Preguntemos a Platón - Paloma Ortiz García - E-Book

Preguntemos a Platón E-Book

Paloma Ortiz García

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Algunas observaciones de Platón siguen siendo sorprendentemente actuales; otras, ayudan al debate y a la reflexión. La autora ha analizado el conjunto de sus diálogos hasta dibujar una línea de evolución: junto a la virtud —sin olvidar su contribución a la teoría del conocimiento— se alzan el amor y la política, ejes fundamentales de su pensamiento. El resultado es un centenar de textos que dibujan el panorama de la vida intelectual y cultural de Atenas en los siglos V y IV, que tanto ha contribuido a configurar el mundo que conocemos.

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Estudio, selección de textos y traducción de

PALOMA ORTIZ GARCÍA

PREGUNTEMOS A PLATÓN

sobre virtud, amor y política

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2021 by PALOMA ORTIZ GARCÍA

© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5953-4

ISBN (versión digital): 978-84-321-5954-1

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A cada intérprete le dice, también en nuestros días, algo la obra de Platón; pero sin que pueda captarla en su integridad, pues ni un intérprete, ni una época, ni veinticuatro siglos agotan la vena de las intenciones del pensamiento platónico.

J. S. Lasso de la Vega

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITA

PRÓLOGO

1. SÓCRATES, MODELO DE VIRTUD

2. ¿SE PUEDE ENSEÑAR LA VIRTUD?

3. BIENES Y MALES

4. ¿QUÉ ES LA VIRTUD?

5. AMOR Y VIRTUD

6. LAS VIRTUDES

7. LA VIRTUD Y LOS GOBERNANTES

8. VIRTUD Y POLÍTICA

9. LA VIRTUD Y EL MÁS ALLÁ: PREMIOS Y CASTIGOS

EPÍLOGO TESTAMENTO MORAL

BIBLIOGRAFÍA

APÉNDICE 1. CRONOLOGÍA PLATÓNICA

APÉNDICE 2.ALGUNAS DEFINICIONES

APÉNDICE 3.LA VIRTUD

APÉNDICE 4.LAS VIRTUDES DEL FILÓSOFO (Rep. 485 a-487 a)

ÍNDICE DE PERSONAJES Y LUGARES (LOS NÚMEROS REMITEN A LOS TEXTOS)

ÍNDICE DE PASAJES PLATÓNICOS TRADUCIDOS

AUTORA

PRÓLOGO

EN 415 A. C., EN MITAD DE LAGuerra del Peloponeso, los atenienses preparaban la flota que había de invadir las ciudades de Sicilia, pero los preparativos se vieron interrumpidos por un sacrilegio atroz: las hermas —pilares de piedra que se ponían en las encrucijadas sosteniendo un busto de Hermes, dios de los caminos, con unos genitales masculinos tallados a la mitad de la altura del pilar— habían sido mutilados por uno o varios desconocidos. Como había sido costumbre en otros tiempos con los ladrones más despreciables, a las imágenes consagradas al dios les habían cortado nariz y genitales.

Naturalmente, ese escándalo y los preparativos de la expedición contra Sicilia se adueñaban de las conversaciones en Atenas. Por entonces más o menos empezaba a frecuentar los gimnasios y a codearse con los adultos un niño vivaz y espabilado de unos once o doce años que estaba destinado a marcar el desarrollo de la historia cultural de Occidente: Platón.

Influenciado en sus años juveniles por un cantero bien conocido en Atenas por su sorprendente habilidad para el debate dialéctico, Sócrates, cuyas inquietudes se movían en el terreno de la moral y la precisión del discurso, la andadura del joven Platón por los senderos filosóficos le llevó de la reflexión sobre la virtud hacia la materia política y la teoría del conocimiento sin desdeñar temas como el amor, la inspiración poética o las especulaciones sobre el Más Allá. Interesado por todo género de indagación, siguió las investigaciones de sus contemporáneos en el terreno de la cosmología, la física, la matemática…

A lo largo de toda su vida, sin embargo, no le abandonó nunca el interés que Sócrates había despertado en él por la cuestión de la virtud, y desde sus primeros diálogos hasta los últimos reaparece una y otra vez, manifestándose como uno de los elementos centrales de su filosofía —el otro es la teoría del conocimiento—. La elegancia del estilo platónico, la gracia y frescura de sus diálogos, lo animado de sus puestas en escena y la vivacidad en la recreación de personajes dotan a sus obras de un encanto especial, y son las razones de que los antiguos le atribuyeran una temprana vocación poética, abandonada en pos de la filosofía. Y su influjo, vivo entre nosotros, lo describe con brevedad y acierto la frase de Whitehead que se ha hecho famosa: Toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica.

Todo ello explica el porqué de este libro: las inquietudes, observaciones y reflexiones platónicas siguen siendo unas veces sorprendentemente actuales y válidas; otras, base para el debate o la reflexión; su pensamiento, aunque accesible en múltiples versiones que contienen resúmenes y comentarios, sigue mereciendo lo grato de su lectura.

La tarea, aun habiéndola inscrito en un tema muy concreto, no ha sido menuda: no siempre es sencilla la lectura de Platón, como la de cualquier otro filósofo, y si uno se lanza a la obra completa, como es el caso, tampoco breve. No es, desde luego, la línea de estudio que se viene siguiendo en los últimos decenios, durante los cuales se ha puesto mucho más el acento en la exégesis y valoración de diálogos concretos. En nuestro caso, el contacto con el conjunto de los diálogos platónicos hizo que poco a poco se fuera dibujando una línea de evolución que en lo fundamental —no nos engañemos— no podía sino venir a coincidir con la que generaciones de filósofos y filólogos habían percibido en el pensamiento del maestro: no cabe pretender a estas alturas, tras dos milenios y medio de exégesis platónica, alcanzar grandes descubrimientos. Pero sí podemos ofrecer una constatación: que junto a la virtud se alzan otros dos conceptos, los de amor y política, que se muestran especialmente significativos y especialmente unidos al de la virtud, y que vienen a ser, junto con las investigaciones en teoría del conocimiento, los ejes fundamentales del pensamiento platónico.

El resultado del estudio lo tiene el lector ante sí: un centenar aproximado de textos platónicos relativos a la virtud y las virtudes, el amor y la política que ponen de relieve a la primera como motor de su inquietud filosófica, elemento fundamental en la génesis de la teoría de las Ideas y pivote sobre el que giró su pensamiento político[1]: en suma, motivo central de su filosofar. Los pasajes seleccionados son, a la vez, pinceladas que contribuyen a dibujar el panorama de la vida intelectual y cotidiana de Atenas a lo largo de los siglos V y IV: instantáneas que retratan la figura pintoresca de Sócrates, debates sobre los motivos que servían de base a la educación para la vida política, juicios sobre la significación de la sofística, reflexiones sobre la cuestión de si la virtud se puede enseñar, cuadros que hacen patente el peso de la piedad y la religiosidad en la vida de los griegos, imágenes del Más Allá, testimonios sobre la evolución personal del propio Platón… En resumen, una aproximación a la historia de la ciudad y la sociedad en cuyo desarrollo y auge desempeñaron un papel tan destacado el humanismo y la democracia, los mismos que hemos heredado de ella y en los que reconocemos las señales que identifican a nuestra sociedad. Y en los textos se plasma también la propia personalidad platónica y su evolución, desde la frescura con que retrata situaciones y personajes en los diálogos más antiguos (Lisis, Cármides, Laques, Protágoras…) a la rigidez creciente en el estilo y la doctrina que, especialmente en las Leyes, nos retrata a Platón de imagen próxima a la del moralista y el legislador autoritario.

La traducción de los textos platónicos es nueva y es mía, realizada sobre la edición griega de Burnett (Oxford, cinco vols., 1901-1907, con múltiples reediciones), y también la selección de textos es obra mía y trabajo original. En la versión el lector no encontrará muchas novedades, pero una de ellas hay que destacarla: si uno contrasta el texto griego de Platón con las traducciones que hoy en día corren impresas en español —de mucha calidad la mayor parte de ellas, aunque no todas—, percibe cierta falta de precisión y coherencia en la traslación de algunos términos significativos. Esto es especialmente perceptible en el caso de los nombres de las principales virtudes; es frecuente en las traducciones al uso que cada uno de esos nombres reciba traducciones distintas no solo en distintos diálogos, sino a veces en distintos pasajes dentro del mismo diálogo, con la particularidad de que, además, los términos empleados en la traducción no siempre se corresponden con el significado preciso de la palabra griega.

No es lugar para entrar ampliamente en precisiones filológicas, aunque debo decir que he procurado que la minuciosidad estuviera constantemente presente en mi trabajo. Pero entiendo que desde el principio importa dejar claras ciertas equivalencias en los nombres a que antes he aludido: en las virtudes morales, dikaiosýnē es el nombre de la ‘justicia’; sōphrosýnē es ‘templanza’ o ‘moderación’ —en sus acepciones sinónimas—; andreía es el ‘valor’; phrónēsis, la ‘prudencia’ o, con menos frecuencia, el ‘pensamiento prudente’ o ‘conocimiento prudente’; en cuanto a las virtudes intelectuales, sophía es la ‘sabiduría’ en tanto que característica del experto en una materia, y a veces se utiliza como sinónimo de phrónēsis dando por sentado que el hombre phrónimos (‘prudente’) es un hombre sophós (un ‘sabio’) en sentido general; noûs es el ‘entendimiento’ y sýnesises la ‘comprensión’)[2]. Y los vicios que se les oponen son la ‘injusticia’ (adikía), el ‘desenfreno’ (akolasía), la ‘cobardía’ (deilía) y la ‘ignorancia’ o ‘falta de educación’ (amathía).

Otro punto, dentro de esa misma materia, se refiere al término mousiké: apartándome un tanto de la tradición, aunque sin ser la primera en innovar en este punto[3], lo he traducido por ‘artes de las Musas’, ante la evidencia de que el término mousiké se refiere a veces a lo que nosotros entendemos por ‘música’ —tanto la vocal como la instrumental— pero que la mayor parte de las veces alude también a los diferentes géneros poéticos y a algunas otras actividades artísticas, como la danza.

También la palabra pólis, en su doble significado ‘ciudad’ y ‘estado’, ha necesitado de atención para atenernos a la acepción más adecuada en cada contexto, dado que en griego clásico no existía término específico para el concepto de ‘estado’ y que esa ausencia se suple con el término común de pólis, que designa también el espacio físico o la comunidad humana sin la referencia específica al mundo de la política con que nosotros lo usamos.

Los criterios que me han guiado para seleccionar los textos han sido varios: en primer lugar, naturalmente, su pertinencia en relación con el tema; después, la claridad, porque en una obra tan extensa como la platónica es frecuente que los mismos temas se traten en distintos lugares de la obra, y he preferido los más claros a los más abstrusos y los que ayudaran a percibir la evolución del pensamiento platónico —en sus sesenta años aproximados de reflexión filosófica tuvo mucho tiempo para precisar y aquilatar su pensamiento y, sabio como era, incluso para cambiar de opinión—; el tercer criterio ha sido la belleza literaria, porque si en griego hay una prosa elegante, expresiva y poética, que haya servido de modelo —y no solo a griegos, que no hay más que leer a fray Luis—, esa es la de Platón, y entiendo que difundir la obra y el pensamiento platónicos ha de ser también poner al lector en contacto con la elegancia del maestro.

Me gustaría haber alcanzado el empeño que me proponía, y con ese ánimo se lo ofrezco al lector.

Nota: Al final de la obra podrá hallar el interesado un índice de pasajes citados, un apartado de bibliografía sin pretensión de ser exhaustiva, sino para que pueda servir al lector como guía en terrenos que aquí no procedía explorar; hallará también las abreviaturas empleadas para los títulos de las obras platónicas y, entre paréntesis, el número del texto en que se hallan en este libro; tras ello, una cronología platónica y algunos esquemas sobre cuestiones fundamentales del contenido de esta obra.

[1] Que la teoría de las Ideas surgió a partir de la problemática moral de origen socrático lo indican ciertos pasajes de Aristóteles (p. ej., Metaf. XIII 4, 1078 b; Metaf. I 6, 987 b), no siempre palmarios, pero confirmados por los diálogos juveniles; en cuanto a la relación entre el tema de la virtud y el de la política, la deja clara la reflexión sobre la justicia con que se abre el libro I de la República.

[2] GUTHRIE, op. cit., vol. IV, págs. 259-60, recoge otras opiniones que no puedo compartir plenamente.

[3]J. DE HOZ ya propuso en su día “cultura literaria” para verter el término, y H. I. MARROU (Historia de la educación en la Antigüedad, cap. IV “La antigua educación ateniense”, apdo. ‘Educación musical’) se apoya en Teognis I 791 y en Platón, Leyes 654 a-b para sostener que mousiké en Platón significa “dominios de las Musas”.

1. SÓCRATES, MODELO DE VIRTUD

…admirando su natural, su moderación y valor, al haberme encontrado con un hombre de cualidades como yo no creí nunca que fuera a encontrar en punto a prudencia y perseverancia…

Banq. 219 d

SI A FINES DEL SIGLO V A. C. había en Atenas algo cotidiano, aparte de la imagen del Partenón y los avatares de la Guerra del Peloponeso, ese algo era sin duda la costumbre de pasar buena parte de la jornada en algún gimnasio. Allí coincidían los hombres adultos, que charlaban de sus asuntos, los jóvenes, que se entrenaban en la lucha y otros ejercicios bajo la supervisión de los preparadores, y los críos que, a partir de los diez o doce años, no necesitando ya los cuidados de las mujeres, iban haciendo su entrada en la vida masculina acompañados de sus pedagogos.

En ese tiempo compartido, la veneración por la belleza de los efebos se prestaba a ir tejiendo relaciones de muy diversos géneros, que podían ir desde un afecto de carácter platónico, en el sentido en que hoy empleamos la expresión ‘amor platónico’ (como en el Lisis la fijación del joven Hipotales por el aún más joven Lisis) hasta la relación sexual plena que Alcibíades dice haber pretendido —sin alcanzarla— con Sócrates (Banquete 217 a-219 d), pasando por simples charlas como las que Sócrates establecía con los jóvenes, del estilo de las que aparecen en los diálogos Lisis y Cármides o aquellas a las que se alude en Laques 180 e-181 a.

Junto a la faceta emocional presente en esas amistades y amores, allí se trataban y producían asuntos de carácter físico o intelectual de lo más variado: entrenamientos gimnásticos, preparación para la lucha, conversaciones sobre negocios, novedades de la ciudad o asuntos familiares, debates sobre cuestiones de más o menos fuste… Relaciones que iban conformando el mundo social de los habitantes de Atenas.

Ese era el ambiente en que se movía Sócrates, y allí lo trascendente de sus temas de conversación —la virtud, la piedad, la moderación, el afecto, la amistad…— era, con toda probabilidad, lo primero que atraía hacia él a los jóvenes —y a los no tan jóvenes— aficionados a la filosofía aún antes de que el nombre de esta tuviera un significado plenamente definido. Junto a ello, su desprecio de los convencionalismos y su habilidad dialéctica, el pasar toda su vida ironizando, (como dice Alcibíades en Banquete 216 e) hacían a aquel cantero, natural del demo de Alópece, capaz de refutar a todo aquel que se aviniera a conversar con él, lo que constituía sin duda un ameno espectáculo para el ánimo jocoso de los jóvenes.

En ese mundo debió de introducirse Platón, como los demás muchachos atenienses, a partir de los doce años más o menos, y allí debió de trabar conocimiento poco a poco con unos y otros, partiendo de sus propias relaciones familiares. Es probable que fuera así como conoció a Sócrates, amigo de sus hermanos Adimanto y Glaucón, a los que Platón iba a presentar años más tarde como principales interlocutores de Sócrates en la República.

Al parecer, la personalidad de Sócrates atrajo desde muy pronto a Platón e hizo de él uno de los habituales en el grupo de sus seguidores (hasta el punto de que solo la enfermedad le apartó de Sócrates en la fecha de su muerte, Fedón 59 b), y esa relación marcó su vida de modo decisivo, pues a partir de entonces Platón vivió dedicado a la filosofía hasta el fin de sus días.

El trato personal con Sócrates y las noticias que pudo conocer sobre él gracias a los relatos de sus contemporáneos presentaban al personaje como un modelo de resistencia física y valor en la guerra, como un modelo de templanza y moderación en los placeres, como un modelo de justicia y de respeto a las leyes… Esos elementos modélicos del carácter de Sócrates nos hacen ver que ya cuando Platón compuso sus primeras obras tenía en mente las que a lo largo de toda su vida consideraría las principales virtudes: prudencia, justicia, valor, templanza y piedad, de casi todas las cuales hace poseedor a su maestro. Es cierto también que en esa opinión platónica hay elementos que pertenecen al sentir común de su tiempo y que sus alabanzas tienen un punto de tópico literario, como lo demuestran determinadas coincidencias.

Y es que Platón no era el único en su tiempo que tenía a Sócrates por un dechado de virtudes: también Jenofonte cierra sus Recuerdos de Sócrates (IV 8, 11) con el broche de oro de la enumeración de las virtudes del maestro. Allí Jenofonte califica a Sócrates de piadoso (eusebés), justo (díkaios) y continente (encratés); sus alabanzas no se limitan a la personalidad del maestro, sino que a la enumeración de sus virtudes propiamente morales añade rasgos que ponen de relieve su excelencia como filósofo. La transición entre una y otra serie de virtudes viene marcada por el calificativo de prudente[1] (phrónimos), que se explicita no en términos de vida cotidiana, sino de capacidad filosófica: Eraprudente hasta el punto de que no se equivocaba cuando juzgaba lo mejor y lo peor y no necesitaba de otro consejero, sino que se bastaba para reconocerlo.

Y cuando Jenofonte alaba en Sócrates que fuera capaz de exponer mediante la palabra y definir las virtudes y también especialmente capaz de poner a prueba y refutar al que erraba y exhortarle a la virtud y la probidad, está elogiando sus capacidades como dialéctico y moralista. No deja de tener algo de paradójico en estas series de virtudes que Jenofonte, hombre de acción y de vida militar, omita en su loa la virtud del valor, y que sea Platón, de quien no conocemos actividad guerrera alguna, quien ponga en boca del general Laques y del belicoso Alcibíades el encomio del valor de Sócrates.

En los textos que siguen en este capítulo, procedentes en su mayoría de los diálogos anteriores al período de madurez (la excepción son los pasajes del Banquete), hallamos menciones explícitas del valor, la moderación, la justicia y la piedad, aunque no de la prudencia. Según Aristóteles, esta virtud se ocupa de lo relativo a la acción y versa sobre lo humano y sobre aquello en lo que cabe deliberación; a la luz de cómo se desarrolló el juicio contra Sócrates, quizá debamos reconocer el acierto de su discípulo: el Sócrates excelso, modélico en su valor y su coherencia, el Sócrates que se enfrenta por igual a los excesos del demos en el asunto de las Arginusas[2] y a los de los Treinta Tiranos en el episodio de León de Salamina[3], el Sócrates al que alaban por su valor el general Laques y el brillante y ambicioso Alcibíades, el que no está dispuesto a desobedecer a las leyes ni siquiera para librarse de la muerte, es un personaje que despierta la admiración, digno de ser alabado e imitado, pero su elección del difícil camino del análisis, el raciocinio y el amor a la verdad quizá no fue la decisión más prudente, como quiso hacerle ver Critón, al menos si tenemos presente lo que unas décadas después decía Aristóteles: Parece que lo propio del hombre prudente es poder deliberar bien sobre lo bueno y conveniente para sí mismo no parcialmente, …sino qué conviene en general para vivir bien.

Sócrates solo sucumbió cuando las mentes estrechas de Ánito, Meleto y Licón le pusieron en la tesitura de renunciar a sus convicciones ante los jueces bajo la más grave de las acusaciones, la de impiedad (asebeía). Y es que la impiedad, el no creer en los dioses en los que la ciudad cree, en los términos en que Jenofonte nos ha transmitido el texto de la acusación, era el peor de los delitos: el historiador Julio Pólux (Onomasticón VIII 105-106) nos informa de que, cuando a la edad de dieciséis o dieciocho años, el joven ateniense se presentaba para ser admitido en la ciudad, pronunciaba un juramento comprometiéndose, entre otras cosas, a respetar siempre la religión de la ciudad. Es decir, el elemento medular de la vida de la ciudad griega no era la constitución, como lo es para nosotros, sino la religiosidad. El delito de impiedad no era solo algo concerniente al ámbito religioso, sino también al político, y la acusación de impiedad equivalía a la de traición al Estado, así que el delito por el que se condenó a Sócrates era, sobre todo, el de atentar contra el Estado.

Con todo, el empeño de Sócrates en mantenerse coherente, que fue lo que le condujo a la muerte, probablemente fue también la causa del engrandecimiento de su figura. La coherencia —cuyo nombre, por cierto, no tiene equivalente exacto en griego— fue seguramente la virtud socrática que más impresionó al joven Platón, y a muchos otros ciudadanos notables de Atenas, como el general Laques, y es, quizá, lo que aún hoy nos sigue atrayendo hacia su figura y lo que hace que también entre nosotros el nombre de Sócrates siga siendo equivalente a ‘modelo de virtud’.

ELOGIO DE SÓCRATES

Para empezar, hemos elegido, por su concisión, los elogios de Sócrates que figuran en uno de los más conocidos episodios del Banquete platónico: la irrupción de Alcibíades en casa del poeta trágico Agatón. En la velada tras la cena con que este último y sus convivas celebran el triunfo del dueño de la casa en el certamen anual de tragedia, se presenta el expansivo Alcibíades coronado de hiedra y violetas y con cintas en la cabeza, borracho y sostenido por flautistas y esclavos.

La intención del visitante inesperado era la de felicitar a Agatón, y su llegada coincide con el momento en que los demás participantes ya han concluido los discursos con que entretenían la noche. Por eso le invitan a acomodarse y le invitan también a contribuir a la amenidad de la reunión con un elogio al Amor.

Y Alcibíades cuenta que en su juventud había admirado a Sócrates hasta el punto de estar dispuesto a ser su amante; pero habida cuenta del nulo resultado que sus intentos de aproximación habían cosechado en aquel entonces, elige en ese momento hacer el elogio moral de Sócrates: porque a pesar de las trampas con que Alcibíades pretendía alcanzar la relación física, y aun siendo Alcibíades el joven más bello de Atenas y aun siendo conocido Sócrates por su afición a los jóvenes bellos, el filósofo nunca se dejó caer por esa pendiente. La admiración de Alcibíades por Sócrates no para ahí, sino que, unas líneas más adelante, amplía el elogio de la capacidad de resistencia moral del filósofo con la descripción de su resistencia física.

1

Su resistencia moral

ALCIBÍADES.— Después de esto, ¿qué estado de ánimo creéis que tenía yo, pensando, por un lado, que había sido despreciado y, admirando, por otro, su natural, su moderación y valor, al haberme encontrado con un hombre de cualidades como yo no creí nunca que fuera a encontrar en punto a prudencia y perseverancia? Así que ni era capaz de enfadarme y privarme de su compañía ni hallaba medio de acercarme a él. Y yo sabía bien que en punto a lo material era mucho más invulnerable que Ayante al hierro.

Banq. 219 d

2

Su resistencia física

ALCIBÍADES.— Después de aquello estuvimos los dos en la expedición contra Potidea, y allí coincidíamos en las comidas. Primero, en las fatigas era superior no solo a mí, sino también a todos los demás; cada vez que, por habernos quedado aislados en algún sitio, como suele ocurrir en las campañas militares, nos veíamos obligados a estar sin comer, los otros no eran nada para resistir, y a la vez, en los banquetes, era único en la capacidad de disfrutar, y especialmente en la bebida vencía a todos siempre que se veía obligado, aunque no quisiera; y lo más admirable de todo: hasta ahora nadie ha visto a Sócrates borracho —y me parece que pronto tendréis la prueba de esto—[4].

Y en su resistencia a las inclemencias invernales —porque allí el invierno es terrible— hizo siempre cosas admirables, y especialmente en una ocasión en que había una helada de lo más tremendo y nadie salía del refugio o, si alguien salía, vestido con una cantidad asombrosa de ropa y con los pies calzados envueltos en fieltros y pieles de cordero, en aquellas circunstancias él salía con un manto exactamente igual que el que solía llevar antes, y andaba por el hielo descalzo con más facilidad que los otros calzados, y los soldados lo miraban con desconfianza creyendo que los despreciaba.

Banq. 219 e-220 b

FIRMEZA DE CARÁCTER ENSÓCRATES

Dos atenienses hijos de ilustres padres pero no especialmente brillantes ellos mismos, Lisímaco, hijo de Aristides el Justo, y Melesias, hijo de Tucídides, personaje destacado del bando aristocrático, recurren a los generales Laques y Nicias, para que les aconsejen sobre la educación de sus hijos. Cuando Nicias sugiere recurrir a Sócrates, este propone que sean los generales los que lleven adelante la argumentación, si es que están dispuestos a la conversación. Y Laques manifiesta su asentimiento en los siguientes términos.

3

Coherencia de palabras y obras

LAQUES.— Mi posición respecto a los discursos, Nicias, es simple o, si quieres, no simple, sino doble. A alguien podría parecerle que soy al mismo tiempo amigo y enemigo de discursos: cuando oigo hablar sobre la virtud o sobre algún tipo de sabiduría a un hombre que es verdaderamente un hombre y que vale lo que sus discursos, disfruto sobremanera al ver que casan bien y armonizan entre sí al mismo tiempo el que habla y lo que dice. Y me parece totalmente que ese tal es un músico que ha compuesto la más hermosa de las armonías no con la lira ni con instrumentos de diversión, sino de verdad, al haber hecho acordes en su propia vida las palabras con los hechos […].

Alguien así me hace disfrutar cuando habla y hace que a cualquiera le parezca que soy amigo de discursos, con tanta vehemencia recibo lo que dice, pero el que hace lo contrario me molesta, tanto más cuanto mejor parezca que habla, y al punto hace que yo parezca enemigo de los discursos.

Yo, por otra parte, no tengo experiencia de los discursos de Sócrates, pero antes, como corresponde, he tenido experiencia de sus obras, y allí descubrí que era un hombre que valía lo que los bellos discursos y la franqueza total. Así que, siendo así, estoy de acuerdo con que sea este hombre, y con muchísimo gusto sería puesto a prueba por una persona así y no me pesaría aprender, sino que estoy de acuerdo con Solón[5], añadiendo solo una cosa: mientras envejezco, estoy dispuesto a aprender muchas cosas, pero solo de hombres de bien.

Laq. 188c-189 a

En su discurso de defensa, Sócrates intenta persuadir a los jueces de la falsedad de las acusaciones contra él recordándoles la firmeza de sus comportamientos, manifestada en los avatares políticos y en el terreno religioso. En este último, la acusación de impiedad, el no creer en los dioses en que la ciudad creía era de especial importancia en razón de la profunda relación que se daba en las ciudades griega y, en general, en las sociedades antiguas entre religiosidad y política: cuando el joven ateniense, a los dieciséis o dieciocho años, iba a ser admitido como ciudadano, pronunciaba un juramento en el que también se comprometía, entre otras cosas, a respetar siempre la religión de la ciudad. El delito del que se acusaba a Sócrates no era solo el sacrilegio del ateísmo, era también la traición al estado.

Por eso Platón le hace traer a colación tanto la honestidad de su postura política como las muestras de su respeto a la divinidad. La primera se manifestó en su obediencia a los generales en la guerra, pero también en su oposición a las órdenes inicuas o ilegales de los políticos, lo mismo frente a la Asamblea democrática que frente al gobierno tiránico de los Treinta. Su piedad y respeto a los dioses se muestra en la obediencia de Sócrates a las voces divinas del daimon que le acompañaba desde pequeño y a las órdenes del dios de Delfos que le empujaban a continuar con sus investigaciones y a persistir en sus actitudes de reflexión y crítica, sometiéndose a examen a sí mismo y a los demás.

La imagen de firmeza queda así puesta de relieve en sus comportamientos en la guerra, como hombre de valor, y en la paz en su actitud piadosa y de defensa de la justicia.

4

Firmeza en la guerra y en la piedad

SÓCRATES.— El puesto que uno mismo se adjudica por considerar que es lo mejor, o en el que es colocado por un jefe, es donde debe uno permanecer y arriesgarse —creo yo— sin tener en cuenta en absoluto ni la muerte ni ninguna otra cosa por delante de la deshonra.

Yo habría hecho una cosa atroz, atenienses, si cuando los jefes que vosotros elegisteis para mandarme en Potidea y en Anfípolis y en Delion[6] me lo mandaron, en esa ocasión permanecí donde aquellos me mandaban y me arriesgué a morir, como cualquier otro, pero cuando, según yo creía y sospechaba, el dios me daba la orden de que yo tenía que vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, en ese caso por temor a la muerte o a cualquier otra cosa hubiera abandonado la posición.

Sería algo terrible, y entonces sí que podría cualquiera traerme con justicia ante el tribunal, porque si desobedezco al oráculo y temo a la muerte y creo ser sabio sin serlo, es que no creo que existan dioses.

Apol. 28 d-29 a

5

Firmeza y coherencia frente a la injusticia

SÓCRATES.—Os proporcionaré grandes pruebas de ello[7] no con palabras, sino con lo que vosotros más apreciáis, con obras. Escuchad lo que me pasó, para que veáis que no cedería un punto de lo justo por temor a la muerte, y que moriría antes que ceder. Os voy a hablar de cosas pesadas y minucias legales, pero ciertas, pues yo, atenienses, no he desempeñado hasta ahora ninguna otra magistratura en la ciudad, pero he sido miembro del Consejo. Y dio la casualidad de que mi tribu, la Antióquide, estaba en el pritaneo[8] cuando decidisteis juzgar de una sola vez, todos juntos, a los diez estrategos que no habían recogido los cadáveres de la batalla naval —ilegalmente, como tiempo después os pareció a todos vosotros—. Entonces fui yo el único de los prítanos que se opuso a que vosotros hicierais nada ilegal, y voté en contra. Y cuando los oradores estaban dispuestos a enjuiciarme y a hacerme detener y vosotros lo ordenabais y gritabais, yo consideraba que era más necesario arriesgarme del lado de la ley y de lo justo que estar de vuestro lado por temor a la prisión o a la muerte cuando acordabais cosas que no eran justas.

Y eso era cuando la ciudad aún tenía la democracia. Cuando llegó la oligarquía, los Treinta, mandando a buscarme a la rotonda con otros cuatro, me ordenaron traer de Salamina a León el Salaminio para matarlo, igual que les habían mandado a muchos otros muchas cosas de ese estilo, pretendiendo acrecentar el número de responsables. En aquel caso yo demostré no de palabra, sino de obra, que la muerte me importa, aunque sea bastante vulgar decirlo, un comino, pero que el no hacer nada injusto ni impío, eso me importa enteramente. A mí aquel gobierno, aun teniendo tanta fuerza, no me arredró hasta el punto de llevarme a hacer algo injusto, sino que cuando salimos de la rotonda, los otros cuatro fueron a Salamina y detuvieron a León, pero yo me marché y me fui a mi casa. Y quizá hubiera muerto por ello, si no hubiera sido que aquel gobierno cayó pronto.

Apol. 32 a-d

EL RESPETO A LAS LEYES

La dignidad del comportamiento político de Sócrates se manifiesta sobre todo en la rectitud de su respeto a la ley. Cuando su futuro inmediato es ya el cumplimiento de la pena de muerte que se le había impuesto, su amigo Critón le propone huir de Atenas: si se fuera a otra ciudad, podría librarse de la muerte, y sus amigos se ocuparían de que no pasaran escaseces ni él ni su familia. Pero Sócrates se niega rotundamente: las leyes presidieron y ordenaron el matrimonio de sus padres y su propio nacimiento y educación; si ahora las leyes juzgan que merece un castigo porque su comportamiento ha sido contrario a ellas, Sócrates no puede ni debe contrariarlas. La argumentación nos es presentada de un modo especialmente vivaz, bajo la forma de un diálogo entre Sócrates y las leyes, recurso que tal vez debamos atribuir a la juvenil vocación platónica por la poesía y el teatro, pero del que resulta, además, una gran potencia persuasiva y didáctica.

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Firmeza y coherencia en la obediencia a las leyes

SÓCRATES.—Tanto si lo dice la mayoría como si no, y tanto si vamos a pasar por situaciones más penosas como si por más gratas, en cualquier caso, de todas maneras, es feo y vergonzoso tratar injustamente al que nos ha tratado injustamente. ¿Lo afirmamos o no?

CRITÓN.— Lo afirmamos.

SÓC.— Por tanto, no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

CRI.— Desde luego que no.

SÓC.— Por tanto, tampoco hay que devolver la injusticia a quien nos trató con injusticia, como opina el vulgo, puesto que no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

CRI.— Es evidente que no. […]

SÓC.— Míralo así. Si fuéramos a escaparnos de aquí a hurtadillas, o como quieras llamarlo, y vinieran las leyes y el común de la ciudad y puestos en pie dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes en mente hacer? Lo que pretendes con esa acción que estás emprendiendo, ¿es alguna cosa distinta de hacernos perecer a nosotras, las leyes, y a toda la ciudad en lo que de ti depende? ¿O te parece que es posible que siga siendo una ciudad y que no quede patas arriba aquella en la que las sentencias que se dan no tienen fuerza alguna, sino que por obra de los particulares dejan de tener vigencia y se ven echadas a perder?». ¿Qué les vamos a decir, Critón, a ese y a otros argumentos semejantes? Uno podría decir muchas cosas, sobre todo un orador, en defensa de esta ley echada a perder, la que ordena que las sentencias emitidas tengan vigencia. ¿O vamos a decirles: «Es que la ciudad nos trataba injustamente y no juzgó acertadamente el caso?». ¿Vamos a decirles eso o qué?

CRI.— Eso, Sócrates, ¡por Zeus!

SÓC.— Y entonces, ¿qué van a decirnos las leyes?: «Sócrates, ¿era eso lo que teníamos acordado tú y nosotras? ¿O acatar las sentencias que dicte la ciudad?». Y en caso de que nos extrañáramos de que estuvieran hablando, quizá dirían: ¡Ay, Sócrates! No te extrañes de que lo que decimos y responde, ya que también tú sueles usar lo de preguntar y responder. ¡Vamos! ¿Qué nos reclamas a nosotras y a la ciudad, que intentas destruirnos? ¿No es lo primero que nosotras te procreamos, y que gracias a nosotros tu padre desposó a tu madre y te engendró? Dinos, ¿es que reprochas a algunas de nosotras, las leyes del matrimonio, que no están bien?» «No os lo reprocho», diría. «Entonces, ¿es a las leyes sobre la crianza del nacido y la educación en la que te educaron? ¿Es que nosotras, las leyes puestas para ese fin, no dábamos prescripciones acertadas al indicar a tu padre que te educara en las artes de las Musas y el ejercicio físico?». «Lo hacíais bien», diría yo.

«¡Bien! Puesto que naciste y te criamos y educamos, ¿podrías, lo primero, decir que no eres retoño y siervo nuestro, tanto tú como tus antepasados? Y si eso es así, ¿es que crees que estamos en pie de igualdad tú y nosotras respecto a lo justo, y crees que lo que nosotras intentamos hacerte es justo que tú nos lo hagas a tu vez?

Con un padre y con un amo, si lo tuvieras, ¿verdad que no es lo justo estar en pie de igualdad, de manera que lo que te hicieran pudieras hacérselo, ni contestarles cuando les oyeras una mala palabra, ni corresponderles con golpes si te pegaban, ni muchas otras cosas de ese tipo? ¿Y te va a ser lícito con tu patria y con las leyes, de manera que si nosotras intentamos destruirte porque consideramos que es justo, también tú a tu vez intentarás, en la medida de lo que puedas, destruirnos a nosotras, las leyes, y a tu patria, y afirmarás que tú, el que en verdad se preocupa por la virtud, has obrado lo justo al hacerlo?

¿O es que eres tan sabio que no te has dado cuenta de que por encima del padre y de la madre y de todos los demás antepasados es más digna de honra la patria, y más venerable y más sagrada, y merece mayor respeto de los dioses y de los hombres sensatos, y que hay que venerar y ceder más y hacerle más mimos a una patria irritada que a un padre, y que hay o bien que persuadirla o hacer lo que mande y soportar lo que ordene que soportemos llevándolo con calma? Sea que te azoten, sea que te encadenen, sea que te lleven a la guerra para resultar herido o muerto, hay que hacerlo y así es lo justo; y no el ceder ni el retirarse ni abandonar la posición, sino que tanto en la guerra como en el tribunal como en todas partes se ha de hacer lo que manden la ciudad y la patria o persuadirla de lo que sea justo; y no es piadoso usar la violencia ni con la madre ni con el padre, y mucho menos todavía que con estos, con la patria». ¿Qué les diremos a eso, Critón? ¿Dicen la verdad las leyes o no?

CRI.— Desde luego, a mí me parece que sí.

SÓC.— «Mira, pues, Sócrates —dirían quizá las leyes—, si en eso estamos nosotras diciendo la verdad: que lo que estás intentando ahora no es justo que intentes hacérnoslo, pues nosotras, no obstante haberte engendrado, criado, educado y haberte hecho partícipe, tanto a ti como a los demás ciudadanos, de cuantos bienes somos capaces, proclamamos para el ateniense que lo desee la libertad de que, una vez que haya pasado las pruebas y haya visto los asuntos de la ciudad y a nosotras las leyes, que a quien no le gustemos le sea lícito tomar lo suyo y marcharse donde quiera.

Y ninguna de nosotras, las leyes, le es un obstáculo ni se lo prohíbe, tanto si alguno de vosotros quiere irse a una colonia porque no le agradamos nosotras ni la ciudad, como si quiere marcharse a otra parte donde sea extranjero: que se vaya donde quiera con lo suyo. Pero el que de vosotros se quede viendo la manera en que resolvemos los juicios y en que administramos lo demás de la ciudad, afirmamos que ese tiene de hecho un acuerdo con nosotras para hacer lo que nosotras mandemos, y afirmamos que el que no obedezca delinque triplemente, porque no nos obedece siendo nosotras las que le hemos engendrado y porque le hemos criado y porque habiendo aceptado el acuerdo de que nos obedecerá, ni nos obedece ni nos persuade si hacemos algo que no esté bien».

Crit. 49 b, 50 a-51e

[1] Con este calificativo Jenofonte pasa de la alabanza de las virtudes del individuo a la alabanza de la habilidad del filósofo, y esta virtud la describe ya en términos de capacidad filosófica.

[2] En la batalla de las islas Arginusas, próximas a Lesbos (406 a. C.), las naves atenienses vencieron a las de los lacedemonios y sus aliados; pero una gran tempestad impidió a los vencedores recoger a los náufragos; cuando los estrategos regresaron a Atenas e informaron en el Consejo sobre lo sucedido, fueron considerados responsables por ello y entregados a la Asamblea para ser juzgados. Allí se defendieron brevemente cada uno, pues no se puso a su disposición el tiempo de exposición que marcaba la ley (Jenofonte, Helénicas, I 7, 5); aun así, su intervención empezaba a convencer a la Asamblea, pero hubo que posponer la decisión porque, ya de noche, no se podía hacer el recuento de las manos. Al día siguiente se propuso condenar o exculpar a todos de modo conjunto, es decir, en una única votación, en un acto manifiestamente ilegal; los prítanos, —de quienes dependía oficialmente la aceptación o no de tal propuesta— por miedo, convinieron todos en proponerla excepto Sócrates, hijo de Sofronisco. Este se negó y dijo que actuaría en todo de acuerdo con la ley (JENOFONTE, Helénicas I 7, 15).

[3] En un momento en que de nuevo correspondía a Sócrates actuar como prítano, los Treinta acordaron encargarles la detención de León de Salamina un hombre de mérito reconocido y que no había cometido ni una sola injusticia (JENOFONTE, Helénicas II 3, 39), pero Sócrates, sin atender la orden, se marchó a su casa (Platón, Apología 32 c-d).

[4] Los participantes en el banquete en el que se desarrolla esta escena van poco a poco retirándose o quedándose dormidos por efecto del cansancio y la bebida. Cuando los gallos cantan a la mañana siguiente, solo Agatón, Aristófanes y Sócrates siguen debatiendo y bebiendo, pero también los dos primeros caen rendidos, y Sócrates es el único que, despierto, sale de allí para pasar su jornada de la manera habitual (Banq. 223 b-d).

[5] Se refiere a un pasaje bien conocido del poeta y legislador ateniense: Envejezco aprendiendo siempre, que cita Platón (Rivales, 133 c).

[6] Potidea, en Tracia, Anfípolis, en la península Calcídica, y Delion, santuario de Apolo en la costa beocia, fueron escenario de batallas de la Guerra del Peloponeso en las que Sócrates tomó parte en 422, 432 y 424 a. C., respectivamente. En la retirada de Delion Sócrates dio muestras de valor ejemplar (Laques 181 b).

[7] De que su firmeza en defender lo que consideraba justo le hubiera llevado, de haberse dedicado a la política, al desastre, pues se habría enfrentado también a las opiniones mayoritarias cuando le hubieran parecido injustas, como de hecho hizo en más de una ocasión.

[8] El pritaneo, centro político de la ciudad, acogía el fuego comunal (koiné hestía); allí era donde desempeñaban sus tareas los prítanos, entre cuyas obligaciones se contaba preparar el orden del día de las reuniones de la Asamblea y del Consejo y solventar los asuntos de la política cotidiana, además de recibir a los delegados extranjeros. Cada pritanía estaba “de servicio” una décima parte del año lunar, y durante esos días los prítanos debían permanecer en el pritaneo, situado en la rotonda.