Constitucionalismo más allá del estado - Luigi Ferrajoli - E-Book

Constitucionalismo más allá del estado E-Book

Luigi Ferrajoli

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Hoy asistimos a un proceso deconstituyente del derecho y de los sistemas políticos. En el plano internacional por la rehabilitación de la guerra como medio de solución de los conflictos y por el desarrollo de poderes económicos desregulados y salvajes. En el de la Unión Europea, por las políticas antisociales impuestas por estos y por la pérdida de credibilidad del proceso de integración. Y en el de las democracias nacionales, debido a la crisis de la representación y a la expulsión de los principios constitucionales del ámbito de la política. Frente a la idea dominante en el debate de que no existe una alternativa a tales procesos, el autor propone una respuesta racional y practicable, consistente en la expansión del paradigma constitucional a todos los poderes, públicos y privados; en garantía de todos los derechos, de libertad y sociales; y a todos los niveles, el estatal y también el supraestatal. Y entiende que es una respuesta realista, pues lo que carece de realismo es confiar en que tal estado de cosas pueda mantenerse sin abocar a la humanidad a un desenlace catastrófico.

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Constitucionalismo más allá del estado

Constitucionalismo más allá del estado

Luigi Ferrajoli

Traducción de Perfecto Andrés Ibáñez

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS

Serie Derecho

Primera edición: 2018

Primera reimpresión: 2024

© Editorial Trotta, S.A., 2018, 2024

http://www.trotta.es

© Luigi Ferrajoli, 2018

© Perfecto Andrés Ibáñez, traducción, 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-243-7 (edición digital e-pub)

ÍNDICE GENERAL

PRIMERA PARTE

1. NACIMIENTO Y CRISIS DEL PARADIGMA CONSTITUCIONAL

1.1. Sombras y luces del siglo XX. Una herencia: el paradigma constitucional

1.2. Las novedades estructurales del paradigma constitucional

1.3. Los procesos deconstituyentes en curso

1.4. Una inversión de la jerarquía democrática de los poderes

1.5. Tres factores de los procesos deconstituyentes

2. EL CONSTITUCIONALISMO TIENE FUTURO SOLO SI SE EXTIENDE MÁS ALLÁ DEL ESTADO

2.1. Cuatro posibles expansiones del paradigma constitucional

2.2. Por un constitucionalismo social

2.3. Por un constitucionalismo de derecho privado

2.4. Por un constitucionalismo de los bienes fundamentales

2.5. Por un constitucionalismo global

3. EL FUTURO DEL CONSTITUCIONALISMO

3.1. Las condiciones de un constitucionalismo más allá del estado

3.2. Separar los partidos del estado

3.3. Separar las funciones de garantía de las funciones de gobierno

3.4. Separar las funciones públicas de los poderes económicos y financieros privados

3.5. Objeciones escépticas a la hipótesis de un constitucionalismo global. Las insidias del realismo en las ciencias sociales

SEGUNDA PARTE

REFUNDAR LA POLÍTICA

1. El positivismo jurídico y el primer momento constituyente del derecho y de la política moderna

2. La separación de derecho y moral. Dos puntos de vista: desde arriba y desde abajo

3. El constitucionalismo rígido y el segundo momento constituyente del derecho y de la política moderna

4. Las divergencias entre deber ser y ser del derecho: Antígona y Creonte

5. Las decadencia actual del constitucionalismo. Procesos deconstituyentes

6. Política y derecho, legislación y jurisdicción. Otra inversión de roles. La crisis de la Unión Europea

7. Por una refundación de los espacios de la política, desde arriba y desde abajo

8. La hipótesis de un tercer momento constituyente y de un tercer cambio de paradigma de la política y del derecho. Las insidias del realismo

Índice de nombres

PRIMERA PARTE

1

NACIMIENTO Y CRISIS DEL PARADIGMA CONSTITUCIONAL

1.1. Sombras y luces del siglo XX. Una herencia: el paradigma constitucional

El siglo que hemos dejado atrás fue un siglo terrible, el siglo de los totalitarismos y de los imperialismos, marcado por ese mal absoluto, sin precedentes en la experiencia histórica, que fue el holocausto debido a los nazis; el siglo de dos guerras mundiales desencadenadas en el corazón de la civilización occidental, que costaron millones de vidas humanas; el siglo de la amenaza nuclear a la supervivencia del género humano y de las agresiones al medio ambiente que gravan nuestro futuro, cada vez de forma más espantosa.

Pero el siglo XX fue también el del nacimiento de la democracia política y de la afirmación en el sentido común de los valores de la paz, la igualdad y los derechos humanos: valores, no hay que olvidarlo, que no eran en absoluto tales en su primera mitad. Fue también el siglo de la refundación de la democracia bajo las formas de la democracia constitucional, en Italia, Alemania y después en Portugal y en España, merced a las garantías de los derechos y de la propia democracia introducidas por las nuevas constituciones rígidas tras la caída de regímenes totalitarios o autoritarios. Fue, en fin, el siglo de la refundación del derecho internacional, con el nacimiento de la ONU y las diversas declaraciones y convenciones internacionales y regionales sobre los derechos humanos.

Tras las tragedias de la primera mitad del siglo, la humanidad fue capaz de detenerse a reflexionar sobre su propio futuro. En efecto, hay un nexo que conecta entre sí las sombras y las luces, los horrores y las conquistas de este nuestro pasado reciente. Las luces y las conquistas se afirmaron por negación y rechazo de las sombras y de los horrores: como conquistas alcanzadas al precio de los terribles sufrimientos que con ellas se ha querido condenar y expulsar del futuro. Estas conquistas han sido esencialmente dos: la refundación del derecho a escala internacional y de la democracia en el plano estatal, generadas por las duras lecciones impartidas por las tragedias de las guerras mundiales y los totalitarismos.

En el plano jurídico, esta refundación afectó tanto a las formas de las relaciones ente estados como a las estructuras democráticas de los estados nacionales. Así fue por la prohibición de la guerra y por el respeto de los derechos humanos proclamados por la Carta de la ONU: «Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas», es el íncipit de la Carta, «resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre [...] hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios». Pero también fue así por la refundación de la democracia en Europa: la construcción del estado constitucional de derecho como sistema rígido de principios y derechos fundamentales vinculantes para todos los poderes públicos, en los países liberados de los totalitarismos, y, por otra parte, el proceso de integración promovido con la construcción de la Unión Europea, luego de siglos de guerras y nacionalismos agresivos.

Hay, pues, un elemento común a estos grandes legados del siglo, conquistados al precio de tantos terribles sufrimientos. Estas conquistas fueron el fruto de una misma operación: la constitucionalización del proyecto jurídico de la paz y de los derechos humanos, incluidos esos derechos a la supervivencia que son los derechos sociales. De este modo, el derecho expresado por los principios constitucionales ha llegado a configurarse como un proyecto normativo consistente en un sistema de límites y vínculos a todos los poderes, a los que veta la producción de leyes que los contradigan e impone la producción de sus leyes de actuación y de sus técnicas de garantía. Esto equivale a un «nunca más» con respecto a los horrores del pasado, es decir, a una limitación de los poderes que de otro modo serían absolutos y salvajes. En relación con las perspectivas de futuro, equivale a un «deber ser» impuesto al ejercicio de cualquier poder como fuente y condición de su legitimidad jurídica y política.

Ciertamente, la proclamación de los derechos humanos en las cartas constitucionales se remonta a mucho antes: a las Declaraciones revolucionarias del siglo XVIII y luego a las Constituciones y a los Estatutos decimonónicos. Sin embargo, antes de 1948 no existía una Carta internacional de los derechos humanos. Sobre todo, el derecho internacional diseñado tres siglos antes de la paz de Westfalia, hasta la prohibición de la guerra estipulada en la Carta de la ONU, había sido un sistema de relaciones entre estados soberanos, fundado en tratados y por eso, de hecho, en la ley del más fuerte. En cuanto a los ordenamientos del viejo estado legislativo de derecho, también en ellos existía un residuo de soberanía interna: el poder absoluto del legislador. En efecto, pues la ley, cualquiera que fuese su contenido, era la fuente suprema del derecho, no subordinada, al menos formalmente, ni siquiera a las constituciones y a los derechos establecidos en ellas. Es por lo que existencia y validez de las leyes eran términos equivalentes. El Estatuto Albertino del Reino de Italia, por ejemplo, era considerado por todos una simple ley, por más que dotada de una solemnidad particular, y, por eso, pudo ser desgarrado en 1925 por las leyes fascistas de Mussolini sin necesidad de un formal golpe de estado. Esto porque ni en el imaginario de los juristas ni en el sentido común existía la idea de una ley sobre las leyes, al ser la ley —tal era el modelo positivista de la modernidad y el político de la democracia— la única fuente, por eso omnipotente, de derecho. Con la consecuencia de que la política, de la que la ley es producto, era a su vez omnipotente. Fue esta omnipotencia de la política, dentro y fuera de los ordenamientos estatales —en síntesis, la ausencia de límites a la soberanía, tanto interna como externa— la que, en Italia y en Alemania, produjo el suicidio de las democracias y la catástrofe de las guerras mundiales.

1.2. Las novedades estructurales del paradigma constitucional

Todo esto experimentó un cambio radical, cuando menos en el plano normativo, en esa extraordinaria etapa constituyente que fue el quinquenio 1945-1949, cuando se elaboraron las nuevas cartas constitucionales e internacionales: la Carta de la ONU de 1945, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Constitución japonesa de 1946, la Constitución italiana de 1948 y la Ley Fundamental de la República Federal Alemana de 1949. En el clima cultural y político de la Liberación, se hizo patente que el consenso de masas mayoritario, que había dado apoyo a las dictaduras fascistas, no podía ser la única fuente de legitimación de los sistemas políticos, sino que al mismo debían añadirse los límites y vínculos dictados por los derechos fundamentales y por la separación de poderes, identificados por el célebre artículo 16 de la Declaración de 1789 como constitutivos de la idea misma de constitución. Es por lo que muy bien puede decirse que el antifascismo es un rasgo genético del paradigma constitucional: porque la garantía de los derechos y la separación de poderes, junto con el principio de la paz, que el fascismo había negado, son, precisamente, la negación de este.

Fue con la estipulación de estos principios como las constituciones rígidas de la segunda posguerra diseñaron el paradigma de la democracia constitucional: mediante su positivización en normas constitucionales rígidamente supraordenadas a cualquier poder, incluido el legislativo, como límites normativos equivalentes a un solemne «nunca más» a los horrores de la guerra y de los fascismos1. Se trató de un cambio profundo, que afectó tanto a la soberanía interna como a la soberanía externa de los estados y que cambió tanto la naturaleza del derecho como la de la democracia.

Sobre todo, gracias a la rigidez de las nuevas constituciones, garantizada por el control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes, se ha disuelto la soberanía estatal interna. En la democracia constitucional ya no existen poderes soberanos absolutos, legibus soluti, en cuanto no sometidos al derecho. Incluso el último residuo de gobierno de los hombres que era la omnipotencia de las mayorías parlamentarias desaparece con la sujeción de la legislación a la constitución. La soberanía pertenece al pueblo, afirman las modernas constituciones. Pero este principio equivale a una garantía: en negativo quiere decir que la soberanía pertenece al pueblo y a nadie más y ningún poder constituido puede usurparla; en positivo quiere decir que, al ser el pueblo el conjunto de los ciudadanos, la soberanía equivale a la suma de esos fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales constitucionalmente atribuidos a todos y cada uno.

Por otra parte, con la subordinación de los estados a la prohibición de la guerra contenida en la Carta de la ONU y a los derechos fundamentales establecidos en las diversas cartas supranacionales, también ha decaído su absoluta soberanía externa. De hecho, esta subordinación se ha mantenido largo tiempo inefectiva. Los estados han seguido reivindicando y practicando, en las relaciones internacionales, su soberanía absoluta, a la que, con la globalización de la economía y del capital financiero, se ha sumado la soberanía ilimitada, anónima e irresponsable de los mercados. No obstante, en el plano normativo, la común sujeción de los estados a un mismo derecho ha cambiado el derecho internacional, que de ser un sistema pacticio de relaciones bilaterales entre estados soberanos, basado en relaciones de fuerza y por eso destinado a degenerar en guerras, ha pasado a convertirse en un ordenamiento jurídico supraordenado a los estados.

Por otro lado, con la rigidez de las nuevas constituciones, ha cambiado la naturaleza del derecho. Las condiciones de validez de las leyes ya no son únicamente formales sino también sustanciales, al consistir no solo en el respeto de las normas procedimentales y de competencia sobre la formación de las decisiones, sino también en un doble vínculo de contenido. En primer lugar, en la coherencia de las normas producidas con los principios constitucionales, y por eso en la prohibición de producir normas que los contradigan; en segundo lugar, en la plenitud del sistema normativo, y por eso en la obligación de introducir las garantías de los derechos a través de leyes de actuación idóneas. En efecto, gracias a su rigidez, las constituciones están supraordenadas a la voluntad de las mayorías: las leyes que entren en contradicción con ellas no prevalecen por ser posteriores, sino que están destinadas a ser anuladas por la jurisdicción constitucional, al ser de nivel inferior. Así pues, ha dejado de ser cierto que cada generación puede cambiar la constitución y dotarse de una nueva. La rigidez constitucional sirve para atar las manos de las generaciones presentes para que estas no amputen, como sucedió con el fascismo, las manos de las generaciones futuras2.

Correlativamente ha cambiado la naturaleza de la democracia, que ya no consiste en el simple poder de las mayorías, sino, además, en los límites y en los vínculos impuestos a este en garantía de los derechos fundamentales. Así, a la dimensión formal de la democracia, asegurada por la representación política, se ha añadido una dimensión sustancial, consistente en las garantías de los derechos establecidos constitucionalmente: en primer lugar, en sus garantías primarias, es decir, en la prohibición de lesión o restricción de los derechos de libertad y de inmunidad y en la obligación de las prestaciones objeto de los derechos sociales; en segundo lugar, en sus garantías secundarias o jurisdiccionales, consistentes en la anulación de las leyes inválidas por violación de las garantías primarias. De este modo, todos los poderes, tanto los políticos como los económicos, al menos en el plano normativo, han sido subordinados al derecho, no solo en cuanto a las formas, sino también en lo relativo a los contenidos de su ejercicio: precisamente a la garantía de los derechos fundamentales y al gobierno público de la economía, estipulados en las constituciones como condiciones de la pacífica y democrática convivencia.

1.3. Los procesos deconstituyentes en curso

Por desgracia, ni la política ha aceptado nunca del todo esta sujeción al derecho, ni la economía ha aceptado nunca este gobierno por parte de la política. No solo. Esta doble subordinación no ha sido nunca teorizada seriamente y quizá tampoco adecuadamente comprendida por la filosofía jurídica y por la filosofía política, que por lo general la han descuidado junto con la consiguiente, virtual divergencia entre el proyecto constitucional y el ejercicio de los poderes políticos y económicos, uno como «deber ser» del otro. En cuanto a la relación entre derecho y economía, la ideología neoliberal incluso la ha invertido, al afirmar la primacía de la lex mercatoria como verdadera, rígida norma fundamental del nuevo orden global, más que todas las cartas constitucionales.

La crisis del paradigma constitucional ha madurado también gracias a este vacío cultural. Perdida la memoria de los «nunca más» opuestos a los horrores del pasado y desplazadas las constituciones del horizonte de la política —no solo las constituciones nacionales, sino también la Carta de los Derechos de la Unión Europea y ese embrión de constitución del mundo formado por la Carta de la ONU y las diversas cartas y convenciones internacionales de derechos humanos—, se han desarrollado, en los diversos planos, múltiples procesos deconstituyentes. Está en crisis la legalidad internacional, al haber sido exhumada, con las guerras de la OTAN, la doctrina de la guerra justa, y al haberse afianzado la globalización como un vacío de derecho público, colmado por un pleno de derecho privado. Está en crisis aquel gran proyecto que fue el proceso de integración europea, a causa de la absurda arquitectura institucional de la Unión y de las políticas miopes y autolesivas de sus órganos de gobierno. Creados un mercado común y una moneda única pero no un gobierno político de la economía, las únicas reglas de convivencia que los estados miembros han sido capaces de inventar para proteger sus producciones y garantizar la libre concurrencia han sido la prohibición a los gobiernos de intervenir en la economía con ayudas a sus empresas, incluso al precio de dejarlas quebrar y de incrementar el desempleo, y la obligación de la paridad presupuestaria y de la reducción de las deudas externas, incluso al precio de reducir los gastos sociales. Así, al paso atrás de los estados en el gobierno de la economía y de la sociedad ha seguido un paso al frente de los mercados. El desvanecimiento de las soberanías nacionales y la reducción de las esferas públicas de los singulares estados, no se han visto correspondidos por la afirmación de una soberanía política de la Unión, ni por la construcción de una esfera pública europea capaz de compensar el debilitamiento de las esferas públicas nacionales en la garantía de los derechos fundamentales. Menos aún por el desarrollo de una esfera pública internacional a la altura de los desafíos provenientes de los poderes globales, tanto económicos como financieros, que, en ausencia de límites jurídicos, se han desarrollado como poderes salvajes, dotados de hecho de una soberanía absoluta, impersonal, anónima, invisible e irresponsable.

Es claro que estos procesos han minado en la raíz ambas dimensiones de las democracias nacionales: tanto las formas de la representación política como los vínculos de contenido impuestos por las constituciones. En efecto, gran parte de los poderes políticos y económicos que cuentan se han transferido fuera de las fronteras nacionales, sustrayéndose así tanto a la representación política como a los límites y a los vínculos constitucionales; tanto a las formas de la democracia como a las del estado de derecho, ambas ancladas en los territorios de los estados. Pero las dos dimensiones de la democracia han entrado en crisis sobre todo por factores endógenos: la quiebra de la representatividad de nuestros sistemas políticos y la decadencia del proyecto constitucional que están reduciendo la democracia exclusivamente a las formas democráticas de las competiciones electorales para la investidura de un jefe, transformándola así en lo que Michelangelo Bovero ha calificado recientemente de «autocracia electiva»3.

1.4. Una inversión de la jerarquía democrática de los poderes

De este modo, con la crisis del paradigma constitucional, se ha dado un vuelco a las relaciones entre sociedad y representación política, entre parlamentos y gobiernos y entre política y economía. Ya no son las fuerzas sociales organizadas en los partidos las que dirigen desde abajo la política de las instituciones representativas, sino la clase política la que gestiona los partidos, políticamente neutralizados por su desarraigo social. Ya no son los parlamentos representativos quienes controlan a los gobiernos haciéndolos depender de su confianza, sino que son estos los que controlan a aquellos a través de sus mayorías parlamentarias rígidamente subordinadas a la voluntad de los jefes. No son ya las instituciones de gobierno políticamente representativas las que disciplinan la economía y el capital financiero, sino que son cada vez más los poderes económicos y financieros globales quienes imponen a los gobiernos, en defensa de sus intereses y en ausencia de una esfera pública a su altura, reglas y políticas antisociales legitimadas por las leyes del mercado no obstante su incompatibilidad con los límites y los vínculos constitucionales. En definitiva, se ha producido una inversión de la que puede llamarse la jerarquía democrática de los poderes