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En 1996 la revista norteamericana Social Text publicó un artículo del físico Alan Sokal titulado "Transgrediendo los límites: hacia una transformación hermenéutica de la gravedad cuántica". El texto acumulaba citas y paráfrasis sobre obras de intelectuales de gran prestigio internacional y fue saludado con entusiasmo por una parte considerable del ambiente académico. Sin embargo, el artículo escondía gruesos errores y absurdos científicos y epistemológicos que pasaron desapercibidos. Más tarde, Sokal reveló el engaño y publicó, con su colega Jean Bricmont, el libro Imposturas Intelectuales, para denunciar los abusos de vocabulario científico que algunos pensadores célebres cometen recurrentemente. La reacción no se hizo esperar: numerosos intelectuales -en su mayoría franceses- se mostraron indignados y tildaron a Sokal y a Bricmont de "policías del pensamiento", "gendarmes", "censores". Pero en general el nivel del debate se mantuvo bastante bajo. El filósofo Jacques Bouveresse -Profesor del Collège de France- instala su mirada crítica sobre el tema con un estilo riguroso y un sutil manejo de la ironía, e intenta llevar la discusión a fondo. El enfoque utilizado en Prodigios y Vértigos de la Analogía descubre el velo bajo el cual se presentan algunos análisis pretenciosos, en especial aquellos que remiten al Teorema de Gödel, y revela la frivolidad que se esconde detrás de numerosos discursos filosóficos contemporáneos. "Cuando escribimos nuestro libro, tuvimos la secreta esperanza de que los filósofos profesionales y los historiadores intelectuales aprovecharan esta oportunidad para continuar desde donde habíamos dejado y agudizar nuestras críticas. El libro de Bouveresse ha satisfecho esta esperanza más allá de toda expectativa". (del prólogo de Alan Sokal y Jean Bricmont)
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Seitenzahl: 223
Veröffentlichungsjahr: 2021
JACQUES BOUVERESSE
Prodigios y Vértigos
de la Analogía
Sobre el abuso de la literatura
en el pensamiento
PRÓLOGO
ALAN SOKAL Y JEAN BRICMONT
Bouveresse, Jacques
Prodigios y vértigos de la analogía / Jacques Bouveresse ; prólogo de Alan Sokal ; Jean Bricmont. - 2a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2017.
Libro digital, EPUB - (Mirada atenta)
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Helena Alapin.
ISBN 978-987-599-491-1
1. Ensayo Literario. I. Sokal, Alan, prolog. II. Bricmont, Jean , prolog. III. Alapin, Helena, trad. IV. Título.
CDD 844
Título original: Prodiges et vertiges de l’analogie
© Editions raisons d’agir, 1999
Traducción: Helena alapin
Traducción del prólogo: Laura wittner
Revisión técnica: Gabriel livov - Octavio kulesz - Miguel arias
Diagramación y diseño de tapa e interiores: Octavio Kulesz
© Libros del Zorzal, 2001, 2005
Buenos Aires, Argentina
Libros del Zorzal
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de Prodigios y Vértigos de la Analogía escríbanos a: [email protected]
www.delzorzal.com.ar
Índice
Prólogo | 5
Prefacio | 15
1. Del arte de hacerse pasar por “científico” a los ojos de los literatos | 29
2. ¿Es la incultura científica de los literatos la verdadera responsable del desastre? | 39
3. Cómo los culpables se transforman en víctimas y acusadores | 50
4. Las ventajas de la ignorancia y de la confusión consideradas como una forma de comprensión superior | 60
5. Las desgracias de Gödel o el arte de acomodar un teorema famoso a la salsa preferida de los filósofos | 79
6. El argumento “Tu quoque!” | 94
7. ¿Quiénes son los verdaderos enemigos de la filosofía? | 112
8. El affaire Sokal y después: ¿se comprenderá la lección? | 127
9. ¿Libertad de pensamiento sin libertad de criticar? | 136
Epílogo | 149
Prólogo
Cuando escribimos nuestro librito denunciando los flagrantes abusos que varios intelectuales filosóficoliterarios franceses habían cometido sobre ciertos conceptos científicos1, nos sentimos como extranjeros –en más de un sentido– ingresando a un territorio nuevo y a veces extraño, cuyos habitantes, ¡ay!, no resultaron ser del todo amigables (para decirlo suavemente). De manera que es con gran placer que ahora leemos la enérgica defensa –y extensión– de nuestras ideas que el profesor Bouveresse ofrece en este volumen. Y en vista de que hemos sido repetidamente acusados de antifranceses y de antifilosofía, es particularmente halagador que esta defensa provenga de un eminente filósofo que enseña en el Collège de France.
Pero en realidad la reacción de Bouveresse no nos sorprendió: de hecho, cuando escribíamos la sección de nuestro libro acerca de las reflexiones de Lyotard sobre fractales, teoría de la catástrofe, etc.2, nos enteramos de que Bouveresse había publicado una crítica casi idéntica a la nuestra hacía más de diez años3. En efecto, toda la carrera filosófica de Bouveresse –que abarca casi cuarenta años– se ha caracterizado por lo que un entrevistador calificó como “la defensa de un estilo de pensamiento más modesto, más riguroso y a la vez más irónico del que se acostumbra entre nosotros”4.
Por lo tanto, no le sorprenderá al lector que estemos de acuerdo con casi todo lo que dice Bouveresse en este volumen. Pero su libro es mucho más que una mera defensa o elaboración del nuestro: es más profunda su crítica del malestar en la vida intelectual, y su tono más severo, más indignado. Antes de ilustrar esta diferencia con algunos ejemplos, permítannos explicar por qué este contraste de actitud puede comprenderse a través de nuestras diferentes formaciones.
Al no ser franceses ni filósofos, somos los típicos intrusos del debate. Bouveresse, en cambio, está perfectamente integrado. Estudiante de la École Normale Supérieure en tiempos en que Althusser y Lacan eran los gurúes del lugar, sus compañeros –entonces compenetrados en lo que más adelante Bouveresse llamó “pseudociencia, mala filosofía y política imaginaria”5– lo miraban con desconfianza por estudiar temas tan irrelevantes como la lógica formal (por lo que ahora, a diferencia de la mayoría de sus antiguos colegas, conoce realmente el significado del teorema de Gödel) e interesarse en filósofos “anglosajones” (y por tanto políticamente sospechosos) como Wittgenstein y el Círculo de Viena6. Es un dato curioso –aunque cierto– que en el París de los sesenta si uno, como filósofo, se interesaba en Russell o Carnap, era considerado reaccionario, mientras que si se interesaba en Heidegger era considerado progresista, si no revolucionario. Sus primeras experiencias bien podrían llevar a Bouveresse a coincidir con la observación de Noam Chomsky:
En mi opinión, el “star system” ha convertido la vida intelectual francesa en algo vulgar y engañoso. Es algo similar a Hollywood. Así vamos de un absurdo a otro –stalinismo, existencialismo, estructuralismo, Lacan, Derrida–, algunos obscenos (stalinismo), algunos simplemente infantiles y ridículos (Lacan y Derrida). Lo impresionante, sin embargo, es la pomposidad y el engreimiento ostentados en cada etapa7.
Por moverse dentro de ese círculo, Bouveresse comprende mejor que nosotros las idiosincrasias intelectuales y morales de algunos de los sectores más en boga de la intelectualidad parisina.
Más aún, mientras que nuestra reacción al sinsentido que descubrimos fue más por perplejidad que por enojo, Bouveresse tiene sobradas razones para indignarse. Después de todo, los disparates de Lacan acerca de los espacios compactos no tienen el menor efecto sobre la investigación matemática en topología, y los lógicos profesionales ignoran absolutamente las elucubraciones de Badiou y Debray sobre el teorema de Gödel; pero los tres –y el estilo de pensamiento que ellos encarnan– han tenido graves efectos negativos en la práctica de la filosofía y las humanidades, al menos en Francia.
El conocimiento interno de la escena intelectual parisina también conduce a Bouveresse a realizar un análisis de esta enfermedad más profundo que el que nosotros nos sentimos aptos para llevar a cabo. De hecho, nosotros subrayamos que nuestro análisis se limitaba a abusos de conceptos dentro de la matemática o la física, y sostuvimos:
Ni que decir tiene que no somos competentes para juzgar los aspectos no científicos de la obra de esos autores. Somos perfectamente conscientes de que sus “intervenciones” en las ciencias naturales no constituyen el núcleo esencial de sus trabajos. Sin embargo, cuando se descubre una deshonestidad intelectual (o una manifiesta incompetencia) en una parte, aunque sea marginal, de los escritos de un autor o autora, es natural querer examinar más críticamente el resto de su obra. No queremos prejuzgar los resultados de dichos análisis, sino simplemente disipar el aura de profundidad que ha disuadido en ocasiones a estudiantes –y profesores– de llevarlo a cabo8.
Sobre esto observa Bouveresse (p. 49 de la presente edición) que, en vista de la absoluta vaguedad de los escritos de algunos intelectuales acerca de temas tales como la matemática, donde es posible, y en efecto natural, ser preciso, no debería asombrarnos encontrar barbaridades aun mayores cuando se refieren a campos (tales como la semiótica o el psicoanálisis) que requieren de un esfuerzo especial para llegar al máximo de precisión compatible con la naturaleza del tema. Pero, mientras nosotros tendemos a permanecer agnósticos en cuanto a la profundidad del problema, Bouveresse deja claro que el problema del cual hablamos está ligado a hábitos profundos de pensamiento, que son de un tipo general y que producen simplemente efectos más cómicos cuanto más tratan los autores de imitar los pasos de los científicos (p. 48-49).
Otra área en la que Bouveresse excede nuestros reclamos tiene que ver con la relación entre las dos partes de nuestro libro, que, como enfatizamos, es en realidad dos libros con una sola tapa: el primero trata de las “imposturas”, es decir, del flagrante abuso de los conceptos científicos por parte de una camarilla de maîtresà-penser posmodernos, y el segundo se refiere a la cuestión, mucho más sutil, del relativismo epistemológico. Nosotros subrayamos que el nexo entre estos dos puntos es fundamentalmente sociológico y no conceptual; lo que es más, nos pareció que el relativismo epistemológico estaba más difundido en Estados Unidos que en Francia. Pero Bouveresse cree que el nexo es más profundo (p. 109): el relativismo epistemológico autoriza la negligencia; inversamente, el pensamiento negligente tiende a necesitar la “ayuda” del relativismo para justificarse:
Si la ciencia no es, después de todo, más que una esfera particular de la literatura, que no goza de ningún privilegio especial en relación a otros campos [...], no se ve qué es lo que podría impedir a sus instrumentos más técnicos prestarse sin resistencia a manipulaciones y deformaciones literarias del tipo más diverso (p. 56).
Bouveresse piensa también (p. 109) que hemos subestimado la influencia del relativismo epistemológico en Francia.
Un tercer aspecto en que la crítica de Bouveresse es más dura que la nuestra tiene que ver con el problema de la honestidad –no sólo en relación con los autores que él y nosotros criticamos, sino también con sus diversos defensores dentro de los medios franceses (en especial en Le Monde des livres, el suplemento literario de Le Monde)–. Donde nosotros, explícitamente, dejamos abierta la cuestión de si los textos citados surgen de la deshonestidad o sencillamente de la crasa incompetencia, Bouveresse se siente tentado de responder: “de ambas”. Demuestra de modo inequívoco que algunos filósofos franceses contemporáneos exhiben un asombroso nivel de ignorancia al hablar de matemática o lógica formal; sin embargo, también sospecha que son perfectamente conscientes de sus limitaciones y que, aun así, insisten en aparecer como más instruidos de lo que realmente son. Respecto de sus defensores en los medios, Bouveresse hace un comentario muy atinado (pp. 22-23): mientras que nuestra formación como científicos debería permitirnos comprender los conceptos técnicos invocados por Lacan et al. –si éstos tuvieran algún sentido–, estamos frente a personas que, sin tener competencia científica alguna, “sin embargo pretenden que lo que no comprenden puede en realidad ser muy bien comprendido” (por supuesto, sin explicar de qué manera deberían entenderse estos textos). Una vez más, Bouveresse no cree que esta actitud pueda ser atribuida únicamente a la incompetencia.
Bouveresse analiza también con astucia la sociología de la vida intelectual y las tácticas utilizadas por algunas figuras de los medios (y sus seguidores) para inmunizar sus ideas contra la crítica razonada. He aquí una de ellas (p. 80): primero, se lanza una ambiciosa y revolucionaria afirmación filosófica, citando como sostén un prestigioso resultado científico, como el teorema de Gödel; luego, cuando los críticos se tornan demasiado precisos e insistentes, se explica que el uso de la ciencia fue “solamente metafórico”, y se les reprocha a los críticos haber sido tan tremendamente literales9. He aquí otra (pp. 33-34): nuevamente se empieza por hacer una extravagante declaración, que es ilógica o bien imposible de sustentar con evidencia; después, al ser objetado, se acusa a los oponentes de ser “flics de la pensée” [“policías del pensamiento”], “gendarmes” y “censeurs” [“censores”]10. Cuando las personas a cargo de las colecciones más importantes en las editoriales, los titulares de cátedra de la universidad y aquellos que ocupan puestos destacados en los medios alegan repetidamente que toda crítica a sus puntos de vista no es más que censura, la situación se vuelve, como observa Bouveresse, bastante cómica.
El resultado final de este “star system” es que, tanto en la vida intelectual como en la economía, los ricos se hacen más ricos:
Cuando se dirige contra intelectuales de una cierta categoría, la crítica, incluso la más fundada, es [considerada] en esencia policíaca e inquisitorial [...] La confusión que gusta a tanta gente y que da como resultado éxitos incontestables es mucho más importante que la claridad que algunos se obstinan en buscar [...] Los pensadores más célebres deben ser, y a fin de cuentas permanecer, los más importantes (pp. 154-155).
La ironía, como señala Bouveresse a continuación (p. 156), es que todo esto muestra bien hasta qué punto el sistema y la ley del mercado, contra los cuales se continúa protestando por obligación, son hoy en realidad aceptados e integrados por los representantes del espíritu11.
Así es que estamos totalmente de acuerdo con Bouveresse cuando analiza la cuestión de la adoración del ídolo versus la democracia en la vida intelectual:
No se debe olvidar que la comunidad de los intelectuales, probablemente más en Francia que en otras partes, está, sea cual fuere el pensamiento sobre ella, más unificada por una forma de piedad hacia los héroes que ella misma se elige, que por el libre examen y el uso crítico de la razón (p. 57).
Y no hace falta aclarar que la oscuridad puede utilizarse como herramienta de control social: permite a los que manejan la jerga evitar responder a las objeciones, y hasta evitar que sus ideas sean sensatamente escudriñadas. Por esta razón, la oscuridad deliberada es algo peor que una pérdida de tiempo; es también profundamente opuesta a los ideales democráticos. Como señaló George Orwell hace medio siglo en su ensayo “Politics and the English language”, la principal ventaja de escribir con claridad es que, cuando uno diga una estupidez, todos lo notarán inmediatamente, incluso uno mismo12. La lucha de Bouveresse en pos de la claridad y la lógica, como la de Orwell, está así marcada por una profunda preocupación ética y política13.
Cuando escribimos nuestro libro, tuvimos la secreta esperanza de que los filósofos profesionales y los historiadores intelectuales aprovecharan esta oportunidad para continuar desde donde habíamos dejado y agudizar nuestras críticas. El libro de Bouveresse ha satisfecho esta esperanza más allá de toda expectativa.
Alan SokalDepartment of Physics NewYork University
Jean Bricmont Institut de Physique ThéoriqueUniversité Catholique de Louvain
No hay mejor medio para poner de moda o defender doctrinas extrañas y absurdas, que abastecerlas de una legión de palabras oscuras, dudosas e indeterminadas. Esto, sin embargo, vuelve a estos refugios más parecidos a cavernas de bandidos o madrigueras de zorros que a fortalezas de guerreros generosos. Y si es penoso echar a quienes allí se esconden, no es a causa de la fuerza de esos lugares, sino a causa de las zarzas, las espinas y la oscuridad de los arbustos que los rodean. Pues como la falsedad es incompatible con el espíritu del hombre, sólo la oscuridad puede servir de defensa a lo que es absurdo.
John Locke
Uno de los rasgos más sorprendentes de los pensadores de nuestra época es que no se sienten ligados por –o al menos no satisfacen más que mediocremente– las reglas hasta ahora en vigor de la lógica, en especial el deber de decir siempre precisamente con claridad de qué se habla, en qué sentido se toma tal o cual palabra, luego indicar por qué razones se afirma tal o cual cosa, etc.
Bernard Bolzano
El mal de tomar una hipálage por un descubrimiento, una metáfora por una demostración, un vómito de palabras por un torrente de conocimientos capitales, y tomarse a sí mismo por un oráculo, este mal nace con nosotros.
Paul Valéry
Prefacio14
Creo que el uso incorrecto de las ciencias y las malas relaciones con éstas, no constituyen para la filosofía más que el reflejo de un problema mucho más general que ella tiene consigo misma, con lo que es o pretende ser y con sus aspiraciones. No se debe entonces cometer el error de tomar el efecto por la causa o de tomar uno de sus síntomas, por más notable o visible que éste pueda ser, por la enfermedad misma. Lichtenberg, que intenta alentar la tolerancia en materia de comprensión, dice que entre comprender y no comprender hay un buen número de categorías, en las que las nueve décimas partes de la gente se instalan con toda comodidad15.
Esta cuestión de la comprensión es, en el caso de la filosofía, particularmente crucial, no sólo porque en lo que a ella se refiere es poco frecuente estar seguro de comprender como se debería aquello que se lee, sino también porque aparentemente es posible instalarse de manera duradera y muy confortable en formas de incomprensión casi total. Es, en todo caso, una pregunta que uno está obligado a plantearse a propósito de la mayor parte de los textos que Sokal y Bricmont han utilizado para constituir su repertorio de disparates: ¿eran comprensibles y habían sido (realmente) comprendidos?
El affaire Sokal16tuvo, entre otros méritos, el de llamar la atención sobre dos categorías “lichtenbergianas” que presentan un interés particular: la de aquellos que como Sokal y Bricmont no comprenden porque se trata de cosas que conocen, y aquellos que, por el contrario, comprenden, justamente porque se trata de cosas que no conocen. Sokal y Bricmont se asombran ante el uso por lo menos extraño que se hace de los conceptos matemáticos y físicos que les son en principio familiares, en textos literarios y filosóficos, donde a primera vista no tienen nada que hacer y no hacen nada bueno. Y chocan con adversarios que casi siempre ignoran casi todo lo que saben y que sin embargo pretenden que lo que no comprenden puede en realidad ser muy bien comprendido. En otras palabras, Sokal y Bricmont tienen la sensación de no comprender cosas que deberían comprender y encuentran frente a ellos personas que comprenden lo que no deberían comprender. No hay sin duda mejor ejemplo del abismo (de incomprensión) que separa hoy lo que se denomina “las dos culturas”.
Podría ser, seguramente por falta de información, de competencia o de sutileza filosófica o literaria, que los dos autores encuentren ininteligible lo que quizás es simplemente difícil de comprender (para gente como ellos). Y sobre este tipo de insuficiencia, no se les han escatimado reproches. Probablemente se me harán reproches también, porque en la mayor parte de los casos tengo una reacción idéntica a la suya. Pero es algo a lo que no doy particular importancia. No creo, en efecto, que se deba, incluso en filosofía, comprender (o en todo caso, hacer como si se comprendiera) todo lo que puede escribirse, ni que todo lo que puede dar la impresión de tener un sentido –en el espíritu del autor y al mismo tiempo si se juzga por los efectos producidos, en el de una multitud de lectores– deba tener necesariamente uno. Sé naturalmente tan bien como cualquiera que la cuestión de criterios del sinsentido en materia literaria y filosófica es particularmente delicada. Pero no pienso que sean tan inexistentes como muchos nos lo repiten y tienen interés en hacérnoslo creer (son evidentemente siempre aquellos que buscan defender su sinsentido los que sostienen que no hay distinción real entre lo que tiene un sentido y aquello que no lo tiene).
La única excusa que puedo aducir por haberme decidido, a pesar de mis reticencias, a publicar este libro es la de haber tratado de llevar realmente la discusión al fondo, de elevar un poco su nivel (que permaneció generalmente muy bajo) y al mismo tiempo de ampliar considerablemente su alcance, aun si el hecho de contemplar las cosas tanto desde las alturas como desde más cerca no han hecho más que confirmar en lo esencial el diagnóstico, poco reconfortante para el filósofo que soy, de Sokal y Bricmont:
Pensamos –dicen– haber demostrado más allá de toda duda razonable, que algunos pensadores célebres han cometido groseros abusos de vocabulario científico, lo cual, lejos de clarificarlas, han oscurecido sus ideas. Nadie, en todos los informes y debates que han seguido a la publicación de nuestro libro, ha presentado un argumento racional contra esta tesis, y al mismo tiempo casi nadie se tomó la molestia de defender uno solo de los textos que criticamos17.
Es un hecho que incluso aquellos que han protestado más violentamente contra las conclusiones del libro no se arriesgaron a defender explícitamente ningún pasaje de los que allí se discuten. Algunos, sin embargo, son más defendibles que otros y hubieran podido eventualmente ser defendidos. Nada impedía a aquellos que profieren grandes gritos de indignación tratar de justificarlos realmente, si pensaban que esto era posible. Pero hubiera sido necesario para esto tomarse un poco más de trabajo del que al parecer estaban dispuestos a realizar. Y no se debe, de todas maneras, invertir sobre este punto la carga de la prueba. Es a los autores cuestionados a quienes incumbía en principio mostrar que han logrado dar un sentido aprehensible a las expresiones que utilizan, y no a aquellos que los leen arrancarse los cabellos para tratar de descubrirles o inventarles un sentido. Schopenhauer dice de Hegel que en numerosos lugares de sus obras pone las palabras y que el lector debe poner el sentido. Es lo que hacen muchos pensadores de los que hablamos. Pero difícilmente se pueda considerar esto como normal y satisfactorio. Como dice un adagio acerca del cual los filósofos deberían meditar un poco más: si non vis intellegi, debes negligi (si no quieres ser comprendido, no se debe tener en cuenta lo que dices).
Uno de los argumentos más sorprendentes que han sido utilizados contra Sokal y Bricmont es el que consiste en reprocharles el calificar como “más bien confuso”, sin otra precisión, ciertos usos del vocabulario científico que ellos discuten. ¿Con qué derecho, en efecto, unos físicos se permiten encontrar confuso lo que los filósofos y los literatos encuentran, al parecer, claro? No hay sin embargo experiencia más familiar que aquella que consiste en darse cuenta de que una expresión que parecía clara en realidad no lo es para nada, o que una frase que, a primera vista, daba la impresión de tener una significación no tiene en realidad ninguna. Pero es necesario, evidentemente, aceptar desde el comienzo que esto es posible y hasta frecuente (quizás sobre todo en filosofía) y consentir en hacer un poco de análisis de significado, una actividad que, como todo el mundo sabe, no puede interesar más que a los filósofos llamados “analíticos” y no corresponde para nada a lo que se supone debe hacerse en estos casos.
Al parecer habría que dejarse llevar simplemente por el movimiento del texto y evitar plantearse preguntas demasiado precisas sobre su sentido. Querer comprender en el sentido en el cual Sokal y Bricmont tratan de hacerlo es casi una extravagancia o una falta de tacto. Salimos de un período en el que no se consideraba necesario comprender para aprobar o admirar, e incluso tampoco para explicar (se han visto intérpretes autorizados reconocer ya tarde que, en el momento en el que publicaban libros o artículos sobre Lacan, no comprendían ellos mismos prácticamente nada de lo que decía o escribía el maestro), pero ¿desde cuándo es esto necesario? La paradoja es, como lo señala Jean Khalfa, que son sobre todo Sokal y Bricmont quienes se comportan aquí como se debería y hacen lo que los devotos y entusiastas se abstienen, por lo general, de hacer cuidadosamente. Si uno no comprende los propósitos de ciertos intelectuales, no es necesariamente por ignorancia o mala intención; puede ser también porque se es un poco más exigente que sus lectores habituales:
Selección arbitraria y comparación de textos de nivel heterogéneo, todo esto no quiere decir [...] que Sokal y Bricmont no hayan al menos leído los textos que citan. En efecto, son pocos sin duda en Francia quienes los han leído con tanta minuciosidad o con tal compasión18.
No he intentado en lo que sigue discutir el tipo de filosofía de la ciencia que defienden, implícita o explícitamente, Sokal y Bricmont, o la idea que ellos se hacen de las relaciones que pueden existir entre las ciencias, la filosofía y la literatura. No estoy necesariamente de acuerdo con ellos sobre este tipo de cuestiones. Pero ellos podrían ser tan positivistas o tan hostiles a la filosofía y a la cultura literaria en general como se los acusa, sin que ello haga, a mi juicio, más defendibles los textos o los procedimientos que denuncian. Menos aún he intentado pasar revista y a fortiori rediscutir seriamente todos los casos que tratan en su libro. Sólo he analizado en detalle el ejemplo de los abusos que se hacen del teorema de Gödel, por una parte porque me parece que se trata de una cuestión que conozco un poco mejor que otras, y por otra parte a causa de la exasperación que suscitan en mí, desde hace mucho, la manera en la cual casi todos los filósofos se sienten obligados a hablar, en un momento o en otro, del teorema, y la mezcla de pretensión y de ignorancia con la cual generalmente lo hacen. No tengo ninguna duda sobre el hecho de que el mismo tipo de trabajo podría hacerse a propósito de otras “imposturas” tratadas en el libro de Sokal y Bricmont. Pero esto requeriría para cada uno análisis tan detallados, que no es el caso proporcionar aquí.
En muchos respectos, en este tipo de cuestiones la partida es desigual. Sería necesario en cada caso mucho tiempo y esfuerzo para demostrar que lo que los dos autores sospechan que es un absurdo lo es realmente e incluso los argumentos más decisivos tienen pocas chances de convencer a aquellos que han decidido no escuchar nada. La propensión de tratar de salvar a cualquier precio lo que no merece serlo es mucho más fuerte que el deseo de mirar de frente una realidad desagradable y los medios de defender lo indefendible mucho más eficaces, para empezar por el que consiste en invocar cosas tan vagas como “el derecho a la metáfora” o el “riesgo del pensamiento”, sin proponer, desde luego, el menor análisis serio del tipo de pensamiento o de metáfora que se trata, en este caso, de defender.
Casi no tengo necesidad de precisar que no hay nada personal en las críticas que formulo contra algunos de nuestros intelectuales, en especial contra Debray, y que no encuentro ningún placer particular en hacerlo. El caso de Debray es paradigmático, porque él trata de utilizar lo que es más peligroso, a saber un resultado lógico muy técnico, para justificar conclusiones muy amplias y susceptibles de impresionar fuertemente al público no informado acerca de un objeto que a primera vista es lo más alejado que se pueda pensar de aquello de lo cual se trata, a saber, la teoría de las organizaciones sociales y políticas. A partir del teorema de Gödel, Debray deduce, sin inmutarse, la naturaleza fundamentalmente religiosa del vínculo social (la conclusión no es novedosa, pero el argumento ciertamente lo es). Es lo mismo que elegir simultáneamente el punto de partida más difícil de manejar y la mayor distancia a franquear para alcanzar el fin, dos medios que transformarían seguramente la performance, si ésta fuera exitosa, en una verdadera hazaña intelectual. Llevar la indecisión al corazón mismo de la razón y obligar a ésta a exigir su propia superación es una operación clásica en filosofía. Pero pronunciar el veredicto a través de la razón matemática en persona e imponerla luego a la razón política es por cierto lo más decisivo y al mismo tiempo lo más refinado que se puede imaginar en el género.
Utilizar a su vez, de manera más seria, los recursos de la lógica y del análisis lógico para demostrar la inconsistencia y la inanidad de este tipo de empresa constituye más un deber, un deber cívico en cierta forma, que un placer. No es seguramente difícil encontrar maneras a la vez más agradables y más constructivas de servirse de instrumentos como aquellos de los que aquí se trata. Lo que intento hacer es típicamente la clase de cosas que no tendrían que hacerse, y que bien podrían dejar de hacerse. Pero sería necesario para esto que aquellos que están en falta acepten empezar ellos mismos. Dicho de otra manera, que quieran tratar de ser un poco más serios. Si hay un dominio en el cual es más fácil y rápido cometer errores que corregirlos, es aquel del que aquí se trata. El esfuerzo que a continuación y en determinados lugares le será solicitado al lector es por lo tanto probablemente más grande (y sin duda menos “gratificante”) que el exigido por la lectura de los textos que critico. Pero he tratado de reducirlo al mínimo y no creo que pueda ser evitado.