Primeros Pasos - Remo H. Largo - E-Book

Primeros Pasos E-Book

Remo H. Largo

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Beschreibung

En este libro didáctico sobre los cuatro primeros años de vida, el reputado pediatra suizo consigue que las madres y padres conozcan a su hijo, que comprendan su naturaleza y que, por tanto, sean más competentes a la hora de tratar con él. Con su obra estándar completamente revisada, el experimentado pediatra Remo H. Largo ha escrito un libro educativo muy diferente: no parte de un desarrollo ideal ni de unos principios educativos fijos, sino que ve al niño tal y como es. Sobre todo, quiere despertar la comprensión de madre, padres y educadores sobre las condiciones biológicas previas y la diversidad del comportamiento de los niños. Cientos de miles de madres, padres y abuelos confían en el concepto de Largo sobre la singularidad de cada niño y su desarrollo individual. Largo ha revisado y actualizado completamente su obra de referencia. Este libro es un clásico desde hace mucho tiempo y debe ser el único libro que los padres necesitan en todo botiquín de primeros auxilios.

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Como padre, médico y científico, los niños han supuesto para mí el mayor enriquecimiento personal de mi vida. Durante mi larga actividad clínica y científica, ellos me enseñaron a asombrarme ante el ser humano y su mundo. Sin duda, la principal conclusión que extraigo de esta experiencia es que cada niño es único: cada niño quiere ser percibido como alguien único y desplegar sus dotes a su manera y a su ritmo. Este es el mensaje que quiero transmitir con el presente libro a los padres y madres y a todas las personas que tratan con niños.

No habría sido posible para mí recoger en esta obra los elementos esenciales de la alegría y la inquietud que sienten los padres —o estos tendrían aquí apenas una presencia descafeinada— sin mis vivencias como padre de tres hijas, que ya son adultas, y como abuelo de cuatro nietos. Sé por propia experiencia lo agotador que resulta para cualquiera levantarse varias veces por la noche para calmar a un bebé que está llorando. Peor aún es volver a la cama y no ser capaz de conciliar el sueño, preguntándose, desvelado, cómo se las arreglará uno para lidiar con el cansancio al día siguiente. También sé lo inquietante que puede resultar para un padre, incluso si es médico, que su hijo «coma mal». Sin embargo, es maravilloso acompañar el crecimiento de los hijos y descubrir con ellos el mundo que los rodea. En mis libros he retratado —así lo espero— el entusiasmo de los niños, su empeño inagotable por desarrollar su talento y, sobre todo, su carácter genuino, que requiere una gran atención por parte de los padres.

Era necesaria una nueva revisión de este libro, ya que la familia y la sociedad, así como nuestra mirada hacia el niño y la niña, están atravesando una rápida transformación. Los roles del hombre y la mujer y, en consecuencia, de la madre y el padre, cambian continuamente. Son cada vez más las madres que trabajan y los padres que se implican en la vida familiar. Las familias reconstituidas y los padres y madres que crían solos tienen una presencia cada vez mayor. A esto se le añade el fenómeno de la digitalización, que hace que el mundo de los padres y los hijos se encuentre en cambio constante. Debido a todas estas alteraciones en la vida privada y laboral, la presión sobre los padres es cada vez mayor. Por eso, a muchos les resulta complicado conciliar la vida familiar con el trabajo. Desgraciadamente, esta presión también afecta a los niños, que a menudo ya en sus primeros años y sobre todo en edad escolar tienen que cumplir las expectativas de sus padres y profesores, que no siempre se ajustan a su condición infantil y obstaculizan un desarrollo acorde con su naturaleza. En esta época difícil y agitada que estamos viviendo, quiero apoyar con mis libros el esfuerzo que hacen los padres y las madres por dar la mejor respuesta posible a las necesidades de sus hijos e hijas y a las suyas propias.

Este libro no aspira a ser un manual de resolución de problemas; más bien pretende servir para que los padres se familiaricen con las necesidades y peculiaridades del niño, a fin de que, en la medida de lo posible, puedan relacionarse con él en consonancia con su desarrollo. En las últimas décadas he podido comprobar que aquellos padres que entienden y aceptan a su hijo o hija con sus necesidades y capacidades, con sus sentimientos e ideas, no necesitan consejos. Son tal y como sus hijos desean: unos padres competentes.

Es para mí una cuestión primordial insistir en la importancia de satisfacer las necesidades emocionales y sociales del niño para que este se desarrolle de la mejor manera posible. En este sentido, adquieren especial relevancia el vínculo del niño o niña con los padres, los cuidados recibidos fuera de la familia y las experiencias que viven unos niños con otros.

Además, quiero reafirmar a los padres en una idea fundamental que genera confianza: su hijo tiene la voluntad propia de desarrollarse. Para poder desplegar sus aptitudes, tiene que vivir por su cuenta ciertas experiencias necesarias, como las que puede encontrar, por ejemplo, en la naturaleza. Apoyar al niño en este empeño sin excederse y sin quedarse cortos se ha convertido en un gran reto para los padres. El auténtico fomento consiste en permitir que el niño se exponga a experiencias que pueda vivir de manera autónoma.

Otro de los principales propósitos de esta obra revisada es el de señalar la gran diversidad que existe en el desarrollo infantil y el carácter único de cada niño y cada niña. Aquí se describe en detalle y se representa en numerosas gráficas cómo los niños se desarrollan de manera diferente en todos los aspectos, como la motricidad, el lenguaje o el sueño. Quizás la principal tarea de los padres consista en ir dando una respuesta adecuada a la individualidad de su hijo en cada aspecto de su desarrollo y en cada etapa.

La información sobre la diversidad y las regularidades del desarrollo se basa en gran parte en los datos de los estudios longitudinales de Zúrich, recabados entre 1954 y 2005 en el Hospital Infantil Universitario. En estos estudios se analizó exhaustivamente el desarrollo de más de novecientos niños y niñas desde el nacimiento hasta la edad adulta. Seguramente más de un lector y más de una lectora se preguntará, con razón, si estos datos siguen siendo válidos para observar a su hijo, por ejemplo, en lo que se refiere al crecimiento, el desarrollo en cuestiones de higiene o los patrones de sueño y juego. La respuesta es sí, y lo son simplemente porque el desarrollo y el crecimiento apenas han cambiado en las últimas décadas: los niños no crecen más que antes; la edad a la que dejan de usar pañales sigue siendo la misma y duermen el mismo número de horas. Por supuesto, sus juguetes son muy distintos a los que se usaban en los años sesenta, pero siguen jugando de la misma manera en que lo hacían en aquella época. En los anexos se pueden encontrar más detalles sobre los objetivos, la ejecución y los resultados de los estudios longitudinales de Zúrich.

Esta nueva versión revisada habrá cumplido su propósito si la obra contribuye a que los padres y las personas expertas en la materia comprendan mejor la naturaleza y el mundo del niño y de la niña y si logra transmitir alegría y fascinación ante el desarrollo infantil.

REMO H. LARGO

Uetliburg, junio de 2017

Introducción

Sara acaba de nacer. Pesa tres kilos y medio, tiene una cabeza bien formada, gruesas mejillas, piernas y brazos rollizos. Llora y patalea vigorosamente y no deja de mirar a su madre y a su padre con sus enormes ojos.

Los padres de Sara están rebosantes de felicidad: ¡tienen una hija! Han pasado varias horas desde el nacimiento y siguen abrumados por una inmensa gratitud. Cada poco miran a Sara y se deleitan observando todos los pequeños movimientos que hace. A partir de este momento, para estos padres no existe nada más importante que su hija.

Dentro de unos días volverán a casa con ella y será entonces cuando terminarán de caer en la cuenta: ahora somos los únicos responsables de esta pequeña criatura y lo seguiremos siendo en los próximos, digamos, veinte años. ¿Estaremos a la altura de lo que Sara requiere de nosotros? En los próximos días, semanas y meses, se enfrentarán sobre todo a las siguientes preguntas:

¿Qué necesidades físicas tiene nuestra hija? ¿Cómo podemos satisfacerlas? ¿Cuánto contacto corporal y atención necesita?

¿Cómo se desarrollará Sara? ¿Qué podemos aportar a su desarrollo? ¿Cuál es la mejor manera de estimular a nuestra hija?

¿Cómo educaremos a Sara? ¿Cuándo decide ella y cuándo decidimos nosotros?

¿Qué significado tiene Sara para nosotros como padres? ¿Hasta qué punto cambiará nuestras vidas? ¿Cómo conseguiremos equilibrar el cuidado de nuestra hija con la relación de pareja, nuestros trabajos e intereses personales?

En este capítulo introductorio abordamos lo que pueden hacer los padres para que su hijo o hija sea capaz de desarrollar completamente sus aptitudes, su autoestima y un buen sentimiento de autoeficacia. Cuando sea adulto, debería poder decirse a sí mismo: me gusto tal como soy y puedo prosperar en este mundo.

Todos los padres desean que su hijo sea feliz.

El desarrollo infantil

Todos los padres tenemos nuestras propias ideas sobre cómo se desarrollan los niños. Por ejemplo, nos formamos una opinión concreta sobre el momento en que deberían caminar sin ayuda o pronunciar sus primeras palabras. Algunos se orientan por conceptos normalizados y le dan mucha importancia a la atención temprana, esperando que produzca efectos positivos a largo plazo. Sin embargo, el rol de los padres debería estar determinado más bien por una postura desde la que se considera al niño como un ser único, y también por los elementos fundamentales y las regularidades propias del desarrollo infantil. En este sentido, nuestras expectativas deberían tener menos peso.

Todos los niños quieren sentirse protegidos y a gusto

Un niño se desarrollará favorablemente, será sociable, curioso y tendrá una buena actividad motora si sus padres cuidan de que sus necesidades corporales y psíquicas estén lo suficientemente cubiertas. Para lograr su bienestar físico debe gozar de un crecimiento adecuado y de un buen estado de salud. El niño no debe pasar hambre ni sed y debe tener cubiertas otras necesidades materiales, como estar protegido ante el frío y tener ropa seca y limpia. Solo cuando está bien alimentado, cuidado y sano es cuando su cuerpo y su mente se pueden desarrollar plenamente. Todos los días vemos en reportajes de países pobres lo perjudicial que resultan para el desarrollo infantil la malnutrición, la desnutrición y las enfermedades.

Los padres se alegran de ver que su hijo está sano y constatan que lo están cuidando bien si toma mucha leche al mamar o si come con ganas siendo ya un niño más crecido. Al contrario, si muestra poco apetito, no solo se preocupan sus progenitores, sino también el resto de la familia. Por eso, los padres se hacen las siguientes preguntas: ¿cuánta leche tiene que tomar un lactante?, ¿cuándo deberíamos introducir la alimentación complementaria? Existen reglas relacionadas con todas estas preguntas, como las que se pueden encontrar en los envases de leche de fórmula. Sin embargo, muchas veces estas pautas no se corresponden con los casos individuales, ya que cada niño tiene unas necesidades diferentes. Hay bebés que solo toman la mitad de leche que otros de su misma edad. Las ganas y, por tanto, la disposición a ingerir alimentos complementarios, aparecen en cada niño en un momento diferente. Los niños crecen mejor si sus padres se orientan según sus necesidades físicas. Quedarse cortos siempre es malo, pero pasarse no implica en modo alguno mejorar las cosas e incluso puede ser perjudicial.

Para un niño es tan importante la alimentación, el cuidado y la protección física como sentirse amparado y correspondido emocionalmente. Un niño que se ve perjudicado en su bienestar psíquico, por ejemplo, porque su madre está enferma y no hay otra persona que le dedique la suficiente atención, puede experimentar un crecimiento y un desarrollo con limitaciones considerables (Brisch et al.,2002; Rutter, 1976; Ernst y Von Luckner, 1985). El niño se siente amparado cuando las personas de confianza le transmiten que no está solo y que sus necesidades están cubiertas adecuadamente. La atención no solo se da en forma de caricias y arrumacos, sino también mediante una interacción variada con personas de confianza.

Sensación de amparo.

Al igual que ocurre con la alimentación y los cuidados, el niño no se desarrollará mejor cuanta más atención reciba. Es más: los mimos tienen sus límites y sobrepasarlos acarrea consecuencias negativas. La sobreprotección tiene los mismos efectos que una alimentación excesiva: no aumenta el bienestar del niño, sino que lo mantiene en un estado de dependencia emocional, restándole autonomía. A menudo está de mal humor, miedoso o agresivo, según su temperamento, y se muestra reticente a probar experiencias por su cuenta.

Por lo tanto, a la hora de hacer frente a las necesidades infantiles se debe dar una respuesta adecuada, sin imponer nada al niño, para que se pueda desarrollar de la manera más autónoma posible.

Cada niño quiere crecer a su manera y a su ritmo

Los bebés y los niños pequeños se desarrollan a un ritmo vertiginoso. Los primeros cinco años de vida suponen aproximadamente un tercio de la infancia en términos temporales. Aunque se trate de pocos años, son suficientes para que los niños adquieran en buena medida todas las capacidades fundamentales, como el lenguaje. Llegan al mundo siendo unas pequeñas criaturas indefensas que apenas se pueden mover ni comunicar y que solo tienen una mínima influencia en su entorno. A los cinco años cuentan con habilidades motoras finas y gruesas diferenciadas y dominan el uso cotidiano de la lengua. Pueden interactuar con bastante soltura con otras personas y se van formando sus primeras nociones intelectuales sobre causalidad, espacio y tiempo.

El desarrollo infantil se caracteriza tanto por su uniformidad como por su diversidad. Por un lado, el proceso de desarrollo transcurre de manera uniforme: las distintas etapas se suceden básicamente en el mismo orden en todos los niños y niñas. Así, en el desarrollo del lenguaje todos atraviesan en primer lugar determinadas fases de balbuceo, para a continuación pronunciar sus primeras palabras; luego forman frases de dos vocablos y finalmente aprenden las reglas gramaticales de la formación de palabras y oraciones. A la edad de cinco años la mayoría de los niños son capaces de expresarse con oraciones correctas.

Por el contrario, el desarrollo se da de forma muy diversa de un niño a otro si nos fijamos en la edad a la que se atraviesan sus distintas etapas y cómo se manifiestan determinados modos de comportamiento. Ni siquiera los recién nacidos pesan o miden lo mismo. Algunos pesan menos de tres kilogramos al nacer y otros, más de cuatro. También se diferencian en sus gestos y movimientos y en el llanto. Las diferencias entre un niño y otro se van acentuando en el transcurso de su desarrollo: a finales del primer año de vida, algunos pesan ocho kilos, y otros, hasta trece. Algunos niños dan sus primeros pasos ya a los diez meses, la mayoría lo hace entre los doce y los dieciséis, y unos pocos, a partir de los dieciocho. Hay niños que pronuncian sus primeras palabras entre los diez y los doce meses, la mayoría lo hace entre los quince y los veinticuatro meses y algunos esperan hasta los treinta meses. Ningún comportamiento ni habilidad aparece a la misma edad ni de manera igualmente destacada en todos los niños.

Los niños no solo son claramente distintos entre sí, sino que también cada uno muestra diferencias individuales en el desarrollo; es decir, las distintas áreas del desarrollo, como el lenguaje o la motricidad, no avanzan al mismo ritmo. Así pues, puede ocurrir que un niño ya camine con doce meses, pero no hable hasta los veinticuatro.

Exploración de objetos con la boca, las manos y la mirada.

El resultado de la combinación entre uniformidad y diversidad queda reflejado en las imágenes de ejemplo sobre el comportamiento de exploración. Todos los niños exploran los objetos primero con la boca, luego con las manos y finalmente con la mirada. La edad a la que se manifiesta un comportamiento determinado de exploración, así como su intensidad y duración, son factores que varían de un niño a otro.

Cómo pueden apoyar los padres el desarrollo de su hijo

Cada niño tiene ganas de desarrollarse por sí mismo. Siente un fuerte impulso interno por crecer y por adquirir capacidades y conocimientos. Una vez que ha alcanzado un nivel de desarrollo determinado, por propia iniciativa comienza a agarrar objetos, a moverse y a expresarse verbalmente. Esta disposición al desarrollo que tiene el niño es percibida por muchos padres como un alivio, incluso como un regalo: no tienen que esforzarse continuamente por que su hijo o hija haga progresos; no es necesario «estimularlo» de una manera especial. El niño se desarrolla por sí mismo, siempre que goce de un bienestar físico y psíquico y que pueda vivir las experiencias que son necesarias para su desarrollo. Por eso, para los padres el reto consiste, por un lado, en cubrir las necesidades físicas y psíquicas de su hijo y, por otro, en facilitar un entorno en el que pueda experimentar las vivencias necesarias. No es tarea fácil, ya que todas las fases del desarrollo y todos los modos de comportamiento se dan en edades distintas en cada niño y se manifiestan de manera diferente. ¿Cómo pueden los padres estar a la altura de lo que necesita su hijo o hija?

Los padres hacen muchas cosas sin una planificación consciente. Comprenden intuitivamente el comportamiento de su hijo. Cuando una madre saca a su bebé de la cama, meciéndolo en brazos para calmarlo, se está adaptando a él de manera intuitiva. Puede notar si el bebé quiere que lo tengan en brazos, en qué postura se siente más cómodo y cuál es la mejor forma de consolarlo. Sin esta capacidad innata de interpretar el comportamiento individual de un niño y de reaccionar según se dé el caso, ningún padre podría criar a sus hijos.

Junto con la intuición, las experiencias de la propia infancia de los padres desempeñan un papel fundamental. En el trato con el niño influye la relación que ellos tuvieron con sus progenitores y las sensaciones que experimentaron de niños. Por otro lado, a medida que su hijo va creciendo, su actitud como educadores se va viendo cada vez más condicionada por las creencias e ideas imperantes en la sociedad, que les llegan a través de conversaciones con familiares y conocidos, con educadores y maestros y a través de los medios de comunicación. Por ejemplo, presuponen que un niño duerme toda la noche seguida a los tres meses de edad, que da sus primeros pasos cuando tiene un año y que habla a los dos años. No obstante, estas expectativas solo se cumplen en algunos casos excepcionales, porque cada niño vive un desarrollo muy diferente al de otros niños. Las creencias establecidas despiertan falsas expectativas y generan inseguridad en los padres. Pueden esperar, por ejemplo, que un niño de un año duerma doce horas cada noche. Efectivamente, esta suposición es cierta en el caso de algunos niños, pero en la mayoría de los casos no va a ser así. Algunos duermen más, incluso quince horas por noche, mientras que otros solo duermen entre nueve y diez horas. ¿Qué ocurre si los padres acuestan a su hijo a las siete de la tarde, esperando que duerma hasta las siete de la mañana, pero resulta que el niño solo puede dormir diez horas? El niño no logrará conciliar el sueño, o bien se despertará varias veces durante la noche o se despertará antes de tiempo cuando llegue la mañana. En el peor de los casos, los padres y el niño sufrirán estos tres episodios a la vez. Un niño que solo necesita dormir diez horas por la noche no se desarrolla mejor por pasar doce horas metido en la cama.

¿Cómo pueden distanciarse los padres de las ideas preconcebidas, las actitudes tradicionales y los consejos de toda la vida? ¿Cómo consiguen guiarse únicamente por el grado de desarrollo y las necesidades individuales de su hijo? Para eso es útil conocer el proceso y la diversidad del desarrollo infantil, estar dispuestos a adaptarse al comportamiento del niño y a tomarlo en serio en todo momento. Si los padres saben que el sueño varía mucho de un niño a otro, no se guiarán por cualquier manual que caiga en sus manos, sino que se preocuparán de averiguar cuántas horas necesita su hijo para dormir. Si este solamente necesita diez horas por la noche, podrán ajustar la hora de acostarlo y el tiempo que pasa en la cama a sus propias necesidades de descanso.

Predisposición y entorno: cómo contribuyen al desarrollo

¿Qué características de nuestro hijo son innatas y cuáles están condicionadas por la educación? ¿Su comportamiento es una manifestación de su propia naturaleza o del trato que le damos? Llega el momento en que los padres se hacen estas preguntas, como muy tarde cuando su hijo les plantea dificultades y ellos se sienten inseguros como educadores.

La actitud educativa que adoptan los padres varía dependiendo de la importancia que atribuyan a los caracteres hereditarios o a la influencia que ejercen como educadores. Si consideran que todos los rasgos y aptitudes de su hijo son heredados, se ponen fatalistas: la naturaleza sigue su curso inexorable y ellos como educadores no son más que simples figurantes. En cambio, si opinan que el entorno en el que crece el niño determina por sí solo su desarrollo y comportamiento, se están cargando a la espalda una enorme responsabilidad: el niño es, única y exclusivamente, producto de su educación. La mayoría de los padres creen, con razón, que en el desarrollo infantil es tan importante el factor hereditario como el entorno. Pero ¿cómo interactúan ambos elementos?

La predisposición y el entorno no son factores opuestos, sino que se complementan: lo que la predisposición aporta al desarrollo no lo puede aportar el entorno y viceversa. El niño recibe de ambos progenitores una herencia genética a partes iguales, que contiene un plan de desarrollo con la capacidad necesaria para que afloren las características físicas y psíquicas. Aun así, este plan solamente determina unos pocos rasgos del niño, como el color de los ojos o de la piel. Para que las características corporales y mentales puedan iniciar su formación, el entorno debe aportar elementos esenciales, como alimentos o experiencias sociales. De este modo, en los genes se encuentra la estatura corporal prevista, pero esta solo se alcanzará si el entorno contribuye con una alimentación suficiente y equilibrada. Para el desarrollo de las capacidades como el lenguaje o el comportamiento social, son decisivas las experiencias que tenga el niño, ya que estas primero hacen posible que se ponga en marcha dicho plan y determinan sus contenidos, como la lengua o las reglas sociales que se aprenderán. Pero, al contrario, el potencial de desarrollo establecido en los genes no aumenta simplemente gracias a unas condiciones ambientales particularmente «propicias». Ningún niño puede superar en su crecimiento las capacidades establecidas en su plan de desarrollo. Por eso, con una alimentación especialmente abundante no se consigue que un niño sea más alto, sino que se ponga gordo. Estos condicionantes se dan en todas las áreas del desarrollo. Así, en el desarrollo lingüístico cada niño sigue su propio plan: aquel que está fijado en sus genes. Para un niño, este plan puede determinar que desarrolle rápidamente el lenguaje, mientras que otro niño lo hace más lentamente. Si ambos niños, cada uno a su propio ritmo, pasan por las experiencias sociales y lingüísticas necesarias, podrán madurar su capacidad lingüística. Pero un niño al que se le corrige constantemente con el fin de que hable tan «bien» como el niño de al lado no mejorará más rápido. Al contrario: debido a una estimulación excesiva se sentirá inseguro y en el peor de los casos se desarrollará con retraso.

Un proverbio africano dice que la hierba no crece más rápido por mucho que se tire de ella. Cada niño quiere crecer a su manera y a su ritmo y por ello no habría que estimularlo en exceso ni tampoco quedándose cortos. La tarea de los padres es conformar un entorno para que el niño pueda desarrollar sus facultades y adquirir conocimientos de la forma más autónoma posible.

Ya a una edad temprana los niños y las niñas muestran unas conductas que resultan incomprensibles para los padres, desconcertándolos e incluso provocándoles cierto temor. Por ejemplo, se preguntan por qué un lactante se lleva a la boca todos los objetos que están a su alcance. ¿Acaso piensa que son comestibles? Pero los padres no solo se hacen preguntas sobre su comportamiento, sino que también se plantean cuestiones pedagógicas: ¿eso no es antihigiénico? ¿Puede provocar asfixia? ¿Deben evitar que su hijo toque los objetos?

Un bebé pequeño se mete objetos en la boca para conocerlos. Al palparlos con los labios y la lengua, percibe su forma, tamaño, consistencia y textura. Es la boca y no el ojo el primer órgano sensorial que se pone en contacto con el mundo de los objetos. Que el bebé pueda llevarse objetos a la boca es, en realidad, una necesidad. Si los padres piensan en el comportamiento de su hijo desde este punto de vista, les resultará más fácil dejarle hacer. En el momento en que comprenden por qué el bebé se lleva todo a la boca, ya no les inquieta esta acción y no intentan impedirla. Más bien se paran a pensar en qué objetos son adecuados e inocuos para que el bebé pueda probar esta experiencia sensitiva.

A lo largo del desarrollo existe un momento determinado para cada paso, en el que el niño está listo para adquirir una nueva habilidad. Hay que comprender cuándo se alcanza ese punto. El niño muestra con su actitud cuándo ha llegado el momento. La edad a la que los niños están lo suficientemente desarrollados desde el punto de vista mental y de la motricidad como para, por ejemplo, querer usar la cuchara sin ayuda, varía mucho entre uno y otro. Algunos ya se interesan por manejar la cuchara cuando tienen entre diez y doce meses, y otros, solo entre los dieciocho y los veinticuatro meses. Si los padres intentan que el niño aprenda a usar él solo la cuchara antes de estar preparado, lo que están haciendo es agobiarlo. Si, por el contrario, el niño está interesado en usar la cuchara y los padres se la niegan, renunciará a intentarlo y dará por hecho que sus padres seguirán dándole de comer siempre, algo que ellos seguramente no pretenden que ocurra. De modo que si los padres notan que su hijo se fija en la cuchara y le dejan probar por su cuenta, el niño aprenderá dos cosas fundamentales: ha adquirido una competencia por sí mismo y es autónomo en un nuevo ámbito de la vida. Ambos aprendizajes refuerzan su autoestima.

«Todo aquello que le enseñamos a un niño es algo que él ya no podrá aprender» (Jean Piaget). Los padres pueden mostrar a su hijo todo lo que se puede hacer con un objeto y el niño quizá los imite. Pero no deberían empeñarse en que use ese objeto de una forma determinada. El niño quiere y puede descubrirlo por sí mismo. Así es como atraviesa unas experiencias que son tan importantes como la habilidad y el conocimiento que adquiere con ellas. El verdadero aprendizaje se compone de experiencias determinadas por el propio niño, experiencias que no tienen un objetivo en sí mismas, sino que siempre lo llevan a dar algún que otro rodeo.

Educación

La educación tiene un significado diferente para cada madre y cada padre. Algunos entienden que se trata de educar a un niño en la obediencia. Para otros, significa educarlo para que llegue a ser la persona que ellos tienen en mente, mientras que otros desean que su hijo tenga «éxito en la vida». Pero ¿qué significa el éxito y cómo encaja este objetivo con otro, que es el que persiguen la mayoría de los padres: que su hijo sea una persona feliz?

No sorprende que el tipo de trato que tienen los padres con sus hijos sea muy diferente dependiendo de su actitud pedagógica. Algunos apoyan a su hijo o hija en el desarrollo de sus capacidades, instruyéndolo para que pueda adquirir la mayor cantidad posible de habilidades y conocimientos. Otros valoran mucho la enseñanza de reglas y valores para que se convierta en una persona aceptada por sus semejantes y que pueda abrirse paso en la sociedad. Los padres, independientemente del estilo pedagógico por el que opten, deberían tener siempre en cuenta lo siguiente: son precisamente las habilidades y rasgos fundamentales del niño los que no pueden ser «inculcados» sin más. Ni siquiera los padres más competentes pueden hacer que su hijo tenga un alto nivel de inteligencia o de habilidades sociales, o que desarrolle un fuerte carácter. Todas estas cosas son aportaciones del propio niño. No obstante, los padres pueden contribuir significativamente a que su hijo se convierta en la persona que está predispuesta a ser. De modo que brindar una educación adecuada al niño no es cuestión de «tirar de él» en el sentido estricto de la palabra, sino que consiste más bien en garantizar, como padres, que el niño goza de bienestar y protección y que tiene la posibilidad de cultivar su curiosidad e inclinación al aprendizaje en un entorno favorable para la infancia.

Qué entienden los padres por educación

Para los padres, el significado de la obediencia en la educación está condicionado por numerosos factores. Son fundamentales las experiencias y los valores que ellos vivieron durante la infancia y que, en la mayoría de los casos, han interiorizado inconscientemente. Además de las expectativas sociales, cobran mucha importancia las interacciones con otros padres y con personas expertas (pediatras, por ejemplo), pero también lo que leen en libros sobre crianza y lo que ven en medios de comunicación. Por otro lado, las ideas pedagógicas cambian continuamente. La generación de los abuelos aún interpretaba el llanto de los primeros meses como algo inapropiado; se pensaba que había que quitarle la costumbre al niño lo más rápido posible para que en un futuro no pudiera imponer siempre su voluntad. Hoy en día, la mayoría de los padres reaccionan con comprensión ante el llanto, aunque muchos siguen esperando que los niños, incluso a una corta edad, tengan una noción del orden y el desorden. Estos son vestigios de una concepción obsoleta de la educación que angustian a los niños. Para evitar caer en ellos, los padres pueden preguntarse de vez en cuando si las exigencias que plantean a su hijo son adecuadas para los niños y su desarrollo (Renz-Polster, 2016).

A esto se le añaden más de dos mil años de cultura judeocristiana en la que la obediencia no solo ha sido el medio para alcanzar un objetivo, sino que ha constituido el fin mismo de la educación: «El que ama a su hijo lo azota sin cesar, para poder alegrarse en su futuro». (Sirácides 30, 1). Y a mediados del siglo XIX Daniel Schreber, un médico y profesor alemán, daba a los padres unas indicaciones muy similares a aquellas: «Al quinto mes de vida hay que comenzar a liberar al niño de las malas hierbas». En 1748 Joachim Sulzer, teólogo y filósofo suizo, justificaba de la siguiente manera la severidad en la educación: «La obediencia es necesaria en la educación, ya que confiere al ánimo orden y sumisión a las leyes. Un niño acostumbrado a obedecer a sus padres también se someterá a las leyes y reglas de la razón una vez que sea libre y dueño de sí mismo, pues se habrá habituado a no actuar según lo que le dicte su propia voluntad. Esta obediencia es tan importante que, en realidad, la educación en conjunto no es más que el aprendizaje de la obediencia». Esta noción pedagógica sigue teniendo efectos subliminales hoy en día.

Actualmente, la disciplina está pasando por una especie de renacimiento, tras varias décadas en las que imperó un estilo pedagógico más bien desenfadado. Amplios sectores de la población desean recuperar una mayor disciplina en el trato con los niños. No parece que esta tendencia esté motivada por el bienestar infantil, sino más bien por las ganas de reducir la carga pedagógica de padres y maestros y de controlar a los niños con el menor esfuerzo posible. Sin embargo, como apunta acertadamente Joachim Sulzer, las medidas educativas no solo tienen un efecto inmediato en el comportamiento infantil, sino que también acarrean consecuencias a largo plazo. Si los niños están excesivamente tutelados y disciplinados, de adultos tendrán una fe ciega en la autoridad, serán menos independientes, rehuirán la responsabilidad y se someterán a cualquier tipo de autoridad social y económica, ya que no tendrán opiniones propias. ¿No sería preferible que nos planteáramos como objetivo apoyar a los niños y las niñas para que puedan desarrollar su propia individualidad y maduren una personalidad marcada por la autoestima y el sentimiento de autoeficacia?

Por qué obedecen los niños

Inevitablemente, los padres ponen límites a sus hijos, sobre todo cuando estos tienen entre dos y siete años. Entre otras razones, en este periodo los niños y las niñas están muy centrados en alcanzar sus propias metas de desarrollo. Los padres ven esto como un signo de obstinación que han de impedir. Imaginemos, por ejemplo, a un niño que se dedica a abrir y cerrar sin descanso el grifo del lavabo. Lo hace para entender cuándo y por qué sale el chorro de agua. Tres cuartas partes de los padres califican a sus hijos en estas edades de desobedientes (Schöbi y Perrez, 2004). Se quejan de los malos modales en la mesa, de las faltas de cortesía en el trato con otras personas y, sobre todo, de sus llantos desmesurados y sus reacciones desafiantes cuando les piden que sean obedientes. Pero los padres tienen una percepción limitada sobre el comportamiento real de los niños: en el día a día, la mayor parte hace básicamente lo que se espera de ellos y los padres aceptan como algo obvio que los niños cedan ante sus pretensiones. En cambio, se enfadan cuando los hijos se oponen a algo y ese enfado es lo que se les queda grabado en la memoria.

¿Qué lleva a los niños a obedecer? Los niños no obedecen tanto por seguir las indicaciones de los adultos o por miedo a un castigo. Lo hacen porque no quieren perder el cariño y la atención de sus padres y otras figuras de referencia. Un niño desea no decepcionar a las personas a las que quiere. Por lo tanto, lo que hace que un niño sea obediente es esa dependencia emocional positiva y no las medidas educativas «correctas» o la severidad pedagógica. Como dice Horst Petri, psiquiatra infantil: «La relación está antes que la educación». Cuando un padre le ha dedicado la tarde del sábado a su hijo de cuatro años y ambos se lo han pasado bien, le costará menos disuadir al niño de encender la televisión. En cambio, si el padre llega a casa tras un largo día de trabajo y lo primero que hace es prohibirle al hijo que encienda el aparato, este sentirá la prohibición como un rechazo y quizá inicie una disputa. Cuanto mejor sea la relación con la persona de apego y el estado emocional del niño, más probable será que él esté conforme con las indicaciones que reciba.

La posibilidad de que surja un conflicto se reduce sustancialmente si los padres tienen en cuenta la necesidad de autodeterminación del niño a la hora de exigirle algo. En la primera infancia el niño desarrolla una fuerte necesidad de autonomía y de poder decidir sobre lo que le concierne. Cuando aún es un bebé, quiere ser autónomo, si bien de manera limitada: quiere tomar parte en la decisión de cuándo y cuánto mamar y de dormir o quedarse despierto. Tan pronto como empieza a ser capaz de agarrar cosas, se va formando su propia idea de cómo quiere manipular los objetos. Al empezar a desplazarse, él mismo se fija las metas que quiere alcanzar gateando o andando.

Todo esto no quiere decir que el niño desde el primer día pueda o deba decidir solo. A veces, como parte de un mal entendido antiautoritarismo, oímos cosas como: «Dejemos que el niño haga lo que quiera. Él ya sabe lo que le conviene». Se trata más bien de que los padres distingan las situaciones y las actividades en las que el niño o la niña se desenvuelve con autodeterminación y competencia, y en cuáles ellos tienen que asumir el control. Si el niño es apto para realizar esas actividades, también debería poder decidir sobre ellas. Cuando los padres impiden que desarrolle una actividad para la que está capacitado, lo que hacen es desanimar al niño, que se vuelve dependiente. Sin embargo, si él aún no es competente, son los padres los que deben decidir. Estos pueden abrumar a su hijo si le exigen que haga algo que todavía no es capaz de hacer, como por ejemplo atarse los cordones de los zapatos. Tanto las exigencias insuficientes como las que resultan excesivas perjudican la autoestima del niño.

Si no queremos educar a nuestros hijos en una obediencia ciega, debemos aceptar cierta dosis de «cabezonería», o bien, desde el punto de vista de los padres, de desobediencia. Durante el crecimiento es normal que el niño desarrolle una voluntad propia, que se demore al cumplir algunas indicaciones y lo haga a regañadientes. Una vez que nos ponemos en la situación del niño, su enojo resulta comprensible. Veamos un ejemplo: la madre le pide a su hijo que se acueste, cuando él todavía está completamente inmerso en su juego. El niño necesita tiempo para distanciarse de lo que está haciendo y prepararse para irse a la cama. Su padre reacciona prácticamente igual cuando está concentrado trabajando en el ordenador y la madre lo llama para comer.

«La educación consiste en ejemplo y amor, nada más» (Friedrich Fröbel). Con poco esfuerzo, los padres pueden lograr que su hijo desarrolle muchas conductas deseables. Solo tienen que comportarse poniéndose a sí mismos como ejemplo. Los niños y las niñas tienen una fuerte tendencia a calcar el comportamiento de sus personas de referencia. Si los padres, delante de su hijo, se lavan las manos antes de comer, él adoptará dicho comportamiento. No tienen que darle indicaciones de cómo hacerlo. Por otro lado, si los padres pasan varias horas al día delante de la pantalla del teléfono o de la televisión, ¿por qué el niño tiene que aceptar que no puede jugar con el móvil o ver todos los programas que quiera?

Estrategias educativas de éxito

La obediencia de un hijo será variable incluso ante los padres más hábiles. Hay niños que por su propia naturaleza son más fáciles de llevar y hacen más caso que otros. Pero no hay ningún niño a quien los padres, incluso los más experimentados, no tengan que marcar algún límite.

Las ideas pedagógicas más adecuadas no sirven de nada si no se pueden poner en práctica en el día a día. Las amenazas y las regañinas son muy habituales en los padres y suponen casi siempre la primera reacción ante un comportamiento infantil indeseado. Otras medidas frecuentes son la prohibición de ver la televisión o de usar el móvil, quedarse en el dormitorio o dejar al niño sin postre.

En Suiza, y probablemente en otros países centroeuropeos, un tercio de los padres y las madres aplica ocasionalmente castigos físicos a sus hijos en los primeros años de vida, sobre todo en forma de cachetadas en las nalgas y bofetadas. La mayoría de estos padres no lo hacen porque estén convencidos de que sea lo mejor, sino porque se ven superados por la situación: no saben cómo reaccionar y se les acaba yendo la mano. Después consuelan al niño y le piden perdón, se reprochan su comportamiento, sienten pesar de conciencia y se proponen evitar los castigos corporales en adelante. Este agobio puede evitarse en gran medida con una educación sensata y adecuada a los niños, que se caracteriza por la previsión y la planificación. Si la madre y el padre se ponen de acuerdo en la manera en que quieren tratar las situaciones difíciles desde el punto de vista educativo, podrán abordar de forma más relajada los conflictos con su hijo, lo cual contribuye enormemente a su solución. Las medidas pedagógicas deberían adaptarse a cada situación concreta del proceso educativo.

Distraer. Cuanto más pequeños son los niños, más fácil resulta distraerlos, por ejemplo, con su juguete preferido.

Distender las situaciones de conflicto. Si el niño se acerca gateando una y otra vez a una maceta para sacarle la tierra, bastará con colocarla fuera de su alcance.

Ignorar. No reaccionar a un comportamiento indeseado del niño. Ignorar puede ser más eficaz que prohibir, por ejemplo si un niño pequeño ha cazado al vuelo unas cuantas palabrotas y se divierte repitiéndolas a cada ocasión. Normalmente, el niño no tiene ni idea de lo que significan esas palabras, pero ha entendido muy bien que pueden desencadenar un potente efecto en otras personas. Si los padres no muestran ninguna reacción emocional, evitando sentirse provocados por los improperios, el niño desiste de su empeño por iniciativa propia.

Reforzar lo positivo (elogiar). Los niños reciben elogios por los comportamientos que los padres consideran deseables. Si un niño de dieciocho meses intenta con gran empeño y perseverancia comer él solo con cuchara y los padres aplauden su actitud, se verá reforzado en su actuación. No se debería alabar tanto el resultado como el esfuerzo. Además, los padres no deberían dar por hecho que el comportamiento del niño va a ser el deseado.

Reforzar lo negativo (prohibir). Se pretende que el niño abandone un comportamiento no deseado si este tiene consecuencias que él percibe como desagradables. Por ejemplo, se queda sin postre si tira la comida al suelo.

Una medida que los padres se han planteado previamente y que se adapta al niño y a la situación siempre es mucho más eficaz que una medida adoptada precipitadamente en un momento de crisis. Además, estas medidas deben ir en consonancia con el grado de desarrollo del niño y no pueden consistir en simples amenazas, sino que deben ser realizables. Solo así el niño entenderá que forman parte de una actitud pedagógica consecuente de sus padres.

Estos también deberían pensar en cómo percibirá el niño esas medidas. A menudo, no solamente las vive como algo desagradable, sino que también se siente rechazado, ofendido o menospreciado. A mi figura de apego, la persona que me está castigando, no le gusto. Esto ocurre especialmente con los castigos corporales, pero no solo con este tipo de reprimenda. El sentimiento de rechazo es mayor cuanto menos aceptado se sienta el niño por la persona de referencia. En la mayoría de los casos, no es tanto la medida en sí la que hace que el niño se sienta rechazado, sino sobre todo la forma en que los padres la anuncian y la llevan a cabo. Para un niño, hay una gran diferencia entre que sus padres le dejen claro por qué no toleran su comportamiento, diciéndole «no» con firmeza, y que le griten con el rostro enfurecido. El rechazo lo padece particularmente cuando la figura de apego no solamente desaprueba su comportamiento, sino cuando también le resta valor a él como persona. Por eso, en lo posible, la medida que se tome no debería ir nunca acompañada de un juicio moral, del tipo «eres un niño malo».

Si los padres se encuentran continuamente ante situaciones difíciles desde el punto de vista educativo, deberían hacerse las siguientes preguntas:

¿Se ha desequilibrado la relación con nuestro hijo? ¿Nuestro hijo recibe suficiente protección y atención o se siente abandonado por nosotros? ¿Percibe nuestras exigencias como un rechazo? ¿Quiere mostrarnos que se siente poco querido? ¿Prefiere recibir una atención negativa antes que ninguna atención y por eso hace cosas malas a propósito para que nos enfademos?

¿El comportamiento que esperamos ver en nuestro hijo es acorde con el carácter infantil y el desarrollo? ¿Se siente agobiado o incluso humillado con las medidas que tomamos?

¿Somos consecuentes en nuestra actitud pedagógica? ¿El niño puede prever si llevaremos a cabo o no las medidas que anunciamos?

¿Planteamos suficientes demandas al niño que él pueda cumplir de forma autónoma y competente? ¿O lo estamos mimando demasiado? ¿Hemos premiado su obediencia con demasiadas recompensas materiales y ahora está siendo desobediente porque intenta subir el «precio» de su buen comportamiento? ¿Nos dejamos seducir o incluso sobornar fácilmente?

¿El niño copia nuestros comportamientos y por eso no entiende por qué para él están prohibidos? Como cuando, por ejemplo, su padre no prueba la verdura, pero a él le pedimos que la coma.

¿Cómo se encuentra con nuestra relación de pareja y con nuestra situación vital? ¿Le transmitimos la sensación de que nos queremos? ¿Nos tomamos tan en serio nuestros trabajos o aficiones que nos quedan pocas fuerzas y poco tiempo para dedicarle a nuestro hijo?

Sin obediencia la cosa no funciona. Pero esta obediencia no debe ser más que un medio que motive un comportamiento conveniente y mantenga en buena forma el «código de normas» de la familia, sin el cual la rutina no se sostiene. En cambio, si la obediencia se convierte en un fin en sí mismo, solamente servirá para imponer la fuerza y resultará humillante para el niño. Por último, los padres siempre deberían tener en cuenta que todas las medidas tienen consecuencias a largo plazo en su hijo, también en su futuro comportamiento pedagógico como padre o madre. Ampliando esta reflexión, pueden preguntarse: ¿qué educación les gustaría que recibieran sus nietos?

Los padres no tienen que ser perfectos

Para los padres el trato con su hijo consiste en un equilibrio continuo entre cuidar, poner límites y dejar hacer. En este sentido, el difícil arte de educar implica dar con la medida justa. Para eso, los padres tienen que orientarse menos por lo que dictan sus propios deseos, la sociedad y las empresas y más por su propio hijo o hija y por su grado de desarrollo.

Acertar con la medida justa es una tarea a la que los padres se enfrentan una y otra vez y para la que no siempre hay una solución ideal. Habrá noches en las que estén demasiado cansados como para ocuparse de su hijo de la forma en que les gustaría. Al fin y al cabo, los padres no pueden y tampoco desean dedicarse únicamente a su hijo: necesitan destinar tiempo y esfuerzo a su relación de pareja y a sus propios intereses. Cuando no encuentran suficiente energía y tiempo para ello, se sienten insatisfechos y esto a su vez puede tener efectos negativos en el niño. Algunos padres tienen obligaciones laborales y familiares —como el deber de cuidar a los abuelos mayores— que les impiden atender a sus hijos de la manera que se habían propuesto. Si les sirve de consuelo, la naturaleza no ha previsto que los padres sean perfectos y ha equipado a los niños con una cierta capacidad de adaptación y resistencia ante las crisis. La naturaleza tampoco ha previsto que los padres consigan criar solos a sus hijos, sino que plantea que la comunidad y la sociedad apoyen a la familia en esta labor.

Unos cuidados apropiados

Los niños son algo tremendamente enriquecedor para los padres; para la mayoría, son lo más importante en la vida. Pero criar a un niño nunca ha sido un camino de rosas. En el pasado, las condiciones de vida marcadas por la pobreza, el hambre y las enfermedades se lo ponían difícil a los padres. Hoy en día son las estructuras sociales las que han convertido el cuidado de los hijos en un auténtico reto. En el siglo XX la sociedad cambió drásticamente a partir de una vertiginosa evolución de las relaciones personales, la tecnología y la economía. En el transcurso de pocas generaciones, la familia y la vida comunitaria se han ido diluyendo cada vez más en una sociedad de masas anónima. Diversos factores, como los espacios diferenciados para la vida familiar y el trabajo, así como una movilidad cada vez mayor, provocaron una fragmentación de la convivencia. Así, de las familias numerosas con muchos hijos y parientes cercanos se pasó a familias nucleares con uno o dos hijos y unos vínculos de parentesco aún más laxos. Es cada vez más frecuente que la pareja y la paternidad o la maternidad sean vivencias que se tienen por separado y que los niños y las niñas crezcan en redes relacionales diversas, como las familias reconstituidas y los pequeños núcleos monoparentales.

Pero no solo las estructuras sociales han cambiado profundamente: también lo han hecho los roles de la mujer y el hombre y, con ello, los roles de la madre y el padre. Por primera vez en la historia, el sistema educativo se rige por la igualdad de oportunidades. Las mujeres pueden poner en práctica sus aptitudes igual que los hombres. Todavía no se ha alcanzado la paridad en el empleo, pero esto será algo inevitable, ya que en el futuro la economía dependerá cada vez más de la mujer como fuerza de trabajo cualificada. La emancipación en la educación, el trabajo y la sociedad ha hecho que las mujeres adquieran una mayor seguridad en sí mismas y una mayor independencia. Sentirse valoradas por la actividad profesional que desempeñan es importante para su autoestima. Esta emancipación también ha influido en la concepción que se tiene del rol de la madre y la vida familiar.

Igualmente, el rol del padre se encuentra en un proceso de cambio. La mayor parte de los padres siguen trabajando, pero cada vez son más los que quieren pasar más tiempo con su familia y sus hijos, algo que las condiciones laborales a menudo no permiten. Los padres que, a pesar de todo, lo consiguen obtienen una buena recompensa: las experiencias vividas con sus hijos en los primeros años les dan una sensación de cercanía y confianza que marcará su relación durante mucho tiempo. También para la relación de pareja es cada vez más importante esta contribución a los cuidados infantiles. Actualmente, las madres tienen la justa expectativa de que el padre dedique una parte fundamental de su energía y su tiempo a la familia y los hijos.

Las madres y los padres son tan diversos como sus hijos. Hay madres que se ocupan en exclusiva de sus hijos y no quieren tener un empleo. Otras quieren satisfacer sus aspiraciones laborales además de ocuparse de la crianza. La actividad profesional es necesaria para su bienestar y autoestima, factores que se ven perjudicados si se les niega esta ocupación. Por último, muchas madres, sobre todo solteras, tienen que trabajar por motivos económicos, aunque prefieran quedarse en casa con sus hijos.

A los padres les ocurre como a las madres: la satisfacción que se experimenta al hacerse cargo de los hijos varía de un padre a otro. También pueden darle más o menos importancia a los logros en el ámbito laboral y a la posición social que estos les van aportando. Sucede lo mismo en lo que respecta a sus aficiones personales, como la música o el deporte. Combinar la atención a la familia, al trabajo y a los propios intereses de tal manera que ni la madre ni el padre se sientan desbordados y que el hijo o la hija estén bien cuidados es, para la mayoría de los progenitores, todo un juego de equilibrios.

La sociedad y las empresas deben favorecer más a la familia

El modelo de familia que se ha extendido en el mundo occidental en el siglo XX es un caso singular. Probablemente no ha habido en toda la historia de la humanidad ningún otro periodo en el que exclusivamente la madre estuviera al cuidado de los hijos. Los niños crecían en comunidades formadas por parientes y vecinos, que ayudaban a la madre en los cuidados. Además, tenían muchos hermanos y otros niños en la comunidad con los que pasar el día y, al mismo tiempo, con los que educarse.

En la actualidad, para los padres y, especialmente, para las madres, resulta pesada la doble carga de tener que ocuparse de la familia y del trabajo. Esto es algo que sufren particularmente las madres y padres solteros. El apoyo proviene sobre todo de los abuelos y, principalmente, de las abuelas. En Suiza los abuelos contribuyen con 100 millones de horas cada año cuidando a sus nietos (Bauer y Strub, 2002); extrapolando esta cantidad a Alemania se obtienen unos 1.400 millones de horas de cuidados anuales. También otros parientes, como tías y tíos, amigos y vecinos ayudan a los padres en el cuidado de los niños, si bien en una medida mucho menor. Aun así, para muchos padres es difícil mantener una estabilidad emocional y social en la familia, algo que resulta tan importante para los niños.

Un refrán africano dice: «Para educar a un niño es necesario un pueblo entero». Por desgracia, ya casi no existe ese pueblo, esa comunidad que hace de sostén. Por eso los padres dependen de que la sociedad y las empresas los apoyen en los cuidados de sus hijos e hijas. En los últimos años en muchos países ha habido una gran expansión de la oferta de cuidados infantiles externos, como escuelas infantiles, grupos de juego y guarderías. Sin embargo, la calidad de estos cuidados sigue siendo muy mejorable. Para perfeccionarla, se debe hacer una reflexión profunda sobre el valor que la sociedad y las empresas asignan al niño y a la familia. Se debe aliviar económicamente a los padres en lo relacionado con los cuidados externos a la familia, como ocurre, por ejemplo, en los países escandinavos. El mundo de la economía también tiene una obligación al respecto. Para que los padres dispongan de la suficiente energía y el suficiente tiempo para pasar con su familia, tienen que mejorar las condiciones laborales. No estamos hablando solamente de las bajas por maternidad y paternidad y de horarios flexibles, sino también de la posibilidad de implementar jornadas parciales que dejen de discriminar a las madres y los padres en sus ingresos y carreras profesionales. Esto no es ninguna utopía. Los países escandinavos están mostrando el camino, y lo hacen, claro está, sin pérdidas económicas.

Queridos padres: no es que estéis haciendo mal las cosas. Son las circunstancias las que os ponen difícil el cuidado de vuestros hijos e hijas y os provocan la sensación de estar siempre sobrepasados. ¡Alzad la voz! Exigid más apoyo a la sociedad y haced presión para conseguir mejores condiciones laborales. Dejad claro a los políticos que el fundamento de la sociedad es la familia. Para que una comunidad tenga vida, necesita que haya niños. Si nacen muy pocos, la comunidad sufre un enorme problema demográfico debido a un excesivo envejecimiento y a un sistema de pensiones insuficiente. Y a las empresas debéis plantearles la siguiente demanda: sí, queremos trabajar, pero para ello las condiciones laborales tienen que ser más convenientes para las mujeres y las familias. Y cuando vuestros hijos lleguen a la edad adulta no podéis relajaros, sino que tenéis que seguir abogando por que vuestros nietos y nietas tengan mejores condiciones.

Por qué son tan importantes unos buenos cuidados fuera de la familia

Muchos padres saltan de alegría cuando al fin consiguen plaza en una escuela infantil o en la casa de una madre de día y no se atreven a informarse más a fondo sobre el lugar en cuestión, mucho menos a plantear exigencias. Pero deberían hacerlo, porque no le están pidiendo a alguien que simplemente atienda a su hijo, sino que le están confiando su custodia. Los padres esperan que estos cuidados sean apropiados para los niños. Tienen derecho a saber cómo será atendido su hijo o su hija y qué experiencias podrá vivir —especialmente de tipo social— que sean relevantes para su desarrollo.

También es conveniente que observen en detalle el espacio y las instalaciones y que mantengan una conversación a fondo con los educadores responsables. Ayuda mucho hablar con otros padres que ya estén llevando a sus hijos a esa escuela infantil. En los anexos se incluyen unas útiles listas de control para buscar una buena opción de cuidados externos a la familia.

Estas opciones no deberían servir solo para apoyar y descargar a los padres, sino que deben cumplir una importante tarea pedagógica. Algunos estudios indican que en la familia nuclear los niños no pueden pasar siempre por las experiencias que necesitan para desarrollarse. Los niños que fueron a una escuela infantil bien gestionada desde el punto de vista cualitativo tienen en el colegio mejores competencias en las relaciones sociales y el desarrollo —especialmente las del lenguaje— en comparación con las de los niños que pasaron sus primeros años de vida exclusivamente en la familia nuclear (Howes, 1992; National Institute of Child Health and Human Development [NICHD], 2000, 2001). Además de los padres, los niños necesitan como figuras de apego a otras personas que les sirvan de ejemplo y que les permitan tener experiencias que no pueden tener en casa. Y para desarrollarse necesitan mantener relaciones estrechas y duraderas con niños y niñas de diferentes edades. Los niños quieren hacerse amigos de otros niños y vivir experiencias con ellos. Las relaciones estables que duran muchos años, tanto con adultos como con otros niños, son indispensables para su desarrollo.

Los progenitores de Sara, al igual que todos los que acaban de ser padres, albergan grandes expectativas sobre su hija y sobre sí mismos. En los próximos años, desearán lo mejor para ella. ¿Qué aspectos deberían tener en cuenta? Los pilares fundamentales de unos cuidados apropiados para el niño y la niña son:

Continuidad y estabilidad en los cuidados. Los padres deberían plantear los cuidados con una perspectiva a largo plazo. Esto les permite evitar el estrés recurrente y transmite al niño una sensación de protección.

Suficientes experiencias con figuras de apego. Los niños necesitan relacionarse con personas de confianza que les sirvan de ejemplo y que les permitan vivir diferentes experiencias.

Relaciones amplias y duraderas con niños de diversas edades. Hay muchas cosas que los niños aprenden mucho mejor de otros niños que de los adultos. Entre ellos fluye un intercambio incesante de impresiones, lo cual constituye un estímulo mucho más fuerte para el lenguaje, las relaciones sociales y otros aspectos del desarrollo que el que pueda aportarles el limitado tiempo que pasan con los adultos.

Experiencias acordes al grado de desarrollo. Los niños no quieren vivir cualquier tipo de experiencia, sino aquellas que se corresponden con su nivel de desarrollo. Para ello necesitan contar con una variedad de experiencias de entre las que puedan elegir con cierto grado de autodeterminación, dentro de lo posible.

Todos estos son elementos que los padres no pueden garantizar únicamente por su cuenta: necesitan ayuda. Por eso, los cuidados externos a la familia pueden ser una contribución esencial.

El ser humano es una criatura del futuro... con un amplio pasado

El ser humano moderno existe desde hace unos doscientos mil años. Nuestros antepasados vivían en plena naturaleza y en pequeñas comunidades formadas por un máximo de trescientas personas que se conocían entre sí. En los últimos doscientos años —una minucia, comparada con todo el tiempo precedente— nos hemos ido distanciando de la naturaleza para vivir en una sociedad de masas (Largo, 2017). Hemos fabricado un entorno sumamente complejo que cada vez angustia más a los adultos. Y que cada vez conviene menos a los niños, porque sus necesidades y su desarrollo siguen siendo los mismos que hace cien mil años. Estas son algunas de las incoherencias que afrontan los niños y sus padres:

En el pasado, los niños crecían en la naturaleza. Hoy pasan el tiempo casi exclusivamente metidos dentro de una vivienda. Sus habitaciones están atiborradas de juguetes, entre los cuales cada vez hay más aparatos electrónicos. Tenemos que preguntarnos seriamente si los niños aún pueden tener vivencias que sean lo suficientemente adecuadas a su desarrollo.

En la naturaleza los niños podían dar rienda suelta a sus ganas de moverse, que es un impulso natural. Hoy en día, muchos padres se quejan de la agitación de sus hijos y estos a su vez sufren porque tienen pocas opciones para moverse. Pero para desarrollarse bien deben estar activos desde el punto de vista de la motricidad.

En el pasado, los niños aprendían gracias a las experiencias en la naturaleza y al ejemplo de sus padres y de otros adultos de confianza. En la actualidad, un sistema educativo altamente desarrollado sirve al propósito de convertir a los niños en seres capaces de desenvolverse en la sociedad y la economía. Sin embargo, cada niño aspira a convertirse en el ser particular que hay en él.

Antes los niños crecían acompañados de hermanos y hermanas y de muchos otros niños. Todos ellos eran sus maestros. Hoy, muchos no tienen hermanos y a la mayoría les falta una relación estable con otros niños. Ni siquiera los padres más competentes pueden suplir las vivencias con otros niños y niñas.

La comunicación interpersonal consistía antes en un comportamiento relacional heterogéneo y un intercambio lingüístico variado. La mayoría de las personas empezaron a aprender a leer con la aparición de la escuela primaria. Actualmente predominan los medios de comunicación a costa de la comunicación interpersonal.

Los bebés y los niños pequeños nunca dormían solos en épocas pasadas. Mantenían un estrecho contacto corporal con su madre y con otras figuras de apego. Hoy en día a algunos niños se los deja en una cama y los padres esperan que duerman solos toda la noche seguida.

Antes los niños llegaban al mundo por casualidad. Hoy la mayor parte de ellos son hijos buscados que muchas veces tienen que estar a la altura de las enormes expectativas de los padres.

No podemos ir hacia atrás en el tiempo y regresar al modo de vida de nuestros antepasados. Por otro lado, los niños tampoco se pueden adaptar a nuestra conveniencia. Por eso, los padres deberían tener en cuenta que las necesidades y modos de comportamiento de sus hijos están profundamente arraigados en el pasado. Y deberían plantearse de vez en cuando: ¿de qué forma quiere el niño que se cubran sus necesidades? ¿Qué entorno (especialmente, qué entorno social) necesita para desarrollarse hasta convertirse en la persona que quiere ser?

A largo plazo, el bienestar de un niño solo es posible si sus padres también se encuentran bien. Para ello, estos necesitan tiempo para cuidar su relación de pareja, para hacer algo juntos con cierta frecuencia y para pasar de vez en cuando un fin de semana sin los hijos. Pero también necesitan tiempo para dedicarse a sus intereses individuales. Por ejemplo, el padre querrá practicar su deporte favorito y la madre querrá ir con sus amigas a clase de yoga. Vale la pena reflexionar juntos sobre cómo se quiere emplear el valioso recurso del tiempo. ¿Cómo organizamos los cuidados? ¿Cómo nos repartimos las tareas domésticas y el tiempo libre? En los anexos se puede consultar una guía.

Los padres se enfrentan continuamente al reto de encontrar un equilibrio entre las necesidades de sus hijos y las suyas propias. Para concluir, aquí va un útil consejo de nuestros antepasados: en ningún momento de la historia los padres hemos criado solos a nuestros hijos. Siempre hemos contado con la ayuda de la comunidad. Una red estable de relaciones formada por personas de confianza y por otros niños puede aliviar la carga de los padres y ser un enorme enriquecimiento para el desarrollo de los hijos.

Lo más valioso que los padres pueden dar a sus hijos es su tiempo.

Lo más importante en pocas palabras

01 El bienestar físico y psíquico es un requisito básico para que un niño pueda desarrollarse bien. Para eso, hacen falta alimentos, cuidados, protección y atenciones en la medida adecuada para él.

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