Porno - Polly Barton - E-Book

Porno E-Book

Polly Barton

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Beschreibung

El porno es uno de los contenidos más consumidos en Internet y, sin embargo, sigue siendo un tabú del que poco se habla, pese a la relevancia social que tiene. En este libro, Polly Barton investiga las causas de la ausencia de debate en torno a un tema silenciosamente ubicuo pero muy influyente en nuestro día a día. A lo largo de un año de trabajo, Barton se entrevistó con diecinueve personas de edades, géneros y orientaciones sexuales muy distintas para tratar de entender este fenómeno, charlando con ellas sobre la pornografía y sus implicaciones: hábitos de consumo, emociones y sentimientos (culpa, vergüenza, asco, sorpresa, curiosidad), fantasías y deseos. Lejos de lo que había imaginado inicialmente, lo que emergió no fue un relato ni un ensayo en el sentido tradicional, sino la descarnada fotografía de aquello que no queremos ver y no solemos decir. Informal, didáctico, desafiante, revelador, este libro es un viaje sin tapujos por los meandros más insospechados de una realidad tan aparentemente sobreexpuesta como en el fondo desconocida. «Un libro fascinante y oportuno, un testamento del valor de las conversaciones deshinibidas entre adultos. Su honestidad y su humanidad son adictivas, te atrapan». Claire-Louise Bennett, autora de Caja 19      

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Seitenzahl: 496

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ENSAYO 47

 

And I dreamed your dream for you

and now your dream is real.

How can you look at me as if I was

just another one of your deals?

 

DIRE STRAITS,

«Romeo and Juliet»

 

 

Eso provocaba una oleada de vergüenza. Que es lo que pasa, claro está, cuando te comportas como si las cosas fuesen distintas de lo que son.

 

GWENDOLINE RILEY,

Mis fantasmas

 

CERO

 

 

 

Hace años, cuando vivía en el Japón rural, uno de mis pasatiempos preferidos era rondar la sección porno de un videoclub local. El videoclub era un lugar grande, con numerosas estanterías etiquetadas con las diferentes categorías de películas que una espera encontrarse allí y otras que no. Por ejemplo, estaba la sección Sekushii [«sexy»], encajada entre las habituales de comedia romántica y suspense. Sentí una gran satisfacción cuando conseguí leer aquella etiqueta por primera vez y, de forma inmediata, asumí que debía de ser porno, pero tras investigar un poco más, el estante reveló contener el tipo de películas que yo hubiese descrito, más bien, como «drama erótico ochentero». Podían parecer «sexy» por el nombre, pero estaba claro que no lo eran lo suficiente como para quedar fuera de la vista de los niños que pasaran gritando por los pasillos en busca de la última película de animación. Ese destino se reservaba al porno de verdad, que tenía su propia sala separada del resto de la tienda por una cortina rosa. Hasta donde yo podía ver, esa zona no estaba marcada de ninguna manera. Solo me di cuenta de que existía el día que leí detenidamente las carátulas de las películas en la pared del fondo y alguien que hacía lo mismo a mi lado se esfumó de pronto sin dejar rastro. ¿Estaba alucinando, como quien ha presenciado un milagro o una tragedia? Me quedé clavada en el sitio, fingí fascinación por las películas que tenía delante y, un par de minutos más tarde, el hombre desaparecido reapareció, ahora con dos cajas de plástico transparente en la mano. Mientras él se precipitaba hacia el mostrador, yo me alejé de las estanterías y examiné la abertura por la que se había esfumado y por la que había vuelto a aparecer. Había un agujero en la pared cubierto por dos finos trozos de tela de satén rosa. Debía de haberlos visto antes y asumido, inconscientemente, que se trataba de una especie de zona exclusiva para empleados.

Desde aquel momento, me sentí atraída por el baile de los hombres con la cortina rosa. De vez en cuando me encontraba con alguno que, como un cisne, se dirigía directamente hasta allí, pero esos tipos intrépidos eran la excepción; el protocolo habitual consistía en colocarse cerca mientras fingías mirar las cajas de las películas y, entonces, después de uno o dos movimientos furtivos de cabeza, deslizarte de lado por entre los pliegues sedosos de la cortina rosa. Había en ese movimiento cierta elegancia, rayana en lo etéreo, que, junto a la clase de espectáculos que, sin duda, iban a ver en las estanterías de aquella habitación, me producía un oscuro placer. Digo «sin duda» porque nunca entré en la sala tras la cortina rosa. Quizá no era lo suficientemente valiente y me daba miedo encontrarme a alguien más allí dentro, cómo interactuar. En realidad, creo que no me interesaba y punto. No quería ver las filas de DVD con fotos que probablemente me hubieran hecho sentir rara e incómoda. Solo quería ver a los hombres realizar aquellos rituales clandestinos, y lo convertí en rutina siempre que visitaba el videoclub. Estoy bastante segura de que veían mi prolongada presencia cerca de la pared o en las estanterías de alrededor como un obstáculo, algo que hacía más difícil y vergonzoso deslizarse tras la cortina y que, para mí, suponía un momento de placer, incluso de orgullo. No sentía ninguna hostilidad contra los hombres que alquilaban porno, pero tampoco entendía por qué debía colaborar para facilitarles la hazaña. Permanecer allí me producía una ligera sensación de júbilo, que —creo— tenía algo que ver con la sensación de haber dado la vuelta a la tortilla. Hasta entonces, el porno me había parecido un mecanismo que existía para avergonzarme, o para acorralarme existencial y físicamente; o, por lo menos a mí, me avergonzaba y me acorralaba por una multitud de razones difíciles de desentrañar. En el videoclub, por el contrario, estaba en una posición de inviolabilidad. Era casi emocionante sentir que, de alguna manera, formaba parte de la cruzada de aquellos hombres, que era testigo de su acto de transgresión que no era transgresor en absoluto. Mientras los veía dirigirse al mostrador, con pasos ya ni remotamente etéreos, me daban escalofríos al imaginar y experimentar, de forma indirecta, aquella interacción mortificante. En mi caso, sentía vergüenza cuando los dependientes leían en voz alta —como estaban obligados a hacer— los títulos de los vídeos que alquilaba por la única razón de que contenían muchas palabras extranjeras. Entonces, ¿qué pasaba cuando las palabras eran Edward Penishands [«Eduardo Manopenes»] o Super Hornio Brothers [«Hermanos Súper Calentorros»]? ¿Quién se sentía más avergonzado: el dependiente o el que lo alquilaba? ¿O ninguno de los dos? ¿Era esta transacción ya tan rutinaria que no suponía mortificación para nadie? ¿Qué porcentaje de vídeos alquilados eran porno? ¿Realmente la sección detrás de la cortina rosa suponía el 80% de todo lo que se alquilaba? ¿Era solo un cubículo o era engañosamente grande? ¿Era igual de grande que todo el videoclub? Me hacía todas estas preguntas mientras permanecía cerca de los estuches de las películas y sonreía con satisfacción.

Cuento esta historia no porque crea que me define, sino porque, en cierta forma, está inextricablemente ligada a las razones por las que he escrito este libro. Supongo que mi fijación por la cortina rosa puede entenderse como una especie de niñería, como fascinación por lo clandestino, como incapacidad para dejar de lado las cosas que una no debería investigar. Probablemente, a los treinta no hubiera hecho lo mismo. Incluso, si en muchos sentidos, soy una persona diferente a la que era con veinte años, creo que lo que siento al hablar de porno no ha cambiado o, al menos, no había cambiado cuando empecé este proyecto.

Cuando concebí este libro, y empecé a tener cierta necesidad urgente de trabajar en él; la perspectiva de escribir algo que incluyera la palabra «porno» en el título —o como título—, en realidad, me preocupaba mucho. Está claro que el desasosiego era, en parte, una reacción visceral generalizada ante la posibilidad de que me asociaran, a nivel profesional, con el mundillo. Me inquietaba que, como a mucha gente que ha sido actor o actriz porno y que lucha por encontrar trabajo en una industria diferente, la asociación pudiera perjudicarme a la hora de volver a trabajar, en especial, como traductora del japonés. Mi desazón se hizo más concreta: me preocupaba —y, preventivamente, me avergonzaba— que, por escribir un libro sobre porno, la gente se pensara que yo era una entendida en la materia. Si escribía un libro sobre porno, significaba que lo veía, me gustaba y tenía un gran conocimiento del tema. Eso, pensé, me abochornaba profundamente.

Cuando empecé a indagar más, empecé a sentirme distinta. Ojalá fuera una experta en porno, pensé, quizá un poco tímida, pero sobre todo honesta con mi pasión, mi deseo. Ojalá fuera fuerte y defendiera lo que considero mi derecho —todos nuestros derechos— a satisfacer mis fantasías. Este tipo de posturas empezaron a resultarme muy atractivas por su apariencia firme y, de hecho, menos embarazosas que la realidad. Porque, en verdad, lo que sentía hacia el porno no era amor ni, por el contrario, odio o desaprobación virulenta; era, más bien, una especie de desazón, un malestar nebuloso y dominante. Me preocupaba lo que el porno representaba, lo que nos había hecho, nos hacía y nos iba a hacer a nosotras, y me preocupaba que esta inquietud me convirtiera en una mala feminista. En comparación, tanto la férrea adhesión al porno, el deseo de defenderlo, como la postura diametralmente contraria me parecieron perspectivas envidiables desde las que escribir. Para lidiar con un tema tan polarizado y con aspectos y matices tan diferentes, la peor actitud posible parecía ser la mía: la ambivalencia. O, para definirla mejor, una suerte de atormentada ambivalencia. Habría adoptado una postura tranquila, comedida y pasiva, pero me acechaban reacciones angustiosas y, en su mayoría, desconocidas que no me lo iban a poner fácil. No solo me amenazaban los sentimientos desestabilizadores y no resueltos sobre el tema, sino que también me incomodaba la aparente imposibilidad de hablar de ellos de una forma que me ayudase a entenderlos. Advertí que podía contar con los dedos de una mano las conversaciones que había tenido sobre este asunto; ni una sola de ellas había sido exploratoria o liberadora, al el contrario, habían sido tensas o arriesgadas cuando no totalmente polémicas. Más allá de las discusiones, el silencio sobre el tema no parecía neutral ni elegido, sino opresivo, impuesto, algo de lo que quería deshacerme. Una necesidad parecida, supongo, al deseo de estar cerca de la cortina rosa y romper, en un sentido minúsculo, el pacto tácito de girar la cabeza para no reconocerlo.

En cierto modo, resulta extraño hablar del silencio en torno al porno cuando este es, hoy por hoy, algo tan omnipresente. No estoy segura del momento en que empecé a ser consciente de que el tema aparecía cada vez más en diferentes cosas que escuchaba y leía. Fue un cambio gradual, o eso parecía, y antes de darme cuenta estaba ya por doquier. Cuando empecé a gestar la idea de escribir un libro sobre porno y a prestar atención a mi alrededor, me di cuenta de que, en los últimos seis meses, cada uno de los libros que había leído, ficción y no ficción, incluían la palabra por lo menos una vez. Estaba en las noticias, en los pódcast, también en la calle. Gente a la que apenas conocía soltaba el tema durante una conversación, normalmente como ejemplo de algún aspecto de la experiencia humana que Internet había cambiado de forma dramática. Sin saber nada de mi proyecto, mi padre me dijo por teléfono que la escuela de su hijo le había invitado a una charla para padres sobre pornografía (ojalá pudiera reproducir por escrito el tono de voz cuando pronunció la palabra, pero separó mucho las sílabas). Abrí la página web de The Guardian y aparecía la siguiente declaración de Billie Eilish: «El porno me destrozó el cerebro». En la noticia se detallaba que empezó a verlo cuando tenía once años y, como consecuencia, había sido incapaz de negarse a hacer muchas cosas «no buenas» durante sus encuentros sexuales. Otro día, las noticias hablaban de un diputado conservador al que habían sorprendido viendo porno en el móvil durante una sesión en la Cámara de los Comunes; un compañero de partido salió en su defensa y declaró que acabar en una página porno mientras buscas información sobre tractores es algo que puede pasar. A raíz de ello, otros diputados debatieron y cuestionaron si existía una cultura misógina en el Parlamento. Crecía la sensación de que el porno empezaba a formar parte de «la conversación».

Entonces, en lugar de saciarme el deseo de hablar de ello con franqueza, de revisar las múltiples aristas de las creencias que parecíamos llamados a aceptar como verdades —todo el mundo lo hace, forma parte de una amplia cultura misógina, es antisocial y ofensivo, es intrínseco a la vida moderna, es algo profundamente privado, normaliza la degradación sexual, te destruye el cerebro, se extiende por cada rincón de Internet, es un corolario o una ayuda para la masturbación, es una expresión de la ilimitada creatividad sexual de la psique contemporánea, es una manifestación artística, es adictivo, es una desgracia porque impide tener una vida sexual satisfactoria—, me parecía que la explosión repentina del porno en el discurso público no hacía más que subrayar la ausencia de lo que, a mi entender, era una discusión legítima. Ahora todos podíamos alabarlo de boquilla sin ruborizarnos, aunque yo aún no hubiera tenido una conversación al respecto con alguien con quien no estuviera saliendo. Me sentía capaz de adivinar casi todo lo que opinaban mis amigos sobre muchísimos aspectos de la vida —no al dedillo, pero sí con cierta seguridad— y, sin embargo, cuando se trataba de porno, no tenía ni idea de lo que pensaban, sentían, hacían o veían. Inevitablemente se me pasó por la cabeza que la ausencia de diálogo quizá no era universal y que, de alguna manera, yo me lo había perdido y ya está. En cierto sentido, era verdad. Ahora pienso que para algunas personas el porno es un tema de discusión genuino, algo que considero muy saludable. Aun así, y no de manera extraordinaria, entreveía destellos de malestar en los ojos de la gente cuando surgía el tema, lo que me hacía pensar: «¡Ajá!».

En este punto, debo decir que, cada vez más, lo que llamo «malestar» se me presenta como algo mucho más complejo: el porno parece ser el punto de intersección de varios tipos de malestar, y las personas los experimentan de formas muy distintas y entremezcladas. En general, el porno y la masturbación son temas sobre los que tradicionalmente caen el sambenito de la vergüenza y el miedo al juicio de los demás. Aunque nos hayamos librado de sentir esa vergüenza, si nos preguntan en público sobre lo que deseamos sexualmente, nos incomodamos, porque es algo demasiado personal y revelador. Por otra parte, el tema polariza y genera controversia, despierta emociones fuertes y, por tanto, una discusión al respecto es, en potencia, incendiaria. Un amigo comentó que el porno era un tema «muy muy chungo», y me sentí profundamente identificada. Me pregunto si hay algún mecanismo social por el que, tras reconocer que indagar demasiado en nuestros pensamientos sobre el porno provoca emociones incendiarias, lo hemos considerado algo convenientemente innecesario, de forma que hablar de ello resulte «raro», en especial, cuando esto incluye debatir sobre la ética del porno. Es más cómodo, para todos los implicados, actuar como si hubiéramos aceptado la realidad y estuviésemos en paz con todas las complejidades que la rodean, incluso si lo cierto es que muchos no hemos pasado, de ninguna manera sustancial, por ese proceso de hacer las paces con el porno.

En retrospectiva, diría que hubo un desencadenante específico que me hizo decidirme, por fin, a dedicarle plena atención a mi hervidero de sentimientos en torno al porno. A decir verdad, se trató de un acontecimiento extremadamente menor. Una noche, muy tarde, recibí un mensaje de texto de un hombre —que, en mi opinión, no debería haber intentado entablar un contacto sexual conmigo— en el que mencionaba que estaba viendo porno. Eso fue todo pero, desde entonces, de forma bastante inesperada, entré en una espiral. Lo que más me sorprendió no fue el texto en sí. Ignoro si esta experiencia es común o no, pero a lo largo de los años he recibido numerosos correos electrónicos, mensajes de texto y cartas de hombres que casualmente describían en detalle sus hábitos masturbatorios. Sin embargo, en aquel momento pensé más bien que no tenía ni idea de cómo interpretarlo. Fue una sensación como de alien-recién-aterrizado-del-espacio-exterior-después-de-muchos-estudios-lingüísticos-preparatorios: por supuesto, podía descifrar el significado literal de las palabras del mensaje, pero no sabía cómo interpretar la intención. ¿Era una rara estrategia de ligoteo? ¿Pretendía hacerme sentir incómoda? ¿Era una forma de comunicar su adhesión a un código moral de honestidad radical? ¿Era una táctica para demostrarme que tenía una actitud transgresora y, por tanto, estimulante? ¿O acaso, en el mundo en que vivimos, debería haber traducido el mensaje como «estoy viendo el fútbol»? Desconocía la respuesta, y sospecho que tampoco él la sabía. Creí posible que su intención fuese, precisamente, provocar esta sensación alienígena.

Sumada a esta retahíla de emociones, me dio la impresión de que admitir que consumía porno le resultaba, a esta persona en concreto, desconcertante de alguna forma. Antes, si alguien me hubiese pedido que apostara sobre si este tipo veía porno habitualmente, supongo que me la habría jugado por el sí, como haría con casi cada hombre; y, aun así, mantener esa imagen durante toda la vida, con sus compromisos éticos y, por encima de todo, la posición que él tenía como árbitro de gusto superior, de algún modo me puso ante una disyuntiva que no pude clasificar. No sabía si era una puritana, si me faltaba calle o si era, simplemente, una vieja retrógrada. Cuanto más lo pensaba, más me daba cuenta de que a la mayoría de mis amigos les asaltó la misma inquietud cuando saqué el tema del porno. La gente en la que más confiaba no me enviaba mensajes sobre ello —como no hacerlo era mantenerse dentro de lo «seguro», no lo hacíamos—; no tenía ni idea de lo que hacían, ni de si veían porno o no.

Está claro que un mensaje de texto aparentemente indescifrable no es ninguna rareza, y ese hermetismo no obedece exclusivamente a su contenido relacionado con el porno. Sin embargo, la confusión que el acontecimiento me provocó fue muy instructiva: parecía una confusión antigua conocida y también estática; como era habitual, no tenía ni idea de qué hacer para disiparla. Mientras lo dejaba reposar, mi conocimiento sobre lo que el porno era en realidad no se desarrollaba; leía algún artículo de vez en cuando, y mis sentimientos al respecto tampoco maduraban. Superficialmente mantenía una actitud bastante tranquila, pero bastó con una ligera sacudida para removerlo todo y hacer que aflorase de nuevo. Había llegado el momento de hacer algo. Para que no se me fuera de las manos, necesitaba un plan o una estructura para seguir indagando en el tema, hasta que algo en mí cambió. Estaba a punto de terminar mi anterior proyecto cuando la idea me sobrevino de forma natural. ¿Por qué no escribir algo sobre porno?

El plan me turbó, en parte porque era consciente, muy a mi pesar, de no ser la persona más adecuada para escribir sobre porno de ninguna de las maneras convencionales, lo planteara como lo planteara. No solo no era mi especialidad académica, ni se acercaba en absoluto, sino que incluso en un contexto totalmente amateur yo sabía muy poco sobre porno. Si iba a escribir sobre ello, debía encontrar el modo de hacerlo sin que el ser lega en la materia me lo impidiera. Idealmente, debía ser capaz de aprovechar mi ignorancia en beneficio del proyecto. Se me ocurrió que podría probar con una variación del clásico «camino de descubrimiento» y narrar mis viajes por archivos, bibliotecas y los estudios del valle de San Fernando, detallar mis reacciones, anotar las revelaciones que se me fueran presentando, pero la idea no me resultó especialmente atractiva. Mi motivación para escribir era, por encima de todo, la sensación de que las conversaciones que yo consideraba importantes sobre porno no se daban; al menos, no a mi alrededor. Además, tenía muy presente que, en mi experiencia, casi siempre había sido conversar con amigos o conocidos lo que me había hecho reafirmarme en mis ideas sobre algo o bien cambiarlas por completo. Al pensar en lo que a mí me interesaría leer, me di cuenta de que, a pesar de que deseaba con todas mis fuerzas rellenar los vacíos de conocimiento que tenía en materia pornográfica, no quería leer una historia tradicional. Me interesaba mucho más algo que viniese de fuera de la industria, algo protagonizado por gente corriente que contase sus experiencias e impresiones relacionadas con el porno. De esta manera, di con una idea, no tanto una propuesta para un libro perfectamente definido sino más bien un plan para establecer las bases de lo que llegaría después. Hablaría de porno con la gente, y ya me las apañaría para escribir a partir de eso.

La siguiente pregunta fue: ¿qué gente? Desde el principio me pareció que este proyecto, en concreto, necesitaba llevarse a cabo con conocidos, que las conversaciones debían ser con gente con la que tuviese, al menos, alguna conexión o relación (aunque, al final, acabé hablando con un par de personas que me presentaron mis amigos, pero a las que no conocí hasta las entrevistas). Comprendí que esto impediría presentar el libro como un estudio exhaustivo, aunque, de todas formas, nunca contemplé esa posibilidad: en tal caso debería entrevistar a personas de todas las sexualidades, etnias, edades, géneros, habilidades, nacionalidades, clases sociales, filiaciones políticas, estructuras familiares, tipos de hogar; no simplemente para afirmar la diversidad del estudio, sino porque estos parámetros probablemente influyen de forma significativa en cómo se consume. Un estudio así también debía incluir a gente de todos los niveles de una industria que no para de crecer en tamaño y alcance. En otras palabras, tendría que ser un proyecto de investigación muy desarrollado, algo para lo que yo, como única autora, no estaba preparada.

Es más, tampoco estaba desesperada por llevarlo a cabo. En lugar de proporcionar algo que asegurara ser objetivo, científico, una representación de todo el abanico de ideas y opiniones sobre el tema —o, Dios nos libre, establecer algún tipo de «estándar» o postura mayoritaria—, mi intención con este libro era ofrecer una perspectiva personal de lo que significa hablar de estas cosas con amigos, sin importar lo que se diga ni dónde se ubique en el mapa que componen las distintas posturas frente a este fenómeno.

También tuve la sensación de que esta metodología, en sí misma, me funcionó como una compleja curva de aprendizaje, un curso de formación, si se prefiere, al obligarme (a mí y a la gente de mi alrededor) a pasar por el trago de conversar sobre cosas incómodas, difíciles e, incluso, potencialmente humillantes. Quería ver qué ocurriría cuando transitara por ahí. Me parecía que, si el libro pretendía reflejar o dar cuenta de mi propio desarrollo, de alguna manera, la vergüenza no podía evitarse. No necesitaba una solución mágica para entrevistar a desconocidos y verme, de repente, poderosa e impermeable a esa vergüenza; al contrario, necesitaba que me costase conversar, afrontar ese apuro. Había que pasar por el aro.

Dicho esto, aún estaba aterrorizada. Una cosa era decidirme a hablar con gente que ya conocía, y otra precisar el quién. ¿Cuánto tenía que conocer a alguien para invitarle a hablar conmigo sobre porno? Quizá había reunido la determinación suficiente para enfrentarme a mi propia vergüenza, pero eso no reducía el problema. Si por el día la idea me entusiasmaba, me despertaba en mitad de la noche con punzadas de miedo, de pánico. Escribí el borrador de un correo electrónico en el que invitaba a la gente a unirse a mi proyecto, pero dejé que la incertidumbre sobre la lista concreta de destinatarios me sirviera de excusa para procrastinar; mi «parte nocturna», temerosa, estaba satisfecha, mientras arrastraba los pies y me permitía pensar que quizá, después de todo, había sido una mala idea. Cuanto más procrastinaba, más sentía que la parte nocturna hincaba los dientes y empezaba a ganar la batalla. Una noche, falsamente envalentonada después de una copa de vino, me senté y rellené la lista de direcciones del correo electrónico en copia oculta de mi borrador titulado «Una petición».

El correo, que no copiaré aquí entero porque era bastante largo, empezaba con una especie de saludo muy común durante la primera etapa de la pandemia: «Espero que estés genial, o bien, o que, de alguna manera, te dirijas a un futuro que parezca mejor»; después, atacaba: «Este va a ser un correo extraño». En la rareza que seguía, les pedía a los destinatarios que consideraran «conversar conmigo sobre tu/nuestra relación con el porno y las impresiones que se derivan de ello, y cómo impacta directa e indirectamente en tu vida». En un principio, pensé en alquilar un Airbnb —les decía— y entrevistar, al menos a los participantes de Reino Unido, en torno a una botella de vino o una comida, pero por culpa de la COVID-19 desconocía si eso estaría permitido, aunque priorizaba conversar en persona, si era posible. Por el momento, buscaba una especie de respuesta a mano alzada: ¿querrían, en teoría, hacer esto conmigo?

Tras darle a enviar, la adrenalina me dejó un poco mareada, y estaba lista para pensar en otra cosa, fingir que esto nunca había pasado, pero enseguida empezaron a llegar las respuestas. Algunas eran solo: «Cuenta conmigo» o «sí». Otras eran más dudosas: los remitentes se mostraban reacios, o no estaban convencidos, pero lo intentarían. Algunas personas, no aquella noche, sino más adelante, me escribieron largos correos en los que hablaban de algún aspecto concreto del tema al que le habían estado dando vueltas últimamente o, a veces, mencionaban una falta total de conversaciones sobre ello en sus vidas. En mi lista había incluido a algunas personas que no conocía muy bien, un par que había tratado solo en el ámbito profesional. Me preocupaba que mi repentina petición les pareciese estrafalaria y que, de alguna manera, hubiera traspasado un límite. Sin embargo, ninguna de las respuestas sugería que nadie lo hubiera sentido de esa forma.

Así, gradualmente pasé a la fase de ejecución de las «pornocharlas», como las llamaba entonces. Al final grabé diecinueve: todas aparecen en este libro. Hubo otras personas que amablemente aceptaron y a las que pensaba incluir pero, en un momento dado, entendí que tenía ya mucho material y necesitaba parar si quería estructurarlo todo. Una parte de mí aún conserva la esperanza de continuar el proyecto. Al echar la vista atrás, diría que del terror que sentía antes de empezar pasé a disfrutar de las pornocharlas. No solo fue por la pandemia, por vivir sola y aburrirme a menudo y porque esto me proporcionaba una excusa para ver gente, a veces incluso teniendo que tomar un tren para ello; por encima de todo, si esta actividad llegó a gustarme tanto fue porque me asombró la capacidad generativa que tenía: aceptar a la fuerza la vergüenza, cambiar tus sentimientos al hacer algo que te expone, dejar que la conversación conduzca a territorios donde las dos partes se sienten vulnerables, permitirte experimentar. Pude sentir la liberación que suponía hablar de estos temas, y me gustaba ver cómo mis interlocutores tenían la misma revelación.

Y empecé a observar cambios genuinos. En los albores del proyecto, tenía que susurrar la palabra «porno», o pronunciarla con voz aguda. Durante un tiempo, en torno al inicio de las charlas y las grabaciones, salía con alguien y temía contarle en qué estaba trabajando; lo mismo, más o menos, me pasaba con mis padres. Me pareció increíble cómo esto empezó a cambiar: cómo empecé a hablar de mi proyecto sin sonrojarme y, con el tiempo, cómo le dejaba caer a mi madre, en mitad de una conversación, que había tenido una pornocharla como si fuera lo más normal del mundo. Quizá se debiera a una insensibilización natural ante la palabra y, en realidad, no tenía nada que celebrar. Aunque también tuvo efectos más profundos: empecé a sentir cada vez menos que tenía una rata histérica atrapada en el pecho. Podía argumentar con calma mis posturas en torno al tema sin sentir que el vapor empezaba a salir de la cafetera. Por supuesto, iba a ser más fácil con personas con las que —a pesar de que las conociera y me gustaran— no tenía ninguna relación sexual o romántica. Sin embargo, parecía haber pruebas de que mi descabellado plan estaba surtiendo algún efecto.

Decía que cuando empecé este proyecto, en verdad, no sabía qué forma tomaría, pero supongo que mi idea —y esto parecía el resultado más probable— era escribir un libro de ensayos sobre diferentes temas relacionados con el porno. Hice una lista de los posibles: estética, edad, ser un «pervertido/a», cuerpos, ética, etnia, primeras veces, género, incesto, kink, masturbación, dinero, misoginia, cosificación, pasividad, racismo, juguetes eróticos, vergüenza, tabú. Anoté citas de novelas, de libros de no ficción, de la teoría crítica de Roland Barthes, Eimear McBride, Andrea Long Chu, Virginie Despentes y Maggie Nelson.

Después empecé a hablar con la gente, y vi enseguida que una de las razones que hacían del porno un universo tan rico era la imposibilidad de separar todos aquellos temas. Observé cómo, incluso cuando abría con alguna de las preguntas más comunes —primeras veces con el porno, frecuencia con la que habla del tema u otra cosa relacionada con algo que la persona había mencionado en su respuesta a mi correo inicial—, la dirección que tomaban las conversaciones era única, y aunque surgían los mismos problemas, lo hacían desde perspectivas muy diversas. Empezó a parecerme que estos se arremolinaban como en un caleidoscopio y que eso era, en cierta forma, intrínseco al proyecto.

Y algo aún más fundamental se me reveló por sí solo. Empecé a sentir que las voces que contaban estas historias eran igualmente intrínsecas a la narración. Podía intentar condensar las entrevistas, extraer la esencia pura de su contenido, pero al hacerlo perdería una parte de las personas que había detrás y, cuanto más avanzaba, más dolorosa me parecía esta pérdida. Cobré también cada vez mayor conciencia de que eso significaría aplicar mi propio sesgo a las cosas y que, después de que los entrevistados me hubieran confiado sus testimonios, convertiría el proyecto, en el mejor de los casos, en una oportunidad perdida, y en el peor, en una violación ética. Lo que ahora resulta interesante es que el haber mantenido esa línea de pensamiento antes de arrancar el proyecto me hubiera parecido excesivamente preciosista, una señal de que me tomaba el proyecto demasiado en serio. Es solo porno, me hubiera dicho una voz interior. Da igual que el tema me hubiera causado mucha angustia en el pasado, que hubiera provocado grandes discusiones, que siempre me hubiera puesto en tensión; había algo más que, desde fuera, me impedía aceptar su importancia. Sin embargo, pasados los primeros diez minutos de la primera charla me di cuenta de lo equivocada que estaba. El porno era tan serio para otras personas como lo era para mí, porque la vida de los demás es un asunto serio, y el porno rozaba algunos de los aspectos más importantes de sus vidas.

De igual manera, las conversaciones tenían algo instructivo que era importante reflejar. De ellas no solo tenían valor las cuestiones que surgían y las conclusiones a las que conducían, sino el proceso mismo, caótico y a veces contradictorio, de llegar a ellas junto con otra persona. Quizá esto sea algo que sucede en cualquier conversación, pero en especial en estas, que a menudo suponían la primera vez que la persona en cuestión verbalizaba sus pensamientos sobre ciertas ideas o hablaba de ciertos temas con alguien. Las conversaciones nunca seguían una misma trayectoria —algunas tenían un arco definido, otras parecían un tira y afloja entre dos formas de pensar conflictivas, otras saltaban enérgicamente de un lado a otro—, pero fueran como fueran, siempre aportaban algo de trascendencia, de la que quería que el lector fuera partícipe. Por encima de todo, me parecía crucial preservar la crónica de cómo era hablar por primera vez de algo incómodo con alguien. Había cierto valor en preservar el desorden del proceso, no solo al reproducir el estado de ánimo, el ambiente, sino también al permitir rastrear la naturaleza de la conversación.

Por lo tanto, decidí publicar las entrevistas más o menos como fueron, pero anonimizadas y ligeramente editadas. Ahora, vuelvo a mirar la lista preliminar de capítulos potenciales sobre diferentes temas y noto, con cierto asombro, que la mayoría se trataron en las conversaciones. Eso no quiere decir que no hayan quedado fuera algunos aspectos de la vasta constelación de problemas que caben en la etiqueta de porno, y está claro que hay aspectos que necesitan un análisis más atento y exhaustivo del que se les ha dado aquí. Inevitablemente, hablar de porno dio pie a otros temas en los que no había pensado antes, y de los que ahora siento que me hubiera gustado hablar más; después de haber tenido la oportunidad de reflexionar sobre ellos, algunos me parecen terrenos tan fértiles como inexplorados. De hecho, mientras me acercaba al final de este proyecto, pensé en Los libros que nunca he escrito de George Steiner, escrito en sus últimos años, en el que mencionaba siete libros que siempre había querido escribir y nunca pudo por diversas razones. Siento que hay siete libros que este libro podría haber sido y no es, que hay siete o más embriones de libros que podrían haber sido. Porno y etnia necesitan una exploración mucho más profunda que la que he sido capaz de darle aquí, igual que lo necesita la relación entre el porno y las variables socioeconómicas, o entre el porno y la imagen del cuerpo. Me gustaría analizar, como lo han hecho teóricos críticos, la relación entre porno y erotismo en el panorama contemporáneo. Me gustaría escribir sobre porno y deseo mimético: prepararnos —consciente o, muy a menudo, inconscientemente— para querer lo que vemos, o, como un artículo se pregunta: «¿Follamos así por el porno, o el porno es así porque es como follamos?». Pero, en última instancia, sospecho que volvemos al problema de mi experiencia particular: esos siete libros será mejor que los escriba otra persona.

Como el lector ya habrá comprendido, la intención de este libro no es exponer mis ideas sobre el porno. No creo haber entrado a este proyecto con ninguna convicción —no bien formada ni fijada, en cualquier caso—, y conforme he aprendido del tema durante el proceso, menos segura estoy del punto de vista o la opinión que podría llegar a tener del porno. Antes bien, lo que sí defiendo, en todo caso, es el valor inherente de las conversaciones, donde a cada quien se le permite exponer ideas, decir cosas de las que puede desdecirse u otras con las que puede contradecirse. En concreto, defiendo que algo así se necesita de forma desesperada en el ámbito del porno, donde no es tanto que la oportunidad de tener este tipo de conversaciones se haya perdido por el camino, sino que más bien, para muchas personas y por un complejo entramado de razones, nunca se había dado. Cuanto sigue a continuación es un intento por construir un primer lugar y una primera vez.

 

Bristol, mayo de 2022

UNO

 

 

 

Uno es una mujer heterosexual y está cerca de los cuarenta. Tiene una relación estable e hijos.

 

UNO: Tenía muchas ganas de hablar de esto, pero, en cuanto he cruzado la puerta, de repente me he sentido expuesta y vulnerable. Mi preocupación no es porque sea una puritana; más bien por lo contrario, lo que probablemente ya es decir demasiado, porque con toda probabilidad soy bastante inocente a nivel de consumo.

 

POLLY BARTON: Es interesante que digas consumo. Cuando algunas personas oyen la palabra porno —especialmente las mujeres—, se lanzan enseguida a hablar de ello, pero hablan de cómo lo consumen sus parejas, de lo que consume el mundo en general o de las relaciones que han tenido con hombres que veían mucho porno. Y, después, hay otras personas que en primer lugar hablan de sí mismas como consumidoras. ¿Te parece que encajas en alguno de estos dos tipos de forma clara?

Está claro que yo veo porno. He intentado descubrir si mi pareja lo ve, pero no creo que ahora lo haga. Creo que probablemente se sorprendería si supiera cuánto porno veo, aunque, en realidad, ahora veo menos, porque hemos vuelto a compartir la cama. Lo veía incluso después de que los bebés nacieran —que es la razón por la que dormíamos separados— y soy consciente de que no es exactamente algo que hace «una madre primeriza». Ha habido un par de veces, mientras me masturbaba, que el monitor del bebé ha sonado y he pensado «¡por el amor de Dios!, ¡solo necesitaba cuatro minutos!».

Cuando pienso en mis exnovios, todos ellos hombres buenos y honrados…, mi cerebro sabe que no podían no ver porno, porque ¿no lo hace todo el mundo, en especial los tíos? Estoy segura de que lo han visto y lo han disfrutado, desde la perspectiva de la simple probabilidad, ¿no? Pero no puedo imaginármelo, y nunca he tenido la impresión de que intentaran hacer cosas que habían visto en el porno. Sin embargo, soy muy consciente de que mi hija va a crecer en un mundo donde eso ocurre cada vez más. Quizá, en ese sentido, yo tuve suerte, ella no la tendrá. Pero aquí estoy, aún lo veo, así que contribuyo a ese sistema.

 

¿Ves porno con el único objetivo de masturbarte? ¿O podrías decir que lo haces solo para…?

¿Relajarme o algo así? No, no puedo decir eso. El único objetivo es masturbarme. En cuanto llego al orgasmo, se acabó el porno. Es como: «quita eso de mi vista».

 

Yo no veo tanto porno, pero cuando comparo el antes y el después es muy extremo. Mucho más que con cualquier otra cosa que te excite. Lo que antes era algo «sucio» que se podía soportar, ahora, de repente, parece algo «sucio» e insoportable. Es curioso, porque lo asocio, de alguna manera, con una forma de ser masculina.

¿«Ahora que me he corrido no me interesa»?

 

Sí. Como si estuviera unido a esa imagen que ves representada en películas en las que tu polla te lleva por una calle por la que en realidad no querías ir y, en cuanto llega el orgasmo, piensas «¿qué coño ha sido eso?». Así es como me hace sentir el porno cuando lo veo.

No había pensado mucho en ello hasta que lo he dicho en voz alta, pero tengo la sensación de estar haciendo algo repulsivo… Es gracioso, no me avergüenzo de ver porno, aunque no se lo digo a mucha gente, entonces, ¿significa eso que estoy avergonzada? ¿O, simplemente, no surge en una conversación? Quizá hay cierta vergüenza en esa ligera sensación de: oh, qué cosa más asquerosa. Pero no creo que realmente fuera repugnante: era un picor íntimo que tenía que rascarme, lo he hecho y ya está. Pero ahora intento pensar en la experiencia de ver una película que no es porno, pero que me parece erótica, y en qué diferencia hay. Supongo que me excito mientras la veo, pero sigo viéndola, porque hay una historia.

 

¿Siempre has visto porno?

Sí. Fui activa sexualmente desde muy pronto. El otro día le contaba a alguien esta historia, cosa rara porque me da bastante vergüenza: tenía seis años, solía ir a casa de un amigo después del colegio, así nuestros padres podían compartir el cuidado de los niños. En fin, un día me estaba masturbando mientras estaba allí, sin darme cuenta de que era eso lo que hacía. Estaba arrodillada sobre mí misma, de esa forma, ya sabes. La madre de mi amigo le contó a la mía lo que había pasado, y se lo tomó bien. Me dijo que era normal hacer eso, pero que era algo privado. Se me quedó grabado en la cabeza, pero de una forma en la que no me sentí avergonzada por ello. Especialmente si tenemos en cuenta que crecí en una iglesia evangélica del tipo «nada de sexo antes del matrimonio» con libros de James Dobson en las estanterías en los que se decía que masturbarse era una perversión. Pero creo que era una versión extrema de lo que mis padres practicaban, no sé si me explico.

 

¿Dirías que después te has sentido avergonzada por ello?

Creo que siento vergüenza solo porque me doy cuenta de que hacía algo no aceptado públicamente. Aunque no era más que una niña. El tema de la religión, en general, me dejó muchas otras secuelas. No quise practicar sexo antes de casarme, por ejemplo, mucho después de dejar de creer en Dios o en la Biblia. Aquello duró bastante. Pero, en cualquier caso, sí que vi porno mientras iba creciendo. Recuerdo con claridad que, en los tiempos en que te conectabas a Internet a través de la red telefónica, solía entrar a una página web que se llamaba Sublime Directory. No sé cómo acabé ahí. Había una lista de diferentes categorías: «Ficción erótica», «Dibujos sexuales», «Lesbianas», de ese estilo. Solo eran hipervínculos en los que pinchabas para abrirlos. Creo que no había vídeos, solo fotos. También recuerdo leer muchos relatos eróticos sobre personas normales que practicaban sexo.

 

¿Qué edad tenías más o menos?

En torno a unos quince, diría yo. Me sentía mucho más pequeña, pero a posteriori… no, en realidad, porque en un momento dado, de alguna forma, mis padres descubrieron que alguien había estado viendo porno en el ordenador, asumieron que había sido mi hermano menor y dejé que creyeran eso. Y le saco seis años, así que yo debía de ser más mayor para que algo así fuera concebible. Quizás fue en el instituto. Creo que fui muy sexual desde una edad relativamente temprana. A los seis no sabía que era sexual. Solo sabía que resultaba agradable.

 

De todas formas, esas categorías parecen demasiado conflictivas. ¿Qué significa ser sexual cuando eres una niña? Probablemente mi caso fue bastante parecido, desde muy temprano. El sexo ocupaba gran parte de mis pensamientos, pero sentía que no podía hablar de ello con nadie. Era un gran tabú. ¿Cómo era para ti?

Cuando descubrí que no era algo de lo que avergonzarse, me sentí bien. Obviamente, cuando veía porno en Internet, me masturbaba. Debía de estar abajo, en el cuarto de estar, tocándome. Y, sin embargo, cuando me imagino la masturbación, siempre es arriba, en la cama, de rodillas sobre un montón de mantas. Así es como lo hacía. Me pregunto si solo estaba replicando cosas que había visto, porque a pesar de que me había besado con chicos desde primaria, era un cerebrito, así que no es que tuviera muchas experiencias que tomar de la vida real. Pero no recuerdo contarles a mis amigas que lo hacía ni nada parecido. Salía con chicas cristianas hasta muy avanzado el instituto, así que estoy segura de que no hablábamos de ello.

 

¿Hubo algún momento específico en el que empezaras a hablar de ello con la gente?

No me avergüenza hablar de masturbación. Aunque con mi pareja no lo hago porque, cuando estás en una relación seria y duradera, hay cierto tabú. Es como si le engañaras o algo así. No me avergüenzo, pero no quiero herir sus sentimientos. Masturbarse es más conveniente y, a veces, menos arriesgado que el sexo.

Pero hablar de porno… Ahora paso mucho tiempo con mujeres feministas y progresistas, en una cultura donde parece que las políticas de género del porno son espantosas. Ese es más bien el tabú.

 

Muchos aspectos en este ámbito se basan en suposiciones y, al no hablar de estas cosas, no podemos demostrarlas realmente. La cuestión de si masturbarse o no cuando se está en una relación, por ejemplo. Siento que quien lo ve normal enfoca la pregunta desde un «¡por supuesto que sí!», y que los demás lo enfocan desde el «¡por supuesto que no!». Pero quizá esa certeza sea un refugio para escapar del miedo a explorar realmente el tema en una conversación, enfrentarse a alguien que piensa distinto y tener que defender tu postura.

¿Conoces a Esther Perel?

 

Sí, solía escuchar sus pódcast de terapia de parejas religiosas cuando estaba en Japón.

Hay uno que trata de cómo algunas personas consideran que ver porno equivale a poner los cuernos, y otras solo lo consideran un engaño cuando hay una relación sexual, y hay todo un abanico entre medias. Debería haber sabido todo esto desde el principio, supongo, que así es como acabaría. Pero ya sabes, la vida sexual es excitante al empezar cualquier relación y mi pareja y yo, al principio, éramos bastante atrevidos, así que supuse que estábamos en el mismo punto. Éramos tan jóvenes que, de todas formas, no creo que hubiera explorado del todo lo que quería. Pero, en realidad, no lo hemos hablado, no desde hace mucho tiempo, y tenemos nuestras propias complicaciones.

A veces me pregunto si he llegado hasta el final de ese viaje mental para explorar lo que me gusta, mis intereses. No es que no haya tenido relaciones sexuales que haya disfrutado; y, otro aspecto del porno, en realidad, es que tiende a imitar el tipo de sexo que he practicado y he disfrutado con gente que no es mi pareja. De cualquier manera, es mi confesión más vergonzosa, y lo es porque en una relación ideal hablaría de esto con libertad. Estableceríamos nuestros parámetros y nuestras preferencias. Eso debería formar parte de la relación. Y, aun así, no me interesa arriesgarme a hablar de ello. No es por timidez. Creo que mi pareja sabe que veo porno, se lo he mencionado en broma, pero por su reacción me da la impresión de que probablemente, en lugar de hacerle partícipe, le avergüenzo.

 

Suena a que has perdido la fe en que él pueda excitarte.

Un poco, sí.

 

Eso es muy duro.

Sí. Pero curiosamente, escuché otro episodio del pódcast de Esther Perel con un invitado, un hombre que veía mucho porno, y su mujer estaba muy molesta con él por eso mismo. Él quería intentar cosas con ella, y ella: «pero es que yo no soy así». En aquel momento, no me recordó a mi pareja en absoluto, pero ahora veo que debería haberlo hecho. Ahora me doy cuenta de que es una realidad paralela a la nuestra.

 

¿Puedes imaginarte estar en una relación duradera y no ver porno? Quiero decir, ¿crees que ves porno porque no te sientes sexualmente satisfecha o crees que, aunque lo estuvieras, verías porno porque es algo «diferente»?

Esa es una buena pregunta, e ignoro la respuesta. Sospecho que es probable que, si alguien satisficiera todas tus necesidades sexuales, no verías porno. En parte, porque ¿quién tiene tiempo?

 

¿Qué tipo de porno ves?

Iba a responder a esa pregunta y me he dado cuenta de que desconozco los términos para estas cosas, y el conocimiento que tengo es porque he investigado por mi cuenta. Hay un artículo en el New York Magazine sobre porno que deberías leer, si no lo has hecho ya, y que mencionaba varias categorías del porno, y yo: ¿qué es «eso»? Pero, por ejemplo, Deeper es un canal en Pornhub que me suele gustar, porque suele tener mucha «clase», supongo. Gente teniendo relaciones sexuales de dominación, pero que parecen consentidas, que es lo que me gusta.

El hecho es que, cuando mi pareja instaló Internet, de alguna manera lo configuró con un programa de seguridad y, por todo lo que acabo de decir, no quiero pedirle que lo cambie. No es que le fuera a importar, estoy segura, pero me parece muy raro decirle a mi marido: «Me gustaría ver porno, ¿puedes desactivar el control parental, por favor?».

 

¿Crees que lo hizo por casualidad?

Seguro. A él no se le hubiera ocurrido. Estoy segura de que viene por defecto y lo dejó instalado. Quizá pensó que, con el tiempo, cuando nuestros hijos sean lo suficientemente mayores para ello, vendrá bien. Así es él. En cualquier caso, descubrí que en Tumblr hay blogs porno. Me parece muy interesante. Otra web que me solía gustar se llamaba sex.com a secas y eran GIF, y Tumblr es algo parecido. Aunque debo decir que es un espacio raro para ver porno. No uso Tumblr para otras cosas, así que no tengo seguidores, y me siento segura y anónima. Pero puedes ver cuentas reales de gente que publica el porno que les gusta. Un hombre de Kansas o Estambul, o una pareja de swingers en Texas. Y como me gusta el sexo de dominación, veo que hay una frontera muy delgada entre el material «consentido» y el contenido de gente que simplemente abusa de una mujer y esta parece que no lo disfruta, lo que para mí son dos cosas muy diferentes. Eso me da miedo, porque es como si alguien me guiara dentro de su porno. Estoy navegando por la página y, de repente, me topo con algo que me quita las ganas. Mujeres con el rímel corrido, atadas, humilladas, que sufren abusos; hay mucho material donde las llaman «puta estúpida». Es horrible. Me doy cuenta de que hay una delgada línea entre eso y lo que a mí me gusta, lo que a mí me parece que está bien. Y, en general, todo va bien y paso una tarde muy placentera, para mí es un chute, pero a veces está enredado con otras cosas. Estás viendo porno de la cuenta de un tío que después descubres que ha publicado algo ligeramente racista y piensas «¡joder!». Te hace sentirte sucia.

 

He tenido esa sensación antes, la de sentirme excitada por el sexo de dominación que describes, pero luego me doy cuenta de que pertenece a un continuum con el que me siento muy incómoda a nivel social. E incluso cuando he mantenido relaciones sexuales en el pasado ha habido cosas que, aunque me hayan puesto cachonda, si luego las defiendo no me siento cómoda… En resumidas cuentas, el consentimiento debe ser la línea roja, pero también es abrumador y difícil saber dónde colocarla.

Sí. En cierto sentido, quiero decir. Cada uno a lo suyo, siempre y cuando no vulnere los derechos de los demás. En un ensayo de Rebecca Solnit había una cita sobre la COVID-19 y el llevar mascarilla, algo del tipo: «Mi derecho a mover el brazo termina donde empieza tu nariz». Pero es una línea muy delgada.

En una relación anterior, en la que el sexo era muy bueno, muy sensual, una vez él empezó a ahogarme. No lo había hecho antes y, después, dijo: «No voy a volver a hacer eso nunca más». Estaba más asustado que yo al pensar en lo que podría haber pasado. No diría que quiero que me ahoguen, pero eso forma parte de lo que sea que es esto. Es adyacente. Me parece bien que me azotes… de vez en cuando. Y, otras veces, puede no parecerme bien. Y en la cara, nunca.

 

En el porno que ves, ¿el hombre es siempre dominante y la mujer sumisa?

Sí. Al contrario no me resulta atractivo porque soy muy alta y siempre me he visto más grande. Soy más grande que mi pareja, por ejemplo, y si nunca intentaría hacer esas cosas con él es en parte porque físicamente me resulta imposible ponerme en esa postura sexy. Quiero a alguien que sea más alto que yo. No pretendamos que él puede sujetarme ni nada por el estilo. ¿Tiene sentido? No me gusta sentirme la más grande y fuerte de los dos.

 

¿Has leído El derecho al sexo de Amia Srinivasan? Surgió de un ensayo que escribió para la London Review of Books con el mismo título, y tomó a varios célibes involuntarios (incels) como punto de partida para la exploración del consentimiento en el sexo y otras cuestiones. Tiene un capítulo sobre porno, y una de las preguntas que hace es: «¿Con quién se identifican las mujeres heterosexuales cuando ven porno hetero?». ¿Tú eso lo tienes claro? Si ves —no sé cuál es la palabra correcta para esto— sexo de dominación, dominante…

Es difícil encontrar una palabra, ¿verdad? No es sado y no es maso. Y tampoco es por los disfraces.

 

¿Es por la dinámica de poder?

Sí, la sumisión.

 

Entonces, ¿dirías que te identificas con la mujer sumisa?

Sí. Y debería decir que, cuando veo porno —que puede ser cada dos días, o una vez a la semana, o una vez cada dos semanas, depende— en general es una experiencia rápida, no tardo mucho en correrme. No creo que pudiera aguantar —es curioso, esto me hace sentirme como un hombre y también culpable—, pero no quiero ver cómo se desarrolla la trama, o más bien el intento de trama. Al instante me doy cuenta de que no me creo la situación, que es obvio que van acabar haciéndolo y yo solo quiero verlo… Básicamente, disfruto mucho con planos muy gráficos de genitales en pleno acto.

Ya sabes que en el porno, en realidad, no ves mucho de ciertas posiciones, siempre es la mujer, le ves casi todo el cuerpo, y ya es mucho cuando ves la espalda del hombre, la parte de atrás de los testículos. Cuando veo eso, le superpongo lo que hacía con mi ex. En realidad mi pareja tiene testículos muy bonitos, y tiene un pene magnífico, pero como nuestra vida sexual no es tan buena como la que tenía con esa otra persona, no es él a quien imagino cuando veo eso. Eso es lo que me parece poco común cuando busco porno, esa especie de primer plano.

 

¿Alguna vez te ha preocupado la posibilidad de que tu pareja vea mucho porno, o que no sepas cuánto porno ve en realidad?

En realidad no, pero solo porque me parecería hipócrita por mi parte. Vale que me lo puedo imaginar perfectamente, y claro que eso es lo que más se oye: es el tío el que ve un montón de porno. Casi quiero que lo haga y que lo disfrute, por su propio bien, pero lo dudo. En parte, porque él es quien ha instalado el sistema de control parental, y porque no conoce Tumblr. Estoy segura de que antes lo hacía. Me da la sensación de que a los veintitantos era un salido, pero no creo que ahora lo sea.

Y quizá me equivoque pero, de todas formas, creo de verdad —porno aparte, porque es un asunto complejo— que todo el mundo debería tener una fantasía saludable y una vida sexual propia. Me encantaría que él la tuviera, pero no estoy segura de que le parezca una prioridad.

 

Cuando descubrí el porno, lo asocié con un aspecto fundamental del modo en que la sociedad trata a las chicas y a las mujeres, y con el que he crecido. Parece formar parte de lo mismo. Hay una parte de mí, incluso ahora, a la que le resulta muy problemático que alguien con quien tengo una relación vea y se corra con algo que para mí es misógino y degradante y que, después, venga a mí y juegue a ser un buen feminista, ¿me explico?

Bien tirado. Para mí es fácil decir que no me importaría que mi pareja viera porno pero, a decir verdad, no sé cómo lo encajaría si así fuera. O depende del tipo de porno que viese. Eso también está en parte relacionado con las inseguridades que me produce mi cuerpo, porque en el porno todas las mujeres son preciosas. Soy consciente de que es una generalización, pero es como yo las veo. Tuve una conversación muy sincera sobre porno con un íntimo amigo, y resulta que yo daba por hecho que todas las mujeres hacen squirt. Pero su reacción fue: «Qué va, es muy poco común». Y me contó que a él le pasó con alguien una vez y, en realidad, no fue agradable, es decir, es una situación un poco desastrosa. Eso me hizo sentirme mucho mejor.

Por culpa del porno creí que había una cantidad desproporcionada de mujeres a las que les pasaba eso. Por supuesto, ahora que no busco nada de squirting, y que no me avergüenza no hacerlo, prácticamente no lo veo, pero diría que durante un tiempo me produjo ansiedad, esa ansiedad machacona de pensar «soy diferente».

En cierto sentido, también soy hipócrita, porque me atrae la idea, la fantasía de estar con dos hombres, pero nunca querría ser la «segunda mujer» en un trío. Tiene que ver de nuevo con la inseguridad respecto a mi cuerpo y lo único que imagino es que la otra sería más guapa y atractiva, y que yo no me vería en condición de «competir», sino que más bien no se me querría en esa situación.

 

Incluso si estuviera segura al cien por cien de ser más atractiva que la otra mujer —no puedo ni imaginar una situación así, pero digamos que, hipotéticamente, se da—, creo que aun así estaría preocupada.

Creo que tienes razón, si la persona con la que estoy fuera también muy sexual y llevase una vida sexual separada, no me gustaría. Es curioso tener una relación con alguien como mi pareja, para quien eso no es una prioridad. El ex del sexo maravilloso no veía porno, pero sé que había visto bastante, o sé que tenía sus propios gustos y fetiches y que a mí me excitaban. La frontera es muy difusa. No me hubiera gustado que me dijera: «Por favor, ¿puedes hacer esto o lo otro?». Y cuando oigo a parejas que cuentan que ven porno juntos para excitarse, me suena extraño. No me imagino que eso me pusiera cachonda para nada.

 

O dejar el porno puesto mientras lo hacen. Esa idea me parece impactante.

A mí también. Me suena fatal.

 

¿Has llegado al punto en el que, para ti, masturbarse es sinónimo de porno? ¿Alguna vez te masturbas sin verlo?

Hay veces que me masturbo y no veo porno. El porno solo acelera el proceso. Empecé a contarte antes, y me fui por las ramas, que yo lo concibo desde una perspectiva que hace que me sienta un poco masculina, como si solo me gustara para correrme. ¿No había un episodio de Fleabag en el que ella básicamente dice: «Estoy cansada, solo quiero tener un orgasmo e irme a dormir»? Los hombres probablemente hacen justo eso y no pasa nada, pero suena sórdido. Luego me pregunto si sería igual si el porno fuese diferente. Está demasiado centrado en el hombre: hay un cuerpo femenino precioso, y un hombre que o bien no tiene cabeza o es completamente invisible. Sé que existe porno hecho para mujeres, pero a mí no me funciona. En cualquier caso, el porno mainstream está grabado desde una perspectiva masculina, el cuerpo de la mujer está cosificado y es muy bonito, y me pregunto si ese factor lo hace parecer más como una transacción cuando lo único que busco es correrme.

 

Cuando era joven, mucha de la ansiedad con respecto a mi cuerpo venía de las mujeres de las revistas. No me la provocaban a propósito, claro, pero parecía como si la respaldasen. Ahora me he desentendido de ellas y siento menos ansiedad en torno a mi cuerpo —por muchas otras razones, desde luego que esa no es la única—, pero de vez en cuando las hojeo en el quiosco u otra parte y noto ese extraño pinchazo, una especie de quemazón. Pienso «vaya, aquí está otra vez esa sensación antigua, profunda y horrible, y no quiero tener nada que ver con ella». Al oír lo que has dicho me pregunto si el porno produce lo mismo.

Por supuesto. Porque muchas de las mujeres que salen son guapas o anoréxicas. Creo que lo que me molesta es que me he dado cuenta de que me siento más atraída cuando es gente guapa la que hace porno. ¡Es un problema! Con el tema de la imagen del cuerpo: tuve un bebé, ya sabes, y entiendo que lleva su tiempo. Claro, me gustaría ponerme estos vaqueros porque son más cómodos, pero puedo perdonármelo porque ahora no puedo salir a correr todos los días, ¿sabes a lo que me refiero? Y está bien así.

 

¿Salías a correr todos los días?

Sí. Quizá esté relacionado con problemas de imagen corporal, antiguos desórdenes alimenticios, etcétera. Con las cosas de la imagen corporal, ahora puedo vivir si pienso que prefiero comerme un postre antes que tener ese aspecto, pero es lo que dices, quema. También he descubierto que, aunque tenga este cuerpo, no querría ver a alguien como yo follando. No quisiera ver follar a alguien que tiene michelines. Y, sin embargo, yo follo, con michelín incluido. Todo el mundo merece tener relaciones sexuales, ¿sabes?, merece sexo del bueno. Además, hay que decir que no hay mucho porno con michelines por ahí. No es que me aparte si lo veo, simplemente no hay mucho que ver. ¿No es cierto? Puede que el problema sea que el porno es muy extremo: o bien sale con gente esquelética o bien entramos en el fetiche con gente gorda, que tiene su propia categoría y es diferente. Quizá yo no encajo en el medio. Vi a Jon Ronson cuando hizo su gira The Last Days of August,