Que tenga el honor mil ojos. - Clara Bonet Ponce - E-Book

Que tenga el honor mil ojos. E-Book

Clara Bonet Ponce

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Beschreibung

El lector o espectador que se aproxime a las tragedias de honra de Calderón de la Barca se hallará, ciertamente, frente al mismo problema interpretativo con el que todavía lidia la crítica hispanista. Si bien el dramaturgo da sobradas muestras de modernidad en otras obras, su trilogía del honor conyugal parece respaldar la violencia uxoricida que pone en escena. De hecho, el cierre de las piezas supone un enigma profundamente inquietante, pues las tres esposas -inocentes del adulterio del que se las acusa- resuelven con su muerte el conflicto dramático. Este libro parte de las teorías de Réné Girard en torno a la violencia y el sacrificio para tratar de explorar una clave hermenéutica alternativa válida que ilumine unas piezas que mantienen vigente su capacidad de asombrar y conmover.

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QUE TENGA EL HONOR MIL OJOS

VIOLENCIA Y SACRIFICIOEN LAS TRAGEDIAS DE HONRA

COLECCIÓN PARNASEO

34

Colección dirigida por

José Luis Canet

Coordinación

Julio Alonso Asenjo

Rafael Beltrán

Marta Haro Cortés

Nel Diago Moncholí

Evangelina Rodríguez

Josep Lluís Sirera

QUE TENGA EL HONOR MIL OJOS

VIOLENCIA Y SACRIFICIOEN LAS TRAGEDIAS DE HONRA

Clara Bonet Ponce

©

De esta edición:

Publicacions de la Universitat de València,

Clara Bonet Ponce

Enero de 2019

I.S.B.N.: 978-84-9134-479-7

Diseño de la cubierta:

Celso Hernández de la Figuera y José Luis Canet

Imagen de la portada:

Tiépolo, Tipos populares, c. 1775

Maquetación:

Héctor H. Gassó

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Parnaseo

http://parnaseo.uv.es

Este volumen se incluye dentro del Proyecto de InvestigaciónParnaseo (Servidor web de Literatura Española) financiado por elMinisterio de Economía, Industria y Competitividad,referencia FFI2017-82588-P (AEI/FEDER, UE)

Que tenga el honor mil ojos : violencia y sacrificio en las tragedias de honra / Clara Bonet Ponce

València : Publicacions de la Universitat de València, 2018

178 p. ; 17 × 23,5 cm — (Parnaseo; 34)

ISBN: 978-84-9134-411-7

Bibliografia

1. Teatre castellà--1500-1700, Segle d’Or--Temes, motius. I. Bonet Ponce, Clara. III. Publicacions de la Universitat de València

821.134.2-21”15/16”

ÍNDICE

0. A modo de introducción

1. Una propuesta antropológico-literaria

1.1. La antropología literaria en Réné Girard

1.2. La propuesta hispanista de Cesáreo Bandera

2. La honra como factor dramatizable en escena

2.1. Una breve historiografía de la honra en la comedia nueva

2.1.1. La perspectiva historicista de la honra

2.1.2. Perspectivas ideológicas de la honra en la tragedia

2.1.3. La recepción de la tragedia de la honra en clave estética

2.2. El subgénero expresivo: la tragedia de la honra

2.2.1. La tragedia a la española...

2.2.2. ... ¿o un género mixto?

3. El médico de su honra, A secreto agravio secreta venganza, El pintor de su deshonra: violencia y sacrificio en la trilogía canónica de la tragedia de honra

3.1. La rivalidad mimética

3.1.1. Augurios, repeticiones y otras estructuras circulares

3.2. La figura del chivo expiatorio

3.2.1. ¿Un doble chivo expiatorio?

3.2.2. La soledad sonora de las mujeres: palabra, cuerpo y espacios

3.3. El crimen: un ritual sacrificial

3.3.1. La escena del crimen

3.3.2. Semiosis teatral de la violencia

3.4. La escena final

4. La honra como ritual secularizador en las tablas del siglo XVII

4.1. Calderón como paradigma de la violencia ritual de la honra

4.2. Incertidumbres e interrogantes siempre abiertos

5. Bibliografía general

5.1. Fuentes primarias

5.2. Fuentes secundarias

A la costilla de mi cosa y a las nenas, por su paciencia.A Evangelina, gracias y gracias, siempre.

Champollion no intentó explicar la piedra de Rosetta, como si tuviera una causa, sino que trató de comprenderla, partiendo de la hipótesis de que los signos que la recubrían respondían a una intención.(Compagnon, 2015: 109).

0. A modo de introducción

El presente estudio parte, como la cita que lo abre, de una necesidad personal de comprender (y no tanto de explicar) los conocidos como «dramas de honra»1 de Calderón de la Barca (1600-1681). Estas obras2 han concitado una atención mayoritaria en la crítica hispanista durante décadas por la peculiaridad del género o, en otras palabras, por la complejidad que entraña su interpretación. La conveniencia de abordar, de nuevo y por enésima vez, estas crípticas piezas en torno al honor conyugal ha surgido principalmente del encuentro con la obra del ecléctico pensador Réné Girard (1923-2015). Este autor francés ha abordado en sus trabajos tanto la antropología del hecho religioso como la filosofía, la historia, la psicología y, también, la crítica literaria. En el corazón de las teorías de Girard, generalmente conocidas bajo el marbete de «teoría mimética», reside la idea de que en los relatos canónicos de la literatura universal se da la presencia de una serie de estructuras reiterativas que conducen a la violencia sacrificial.

Así, Girard abstrae la mayoría de estos postulados teóricos de la obra de escritores que, como Calderón, han sido admitidos en el reducido seno del panteón de la eternidad literaria. Estos autores deben lidiar, como señala Antoine Compagnon (2015: 35), con su doble condición de únicos y universales a un tiempo, ya que «el canon está compuesto de un conjunto de obras valoradas a la vez en razón de la unicidad de su forma y de la universalidad (al menos a escala nacional) de su contenido». El caso de Calderón de la Barca resulta paradigmático de esta condición, especialmente en lo que respecta a sus tragedias de la honra. Estas piezas, en teoría tan vinculadas a la realidad histórica en que fueron concebidas, simultanean esa condición con el haber sido escritas por un dramaturgo profundamente conocedor de los entresijos existenciales de la libertad humana, como aparece con claridad en La vida es sueño (1635). Nos enfrentaríamos por tanto a una contradicción, pues la proverbial leyenda negra de la honra calderoniana no parece armonizar con la imagen del Calderón de la modernidad (Regalado, 1995) y contemporáneo nuestro (Ruiz Ramón, 2000) que nos ha legado la crítica hispanista.

Estas piezas representan todavía hoy una seria problemática que considero que podría ser resuelta, por lo menos en su esencia, gracias a la clave hermenéutica que propone Réné Girard para interpretar el origen y sentido de la violencia. No obstante, resulta evidente que la simple aplicación directa de una teoría crítica sobre uno o varios textos literarios implica el peligro de cometer múltiples injusticias, así como de proyectar una visión evidentemente sesgada, por lo que he intentado atemperar el léxico de análisis «girardiano» con un diálogo permanente con la tradición crítica hispanista.

Paralelamente, dado que todo análisis literario parte de unos presupuestos teóricos que rara vez se hacen explícitos, quisiera abordar esta introducción desde un lugar de salida lo más claro posible. Toda literatura consiste en principio en un texto concebido para ser palabra en el tiempo, para durar más allá de su inmediato contexto histórico, por lo que trabajar con piezas teatrales supone no sólo conjugar la interpretación del sentido del texto para su autor con su significado actual sino, también, con su significado para los distintos receptores del espectáculo a lo largo del tiempo. Por otra parte, resulta igualmente necesario tratar la relación mimética de las obras con la realidad representada puesto que, especialmente en el caso que nos ocupa, los textos fueron escritos hace casi cuatro siglos y refieren a un concepto particularmente bárbaro hoy como lo es la honra sangrienta.

En realidad, la premisa teórica de la cual parte Girard no es esencialmente nueva: si ciertas obras literarias pertenecen al canon y permanecen en el tiempo es en virtud de la experiencia antropológica «revelada» que reside en su interior, es decir, porque fueron capaces de interpelar vivamente a sus contemporáneos, tanto entonces como hoy. Evidentemente, la idea de canon no resulta aceptada por quienes, por el contrario, abogan por estudiar la literatura en su inmanencia, en su mera literalidad, más que como medio expresivo o de representación. Sin embargo, partir de una perspectiva girardiana (y de su idea misma de canon) supone forzosamente asignar un papel relevante a la figura del autor y al significado de su obra en el seno de la literatura universal.

En efecto, se dan varios problemas teóricos cuando se asume trabajar, así sea parcialmente, con la intención de un autor o su contexto histórico, en la medida en que lo literario es precisamente aquello que ha sobrevivido a un autor y a su origen y no necesita de una permanente mención a su contexto de referencia para ser interpretado. Por tanto, trataré de mantener una posición intermedia entre considerar estas tres tragedias de honra como una intención lúcida y consciente de Calderón y analizar el sentido del texto como un fruto de la mera contingencia del género (opción igualmente inverosímil). Para ello, trataremos de dilucidar aquello que Umberto Eco denominaba «la intención de la obra» (intentio operis), que es otro modo de abordar la misma cuestión eludiendo la problemática presencia del autor. A través de una lente hermenéutica que toma los trabajos de Girard como punto de partida, trataré de mantener el equilibrio entre la contingencia del entonces histórico y el ahora de nuestra recepción. En consecuencia, al tratar de entender el significado de estas piezas en su contexto histórico resulta imposible obviar la referencia mimética de estas obras, es decir, la referencialidad a los crímenes conyugales por honor en la España del XVII y la decisión estética de representarlos.

Así, debemos determinar en la medida de lo posible el grado de verosimilitud del texto en relación con lo representado, cuestión que se va a abordar en el segundo capítulo, donde se hará un breve recorrido por la historiografía de la recepción crítica de la tragedia de honra. La abundancia de esta literatura da cuenta de su condición de género crítico prácticamente autónomo, cuya variedad y falta de consenso en ciertos conceptos clave supone una de sus mayores particularidades. De hecho, la interpretación de las tragedias de honra estaría muy imbricada con la opinión del propio crítico en torno al grado de verosimilitud de lo representado, aunque en la actualidad ya se ha abandonado la opinión de que la mímesis en estas obras fuera de tipo «realista», al modo del tópico latino ut pictura, poesis, del mismo modo en que se descarta que la referencialidad fuera exacta. Por tanto, tras realizar un breve recorrido por la historiografía dramática del honor conyugal, nos detendremos en las particularidades del molde genérico escogido, esto es, la tragedia de honra. Así, la forma elegida determina en gran medida la recepción de unas piezas cuya interpretación estará vinculada al horizonte de expectativas de su público y al pacto de lectura establecido, distinto en cada género.

No obstante, el corazón de este trabajo se encuentra en el tercer capítulo, en el análisis pormenorizado y razonado de las tres tragedias de honra de Calderón desde una perspectiva «girardiana». Trataré de no forzar esta lectura que, sin embargo, parte de la firme convicción de que las teorías de Réné Girard pueden resultar iluminadoras en casos complejos como es el caso de la honra calderoniana. Asimismo, el análisis simultáneo de estas tres piezas se verá jalonado por alguna reflexión sobre otras obras del mismo subgénero, contemporáneas a las de Calderón y que también tuvieron un importante éxito de público. Las piezas de Lope de Vega, (El castigo sin venganza, 1631), Rojas Zorrilla3 (Del Rey abajo, ninguno, ca. 1640) y Moreto (La fuerza de la ley, ca. 1644) funcionarán pues a modo de contrapunto del modelo calderoniano de la honra conyugal en momentos concretos de estas reflexiones, aunque no conforman el corazón de este trabajo.

En consecuencia, trataré de determinar las principales particularidades del género que, sin embargo, se producen de un modo más enigmático e incómodo en el caso de Calderón. Como es habitual, la técnica básica será la comparación de los pasajes problemáticos con pasajes paralelos en su contenido, es decir, que basaré el análisis no tanto en la identidad de las palabras literales como en la similar estructuración dramática de la acción en estas tres obras de Calderón. En efecto, nadie como el propio autor puede aclarar el sentido de su obra, objetivo al que aspiramos mediante la comparación del pasaje opaco para la crítica con un fragmento lo más contemporáneo posible (y, en el caso que nos ocupa, del mismo género dramático).

De este modo, se trazará un mapa de las relaciones entre los distintos personajes de estas tres obras de Calderón para determinar qué tipo de dinámicas se dan entre ellos y si se pueden calificar de imitativas y violentas, tal y como Girard describe el deseo en sus primeros estadios. Asimismo, y al margen de los evidentes triángulos entre el marido, la mujer y su antiguo amante, discerniremos si Calderón también establece modelos de acción que se superpongan a estos. En este sentido, la figura del chivo expiatorio caracterizada por Girard será de gran utilidad para poner una nueva luz sobre los resbaladizos problemas de la culpabilidad y la responsabilidad en las tragedias de la honra. Por otro lado, se abordará también la cuestión del sentido de estas piezas mediante la observación de las mecánicas sacrificiales, si las hubiere, y los rituales que adopta la violencia en el cierre de sus argumentos. En el análisis pormenorizado de la escenificación de los asesinatos y su comparativa con otras piezas contemporáneas del mismo subgénero espero hallar no tanto la respuesta definitiva a la cuestión de la intención del autor como una clave interpretativa argumentada y plausible de las piezas.

1. Como se verá, este subgénero va a ser caracterizado en términos de «tragedia de honra», es decir, dentro del paradigma neoaristotélico de lo trágico, aunque se use en ocasiones y de forma indistinta el marbete crítico clásico de los dramas de honra u honor, términos que, como señalaba Chauchadis (1982), se usaban entonces de modo indistinto y, en realidad, más en atención al ritmo y a la rima de los versos que contenían dichos términos que en virtud de diferencias semánticas operativas.

2. Se verá asimismo, en el segundo capítulo, las implicaciones de estudiar la trilogía canónica de la honra de Calderón de la Barca (a saber, El médico de su honra, A secreto agravio secreta venganza y El pintor de su deshonra) y el interés de su estudio conjunto en razón, principalmente, de la coherencia interna de estas piezas que ha señalado la tradición crítica.

3. Del rey abajo, ninguno ha suscitado importantes dudas de autoría que Germán Vega ha tratado en sendos trabajos de 2008 y 2009. Destaca el problema de la datación de la obra, pues la obra habría sido probablemente compuesta entre 1629 y 1630, ya que consta una impresión de 1635, avalada por el éxito que le habría dado el llevar 4 o 5 años representándose. Otros críticos apuntan a la posibilidad de la obra escrita en colaboración, puesto que hay factores internos del texto que apuntan a ello. Ya Emilio Cotarelo (1911: 72) recogía el testimonio de Pellicer de una representación de la obra en el Retiro del 2 de julio de 1640, cuyos autores serían Solís, Rojas y Calderón. No obstante, y en virtud de la tradición, se hablará de Rojas Zorrilla como del autor de la obra a sabiendas de que, probablemente, no fuera el único.

1. Una propuesta antropológico-literaria

1.1. La antropología literaria en Réné Girard

Réné Girard (1923-2015) es el autor de la llamada teoría mimética, conocida principalmente por sus explicaciones en torno a la figura del chivo expiatorio o del mecanismo del ritual sacrificial. Sin embargo, Girard comenzó teorizando sobre literatura en su obra de 1961 Mensonge romantique, vérité romanesque,1 en concreto, sobre la gran novela europea que va desde Cervantes a Dostoievski, pasando por Stendhal, Flaubert o Proust. Curiosamente, el armazón teórico en Girard se construye progresivamente, a lo largo de veinte años de lecturas muy variadas pero que beben, en todo momento, de la convicción de que hay en la literatura una potente fuerza explicativa de la realidad antropológica del ser humano, eminentemente violenta y sacrificial. Dicho de otro modo, a pesar de que el concepto girardiano que haya hecho más fortuna sea el de los mecanismos sacrificiales que aparecen en La violence et le sacré (1972), la fuente primaria sobre la que se construyen las teorías girardianas es el material literario del cual extrae una serie de leyes que considera que se ponen de manifiesto en los grandes hitos literarios. Como afirmaba el propio Girard en su introducción a la principal recopilación de sus trabajos publicada hasta ahora (2007: 9), todas sus tesis posteriores se fundan sobre la concepción del deseo que elaboró en su primera obra. Así, recorreré brevemente cuatro de sus principales obras de cara a elaborar un corpus metodológico de análisis que contenga sus ideas esenciales y, en concreto, aquellas aplicables al campo teatral barroco.

Como apuntaba, en este primer libro Girard toma como punto de partida la novela española por antonomasia, El Quijote, para determinar los caminos que a su juicio ha seguido el deseo imitativo en la subjetividad moderna. Para Girard, la grandeza de estos novelistas europeos radicaría en haber identificado la potencia del deseo como motor de las acciones humanas, no tanto en su dimensión sexual (al modo freudiano) sino en el deseo de ser en medio del pánico a no existir propio del sujeto moderno.

En contra del criterio romántico más extendido (y más mentiroso, en palabras de Girard), la naturaleza del deseo en la subjetividad moderna no sería —paradójicamente— natural sino mimética. En realidad, según Girard, el héroe (es decir, la noción romántica de ‘héroe’ que hemos recibido) no desea espontáneamente, su deseo no es original sino que nace por imitación (y oposición, muchas veces) de los otros. Es decir, el deseo se produce siempre en el interior de una estructura triangular: el sujeto desea un objeto (o a un ser humano) no tanto de forma espontánea sino a través de un mediador, que determina totalmente los propios deseos. Así, en El Quijote el protagonista persigue la gloria del caballero andante, mientras que Sancho se va quijotizando —como suele señalar la crítica— en su hidalgo deseo, por ejemplo, de ser gobernador de la ínsula Barataria. Del mismo modo, los personajes cuerdos, aquellos que quieren ayudar al héroe a recuperar la sensatez, acaban haciendo gala de comportamientos más extravagantes que el propio caballero andante, al que en realidad admiran y de algún modo emulan.

En relación con esta obra, Girard señala que resulta de todo punto llamativo que la imagen más difundida del caballero manchego sea la del loco-cuerdo, aquel que por oponerse a los demás personajes logra un estatuto de autenticidad heroica, más consciente en realidad que la mayoría bienpensante. Girard insiste en recordar que Alonso Quijano imita al Amadís de Gaula y que quiere, como él, ser admirado y reconocido por sus hazañas aunque produzca paradójicamente una imagen ridícula e invertida de caballero andante. En efecto, los modelos que se imitan ya no son, como en la Edad Media, figuras de santos o religiosos y los hombres han pasado a imitar a otros hombres. De hecho, el propio Sancho le pregunta a su amo por qué no eligió la santidad en vez de la caballería (2007: 84), haciendo patente el cambio de paradigma que se produce entre la Edad Media y la Edad Moderna. Los hombres, como señala Girard, se han convertido ya (en el Barroco) en dioses los unos para los otros.

Si bien Cervantes proyecta una imagen menos cruel que otros escritores de esta realidad (piénsese por ejemplo en la violencia que late tras el ferviente deseo de El Lazarillo de lograr un cierto estatuto social), según Girard ese deseo de ser visto por los demás se va acentuando con el paso de los siglos. Así, si don Quijote reconoce constantemente su deuda con Amadís, los héroes de Proust o de Dostoievski intentan escondérselo a sí mismos y a los demás. Es decir, con el afianzamiento de la burguesía y la progresiva desaparición de diferencias que traen consigo los cambios políticos o sociales tras la Revolución Francesa, se van reduciendo las distancias entre los grupos sociales, trayendo consigo una aceleración del deseo y, por tanto, de la violencia.

De este modo, Girard no sólo identifica la realidad deseante del sujeto sino que afirma la estructura triangular del deseo, esquema que conduce de forma inexorable a la violenta angustia del sujeto moderno. En efecto, la frustración va de la mano del antihéroe moderno, fascinado por unos semejantes con los que se mide de forma permanente y frente a los que siente una suerte de terror religioso (2007: 65). En este sentido, Girard pone especial énfasis en cuestionar hasta qué punto en los triángulos amorosos no interviene la fascinación por el rival, como sucede en El eterno marido de Dostoievski o en El curioso impertinente de Cervantes. La mujer, en estos casos, hace para Girard las veces de objeto de deseo mientras que en realidad la mirada del sujeto parece puesta en el rival, quien parece determinar todo deseo propio. Recordemos la premisa fundamental de Girard (2007: 81) según la cual el ser humano sigue siendo un ser trascendente, aunque con el fin de la Edad Media esa sed de trascendencia se ha desviado al más acá, es decir, hacia los semejantes que se convierten en modelos y rivales a un tiempo. Este deseo metafísico está directamente determinado por la distancia que separa al sujeto del mediador: cuanto más cerca se encuentran, más violento resulta este deseo. De hecho, el deseo mimético (de ser como el otro, de ser el otro) se inocula de un sujeto a otro, resulta contagioso y afecta cada vez a más personajes en las obras literarias (2007: 113).

Girard afirma por tanto que los grandes novelistas, especialmente en sus últimas obras, habrían plasmado a la perfección estas dinámicas imitativas. Esta suerte de dialéctica heggeliana del amo y del esclavo aparece con mayor frecuencia en las obras que han sobrevivido a lo largo de los siglos puesto que han tratado de representar la infeliz subjetividad moderna. También aparece con claridad en las tragedias de la honra que aquellos que se arrogan el derecho de matar, los que hacen valer su condición de amos, actúan en realidad como los esclavos de sus mujeres y sus amantes, dependencia que intentan ocultar mediante el asesinato de las mismas, forma primitiva y sangrienta de la dialéctica del amo-esclavo.

La indiferenciación social pone en especial peligro la identidad del sujeto noble, que resulta amenazado por el arribismo de los burgueses que le disputan abiertamente la exclusividad de la nobleza espiritual o moral, según Girard (2007: 137). En el Siglo de Oro español, por ejemplo, se venden ejecutorias de nobleza mientras que, recordémoslo, la Revolución Francesa trae consigo una exacerbación violenta y repentina de las rivalidades. Esta conciencia del deseo mimético también se plasma según Girard en los finales muchas veces reconciliados (e incomprensibles para la crítica) que han dado a sus obras Cervantes, Proust, Dostoievski o Stendhal. Esta profunda anagnórisis en los héroes cuando van a morir ha sido muchas veces ignorada o menoscabada por la crítica, en cuanto que se advierte una suerte de rendición al establishment o a la sociedad alienante. Antes bien, esa banalidad de muchos finales, torpes en ocasiones, sería intencional según Girard (2007: 287) y daría cuenta de la posibilidad de reconciliación y de paz una vez se abandonan las rivalidades imitativas.

Once años más tarde, Girard publica La violence et le sacré para explicar, según él afirmaba, el origen cultural del ser humano. Esta empresa tan ambiciosa había de tomar como punto de partida las religiones arcaicas y una visión por tanto mucho más antropológica. Sin embargo, otros textos literarios (teatrales, en este caso) se convertirán en elementos clave para entender sus propuestas. Con esta obra el foco se desplaza de lo individual a lo comunitario, de lo interpersonal a lo colectivo, a lo social. Así, Girard pone el acento en la violencia que se desencadena en el seno de la comunidad y en el recurso fundamental que tiene la misma para protegerse de su propia violencia.

En primer lugar, Girard apunta al sacrificio sangriento como mecanismo pacificador arcaico y fundacional (2007: 305), aunque esta idea no es en absoluto exclusiva de este autor.2 Asimismo, Girard reconoce la profunda deuda que tiene también con La pharmacie de Platon, de Derrida (1972), especialmente con su noción de pharmakon, es decir, con la idea del remedio sacrificial que se empleaba en la Grecia arcaica en tiempos de crisis para acabar con la misma. La víctima de este sacrificio era en origen humana pero fue, progresivamente, sustituida por animales, «eminentemente sacrificables» (2007: 309).

Sin embargo, Girard observa que las víctimas humanas comparten una serie de rasgos arquetípicos: las víctimas potenciales del sacrificio apenas pertenecen a la comunidad que las sacrifica. Suelen ser, de hecho, esclavos, prisioneros, marginados, niños o mujeres... Todo aquel sospechoso de no formar parte plenamente de la comunidad es potencialmente susceptible de convertirse en víctima de la misma. En cuanto al estatuto femenino de víctima, Girard sostiene que si no son casi nunca sacrificadas en sociedades principalmente masculinas es por el peligro de que su muerte suscite deseos de venganza en su grupo familiar. Así, aparece otro rasgo del chivo expiatorio: puesto que la función del sacrificio es expulsar la violencia del seno de la comunidad, la víctima no debería ser vengada por ningún miembro de la misma.

En consecuencia, el ciclo de la violencia ha de detenerse tras el sacrificio, hecho que en las sociedades modernas garantiza sobre todo el sistema judicial, al limitar la violencia a una única represalia cuyo ejercicio se confía a la autoridad (2007: 314). En realidad, Girard afirma de forma provocadora que la violencia que ejerce la ley es esencialmente igual de «injusta» que las venganzas privadas. En efecto, el principio de justicia no sería muy distinto del principio de venganza (2007: 315), pero el primero dispone de un marco legal que administra la acción violenta para garantizar el final de la escalada de violencia.

Girard pone de relieve, asimismo, la dimensión religiosa y sagrada del sacrificio. Lo sagrado trata siempre de apaciguar la violencia y de evitar que esta se extienda mediante la aplicación de la justa dosis de la misma en el sacrificio: violencia y sacrificio resultan pues inseparables (2007: 319). No obstante, el éxito del sacrificio (de lo sagrado) reside precisamente en ocultar su dimensión violenta, en disimularla. Para ello, se ha de ocultar la condición inocente de la víctima y aislarla, separándola del resto del cuerpo social, para que cumpla de forma adecuada su condición de chivo expiatorio y no contagie su violencia, por ejemplo, mediante el contacto de la comunidad con su sangre. Así, el ritual sacrificial ha de tener una apariencia lo más pura posible para potenciar la posterior pacificación del cuerpo social.

Evidentemente, Girard destaca que para que la crisis llegue a este extremo, al punto de necesitar un sacrificio que restaure la paz, se ha de producir una escalada de violencia generalizada a nivel comunitario. Esta rivalidad descrita en Mensonge romantique, vérité romanesque en términos de parejas de rivales (sujeto y mediador) que se comportan de modo cada vez más similar, pasa a designarse en términos de dobles miméticos. Esa dinámica imitativa y violenta se extiende al resto de la comunidad, pues, multiplicando «los efectos de espejo entre los adversarios».3 Se produce una alternancia acelerada de roles: la inestabilidad del orden cultural conlleva una dramática pérdida de las diferencias en la cual resulta imposible discriminar al opresor del oprimido. Es precisamente esa pérdida de diferencias, esa reciprocidad violenta, la que conduce a la crisis sacrificial y no lo contrario: la diferencia (jerárquica, el grado, por ejemplo) garantiza paz social, mientras que la desjerarquización o indiferenciación exacerban las rivalidades.

La tragedia griega proporciona a Girard sus argumentos en este segundo libro: estas piezas dan cuenta de la destrucción del orden cultural y de los mecanismos existentes para detener este contagio de la violencia (a veces, como en Edipo Rey, representada por la peste). El drama teatral es el que de acuerdo con Girard pone de manifiesto la vinculación entre la existencia de la peste y las acusaciones a Edipo de incesto y parricidio. Dicho de otro modo, la tragedia revela lo que oculta el mito, que no es más que la similitud entre la transgresión de Edipo y las funestas consecuencias de la plaga de la peste. Todo fenómeno contagioso a nivel social (piénsese en la enfermedad de la honra en el siglo XVII español) constituye un prólogo a la inevitable crisis sacrificial que le seguirá, puesto que la masa necesita hallar un culpable al cual transferir su propia violencia. Por tanto, la unanimidad violenta va a resultar liberadora (2007: 392), dado que el poder uniformador de la violencia permite su convergencia en un solo individuo.

De ahí que Girard pretenda con esta obra desmontar las versiones acusadoras de los mitos arcaicos (por ejemplo, la que afirma que Edipo es realmente culpable de parricidio e incesto) para así reivindicar la tragedia (el texto literario) como fuente reveladora de los violentos mecanismos sociales que llevan al sacrificio. Además, mediante este fenómeno de designación del chivo expiatorio les es dado a los hombres ocultar el origen de su propia violencia, ignorar de forma voluntaria la existencia de la violencia colectiva o, en otras palabras, méconnaître.4 De este modo, el sacrificio protege a todos los miembros de la comunidad de sus respectivas violencias por medio del de la víctima expiatoria (2007: 419). Para ello, el sacrificio ha de responder siempre a ciertos esquemas rituales como, por ejemplo, presentar un cierto grado de espectacularidad, así como la repetición de ciertas formas rituales rigurosas. Estas son las características que aseguran la pervivencia del rito sacrificial y su capacidad de dar solución (aunque transitoria) a la crisis social. Una honra manchada (en realidad, la mera sospecha de una honra manchada) remite sin duda a la crisis sacrificial, puesto que distinguir la honra de la deshonra, y castigar la primera, resulta imperioso para garantizar la paz futura de la comunidad. La función del rito es, precisamente, la de distinguir lo bueno de lo malo, lo positivo de lo negativo, a través de la institución de las diferencias.

Es decir, el sacrificio tiene para Girard un papel mayor que el meramente catártico, puesto que la violencia no solo es administrada a un solo individuo sino que además es expulsada, quedando fuera de la comunidad, y garantizando así la pervivencia de las instituciones culturales. Sin embargo, como he sugerido, los sacrificios tienen el peligro de sucederse de forma vertiginosa si se recurre a ellos en exceso, puesto que pareciera que el potencial apaciguador del rito cada vez es menor y que existiese una suerte de «dios cruel», ajeno a la comunidad inocente, que exige cada vez más víctimas y más sangre. No obstante, por lo menos en los momentos iniciales, este discurso mítico salva a la comunidad, la sitúa del lado de la inocencia frente a la legítima violencia de lo sagrado. Pensemos en este sentido en el dios ciego y cruel de la honra sobre el cual el marido de las comedias de uxoricidio va a descargar la responsabilidad del crimen que va a cometer (o que ya ha cometido).

La sangre de la víctima, por tanto, evita y previene futuros derramamientos de sangre mientras la comunidad no abuse de este mecanismo. Para ello, la víctima ha de ser puesta a distancia, expulsada como modo de prevenir el contagio y evitar que la violencia ritual se desencadene en el seno de la comunidad. Si el sacrificio cumple con los requisitos que hemos ido enumerando contribuye de forma efectiva, Girard insiste en este aspecto, a cohesionar al grupo social (2007: 636): «tant que la pensée moderne ne comprendra pas le caractère formidablement opératoire de bouc émissaire et de tous ses succédanés sacrificiels, les phénomènes les plus essentiels de toute culture humaine continueront à lui échapper».5

Además, Girard también constata que a medida que los rituales sacrificiales se vuelven menos violentos pierden, asimismo, parte de una efectividad que comienza a desgastarse. El efecto mismo de la tragedia, la tan traída catarsis, no sería más que una repetición oscura del fenómeno religioso, según Girard (2001: 656), una reedición del crimen fundacional con sus mismos resultados. La violencia que se purga es una violencia real, aunque su verdadera naturaleza haya de permanecer oculta para el espectador que aplaude, por ejemplo, el crimen de honra que acaba de presenciar sobre las tablas.

En definitiva, con La violence et le sacré Girard reivindica para sí el haber identificado el origen sacrificial de toda institución humana, de toda fiesta, que no sería más que la conmemoración de una crisis sacrificial transfigurada y que ha ido desapareciendo con el tiempo. Este origen está en el mecanismo de designación arbitraria de una víctima inocente, aunque aparentemente culpable, que cargará con la violencia unánime de la comunidad en un singular ritual. Así, la tragedia sería un excelente instrumento desmitificador de las versiones oficialistas, aquellas que avalan el ejercicio de la violencia «buena», sagrada, institucional, ya que el teatro (la literatura) es capaz de mostrar la profunda relación de semejanza existente entre la violencia y lo sagrado.

Otro de los libros de Girard que contiene muchas de las claves terminológicas que se emplearán en este análisis de las tragedias de la honra de Calderón se publica seis años después de La violence et le sacré. Con Literatura, mímesis y antropología6 Girard se propone asentar el armazón teórico que ha ido esbozando en sus dos obras anteriores a través de una nueva reflexión sobre el canon literario universal como fuente de revelación del deseo mimético y de las estructuras sacrificiales. De hecho, estas piezas conformarían una unidad porque contienen en su interior las leyes no escritas de la mímesis, en un sentido aristotélico del término, es decir, que «pintan las relaciones humanas y el deseo humano como mimético» (2006: 11). Esta «revelación mimética», como la llama Girard, realiza pues una copia fiel de la realidad, en la medida en que la presenta en su naturaleza (mimética).

En consecuencia, Girard reivindica la legitimidad de usar tanto el texto literario mismo como la figura del autor para posibilitar la construcción de una crítica literaria significativa. No debería pues asustar al investigador saltar del texto al autor, ni del autor al texto, si no se quiere obviar la inevitable cuestión de la intención del autor o, dicho de otro modo, del sentido final del texto (2006: 57). En este sentido, Girard reclama el uso abierto, frontal, de ambos materiales (texto y autor) o, más bien, «la ruptura entre los dos tipos de texto», a lo que él denomina «la prueba intertextual» (loc. cit.).

A modo de ejemplo, Girard cuestiona el sistema freudiano de análisis del deseo, principalmente en relación a la importancia dada a la figura del padre, a la autoridad. Según Girard esta identificación entre el padre y la ley resulta problemática en tanto que se oculta la función de modelo que el padre ejerce sobre el sujeto, que tiende a calcar sus deseos sobre los de su padre (en este sentido deberíamos pues entender las relaciones edípicas) mientras que la ley «diferencia y separa a los dobles potenciales; canaliza el deseo mimético hacia metas que son [...] exteriores a la comunidad» (2006: 92). La ley impide el desorden, «la turbulenta confusión de los dobles», mientras que ciertas figuras como la paterna excitan el deseo en el sujeto, ya que la admiración los empuja a calcar los deseos de un mediador divinizado. Por tanto, la ley (pensemos en los vínculos conyugales en el Siglo de Oro) no tiene ya, en la Modernidad, el peso enorme que le atribuía Freud. Antes bien, según Girard su papel queda reducido a una dimensión accesoria de la mano del cristianismo mismo, que sitúa el drama en el corazón del hombre. Conviene recordar esta distinción entre la ley y el deseo para no desfigurar nuestra interpretación de las tragedias de la honra de Calderón, muchas veces reducidas a esquemas simples según los cuales la mujer debe ser asesinada por haber transgredido las normas del espacio que le es propio, olvidando que ella no las ha transgredido (no en todos los dramas de uxoricidio) y que el adulterio tiene poca relevancia en cuanto a su dimensión legal, sino que está profundamente vinculado con el resbaloso concepto de la honra, mucho más difícil de definir en términos legales.

El deseo no se opondría pues a las leyes sino que, para Girard, toda institución cultural (también la legal) previene el contagio de la violencia que resulta de un deseo fuera de control y que suele pues conducir a una crisis sacrificial. De este modo, Girard introduce un concepto fundamental en su aparato teórico, el de crisis de «grado» (Degree, en inglés) o de indiferenciación: el «grado» puede definirse como la «diferencia necesaria gracias a la cual puede decirse que dos sujetos culturales, personas o instituciones tienen un ser propio, una identidad individual o categórica» (2006: 148). Así, la disolución de las diferencias jerárquicas (entre estratos sociales, en las relaciones familiares) conlleva la aceleración de la violencia entre los dobles miméticos y conduce a la crisis en última instancia.

El teatro, como bien decía Artaud, resulta un instrumento idóneo para mostrar y resolver a un tiempo los episodios de crisis. Como afirma el propio Artaud en Le théâtre et la peste (1964: 39), «el teatro es como la peste, es una crisis que se resuelve en muerte o en curación. Y la peste es una enfermedad superior porque es una crisis total, después de la cual no queda nada salvo la muerte o una purificación extrema». Así, el teatro se convierte en la peste en la medida en que se hace capaz de mostrar este momento crítico (de indiferenciación violenta) y su resolución mediante el recurso al sacrificio. Así, este mecanismo de designación de un chivo expiatorio y su posterior ejecución se produce en un doble plano, «como la catarsis dentro de la obra que corre paralela con la catarsis producida por la obra» (Girard, 2006: 159, la cursiva es mía).

Sin embargo, dicha catarsis también ha de ser parcialmente ocultada al público para que funcione de forma eficaz. En cierto modo, se ha de esconder que el chivo expiatorio es inocente para que el linchamiento pueda revestirse de apariencias sacrificiales. Se hace necesaria una transferencia colectiva que requiere de la méconnaissance por lo menos parcial del público y de los personajes mismos. Por tanto, Girard reivindica el particular estatuto del teatro para mostrar ciertas estructuras (crisis, dobles miméticos, rituales sacrificiales) que aportan intelegibilidad tanto en el plano del conocimiento de la obra de un autor como de su —posible— significado.

En este sentido, la última obra de Girard que aquí se va a analizar también recurre a los textos teatrales como fuente de análisis y, en concreto, a los textos de un monstruo teatral contemporáneo de Calderón como lo fue Shakespeare. Con A theater of envy7 Girard retoma su clásica tesis del potencial revelador de ciertas obras canónicas, para lo cual analiza la totalidad de la producción dramática del autor inglés desde una perspectiva diacrónica. Así, la obra de Shakespeare mostraría la esencia de la tragedia, en línea con los postulados de Aristóteles, ya que el conflicto se produce entre aquellos vinculados de forma íntima. Como afirma Girard, «the more intense the conflict, the less room for difference in it»8 (1991: 19). Por ello, tanto la comedia (cómica) como la tragedia representan conflictos humanos que no pueden ser sino miméticos:

To a dramatic genius, conflictual mimesis is no optional trick, something that could be discarded without affecting the essential quality of his works. The entanglements of comic misunderstanding cannot be anything but mimetic, and the same is true of the irreducible conflicts of tragedy. Without this ingredient, no representation of human turmoil can be satisfactory, but a writer must not point to this true conspicuously, must not compel his readers to see what they prefer not to see. If they feel uncomfortable, they will find all sorts of pretexts for disparaging the offending piece of literature, without ever mentioning the real cause of their hostility, without really ever detecting it. (1991: 28)9

En este sentido, incluso una comedia tan eminentemente cómica como A midsummer’s night dream pone de manifiesto, para Girard, esa mímesis conflictiva mediante el empleo de un truco teatral: el filtro de amor con el que Puck confunde a los cuatro amantes precipita la acción trayendo consigo el desorden. En realidad, los amantes de esta pieza no son víctimas de una represión externa (la autoridad paterna) sino que actúan movidos por una fuerza que no aciertan a identificar. El filtro de amor de Puck parece denunciar la condición mítica del obstáculo externo y pone de manifiesto la realidad cambiante y caprichosa del deseo. De forma paralela, se puede pensar ahora en los amantes de las tragedias de la honra que en muchas ocasiones habrían podido casarse con sus damas y que, sin embargo, se han ido a la guerra o las han abandonado por motivos que no siempre quedan claros en las obras. Esas referencias a una suerte de fuerza externa (que sin embargo no aparece de forma explícita en todas ellas) revelaría pues la naturaleza caprichosa de su propio deseo, la importancia que la fascinación por el obstáculo (en este caso, el marido) ejerce sobre el sujeto. Así, la elección espontánea y libre parece resultar menos atractiva que la competición por una misma mujer con un rival: la propia inseguridad desparece también en esos amantes de la tragedia de la honra cuando vuelven y descubren que la mujer a la que amaban (pero con la que no se habían querido casar por motivos que permanecen oscuros) es ahora una mujer casada.

Por otro lado, se da también una marcada similitud entre los maridos de las tragedias de honra y los personajes de Shakespeare caracterizados por Girard. En efecto, el crítico francés perfila sujetos inestables emocionalmente y siempre dispuestos a esperar lo peor. La combinación fatal de total susceptibilidad al deseo ajeno y pesimismo produce que «most people give credence to popular gossip and follow the mimetic trend» (1991: 88). Así aparecen los maridos de la tragedia de honra en Calderón, siempre dispuestos a esperar lo peor, como bien señalaba Cesáreo Bandera (1975, 1994).

Girard identifica con claridad en el teatro de Shakespeare que no hay bien (amor, gloria o victorias) que tenga valor intrínseco para los personajes si no es reconocido por el otro, por el doble, por el mediador y rival a un tiempo. De hecho, el espectador mismo se ve contagiado de este deseo mostrado ante sus ojos, puesto que el teatro le proporciona una gratificación y frustración simultáneas, convirtiendo la representación en una experiencia adictiva, perspectiva que constituye según Girard un cuestionamiento de la función que tradicionalmente se atribuye a la catarsis teatral (1991: 159). Una concepción tal del teatro parece remitir al teatro de la crueldad con el que soñó Artaud: la purga de las pasiones al modo aristotélico no se produciría de forma directa, sino a través del contagio de las pasiones de los personajes, de una identificación mimética con sus propios deseos que contribuye a la expulsión de la violencia sacrificial de los personajes y del público mismo.

Por tanto, la crisis que se representa ha de venir precedida de una pérdida de diferencias, del contagio que se produce cuando se reducen las distancias entre los modelos y sus imitadores. Así, la Modernidad se revela como el caldo de cultivo perfecto del desorden que conduce a la crisis; el Barroco español vive de forma dramática la destrucción de las diferencias jerárquicas, la mezcla estamental. En ese sentido, Girard adelanta que Shakespeare recurre en muchas ocasiones a imágenes bélicas para dar cuenta, precisamente, de ese desorden que se vive en todo el cuerpo social (1991: 175). De hecho, el papel del poderoso o del barba (padre o rey) se cuestiona constantemente en las obras de Shakespeare, según Girard:

The destruction or undermining of all legitimate authority is a recurrent feature in Shakespeare and, more often than not, it occurs with the passive or active collaboration of this authority itself. For a crisis of Degree to occur, fathers and kings must be destroyed or neutralized at the beginning of all comedies and tragedies.10 (1991: 182)

Evidentemente, aceptar esta tesis de Girard conlleva importantes cambios interpretativos con respecto a textos muchas veces leídos en términos de cues-tionamiento de la autoridad o de lucha generacional. Ciertamente el poder es puesto en entredicho, pero no tanto por los jóvenes como por el desorden en que vive el cuerpo social todo, la autoridad incluida, cuyo peso es cada vez menor y más cuestionado. De hecho, la crisis siempre ha de resolverse mediante el sacrificio ritual de un chivo expiatorio, y para ello no importa qué haya hecho o dejado de hacer la víctima sino su capacidad de concitar la unanimidad violenta. Los asesinos siempre aducen motivos sagrados (la República o Roma en Julio César, la libertad, el bien común, etc.) cuando en muchas ocasiones actúan movidos por sus bajos instintos, por celos o envidia. Sin embargo, Girard hace hincapié en las llamativas coartadas que se dan a sí mismos los asesinos, por ejemplo los del César, quienes reclaman ser «sacrificadores pero no carniceros».

Así, la unanimidad se convierte en condición sine qua non, en requisito fundamental para poder ejecutar el sacrificio que, como se exponía en La violence et le sacré, tiene sus propias normas: así, hay que contener la lujuria de sangre para dar paso a la «good violence» que describía Girard, la que contribuye a hacer verosímil la «comedia de la inocencia» que implica todo crimen sacrificial (1991: 217). Una de las normas no escritas de este espectáculo es que los sacrificadores deben evitar a toda costa el contacto directo con la sangre de la víctima, guardar un determinado tipo de asepsia que Girard relaciona con la medicina:

Medical images are traditional in connection with violence and sacrifice, and their pertinence is rooted in the sacrificial origin of medicine. [...] Traditional medicine is sacrificial in the sense that it is of the same nature as the disease; it is a strictly controlled and measured dispensation of the disease itself (1991: 220).11

Por ello, habría que administrar con sabiduría la dosis de pharmakon que se vaya a emplear para no desdibujar la barrera que separa la violencia de lo sagrado. El teatro usa de este mismo mecanismo, ya que funciona como atenuación del sacrificio, como nueva edulcoración de la violencia «en el sentido de que las víctimas ya no son inmoladas en absoluto» (1995: 283). Su muerte se simula o se saca fuera de escena, pues la representación de la muerte está en muchas ocasiones prohibida por el decorum aunque, advierte Girard,

the bloodlessness of tragedy does not radically alter the nature and purpose of the reenactment, which remains the same as in the case of ritual; the Aristotelian definition of it as catharsis or purification makes this abundantly clear. The medical usage of the word goes back to the religious usage, which designates the assuagement produced by sacrifice (1991: 221).12

Resulta por tanto más sencillo comprender el papel de los efectos catárticos de la tragedia, no tanto en el sentido de que eliminan unas determinadas pasiones sino más bien porque despiertan determinados sentimientos (temor y piedad, éleos y phobos) ayudando así al apaciguamiento temporal de la violencia sacrificial. Esta, en su dosis adecuada, permite revelar al cuerpo social que acude a los teatros los extremos a que conducen la envidia o el deseo descontrolados, pues desembocan, indefectiblemente, en una violenta crisis sacrificial. Girard propone por tanto una doble lectura: la escenificación de una crisis serviría para purgar las pasiones más elementales mientras que, a un nivel más profundo, en el buen teatro aparecerían también las hondas raíces que vinculan el deseo con la violencia. De ahí que se haya tildado en infinidad de ocasiones a los clásicos de ser pesimistas u oficialistas, de ofrecer finales reconciliados que, según Girard, no pueden ser otro modo por las conciencias que tienen dichos autores acerca de la violencia y el deseo (1991: 228).

Por consiguiente, por mucho que un autor como Shakespeare respete las convenciones del género que emplee en cada ocasión (Hamlet, por ejemplo, en tanto que tragedia de venganza), esto no implica que asuma dicha ética (a saber, la de la venganza como un deber). Así, se puede comprobar que los personajes dicen una cosa y hacen otra, y en la estructuración misma de la acción dramática se pone de manifiesto que si bien el dramaturgo puede respetar las reglas del juego, a su vez puede socavarlas a otro nivel de lectura (1991: 287). En este sentido, resulta evidente el posible paralelismo con el caso de Calderón y las tragedias de la honra. En consecuencia, por mucho que el protagonista proteste contra su destino, esto no implica que el dramaturgo acepte o transmita una cosmovisión donde impera el determinismo o el fatalismo; antes bien, mostrará hasta qué punto el personaje dramático consiente de forma deliberada a llegar a tales extremos de violencia. Otelo —o los mismos maridos de los dramas de honra— ceden su propia libertad a cambio de obedecer a un extraño dios (Girard, 1991: 341) que exige, siempre, derramamiento de sangre.