis del derecho, se citarán respectivamente como PiI, PiII y PiIII). De L. Ferrajoli véanse, además: Teoria assiomatizzata del diritto. Parte generale, Giuffrè, Milán, 1970; Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, prólogo de N. Bobbio, trad. de P. Andrés Ibáñez, A. Ruiz Miguel, J. C. Bayón Mohino, Juan Terradillos Basoco, Rocío Cantarero Bandrés, Trotta, Madrid, 102018.

4.Cf. P. Costa, «I Principia iuris di Luigi Ferrajoli», en L. Baccelli (ed.), More geometrico. La teoria assimatizzata del diritto e la filosofia della democrazia di Luigi Ferrajoli, Giappichelli, Turín, 2012, p. 5.

5.L. Ferrajoli, La democracia a través de los derechos, trad. de P. Andrés Ibáñez, Trotta, Madrid, 2019, p. 43.

6.L. Ferrajoli, «El estado de derecho entre pasado y futuro», infra, pp. 19-49.

7.L. Ferrajoli, La democracia a través de los derechos, cit., p. 44.

8.Al respecto, cf. A. Pintore, «Democrazia e diritto», en G. Pino, A. Schiavello y V. Villa (eds.), Filosofia del diritto. Introduzione critica al pensiero giuridico e al diritto positivo, Giappichelli, Turín, 2013, espec. § 6, pp. 462-464.

9.Cf. PiI, pp. 437-438 y 842.

10.Por ejemplo, cf. N. Bobbio, «Democrazia», en N. Bobbio, N. Matteucci y G. Pasquino (eds.), Il dizionario di política, en particular, § VIII, «Il significato formale di democrazia», pp. 241-242, así como la bibliografía recogida en ese lugar.

11.A. Ruiz Miguel, «Ferrajoli y la democracia»: Anuario de Filosofía del Derecho XXIX (2013), p. 208.

12.L. Ferrajoli, La lógica del derecho. Diez aporías en la obra de Hans Kelsen, trad. de P. Andrés Ibáñez, Trotta, Madrid, 2018, p. 235.

13.L. Ferrajoli, «El paradigma de la democracia constitucional», infra, pp. 51-71

14.El ejemplo más sobresaliente es obviamente J. Rawls, Una teoría de la justicia [1971], FCE, México, 21995.

15.N. Bobbio, «De las posibles relaciones entre filosofía política y ciencia política» [1971], incluido en Íd., Teoría general de la política, ed. de M. Bovero, trad. de A. de Cabo y G. Pisarello, Trotta, Madrid, 32009, p. 78.

16.Cf. M. Gascón Abellán, «¿Para qué sirve la teoría?»: Anuario de Filosofía del Derecho XXIX, 2013, pp. 126-127.

17.Es el título del tercer apartado del ensayo de N. Bobbio, «El futuro de la democracia» [1984], incluido en El futuro de la democracia, FCE, México, 32007, p. 27.

18.Cf. P. Costa, «I Principia iuris di Luigi Ferrajoli», cit., pp. 11-12.

19.M. Bovero, «‘Gli ideali e la rozza materia’. Il dualismo politico di Norberto Bobbio», en L. Ferrajoli y P. Di Lucia (eds.), Diritto e democrazia nella filosofia di Norberto Bobbio, Giappichelli, Turín, 1999, p. 146.

20.N. Bobbio, El futuro de la democracia, cit., pp. 27-28.

21.Es el título de un volumen de C. Galli, Il disagio della democrazia, Einaudi, Turín, 2011.

22.P. P. Portinaro, «Autocrazia della ragione, liberalismo dei diritti, democrazia dei garanti. Il programma normativo di Luigi Ferrajoli», en P. Di Lucia (ed.), Assiomatica del normativo. Filosofia e critica del diritto in Luigi Ferrajoli, Edizioni universitarie LED, Milán, 2011, p. 169.

23.L. Ferrajoli, «Sul nesso tra (teoria del) diritto e (teoria della) democrazia»: Costituzionalismo.it 3 (2008), p. 2.

24.PiI, p. 18.

25.L. Prieto Sanchís, «La teoria del diritto nei Principia iuris di Luigi Ferrajoli», en P. Di Lucia (ed.), Assiomatica del normativo, cit., p. 193.

26.L. Ferrajoli, «Ragione, diritto e democrazia nel pensiero di Norberto Bobbio», en L. Ferrajoli y P. Di Lucia (eds.), Diritto e democrazia nella filosofia di Norberto Bobbio, cit., p. 14.

27.Es el bello título de un clásico libro de N. Bobbio, Italia civile. Ritratti e testimonianze [1964], Passigli, Florencia, 1986.

28.N. Bobbio, Profilo ideologico del Novecento italiano [1968], Einaudi, Turín, 1986, p. 172.

29.L. Ferrajoli, La democracia a través de los derechos, cit., p. 87.

*Por los valiosos consejos y la generosa ayuda, estamos agradecidos a Tatiana Effer, Patrizio Gonnella, Giorgio Pino y Simone Spina.

[Algunos capítulos de este volumen contaban con traducciones españolas previas. El capítulo 5, «De los derechos del ciudadano a los derechos de la persona», es una versión ligeramente abreviada del capítulo del mismo título incluido en L. Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 1999, pp. 97-124. Una versión previa del capítulo 1 se encuentra en L. Ferrajoli, «Pasado y futuro del Estado de derecho»: Revista Internacional de Filosofía Política 17 (2001), pp. 31-46. Una versión previa del capítulo 4 aparece en L. González Placencia y J. Morales Sánchez (eds.), Derechos humanos. Actualidad y desafíos (I), Fontamara, México, 2012, pp. 11-38. El capítulo 8 coincide en buena medida con L. Ferrajoli, «La igualdad y sus garantías», incluido en Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid 13 (2009), pp. 311-325. En estos casos se ha optado por realizar una nueva traducción del texto que fuera conforme a la última edición italiana. N. del T.].

Primera Parte

CONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA

1

EL ESTADO DE DERECHO ENTRE PASADO Y FUTURO

1. DOS MODELOS DE «ESTADO DE DERECHO»

Con la expresión «estado de derecho» se entienden, habitualmente, dos cosas diferentes que es oportuno distinguir con rigor. En sentido lato, débil o formal, «estado de derecho» designa cualquier ordenamiento en el que los poderes públicos son conferidos por la ley y ejercitados en las formas y con los procedimientos legalmente establecidos. En este sentido, correspondiente al uso alemán del término Rechtsstaat, son estados de derecho todos los ordenamientos jurídicos modernos, incluso los más antiliberales, en los que los poderes públicos tienen una fuente y una forma legal1. En un segundo sentido, fuerte o sustancial, «estado de derecho» designa, en cambio, solo aquellos ordenamientos en los que los poderes públicos están, además, sujetos a la ley (y, por tanto, limitados o vinculados por ella), no solo en lo relativo a las formas, sino también en los contenidos. En este significado más restringido, que es el predominante en el uso italiano, son «estados de derecho» aquellos ordenamientos en los que todos los poderes, incluido el legislativo, están vinculados al respeto de principios sustanciales, establecidos por las normas constitucionales, como la división de poderes y los derechos fundamentales.

Estos dos significados corresponden a dos modelos normativos diferentes de estado de derecho, que se corresponden con dos experiencias históricas distintas, que se desarrollan en el continente europeo y que son el fruto, cada una de ellas, de una mutación en el paradigma de las condiciones de existencia y de validez de las normas jurídicas: el modelo paleo-iuspositivista del estado legislativo de derecho (o estado legal), que surge con el nacimiento del estado moderno como monopolio de la producción jurídica, y el modelo neo-iuspositivista del estado constitucional de derecho (o estado constitucional), producto, a su vez, de la difusión en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, de las constituciones rígidas, como normas de reconocimiento del derecho válido, y del control de constitucionalidad sobre las leyes ordinarias.

Ilustraré tres cambios producidos por cada una de estas mutaciones paradigmáticas, en las que tienen origen los dos modelos de estado de derecho que acabo de distinguir: a) en la naturaleza del derecho, b) en la naturaleza de la ciencia jurídica, y c) en la de la jurisdicción. Identificaré, por consiguiente, tres paradigmas —el derecho jurisprudencial premodemo, el estado legislativo de derecho y el estado constitucional de derecho— analizando sus principales rasgos diferenciales. No trataré, sin embargo, del rule of law inglés, que aun representando la primera experiencia de estado de derecho en sentido fuerte, ha permanecido siempre ligado a la tradición del common law y, por ello, no es reconducible a ninguno de los dos modelos aquí distinguidos2. Finalmente, me referiré a la crisis actual de los dos modelos de estado de derecho, frente a la cual hoy se proyecta un nuevo cambio de paradigma cuyas formas y contornos son todavía inciertos.

2. ESTADO LEGISLATIVO DE DERECHO Y POSITIVISMO JURÍDICO

Lo que caracterizaba el derecho premoderno era su forma no legislativa, sino fundamentalmente jurisprudencial y doctrinal, fruto de la tradición y de la sapiencia jurídica sedimentada a lo largo de los siglos. En el derecho común medieval, de formación no legislativa, no existía un sistema unitario y formalizado de fuentes positivas. Existían también, ciertamente, fuentes estatutarias: leyes, ordenanzas, decretos, estatutos y similares. Pero estas fuentes procedían de instituciones diferentes y concurrentes entre sí —el Imperio, la Iglesia, los príncipes, los municipios, las corporaciones—, ninguna de las cuales tenía el monopolio de la producción jurídica. Los conflictos entre tales instituciones —las luchas entre la Iglesia y el Imperio, o las luchas entre el Imperio y los municipios— fueron, precisamente, conflictos por la soberanía, es decir, por el monopolio o cuando menos por la supremacía en la producción jurídica. Pero tales conflictos no llegaron nunca a resolverse de manera unívoca, hasta el surgimiento del estado moderno, con la prevalencia de una institución y la correspondiente subordinación de todas las demás. En estas condiciones, en ausencia de un sistema unitario de fuentes y en presencia de una pluralidad de ordenamientos concurrentes, la unidad del derecho quedaba entonces confiada a la doctrina y a la jurisprudencia, mediante el desarrollo y la actualización de la vieja tradición romanística, dentro de la cual las diversas fuentes estatutarias encontraban acomodo y se coordinaban como materiales del mismo género que los precedentes judiciales y las opiniones de los doctores. Es evidente que un paradigma semejante —heredado del derecho romano pero, bajo este aspecto, análogo a los de los derechos consuetudinarios extraeuropeos— tiene enormes implicaciones tanto en el plano institucional como en el plano epistemológico.

La primera implicación tiene que ver con la teoría de la validez, esto es, con la identificación de la que podemos denominar la norma de reconocimiento del derecho existente. En un sistema jurídico de tipo doctrinal y jurisprudencial, una norma existe y es válida en virtud no ya de su fuente formal, sino de su intrínseca racionalidad o justicia sustancial. Veritas non auctoritas facit legem es la fórmula, opuesta a la sostenida por Hobbes3, con la cual puede expresarse el fundamento iusnaturalista de la validez del derecho premoderno. Careciendo de un sistema exhaustivo y exclusivo de fuentes positivas, una norma jurídica no será válida en virtud de la autoridad de quien la crea, sino del prestigio de quien la propone; de esta forma, su validez se identificará con su «verdad», obviamente en el sentido lato de racionalidad, o de conformidad con los precedentes y la tradición, esto es, con el «sentido común» de justicia.

La segunda implicación se refiere a la naturaleza de la ciencia jurídica y de su relación con el derecho. En un sistema de derecho doctrinal y jurisprudencial, la ciencia jurídica es inmediatamente normativa y se identifica de hecho con el derecho mismo. No existe, en efecto, un derecho «positivo» que constituya el «objeto» de la ciencia jurídica y del que la ciencia sea interpretación o análisis descriptivo y explicativo, sino solo el derecho transmitido por la tradición y constantemente reelaborado por la sabiduría de los doctores.

De aquí deriva una tercera implicación: la jurisdicción no consiste ya en la aplicación de un derecho «dado» o presupuesto como autónomamente existente, según el principio moderno de la sujeción del juez a la ley, sino en la producción jurisprudencial del derecho mismo. Con todas las consecuencias que el defecto de legalidad conlleva, especialmente en materia penal: la ausencia de certeza, la enorme discrecionalidad de los jueces, la desigualdad y la ausencia de garantías contra la arbitrariedad.

Así se explica la extraordinaria importancia de la revolución producida por la afirmación del principio de legalidad como efecto del monopolio estatal de la producción jurídica. Se trata de una mutación paradigmática que afecta mucho más a la forma que al contenido de la experiencia jurídica. Si comparamos el Código Civil de Napoleón o el Código Civil italiano con las Institutiones de Gayo, las diferencias sustanciales pueden parecer relativamente pequeñas. Lo que cambia es el título de legitimación; no es el prestigio de los doctores, sino la autoridad de la fuente de producción; no la verdad, sino la legalidad; no la sustancia, esto es, la justicia intrínseca, sino la forma de los actos normativos. Auctoritas non veritas facit legem: este es el principio convencional del positivismo jurídico recogido por Hobbes en el ya mencionado Diálogo, como alternativa a la fórmula contraria que expresa el principio opuesto, ético-cognoscitivo, del iusnaturalismo.

Iusnaturalismo y positivismo jurídico, derecho natural y derecho positivo, bien pueden entenderse como las dos culturas y las dos experiencias jurídicas que están en la base de estos dos opuestos paradigmas. No se comprendería el predominio milenario del iusnaturalismo como la corriente de pensamiento según la cual «la ley, para que sea tal, debe ser conforme a justicia»4 si no se tuviesen en cuenta los rasgos aquí recordados de la experiencia jurídica premoderna: en la cual, en ausencia de fuentes positivas, era precisamente el derecho natural el que valía, en tanto sistema de normas a las que se suponía intrínsecamente «verdaderas» o «justas», como «derecho común», es decir, como parámetro de legitimación tanto de las tesis de la doctrina como de la práctica judicial. Por este motivo, el iusnaturalismo no podía no ser la teoría del derecho premoderno; y el positivismo jurídico sintetizado en la fórmula hobbesiana se correspondía con una aparente paradoja, con una instancia axiológica o filosófico-política de deber ser, esto es, de racionalidad y de justicia: concretamente, con una instancia de refundación del derecho sobre el principio de legalidad como metanorma de reconocimiento del derecho existente y, al mismo tiempo, como primer e insustituible límite frente a la arbitrariedad, fuente de legitimidad del poder en virtud de su subordinación a la ley, garantía de igualdad, de libertad y de certeza.

El estado de derecho moderno nace, en la forma del estado legislativo de derecho, en el momento en que esta instancia se cumple históricamente con la afirmación del principio de legalidad como fuente exclusiva del derecho válido y, más aún, del derecho existente. Gracias a este principio y a las codificaciones en que se materializa, todas las normas jurídicas existen y, a la vez, son válidas en tanto en cuanto hayan sido «puestas» por autoridades dotadas de competencia normativa. La lengua en la cual tales normas son formuladas ya no es, como en el derecho premoderno informado por el derecho natural, una lengua espontánea y, por así decir, a su vez «natural», sino una lengua artificial en la que es la propia ley la que estipula las reglas de uso: tanto por lo que respecta a las formas de los actos lingüísticos normativos —leyes, sentencias, disposiciones, negocios— como por los significados que estos expresan y producen. De aquí deriva una inversión del paradigma tanto del derecho como de la ciencia jurídica y de la jurisdicción.

Con el principio de legalidad cambia, en primer lugar, la noción misma de validez de las normas, la cual se disocia de la justicia o de la verdad. Y cambia, por tanto, el criterio de identificación del derecho existente: una norma existe y es válida no porque sea intrínsecamente justa, y menos aún «verdadera», sino solo por haber sido emanada en forma de ley por sujetos habilitados por la propia ley. Se trata de una mutación que se manifiesta a través de lo que llamamos habitualmente la separación entre derecho y moral y que se realiza por medio de un lento proceso de secularización del derecho, impulsado desde los inicios de la edad moderna por las doctrinas de Hobbes, Pufendorf y Thomasius, y que llega a su maduración con la ilustración jurídica francesa e italiana y con las doctrinas abiertamente iuspositivistas de Jeremy Bentham y de John Austin. En esta separación está la base de la concepción formalista de la validez como lógicamente independiente de la justicia, que es el rasgo diferencial del positivismo jurídico. Y en ella se basa también la unidad del ordenamiento: cualquiera que sea el punto de partida, incluso el más marginal, tanto si es un acto jurídico (por ejemplo, el acto de comprar un periódico) o una situación jurídica (por ejemplo, una prohibición de aparcar), es posible remontarse a la ley: o porque inmediatamente regulativa del primero, o constitutiva de la segunda, o porque regulativa de los actos normativos mediante los cuales los actos o situaciones en cuestión han sido a su vez regulados o constituidos.

Cambia, en segundo lugar, la naturaleza de la ciencia jurídica: la cual deja de ser una ciencia inmediatamente normativa y se convierte en una disciplina tendencialmente cognitiva, esto es, explicativa de un objeto —el derecho positivo— que es autónomo y separado respecto de la ciencia misma. Nuestros manuales de derecho privado difieren, más allá de las semejanzas de contenido, de los tratados de derecho civil de la edad premoderna o de las obras de los juristas romanos porque han dejado de ser sistemas de tesis y conceptos inmediatamente normativos, y son por el contrario interpretaciones, o comentarios o explicaciones del código civil, que constituye su única base de argumentación y apoyo.

Cambia, finalmente, la naturaleza de la jurisdicción, la cual queda sometida a la ley y encuentra en ese sometimiento, y por consiguiente en el principio de legalidad, su fuente de legitimación exclusiva. De aquí se deriva el carácter tendencialmente cognitivo también del juicio, al que le corresponde constatar los hechos previstos e indicados por la ley, por ejemplo, los delitos, sobre la base de las reglas de uso que ella misma establece. Es precisamente el carácter convencional de la ley expresado por la fórmula hobbesiana el que permite, en efecto, transformar el juicio en cognición o constatación de aquello que se encuentra preestablecido por la ley, según el principio simétrico y opuesto veritas non auctoritas facit iudicium. Y permite, por tanto, fundar en su totalidad el sistema de garantías: de la certeza del derecho a la igualdad ante la ley y a la libertad contra la arbitrariedad, de la independencia e imparcialidad del juez a la carga de la prueba a cargo de la acusación y a los derechos de la persona.

3. ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO Y CONSTITUCIONALISMO RÍGIDO

Mientras que el primer cambio de paradigma del derecho se plasmó en la afirmación del principio de legalidad y, por tanto, de la omnipotencia del legislador, el segundo cambio ha llegado a cumplirse, en el pasado siglo, con la subordinación de la legalidad misma, garantizada por una específica jurisdicción de legitimidad, a una ley superior: la constitución, jerárquicamente supraordenada a las leyes ordinarias.

De aquí se derivan tres alteraciones al modelo del estado legislativo de derecho sobre los mismos planos en que este había alterado el derecho jurisprudencial premoderno: a) en el plano de la naturaleza del derecho, cuya positividad se extiende de la ley a las normas que regulan los contenidos de la ley y conlleva, por tanto, una disociación entre validez y vigencia, y una nueva relación entre la forma y la sustancia de las decisiones; b) en el plano de la interpretación y de la aplicación de la ley, donde dicha disociación implica un cambio en el papel del juez, así como de las formas y las condiciones de su sujeción a la ley; c) por último, en el plano de la ciencia jurídica, a la que se atribuye un papel ya no meramente descriptivo, sino crítico y programático con respecto a su propio objeto.

La primera alteración se refiere a la teoría de la validez. En el estado constitucional de derecho las leyes están sujetas no solamente a normas formales sobre la producción, sino también a normas sustantivas sobre su significado. No son admisibles, en efecto, normas legales cuyo significado esté en contradicción con normas constitucionales. La existencia o la vigencia de las normas, que en el paradigma paleopositivista se habían disociado de la justicia, se disocian ahora también de la validez, al ser perfectamente posible que una norma formalmente válida y, por tanto, vigente sea sustancialmente inválida por la contradicción de su significado con normas constitucionales sustantivas como, por ejemplo, el principio de igualdad o los derechos fundamentales. Precisamente, mientras que la norma de reconocimiento de la vigencia sigue siendo el viejo principio de legalidad, que se refiere únicamente a la forma de la producción normativa y que, por tanto, podemos denominar principio de legalidad formal o de mera legalidad, la norma de reconocimiento de la validez es mucho más compleja, pues consiste en aquello que podemos denominar principio de legalidad sustancial o de estricta legalidad, porque vincula también la sustancia, esto es, los contenidos o significados de las normas producidas, a la coherencia con los principios y los derechos establecidos en la constitución.

La segunda alteración, subsiguiente a la primera, afecta al papel de la jurisdicción. La incorporación a nivel constitucional de principios y derechos fundamentales y, por tanto, la posible existencia de normas inválidas porque contradictorias con ellos, hace cambiar la relación entre el juez y la ley: que ya no es, como en el viejo paradigma, sujeción acrítica e incondicional a la ley cualquiera que sea su contenido o su significado, sino sujeción ante todo a la constitución y, en consecuencia, a la ley solo si constitucionalmente válida. De modo que la interpretación y la aplicación de la ley son también, siempre, un juicio sobre la propia ley que el juez tiene el deber, en aquellos casos en que no resulte posible interpretarla en un sentido acorde con la constitución, de censurar como inválida, denunciando su inconstitucionalidad.

La tercera alteración afecta, por último, al paradigma epistemológico de la ciencia jurídica. En la medida en que cambian las condiciones de la validez, el cambio impone a la ciencia jurídica una función que ya no es meramente explicativa y avalorativa, sino también crítica y programática. En el viejo paradigma del estado legislativo de derecho la crítica y la formulación programática del derecho vigente solamente eran posibles actuando desde el exterior —en el plano ético o político, o simplemente de la oportunidad o de la racionalidad—, pues no había espacio para vicios jurídicos en la sustancia, internos al derecho positivo: ni en las antinomias generadas por la incoherencia entre normas, pues la ley válida era siempre la emanada con posterioridad, ni en las lagunas generadas por la incompletitud, que no eran configurables como incumplimientos legislativos de inexistentes vínculos constitucionales. Viceversa, en un sistema normativo complejo como el del estado constitucional de derecho, en el que se regulan no solo las formas de la producción jurídica, sino también los significados normativos producidos, incoherencia e incompletitud, antinomias y lagunas son vicios conectados a los desniveles normativos en los que su estructura formal está articulada5. Es claro que estos vicios, no solamente posibles, sino incluso en alguna medida inevitables, realimentan la ciencia del derecho confiriéndole la función, científica y política al mismo tiempo, de constatarlas en su interior y de proponer las correcciones necesarias: concretamente, de constatar las antinomias generadas tanto por la presencia de normas que violan los derechos de libertad como las lagunas generadas por la ausencia de normas que atienden a los derechos sociales, así como, por otro lado, de reclamar la anulación de las primeras por inválidas y la introducción de las segundas porque requeridas.

El constitucionalismo tomado en serio, como formulación programática del derecho por parte del derecho mismo, confiere por tanto a la ciencia jurídica y a la jurisprudencia una función y una dimensión pragmática inexplorada por la razón jurídica propia del viejo iuspositivismo dogmático y formalista: la comprobación de las antinomias y las lagunas, la promoción de su superación por medio de las garantías existentes, la formulación de garantías inexistentes. Y confiere, por tanto, a la cultura jurídica una responsabilidad cívica y política en relación con su propio objeto, atribuyéndole la tarea de perseguir, mediante operaciones interpretativas o jurisdiccionales o legislativas, la coherencia interna y la plenitud —esto es, la efectividad de los principios constitucionales— sin que ello suponga caer en la ilusión de que tales objetivos son enteramente realizables.

Es claro que la sujeción de la ley a la constitución introduce un elemento de permanente incertidumbre sobre la validez de la primera, confiada a la valoración jurisdiccional de su coherencia con la segunda. Al mismo tiempo, sin embargo, con ella se restringe, contrariamente a lo que suele pensarse, la incertidumbre de su significado, dado que se limita la discrecionalidad interpretativa tanto de la jurisprudencia como de la ciencia jurídica. A igualdad de condiciones, en efecto, un mismo texto legal ofrece, en función de la existencia o no de principios establecidos por una constitución rígida, un abanico de interpretaciones legítimas que es, en el primer caso, más estrecho y, en el segundo, más amplio. Tómese el ejemplo de una norma como la que recoge el Código Penal italiano que castiga el delito, no ulteriormente especificado, de vilipendio («Quien vilipendie, etc.»). En ausencia de constitución, el significado de una norma como esa queda totalmente indeterminado, pudiéndose tomar como tal cualquier manifestación de pensamiento que aluda a la «vileza», esto es, que ofenda las instituciones tuteladas. En presencia de una constitución y, en particular, del principio constitucional de la libertad de manifestación del pensamiento, asumiendo por hipótesis que la norma sobre el vilipendio pudiera considerarse como válida, quedarán en cualquier caso excluidas de su campo de denotación y de aplicación todas las expresiones de pensamiento que no sean meros insultos, incluso cuando resulten ofensivas de tales instituciones.

Hay finalmente una cuarta mutación —quizá la más importante y que en esta ocasión no podré más que mencionar— producida por el paradigma del constitucionalismo rígido. Mientras que en el plano de la teoría del derecho el paradigma implica una revisión del concepto de validez basada sobre la disociación entre la vigencia de las formas y la validez de la sustancia de las decisiones, en el plano de la teoría política implica una correlativa revisión de la concepción meramente procedimental de la democracia. En efecto, la constitucionalización de principios y derechos fundamentales, que vinculan a la legislación y condicionan la legitimidad del sistema político a su protección y realización, ha introducido en la democracia una dimensión sustantiva añadida a la tradicional dimensión política formal o meramente procedimental. Quiero decir que la dimensión sustantiva de la validez en el estado constitucional de derecho se traduce en una dimensión sustancial de la democracia misma, de la cual constituye un límite y al mismo tiempo un completamiento: un límite porque los principios y los derechos fundamentales se configuran como prohibiciones y obligaciones impuestas a los poderes de las mayorías, que de lo contrario serían absolutos; un completamiento porque estas mismas prohibiciones y obligaciones se configuran como garantías, para tutelar los intereses vitales de todos, contra los abusos de unos poderes que de lo contrario —como muestra la experiencia de la primera parte del siglo XX— podrían dinamitar, junto con los derechos, el propio método democrático.

4. MUTACIONES INSTITUCIONALES Y MUTACIONES CULTURALES

Podemos entonces identificar las dos mutaciones paradigmáticas hasta aquí ilustradas con un cambio estructural que se ha producido en el principio de legalidad y, por consiguiente, en las reglas de formación del lenguaje jurídico. El rasgo específico del positivismo jurídico, que marca la diferencia entre el derecho moderno y el derecho premoderno, como hemos visto, es precisamente el carácter positivo derivado de aquello que ha sido denominado principio de legalidad formal o de mera legalidad, en virtud del cual una norma existe y es válida exclusivamente sobre la base de la forma legal de su producción. El rasgo específico del constitucionalismo jurídico frente a los sistemas jurídicos de tipo meramente legislativo es a su vez una característica no menos estructural: la subordinación de las leyes mismas al derecho, contenida en aquello que he denominado principio de legalidad sustancial o de estricta legalidad, en virtud del cual una norma es válida, además de vigente, solo si sus contenidos no están en contradicción con los principios y los derechos fundamentales establecidos por la constitución.

He expresado la primera de estas dos diferencias estructurales —la que existe entre derecho premoderno y derecho positivo del estado legislativo de derecho (o estado de derecho en sentido débil)— afirmando que, mientras que la lengua jurídica de los ordenamientos no codificados es una lengua «natural», la de los sistemas de derecho positivo es una lengua «artificial», en la que se estipulan y se reconocen todas las reglas de uso. Son las leyes penales, por ejemplo, las que dicen qué es ‘hurto’ y qué es ‘homicidio’ y las que condicionan, por tanto, en cuanto normas sustanciales sobre su producción, junto con la «veracidad» de las subsunciones, también la validez de las decisiones jurisdiccionales que constituyen su aplicación6. Análogamente, son las normas del código civil las que dicen qué es un contrato o, más específicamente, una hipoteca o una compraventa y las que conforman, por tanto, en conjunto, las normas sustantivas sobre la producción de las sentencias civiles que, respecto de los contratos, comprueban las condiciones de validez. Es este conjunto de normas sobre la producción el que constituye el fundamento, junto con el formalismo, del positivismo jurídico recogido en el principio de mera legalidad: el derecho no puede en ningún sentido derivarse de la moral o de la naturaleza o de los demás sistemas normativos, sino que es un objeto enteramente artificial, «puesto» o «producido» por los hombres y, por tanto, entregado a su responsabilidad, puesto que es como ellos lo piensan, lo imaginan, lo producen, lo interpretan y lo aplican.

También la segunda diferencia estructural —la que existe entre el derecho positivo del estado legislativo y el derecho positivo del estado constitucional— puede ser referida al lenguaje jurídico. Dicha diferencia consiste en el hecho de que en la lengua jurídica pasan a ser codificadas y reguladas, mediante normas de grado supraordenado, ya no solamente las normas procedimentales sobre la producción de actos lingüísticos normativos, sino además las normas sustanciales sobre los significados o contenidos que tales normas pueden expresar: no solamente las reglas sintácticas sobre la formación de los signos —esto es, de las leyes, de las sentencias y demás actos jurídicos preceptivos—, sino además las reglas semánticas que vinculan su significado, determinando aquello que no puede ser válidamente decidido e imponiendo aquello que debe ser decidido: no solo, en suma, las reglas sobre cómo se dice el derecho, sino además las reglas sobre qué cosa el derecho no puede decir o no decir. Las condiciones sustanciales de validez de las leyes, que en el paradigma premoderno se identificaban con los principios del derecho natural y en el paradigma paleopositivista habían sido desplazadas por el principio puramente formal de la validez como positividad, penetran nuevamente en el sistema jurídico bajo forma de principios positivos de justicia estipulados en normas supraordenadas a la legislación. En un estado de derecho basado sobre el principio de estricta legalidad, en efecto, las leyes están también a su vez reguladas por normas sobre su producción: no solo, por tanto, las leyes son condicionantes, en cuanto reglas sobre la lengua, de la validez de las decisiones expresadas en lenguaje jurídico, sino que están a su vez condicionadas en su validez misma, en cuanto expresiones formuladas en lenguaje jurídico, por normas superiores que regulan no solamente la forma, sino, además, el significado. Son estas normas sustanciales sobre el significado las que encierran los fundamentos del estado constitucional de derecho: tanto cuando ellas imponen límites, como en el caso de los derechos de libertad, como cuando imponen obligaciones, como en el caso de los derechos sociales. Y es en ellas donde se manifiesta, gracias a la convención democrática, el paradigma jurídico de la democracia constitucional: el juego, además de las reglas del juego democrático; el proyecto democrático, además del método y las formas de la democracia.

Estas dos mutaciones, por lo demás, no son solamente el producto de revoluciones políticas y de innovaciones jurídicas e institucionales —el surgimiento del estado moderno y, más tarde, la introducción de las constituciones rígidas y los correspondientes órganos de justicia constitucional—, sino también el producto de hechos culturales, esto es, de revoluciones teóricas que han cambiado la concepción del derecho en el imaginario de los juristas y en el sentido común. Así sucedió en la primera gran revolución jurídica moderna, la que tuvo lugar con la afirmación del positivismo jurídico como modelo y, al mismo tiempo, como concepción del derecho, en oposición al viejo derecho jurisprudencial premoderno. Aunque anticipada en el plano de la filosofía política por las doctrinas contractualistas del derecho como «artificio» o «invención»7 y las doctrinas iuspositivistas de Bentham y de Austin, dicha revolución echó raíces en la cultura jurídica al cabo de un proceso arduo y de resultado incierto. Recuérdese la dura oposición a las codificaciones desarrollada por la más importante escuela jurídica del siglo XIX —la pandectística, inspirada en la idea del Sistema del derecho romano actual, conforme al significativo título de la obra de la principal figura de esa escuela, Friedrich von Savigny— que reivindicaba con fuerza la autonomía del derecho frente a la legislación y el papel inmediatamente constitutivo y normativo de la ciencia jurídica.