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El objetivo del multimillonario Alex Matthews era Serina de Montevel, una bella princesa sin corona. Su deber consistía en mantener a su hermano bajo vigilancia, pero era Serina quien le interesaba de verdad. Prácticamente secuestrada en una escondida mansión tropical, Serina descubrió que su decoro empezaba a resquebrajarse ante el poder de seducción de Alex. Antes de que la empobrecida princesa se diera cuenta, estaba ahogándose en los glaciales ojos azules de Alex y… despertando en su cama.
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Seitenzahl: 158
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Robyn Donald. Todos los derechos reservados. PRINCESA POBRE, HOMBRE RICO, N.º 2072 - abril 2011 Título original: Brooding Billionaire, Improverished Princess Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-261-2 Editor responsable: Luis Pugni
Epub x Publidisa.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Promoción
LEX Matthews, en el salón de baile del palacio, miró alrededor. La orquesta estaba tocando una canción popular de Carathia, una melodía a tiempo de vals que era la señal para que los invitados se uniesen al baile. El resultado fue un revoloteo de vestidos de todos los colores y magníficas joyas.
Las angulosas facciones de Alex se suavizaron un poco al ver a la novia. Su hermanastra era más bella que cualquier diamante, su expresión de felicidad haciendo que se sintiera como un extraño. Más joven que él, Rosie era hija de la segunda mujer de su padre y, aunque se habían hecho amigos durante esos años, nunca había tenido una relación muy estrecha con ella.
Alex miró entonces a su cuñado, el gran duque de Carathia. Gerd no era un hombre dado a mostrar sus emociones en público y Alex parpadeó, sorprendido, al ver su expresión mientras miraba a su flamante esposa. Era como si estuvieran solos en el salón de baile, como si no hubiera nadie más.
Y esa mirada produjo en él una emoción extraña.
¿Envidia? No.
Sexo y afecto eran conceptos que entendía, respeto y simpatía también. Pero el amor era una emoción desconocida para él.
Probablemente siempre lo sería. Experimentar una emoción tan profunda no era parte de su carácter y como romper corazones no era algo que disfrutase, una lección que había aprendido en su juventud, ahora sólo elegía amantes que lo aceptasen por lo que era.
Pero, aunque no podía imaginarse a sí mismo experimentando tal emoción, se alegraba mucho por Rosie. Gerd y él eran primos lejanos, pero habían crecido como hermanos y si alguien merecía el amor de Rosie, ése era Gerd.
Las parejas empezaron a bailar alrededor de los novios, dejando un espacio en el centro de la pista.
–¿Piensas quedarte aquí, sin bailar? –le preguntó un hombre, a su lado.
–No, tengo prometido este baile –Alex miró alrededor, buscando a una mujer en concreto.
Elegante y sereno, el bello rostro de la princesa Serina no revelaba nada. Pero hasta que Rosie y Gerd anunciaron su compromiso, la mayoría de la gente en el reducido círculo de la aristocracia había creído que ella sería la nueva gran duquesa de Carathia.
Sin embargo, si Serina de Montevel estaba dolida, se negaba a darle a nadie la satisfacción de verlo en su rostro. Y Alex la admiraba por ello.
Durante los últimos días había escuchado muchos comentarios, algunos compasivos pero la mayoría de gente que buscaba algún drama, la posibilidad de verla con el corazón roto.
Pero la princesa no necesitaba su protección. Su armadura de buenas maneras, sofisticación y seguridad dejaba bien claro que podía defenderse sola.
La había conocido un año antes, durante la coronación de Gerd. Se la había presentado un viejo aristócrata español, dándole todos sus nombres y apellidos... y Alex había visto un brillo de burla en los asombrosos ojos color violeta de la princesa.
Y cuando protestó por la imposibilidad de recordarlos todos, ella sonrió.
–Si existieran las mismas convenciones en Nueva Zelanda, también ustedes tendrían una larga colección de apellidos. No son más que una especie de árbol genealógico.
Tal vez lo había dicho en serio pero ahora, después de saber la verdad sobre su hermano, Alex no estaba tan seguro. Doran de Montevel sabía muy bien que esos apellidos eran parte de la historia de Europa y se aprovechaba de ello.
¿Sabría la princesa en qué enredo se había metido su hermano?
De ser así no había hecho nada al respecto, de modo que quizá también ella quería volver a Montevel para ser una verdadera princesa en lugar de limitarse a llevar un título heredado de su depuesto padre.
Y Alex necesitaba descubrir qué era lo que sabía, de modo que se acercó.
Serina lo vio llegar y, de inmediato, esbozó una amable sonrisa. El color violeta de su vestido, que hacía juego con el de sus ojos, destacaba una cintura estrecha y unas curvas que despertaban algo elemental y fiero dentro de él, un deseo de descubrir qué había bajo aquella preciosa fachada, a retarla a un nivel primitivo, de hombre a mujer.
–Hola, Alex. Ésta es una ocasión feliz para todos nosotros.
–Sí, desde luego –dijo él.
–Nunca había visto una novia tan feliz y Gerd está... casi transfigurado.
Alex admiraba su habilidad para disimular que tenía el corazón roto. Si tenía el corazón roto.
–Desde luego que sí. Y éste es mi baile, creo.
Sin dejar de sonreír, Serina puso una mano en su brazo para dejar que la llevase a la pista de baile y Alex recordó una frase de su infancia: «Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano». Era de Blancanieves.
Sí, Serina también era una perfecta princesa de nieve.
Tan exquisita como la princesa de un cuento de hadas, irradiaba gracia, belleza y elegancia. Su cabello oscuro, adornado con una diadema, contrastaba con la palidez de su piel. Tenía unas facciones clásicas, pero sus labios no eran rojos, sino pintados en un discreto tono coral. El rojo hubiera sido demasiado llamativo, demasiado provocativo para una princesa.
Pero eran unos labios muy tentadores...
Un instinto tan viejo como el tiempo despertó a la vida en Alex. Había deseado a Serina Montevel desde que la vio por primera vez, pero como también él se preguntaba si su corazón se habría roto al conocer el compromiso de Gerd, no había hecho nada para llamar su atención. Sin embargo, había pasado un año, tiempo suficiente para curar un dolido corazón.
O eso esperaba.
Serina levantó la mirada hacia su acompañante y se quedó sin aliento durante un segundo. Alto, moreno y arrogantemente atractivo, Alex Matthews ejercía un extraño efecto en ella.
–Es una tradición muy bonita –murmuró, señalando a los novios.
Ni Rosie ni Gerd sonreían. Se miraban a los ojos como si estuvieran solos, absortos el uno en el otro, tanto que Serina sintió un punzada de pesar.
No, no de pesar, tal vez de cierta envidia.
Un año antes había decidido dejarle claro a Gerd, sin ser tan grosera como para decirlo con palabras, que no tenía intención de convertirse en la gran duquesa de Carathia. Lo admiraba mucho y tal unión habría resuelto todos sus problemas, pero ella quería algo más que un matrimonio de conveniencia.
Y, al final, había sido lo mejor para todos porque poco después Gerd había empezado una relación con Rosie, una joven a la que conocía desde niña, y por la que había perdido el corazón.
¿Cómo sería sentir eso?, se preguntó. ¿Cómo sería amarse tan ardientemente que incluso en público uno era incapaz de contener sus emociones?
–Hacen buena pareja.
La enigmática mirada de Alex, tan acerada como un sable, hizo que se sintiera ligeramente acalorada. Qué tontería había dicho, pensó. Por supuesto que hacían buena pareja. Acababan de casarse y estaban locos el uno por el otro. Por el momento, al menos.
Había leído en algún sitio que la pasión duraba dos años, de modo que tal vez Gerd y Rosie disfrutarían de otro año de amor incandescente antes de que la pasión empezase a desaparecer.
–Muy perceptiva –bromeó Alex–. Sí, hacen buena pareja.
Serina apoyó una mano en su hombro y él tomó la otra mientras se unían al resto de las parejas para bailar el vals. Pero estaba tan nerviosa que tropezó después de dar el primer paso...
Alex la sujetó por la cintura.
–Relájate, no pasa nada.
El cálido aliento masculino hizo que sintiera un escalofrío y, sorprendida por tal reacción, Serina se apartó un poco.
Le había ocurrido antes, la primera vez que se vieron. Era como una descarga de adrenalina, como si estuviera enfrentándose a un peligro.
¿Sentiría él lo mismo?
Cuando se arriesgó a mirarlo, con el corazón latiendo como loco dentro de su pecho, notó que también Alex parecía turbado.
–Lo siento, estaba distraída. Ha sido una de las bodas más bonitas que he visto nunca –empezó a decir a toda prisa–. Rosie es muy feliz y es sorprendente ver a Gerd tan emocionado.
–Sin embargo, tú pareces un poco disgustada. ¿Te preocupa algo?
Sí, varias cosas, de hecho. Sobre todo una en particular.
Pero Alex no se refería a su hermano. Seguramente había notado que la gente la miraba en el baile, algunos con compasión, otros de forma maliciosa.
–Para ella debe de ser un mal trago –había oído que decía una duquesa francesa.
–Su hermano estará furioso –replicó su acompañante, riendo–. Ahora que no ha conseguido al gran duque ya no tienen ninguna posibilidad de salir de la pobreza. Y que se haya casado con una chica sin título nobiliario debe de ser muy duro para ellos.
No todo el mundo era tan malvado, pero Serina había notado que muchas conversaciones terminaban abruptamente en cuanto ella se acercaba.
Que pensaran lo que quisieran, se dijo a sí misma, mientras miraba a Alex de nuevo.
–No me pasa nada, estoy bien.
–Habrás notado que mucha gente se pregunta si lamentas haber perdido una oportunidad con Gerd.
Ah, por fin se había atrevido a decirlo. Serina echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos, rezando para que no notase lo angustiada que estaba.
–Imagino que lo lamento tanto como Gerd. Es decir, nada.
–¿Ah, sí?
–Desde luego.
–Me alegro.
Serina lo miró, interrogante. Estaba flirteando con ella, era evidente. Y tenía intención de responder. Pero primero tenía que saber algo. –Me sorprende que estés solo este fin de semana. Su última amante conocida había sido una heredera griega bellísima, recientemente divorciada. Según los rumores, Alex era el causante del divorcio, pero Serina no podía creerlo. Alex Matthews tenía fama de hombre íntegro y le parecería extraño que hubiera comprometido esa integridad por una aventura pasajera.
Claro que ella no sabía mucho sobre Alex. Nada en realidad salvo que había usado su formidable inteligencia y su ambición para levantar un imperio económico.
Además, su aventura con la heredera griega podría ser algo serio. –¿Por qué te sorprende? –preguntó él–. No tengo pareja ni estoy comprometido.
«Yo tampoco» hubiera sido una invitación muy descarada, de modo que Serina se contentó con asentir con la cabeza mientras seguían bailando.
Alex era un excelente bailarín y se movía con la gracia de un atleta. Y el elegante esmoquin no podía disimular lo formidable del cuerpo que había debajo.
–¿Y qué planes tienes ahora? –le preguntó Alex.
–No lo sé.
–¿Eres feliz acudiendo a fiestas y eventos sociales?
–No, en realidad estaba pensando volver a la universidad.
Él la miró, sorprendido.
–Creí que eras la musa de Rassel.
–Hemos decidido que necesita una musa nueva –dijo ella entonces.
Ser la musa del diseñador francés había sido estimulante y divertido, pero, aunque perder el generoso salario era un duro golpe, en realidad también había sido un alivio cuando Rassel decidió que necesitaba alguien más moderno, más acorde con el nuevo estilo de sus colecciones.
Y Serina no se hacía ilusiones. Rassel la había elegido a ella porque le podía presentar a la gente adecuada, asegurándole la entrada en determinados círcu los. El hecho de que fotografiase bien y tuviera un cuerpo perfecto para la ropa que diseñaba había ayudado a tomar esa decisión, pero siempre había sido una relación problemática. Aunque Rassel se refería a ella como su musa, esperaba que se comportase como una modelo y le costaba mucho aceptar sus sugerencias. Y ahora que tenía un nombre, ya no la necesitaba.
Y ella no necesitaba su monstruoso ego o sus inseguridades.
–¿Qué piensas estudiar?
–Paisajismo.
Estaba deseando empezar. Había recibido una pequeña herencia de su abuelo, el último rey de Montevel, y con ese dinero y el que ganaba gracias a su columna semanal sobre jardinería en una conocida revista tendría suficiente para que Doran terminase sus estudios y para pagar la matrícula y el alquiler del apartamento.
–Ah, debería haberlo imaginado –Alex sonrió–. ¿Seguirás escribiendo esa columna en la revista?
–Sí, espero que sí. Se arriesgaron conmigo y yo siempre he hecho todo lo posible para darles lo que esperaban.
¿Por qué estaba justificándose ante aquel hombre? Serina intentó ignorar un extraño cosquilleo en el estómago cuando lo miró a los ojos.
–¿Por qué paisajismo?
–Aparte de admirar la belleza de los parques y jardines, respeto las imposibles ambiciones de los jardi neros, su deseo de crear algo perfecto, ideal, de volver al paraíso. Y creo que lo haría bien, además.
–Con tu título y tu caché, seguro que lo conseguirás.
El comentario, hecho de manera despreocupada, le dolió. Especialmente porque sabía que había un elemento de verdad en él.
–Imagino que me ayudará, pero para tener éxito hace falta algo más que eso.
–¿Y crees que tienes lo que hace falta?
–Sé que lo tengo –respondió ella.
Alex levantó su mano para inspeccionarla.
–Una piel perfecta –dijo, irónico–. Ni un arañazo, ni una mancha. Unas uñas inmaculadas. Seguro que nunca te las has ensuciado.
Serina esbozó una sonrisa.
–¿Quieres apostar algo?
La risa de Alex rompió unas defensas ya debilitadas por el roce de su cuerpo mientras bailaban.
–No, mejor no. ¿Tenías un jardín de niña?
–Sí, claro. Mi madre creía que la jardinería era buena para los niños.
–Ah, claro, había olvidado que el jardín de tus padres en la Riviera era famoso por su belleza.
–Sí, lo era –asintió ella. Trabajar en el jardín había consolado a su madre cuando las aventuras de su marido aparecían en los periódicos.
Pero la propiedad había sido vendida tras la muerte de sus padres. Había desaparecido, como todo lo demás, para pagar las deudas.
La música terminó entonces y Alex la miró a los ojos con expresión de desafío.
–Deberías venir a Nueva Zelanda. Hay unas plantas fascinantes, un paisaje soberbio y algunos de los mejores jardines del mundo.
–Eso me han dicho. Tal vez algún día.
–Yo vuelvo mañana. ¿Por qué no vienes conmigo?
Serina lo miró, sorprendida. ¿Cómo se le ocurría sugerir algo así? Sin embargo, tuvo que resistir el absurdo deseo de aceptar su oferta.
«Haz la maleta y márchate», le decía una vocecita.
Pero no podía hacerlo.
–Gracias, pero no. No podría marcharme así, de repente, por mucho que quisiera.
–¿Hay algo que te retenga en este lado del mun do? ¿Alguna ocasión que no quieras perderte? ¿Un amante quizá? –le preguntó Alex.
Serina notó que le ardían las mejillas. ¿Un amante? No había tal hombre en su vida... nunca lo había habido.
–No, nada de eso. Pero no puedo desaparecer.
–¿Por qué no? Haruru, mi propiedad en Northland, está en la costa y, si te interesa la flora, hay una gran cantidad y variedad. En Northland, los botánicos siguen descubriendo nuevas especies.
Sonreía con tal simpatía que, por un momento, Serina se olvidó de todo salvo del deseo absurdo de ir con él.
Su apartamento en Niza era pequeño, sin aire acondicionado y las calles estaban llenas de turistas. Sin embargo, las fotografías que había visto de Nueva Zelanda mostraban un país verde, exuberante, misterioso y lleno de bosques.
Pero era imposible.
–Suena estupendo, pero yo no hago las cosas por impulso.
–Tal vez deberías hacerlas. Y puedes llevar a tu hermano si quieres.
Si pudiera... la tentación era muy fuerte.
Un viaje a Nueva Zelanda podría apartar a Doran de ese estúpido juego de ordenador que sus amigos y él estaban diseñando. Dado a violentos entusiasmos, su hermano solía perder interés en todo tarde o temprano, pero su fascinación con aquel juego empezaba a parecerle una preocupante adicción. Serina apenas lo había visto en los últimos meses y unas vacaciones podrían sentarle bien.
Además, sería una manera de escapar de las miraditas de la gente y de la grosería de los paparazzi, que exigían saber lo que sentía ahora que su corazón estaba supuestamente roto por la boda de Gerd.
Si iba a Nueva Zelanda con Alex Matthews, todo el mundo pensaría que eran amantes. ¡Y cómo le gustaría restregarles por la cara esa supuesta aventura a ciertas personas!
Durante un segundo estuvo a punto de aceptar, pero enseguida recuperó el sentido común. ¿Cómo iba a demostrar eso que no tenía el corazón roto?
No, los periodistas dirían que estaba consolándose con Alex y, por lo tanto, confirmando sus sospechas.
–Muchas gracias, de verdad, pero no puedo permitirme unas vacaciones ahora mismo.
Alex se encogió de hombros.
–Comparto un jet con Kelt y Gerd, de modo que el avión no sería un problema. Y tengo una cita en Madrid dentro de un mes, así que podría dejarte en Ni za de camino –insistió, sin dejar de mirarla a los ojos–. ¿O es que tienes miedo?
–¿Por qué iba a tener miedo?
Aprensión, quizá. Se le encogía el estómago cada vez que la miraba así. Alex Matthews era un hombre impresionante, pero Doran...
Serina miró a su hermano, que reía con un grupo de jóvenes, uno de los cuales era hijo de un antiguo socio de su padre, otro exiliado de Montevel. Había sido Janke quien inició a Doran en la emoción de los juegos de ordenador y juntos habían desarrollado la idea de uno que, según ellos, los haría ganar una fortuna.
Sería un éxito, le había dicho su hermano, entusiasmado, haciéndole jurar que no le contaría nada a nadie por miedo a que les robasen la idea.
–No tienes nada que temer –siguió Alex, devolviéndola al presente.
–Lo sé –dijo ella.
–Y el alojamiento tampoco será un problema. Vivo en una enorme casa de estilo victoriano con tantos dormitorios que ni puedo contarlos. Además de preciosa, Northland es una zona muy interesante, el primer sitio en el que los maoríes y los europeos empezaron a mezclarse.
–No, lo siento. Eres muy amable, pero no puedo –insistió Serina.
–¿Por qué no le preguntas a tu hermano qué le parece?
Doran se negaría, estaba segura.
–Muy bien, lo haré.
Su hermano se acercaba a ellos en ese momento, delgado y atlético a pesar de llevar seis meses pegado a la pantalla de un ordenador.
Y cuando Alex mencionó la idea de ir a Nueva Zelanda, Doran respondió con su habitual entusiasmo:
–¡Pues claro que debes ir, Serina!
–La invitación es para ti también –dijo Alex.
–Ojalá pudiese ir, pero... bueno, tú ya sabes lo que pasa –el chico se encogió de hombros–. Tengo muchos compromisos.
–Y yo tengo entendido que te interesa el submarinismo.
–Sí, mucho.
–Pues en Nueva Zelanda hay sitios estupendos para hacerlo. Unos amigos míos van a Vanuatu, en el Pacífico, para bucear en los arrecifes de coral. Si estás interesado, seguro que te harían un sitio en el barco.
La expresión emocionada de Doran era casi cómica.
–Me encantaría...