¿Qué hacer con el Congreso de la República? - MARCIAL ANTONIO RUBIO CORREA - E-Book

¿Qué hacer con el Congreso de la República? E-Book

MARCIAL ANTONIO RUBIO CORREA

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La historia peruana de los últimos años muestra que el Congreso de la República debe ser reestructurado íntegramente. Este libro pone tal tema en discusión, tanto en materia de su organización como de su funcionamiento. No se limita a sostener que hay que crear el Senado, pues considera que esto solo no mejorará las cosas, sino que plantea cambios profundos e innovadores. Muestra, asimismo, que la reestructuración del Congreso se relaciona con cambios indispensables en la organización del Poder Ejecutivo y en las leyes electorales. El problema es integral y, por tanto, debe ser afrontado. ¿Qué hacer con el Congreso de la República? aborda la teoría y también la práctica cotidiana de la política parlamentaria, con ideas originales que no están presentes en la discusión pública actual. Está elaborado para comunicar estas ideas no solo a especialistas, sino a todas y todos quienes se interesan en el buen desarrollo de la política en el Perú.

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Marcial Antonio Rubio Correa es doctor en Derecho y profesor principal del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), donde ejerce la docencia desde 1972; además, se desempeñó como jefe del Departamento de Derecho, vicerrector académico y rector.

Es miembro de número de la Academia Peruana de Derecho y de la Academia Peruana de la Lengua y fue ministro de Educación durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua (noviembre de 2000 a julio de 2001).

Es doctor honoris causa de diversas universidades del Perú, así como profesor honorario de la Universidad Católica de Santa María de Arequipa, la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa, la Universidad San Pedro de Chimbote, la Universidad Nacional de Piura, la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco y la Universidad Inca Garcilaso de la Vega.

¿Qué hacer con el Congreso de la República?

© Marcial Antonio Rubio Correa

De esta edición:

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2022

Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

[email protected]

www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición:

Fondo Editorial PUCP

Primera edición digital: junio de 2022

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2022-05194

ISBN: 978-612-317-767-6

Índice

Introducción

Capítulo 1Síntesis de las propuestas de modificación para el Congreso y su entorno institucional

Capítulo 2El origen del Congreso que hoy conocemos

2.1. El origen histórico del congreso moderno

2.2. Grandes rasgos del Congreso en nuestra primera Constitución republicana

2.3. Consecuencias importantes de esta historia resumida

Capítulo3Los problemas existentes en el Congreso

3.1. El Congreso es una estructura de decisión obsoleta

3.1.1. El congresista es una persona individual que representa a toda la nación

3.1.2. El Pleno, que es una asamblea grande, toma decisiones colectivas de ciento treinta personas

3.1.3. Las comisiones ordinarias del Congreso

3.2. El Congreso no está dentro de la separación de poderes

3.2.1. El concepto jurisprudencial de separación de poderes

3.2.2. Nadie controla el trabajo político del Congreso

3.3. La labor de investigación del Congreso es paralela a la del Ministerio Público y los tribunales de justicia

3.4. El Congreso es el único órgano autorregulado del Estado

3.5. El Congreso no está en capacidad de legislar lo que se le encarga en la Constitución

3.6. El Congreso no es una isla: hay que modificar otros aspectos de la Constitución

3.6.1. Las reglas electorales

3.6.1.1. Representación de cada circunscripción electoral

3.6.1.2. La cifra repartidora

3.6.1.3. El voto preferencial

3.6.1.4. La oportunidad de elección del Congreso

3.6.1.5. Síntesis

3.6.2. La relación entre el Ejecutivo y el Legislativo

3.6.3. La descentralización incremental del poder en los diversos niveles del Estado, incluido el Poder Legislativo

3.7. Síntesis

Capítulo4Sobre un Senado diferente

4.1. La idea general de nuestra propuesta

4.2. La propuesta de un Senado diferente

Capítulo 5Análisis de los cambios constitucionales

5.1. Artículo 51

5.2. Artículo 79

5.3. Artículo 82

5.4. Artículo 86

5.5. Artículo 87

5.6. Artículo 90

5.7. Artículo 92

5.8. Artículo 93

5.9. Artículo 94

5.10. Artículo 95

5.11. Artículo 97

5.12. Artículo 99

5.13. Artículo 100

5.14. Artículo 101

5.15. Artículo 102, inciso 7

5.16. Artículo 105

5.17. Artículo 108

5.18. Artículo 113, inciso 2

5.19. Artículo 118, inciso 8

5.20. Artículo 129

5.21. Artículo 133

5.22. Artículo 139, inciso 2

5.23. Artículo 161

5.24. Artículo 192

5.25. Artículo 195

5.26. Artículo 201

Referencias

Introducción

El Congreso de la República ha sido uno de los protagonistas conflictivos de la política peruana durante los últimos treinta años: era bicameral según la Constitución de 1979 y fue clausurado en 1992 por el entonces presidente Fujimori. Reapareció unicameral como Congreso Constituyente Democrático en 1993. Aprobó la Constitución vigente y dejó el título de «constituyente» para volver a ser Congreso de la República. Su tasa de descrédito en las encuestas referidas a los órganos estatales es alta1. Tiene la potestad de legislar, aunque la mayor parte de la legislación trascendental se dicta ahora por tandas periódicas de decretos legislativos delegados en el Poder Ejecutivo, cuando no de decretos de urgencia ordinarios, como en el caso de la pandemia; y, durante el interregno de la disolución del Congreso, mediante decretos de urgencia extraordinarios.

El año 2016 el partido político Fuerza Popular perdió las elecciones presidenciales por una ínfima cantidad de votos, pero obtuvo la mayoría absoluta en el Congreso. Su lideresa, Keiko Fujimori, declaró públicamente que realizaría su plan de gobierno a través de la dación de leyes, estimando que la función legislativa entrañaba un poder considerable. Pronto, sin embargo, Fuerza Popular se dio cuenta de que legislar era una labor especializada y tediosa, y prefirió entrar en batalla con el Poder Ejecutivo, que es el ámbito en el que verdaderamente están los poderes más significativos del Congreso.

A raíz de ese cambio de rumbo, hubo tempranas e inmerecidas censuras ministeriales como la de Jaime Saavedra, exministro de Educación, quien no la merecía en absoluto. En un momento determinado, la artillería del también llamado «Partido Naranja» giró sus baterías contra Pedro Pablo Kuczynski, el presidente que había derrotado a su lideresa; y esta, apoyada en las debilidades de su enemigo, lo forzó a renunciar antes de ser vacado por incapacidad moral con base en el artículo 113, inciso 2 de la Constitución, que muchos peruanos aprendimos de memoria el año 2020: «La Presidencia de la República vaca por […] su permanente incapacidad moral, declarada por el Congreso». Como se puede ver, es un texto mal redactado.

La mayoría parlamentaria de Fuerza Popular se desgastó considerablemente en estas reyertas sucesivas y, como es bien sabido, su Congreso fue disuelto el 30 de setiembre de 2019. Esto ocurrió cuando, ya mermada su mayoría por las disidencias, decidió cambiar la composición del Tribunal Constitucional en alianza con otros grupos políticos para así deshacerse de la magistrada y los magistrados con mandato ya vencido, por quienes no guardaba simpatía como conjunto.

El operativo fue realizado a través de un procedimiento de elección excepcional, diseñado para urgencias y no para uso cotidiano, que tenía poca transparencia. El Poder Ejecutivo se enfrentó abiertamente a la mayoría del Congreso y Salvador del Solar, presidente del Consejo de Ministros, llegó hasta el Palacio Legislativo con su Gabinete Ministerial, entró donde le impedían inconstitucionalmente participar y planteó cuestión de confianza, primero, para que se aprobara un procedimiento transparente de elección del Tribunal Constitucional y, segundo, para que dicho procedimiento se utilizara en la elección de los seis magistrados del Tribunal con mandato vencido.

La historia es conocida y discutida: la tarde del 30 de setiembre de 2019 el presidente Vizcarra disolvió el Congreso y convocó a uno nuevo. Esa disolución, con voces de constitucionalistas favorables tanto al Ejecutivo como al Legislativo, concluyó meses después con una sentencia en la que el Tribunal Constitucional declaró válida por mayoría la disolución realizada.

Se eligió otro Congreso, en el que había pocos congresistas del anterior, pero este adoptó de inmediato la política belicosa de su predecesor contra el Poder Ejecutivo. No había dictado casi ninguna de las muchas leyes trascendentes que eran necesarias, no había siquiera discutido la reforma del Estado que se le había requerido en el voto popular y, a los ocho meses de su inauguración, ya votaba la primera moción de vacancia de la presidencia de la república. No la logró aprobar, pero dos meses después consiguió una amplia mayoría, con más de cien sobre ciento treinta votos posibles, y vacó al segundo presidente constitucional de la república dentro de su período formal de gobierno 2016-2021.

La actitud de lucha contra el Ejecutivo que persiste en el Congreso depende de muchos factores. Está la estructura de la sociedad peruana, fragmentaria y sin partidos políticos. También hay que tomar en cuenta las persistentes dificultades económicas de muchos sectores sociales, que pueden salir temporalmente de la pobreza para caer nuevamente en ella porque, desde el punto de vista estructural, el Perú es un país con la riqueza mal distribuida, lo que enturbia la vida política. Este salir de la pobreza y regresar a ella ha ocurrido dramáticamente con la pandemia de la COVID-19, que ha transformado y hundido la economía de todos los países del orbe.

Algunos científicos sociales han calificado nuestra organización política como «tribal»; es decir, compuesta por pequeños grupos a menudo enfrentados entre sí, con líderes individualistas y pasionales a la manera de los viejos dioses grecolatinos paganos, que protegen su propio espacio político e intentan agrandar tanto sobre la base del conflicto como en demérito de los intereses colectivos.

Sin duda, todo ello existe y se comprueba desde hace decenios en el Perú. Pero también existe un Congreso dentro de un sistema político formal que se comporta de la manera antedicha, no importando quiénes sean los congresistas. Es previsible que, mientras tenga la configuración actual, el Congreso seguirá siendo belicoso, destructivo e ineficiente. No es solo un problema de personas, aunque, desde luego, quiénes y cómo sean los congresistas influye en ello. Hay una dimensión institucional en la que puede verse que el Congreso de la República está mal diseñado, es disfuncional y debe ser reformado significativamente para que pueda interrelacionarse constructivamente con los otros órganos del Estado.

No solo ello, sino que la parte estructural de las constituciones peruanas, aquella que determina qué órganos y con cuáles funciones conforman el Estado, tiene defectos de configuración global y también los tiene la forma en que están construidas muchas de sus normas jurídicas. Por esa razón es necesario mirar al detalle dicha composición y, por medio de una lluvia de ideas sobre quiénes y cómo deben gobernarnos, desarrollar colectivamente planteamientos innovadores.

La pobreza de ideas sobre cómo cambiar al Congreso se puede apreciar en el hecho de que, cuando esto se propone, lo primero que se dice con inusual aceptación es que hay que volverlo bicameral, como si un Senado similar a la Cámara de Diputados fuera una solución mágica. La población ya se olvidó de las desventajas del sistema bicameral porque no existe desde hace tres décadas y muchos ciudadanos no conocieron nunca un Senado en funciones. El péndulo que discurre entre la bicameralidad y la unicameralidad se explica por la ausencia de ideas innovativas. Nosotros consideramos que para saber qué hacer con el Congreso hay que mirar a su historia, entender por qué apareció en la política moderna occidental y qué características hereda de su origen que ya no tienen mucha razón de ser.

En este libro tratamos las reformas que consideramos indispensables para el Congreso y, también, estudiamos las razones según las cuales este ha llegado a ser lo que es. El volumen comienza con un primer capítulo en el que se sintetizan nuestras propuestas. En los capítulos 2 y3 hay una evaluación del Congreso de la República del Perú de los últimos años con una referencia muy general a sus orígenes, que tienen que ver con el Parlamento inglés de 1688 y la Asamblea Nacional francesa de 1789. Luego, en el capítulo 4, hacemos la propuesta de creación de un Senado distinto, que no tiene nada que ver con el Senado que tuvo el país antes, pues la creemos una mejor alternativa. Sobre la base de los elementos históricos, a la evaluación de nuestro Congreso y a la idea de un Senado distinto, hacemos una propuesta de reforma constitucional del Congreso en el capítulo 5 que, después, deberá reflejarse en su Reglamento.

Desde luego, no hace falta decir que brindamos opiniones sujetas a controversia. Lo que se necesita hoy es un debate profundo y totalizante sobre el tema.

Lima, marzo de 2022

1 Ante una encuesta en la que la desaprobación del Congreso era de 58% contra un 32% de aprobación, la presidenta María del Carmen Alva declaró lo siguiente: «El promedio de aprobación siempre ha sido alrededor del 25%. Yo creo que estamos bien. Esta no es una institución querida en general; siempre el Congreso está en la mira del análisis político y de los medios» (La República, 2021).

Capítulo 1Síntesis de las propuestas de modificación para el Congreso y su entorno institucional

A continuación, hacemos un resumen simplificado de los elementos centrales de la reforma propuesta. Los artículos citados son siempre de la Constitución, salvo que se señale expresamente cosa distinta.

Consideramos que debemos tener un Congreso unicameral de la misma dimensión que el actual (130 congresistas) en quien resida el Poder Legislativo del nivel nacional. También hay asambleas regionales y concejos municipales en quienes reside el Poder Legislativo de sus respectivos niveles, con el cual dictan ordenanzas regionales y municipales según las atribuciones que tienen asignadas en la Constitución y las leyes.

En nuestra propuesta, el Congreso ya no tendrá la atribución de dictar todas las leyes del nivel unitario de la república. Como se muestra en el quinto apartado del capítulo 3, no tiene posibilidad de dictarlas y, de hecho, no las ha dictado. Por ello, se le otorga la atribución de dictar las leyes que exige la Constitución y de regular los Códigos (para dictar uno en materia no codificada requerirá autorización del Senado a fin de que no se apropie por sí mismo de áreas del derecho para las que no tiene autorización legislativa).

Las demás normas con rango de ley en el nivel unitario del Estado serán atribución del Poder Ejecutivo y se dictarán a través de decretos legislativos, que ya no requieren delegación del Congreso. Sin embargo, este mantendrá la atribución de modificar dichos decretos legislativos, aunque no la de derogarlos, para no crear el peligro de una parálisis en la emisión de normas con rango de ley.

Para ejercer sus atribuciones legislativas, el Congreso deberá tener una unidad centralizada de asesoramiento legislativo, ya no asesores individuales para cada congresista. Esto dará, sin duda, mayor racionalidad a la producción legislativa y contribuirá a la armonía interna del sistema jurídico nacional.

En relación con las comisiones ordinarias del Congreso, se propone que sean organismos de toma de decisiones y de opinión ante el Pleno. Sus funciones serían: emitir los informes y opiniones que el Pleno les solicite, fiscalizar el funcionamiento del Estado, discutir los temas fundamentales de su respectiva especialidad y tomar las decisiones que el Pleno les delegue en materia de modificaciones legislativas, atendiendo a sus recomendaciones.

En esta propuesta, el Congreso mantiene sus atribuciones de autogobierno y autoadministración, pero se requiere de informes públicos de la Contraloría sobre su proyecto de presupuesto antes que este sea aprobado, así como de informes periódicos sobre su ejecución presupuestal. Precisamente, por esta razón, ni la elección del contralor ni su destitución dependerán del Congreso.

El Parlamento también mantiene la atribución de iniciar investigaciones sobre cualquier asunto de interés público, pero ya no le está permitido realizar investigaciones paralelas al Ministerio Público o a los órganos judiciales. En tales casos, está impedido de investigar hasta que aquellos procedimientos y procesos concluyan.

También mantiene la atribución de realizar el juicio político, salvo contra los congresistas, procesos estos que serán tramitados y decididos por el Senado. Si el Pleno del Congreso acusa penalmente a quien le sigue proceso político, los términos de la acusación no imponen deberes de obediencia al Ministerio Público ni a los jueces; pero, en el ejercicio de la acción penal y en el auto de apertura de instrucción, sí deberán respetar los hechos según los cuales acusó el Congreso porque eso es parte de la garantía del juicio político para el acusado.

El Congreso ha tenido una muy deficiente conducta en la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional y del defensor del pueblo. Por ello, proponemos que estos funcionarios sean elegidos por el Senado con la previsión de que, si no se hace la elección en el plazo de vigencia del mandato de quien va a ser sustituido, la atribución pase automáticamente a la Junta Nacional de Justicia. Por otra parte, los nombramientos de altos magistrados de la república serán hechos por el Senado en función de cámara alta. La excepción será el nombramiento del Directorio del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), que es hoy compartida por el Poder Ejecutivo y el Congreso.

En su trabajo legislativo, se exige al Congreso que la exoneración de dictamen de comisiones sobre los proyectos de ley sea verdaderamente excepcional. Para ello, se pone el requisito de que tal decisión se vote en el Pleno y se apruebe con los dos tercios del número legal de congresistas. Ya no sería atribución de la Junta de Portavoces porque con ella el número de exoneraciones ha crecido sustantivamente.

Para evitar que el Congreso apruebe leyes que luego su propio presidente promulgará, con poca observancia del sistema de pesos y contrapesos, proponemos que la promulgación de las autógrafas observadas por el Ejecutivo solo podrá ser hecha por el presidente del Congreso con el voto aprobatorio de los dos tercios del número legal de congresistas.

En relación con la vacancia de la presidencia de la república por incapacidad moral permanente del presidente, se establece que el Congreso puede utilizar esta causal solo cuando los hechos cuestionados al presidente no hagan presumir la comisión de un delito. Si el delito se presumiera, el Congreso quedará inhabilitado para utilizar la vacancia por incapacidad moral permanente, pues debe utilizar el artículo 117, por mandato expreso de la Constitución.

Se plantea, en referencia a la atribución del Consejo de Ministros de asistir a las sesiones del Congreso y participar en sus debates, que el impedimento u obstaculización de tal atribución es una infracción constitucional sancionable y, eventualmente, denunciable a nivel penal. Esto se hace para evitar hechos como el cierre de puertas del hemiciclo ocurrido el 30 de setiembre de 2019. A propósito de los hechos de aquel día, se establece que la cuestión de confianza del presidente del Consejo de Ministros debe ser planteada por escrito y no puede contradecir los límites de contenido que le haya impuesto la jurisprudencia constitucional.

Hasta aquí las modificaciones propuestas para el trabajo y las relaciones del Congreso con otros órganos del Estado, con los cuales converge en el esquema de separación de poderes requerido por el artículo 43. En adelante, mencionamos algunas modificaciones a la regulación del congresista como miembro del Congreso.

El congresista es un funcionario del Estado (art. 39) elegido para un cargo de dirección del país en el que debe trabajar a tiempo completo, no sujeto ni a mandato imperativo ni a interpelación, con el deber de participar en todas las sesiones del Pleno y de las comisiones a que pertenece, y durante todo el transcurso de la sesión. El congresista ya no representa a la nación pues quien lo hace es el jefe de Estado, de acuerdo con el artículo 110.

Como funcionario del Estado, el congresista ejerce su representación en las sesiones de los distintos órganos del Congreso en los que participa. Tiene inmunidad respecto a los votos y las opiniones que emite, pero solo en el ejercicio de sus funciones; es decir, dentro de las sesiones del Congreso en que consiste su trabajo. Fuera de ellas, es un ciudadano común no protegido por la inmunidad. La conducta de los congresistas es evaluada, calificada y, eventualmente, acusada o sancionada por el Senado. Este mismo trámite se sigue cuando se somete a un congresista a juicio político. En consecuencia, el Congreso ya no vigilará y sancionará la conducta de los congresistas.

Consideramos que, con estas modificaciones constitucionales, que desde luego deben ser evaluadas en los hechos, se puede conseguir una estabilización de la confrontación política inevitable entre Congreso y Poder Ejecutivo, así como mejores condiciones para la colaboración entre sí de los diversos órganos que participan de la separación de poderes contemporánea.

Al mismo tiempo, cabe precisar que a lo largo del trabajo hemos hecho alusión a modificaciones indispensables en el Poder Ejecutivo para lograr mejores condiciones de relación con el Legislativo, aunque ellas requieren un trabajo de detalle distinto al ofrecido en el presente volumen. También hemos hecho referencias generales a las modificaciones necesarias en la Constitución para introducir en ella la descentralización del Poder Legislativo del Estado. Con esa finalidad, hemos propuesto una modificación significativa de su artículo 51, que en la actualidad solo trata del ordenamiento jurídico del nivel nacional, con un sesgo centralista que ignora la creciente producción normativa de los gobiernos regionales y locales.

Finalmente, proponemos un Senado distinto al de nuestras pasadas constituciones, un órgano unicameral que pretende dar continuidad a la vida política nacional, reflexionar sobre sus problemas y hacer exhortaciones a los órganos del Estado para mejorar su funcionamiento. La idea es que los senadores hayan tenido experiencia de gobierno en el Estado o en instituciones sociales relevantes, o trayectoria en la vida cultural, científica o humanística del Perú. Estos serían elegidos para un período de diez años, sin posibilidad de nueva elección. Tendrían, también, funciones de cámara alta: nombramiento de altos funcionarios del Estado y vigilancia de la conducta de los congresistas, lo que ya no sería atribución del Congreso mismo. Desde luego, en esta concepción, Congreso y Senado son dos órganos distintos.

Capítulo 2El origen del Congreso que hoy conocemos

Nuestro Congreso2, así como su conformación, sus funciones y ubicación dentro de la organización del poder del Estado, tienen sus raíces en el Parlamento inglés del siglo XVII y en la Asamblea Nacional de Francia, tal como aparece en el proceso revolucionario de 1789. También contribuyó el Congreso Federal de los Estados Unidos de Norteamérica, contemporáneo de la Revolución francesa. Todos ellos se insertaron en la doctrina clásica de la «separación de poderes».

Sin embargo, esta doctrina no da origen al Poder Legislativo en el devenir histórico. Al contrario, fue el Parlamento inglés, modelado durante el conflicto político inglés del siglo XVII, el que dio lugar luego a la teoría de la «separación de poderes».

2.1. El origen histórico del congreso moderno

No pretenderemos hacer aquí una historia, ni siquiera resumida, de la evolución de la idea de «congreso», pero sí es importante notar cómo se inició porque nos puede dar luces sobre lo que pensamos hoy en relación con él.

El siglo XVII transcurrió en Inglaterra con un conflicto extenso entre cuatro monarcas escoceses de la Casa de Estuardo (Jacobo I, Carlos I, Carlos II y Jacobo II) y el Parlamento inglés. Este juzgó y ejecutó a Carlos Ien 1649 y, en 1688, destronó a Jacobo II, quien en adelante vivió en Francia, reclamando el trono hasta su fallecimiento. Esto hace ver que el primer siglo de historia en el que se enraíza el Congreso tiene que ver con una lucha sin concesiones entre el rey y el Parlamento.

En este devenir, el Parlamento inglés se premunió de armas con las cuales luchar y ganar. Algunas fueron militares y otras institucionales. Entre estas últimas estuvieron el reclamo para que solo se pudiera aprobar impuestos con su aprobación, que hubiera libertad de expresión, que se respetaran los derechos de los súbditos y, en definitiva, que esos derechos fueran aprobados, precisamente, por el Parlamento.

Cuando el rey Jacobo II fue finalmente derrotado y partió al exilio, el Parlamento inglés aprobó una Declaración de Derechos y otras leyes que forman, desde entonces, parte de la Constitución no escrita, pero vigente, de Inglaterra y, hoy, del Reino Unido. El Parlamento inglés aceptó que la reina María (hija de Jacobo II) y su esposo, Guillermo de Orange, fueran los reyes de Inglaterra, siempre que juraran cumplir con dichas leyes. Con ello, en los hechos, establecieron formalmente la primera monarquía constitucional. Dice Chagniot:

La «Gloriosa Revolución» de 1688 fue el fruto de un contrato acordado entre el rey y la nación. Ya el filósofo Locke vio en el consentimiento general la base de toda sociedad política (Tratado sobre el gobierno civil, 1690). El Parlamento proclamó la destitución de Jacobo II y de su hijo; confirió la realeza conjuntamente al príncipe de Orange y a su mujer, la princesa María, y llamó a la princesa Ana a sucederle. Pero tomó la precaución de hacer firmar a la pareja real la Declaración de Derechos (1689) para apartar todo intento de reacción absolutista (1974, pp. 46-47).

Esto permite a Burke decir lo siguiente sobre el pueblo inglés:

Usted observará que desde la Carta Magna hasta la Declaración de Derechos ha sido siempre la constante política de nuestra Constitución la de reclamar y defender nuestras libertades como una herencia vinculada que llega a nosotros desde nuestros mayores para ser transmitida a nuestra descendencia. Es una condición peculiar y propia del pueblo de este reino, sin ninguna clase de remisión a cualquier otro derecho más general o más antiguo. Por este medio, nuestra Constitución conserva una cierta unidad en la inmensa variedad de sus partes. Tenemos una Corona hereditaria, unos Pares hereditarios, una Cámara de los Comunes y un pueblo que ha heredado, a través de una larga línea de antepasados, sus privilegios, franquicias y libertades (1978, pp. 92-93).

Varios decenios después de la Revolución inglesa de 1688, Montesquieu escribió sobre ella en un libro en el que trabajó el tema de los sistemas de gobierno en el mundo. El título del libro es Del espíritu de las leyes,de resonancia perenne. Dentro de este, un apartado denominado «La Constitución inglesa»describe el sistema político del reino establecido luego de la «Revolución gloriosa», como hemos dicho, y en este tratamiento siembra los contenidos esenciales de la teoría de la «separación de poderes». Lo dijo Madison:

La Constitución británica fue para Montesquieu lo que fue Homero para los críticos de la poesía épica. Así como estos han considerado la obra del bardo inmortal como el modelo perfecto del que deben deducirse los principios y reglas de la épica, con arreglo al cual deben juzgarse todas las obras similares, así este gran crítico político parece haber estimado a la Constitución británica como la norma o, para usar su propia expresión, como el espejo de la libertad política; y por eso extrajo de ella, en la forma de verdades elementales, los diversos principios característicos de ese sistema (1943, p. 205).

Montesquieu tuvo y tiene una enorme influencia en Occidente. Su libro fue impreso en 1748 y, a partir de allí, fue reproducido innumerables veces en muchos lugares del mundo. En 1789, sus ideas fueron tomadas y puestas en práctica cuando el tercer estado de los estados generales3 se rebeló contra el poder de Luis XVI, entonces rey de Francia, e inició la Revolución francesa. El sustento político del momento lo facilitó Sieyès en su célebre trabajo ¿Qué es el Tercer Estado?, que, como la obra de Montesquieu, se sigue publicando hoy en día. Allí dijo, en referencia a la estrategia del Tercer Estado frente a los otros dos (clero y nobleza):

[...] ¿qué le queda por hacer al Tercero si quiere ponerse en posesión de sus derechos políticos de una manera útil a la nación? Se presentan dos medios para llegar a ello. Según el primero, el Tercero deberá reunirse aparte: no concurrirá con la nobleza y el clero, no permanecerá con ellos ni por orden ni por cabezas. Ruego que se fije la atención en la diferencia enorme que hay entre la asamblea del Tercer estado y la de los otros dos órdenes. La primera representa a veinticinco millones de hombres y delibera sobre los intereses de la nación. Las otras dos, aun cuando se reunieran, no tienen poderes sino de unos doscientos mil individuos y no piensan sino en sus privilegios. El Tercero solo, se dirá, no puede formar los Estados generales. ¡Ah!, ¡tanto mejor!, compondrá una Asamblea nacional.

Un consejo de esta importancia necesita ser justificado mediante todo aquello que los buenos principios ofrecen de más claro y de más cierto.

Digo que los diputados del clero y de la nobleza no tienen nada de común con la representación nacional, que ninguna alianza es posible entre los tres órdenes en los Estados generales, y que, no pudiendo votar en común, no pueden hacerlo ni por orden, ni por cabezas (1973, pp. 97-98).

Esta estrategia fue también tomada por nuestro constitucionalismo inicial y, por ello, tiene importancia para comprenderlo, pues entremezcla la asamblea representativa y la nación como elementos esenciales del Estado. Hasta ese momento, el Estado había sido el rey, pero, a partir de allí, el concepto de la organización política global de la sociedad se transforma.

Como está dicho en la nota a pie de página 3 del presente volumen, los estados generales eran una reunión de tres asambleas: la del alto clero, la de la nobleza y la del tercer estado de los plebeyos. En la historia previa a la Revolución, el rey convocaba a los estados Generales para oír sus consejos (pues no eran deliberantes y, por tanto, no podían dictar normas imperativas). Hacía más de un siglo que no había convocatoria. Cada asamblea se conformaba por representantes de cada uno de los tres estados o grupos mencionados, los que eran elegidos democráticamente por los franceses de su respectivo estado o grupo social. Las asambleas se reunían por separado y adoptaban decisiones por la mayoría de sus miembros. Pero, al final, solo había tres votos: el de cada uno de los tres estados (a esto llama Sieyès «voto por órdenes» en la cita previa). Es fácil ver que, siendo los dos primeros estados aristocráticos y el tercero plebeyo, el consejo final al rey en materias que interesaban solo a los plebeyos sería desaprobado por dos votos contra uno. Por eso, Sieyès descarta el voto por órdenes.

La otra posibilidad en la que Sieyès se pone al principio de la cita recién revisada es la que contempla que se vote «por cabeza»; es decir, que cada representante de los tres órdenes tenga un voto igual al de los demás en una asamblea que integre a los tres estados. Pero, en este punto, aparece el argumento de la representatividad: el tercer estado representa a veinticinco millones de personas y, por tanto, a la nación francesa; mientras que los otros dos órdenes no representan sino a doscientas mil personas y solo piensan en sus privilegios. Por eso, la Asamblea del tercer estado no puede sesionar con los otros y, en cambio, se reunirá como la Asamblea Nacional de Francia, desconociendo a las otras dos, del clero y la nobleza.

La estructura del razonamiento está magistralmente elaborada, pero en sí misma es sencilla: solo la inmensa mayoría de franceses es la nación, las otras pequeñas partes no lo son. En consecuencia, los elegidos a la Asamblea del tercer estado son, en realidad, la Asamblea Nacional de Francia, representantes de esa inmensa mayoría. A esto se añade la distinción de calidad moral: la Asamblea Nacional (en la que se convierte el tercer estado) se interesa por los intereses de la nación francesa, mientras que las otras dos solo piensan en sus privilegios.

En el decurso de los hechos el tercer estado se convirtió efectivamente en la Asamblea Nacional de Francia, dictó la primera Constitución, obligó a Luis XVI a jurarla y, cuando el rey escapó (se dice que para encabezar la contrarrevolución) y fue detenido, la Asamblea lo condenó por la traición a su juramento de la Constitución revolucionaria. De