Protege a tus hijos de la sobreexposición en la red - Natalia Díaz - E-Book

Protege a tus hijos de la sobreexposición en la red E-Book

Natalia Díaz

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Beschreibung

¿Por qué exhibimos a los menores en las redes sociales? ¿Hasta qué punto es peligroso compartir sus fotos en la playa o mostrarlos llorando en un vídeo que recibe miles de likes? ¿Cuáles son los riesgos de su adicción a las pantallas? Protege a tus hijos de la sobreexposición en la red es un libro imprescindible para conocer cómo afecta en la infancia y en la adolescencia el uso —y el abuso— de internet y los dispositivos móviles, vinculados a adicciones, graves trastornos de autoestima, aislamiento social, bullying y otras formas de acoso. Su autora, la conocida activista «Medianoche», alerta sobre el boom del sharenting y ofrece numerosos consejos y herramientas para detectar los peligros que conlleva y nos ayuda a proteger a nuestros hijos y a ser conscientes de nuestra responsabilidad como padres en la era digital.  «Mis mejores momentos no tienen foto, simplemente los disfruté, pero si cierro los ojos puedo recordar hasta el olor del arroz que hacía mi abuela y la mano de mi abuelo dándole vueltas al mortero, mientras preparaba el mejor alioli que he probado jamás. No pretendo que volvamos atrás en el tiempo, soy consciente de que el mundo avanza y de que las nuevas tecnologías lo están cambiando todo. Solo pido que se proteja al menor de esta vorágine de exposición pública. Solo pido que dejemos a los niños fuera de este juego para adultos».

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Seitenzahl: 199

Veröffentlichungsjahr: 2024

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de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

Protege a tus hijos de la sobreexposición en la red. Claves para evitar

la adicción a las pantallas y los peligros de internet en un mundo

sin privacidad

© 2024, Natalia Díaz

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o

parcial en cualquier formato o soporte.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Dreamstime

Maquetación: Safekat

Foto de solapa: Facilitada por la autora

ISBN: 978-84-1064-059-7

A los niños, pues su sonrisa es el motor que mueve el mundo.

A Kike, mi amor, mi mejor amigo, mi compañero de vida. Gracias por llevarme en brazos cuando yo no tenía fuerzas para caminar. Lo que siento por ti no cabe en un libro ni se expresa con palabras.

IntroducciónEl clic

Querida lectora, querido lector, me presento:

Yo soy Medianoche. Este no es el nombre que mis padres me pusieron al nacer, pero sí es el que escogí cuando inicié mi andadura en las redes sociales, hace ya siete años. Si me hubiesen dicho en mi adolescencia que me iba a dedicar a esto, no lo hubiese creído. Y es que yo nací en el 79, cuando aún no existían ni internet ni los teléfonos con cámara.

Los instantes más importantes de mi vida no tienen foto. Claro que me gusta coger la cámara de vez en cuando e inmortalizar instantes y, también, ver fotografías antiguas.

Me encanta cuando sacamos el álbum familiar y aparece mi madre tan joven, con sus pantalones de campana y esas botas con plataforma que se llevaban en los 60. Guardo una imagen de cuando era pequeña en la que me está dando de comer verdura y yo aparto la cara, con los labios apretados en un gesto graciosísimo. Me río mucho al ver esa foto, pero creo que no me habría hecho tanta gracia si ella la hubiese compartido con gente que no conozco. Tampoco me habría gustado una infancia perseguida constantemente por una cámara.

La llegada de internet lo cambió todo, en especial el concepto que teníamos de la privacidad. Las redes sociales nos han llevado a compartir nuestra vida cada vez con más naturalidad. Y, en consecuencia, y sin pensarlo demasiado, también la de nuestros hijos.

En la actualidad, las plataformas digitales están llenas de imágenes e información privada de menores, y, además, lo hemos normalizado.

Nos encontramos ante la primera generación de niños con sus vidas expuestas al público. Pero ¿hasta qué punto tenemos derecho a exhibir la vida íntima de nuestros hijos, y, sobre todo, qué consecuencias puede acarrear para la infancia esa exposición pública? Esta pregunta fue la que me llevó, hace siete años, a iniciar una campaña de concienciación sobre los peligros y las repercusiones de exponer a los menores en las redes sociales. Y de esa iniciativa nace hoy el libro que tienes entre tus manos, cuya finalidad espero que sea la de seguir creando conciencia.

Lo que te propongo es un ejercicio de empatía hacia la infancia. Cuestionarnos si lo que hoy en día consideramos normal es realmente lo correcto. Emprender un viaje introspectivo en el que, planteando diferentes situaciones cotidianas, nos pongamos en la piel de los más pequeños. Si eres padre o madre o tienes intención de serlo algún día, espero que mis palabras te hagan reflexionar y te sirvan de guía en este mundo de internet, tan maravilloso por un lado y tan complicado por otro.

No puedo prometerte que te vaya a encantar lo que estás a punto de leer, lo que sí te aseguro es que no te dejará indiferente. Pero, sobre todo, deseo de corazón que te sirva de ayuda y que, cuando acabes de leerlo, algo dentro de ti haya hecho clic.

1La infancia robada

Sé que lo que narro en este capítulo es muy fuerte para empezar un libro, pero hay historias que no se pueden maquillar y que merecen ser contadas para que no caigan en el olvido.

Todo empezó en una humilde granja de Canadá el 28 de mayo de 1934, con el nacimiento de cinco niñas idénticas: Yvonne, Annette, Cécile, Emilie y Marie. Hasta la fecha, ningún parto múltiple había llegado a buen término, pero aquellas quintillizas nacieron todas vivas, motivo por el cual no tardaron ni veinticuatro horas en hacerse famosas y protagonizar las portadas de todos los diarios de la época. Las pequeñas fueron bautizadas por todos como las Quintillizas Dionne.

Al ser sietemesinas, su estado de salud era muy delicado. Los avances que hay ahora para los bebés prematuros no eran los mismos que existían en aquella época y se temía por su vida.

Al principio, todo el mundo demostró tener muy buenas intenciones: algunos hospitales donaron leche, un par de periódicos proporcionaron incubadoras que funcionaban con agua caliente, incluso la Cruz Roja puso un servicio de enfermería de veinticuatro horas.

A pesar de todo, aquellos padres, Oliva y Elzire Dionne, se encontraban angustiados. No sabían cómo afrontar los gastos médicos de las recién nacidas y seguir alimentando al resto de sus hijos, que eran otras cinco bocas más. Al mismo tiempo, no paraban de recibir ofertas para exponer a las niñas en diferentes ferias y anuncios publicitarios, lo cual suponía una tentación difícil de rechazar.

Una decisión equivocada

Llevado por la desesperación, Oliva aceptó un contrato con un circo, a cambio de miles de dólares. Las quintillizas serían expuestas en la Feria Internacional de Chicago durante seis meses, ya que se las consideraba un verdadero fenómeno y despertaban muchísimo interés. Oliva se arrepintió en el mismo instante en que plasmó su firma en un papel y trató de romper el acuerdo, pero el circo no estaba dispuesto a renunciar a semejante negocio y lo demandó por incumplimiento de contrato. Así comenzaron una serie de pleitos en los que finalmente intervino la fiscalía.

Para evitar que las pequeñas fuesen exhibidas en la feria, se determinó que la Cruz Roja se hiciera cargo de ellas durante dos años. Para ello se construiría un hospital, cerca de la granja de los Dionne, donde vivirían las niñas. En principio el acuerdo era que los padres tendrían derecho a ver a sus hijas a unas horas estipuladas. Pero poco a poco empezaron a impedirles ese régimen de visitas con la excusa de que las niñas estaban muy delicadas o siendo atendidas por el médico. Estos pretextos respondían a un plan muy macabro que se empezó a fraguar desde el mismo momento en que las hermanas nacieron.

Todo el mundo quería sacar tajada de las pobres criaturas, especialmente el Estado, pero para ello primero debían quitarse de en medio a los padres.

Un horror llamado quintland

Un día, de repente, el primer ministro de Ontario decidió retirar la custodia a Oliva y Elzire por explotación infantil, quedando las niñas a cargo del Estado.

Las cinco hermanas serían cuidadas a partir de entonces por el doctor Dafoe, que fue quien atendió a la madre en el parto, junto a un equipo de enfermeras. Desde ese momento, y de manera contradictoria, fueron los nuevos tutores de las quintillizas quienes comenzaron a explotarlas de una manera inhumana.

Construyeron una especie de complejo turístico y lo llamaron Quintland. El lugar era una enorme mansión rodeada de jardines, con un pasillo de exhibición donde los turistas podían ver a las pequeñas. Para que no se sintiesen intimidadas por las miradas curiosas de los visitantes, rodearon el pasillo de cristales tintados. Sin embargo, años después, cuando las hermanas fueron adultas y contaron su historia, aseguraron que siempre supieron que había gente mirándolas, porque veían las sombras.

Esta atracción turística llegó a tener más interés incluso que las cataratas del Niágara. Miles de personas viajaban a diario desde otros Estados y pagaban su entrada para ver a unas niñas cuya única peculiaridad era parecerse entre ellas. En el complejo había incluso una tienda de souvenirs en la que los turistas podían comprar postales y otro tipo de recuerdos con la imagen de las pequeñas.

Por supuesto, el espectáculo iba unido a sesiones interminables de fotos y anuncios publicitarios de tomate frito, jabones, dentífricos... Cualquier valla publicitaria a lo largo de la carretera mostraba a las cinco hermanas con algún producto: sábanas, mantas, alimentos, cuentos infantiles..., lo que fuera. Todo el mundo quería verlas.

Cada Navidad las niñas eran fotografiadas abriendo montañas de regalos, y en sus cumpleaños posaban junto a enormes tartas de varios pisos. Pero, en realidad, las cajas estaban vacías y las tartas eran de mentira. La vida detrás de cada instantánea era muy diferente al mundo de ostentación que trataban de aparentar. Además, casi nunca salían del zoológico en el que estaban expuestas ni se relacionaban con otros niños de su edad. Las pobres vivían aisladas del mundo con la única finalidad de entretener a unos y ganar dinero para otros.

Lo curioso de esto es que, en un primer momento, se determinó que todo el dinero generado por las quintillizas se ingresaría en un fideicomiso para cuando fueran mayores. Sin embargo, ese dinero se fue perdiendo por el camino y nunca llegaron a disfrutarlo.

Pero aún podía ser peor.

Durante años, Oliva y Elzire fueron de juzgado en juzgado tratando de recuperar la custodia de sus hijas, hasta que, finalmente, lo consiguieron en 1943. Además, lograron una autorización para gastar parte del fideicomiso de las quintillizas.

Con ese dinero compraron una casa enorme, de diecinueve habitaciones, adonde se mudó la familia entera. Para entonces las pequeñas ya tenían nueve años y sus padres les eran unos auténticos desconocidos. La vida familiar no resultó ser tan idílica como todos esperaban. Incluso, siendo ya mayores, algunas de las hermanas reconocieron haber sufrido abusos sexuales por parte de su padre.

Ni siquiera cuando salieron del complejo turístico las hermanas tuvieron una vida normal.

El contacto con el mundo exterior se limitaba a compartir estudios con unas cuantas niñas de su edad, en una escuela católica privada construida especialmente para ellas.

Poco a poco, las quintillizas comenzaron a perder interés público a medida que iban creciendo. Aun así, las seguían obligando a vestir igual para las sesiones de fotos, en un acto de despersonalización absoluto.

Trágico destino

En cuanto cumplieron la mayoría de edad, las hermanas fueron abandonando esa casa con la esperanza de iniciar una nueva vida, alejada de las miradas curiosas de la gente.

Dos de ellas, Marie y Emilie, ingresaron en un convento. Al poco tiempo, la segunda murió con tan solo veinte años a causa de sus ataques de epilepsia. Los padres eran conocedores de la enfermedad de su hi­ja, pero lo mantuvieron en secreto durante mucho tiempo por miedo a que esto le hiciese perder el interés comercial.

La crueldad ejercida hacia las jóvenes seguía siendo tal, que, tras la muerte de Emilie, las cuatro hermanas restantes fueron obligadas a posar junto al ataúd abierto. Este duro golpe supuso un punto de inflexión entre ellas, tras el cual decidieron comenzar una nueva vida en Montreal. Allí continuaron con sus estudios y tres de ellas se casaron, aunque ninguno de los matrimonios duró mucho tiempo.

En 1970, hallaron el cuerpo sin vida de Marie en su cama, junto a un montón de medicamentos. Aunque nunca se determinó la causa del fallecimiento, se sabe que llevaba muchos años padeciendo una profunda depresión.

El resto de las hermanas trataron de continuar como pudieron con sus vidas. Unas vidas humildes y llenas de deudas, ya que nunca fueron informadas de que tenían un fideicomiso. Para cuando se enteraron de su existencia en los años 90, el fondo había sido saqueado. Y, a pesar de que pelearon legalmente para que el Estado las recompensara por la explotación a la que habían sido sometidas, la cantidad que percibieron finalmente solo fue una parte minúscula de todo el dinero que generaron y con el que enriquecieron a tanta gente.

Actualmente, dos de las hermanas, Cécile y Annette, viven. Las pocas veces que hablan con la prensa, es siempre para advertir de que lo que sucedió no debería repetirse jamás. Lamentablemente, ya está pasando.

Esta es una historia real, y es justo eso lo que la hace más cruda. Cinco niñas indefensas fueron explotadas durante la mitad de sus vidas, y, además, las dejaron desamparadas cuando llegaron a su edad adulta.

Leemos esto y pensamos: «Sería imposible que volviera a suceder»; sin embargo, la historia lleva diez años repitiéndose delante de nuestras narices, y no nos hemos dado ni cuenta.

Las quintillizas Dionne fueron las niñas influencers de los años 30:

Pasaron toda su infancia expuestas para el entretenimiento de personas adultas.

Su trabajo consistía en mostrar su día a día, hacer sesiones de fotos y protagonizar anuncios publicitarios.

Su privacidad nunca fue respetada.

El Estado nunca consideró los riesgos derivados de esa sobreexposición.

La única diferencia que existe con la época actual es que entonces no existía internet. Por lo tanto, la única forma de ver la vida en directo de esas niñas fue construir una especie de zoológico humano donde poder exhibirlas.

Nadie preguntó jamás a esas niñas si les apetecía ser observadas por miles de personas a diario. O si se sentían cómodas durante las sesiones interminables de fotos. O si querían ser la imagen de todas esas marcas. Tampoco tuvieron otra opción ni conocieron otro mun­do más que el impuesto desde el mismo momento de su nacimiento. Simplemente, fueron entrenadas para hacer lo que se esperaba de ellas y se les hizo creer, además, que debían sentirse afortunadas por ello.

Varios equipos de psicólogos visitaban a las niñas periódicamente para asegurarse de que todo estaba bajo control. Sin embargo, ninguno de ellos pudo evitar la gran tristeza que las invadía por dentro ni los traumas derivados de aquella sobreexposición, que fueron arrastrando durante toda su vida.

Es cierto que los niños sobreexpuestos en las RR. SS. no han sido arrancados de los brazos de sus padres para ser exhibidos en un complejo turístico. Pero existen casos de sharenting en los que los menores están siendo obligados a protagonizar anuncios publicitarios constantemente y a fingir una vida que no tiene nada que ver con la realidad.

La gran mentira de una familia influencer

Patricia es alguien a quien conocí hace tiempo a través de las redes sociales. Trabajó durante dos años como empleada doméstica para una familia famosa de internet. El matrimonio contactó con ella mediante una agencia y, desde el primer momento, le prometieron que, en cuanto pudieran, le darían de alta en la Seguridad Social. Aquello nunca sucedió.

En un principio, su labor consistía únicamente en cuidar de los niños, pues de la comida y la limpieza se ocupaban otras empleadas. Sin embargo, con el tiempo, Patricia acabó asumiendo también esas tareas, ya que las demás trabajadoras abandonaron el empleo debido a la precariedad.

Patricia me contaba que el tiempo que estuvo allí fue suficiente para darse cuenta de que todo lo que aquella familia mostraba en las RR. SS. era una gran mentira.

En los vídeos, los niños se llevaban muy bien entre ellos, eran obedientes y buenos estudiantes y ayudaban siempre con las tareas del hogar. Pero la realidad era muy diferente cuando no había una cámara delante.

En Navidad, los obligaban a abrir los regalos varios días antes, ya que se trataba de colaboraciones con marcas de juguetes. Todo lo que se le escapaba a la cámara era un despropósito, como la alimentación, siempre a base de pasta. Es más, Patricia tuvo que pedir a sus jefes que comprasen otro tipo de alimentos para poder hacer caldos, estofados, lentejas... y sacar a los pequeños de la monotonía de los macarrones.

Alguna vez, el mayor de los hermanos le planteó a Patricia cuestiones que, sin él saberlo, tenían que ver con los temas que se llevan desde los servicios sociales: «Patricia, ¿a que dejarnos solos en casa no se puede hacer?». La pobre mujer no sabía qué contestar cuando le preguntaba cosas así.

Nunca he sido tan inocente como para creer lo que cualquier persona me cuenta. Pero Patricia, mientras me explicaba su historia, también me iba enseñando conversaciones y otro tipo de pruebas que me dejaban el corazón en un puño. Habrá quien piense que la culpa fue suya por aguantar tal situación de precariedad laboral, solo pido que esas personas se pongan en el lugar de una mujer necesitada, que llevaba poco tiempo viviendo en España y que tenía a un niño pequeño que alimentar. ¿Quién no ha aceptado alguna vez un trabajo precario por necesidad?

Un día, mientras Patricia ordenaba las habitaciones, pasó algo que la asustó demasiado y que no se vio capacitada a hacer frente. Rápidamente, cogió el teléfono y marcó el número de sus jefes para explicarles lo que acababa de suceder. En cuestión de treinta minutos, se presentaron en casa. Patricia se encontraba en un estado de ansiedad evidente y amenazaba con marcharse, mientras el matrimonio trataba de tranquilizarla restándole importancia a lo ocurrido.

Pero ella había llegado a su límite. Les comunicó que dejaba el trabajo y les pidió que preparasen el dinero que le debían, pero nunca le pagaron.

Por miedo y por falta de recursos económicos, no denunció. Cuando encontró el valor suficiente, ya había pasado el plazo para poder hacerlo. Juntas buscamos la opinión de varios abogados, pero todos coincidieron en que no se podía hacer nada.

Fue entonces cuando la vi llorar. Sus ojos, grandes y redondos, se llenaron de lágrimas y soltó un suspiro ahogado y profundo mientras negaba con la cabeza. Siempre recordaré esa expresión en su cara. La desesperación de haber luchado contra dos gigantes y haber perdido. La impotencia de ver cada día a esa gente fingiendo ser buenas personas, aparentando una vida perfecta, y no poder decir la verdad. Y miles de fans alabando a dos personas sin escrúpulos, capaces de aprovecharse de personas necesitadas. Luego me miró y me dijo: «Yo no les pido nada que no sea mío, que no me haya ganado con mi trabajo. En dos años no tuve vacaciones, viví veinticuatro horas pendiente de esa familia, les dediqué mi atención y mi cariño. Hoy han subido otro vídeo de los niños abriendo regalos. ¿Sabes lo que se siente cuando no puedes regalarle nada a tu hijo por Navidad?». Se me encogió el corazón. Y me di cuenta de que, a pesar de que el hijo de Patricia no iba a tener regalo, contaba con lo más importante de este mundo: el amor incondicional de su madre.

Sin embargo, esos pobres niños influencers no eran más que un producto. Un negocio para sus padres.

Y, desde entonces, no dejo de preguntarme:

Las quintillizas nos contaron su historia con la esperanza de que nos sirviera para no repetirla, e indudablemente lo hemos hecho todo al revés.

En momentos como este, me doy cuenta de que aún queda mucho por delante, pero tengo esperanza. No puedo permitirme no tenerla. Pienso que los mayores cambios en la historia de la humanidad se han logrado gracias a la gente, a la lucha social, por eso no me rindo. Aunque a veces las cosas vayan despacio. Porque lo que yo quisiera es que este mensaje llegase a todo el mundo.

Dicen que deberíamos aprender de los errores del pasado; sin embargo, a veces nos empeñamos en repetir la historia una y otra vez, aun cuando no nos sentimos orgullosos de ella. Por eso he querido hablaros de uno de los mayores casos de explotación infantil, cometido en la década de los 30. Lo que sucedió entonces es muy parecido a lo que estamos viviendo en la actualidad, como bien podéis ver. Por eso me permito la licencia, en días como hoy, de estar triste. Porque, a pesar de que este libro es un mensaje de esperanza y concienciación, también es una catarsis para mí.

La infancia es un asunto de todos

No podemos seguir mirando hacia otro lado. Lejos queda aquella época en la que, cada vez que veíamos una injusticia cometida contra un menor, se nos decía que no debíamos intervenir porque para eso estaban sus padres. Tenemos instauradas en el cerebro frases tan manidas como: «Cada padre o madre hace lo mejor para sus hijos». Pero, por desgracia, no siempre es verdad. Ojalá lo fuera.

A veces creo que vemos a los niños como propiedades de los padres y que, solo cuando se convierten en adultos, empezamos a tener en cuenta sus opiniones y sus derechos. Unos derechos que, en realidad, han tenido siempre, desde el momento de su nacimiento.

Hay niños invisibles que necesitan ser vistos, pero no a través de una pantalla. Necesitan ser escuchados y protegidos. Y, sobre todo, merecen ser respetados.

No todos los adultos somos padres, pero sí todos hemos sido niños. En ocasiones, cuando no sabemos la respuesta a algo, basta con preguntar a nuestro niño interior y escucharlo. Yo solo sé que a la niña que fui no le habría gustado una vida expuesta a personas desconocidas. Y me da que ese sentir es el de muchos niños sobreexpuestos hoy en día.

2Una sociedad dormida

Ella es youtuber y está embarazada. Envuelta en una toalla y mirando a cámara, explica entre sollozos que se acaba de resbalar en la ducha. Está asustada porque cree que ha roto aguas y teme que le pueda haber pasado algo al bebé.

La siguiente escena sucede ya en el hospital, y ahora es su marido quien graba, mientras llegan las primeras contracciones. Los primeros planos de la pareja abrazándose van acompañados de una melodía emotiva. ¡Y por fin llega el momento del parto! Él graba todo lo que puede, pero, en el momento del expulsivo, surge una pequeña complicación y la comadrona lo invita a esperar fuera. Ya no podrá seguir filmando el parto, así que se le ocurre una gran idea: filmarse a sí mismo llorando en la sala de espera y añadir luego en la edición un llanto de bebé. Un llanto falso sacado de la biblioteca de sonidos, como esas risas enlatadas que aparecen en las series de televisión.

El nacimiento de esa criatura no pudo ser inmortalizado y los sonidos que provenían de la sala de partos a puerta cerrada eran tan confusos que la cámara nunca llegó a captarlos con claridad. Pero la magia de la edición puede convertir algo que nunca hemos visto en el parto más lindo y emotivo. Un vídeo que, siete años más tarde, acumula casi diez millones de reproducciones y que marcó el destino de una niña cuya vida no ha dejado de ser expuesta ni un solo día desde que nació.

Este no es más que uno de tantos vídeos familiares que circulan por la red donde los protagonistas son siempre menores. Niños acostumbrados a dormir, comer, jugar, llorar y reír siempre delante de una cámara. La realidad de toda una generación de niños influencers, con sus vidas convertidas en un espectáculo para el consumo de millones de desconocidos.

De cuando descubrí los canales familiares

Corría el año 2017 cuando, navegando por YouTube, me topé por primera vez con un canal familiar. En aquella época, todos los canales utilizaban títu­los gancho que nada tenían que ver con el contenido del vídeo, por lo que empezabas buscando la receta del bizcocho de limón y perfectamente acababas viendo un vídeo sobre la maternidad. El caso es que entré, y lo que vi me dejó perpleja: era una especie de reality show