Profetas sin honor - Shlomo Ben-Ami - E-Book

Profetas sin honor E-Book

Shlomo Ben-Ami

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Beschreibung

En el año 2000, se celebró en Camp David una cumbre entre el presidente estadounidense Bill Clinton, el líder de la OLP Yasir Arafat y el primer ministro israelí Ehud Barak, para dar un gran impulso al proceso de pacificación del conflicto palestino-israelí. Sholomo Ben Ami, entonces ministro de Asuntos Exteriores de Israel y una figura relevante en aquella cumbre, realiza una crónica pormenorizada no solo de aquel acuerdo fallido, sino de todos los posteriores intentos de resolver dicho conflicto, que llegan hasta la actualidad. El resultado es Profetas sin honor, que, además de un libro recorre la historia política de Oriente Próximo durante todo el siglo XXI, también es un profundo y ecuánime análisis de las razones por las que todas las iniciativas de diálogo han acabado en fracasos por ambas partes.

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Título original inglés: Prophets without Honor.

© del texto: Shlomo Ben-Ami, 2022.

© de la traducción: Ana Isabel Sánchez, 2023.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2023.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2023.

REF.: OBDO175

ISBN: 978-84-113-2374-1

EL TALLER DEL LLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

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Todos los derechos reservados.

A ITAI, MIKA, LIV, ZOE Y DAPHNE

QUE LOS FRACASOS QUE OS LEGAMOS REFINEN VUESTRO DON DEL COMEDIMIENTO Y LA MODERACIÓN

El lugar donde estamos bien

En el lugar donde tenemos razón

las flores nunca crecerán

en primavera.

El lugar donde tenemos razón

está duro y pisoteado

como un patio.

Pero las dudas y los amores

excavan el mundo

como un topo, un arado.

Y un susurro se oirá en el lugar

donde la ruinosa

casa se alzó una vez.

YEHUDAAMIJAI, https://princeton57.org/dynamic.asp?id=Amichai, con permiso de la viuda del poeta, Hannah Amijai

«Las tragedias se resuelven de dos maneras posibles, a la manera de Shakespeare o a la manera de Antón Chéjov. En una tragedia de Shakespeare, al terminar; el escenario está sembrado de cadáveres. En una tragedia de Chéjov, todos son infelices, están amargados, desilusionados y melancólicos, pero siguen vivos. Prefiero una conclusión chejoviana y no shakespeariana».

Amos Oz en una entrevista con ROGERCOHEN, https://www.nytimes.com/2013/01/29/opinion/global/roger-cohen-sitting-down-with-amos-oz.html.

«Si existiera el partido de los que no están seguros de tener la razón, yo pertenecería a él», Albert Camus citado por Tony Judt, https://www.nybooks.com/articles/1994/10/06/the-lost-world-of-albert-camus/

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado.

KARLMARX, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte

NOTA SOBRE EL VOCABULARIO

Los conflictos y los procesos de paz suelen tener su propio vocabulario. Lareligiónfue fundamental en el conflicto de Irlanda del Norte y en la disputa entre la India y Pakistán, pero estuvo totalmente ausente del conflicto armado colombiano y del drama del apartheid en Sudáfrica, de las guerras civiles centroamericanas y del conflicto entre Marruecos y el Sáhara Occidental. El reparto de poderfue clave para la solución de la situación de Irlanda del Norte, pero carece por completo de relevancia en los casos de Palestina y de Colombia. El territorio, la anexión y el trazado de fronteras no han desempeñado papel alguno en ninguno de estos conflictos, salvo en el de Marruecos y en el de la India y Pakistán. El vocabulario del drama palestino-israelí y de los intentos de resolverlo está abrumadoramente impregnado del anhelo de retorno (de los refugiados palestinos), de las reivindicaciones sobre los lugares santos, de la afirmación israelí del derecho a conservar sus asentamientos en los territorios ocupados y de sus necesidades de seguridad. El objetivo último del proceso de paz es la creación de un Estado palestino y la definición de sus fronteras y de la cantidad de territorio que permitiría que Israel se anexionara, a cambio de un intercambio de tierras, con el fin de acomodar sus bloques de asentamientos.

El Acuerdo Interino que Isaac Rabin y el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Yasir Arafat, firmaron el 28 de septiembre de 1995 exigía que Israel ofreciera a los palestinos, antes de las negociaciones sobre el acuerdo definitivo, partes de Cisjordania y que, en consecuencia, reposicionase sus fuerzas militares. Estas retiradas-reposicionamientos debían definirse en porcentajes de la superficie total de Cisjordania. Los porcentajes también debían negociarse en el acuerdo de paz definitivo, pues se entendía que la solución al problema de los asentamientos así lo requeriría.

En la primera etapa del Acuerdo Interino, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) se retiraron de las zonas pobladas de Cisjordania, es decir, de seis ciudades —Yenín, Nablus, Tulkarem, Kalkilia, Ramala y Belén— y de cuatrocientos cincuenta pueblos y aldeas. Al final de este reposicionamiento, apenas quedaba presencia militar israelí en los centros de población palestinos. El acuerdo también establecía que se llevarían a cabo nuevos reposicionamientos cada seis meses para que, cuando concluyeran esas fases, la jurisdicción palestina abarcase todo el territorio de Cisjordania, salvo las zonas cuya jurisdicción se determinara en las negociaciones definitivas. En su Acuerdo de Wye River con Arafat, en octubre de 1998, Benjamín Netanyahu, que ya se había retirado de la ciudad de Hebrón, se comprometió a entregar a los palestinos el 13% de Cisjordania, pero su gobierno de derechas fue incapaz de tolerar semejante «capitulación» de tierras bíblicas y rechazó el acuerdo. A nosotros, el gobierno de Barak, nos correspondía entonces cumplir con la retirada de Wye River si queríamos avanzar hacia un acuerdo de paz definitivo que respetara el marco del Acuerdo Interino de forma estricta. Pero la idea de Barak era saltarse todo el proceso de reposicionamiento y pasar directamente a las negociaciones sobre el acuerdo final.

El salto de Barak hacia el final fue un intento transparente de romper con el patrón de acuerdos interinos en los que Israel iba cediendo territorio a un precio político tan prohibitivo que incluso podía provocar la caída del gobierno, como de hecho había ocurrido con el de Netanyahu, y el fin del proceso de paz. Sabedor de que necesitaríamos hasta el último resquicio de apoyo público y político para las difíciles concesiones que requería tal objetivo, Barak pensó que era políticamente aconsejable integrar todos los reposicionamientos en el acuerdo definitivo. Pero Arafat necesitaba señales de la seriedad de Barak como pacificador, así que el 4 de septiembre de 1999 se firmó en Sharm el Sheij un acuerdo que dividía en tres fases la retirada que Netanyahu no había consumado: el 5 de septiembre, el 15 de noviembre y el 20 de enero del 2000. Esto habría dejado a Israel con el control del 59% de Cisjordania antes de las negociaciones para alcanzar la paz definitiva. También se acordó que Israel liberaría a un total de trescientos cincuenta prisioneros palestinos.

Barak cumplió con la primera fase el 5 de septiembre y también liberó al primer grupo de prisioneros. Además, para satisfacción de Arafat, el 5 de octubre se firmó en Jerusalén la apertura del corredor seguro que conecta Gaza con Cisjordania, un acuerdo que yo mismo negocié con el ministro palestino de Asuntos Civiles, Yamil Tarifi. Arafat lo alabó por crear una «unidad geográfica y demográfica entre Gaza y Cisjordania»; Tarifi lo consideró un importante «movimiento de construcción de confianza entre los dos pueblos y los dos líderes».[1] La afluencia de palestinos que aprovechaban el corredor seguro y el inicio de la construcción de un puerto marítimo en Gaza avanzaban en la misma prometedora dirección.

Pero las expectativas de Arafat pronto chocarían con las limitaciones de Barak. Presionado por la atención que le requerían las conversaciones de paz que había iniciado con Siria y por las siempre presentes preocupaciones domésticas, Barak se retractó de su promesa de liberar a un nuevo grupo de prisioneros y también se saltó por completo la tercera fase del reposicionamiento prometido, que estaba prevista para el 20 de enero. Para prevenir la inevitable crisis de confianza, cedió a la demanda de Arafat, que exigió a modo de compensación que se les transfirieran a los palestinos tres pueblos árabes situados a las afueras de Jerusalén —Abu Dis, Al Azariya y Al Ram— como parte del 6,1% restante del reposicionamiento. Sin embargo, el 20 de marzo, aunque Barak llevó a cabo la retirada final, evitó incluir en ella los pueblos pactados. Además, liberó solo a quince prisioneros en lugar de a los más de cien que se habían pedido.

Sin duda inadecuados, los gestos de Barak formaron parte de una labor de mantenimiento que le permitió centrarse en sus negociaciones con Siria. Tampoco hay otro modo de calificar las conversaciones de paz con los palestinos que le encomendó dirigir al embajador Oded Eran, un brillante diplomático que desempeñaba el puesto de embajador de Israel en Jordania. Estas se celebraron el 21 de marzo y el 7 de abril en la Base Aérea de Bolling, cerca de Washington, y el 4 de mayo en la localidad de Eilat, en el sur de Israel. El negociador palestino Saeb Erekat describió las reuniones, con gran acierto, más como sesiones de intercambio de ideas que como verdaderas negociaciones. En términos prácticos, Eran ofreció un Estado palestino en el 66% de Cisjordania, mientras que Israel se anexionaría un 20% y se quedaría con otro 14% durante un período de tiempo indefinido por motivos de seguridad. Era un pacto humillante que ningún palestino podría haberse tomado en serio. Si Barak pretendía que su ambición de establecer una época de paz con los palestinos tuviera alguna perspectiva realista, teníamos que mejorar mucho.

INTRODUCCIÓN

No hay panegírico sionista capaz de desdibujar de manera convincente la responsabilidad del regreso de los judíos a su patria ancestral con respecto a la tragedia palestina de la desposesión y el exilio. Sin embargo, el persistente enfrentamiento entre Sion y Palestina no es una historia de justicia absoluta. Los relatos partidistas no pueden sino pervertir la compleja verdad de una historia que comenzó cuando un pueblo diezmado, decidido como solo puede estarlo una nación cuya vida pende de un hilo, se enfrentó a una comunidad árabe indígena fragmentada. Más tarde, evolucionó hacia una tragedia de ritmos históricos discrepantes en la que las propuestas de paz destinadas a dividir el territorio se rechazaban para después ser echadas de menos cuando la historia ya las había relegado al olvido. Las percepciones mal entendidas del otro, el fanatismo teológico del todo o nada y la falta de un liderazgo audaz e ilustrado se combinaron para convertir el conflicto en una cruel lección sobre la amoralidad inherente a la historia.

No en vano, el fascinante drama del enfrentamiento entre Sion y Palestina ha sido una de las causas más atractivas para la mente occidental. Se trata de una apasionante odisea de dos naciones hacia los mismos paisajes, de una historia de reivindicaciones mutuamente excluyentes sobre territorios sagrados y lugares santos que son fundamentales en la vida de millones de personas en todo el mundo. La historia palestino-israelí es mucho más extensa que el conflicto actual; también es la historia de una extraordinaria simbiosis entre la herencia judía y la civilización occidental que terminó en una tragedia catastrófica. La grave situación de los palestinos, víctimas del resurgimiento de Israel, afecta con razón a otro centro neurálgico de la mente occidental.

En consecuencia, la supresión de Palestina por parte de Israel conmueve como no lo hace ningún otro conflicto. De Londres a Roma, de Amberes a Berlín y de Estambul a Casablanca, es habitual censurar a Israel como un «Estado terrorista». Setenta y cinco años después de la aniquilación del puedo judío europeo en el Holocausto, y conmocionados por la quema de sinagogas en Francia y Alemania, los judíos de toda Europa atisban de nuevo la sombra de la Kristallnacht cerniéndosesobre sus comunidades, con furiosos manifestantes propalestinos que los invitan a volver «Al gas».

Los apologistas de Israel se enfrentan hoy en día en los campus occidentales al activismo propalestino, un movimiento cuyas características no habían vuelto a verse desde la guerra de Vietnam. El aparente fin de la solución de dos Estados también ha legitimado entre los estadounidenses la idea de la solución de un solo Estado en el que los palestinos deberían tener los mismos derechos que los israelíes en todos y cada uno de los aspectos. Una encuesta de la Brookings Institution publicada en agosto de 2021 reveló que el 84% de los demócratas y el 60% de los republicanos están a favor de un único Estado democrático en el que árabes y judíos sean iguales.[1]

Los críticos de Israel repudiarían con desprecio la afirmación de que el movimiento nacional palestino ha rechazado cuatro veces a lo largo de su historia las ofertas de creación de un Estado, en 1937, 1947, 2000 y 2008. Hasta hoy, sigue siendo normal entre la izquierda antisionista rechazar ofertas de paz como los parámetros de paz de Clinton y el acuerdo de paz de Ehud Olmert en Annapolis —ambas proponían un Estado palestino sobre casi el 100% de los territorios ocupados— por considerar que no presentan más que un Estado palestino mutilado en «bantustanes aislados». La credulidad es una debilidad que incluso los autores supuestamente cultos pueden compartir en ocasiones con las masas anónimas. Robert Fisk, que en su libro de 1.336 páginas sí encontró un hueco para pervertir la verdad de lo que se ofreció en la cumbre de Camp David —insiste en que solo se prometía el 64% de la Cisjordania ocupada para la creación de un Estado palestino (en realidad era el 92%)—, no encontró hueco, en cambio, para mencionar siquiera los parámetros de Clinton, que ofrecían el 97%; era como si no hubieran existido.[2] Por desgracia, creo que esas ofertas pasarán a la historia como la última oportunidad que tuvimos para alcanzar una solución negociada a la difícil situación de los palestinos.

La ignominiosa tarea de impedir la creación de un Estado palestino no fue responsabilidad exclusiva de Israel, sino que recayó sobre todas las partes implicadas. Al rechazar la Resolución 181 de la ONU (1947), que dividía Palestina en un Estado judío y otro árabe, los palestinos optaron por apostar fuerte a pesar de disponer de unos recursos insuficientes. La guerra que iniciaron justo al día siguiente de la votación de la ONU terminó con lo que les quedaría grabado en la memoria como la Nakba,el desastre de la desposesión y el exilio. Con su intervención en la guerra de 1948, los Estados árabes no pretendían asegurar a los palestinos el Estado que se les había prometido. Más bien buscaban acabar con el plan de partición y obtener nuevos territorios para sí mismos. Los errores palestinos y la nefasta alianza de los Estados árabes, los mediadores estadounidenses y los sionistas han sido los responsables conjuntos de convertir el Estado palestino en una imposibilidad histórica.[3]

Pero el enfrentamiento bélico cuyas consecuencias aún se dejan sentir hoy en día es la guerra de los Seis Días de 1967. La victoria relámpago de Israel le confirió grandeza militar y decadencia moral. La embriaguez nacionalista-religiosa que siguió a la conquista de Jerusalén y de las tierras bíblicas de Judea y Samaria, la Cisjordania palestina, alcanzó cotas peligrosas, hasta el punto de que esta «madre de todas las victorias» llegó a interpretarse como un acontecimiento mesiánico y providencial. El annus mirabilis de 1967 proyectó al Estado judío hacia el reino de la fantasía del Gran Israel o Territorio Integral de Israel. El nuevo zeitgeist otorgó legitimidad popular a la irresistible bacanal del ardor nacionalista. «Hemos vuelto a nuestros lugares más sagrados para no volver a separarnos de ellos nunca más», afirmó el entonces ministro de Defensa Moshe Dayan.[4]

Durante un tiempo, pareció que la realidad se entrometería convincentemente en la pureza ideológica. Fue un presidente egipcio, Anwar Sadat, quien, en sus negociaciones de paz con Israel en Camp David en septiembre de 1978, obligó a un primer ministro israelí de línea dura, Menajem Beguin, a respaldar conceptos como «un reconocimiento de los derechos legítimos del pueblo palestino y sus justas exigencias» y «la resolución del problema palestino en todos sus aspectos». El texto era sin duda prometedor, pero la voluntad política de hacerlo realidad no lo era tanto. A efectos prácticos, Anwar Sadat firmó una paz separada con Israel mientras rendía homenaje verbal a la causa palestina. «A Sadat le importa una mierda Cisjordania», le confió Jimmy Carter a su asesor para Oriente Próximo, William Quandt.[5] Lo máximo que Beguin estaba dispuesto a ofrecer a los palestinos era un peculiar plan de autonomía inspirado en el imperio políglota de los Habsburgo y en su mentor, Zeev Jabotinsky, que había defendido el principio de los derechos individuales para los árabes, pero no el derecho colectivo a un territorio.

Sin embargo, Sadat sí revolucionó toda la estructura geoestratégica de Oriente Próximo al señalar a los líderes árabes que solo podrían recuperar sus territorios si se liberaban de las garras de la Unión Soviética y adoptaban, en su lugar, la diplomacia pacífica encabezada por Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Desde principios de la década de 1970, inició un proceso de cambio que, con el tiempo, llevaría a su legendario líder, el presidente Yasir Arafat, a aceptar la solución de dos Estados en la Declaración de Argel de noviembre de 1988. Pero la obsesión de Israel con las tierras palestinas conquistadas era tal que prefirió desechar cualquier enfoque diplomático; políticamente hablando, resultaba más conveniente combatir a la OLP como organización terrorista. Esto estuvo bien mientras la bipolaridad de la Guerra Fría mantuvo al conflicto condenado a oscilar entre la parálisis y la guerra. Pero, con el colapso de la Unión Soviética, las oportunidades empezaron a eclipsar los riesgos. Esto se reflejó con ceremoniosidad en la Conferencia de Paz de Madrid, celebrada en octubre de 1991 bajo la copresidencia de los presidentes de Estados Unidos, George H. Bush, y Rusia, Mijaíl Gorbachov. Por primera vez en la historia del secular conflicto árabe-israelí, las partes implicadas y los principales actores internacionales pusieron en marcha un esfuerzo coordinado para lograr una solución global al conflicto.

No obstante, fue necesario que en Israel se produjera un cambio de gobierno, de Isaac Shamir, del partido Likud, a un laborista transformado, Isaac Rabin, para que en 1993 se alcanzaran los históricos Acuerdos de Oslo entre Israel y la OLP. Los de Oslo fueron unos acuerdos interinos que permitieron la creación de una autonomía palestina en Gaza y partes de Cisjordania y establecieron una hoja de ruta para las negociaciones de los temas centrales del conflicto: Jerusalén, los refugiados palestinos, los asentamientos israelíes y la creación de un Estado palestino.

Por desgracia, los Acuerdos de Oslo se diseñaron para funcionar en condiciones estériles de laboratorio, ya que presuponían que podía generarse una relación de confianza entre los ocupados y el ocupante ávido de tierras. Carecían de mecanismos que obligaran a cumplir las condiciones acordadas y de sanciones aplicables a quienes quebrantasen los convenios. Sus artífices daban por supuesta la buena voluntad de las partes y su compromiso de avanzar juntas, de la mano, hacia el acuerdo final sobre las cuestiones más divisivas que cabría imaginar. Rabin también esperaba que Arafat fuera el subcontratista de la seguridad de Israel y pusiera fin a la Primera Intifada en los territorios ocupados, que no había cesado en ningún momento desde 1987. Pero Arafat fue incapaz de cumplir. Dedujo, con razón, que reprimir a los radicales islamistas de Hamás y de la Yihad Islámica lo presentaría, a ojos de su pueblo, como un «colaborador» de los israelíes. Israel no podía hacer gran cosa para ayudarlo, ya que Isaac Rabin estaba atrapado en su insostenible enfoque de doble filo: luchar contra el terrorismo como si no existiera ningún proceso de paz y perseguir el proceso de paz como si no existiera el terrorismo.

Se creó un círculo vicioso fatal por el que los palestinos sufrieron un castigo colectivo: el declive económico y la expansión de los asentamientos, cuya población aumentó bajo el gobierno de Rabin en un 48% en Cisjordania y en un 62% en la Franja de Gaza. Más que como un Estado moderno sometido al derecho internacional, Israel se comportó en los territorios como poseído por una irresistible hambre agraria.

Cuando un fanático judío asesinó a Rabin por considerarlo un traidor que había vendido la Tierra de Israel, el primer ministro ya estaba muy dañado, políticamente hablando, a causa de una serie de devastadores ataques terroristas suicidas. El mandato de Benjamín Netanyahu (1996-1999) le asestó el coup de grâce a un proceso de paz ya moribundo. Ehud Barak, un condecorado exjefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa de Israel y entonces líder del Partido Laborista, derrotó a Netanyahu en mayo de 1999 y se convirtió en el nuevo primer ministro de Israel. Barak, un híbrido de sentimientos de derecha y planteamientos políticos de izquierda, cultivó la imagen de ser el sucesor de Rabin, un general convertido en hombre de Estado. No perdió el tiempo explicando su intención de alcanzar un acuerdo de paz con Siria y con los palestinos, así como de retirarse del sur del Líbano, siguiendo la Resolución 425 del Consejo de Seguridad de la ONU.

Los avances históricos no se producen en el vacío. Exigen una rara sinergia entre unas condiciones sociales y estratégicas maduras y un liderazgo capaz de aprovechar las nuevas circunstancias y de aglutinar a la nación tras su visión. A finales del milenio, Barak seguía creyendo que la ventana de oportunidad de los tiempos de Rabin, aunque más estrecha, seguía abierta, y estaba decidido a perseguir ese legado de paz antes de que una brutal ola de fundamentalismo islámico derrocara los regímenes prooccidentales de la región y antes de que la organización fundamentalista Hamás se hiciese con el control de la sociedad palestina y acabara con cualquier posibilidad de acuerdo. Arafat, pese a todas sus flaquezas, era el último obstáculo en el imparable camino de Hamás. Estábamos actuando contra las arenas movedizas del tiempo. Porque también Irán estaba adquiriendo el nivel de superpotencia regional y extendiendo su patrocinio sobre una creciente ola fundamentalista. Como se nos informó inmediatamente después de asumir el poder, Irán no paraba de avanzar en su programa nuclear. Al pujante imperio chií le interesaba, desde un punto de vista estratégico, bloquear las posibilidades de un acercamiento entre israelíes y árabes.

Eran también los últimos dieciocho meses de la presidencia de Bill Clinton, por lo que tenía mucho sentido que tanto él como su equipo de paz —en principio, el grupo de funcionarios extranjeros más competentes en lo relativo a los entresijos de la situación palestino-israelí— nos acompañaran en aquel trascendental viaje hacia un acuerdo de paz final y definitivo, un acuerdo que abordara todas las cuestiones que en Oslo se habían definido como necesarias para poner fin al conflicto. El apego emocional de Clinton hacia Israel y su admiración por el difunto Isaac Rabin, cuyo asesinato sintió como la íntima pérdida de una figura paterna, hicieron que se embarcara con un gran sentido del deber en la misión de cumplir con el legado de paz de su héroe caído, un anhelo que lo consumió hasta los últimos días de su presidencia. Deseoso de terminar su mandato con el crescendo dramático que le proporcionaría la paz en Palestina, estaba dispuesto incluso a desviar sus últimos resquicios de poder presidencial desde el candente enfrentamiento nuclear norcoreano hacia el problema palestino, que se convirtió entonces en la empresa esencial de la política exterior del prodigiosamente tenaz presidente. También resultaba obvio para nosotros que Arafat, al igual que Anwar Sadat a finales de la década de 1970, consideraba que sus nuevas relaciones de trabajo con Washington eran un activo estratégico. Todos sus amigos de la antigua Unión Soviética y de la Europa del Este se habían evaporado y Vladímir Putin, que acababa de llegar al poder en Rusia, estaba aún muy lejos de convertirse en el zar desestabilizador y revisionista que es hoy.

En ese momento, todo convergía en una confrontación entre la perspectiva de la derecha, que veía las tierras bíblicas de Judea y Samaria como artículos de fe, y el enfoque pacificador pragmático al estilo de Rabin. Por desgracia, nuestro empeño pacificador quedaría marcado por un fatal desencuentro entre los límites exteriores de nuestra capacidad de compromiso como judíos e israelíes y las expectativas de los palestinos. La historia está hecha de este tipo de oportunidades imperfectas que, si se pierden, acaban arrojando a sus desolados sujetos a abismos aún más profundos.

Hay que leer este libro como un obituario de la solución de dos Estados. La historia del proceso de Camp David y de todos los intentos de pacificación que lo siguieron, todos ellos revisados y analizados en este libro, debe interpretarse como un fracaso definitorio de todo el paradigma de paz basado en el concepto de dos Estados. Este mantra repetitivo que sigue dominando el discurso internacional sobre Palestina está muerto y enterrado, y ya es hora de que todas las partes interesadas desvíen su atención hacia otros escenarios posibles, algunos ominosos y otros no tanto, que también se examinan en esta obra. Sea cual sea el «remedio» que se dé en el futuro, no será la clásica solución de dos Estados, con un arreglo pulcro del problema de los refugiados y con intercambios de tierras aritméticamente calculados; será una situación nacida del caos en medio de grandes cambios regionales cuya naturaleza exacta no puede predecirse.

No obstante, no todo fueron malas noticias en esta historia tortuosa. La historiografía fúnebre y las conmovedoras memorias que han surgido a raíz del proceso de Camp David, en el que israelíes y palestinos se lanzaron por primera vez a la sisífica tarea de tratar todas las cuestiones centrales del conflicto, no deberían ensombrecer sus logros, aunque solo sea por el bien de la crónica histórica. Esta es la historia de un drama tortuoso que, como casi todas las empresas pacificadoras del mundo, está siempre cimentado sobre crisis y violencia. La decisión de Clinton de convocar la cumbre no respondió a un irresponsable acto de desesperación por parte de un presidente a punto de perder el poder. Los palestinos e israelíes le proporcionaron a su equipo ideas previas a la cumbre a partir de las cuales creían que podría alcanzarse un final concebible. Además, el presidente, como pudimos comprobar en las reuniones con sus némesis republicanas en el Congreso —entre ellas el senador John McCain; el líder de la mayoría del Senado, Trent Lott; y otra veintena de miembros de la Cámara—, disfrutaba de un amplio apoyo bipartidista en su empeño pacificador.

La cumbre en sí supuso un enorme avance en la ruptura de tabúes que nadie se había atrevido a abordar hasta entonces, y terminó con un esquema que se convirtió en la base sobre la que, seis meses después, se elaboraron los parámetros de paz de Clinton. Estos parámetros acabaron convirtiéndose en la prueba de fuego de todas las propuestas de paz serias presentadas desde entonces, que se analizarán en la tercera parte de este libro. En el poco prometedor contexto de la expansión de los asentamientos y el terrorismo heredados de Oslo, logramos acercarnos más que nunca a descifrar el código genético de la disputa palestino-israelí. La solución de dos Estados, legada por el gobierno de Netanyahu en fase comatosa, adquirió en estas negociaciones una forma viva y un conjunto preciso de parámetros de paz.

Sin embargo, la solución de dos Estados resultó ser inviable. Se nos escapó de entre los dedos no solo por las deficiencias de los líderes y los negociadores, sino también por la inherente intratabilidad del conflicto. El «fin de la ocupación», que tanto amigos como detractores siguen pidiendo a gritos, continúa siendo, por supuesto, un objetivo sublime. Pero este relato de nuestro viaje por los límites de la búsqueda de la paz, así como la descripción del proceso de paz tal como evolucionó en los años posteriores hasta el compás de espera actual, ofrece una muestra de hasta qué punto puede ser inocente un objetivo tan noble.

A la historia de Camp David no le faltan testigos —palestinos, estadounidenses e israelíes— que hayan escrito informativas y esclarecedoras crónicas sobre el proceso. El ex primer ministro Ehud Barak ha sido el último en ofrecer su versión. No obstante, su libro narra, en esencia, la historia de su vida y de sus hazañas militares. El capítulo que trata del proceso de Camp David está incompleto y recurre a un tono de disculpa que resulta decepcionante. La experiencia de Taba no se menciona en ningún momento de la obra. El episodio de Taba tampoco aparece como relato de primera mano en las memorias estadounidenses, ya que ocurrió después de que los participantes hubieran abandonado la administración. Las crónicas de Clinton y Barak están escritas desde la altura de sus respectivos puestos de liderazgo; no son, desde luego, análisis autocríticos.

La historia no debería ser lo que elegimos recordar; de ahí que el consejo de Henry David Thoreau —«se necesitan dos para decir la verdad»— sea una herramienta tan esencial en la investigación histórica. Es probable que mis muchos defectos como político derivaran de mi obsesión por no abandonar mi vocación de estudiante de historia o, no sé si atreverme a decirlo, ¿también de intelectual? Como tal, hice todo lo posible por seguir el adagio de Albert Camus acerca de que el papel del intelectual no es «excusar de lejos una violencia y condenar la otra».[6] Este libro pretende, por tanto, ofrecer la versión más imparcial, exhaustiva y equilibrada de una persona que formó parte del proceso como representante de una de las partes. Con el fin de ofrecer un relato lo más preciso posible, he leído todas las crónicas anteriores y he comparado mis notas con las de sus autores, lo cual me ha llevado en ocasiones a corregir mis propias percepciones originales. Como es evidente, todos esos relatos fueron inmediatos, escritos justo después del desmoronamiento del proceso; el mío está escrito con la ventaja de la perspectiva histórica. Este libro no es la obra de un profesional de las negociaciones de paz, puesto que no lo soy, sino de un historiador con una tendencia compulsiva a recopilar notas y pruebas y a extraer de ellas inferencias políticas. Tampoco se trata de una apología del comportamiento de Israel durante las negociaciones; es un intento de entrelazar el amor y la lealtad a Israel con la honestidad. También es el relato de un ministro que formó parte del proceso de toma de decisiones y que, además, viajó por la región y por el mundo para involucrar a los actores internacionales. Esta dimensión internacional, que sigue siendo vital si quieren superarse los defectos del monopolio estadounidense sobre «el proceso», recibe la debida atención en este libro.

Camp David debe entenderse también a través del drama de la interacción entre sus actores. Los defectos de carácter de Barak, la ineficaz gestión de la cumbre por parte de Clinton y las perspectivas del todo irreales de su equipo respecto al margen de maniobra que tenían los palestinos para hacer concesiones contribuyeron al resultado. Barak se mostró desesperadamente lento a la hora de comprender el enorme alcance de las concesiones que debían hacerse. Intentábamos hacer la paz mientras destruíamos la confianza de los palestinos ampliando los asentamientos e incumpliendo los acuerdos de buena voluntad. Además, la incompatibilidad de caracteres entre los dos líderes era a todas luces abismal. Barak era un hombre de gran inteligencia, con una amplia comprensión estratégica y el valor necesario para tomar decisiones difíciles como, por ejemplo, la dramática retirada del Líbano en mayo de 2000. En las deliberaciones internas de nuestro equipo, se mostraba abierto, receptivo, irónico a veces y siempre hacía gala de un humor ingenioso. Sin embargo, al concluir esas reuniones, solía manifestar una capacidad casi preternatural para dar instrucciones opacas y ambiguas que permitían gran libertad interpretativa. Barak era un militar de gran talento y empuje con vocación de hombre de Estado, poseedor de una mente poco ortodoxa y de un vasto conocimiento. Pero sus defectos de carácter suponían un importante obstáculo cuando necesitaba tender lazos con los demás. Era incapaz de manejar las sensibilidades de amigos y rivales y carecía del intuitivo sentido táctil que hace a los grandes políticos. Tenía la suerte de estar dotado de una piel de elefante que lo protegía de las críticas y de una fortaleza mental que lo hacía impermeable a la presión, cosa que tal vez también lo convirtiese a veces en un negociador despótico. Esperaba que los demás actuaran de acuerdo con el escenario que él les había escrito y, cuando se negaban, tendía a perder la compostura y a mostrarse inflexible. Se obstinaba en suponer que lo que él consideraba un «acuerdo razonable» debía serlo también a ojos de quienquiera que fuese su interlocutor, en este caso el histórico líder de una nación desheredada, forjado por largos años de lucha y constancia. La «terquedad» de Arafat, que se empeñaba en actuar en contra de sus propios intereses, según los entendía Barak, le resultaba intelectualmente incomprensible. Como cartesiano engreído y presuntuoso que era, la personalidad de Barak era demasiado desabrida para que le permitiera ponerse al nivel de un homólogo palestino consumido por completo por alucinaciones teológicas y mitologías nacionales.

A lo largo del proceso de negociación, Barak y a veces otros miembros de nuestro equipo, yo incluido, nos comportamos equivocada y obstinadamente como los «nuevos mandarines» de Noam Chomsky.[7] «La flor y nata» de las administraciones estadounidenses analizó proyecciones relativas al comportamiento del Vietcong en la guerra de Vietnam de una forma racional, puede que incluso científica. Sin duda, emplearon las mejores herramientas que podían ofrecer las universidades estadounidenses de élite en áreas como el análisis de sistemas, la toma de decisiones, la teoría de juegos, etcétera. Pero hubo algo que no tuvieron en cuenta: la ilimitada voluntad del enemigo, así como el hecho básico de que el ethos de su lucha no respondía a los mismos patrones «racionales» sobre los que los estadounidenses habían construido sus supuestos de trabajo. ¿Qué «lógica», volviendo al ámbito palestino, tenía la Intifada de Al Aqsa,que iba a llevar a este pueblo maltrecho y derrotado a las profundidades de una destrucción que solo podía compararse con los días de la Nakba? No era, en efecto, algo «lógico», pero representaba el ethos fundamental de una lucha nacional con un regusto fuertemente islámico y nacionalista. Nuestra rabia contra el enemigo por no dar los pasos que esperábamos que diera no sirvió de nada.

Refiriéndose a la guerra de Vietnam, el historiador y periodista James C. Thomson escribió, en abril de 1968, sobre el dilema de la «trampa de la eficacia» de los funcionarios dispuestos a servir bajo un líder cuyas posiciones no compartían basándose en la hipótesis de que en algún momento del camino su eficacia valdría para mejorarlas.[8] Reconozco que esa fue mi actitud cuando Barak trató de convencerme de lo razonable que era su idea de un Estado palestino establecido en el 66% del territorio. Sin embargo, esperar que Barak fuese capaz de dar el paso hacia puntos de vista más realistas nos convirtió a todos los que lo rodeábamos en rehenes de la suerte. Sus posiciones negociadoras iniciales eran, en efecto, muy absurdas, y su febril convicción sobre la validez de estas resultaba desconcertante en extremo. No menos sorprendente era su teoría de que, con esas posiciones tan delirantes, aún podía alcanzarse un acuerdo final a la vertiginosa velocidad del apretado calendario que les impuso a todas las partes. Estas negociaciones, le confió al jefe de administración del proceso de paz, el coronel (reservista) Shaul Arieli, no trataban de la creación de dos Estados, sino de «una justa división de Cisjordania entre las partes».[9] También rechazaba la idea de que la Resolución 242 de la ONU tuviese algún tipo de relevancia en la cuestión palestina. Y, cuando Arieli preparó un plan para un Estado palestino en el 87% de Cisjordania, Barak le pidió que lo archivara. En cualquier caso, el mito que rodea el legado de paz de Isaac Rabin no debe ocultar el hecho de que las posiciones de Barak eran casi idénticas a las de su mentor asesinado. El 4 de octubre de 1995, un mes antes de que lo mataran, Rabin expuso ante la Knéset su plan de paz. Quería «menos que un Estado» para los palestinos, una Jerusalén vinculada a Maale Adumim, una «amplia» presencia militar israelí en el río Jordán y grandes bloques de asentamientos al este de la línea verde.[10]

En la iconografía palestina, Arafat era una figura metahistórica, un pater patriae casi desprovisto de rasgos humanos. En su propia e insaciable ansia de adulación, Arafat se veía como la reencarnación de Saladino, que redimió Jerusalén de los cruzados infieles en el siglo XII. Gracias a él, la kufiya palestina se convirtió en el icono de una causa nacional aclamada internacionalmente. No cabe duda de que también fue un político astuto y engañoso, siempre capaz de resurgir, como el ave fénix, de las cenizas de innumerables reveses y derrotas. Aun así, merecía gran parte de la adoración de su pueblo, ya que fue él quien rescató al movimiento nacional palestino de las cínicas garras de los líderes árabes, le confirió un sentido de propósito y lo convirtió en la causa nacional de mayor relevancia de los últimos tiempos. Por desgracia, también fue el responsable de dejar escapar un acuerdo de paz óptimo cuando se le ofreció. Con Arafat, todo era tan complejo e impreciso que resultaba indescifrable. Era incorregiblemente evasivo, su afición al lenguaje ambiguo disfrazaba y distorsionaba sus intenciones y sus dotes teatrales convertían la capacidad de su interlocutor para distinguir entre la realidad y la actuación en una tarea muy desconcertante. La descripción que Lloyd George hizo de sus conversaciones con el nacionalista irlandés Eamon de Valera —un desesperado ejercicio de intentar coger mercurio con un tenedor— puede aplicarse también a las conversaciones con Arafat. Además, tampoco fue capaz de resistirse nunca a la tentación de comerciar con la sangre palestina, rasgo que, cierto es, no lo hace único entre los líderes nacionalistas de la historia. Los líderes de los movimientos nacionales siempre han usado y abusado de la sangre de su pueblo para fomentar la causa nacional. Los sionistas lo hicieron de maravilla con el Holocausto de los judíos europeos en el camino hacia la creación de un Estado.[11] Pero también fueron decididos constructores de Estado, cosa que Arafat no era. Era un luchador por la libertad que peleaba para reparar una injusticia, no para construir un futuro.

Todavía no ha aparecido un líder israelí que sienta verdadera lástima por la parte de responsabilidad de Israel en la tragedia palestina de la desposesión y el exilio, y mucho menos que la reconozca. Israel debe su existencia a la extraordinaria memoria histórica de los judíos; ahora depende de que los palestinos olviden la suya. Esta ignorancia compulsiva de las realidades de la naturaleza humana ha contribuido sobremanera a la transformación de la disputa entre israelíes y palestinos en un conflicto tan desesperadamente prolongado. La abdicación moral de Israel y su completa indiferencia, la falta de imaginación para concebir el sufrimiento del otro —tan típica, por otra parte, de los enconados conflictos nacionales, que siempre tienden a metamorfosearse en una historia de victimismo competitivo—, son comunes tanto a la derecha como a la izquierda. Nosotros, que luchamos sin descanso por la recuperación de los bienes judíos confiscados por los nazis y otros verdugos del pueblo judío, creamos, mediante la Ley de las Propiedades de los Ausentes de 1950, un instrumento legal para tomar posesión de los bienes muebles e inmuebles pertenecientes a los refugiados palestinos de todo el Estado. En Camp David y también después, rechazamos con rotundidad la demanda palestina de que la compensación para los refugiados se extrajera de dichas propiedades. El pueblo del libro aplicó sus enseñanzas al pie de la letra: «se abalanzaron con avidez sobre el botín, y tomaron ovejas, bueyes y terneros, y los mataron en el suelo».[12]

Por desgracia, la historia es un manual de paradojas morales y suponer que el bando más débil nunca tiene responsabilidad alguna sobre las tragedias que le han ocurrido es una corrección política absurda o condescendencia poscolonial. Los judíos son un testimonio vivo de la máxima que señala que ser el desvalido no significa estar libre de culpa. El hecho de que solo haya existido un Estado judío independiente durante breves períodos de la milenaria historia de este pueblo ha sido el resultado del enorme error de hacer caso omiso de las realidades políticas y desafiar de forma suicida a las potencias mundiales que gobernaban el sistema internacional en cada época.

La autodeterminación nunca se entrega en bandeja de plata. Las naciones oprimidas a lo largo de la historia la han alcanzado no solo porque tuviesen derecho a ella u ostentaran una posición moralmente superior, sino porque han sido capaces de afrontar el momento histórico con un sagaz equilibrio entre fuerza y diplomacia. Seguro que los kurdos merecen tanto como los palestinos la dignidad de tener un Estado, pero, atrapados como están en unas condiciones geoestratégicas imposibles, fracasan una y otra vez en su lucha por la independencia. Fue un brillante erudito palestino, Yezid Sayigh, quien advirtió a Arafat durante la Segunda Intifada de que a los palestinos les esperaba el mismo destino que a los kurdos si seguía eludiendo el encuentro con la historia. Desde la perspectiva de lo que hoy parece el fin de la solución de dos Estados y, de hecho, de cualquier promesa realista de redención palestina, ¿cómo pueden defender los palestinos que no fallaron en la crucial prueba de aprovechar esos momentos históricos y sus inevitablemente imperfectas ofertas? ¿Cómo no van a lamentar, ahora que Palestina ha sido expulsada de la agenda regional y mundial, el día en que rechazaron los parámetros de Clinton y, más adelante, en 2008, la oferta de paz de Ehud Olmert?

Nabil Amr, un ministro del gabinete de Arafat, tuvo el valor de formular justo esa acusación en una carta abierta dirigida a su líder dos años después del inicio de la Intifada de Al Aqsa, es decir, cuando empezaba a quedar trágicamente claro que el hecho de que Arafat no les diera el sí definitivo a las propuestas de paz de Clinton había condenado la causa palestina:

¿Acaso no bailamos cuando nos enteramos del fracaso de las conversaciones de Camp David? ¿Acaso no destruimos fotografías del presidente Bill Clinton, que tuvo la temeridad de proponer un Estado palestino con pequeñas modificaciones en las fronteras? No estamos siendo sinceros. Hoy, tras dos años de derramamiento de sangre, pedimos exactamente lo que rechazamos entonces, y ahora está fuera de nuestro alcance [...]. ¿Cuántas veces hemos aceptado compromisos solo para después cambiar de opinión y rechazarlos y, más adelante, volver a aceptarlos de nuevo? Nunca estuvimos dispuestos a aprender ni de nuestra aceptación ni de nuestro rechazo. ¿Cuántas veces nos pidieron que hiciéramos algo que podríamos haber hecho y no hicimos nada? Luego, cuando la solución ya era inalcanzable, vagamos por el mundo con la esperanza de conseguir lo que ya nos habían ofrecido y habíamos rechazado. Y descubrimos que, en el lapso transcurrido entre nuestro «rechazo» y la posterior «aceptación», el mundo había cambiado y nos enfrentábamos a condiciones adicionales que, una vez más, sentíamos que no podíamos aceptar. No supimos estar a la altura del desafío de la historia.[13]

Amr acabó pagando su osadía con la amputación de una pierna tras ser tiroteado por los hombres de Arafat.

El 8 de enero de 2001, unos días después de que Arafat rechazara el plan de paz de Clinton, Fuad Ajami, el eminente erudito chiita de origen libanés y uno de los orientalistas más destacados del mundo, publicó su explicación de la conducta de Arafat en US News and World Report. El comportamiento de Arafat, escribió, reflejaba un fallo inherente al movimiento nacional palestino: su rechazo innato a rendirse a la lógica de las cosas, a comprender lo posible y lo imposible y diferenciar lo uno de lo otro. Dijo que los palestinos creían que un misterioso poder superior acudiría siempre a su rescate, como si las leyes de la historia no les afectaran.

¿Qué puede pensar, si no, un negociador israelí cuando, mientras Ariel Sharon estaba ante portas y el equipo negociador israelí de Taba aceptaba ir más allá de los parámetros de Clinton —que el presidente había presentado como una oferta de «o lo tomas o lo dejas»— Abu Alá, el líder palestino de la negociación, le dice a mi colega Gilead Sher que «al jefe no le interesa un acuerdo»?[14] ¿Qué sentido tenía que el negociador palestino Mohamed Dahlan definiera entonces las conversaciones de Taba como «gilipolleces» (Harta Barta en árabe es una locución popular también entre los israelíes), una expresión recogida en un titular del Yedioth Ahronoth,el periódico de mayor tirada del país, unos días antes de la aplastante victoria de Sharon? Dahlan se disculpó más tarde por su metedura de pata. ¿Qué pensar cuando, inmediatamente después de la formación del gobierno de línea dura de Sharon, Arafat le pide que reanude las negociaciones desde el punto en que las había dejado un equipo israelí formado por los más emblemáticos soñadores de la paz de la política israelí de todos los tiempos? Sharon, como era de esperar, enterró lo que quedaba del proceso de paz y reconquistó con una fuerza descomunal toda la zona bajo control de la autoridad palestina. ¿Y qué pensar cuando, en un intento desesperado por salir del atolladero, una audaz propuesta mía —consistente en conceder plena soberanía a los palestinos en el Monte del Templo, algo que Arafat valoraba incluso más que el derecho al retorno de los refugiados, con la única condición de que reconocieran la existencia de los restos de un lugar santo judío en las profundidades del Monte— se rechazó con el argumento de que jamás había existido ese lugar santo judío? El mismo negociador palestino a través del cual presenté la propuesta, Yasir Abed Rabo, respaldó más adelante esta misma idea en el Acuerdo de Ginebra de 2003. No fue un negociador israelí defensor de la «tradicional posición israelí», sino el embajador saudí en Estados Unidos, Bandar bin Sultan, quien, en una entrevista con The New Yorker,[15] definió el rechazo de Arafat a los parámetros de paz de Clinton como un «crimen contra el pueblo palestino y la nación árabe».

El hecho de que la derecha israelí haya dominado la política del Estado desde Camp David es el resultado directo del descrédito del vapuleado mensaje central de las negociaciones de paz. Es esta significativa derrota, más que las extraordinarias aptitudes de Netanyahu para hacer campaña, lo que explica sus quince años de gobierno a la cabeza de coaliciones de extrema derecha formadas por anexionistas y negacionistas de la paz. Solo un gobierno israelí más, el de Ehud Olmert, volvió a embarcarse en un genuino intento de alcanzar la paz en Palestina. También fracasó. No fuimos más que un eslabón de una cadena. Las ofertas de paz iban y venían. Desde Oslo hasta la actualidad, todos los intentos pacificadores han fracasado de manera estrepitosa. Nunca hubo una solución de manual para este conflicto. Siempre fue obvio que iba a ser un viaje de ensayo y error.

Las partes I y II del libro, basadas sobre todo en mis diarios, siempre contrastados con otras versiones publicadas, son la historia de las distintas fases de las negociaciones a lo largo de los últimos dieciocho meses de la presidencia de Bill Clinton. La parte I —«Anatomía de un desencuentro seminal»— cubre el viaje político que dio comienzo con unas conversaciones secretas en Israel y Suecia y se trasladó después a la cumbre de Camp David. La parte II —«Una guerra salvaje por la paz»—comienza con una explicación analítica de la Intifada de Al Aqsa. A continuación, aborda la lucha diplomática sin alto el fuego por la elaboración de los parámetros de paz de Clinton seis meses después, y el último y desesperado intento, en medio de la guerra más salvaje entre israelíes y palestinos desde 1948, de salvar la paz en Taba. El relato pormenorizado del proceso de Camp David que se ofrece en las partes I y II debe leerse también como la anatomía de un ensayo fiel a la realidad de las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, con todas sus esperanzas y decepciones, sus dramas reales y falsos, el choque del mito y la realidad subyacente a él, y la brecha siempre insalvable entre lo que es necesario y lo que es posible hacer bajo la apremiante presión de las limitaciones políticas. También debe leerse como una demostración de que la incapacidad de conciliar las narrativas nacionales diametralmente opuestas y los intereses fundamentales de las partes ha convertido la solución de dos Estados en una imposibilidad histórica. Israelíes y palestinos son capaces de reducir el océano que los separa a un río, pero a un río con unas aguas tan turbulentas que son incapaces de cruzarlo. Demasiado ricos en historia y demasiado pobres en geografía, Israel y Palestina han demostrado no poder reconciliar esas narrativas monumentales y esas aspiraciones nacionales tan divergentes. El último capítulo (el 26) de la parte II, «Post mortem»,ofrece una interpretación de las razones y las consecuencias del resultado del proceso de Camp David.

La parte III —«2001-2020: Una historia de promesas y engaños»— trata de la imposibilidad de aplicar la solución de dos Estados. Comprende seis capítulos que ofrecen diferentes perspectivas sobre las condiciones estructurales y políticas que hicieron del conflicto una disputa tan duradera. Los dos primeros capítulos (el 27 y el 28) son un relato interpretativo de las diferentes fases de las negociaciones que tuvieron lugar durante las presidencias de George W. Bush y Barak Obama (2001-2014). Los imperios nunca han desaparecido en silencio e Israel no va a ser una excepción, sobre todo porque el suyo es tanto un imperio, sin duda minúsculo, como una patria ancestral. Uno se pregunta por qué la mala prensa que recibió el experimento de Camp David no se ha extendido a las negociaciones organizadas por los presidentes estadounidenses George W. Bush y Barack Obama. Debido precisamente al prometedor contexto regional e internacional, y a pesar de la ventaja de las lecciones extraídas de Camp David, la mala gestión y el fracaso final de estas empresas de paz resultan muy reveladores. Fueron un Rashomon de la torpeza y la incompetencia del lado estadounidense, del comportamiento errático de Israel, de la típica indiferencia palestina en cuanto no se les ofreció ni más ni menos que el acuerdo de sus sueños, un bazar de concesiones e incentivos para Palestina y, como siempre, una huida en el último momento por parte de los palestinos sin responder siquiera a una última y mejorada oferta de paz. El capítulo 29 analiza la diplomacia paralela, el Acuerdo de Ginebra de 2003 como parábola de las paradojas y la imposibilidad, en última instancia, de cumplir con la idea de dos Estados. El capítulo 30 aborda la fragmentación y la innata falta de un ethos de la construcción del Estado en el movimiento nacional palestino. El capítulo 31 explica que la comunidad internacional no estuvo a la altura del desafío cuando más lo necesitaban los pacificadores. El capítulo 32 describe el hecho de que las características de permanencia de la ocupación —la insaciable búsqueda israelí del Lebensraum,del dominio económico y de la seguridad territorial y su política crónicamente disfuncional unida, de forma paradójica, a su creciente peso internacional— se convirtieron en los principales impedimentos para una solución.

La parte IV —«Desenlaces»— examina las opciones al avance pacífico hacia una solución de dos Estados. El capítulo 33 transmite la sensación de inutilidad que predomina en las ominosas alternativas con las que juguetean los políticos y los expertos, como el Estado binacional, una retirada unilateral de gran parte de Cisjordania y, por último, el «acuerdo del siglo» de Donald Trump. La tragedia que Gaza vive en estos días es una consecuencia directa de la retirada unilateral de Ariel Sharon de esa conflictiva franja. El capítulo 34 es un debate sobre la opción jordano-palestina, una solución con un largo pedigrí que aquí se revisa desde diferentes perspectivas. Este autor opina que, con la vía pacificadora bilateral de Oslo sumida en un caos irremediable, debe reconsiderarse la vía pacificadora de la Conferencia de Paz de Madrid de 1991, basada en una asociación jordano-palestina.

La parte V —«Desafiar la lógica de la resolución de conflictos»— consta de un capítulo que examina el conflicto palestino desde una perspectiva comparativa amplia. El choque entre Sion y Palestina trasciende las analogías fáciles, pero examinarlo en un contexto más amplio es esencial para que los potenciales pacificadores y los posibles mediadores asuman plenamente las singularidades de la situación palestino-israelí. También espero que los responsables políticos, los expertos en la historia de Oriente Próximo, los estudiosos de la resolución de conflictos y los numerosos y fervientes activistas de la causa bien de Sion bien de Palestina extraigan de esta revisión del problema palestino-israelí lecciones en cuanto a lo que fue un acierto y lo que fue un error en nuestro empeño pacificador. Las cuestiones que se plantean en este libro, y que se debaten desde una perspectiva comparativa en este capítulo, ocupan el centro de cualquier iniciativa de paz en cualquier lugar. Este es el caso, por ejemplo, de la diferencia entre las negociaciones interestatales y las conversaciones de paz asimétricas entre un Estado democrático y un movimiento nacional; de la utilidad de las conversaciones de paz secretas; del vínculo entre el establecimiento de la paz y las limitaciones internas; del dilema de las negociaciones sin alto el fuego y el consiguiente déficit de legitimidad de las conversaciones de paz que tienden a crear en una democracia; de la cuestión de por qué la guerra puede favorecer la paz en algunos casos y no en otros; de la cuestión de si se ha exagerado la importancia de la confianza en las negociaciones de paz; del papel del mediador y las consecuencias de sus métodos vacilantes; de la tensión entre las categorías tangibles y las no tangibles —es decir, la materia de la política y la de la teología— en las negociaciones de paz; de la tensión intrínseca entre la paz y la justicia; de la relación entre la madurez (social, política e incluso regional y global) y las perspectivas de paz que funcionaron en algunos escenarios de conflicto, pero que no llegaron a generar paz en otros; de la influencia que puede tener en las posibilidades de resolución la manera en que las partes enmarcan el conflicto —los palestinos lo enmarcaron en términos coloniales—; etc.

La historia rara vez tiene puntos de inflexión únicos en los que un acto u omisión resulta decisivo. Al asesinato de Rabin se le ha otorgado una influencia desproporcionada en las perspectivas de paz. Nuestra incapacidad de alcanzar un acuerdo final fue un fracaso decisivo, ya que la solución de dos Estados ha resultado ser una imposibilidad estructural. De la experiencia de Camp David me llevé la sensación de que nuestra disputa era irrevocable, una percepción que más adelante se vería confirmada por los fracasos sucesivos de todas y cada una de las futuras iniciativas de paz que se analizan en este libro. Por eso, inmediatamente después de la conferencia de Taba, deposité mis esperanzas —resultó que en vano— en una solución internacional que salvara a las partes de sí mismas y rescatase la idea de dos Estados.[16] Las potencias mundiales preponderantes han perdido el interés, así de simple.

El libro termina con un epílogo de conclusiones y reflexiones sobre las consecuencias de la supuesta derrota del movimiento nacional palestino por parte de Israel tanto para el perfil moral como para la posición internacional de dicho Estado. La dicotomía entre la mejora del estatus de Israel en los asuntos internacionales y su mala imagen ante la opinión pública mundial, casi siempre acertada en sus críticas, pero a menudo mal informada, persistirá mientras Palestina esté subyugada. Si, como es de esperar, todas las vías para una solución pacífica de la tragedia de Palestina continúan bloqueadas, la historia tendrá la última palabra, ya sea a través de una gran guerra provocada por disputas candentes, como Jerusalén o Irán, ya sea tras cualquier otro terremoto geoestratégico regional. El nuestro es el caso de una enfermedad prolongada a la espera de que Clío, las fuerzas impersonales de la historia, cause un terremoto geoestratégico del que tal vez surja una especie de solución. De hecho, todos los pasos que han acercado a la paz Oriente Próximo se han producido siempre única y exclusivamente después de tales movimientos tectónicos. «Acontecimientos, querido muchacho, acontecimientos», fue como el difunto primer ministro británico, Harold MacMillan, definió la imprevisibilidad de la política. De igual modo, nuestros fracasos dejan el futuro de Palestina a merced de esos «acontecimientos» indefinidos.

La historia no es reversible, pero tampoco está predeterminada. Es cierto que, en las iniciativas de paz, la política nacional y las tradiciones determinan en gran medida el éxito y el fracaso. Pero siempre hay un equilibrio entre el determinismo y el libre albedrío, la elección y la responsabilidad. Por desgracia, la clásica solución de dos Estados por la que luchamos durante toda nuestra vida política e intelectual ya no está en el menú de opciones; es probable que nunca lo estuviera. Este libro aclara puntos de inflexión que en Camp David y después podrían haber conducido, según algunos, a resultados distintos, pero el hecho de que no fuera así no es accidental; está integrado en el defecto estructural de la idea de dos Estados. Los nacionalismos agraviados, entre ellos el nuestro y el de los palestinos, tienden a elevar el culto a los ultrajes, y la expectativa de su reparación, al nivel de lo absoluto. Solo cabe esperar que, si vuelven a surgir nuevas oportunidades, las partes las aborden mediante una comprensión informada de la realidad, en su contexto y, sobre todo, evitando el autoengaño.

PARTEI

ANATOMÍA DE UN DESENCUENTRO SEMINAL

1

PRIMEROS PASOS, VERDADES DURAS

La paz en dos frentes —Siria y Palestina— puede ser no menos dolorosa que la guerra en dos frentes. Los miembros más moderados del gabinete de Barak, como Yosi Beilin y yo mismo, apoyamos una estrategia de «Palestina primero». Lo mismo hacían Ami Ayalon, jefe del Servicio de Seguridad Interior de Israel (Shin Bet), y el general Shaul Mofaz, jefe del Estado Mayor. Ambos pensaban que la opinión pública no apoyaría la renuncia a los Altos del Golán sirios, de vital importancia estratégica, y temían una explosión violenta en los territorios ocupados en caso de que se relegara a los palestinos. No me costaba entender la posición de Ami Ayalon, un pacifista político que conocía el alto coste de una paz palestina. Pero no tenía claro qué precio estaba dispuesto a pagar el general Mofaz, un militarista indomable. Sin embargo, Barak estaba obsesionado con Siria. Al igual que Rabin antes que él, creía que un acuerdo con Siria no solo neutralizaría una grave amenaza estratégica en nuestra frontera norte, sino que, en última instancia, conduciría a un acuerdo «más barato» con los palestinos, que entonces se verían incapacitados para inflamar la región si sus aspiraciones nacionales seguían sin cumplirse.

Aun así, Palestina continuaba estando presente en nuestras deliberaciones internas y en los documentos que algunos de nosotros intercambiamos con el primer ministro. En uno de esos documentos, que le envié con fecha del 13 de octubre de 1999,