Puer robustus - Dieter Thomä - E-Book

Puer robustus E-Book

Dieter Thoma

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Beschreibung

El Puer robustus representa uno de los problemas fundamentales de la filosofía política: la relación entre el orden y la perturbación. A lo largo de la historia del pensamiento, esta figura clave ha aparecido en las obras de grandes poetas y pensadores -en Hobbes y en Rosseau, en Schiller y en Hugo, en Diderot y en Tocqueville, en Marx, Freud o Carl Schmitt- desde diferentes perspectivas, aunque siempre con una característica común: ser el perturbador de la paz.

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Dieter Thomä

Puer robustusUna filosofía del perturbador

Traducción deAlberto Ciria

Herder

La traducción de esta obra es una versión revisada y ligeramente abreviada por el autor de la edición original alemanaPuer robustus. Eine Philosophie des Störenfrieds.

La Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de St. Gallen ha financiado la traducción de esta obra.

Título original: Puer robustus. Eine Philosophie des Störenfrieds

Traducción: Alberto Ciria

Diseño de la cubierta:Gabriel Nunes

Edición digital:José Toribio Barba

© 2016, Suhrkamp Verlag, Berlín

© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3882-0

1.ª edición digital, 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

INTRODUCCIÓN

I. EL PUER ROBUSTUS COMO HOMBRE MALVADO: THOMAS HOBBES

1. El ser liminar en el campo de tensión entre el poder, la moral y la historia

2. Interés personal y razón

3. Los perturbadores egocéntricos, según Hobbes: chalados, epilépticos, rabiosos, pobres y ricos

4. La teoría del autor-actor-espectador: el perturbador excéntrico en el vientre del Leviatán

5. El puer robustus en Horacio. ¿Un modelo para Hobbes?

II. EL PUER ROBUSTUS COMO BUEN HOMBRE: JEAN-JACQUES ROUSSEAU

1. Poder y moral del salvaje

2. La transformación del puer robustus en ciudadano estatal

3. ¿Qué hace el puer robustus de Rousseau tras su triunfo? Democracia y disturbio

III. EL SOBRINO DE RAMEAU COMO PUER ROBUSTUS:DENIS DIDEROT

1. La sublime definición de Hobbes

2. El puer robustus como problema social o como figura ambivalente: Diderot más allá de Helvétius, de Hobbes y de Rousseau

3. La vida en el umbral: El sobrino de Rameau

4. El sobrino de Hegel y de Foucault

IV. NIÑO ARISCO, HIJO MALVADO, SALVADOR ROBUSTO: FRIEDRICH SCHILLER

1. El puer robustus como «manumiso de la creación»

2. Franz y Karl Moor: ¿todo el poder para mí, u otro poder para todos?

3. El camino que Guillermo Tell recorre desde el solitario hasta el fundador de la alianza

V. EL PUER ROBUSTUS COMO VÍCTIMA Y COMO HÉROE: VICTOR HUGO

1. Quasimodo como mono tarado

2. Cuando la maldad nace de la humillación

3. Emancipación moral

4. El golfillo como puer robustus

5. Los parientes del golfillo: el hombretón de Balzac y el pequeño salvaje de Baudelaire

VI. SIGFRIDO, NIÑO TONTO: RICHARD WAGNER

1. El contrato como crimen contra la naturaleza

2. Salvación desde fuera

3. El héroe como niño y como tonto: la clave del éxito de Sigfrido

VII. EL PUER ROBUSTUS ENTRE EUROPA Y AMÉRICA: ALEXIS DE TOCQUEVILLE

1. El nacimiento del puer robustus bajo el yugo del despotismo: la primera conclusión de Tocqueville

2. Alabanza de América, advertencia sobre el salvaje oeste

3. Cuando el puer robustus nace del espíritu del capitalismo: la segunda conclusión de Tocqueville

4. La vida como revolución y experimento: Tocqueville, Mill, Nietzsche

VIII. EL PUER ROBUSTUS COMO REVOLUCIONARIO: KARL MARX Y FRIEDRICH ENGELS

1. Lo más peligroso de todo es el pueblo

2. La lucha contra la dependencia y la segregación

3. El lumpenproletariado como aguafiestas de la revolución

4. El sujeto revolucionario como ser genérico o como ser comunitario

IX. EL PUER ROBUSTUS COMO EDIPO: SIGMUND FREUD

1. El pequeño salvaje

2. Democracia y dictadura

3. Política después de Freud. Una controversia entre Walter Lippmann, Paul Federn, Hans Blüher, Thomas Mann y Hans Kelsen

X. ANARQUISTAS, AVENTUREROS, MACARRAS Y PEQUEÑOS SALVAJES: CARL SCHMITT, LEO STRAUSS, HELMUT SCHELSKY Y MAX HORKHEIMER

1. Florecimiento en tiempos sombríos: Hobbes da capo

2. Carl Schmitt sobre el Estado totalitario y sus enemigos

3. Leo Strauss sobre la sociedad cohesionada y los aventureros

4. Helmut Schelsky sobre el poder y los macarras

5. Max Horkheimer sobre el Estado autoritario y los pequeños salvajes

XI. ESPÍRITU BUENO Y HIERBAJOS VENENOSOS: EL PUER ROBUSTUS EN LA ITALIA DE 1949 Y EN LA CHINA DE 1957

1. El mensaje de Año Nuevo de Togliatti a los camaradas

2. Mao Tse-Tung y Tan Tianrong sobre flores aromáticas y hierbajos venenosos

3. Regreso de China a Europa: nos podemos ir olvidando de Alain Badiou

XII. EL PUER ROBUSTUS HOY

1. La historia interminable

2. El perturbador egocéntrico y el final de la historia

3. Perturbador excéntrico y nomocéntrico… y la paradoja democrática

4. El perturbador masivo y el fundamentalismo

5. El pequeño salvaje y el populismo de Donald Trump

6. En el umbral

AGRADECIMIENTOS

INDICACIONES SOBRE EL MODO DE CITAR

NOTAS

ÍNDICE DE ABREVIATURAS

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Para mis amigosPetra y Christoph

The man is […] a misfit from the start.1

El hombre es […] desde el primer momento un inadaptado.RALPH WALDO EMERSON

Man möcht halt über sich hinaus und muß pochen an fremder Tür.2Uno lo que quiere es salir de sí mismo, así que tiene que llamar a puertas ajenas.MARIELUISE FLEISSER

Introducción

El puer robustus hace de las suyas, da el cante, se rebela. No es participativo, no cede, actúa por cuenta propia, contraviene las reglas. Es indócil, desvergonzado, molesto, no está integrado, es despreocupado. Le temen, lo marginan, lo castigan, pero también lo admiran y lo ensalzan. El puer robustus, el chico robusto, el tipo recio… es un incordiador, un perturbador.

El perturbador incordia, perturba la paz. Por eso no está bien visto… a no ser que rechace una paz engañosa y falsa. Entonces le dan las gracias por haber dado fin a los tiempos pesarosos. Con su rostro tan repelente como atrayente recuerda a una de esas imágenes por impresión lenticular que se transformaban al ladearlas y con las que yo jugaba de niño: en cuanto lo ladeabas un poco, el rostro furioso se transformaba en un rostro amable… o a la inversa. Esto explica que se conozca al puer robustus como monstruo, pero también como héroe, como visión aterradora, pero también como ideal, como adversario al que hay que temer, pero también como la figura de un líder. Mejor dicho: se lo conocía. Hoy ha caído en el olvido, pero durante tres siglos enardeció los ánimos. Thomas Hobbes, Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot, Victor Hugo, Alexis de Tocque­ville, Karl Marx y muchos más le dedicaron mucha atención y discreparon sobre la cuestión de qué pensar de él. El puer robustus merece salir de nuevo al escenario de la filosofía política. Tiene la capacidad de desplazar modelos consolidados de pensamiento y de acción y de transformar toda la escena. Si no es porque tiene esas pintas tan campechanas, fácilmente se lo podría incluir entre esas influyentes personalidades de la historia de las ideas que operan en la sombra.

La controversia que se ha desencadenado acerca del puer robustus no afecta a un problema cualquiera de la filosofía política, sino al problema por antonomasia: la cuestión de cómo se establece y se legitima un orden, cómo se lo critica, cómo se transforma o se lo ataca, cómo los hombres quedan incluidos en ese orden o excluidos de él, cómo se amoldan a él o intrigan contra él. Del tema del orden forma parte necesariamente el del disturbio y la perturbación, y por tanto también el papel que desempeñan las figuras marginales y secundarias, los querulantes y los intrigantes. A mí me parece que las eclosiones políticas y los cambios radicales de la modernidad representan crisis que no se pueden comprender desde el centro del poder, sino desde el margen. De forma correspondiente, también únicamente ahí se puede aprender cómo tratar estas crisis y cómo buscar soluciones a ellas. El prendido inicial de estos fuegos artificiales intelectuales que se lanzaron con el puer robustus se produjo en el siglo XVII. Thomas Hobbes le consiguió su primera aparición sobre el escenario de la modernidad. En 1647 se publicó la segunda edición de De cive(Sobre el ciudadano). Hobbes la completó con un prólogo en el que se decía que el «vir malus» es casi lo mismo que un «puer robustus, vel vir animo puerili». La traducción inglesa que se hizo todavía en vida de Hobbes decía: «A wicked man is almost the same thing with a childe growne strong and sturdy, or a man of a childish disposition» («Un hombre malvado viene a ser casi lo mismo que un chico que ha crecido fuerte y robusto, o que un hombre con inclinaciones pueriles»). Este puer robustus representaba la amenaza definitiva al orden estatal. Hobbes lo consideraba el perturbador por antonomasia.

El puer robustus hizo la que hasta ahora ha sido su última aparición llamativa en China, durante una breve fase de liberalización política en la primavera de 1957. «¡Que cien flores florezcan!», había exclamado antes Mao sobre esto. Los estudiantes de la Universidad de Pekín le tomaron la palabra, crearon una «Sociedad de las cien flores» y proclamaron su opinión en periódicos murales. Tan Tianrong, uno de los portavoces estudiantiles, encabezó su proclama del 20 de mayo de 1957 con una cita de Heráclito que dice que «hay que encomendar el gobierno de la ciudad a jóvenes imberbes», y la firmó con la expresión latina «Puer robustus sed malitiosus». De forma muy distinta a como sucedía en Hobbes, este puer se presentaba como activista demócrata, como un perturbador bueno.

El puer robustus ha ido recalando en uno y otro lado, del Londres del siglo XVII llegó al Pekín del siglo XX… además de a un sinfín de otros lugares. Nadie hasta ahora había prestado atención a la enmarañada y desconcertante historia de este enfant terrible ni había cosechado sus frutos para la teoría del orden y de la perturbación. Mi libro se dedica a redescubrir, a hacer presente y a valorar al puer robustus.

La estructura de este libro es comparable a un escenario giratorio. En cada acto se muestra un nuevo decorado y un puer robustus distinto. Va cambiando a toda velocidad, tan pronto es un tozudo como un balarrasa, un bárbaro o un chalado, un aprovechado o un artista, un bandido o un salvador, Sigfrido o Edipo. A su paso se entonan cantos fúnebres y se producen estallidos de júbilo. Desde luego este libro versa sobre la historia posterior a Hobbes, y por tanto sobre una aburrida y prolija confrontación con él que va desde Rousseau hasta Leo Strauss… y aún más allá. Pero no es mero ornato accesorio que dos de los héroes más inusuales de la literatura francesa, el sobrino de Rameau y el jorobado de Notre Dame, intervengan como encarnaciones del puer robustus. A su lado aparecen los golfillos parisinos, los proletarios europeos, los pioneros californianos del siglo XIX, el movimiento juvenil de principios de siglo XX, los adolescentes alborotadores y los macarras alemanes, los comunistas italianos, los estudiantes chinos de los años cincuenta que ya hemos mencionado y muchos más. Los pensadores que han rendido homenaje al puer robustus lo exponen a un desenfrenado juego de conflictos. Lo que ellos ejecutan es una danza en torno al sujeto o a varios sujetos de la historia.

Con esta danza no casa que nos limitemos a entonar un canto de alabanza o un canto de despedida al perturbador. Quizá uno desearía describir únicamente la marcha triunfal de los héroes libertarios o, a la inversa, acabar de una vez por todas con los zánganos, los querulan­tes y los provocadores. Pero este tipo de soluciones claras y de separa­ciones tajantes queda descartado en vista del puer robustus contradictorio y reacio. No se lo puede meter a la fuerza en una novela de formación, en la que «el sujeto», a base de escarmientos, lenta pero inexorablemente «va entrando en razón» (G. W. F. Hegel, W 14, 220).

Si este libro fuera un ser vivo, tendría dos corazones latiendo en su pecho. Es un tratado filosófico… y a la vez algo así como una historia de aventuras. Admito que no pretendo competir con los reporteros que se mueven en el mundo del hip hop, entre los albaceas de Occupy Wall Street, entre agitadores o vándalos. Pero creo que también existen aventuras intelectuales, y me lanzo a ellas. Este libro se podría describir tentativamente diciendo que traza un arco desde Hobbes hasta el presente, pero eso ya sería erróneo. Un arco es una línea continua e ininterrumpida. Quien lo recorre conoce su rumbo. Por el contrario, quien se mete en una «novela de aventuras» carece de tal seguridad. La novela de aventuras es un género literario que versa sobre un héroe que no «tiene sitio fijo […] en la vida» y que muestra «cómo una persona se acaba convirtiendo en alguien distinto» (Mijaíl Bajtín).1

Mi héroe, el puer robustus, está en marcha. No sabe dónde estará ni quién será mañana. En lugar de ir recopilando sus experiencias al modo como se insertan perlas en un cordel hasta que todo haya quedado asentado y encajado, él lucha para salir adelante esperando que al final todo salga bien. Lo único que puede admitir es: «no entiendo de esto». La novela de aventuras se considera injustamente un género con rasgos anacrónicos. Es el género por excelencia de un mundo —de nuestro mundo— en el que uno es llamado «a descender al caos para sentirse a gusto en él» (Ludwig Wittgenstein).2 Para eso hace falta una concepción de la historia según la cual las situaciones concretas conlleven un sobrante, un factor sorpresa, y se resistan a ser clasificadas. «La aventura es el enclave del contexto vital» (Georg Simmel).3 La predilección por la novela de aventuras encierra un recelo hacia la teoría. No creo que en filosofía política sea bueno tratar la cuestión del orden y la perturbación meramente sobre la mesa de dibujo. No basta con examinar argumentos y establecer reglas. Tampoco basta con simular casos ni con llevar a cabo experimentos mentales en los que tales reglas se puedan aplicar y examinar. La suposición de que uno puede manejar así su tema encierra una «ridícula inmodestia» (Nietzsche, KSA 3, 627). La contrarresta el descontrol por el que se caracteriza el personaje del puer robustus. Al cabo resulta ser justamente esto: un personaje que aparece ora aquí, ora allá, tan pronto así como de otro modo, pero no una argumentación, una tesis que se pudiera formular claramente y debatir. Los pensadores que hacen intervenir la figura del puer robustus podrán creer que se trata de un instrumento dócil. Pero él hace escarnio de la confianza que tales pensadores tienen en sí mismos, él tiene su vida propia y se desarrolla hasta convertirse en protagonista de la modernidad. Las transformaciones internas y las contiendas externas que lo afligen no se me ocurrirían ni en sueños (y menos aún estando despierto). Pero lo que aquí hace falta no es solo desconfianza hacia la teoría, sino exactamente en la misma medida confianza hacia ella. Con un poco de suerte, la comprensión de sus límites y el caos que conlleva la aventura a la que ella se expone más bien incentiva la teoría que la debilita. Con ayuda de la teoría uno logra salirse de su situación particular: además de a sí mismo uno observa a todos. Así es como esa historia de aventuras que también es este libro viene acompañada de una teoría del perturbador, que busca definir cuál es la artimaña con la que su figura cambia y qué es lo que debemos pensar de cada una de sus apariciones.

Para mantener el equilibrio entre historia de aventuras y teoría, la mayoría de las reflexiones sistemáticas las desarrollaré solo en el curso del viaje que ahora emprendo. Entonces habrá que preguntar, por ejemplo, por qué el puer robustus es tan tremendamente masculino, o qué le sucede al descubrir su lado femenino o simplemente humano. No solo es llamativa su masculinidad, sino también su individualismo… y quizá además de llamativos también sean achacosos. Se le asocia con la idea de regatear con la cooperación social echando mano del esquema de cierre y ruptura de contrato. Esta idea me interesará tanto como la cuestión de si el puer robustus está condenado a seguir siendo un solitario o si encuentra acceso a comunidades y colectivos. (La diferencia entre socialización empática y sinérgica resultará ser aquí muy fecunda). Antes de poner en marcha el escenario giratorio sobre el que hace su aparición el puer robustus, antes de indagar en detalle sus jugadas y sus formas de combate, quiero introducir al menos un concepto fundamental de la teoría del perturbador y esbozar una pequeña tipología de sus diversas formas. El concepto fundamental se llama umbral.

Como se dijo al comienzo, este libro versa sobre la relación entre orden y perturbación. Por motivos que pueden ser de índole muy diversa, el puer robustus queda relegado al margen, desbarata los planes o se entromete, pero al margen de cómo se comporte el perturbador siempre se encuentra en el borde, en una frontera o, justamente, y como se debería decir mejor, en un umbral. Este umbral es uno de los detalles arquitectónicos menos aparentes y al mismo tiempo más importantes del edificio de la filosofía política.

Prefiero la palabra «umbral» a la palabra «frontera», porque muestra dos peculiaridades. En primer lugar, se considera que un umbral es típicamente bajo. Un umbral se puede traspasar, uno se puede tropezar con él o detenerse en él. La permeabilidad del umbral es variable y negociable en una medida mucho mayor que la de la frontera. En segundo lugar, por medio del umbral se puede hacer un reparto a resultas del cual dos espacios quedan definidos como dentro y fuera. También quien traza fronteras conoce esta distinción, pero en su caso la definición de dentro y fuera depende exclusivamente de la ubicación del observador: lo que para uno es el extranjero para el otro es el interior de su propio país, y viceversa. A diferencia de ello, la acepción más conocida del umbral es aquella que lo sitúa en una entrada con la que, de una vez por todas, queda establecida una asignación de dentro y fuera. Alguien que está ahí fuera delante de la puerta no puede persuadirse de estar dentro. Con el problema político de orden y perturbación cuadra mejor el umbral que la frontera, con sus asignaciones variables: el umbral se refiere a un espacio interior que está contorneado por un borde, en el cual se producen confrontaciones entre los miembros del orden y los marginales. Precisamente por eso la permeabilidad del umbral pasa a ser una cuestión clave.

Una frontera separa ámbitos o reinos en los que tanto acá como allá se pueden encontrar miembros. El puer robustus, que merodea por el umbral, no queda en medio de dos órdenes, sino que más bien se mueve en el borde de un único mundo que está definido por el alcance de su campo de poder. Este borde no es un lugar distinto, sino en realidad un no-lugar. El puer robustus no pertenece a ninguna parte, sino que es el desarraigado por antonomasia. Le resulta difícil asentarse en este no-lugar. No puede recrearse en la sensación de que no le gusta el mundo. Más bien se refiere innegablemente al orden, estando en tensión con él. Lleva una «vida en el umbral» y se queda «interiormente inacabado» (Bajtín).4

Pero como no puede haber orden sin un borde que marque su campo de validez, el orden asume que hay hombres que merodean fuera de este ámbito, más allá de este borde. Con palabras de Hegel, hay que señalar que «habiéndose definido algo como límite, en ese mismo momento ya se lo ha rebasado» (W 5, 145). Es decir, en realidad es el orden el que engendra al perturbador que aquel mismo observa y combate. Al pretender excluir, el orden tiene que vivir con la agitación que lo rodea como si fuera un círculo de fuego. Este esquema de dentro y fuera viene asociado con un modelo centralista de política para el que los únicos enemigos son los marginales. Considerándolo históricamente, esto significa que el puer robustus solo puede ser un vástago de los comienzos de la modernidad, es decir, de una época en la que el juego de fuerzas entre las diversas instancias de poder (monarquía, Iglesia, nobleza, etc.) es reemplazado por el monopolio de poder del Estado. No es ninguna casualidad que fuera justamente Hobbes quien introdujera al puer robustus en la filosofía política. Pero este personaje seguirá con vida mientras sean tales centros de poder los que marquen la pauta, ya sean Estados nacionales, poderes imperiales, instituciones transnacionales u otros global players, es decir, hasta la época actual. Con ello también queda claro que al final de este libro el puer robustus se habrá transformado en un contemporáneo.

Siempre que se habla de «umbral» o de «liminaridad», inevitablemente entra en juego la teoría etnológica del «ser liminar».5 Sin embargo, el puer robustus no es, en esta acepción etnológica, un ser cuya existencia quede ligada a un tiempo muerto o a un período intermedio, es decir, no es por ejemplo un adolescente que por breve tiempo se pasa de rosca o que se retira una semana al desierto a prepararse para la vida adulta. En el caso del perturbador, el ritual del tránsito no es una mera fase o episodio: para él, el tránsito se convierte en tarea de toda una vida. Se detiene en el momento en que su vida vacila irresuelta, arruinándole así al mismo tiempo al orden su cohesión. Desde luego que el orden puede hacer ostentación de dureza castigándolo por su negativa a someterse o forzándolo con todo su poder a que ceda, pero el perturbador no solo tiene la elección entre exclusión o integración. Cuando desafía el orden poniendo a prueba su elasticidad, también el orden puede tambalearse. Diciéndolo brevemente, se plantea la pregunta por la direction of fit: ¿quién se adapta a quién? ¿Castiga el orden al perturbador por la vía rápida o el perturbador hace que el orden se transforme, operando un cambio radical?

Siendo un ser de umbrales, el puer robustus se enfrenta al homo sacer, es decir, a aquella figura que Giorgio Agamben rescató del olvido. Ambos vienen a ser proscritos, e igual que al puer robustus de Hobbes se le llama un vir malus, también así el homo sacer es designado en el derecho romano como homo malus.6 Pero en análisis de Agamben «exclusión», «segregación» o «abandono» son categorías definitivas.7 El homo sacer se encuentra en un afuera absoluto, es el totalmente distinto, contra el cual se define un orden y al que es lícito matar impunemente (al menos en la Antigüedad). La distinción «entre el Estado y el no-Estado»8 está consolidada, el umbral del que —por cierto— Agamben habla a menudo9 se transforma en un obstáculo insuperable. A diferencia de Agamben y de muchos otros, lo que a mí me interesa no son solo las fronteras, sino también los pasos fronterizos. Si la exclusión se establece de forma absoluta, entonces se paraliza al marginal, y junto con él la historia. El marginal no interviene como actor, sino que se convierte en víctima.10 En este punto se puede contraponer a Foucault y Agamben: «Hay que escapar de la alternativa entre fuera y dentro; hay que estar en las fronteras». «Preguntarle a una cultura por sus experiencias límite significa preguntarle en los límites de la historia por una fragmentación que viene a ser el nacimiento de su historia».11 Si las experiencias límite tienen su propia historia, eso significa que las fronteras constantemente se están confirmando, discutiendo, defendiendo, desplazando o rompiendo. Y si todo esto debe suceder, entonces entre los excluidos y los integrados no solo debe haber perjudicados que padezcan el daño, sino también actuantes. El puer robustus es uno de estos actuantes. Hay que creerle capaz de influir sobre el curso del mundo para bien o para mal.

Con la crítica a Agamben enlazo un punto general: tengo la impresión de que la filosofía política adolece de una falsa oposición entre identidad y alteridad.

Por un lado, el marginal se ha vuelto entre tanto un tema tan popular de la teoría que, paradójicamente, se podría pensar que es uno de nosotros. Ya en 1990 Stuart Hall comentó que «se han escrito [muchos] artículos elegantes sobre lo “distinto” sin que forzosamente sus autores se hayan “enterado” de qué significa para algunos “ser distintos”».12 Hay un determinado tipo de teoría política que ya no puede prescindir del discurso sobre la alteridad, la marginalidad, la multitude, etc. Diciéndolo a grandes rasgos, tal teoría se presenta bajo una modalidad gozosa y bajo una modalidad melancólica, como movilización de energías heterodoxas o como referencia a la alteridad básicamente insondable del otro.

Por otro lado, existe otro tipo de teoría política no menos famosa que está obsesionada con los modelos de identidad colectiva y se dedica a recopilar el material en el que pudiera consistir el cement of society o «cemento de la sociedad». Las palabras clave al uso son «cultura dirigente», «capital social», «memoria colectiva», «solidaridad», «bien común», «ética mundial», etc. También este tipo de teoría se presenta bajo diversas modalidades, y lo hace con los bríos constructivistas del establecimiento de normas universalmente válidas y vinculantes o con los gestos restaurativos del aseguramiento de los fondos de la tradición.

Si —como cabe esperar— a los representantes de ambos bandos les resulta evidente que esta contraposición formal es correcta, entonces solo queda por aclarar en un paso siguiente si resulta aconsejable tomar partido por uno de estos bandos. A la luz de la teoría del umbral que acabamos de esbozar, eso me resulta absurdo. A quienes celebran el juego de las alteridades y al mismo tiempo recelan de la institucionalización de la convivencia cabe objetarles que, en realidad, lo que están propagando no es la diferencia, sino la indiferencia, un estado de indolencia. Pero la lucha por las divergencias solo es concebible como lucha por las afinidades. Quizá el modo más fácil de poner en apuros a quienes apuestan por la identidad sea con una cita de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe:

Ya se trate de una compañía de teatro o de un imperio […], por lo común se puede indicar el momento en el que habían alcanzado su nivel supremo de perfección, de concordia, de satisfacción y de actividad. Pero a menudo sucede que el personal cambia rápidamente, que ingresan nuevos miembros, que las personas ya no encajan con las circunstancias o que las circunstancias ya no encajan con las personas, y todo cambia.13

La discrepancia entre «circunstancias» y «personas» no se reduce a que acaso las últimas no estuvieran de acuerdo entre sí acerca de qué aspecto debe ofrecer el marco político en el que se encuentran. Esta discrepancia conduce más bien a una inseguridad radical de las instituciones. Estas se asientan sobre una base oscilante, porque eso que Goethe llama el «personal» cambia constantemente. Lo extraño no procede solo de la distancia espacial, sino que surge en primer lugar de la mudanza biográfica en el tiempo, a la cual quedan expuestos los órdenes políticos tan pronto como se refieren de alguna forma a la iniciativa de sus miembros y se apoyan en ellos, y esto se puede decir al menos de todas las sociedades modernas a partir de Hobbes.

Cuando hoy día pensamos en los extranjeros, lo primero que nos viene a la cabeza son los flujos migratorios en el mundo globalizado. Inevitablemente aparecerán en el horizonte del cuadro que se dibuja en este libro. Pero lo primero que hay que describir es la migración interior en una sociedad, es decir, la intensa actividad, los estímulos en ese umbral en el que los sujetos políticos llegan a ser lo que son y en el que los órdenes son desafiados a afirmarse o a renovarse. Eso significa también que justamente porque las sociedades modernas se ven forzadas a manejar por sí mismas —voluntaria o involuntariamente— la migración interior, ya están preparadas para manejar la migración exterior. Siguiendo el hilo conductor del puer robustus como si avanzara por él colgado de las manos, me iré desplazando hasta llegar al final a las actuales crisis de exclusión e integración.

¿Qué sucede con el puer robustus, que está en el umbral del orden? Puede quebrantarse en él y sucumbir. Puede desistir de sí mismo y volverse serio lenta pero inexorablemente. Pero aparte de su final más o menos fatal también tiene disponibles escenarios para autoafirmarse. Tales escenarios son extremadamente dispares y se pueden compilar en una pequeña tipología del perturbador, que yo tomaré como guía en este libro. En primer lugar, tenemos el perturbador egocéntrico, que —diciéndolo plásticamente— patalea en el suelo del umbral, resistiéndose al orden estatal y apurando hasta el fondo su testarudez. (En Hobbes, la historia del puer robustus comienza con este tipo). A su lado aparece el perturbador excéntrico, a quien las reglas le importan un ardite, pero que al mismo tiempo no puede confiar en su testarudez porque todavía anda buscándose a sí mismo. El borde en el que se encuentra no lo emplea como domicilio, sino que lo aprovecha como trampolín para saltar a lo incierto. (Será Diderot quien introduzca este tipo en la historia del puer robustus, y Tocqueville oscilará entre la antipatía hacia el perturbador egocéntrico y la simpatía hacia el perturbador excéntrico). Luego está también el perturbador nomocéntrico, que lucha contra el orden anticipando unas reglas que en su momento habrán de aparecer en el umbral de tal orden. (Este tipo lo encontramos en Rousseau, Schiller lo llevará al escenario con los personajes de Karl Moor y de Guillermo Tell, y Marx tratará de sacarlo del escenario para llevarlo a la realidad de la lucha de clases).

Con esta tríada del perturbador egocéntrico, excéntrico y nomocéntrico se pueden consignar todas las figuras que aparecen es este libro… o casi todas. En la fase tardía del puer robustus toparemos con un tipo que hace de las suyas desencadenando una especie de perturbación perturbada. Para la agitación que él promueve y para su propia resistencia necesita algo que, en realidad, contradice la imagen que el perturbador tiene de sí mismo: la protección de la masa en la que se disuelve y en cuyo nombre actúa. Por eso no ha merecido ningún nombre mejor que el de perturbador masivo.

Esta sucesión de tipos que acabo de describir podría suscitar la impresión de que aquí se está perfilando un desarrollo histórico en el que los tipos van apareciendo y retirándose sucesivamente uno tras otro, pero no es esto lo que se quiere decir. La historia del puer robustus es y será una historia de aventuras, y eso significa que no se basa en ninguna secuencia lógica, en ninguna tendencia de la filosofía de la historia. Los diversos tipos de perturbador salen al escenario, desaparecen y reaparecen una y otra vez. Entre ellos hay una tremenda y fecunda competencia. El puer robustus está en discordia consigo mismo, porque los pensadores que se ocupan de él lo meten en los papeles más dispares. Se lo dejan preparado para luego atacarlo o defenderlo.

Como la historia que narro coincide temporal y temáticamente con el establecimiento de la democracia en el mundo occidental, la imagen del orden que aquellos pensadores contraponen al perturbador queda sujeta también a mudanza. A la inclinación o el rechazo hacia el perturbador se le suma una lucha a favor o en contra de la democracia, sin que en este doble «a favor y en contra» se formen siempre las mismas coaliciones y los mismos frentes. En último término habrá que preguntar qué agenda sigue el perturbador cuando la democracia se declara dispuesta a recibirlo con los brazos abiertos, cuando ella se llama a sí misma «salvaje» (Lefort), «rebelde» (Abensour) o «creativa» (Dewey) (cf. infra, pp. 300, 347). Pero ya podemos anticipar que no desaparecerá.

En este libro analizaré los puntos fuertes y los puntos débiles de los papeles que asume el puer robustus. Estos juegos de rol solo resultan comprensibles si se tienen de fondo los decorados en los que se mueve el puer robustus, así como en contraste con los defensores del orden que tienen que lidiar con él. Si uno quiere conocer al perturbador, tendrá que familiarizarse tanto con sus enemigos como con sus amigos, entre los cuales se podrán hallar algunos falsos enemigos y algunos falsos amigos. Se mostrará qué perturbador merece reconocimiento y ánimos, y se enseñará cómo sentir simpatía hacia él del modo correcto. Yo siento un especial cariño —por desvelarlo ya ahora— por el perturbador excéntrico.

En el escenario giratorio al que se invita a subir al puer robustus se marcarán las precarias y arriesgadas posiciones del marginal, habrá que explorar las estrategias del orden para excluirlo o amansarlo, y se ensayarán los intentos de conmocionar y reconfigurar el orden. Se alza el telón, la obra puede comenzar.

I. El puer robustus como hombre malvado: Thomas Hobbes

1. EL SER LIMINAR EN EL CAMPO DE TENSIÓN ENTRE EL PODER, LA MORAL Y LA HISTORIA

El puer robustus tiene un padre que lo repudia. Su nombre es Thomas Hobbes. A él se remitirán quienes dediquen su atención a este personaje en el tiempo posterior. Si Hobbes hubiera podido ser testigo de la larga carrera del puer robustus, la habría escudriñado con recelo. Él pretendía exhibirlo como ejemplo fallido y desterrarlo de la historia. No lo logró. ¿Qué tipo de puer robustus es ese que ve la luz del mundo en la filosofía política de Hobbes?

En la primera estación de su largo camino, el puer robustus se instala ya en el centro de la filosofía política. Después de todo, el «Prólogo» a De cive, en el que el puer robustus hace su aparición, es para Leo Strauss «la versión más teórica» de la «doctrina del Estado» de Hobbes (GSI, 138). Ahí dice Hobbes —como ya se citó en la introducción— «ut vir malus idem fere sit quod puer robustus, vel vir animo puerili»; «a wicked man» equivale a un «childe growne strong and sturdy, or a man of a childish disposition» («un hombre malvado viene a ser lo mismo que un chico que ha crecido fuerte y robusto, o que un hombre con inclinaciones pueriles») (C [a] 69; C [l] 81; C [i] 33).1 De estas pocas palabras se desprenden tres propiedades del puer robustus.

En primer lugar tenemos la palabra más llamativa en la sentencia de Hobbes: ahí se dice que el muchacho es robustus. Para robustus y robur los diccionarios ofrecen toda la gama de «vigor», «fuerza», «poder» (strength, vigour, force, power). En una transferencia metafórica de la naturaleza a la cultura, la dureza de la madera de roble se transfiere a la fortaleza del hombre. Se distingue como actuante, y lo que está en debate es el «poder de un hombre» (L [a] 66; L [i] 62).

La segunda propiedad del puer robustus según Hobbes, dicho concisamente, consiste en que es malus, malvado. A la cuestión del poder se le suma la cuestión de la moral. Por tanto, se está presuponiendo una instancia que tiene competencia o capacidad para emitir un juicio sobre él, es decir, una instancia que se presenta reivindicando un poder que se opone a la fuerza o al poder del tipo fuerte.

El tercer punto implicado en la definición de Hobbes no apunta a una propiedad fija que corresponda a una persona, por ejemplo que sea fuerte o malvada, sino a la propiedad de poder transformarse o crecer: el muchacho se convierte en hombre. Dicho en general, en la sucesión generacional como proceso temporal lo que se está negociando es nada menos que la historia. El puer robustus representa una perturbación en esta historia. Aunque ha crecido, conserva sin embargo un espíritu infantil. Su inmadurez contrasta con el crecimiento, que consiste en meterse en un papel, como una confirmación de pertenencia y afiliación. Hobbes trata de sacar a los hombres de una fase de infantilismo que actúa por cuenta propia. Su adulto bueno se mete en el papel de súbdito, y con ello —para anticipar mi resultado— se asemeja desde luego a un niño obedientemente amoldado, pero en el que no obstante se siguen advirtiendo restos de rebeldía.

El poder, la moral y la historia se plantean como los grandes temas que preocupan a la filosofía política, y no solo a la de Hobbes. Empecemos por el tercero. El puer robustus pertenece en primer lugar a un gran grupo de personajes que en la filosofía política se tratan como marginales. A diferencia de casi todos esos personajes él se vale de una concepción dinámica de los límites y de las formas de integración y exclusión que tales límites establecen. El desarrollo histórico interviene inexorablemente cuando no se trata del mal como propiedad estática, sino del devenir del mal, o como se diría en inglés, the making of evil. Cuando Hobbes enlaza las preguntas por el poder y la moral con la cuestión generacional (de joven y maduro o de niño y hombre), está describiendo un mundo en movimiento. Pero de este movimiento únicamente entresaca el momento en que el hombre llega a ese umbral en el que hay que escoger entre el bien y el mal. Si Hobbes toma en consideración la historia es solo para dramatizar este momento, esta situación en la que hay que tomar una decisión. Resuelve de un plumazo la cuestión del amoldamiento o la divergencia, del sometimiento o la sublevación. Se aferra a la ficción metódica «de que los hombres, como si fueran hongos, hubieran brotado y crecido repentinamente de la tierra» (C [a] 161; C [l] 160; C [i] 117). Sueña el sueño del «viejo pastor» de El cuento de invierno de Shakes­peare, según el cual lo mejor que podrían hacer los hombres sería pasarse durmiendo entre «los diez y los veintitrés años», tiempo en que no hacen otra cosa que «hacer enfadar a los mayores», para luego despertar como probos hombres maduros.2 Se dice «con razón que la política de Hobbes es “ahistórica”» (Leo Strauss, GSIII, 121). De todas formas hay que reconocerle que él mismo socava lo ahistórico, puesto que con el puer robustus remite al devenir histórico y generacional. El hecho de que «al parecer todos los hombres […] nacen siendo niños» lo sabe incluso Hobbes (C [a] 76; C [l] 92; C [i] 44).

El puer robustus es un hombre que ha tomado la decisión equivocada, es decir, que ha crecido del modo incorrecto. En su caso ha fracasado el tránsito «de la naturaleza a la sociedad», la transformación de «animal salvaje» en «hombre» (C [a] 75, 160; C [l] 92, 159; C [i] 44, 116). Aunque el puer robustus ha sido invitado a traspasar el umbral, no se somete al Leviatán, como Hobbes exige. Aunque su divergencia se trate dentro del discreto marco del juego generacional y del proceso de maduración, implica una amenaza inquietante y poco reconfortante: la extrañeza o animadversión hacia el orden.

Los teólogos de la Edad Media enviaban a los niños que no habían sido bautizados al limbus puerorum, un lugar más acá de la diferencia entre salvación y condenación. Todavía en vida de Hobbes, en la obra de Calderón El gran teatro del mundo, de 1655, el niño llega a este limbo, y no al cielo ni al infierno.3 Las propias reflexiones de Hobbes se mantienen alejadas de la cuestión de la salvación de las almas, y él tampoco habla del limbo. Pero cuando se echa un vistazo a ese pobladísimo campo preliminar en el umbral del orden que Hobbes y sus sucesores avistan, se tiene la impresión de que se está perfilando una especie de limbo, un no-lugar de irresolución enormemente ampliado. Pero a diferencia de lo que sucede en el caso de los niños, la muerte no se anticipa a la prueba por la que hay que pasar para acreditarse moral y socialmente, sino que, más bien, los vivos se niegan en masa a hacerla.

Yo no soy el único que habla de umbral, sino que ya el propio Hobbes habla de él —lo cual se suele pasar por alto—. En una ampliación4 del primer capítulo de su obra De cive, que escribió aproximadamente a la vez que el «Prólogo a los lectores», emplea el concepto de limen:

Puesto que, como vemos, la sociedad de los hombres existe ya realmente, puesto que nadie vive fuera de la sociedad y todos buscan tener trato y conversación, podrá parecer una sorprendente majadería que un escritor, ya en el umbral de su doctrina del Estado, exponga a los lectores la repugnante frase de que el hombre por naturaleza no es apropiado de ningún modo para la sociedad. (C [a] 75 [traducción modificada]; C [l] 92; C [i] 44)

He alterado la traducción porque ella debilita el modismo «in ipso doctrinae civilis limine» dejándolo en «comienzo» de la «doctrina del Estado». Con ello se pierden dos connotaciones importantes: aquí no se trata de un simple comienzo, de un acto fundacional con el que uno pudiera desprenderse de todo lo precedente, sino que se trata justamente de un «umbral», cuyos dos lados —fuera y dentro, antes y después— hay que tener en cuenta. Y este umbral es un rasgo no solo de la doctrina del Estado, sino del propio Estado. En el «Prólogo a los lectores» de De cive Hobbes comenta que, en la «investigación sobre el derecho del Estado y los deberes de los ciudadanos», hay que proceder de tal modo que el «Estado mismo no se disuelva, pero sin embargo se [represente] en cierto modo como disuelto» (C [a] 67; C [l] 79; C [i] 32).5 Por lo general, este pasaje se lee solo como indicación de que Hobbes se refiere al estado natural no como realidad, sino en el marco de un experimento mental. Si el Estado únicamente se disuelve «en cierto modo», entonces no se lo está atacando realmente. Y sin embargo, Hobbes está jugando con fuego, pues al Estado se le opone aquí —ficticiamente o de hecho— el ajeno a él. El orden está referido al desorden y queda constreñido dentro de sus propios límites —incluso más de lo que a Hobbes le gustaría al final—. Nadie forma parte de él automáticamente. A la liminaridad o ubicación del hombre en el borde le corresponde una posición clave en la filosofía política de Hobbes… y en este libro.

Hobbes admite la existencia de este umbral, pero lo hace a regañadientes y se esfuerza todo lo que puede para recrudecer el antagonismo entre orden y desorden. No le agrada en absoluto vivir en una «Age […] wherein all men’s souls are in a kind of fermentation» («una época […] en que las almas de todos los hombres se encuentran en una especie de fermentación») (Henry Power, 1664).6 La portada de la primera edición de De cive deja bien claro que Hobbes está pensando más bien en estados que en transiciones. Dicha portada muestra dos figuras de pie a los respectivos lados de un estrado: a la izquierda, una mujer vestida con esmero esgrimiendo una espada y sosteniendo una balanza; a la derecha una india (¿o un indio?) armada y vestida con una falda de arpillera. Al fondo a la izquierda se ve actividad pacífica, a la derecha una cacería caníbal. En la parte superior, dos escenas del Juicio Final completan esta doble imagen de la tierra. A la izquierda, los redimidos, guiados por ángeles, entran en el cielo, mientras que a la derecha el diablo azuza a los pecadores a entrar en el infierno. Los intérpretes de esta imagen7 han hecho grandes aportaciones para descifrarla, pero no han mencionado un detalle importante: un hueco. Hay un hueco que recorre toda la portada, apareciendo tanto en la parte inferior como en la parte superior. Las dos figuras de abajo miran cada una en dirección a la otra, pero sin verse. Los grupos de arriba se alejan uno de otro. Entre las figuras y entre los grupos de figuras no sucede nada. Esto podría resultar comprensible, pues cielo e infierno son destinos muy distanciados. Y sin embargo, Hobbes se ocupa de este hueco y está obsesionado con él. El hueco representa un umbral y una pregunta irresuelta: ¿bajo qué circunstancias puede la india pasarse al otro lado? ¿Cómo se produce el tránsito del estado natural al estado social? Sobre ello habría que decir algo más que nada.

Cuando en lugar de separar la vida natural y la vida civilizada se practica una ciencia del umbral, entonces en el inescrutable borde del orden político uno no solo se encuentra con foráneos lejanos como los salvajes, sino también con foráneos cercanos, a saber, el prójimo de uno mismo, los niños. Son marginales que vienen de dentro. Con el puer robustus Hobbes se está refiriendo a un factor extraño que constantemente se está generando en el interior de la sociedad, un factor extraño que Ralph Waldo Emerson puso de relieve en aquella insuperable frase que sirve de lema a ese libro: «The man is […] a misfit from the start» («El hombre es […] desde el primer momento un inadaptado»).8

Desde el punto de vista de Hobbes, la socialización del hombre representa un desarrollo en cuyo comienzo todavía hay algunas cosas por mejorar y en cuyo final se ha establecido el orden. Uno no puede dejar de referirse a estos dos extremos, aunque no pretenda convertirlos en bastiones echando mano de la antítesis de naturaleza y sociedad, como hace Hobbes. Según Hobbes, el puer robustus representa el caso en el que algo ha salido mal durante el tránsito del estado de naturaleza al estado social. ¿Pero qué es exactamente lo que provoca este percance? Para entender esto con claridad es necesario aducir los otros dos grandes temas que están relacionados con el puer robustus: el poder y la moral.

Hobbes describe el puer robustus como fuerte y lo juzga como malvado. Con este doble moldeamiento resulta en primer lugar una constelación de poder y moral un tanto inusual: una oposición entre la arbitrariedad y el abuso del poder por parte del individuo y la moral del grupo entero. Desde luego que esta clasificación exige redistribuciones y reinterpretaciones.

En primer lugar hay que señalar que el poder y la moral no guardan una simple oposición mutua, sino que entre ellos se entabla más bien una coalición. Cuando la moral del grupo entero emite su juicio sobre el puer robustus, pretende por su parte armarse de poder para asignarle sus límites. El poder del grupo entero se alza contra el individuo poderoso aislado. A la inversa, quizá el puer robustus guarde más en su repertorio que la mera maldad. A la moral que el grupo entero se reserva para sí el puer robustus puede contraponer una moral distinta. El gran paradigma de esto es Antígona, que replica a su obediente hermana Ismene («obedeceré a los que están en el poder») con la grandiosa paradoja: «tras cometer un piadoso crimen».9

Cuando alguien desafía el poder, el juicio sobre si él es un malvado no depende únicamente del modo como su comportamiento resulta inapropiado, sino también de qué sucede con las reglas de juego a las que él no se atiene o que incluso contraviene. No solo desde Émile Durkheim sabemos esto: «En ocasiones no basta con que haya reglas, pues a veces son las propias reglas la causa del mal».10 El perturbador puede hacer de su marginalidad virtud rehusando colaborar y hacerse cómplice. Y si pese a todo se decide a colaborar, eso no significa en modo alguno que tenga que aplacar ya su fogosidad por perturbar. Puede ceder, pero también puede condicionar su participación a someter el orden a una prueba para ver si se puede acreditar. Entonces el marginal que traspasa el umbral está forzando una renegociación que habrá de conducir a una transformación del orden. La interdependencia de pertenencia y obediencia no es un automatismo. Quien acaba integrándose quizá no desaparezca inadvertidamente en la multitud, sino que acaso transforme el rostro de ella. La última palabra sobre el perturbador todavía no se ha pronunciado, ni mucho menos. Sigmund Freud describe la alternativa:

Lo que en una comunidad humana se remueve como un apremio de libertad puede ser la sublevación contra una injusticia real, resultando así propicio para un nuevo desarrollo de la cultura y permaneciendo compatible con ella. Pero también puede provenir de un resto de personalidad original y no domeñada por la cultura, en cuyo caso se volverá fundamento para una hostilidad hacia ella. (1930 a, GWXIV, 455)

El hecho de que se puedan producir redistribuciones entre poder y moral es una importante causa del poder de atracción que el puer robustus alcanza en la época posterior a Hobbes. Realmente este tipo es una de esas imágenes por impresión lenticular que se transforman al ladearlas. Suscita interpretaciones controvertidas, en las que se despliega toda la gama de poder y moral en la relación entre el individuo y la sociedad. El puer robustus no se limita a permitir esto, sino que invita directamente a ello o incluso fuerza a ello. Sin embargo, en Hobbes el puer robustus es la quintaesencia del bad boy, es más, incluso del vir malus. Como dijimos al comienzo: lo que más le habría gustado a Hobbes es desterrar del escenario de la historia al puer robustus, que él mismo había sacado a escena. Nada le importan las ambivalencias ni las ambiciones del perturbador, ni a él le parece que el orden político tenga el reto de examinarse a sí mismo, sino el de defenderse a sí mismo. Para el orden, la pelea contra el puer robustus se acaba convirtiendo en una lucha por la supervivencia.

Pues bien, en primer lugar quiero mostrar cómo concibe Hobbes la integración del hombre natural, es decir, cómo quiere disuadirlo de que se vuelva «malvado» y en qué problemas se enreda al hacer eso (2). El hecho de que estos problemas son considerables se evidencia especialmente en que Hobbes se ve rodeado de una variopinta compañía de perturbadores que amenazan el orden: se topa con chalados, con epilépticos y con rabiosos, descubre focos de agitación en los pobres y en los ricos (3). Frente a todos ellos contrapone el Leviatán como orden estatal ideal, que sin embargo no llega a dominar a aquellos rebeldes natos (4). Al final investigaré la cuestión de qué relación guarda el puer robustus de Hobbes con un predecesor: el puer robustus de Horacio (5).

2. INTERÉS PERSONAL Y RAZÓN

Cuando en el borde de la sociedad se abre un tremendo espacio exterior que está poblado por todo tipo de seres naturales, entonces lo primero que se demanda es una descripción exacta de los malhechores. No todos los que merodean ahí afuera son malvados. Hobbes tiene que delimitar el círculo de personas que componen los malhechores, porque en el fondo acecha una pregunta incómoda (cf. Leo Strauss, GSIII, 26): si el hombre es malvado por naturaleza. Hobbes responde a esta candente pregunta teológica negándola, y con ello se proporciona la oportunidad de incentivar el camino del ser natural hacia la sociedad buena.

Hobbes observa niños «a los que no se les [da] todo lo que desean», y sacude la cabeza perplejo de que «lloren y se enrabieten, es más, […] de que incluso [peguen] a sus padres». Este comportamiento —escribe Hobbes— «obedece a su naturaleza, y sin embargo —así es como se tranquiliza— son inocentes y no malvados». Según él, los niños no tienen acceso a la moral, y no lo tienen porque todavía no están en condiciones «de hacer uso de la razón» (C [a] 69; C [l] 81; C [i] 33). Obedece a la naturaleza de los hombres «que ansíen tener en el acto todo aquello que les gusta». La dotación básica de «pasiones» es necesaria para la autoconservación, y por tanto resulta moralmente neutra (ibid.). Rousseau (cf. infra, p. 75) seguirá a Hobbes en esto, y Nietzsche lo superará en Humano, demasiado humano:

La inocencia de las que se da en llamar acciones malvadas. Todas las acciones «malvadas» están motivadas por el impulso de conservación, o dicho aún más exactamente, por la búsqueda de placer por parte del individuo y para evitar la desgana. Pero al estar motivadas de tal manera, no son malvadas. […] La base para toda moralidad solo puede quedar dispuesta una vez que un individuo mayor o un individuo colectivo, por ejemplo la sociedad o el Estado, somete a los individuos. […] La moralidad viene precedida de la coerción. (KSA 2, pp. 95 s.)

Pero el argumento de Nietzsche, que en apariencia sigue a Hobbes, contiene un veneno distinto que el original. La primera dosis de su veneno consiste en que no solamente absuelve de maldad al «niño», sino también al «individuo soberano» que dice «por sí mismo» lo que es «bueno» (KSA 5, 293 [La genealogía de la moral]). La segunda dosis la contiene su derivación de la moral a partir de la «coerción», en virtud de la cual la moral se declara una variable dependiente del poder estatal. Esto va contra el supuesto de Hobbes de que en el plan docente de la vida está el «uso de la razón», por medio del cual el individuo encuentra por sí mismo el camino hacia la moral.

¿Cómo puede Hobbes escapar de ese recrudecimiento del conflicto entre «individuo» y «Estado» que lleva a cabo Nietzsche? Hobbes concede que el hombre tiene apetitos, pero al mismo tiempo lo cree capaz de una conducta moral. Según Hobbes, el desarrollo erróneo del hombre dotado de apetitos solo se produce si se cumplen dos condiciones adicionales. En primer lugar, el hombre tiene que disponer del poder para satisfacer sus apetitos a costa y en perjuicio de otros. La valoración moral de un hombre adquiere así un rasgo consecuencialista. En segundo lugar, y sobre todo, un hombre tiene que haber desaprovechado la ocasión de aprender que se le brinda durante su crecimiento y que le informa de las consecuencias destructivas de su actividad. Hobbes confía en que «destellará una chispa de ratio» (Carl Schmitt).11 En sentido estricto, la maldad consiste en una omisión, en una divergencia de la medida de raciocinio que cabe esperar. Cuando un adulto muestra una «falta de raciocinio» (C [a] 69; C [l] 81; C [i] 33), quedando así bloqueado para toda comprensión moral, se convierte en un hombre malvado. Según Hobbes, este hombre malvado, cuando es adulto, en realidad no hace otra cosa que el niño que todavía no es malvado, pero lo hace con una plenitud de poderes madura y desdeñando intencionadamente y a sabiendas la opción de actuar de otro modo. «El desconocimiento de la ley moral no exculpa a nadie», dice Hobbes, puesto que «de todo el mundo» cabe suponer que «ha aprendido a hacer uso de su razón» (L [i] 202; L [a] 225). En cualquier caso quedan exculpados aquellos que todavía no han pasado por este proceso de aprendizaje o que no están en condiciones de hacerlo:

Carecer de la posibilidad de conocer la ley exculpa por completo, pues una ley sobre la que uno no puede informarse no es vinculante. Pero no esforzarse por informarse no se puede considerar falta de posibilidad, y de nadie que pretenda gestionar por sí mismo sus propios asuntos cabe suponer que carezca de la posibilidad de conocer las leyes naturales, puesto que ellas se conocen con la razón. Únicamente los niños y los enfermos mentales quedan exculpados cuando contravienen la ley natural. (L [i] 208; L [a] 230)

El puer robustus se opone a un orden en el que, según Hobbes, se logra una solidaridad entre moral y poder. Aquel sigue siendo un testarudo y un cabeza hueca, y piensa que puede salirse con la suya a base de fuerza. La única fuerza propia que reivindica recae del lado del mal. Para Hobbes, este tipo, este hombre infantil que se ha hecho mayor y fuerte pero que se ha quedado tonto, representa un peligro en el camino hacia un estado pacífico de la sociedad. Pero hay que entender bien que lo que suscita en Hobbes el rechazo hacia este hombre no es la robustez, la fuerza o el poder, sino el hecho de que tal robustez esté tan poco formada y resulte tan tosca. El mal es consecuencia del atolondramiento. Según Hobbes, el desarrollo equivocado consiste en que, mientras que el niño se vuelve cada vez más fuerte, desaprovecha la ocasión de hacer uso de su razón. El primer resultado parcial dice: la teoría moral de Hobbes es intelectualista. «La suma de la teoría moral de Hobbes» —pero yo diría: solo una suma parcial— es que «“peca” o “yerra” quien actúa irracionalmente» (Ferdinand Tönnies).12

¿Qué me sucede si a modo de prueba me pongo en la situación del puer robustus? Entonces estoy en el umbral del orden y escucho la sentencia de que soy malvado. En realidad eso no me interesa, no entiendo en absoluto qué habría de significar eso de ser «malvado». Al fin y al cabo soy un hombre natural que, según Hobbes, se caracteriza porque puede disponer del lenguaje como le plazca: «No hay […] ninguna regla general para el bien y el mal […]. Donde no hay Estado, tal regla general proviene más bien de la persona del hombre» (L [a] 41; L [i] 39). Yo dictamino que es bueno lo que es bueno para mí (cf. L [a] 101; L [i] 93), aunque sea malo para otros. No me extraña que otros se comporten simétricamente, es decir, que por su parte dictaminen que es bueno lo que me perjudica a mí. Cuando me reprochan que soy malvado, esos reproches vienen de un ámbito que yo no conozco ni reconozco. El orden político es para mí terra incognita, por lo que las amonestaciones y las instrucciones morales que acompañan a tal orden me resultan ajenas. ¿Qué entenderé de la razón yo, que soy un pobre hombre? Las declaraciones o prescripciones con validez universal me resultan inaccesibles.

Hobbes sabe todo esto, y es de agradecer que se muestre comprensivo hacia mi estrechez de miras. Pero confía en que estoy dispuesto a hacer uso de la razón. El uso de la razón comienza con la «razón propia», que me ayuda a la hora de satisfacer mis necesidades, y antes que nada a la hora de asegurar la autoconservación. Con esta razón servicial o instrumental13 estipulo la «prescripción» o la «regla» con la que «mejor puedo asegurar mi autoconservación» (L [a] 99; L [i] 91). Hay que restringir por tanto el resultado parcial de que Hobbes defiende una teoría moral intelectualista. El interés personal está antepuesto a la razón y la relega a un segundo puesto. A la razón le corresponde la tarea subordinada de ser una herramienta: «Los pensamientos son, en cierta manera, los exploradores o los espías [Scouts, and Spies] de los deseos, los que exploran el territorio y deben hallar el camino hacia las cosas deseadas» (L [a] 56; L [i] 53). Ya este tipo de razón debe bastar para que, como consecuencia de una ponderación individualista —y sin pretensión de universalidad—, yo llegue a la conclusión de que es una buena idea acatar el orden político.

Según el famoso argumento de Hobbes, me resulta fácil escoger entre una vida «solitaria, miserable, repugnante, brutal y breve» y una vida en la que, libre de miedos, me ocupo de mis propiedades y de mis asuntos. Además aún me queda tiempo para dedicarme a las bellas artes (cf. L [a] 96; L [i] 89): «Las pasiones que vuelven a los hombres pacíficos son el miedo a morir, el deseo de las cosas necesarias para una vida agradable y la esperanza de poder conseguirlas gracias al esfuerzo. Y la razón sugiere los principios apropiados para la paz» (L [a] 98; L [i] 90). La paz es para el individuo un prerrequisito para cumplir su interés personal. Para asegurar esta paz confía en un «poder común» (common power), en el poder soberano del Leviatán: «En último término, los hombres […] introducen la autorrestricción […] de vivir en Estados con el fin y el propósito exclusivos de favorecer su autoconservación y de llevar una vida más satisfecha» (L [a] 134, 131; L [i] 120, 117).

Con ello resulta claro lo que el puer robustus hace mal y por qué Hobbes no le perdona la «falta de raciocinio» (cf. supra, p. 33). El puer robustus tiene como finalidad la autoconservación, pero emprende un camino que no conduce a este objetivo. Desdeña el sometimiento y la lealtad al Estado, confía en su propia fuerza y trata de abrirse paso por su propia cuenta y a costa de otros. Por culpa de esta terquedad al final se acaba perjudicando a sí mismo. El Leviatán, que para asegurar su paz brinda también el «buen servicio»14 de dirimir la guerra de las palabras y de estipular un vocabulario universal, promulga sobre este puer robustus la sentencia de que es malvado.

Dicho brevemente, eso significa que si supero al puer robustus