Raíz Celan - José Manuel Cuesta Abad - E-Book

Raíz Celan E-Book

José Manuel Cuesta Abad

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Beschreibung

«Aún / hay cantos que cantar más allá / de los hombres». Estos versos de Paul Celan ofrecen una clave para comprender la singularidad radical de uno de los mayores poetas europeos del siglo XX. En Celan el poema siempre lleva consigo lo humano y al mismo tiempo lo trasciende, en el sentido de que sobrepasa el horizonte crepuscular de una tradición humanista que ha llegado a convivir pacíficamente con la destrucción de los valores y los ideales que ella misma consagrara durante siglos. La obra de Celan resulta así inseparable de un pensamiento poético que pregunta por lo humano desde la catástrofe. Este libro muestra en qué medida su poética hereda el legado ya en crisis de la lírica moderna y lo transforma en una "lírica del desastre" que descubre en la lengua del poema una experiencia única y extrema. Experiencia destructiva que sin duda marcó a hierro y fuego la historia europea y dejó huellas indelebles en la vida y en la obra del poeta; pero experiencia límite también, y aun más decisiva, del propio lenguaje como deseo de una «lengua madre» que abre en el texto poético el abismo del amor y la muerte donde encuentra su raíz última la existencia. Raíz Celan: un poema de La rosa de nadie, titulado «Radix, Matrix», hace las veces de hilo de Ariadna en la lectura desideral que aquí se propone de la tríada en torno a la que gira la escritura poética celaniana: Poema – Lengua – Abismo.

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Seitenzahl: 612

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Raíz Celan

Raíz CelanPoema – Lengua – Abismo

José Manuel Cuesta AbadCarlota Fernández-Jáuregui Rojas

 

 

Esta obra ha recibido una ayuda a la edicióndel Ministerio de Cultura y Deporte

LA DICHA DE ENMUDECER

 

 

© Editorial Trotta, S.A., 2022

Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61

E-mail: [email protected]

http://www.trotta.es

© José Manuel Cuesta Abad y

Carlota Fernández-Jáuregui Rojas, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-072-3

CONTENIDO

Nota previa

Lectio desiderata

DICCIÓN-POEMA

Lírica del desastre

Vindicación de lo oscuro

Dicción-raíz

SER AFUERA

El habla y la piedra

Memorias – de la lengua madre

Palabra sagitaria

Obras citadas

NOTA PREVIA

Se terminó de escribir este libro, dedicado a la memoria y a la obra de Paul Celan (1920-1970), cuando —no por azar— se cumplían el cincuentenario de su muerte y el centenario de su nacimiento. En él no solo se abordan cuestiones centrales en la escritura de uno de los más grandes poetas europeos del siglo XX. Quiere ser también un libro sobre la lectura, el pensamiento poético y la experiencia límite del lenguaje. En torno a la poesía de Celan se ha venido constituyendo una disciplina singular, la Celan-Philologie, que cuenta ya con una larga nómina de expertos en no pocas lenguas y con una bibliografía internacional en constante y casi uniformemente acelerado crecimiento. Admirada por Heidegger, leída y estudiada por Adorno, Gadamer, Szondi, Derrida, Blanchot o Steiner, la poesía de Celan representa un desafío interpretativo ciertamente excepcional para filósofos, filólogos y teóricos literarios de orientaciones muy diversas. Las páginas que siguen asumen el reto nada fácil de leer los poemas evitando reducirlos a un sentido dominante o a una versión autorizada, y procuran ceñirse en todo caso a las ideas del propio poeta —siempre originales e inspiradoras— sobre el lenguaje y la escritura. De ahí la apuesta preliminar por una lectura que, si ha de corresponder a una experiencia que merezca el nombre de «poética», debe apuntar más allá de la mera pretensión explicativa (se puede explicar un texto, pero ¿cómo explicar un poema?). La idea de la lengua poética como lengua madre, noción no identificable sin más con la de idioma materno, cifra un motivo axial de la interpretación aquí desarrollada de la producción lírica celaniana. Que sea incluso cuestionable aplicar a esta el término «lírica» justifica su tratamiento inicial como exponente de un desastre que afecta igualmente a otras poéticas de la tardía modernidad.

La primera parte del libro trata, pues, de situar la poesía de Celan en el contexto de la moderna lírica europea, concediendo especial importancia al problema del hermetismo, etiqueta usada a menudo antes con intención polémica o ideológica que en un sentido estrictamente crítico. Crucial en el pensamiento celaniano es el concepto de oscuridad, que atañe sobre todo a la dimensión ontológica del poema, esto es, al modo en que la palabra poética se presenta como realidad única inseparable de la perspectiva existencial de un individuo. Oscuro es el poema por cuanto tiene de fenómeno real e irrepetible, o si se quiere de «palabra verdadera», entrañada en la vida del poeta, y no tanto por la mayor o menor dificultad que se deba afrontar en su lectura. Un poema de Celan, «Radix, Matrix», hace las veces de texto-bisagra que articula el libro entero en dos secciones, cada una de las cuales ofrece una interpretación de la lengua madre como raíz de la experiencia poética. La segunda parte profundiza en la lectura de dicho poema, mostrando los ecos que cabe detectar en él de otros textos celanianos o sus relaciones con distintas obras literarias y filosóficas, y se ocupa también de ahondar en la idea de lengua madre desde una tradición de «lingüística amatoria» que va de Dante a Derrida. Tal lengua hace señas desde la pérdida o la falta primordial que retorna espectralmente en las palabras del poema y marca su dirección a través de figuras como la repetición y el impulso apostrófico.

Es este un libro compartido, es decir, concebido, pensado y escrito conjuntamente. Aun así, hemos querido conservar en lo posible la particularidad propia del estilo y el tono de cada uno de los dos autores en las secciones respectivas. Quede, pues, constancia de que la primera parte, «Dicción-poema», ha sido redactada por José Manuel Cuesta Abad y la segunda, «Ser afuera», por Carlota Fernández-Jáuregui Rojas. En lo que atañe a la lectura y la transcripción de los textos en el idioma original, nos hemos atenido principalmente a la edición de las obras completas de Paul Celan de Beda Allemann y Stefan Reichert publicada por la editorial Suhrkamp en siete volúmenes (GW: Gesammelte Werke), la edición crítica de El Meridiano, que incorpora numerosos esbozos y materiales varios, a cargo de Bernhard Böschenstein y Heino Schmull (TCA: Tübinger Celan-Ausgabe, ed. Jürgen Wertheimer), y la edición crítica de la prosa, con notas y materiales del legado, al cuidado de Barbara Wiedemann y Bertrand Badiou (Mikrolithen. Die Prosa aus dem Nachlaß). Tarea en verdad ardua —aun sabiéndola imposible— es intentar trasladar los poemas celanianos con alguna pretensión de fidelidad. Hemos seguido unas veces y otras consultado las traducciones españolas de José Luis Reina Palazón publicadas en la editorial Trotta bajo los títulos de Obras completas (OC) y Los poemas póstumos (PP), así como la edición de Microlitos también en este mismo sello. Sin embargo, en muchos casos dichas versiones han sido modificadas de acuerdo con el criterio de quienes firman estas páginas o a tenor de las exigencias interpretativas suscitadas por cada poema. De tales modificaciones se advierte oportunamente en las notas mediante la abreviatura TM (traducción modificada). Asimismo, hemos cotejado algunas de las versiones de los poemas que existen en diferentes lenguas. Salvo indicación contraria, las traducciones de los textos de otros autores son nuestras.

Vaya nuestra gratitud, no en último lugar, para el equipo editorial de Trotta por la calidad y el rigor de su trabajo, y en particular para su director, Alejandro Sierra Benayas, por la atención y el cuidado con que acogió este libro desde el principio, por su excelente labor como editor, de todos conocida, y por su cercanía personal después de tantos años.

Oh quand refleuriront, oh roses, vos septembres?

Paul Celan / Paul Verlaine

Madrid y Salamanca, septiembre de 2020/septiembre de 2021

J. M. C. A. y C. F.-J. R.

LECTIO DESIDERATA

¡No leas más...!

Supongamos que un texto, desde el principio, lanza este imperativo. El lector podría no darse por aludido al sospechar que el tú a quien dicha orden se dirige no es el suyo, sino el de un destinatario aún por identificar entre los posibles personajes del texto en cuestión. Lo cierto es que el enunciado describe un acto y lo proscribe, nombra la acción de leer y enuncia el acto que manda o ruega el cese de esa primera acción ya en curso (de otro modo no diría «No... más»). La interrupción de la lectura se anuncia y se demora en un solo acto de habla, de cuyo cumplimiento puede que dependa la felicidad performativa del texto. El éxito de la lectura consistiría al fin en suspender la lectura. Pero el imperativo parece curvarse sobre su enunciado, desdiciéndolo, a la vez que apunta hacia su inmediata realización, inscribe —a modo de acotación dramática— una especie de aporía o double bind, en un cortocircuito inmanente al propio texto. Tal acto de habla presupone un imperativo de lectura que deviene ipso facto en un imperativo de no-lectura: [¡lee esto!] ¡No leas más...! Mejor haz otra cosa, o deja de leer como si la lectura no pudiera ser más que mera lectura: registro visual y mental de signos escritos, colección sucesiva de letras, palabras y frases con las que construyes un sentido coherente e inteligible.

¿Leer no es más que leer? Quizá se trate de una cierta imposibilidad de la lectura. Si es verdad que un texto está siempre escrito con tinta simpática, dado que las palabras y las frases van emergiendo de él como de la nada al calor de la lectura, también lo es que un texto puede siempre producir la suspensión del acto de leer, y viceversa. Cuando apenas me doy cuenta de que leo, porque me he dejado llevar por el argumento o me he ido sumergiendo en la ficción (como aquel personaje de Cortázar en Continuidad de los parques que, arrellanado en su butaca de terciopelo verde, plácidamente absorto en la novela que había comenzado a leer, «gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba»), entonces la lectura queda como tal en suspenso, implicada pero olvidada, indiferente al acto que ella misma realiza casi sin percatarse. En cambio, cuando me doy perfecta cuenta de que estoy leyendo, el texto queda suspendido, como colgado, pendiente de una letra, un giro o un pasaje en el que la lectura ha reparado dando ocasión, de pronto, a una parada que interrumpe la precaria fluidez de la escritura con el fin de leer más de cerca e interpretar esto o aquello. Experiencias de esta índole pueden parecer triviales, pero son decisivas. No importa dónde prefiramos situarnos: el texto solo se torna accesible desde la interrupción de la lectura, y la lectura solo se hace perceptible desde la interrupción del texto. Vayamos, pues, al texto que ha quedado suspendido por (y de) el enunciado inicial donde hemos encontrado ese doble imperativo de «leer: no-leer-más», un poema de Paul Celan titulado «Engführung» («Stretto»):

DEPORTADO al

terreno

de la huella inequívoca:

Hierba, dispersamente escrita. La piedra, blanca,

con las sombras de tallos:

¡No leas más – mira!

¡No mires más – ve!

VERBRACHT ins

Gelände

mit der untrüglichen Spur:

Gras, auseinandergeschrieben. Die Steine, weiß,

mit den Schatten der Halme:

Lies nicht mehr – schau!

Schau nicht mehr – geh!1.

En una lectura canónica de este poema, Peter Szondi observa que el lector es transportado, o «deportado», al propio texto, hasta el punto de que no resulta ya posible distinguir entre quien está leyendo y lo que está siendo leído: el sujeto que lee coincide con el sujeto (sujet, tema) de la lectura2. De esta especularidad cabe deducir, según entiende Szondi, una interpretación basada en un espejismo metafórico, en virtud del cual la escena textual se presenta al mismo tiempo como un paisaje marcado por esa huella quizá indeleble: la hierba dispersamente escrita evoca la disposición irregular de letras y palabras, y la piedra blanca connota la página vacía sobre la que arrojan sombras los versos-tallos. De ahí que el poema sea ora un texto legible, ora un paisaje visible, ora un terreno transitable. La lectura de Szondi se propone mostrar en qué medida el poema de Celan escapa a la representación de una realidad preexistente para construir desde dentro de sí una realidad eminentemente verbal que el lector tendrá que explorar sin recurrir al concepto tradicional de mímesis. Pero esta interpretación solo parece conjurar la falacia mimética por medio de un simulacro intratextual fundado a su vez en una metáfora mimética (leer-escena textual > mirar-escena paisajística > ir-escena transitable). La tesis de que el texto mismo se hace realidad poética, aunque se atiene sin duda a una convicción celaniana, parece ceder a cierta fantasía vivencial cuando Szondi afirma que «ya no hay que “leer” ese texto, ni “mirar” el cuadro que podría estar describiendo. Lo que el poeta se pide a sí mismo y pide al lector no es sino avanzar en la extensión que es su texto». Ir o avanzar por el terreno textual no puede significar otra cosa que leer, obviamente. Pero hay muchas formas de leer, y los tres verbos que encadena el poema, «leer-mirar-ir» (lesen-schauen-gehen), constituyen acciones sucesivas y alternativas en un movimiento de relevo. Cada uno de esos actos es interrumpido y al mismo tiempo conservado en el siguiente, al igual que en el stretto de una fuga el tema de una voz es entrecortado por otra voz que vuelve de inmediato sobre el mismo tema a modo de rápida variación imitativa. Leer-mirar-ir son los momentos lapsarios de un proceso que no solo incluye la interrupción de la lectura, sino también la interrupción del texto. No es casual que el poema entero esté construido mediante formas disruptivas: encabalgamientos abruptos, frases desligadas y anacolutos (tajantes como: «También estaba escrito que»), cambios súbitos de tema, inflexiones rítmicas y tonales, repeticiones incompletas, etcétera.

La realidad poética convierte a la lectura en una forma genuina de experiencia, sí, pero lo hace de tal modo que la experiencia de la interrupción textual apunta hacia la interrupción de la experiencia ordinaria. El imperativo final que aparece en los versos citados, «¡ve!», se repite a renglón seguido: «Ve, tu hora / no tiene hermanas...» (Geh, deine Stunde / hat keine Schwestern...). «La hora que no tiene ya hermanas —señala Szondi— es la última hora, la muerte». El verbo gehen significa en este caso «ir» al y por el espacio mortal del poema, recorrer las palabras que llevan, a través de las interrupciones, a la suspensión de la lectura como forma de experiencia inseparable de la realidad poética. Suspensio es la figura retórica —ligada a la reticentia— que consiste en diferir el remate del discurso o en silenciar la conclusión del argumento para mantener en vilo la atención del oyente. Suspense es, en el arte narrativo, el procedimiento dilatorio que retarda estratégicamente el desenlace de la intriga o la solución de un enigma. Suspensión del juicio, epochē, designaba entre los escépticos la cancelación de las negaciones o afirmaciones que solemos hacer sobre las cosas, y aun el cierre entre paréntesis de la realidad natural tal como se nos presenta en nuestras aprehensiones. Suspension of disbelief, «suspensión de la incredulidad», cifra la fórmula introducida por Coleridge en la Biographia literaria para definir la anulación momentánea del sentido común racionalista, sin la cual no sería posible la fe poética en los productos de la imaginación. Estas variedades de suspensión insisten bien sea en la idea de una dilación que aumenta las expectativas o la curiosidad del lector para satisfacer al fin un alivio de la tensión previamente acumulada, bien en la posibilidad de una neutralización de la experiencia real del sujeto en aras de un estado de conciencia desontologizado. Aún hay otra modalidad más de suspensión, llamémosla suspensio mystica, que se remonta al método contemplativo de san Buenaventura y sus preceptos sobre ascesis y mortificación. Tal suspensión venía a ser una especie de suicidio anímico, consagrado al alumbramiento espiritual, que tomaba como divisa un pasaje de Job (7,15): suspendium elegit anima mea et mortem ossa mea, «mi alma eligió el patíbulo, y [prefirió] la muerte a mis huesos» (cf. Itinerarium mentis ad Deum, VII, 6). Los místicos españoles también se entregaron denodadamente a este trance suspensivo: «Arrobamiento y suspensión —a mi parecer— todo es uno, sino que yo acostumbro a decir suspensión por arrobamiento, que espanta», confiesa Teresa de Jesús; «... y todos mis sentidos suspendía. // Quedeme y olvideme...», leemos en san Juan de la Cruz. Los tratados de época distinguen netamente la suspensión que levanta el entendimiento sobre su modo natural con enajenación de los sentidos, como en el rapto, de aquella otra suspensión intencional del contemplativo que, permaneciendo en sí, pone toda la atención en el conocimiento y el amor de las cosas divinas (extensio sive elevatio mentis supra fulgentes theorias, glosaban los discípulos de Buenaventura).

La suspensión de la lectura poética está más cerca de esta tradición espiritual y su mors mystica que de las otras variedades de suspensión. No se trata (solo) de extasiarse leyendo, sino de asumir que la realidad del poema demanda a la lectura arriesgarse a una experiencia extrema de la suspensión y, por ende, a una suspensión de toda experiencia preconcebida. Poésie, affaire d’abîme, sentencia un aforismo de Celan3. Al acto de leer reflejado especularmente, «en abismo», en los primeros versos de «Stretto» sigue el abismarse del lector en el espacio textual que trazan las palabras. Que el texto delimite la topografía incierta por donde el lector tiene que aventurarse supone que las palabras del poema son abismáticas, y su lectura, un ir-perdiendo-pie que lleva a la suspensión de los sentidos. Abismática es la palabra que va a la profundidad sin fondo del poema. Gehen, «ir», es un verbo unido en la poética celaniana al movimiento de catábasis que cumple la palabra. Es el verbo que marca la inmersión en esa noche sin estrellas de la que habla el comienzo de «Engführung». La primera redacción de este poema data de febrero de 1958. Al año siguiente, en marzo de 1959, el verbo vuelve a ser central en un poema dedicado a su mujer, Gisèle Lestrange, que Celan pensó en principio titular «La leçon d’allemand»:

LA PALABRA DE IR-A-LO-PROFUNDO

que hemos leído.

Los años, las palabras desde entonces.

Aún lo somos nosotros.

Sabes, el espacio es infinito,

sabes, no necesitas volar,

sabes, lo que se escribió en tu ojo

nos profundiza lo profundo.

DAS WORT VOM ZUR-TIEFE-GEHN,

das wir gelesen haben.

Die Jahre, die Worte seither.

Wir sind es noch immer.

Weißt du, der Raum ist unendlich,

weißt du, du brauchts nicht zu fliegen,

weißt du, was sich in dein Aug schrieb

vertieft uns die Tiefe4.

Este mismo poema fue publicado después en Die Niemandsrose (La rosa de nadie, 1963), y conoció alguna que otra reescritura de la que tendremos ocasión de hablar más adelante. Importa ahora detenerse en el motivo biográfico de fondo implícito en el título inicial, luego descartado: «La lección de alemán» alude a las lecturas que Celan solía hacer con Gisèle para enseñarle su idioma y, concretamente, a una de esas lecciones, hecha diez años antes, en la que habían leído juntos un conocido poema de Georg Heym, Deine Wimpern, die langen («Tus pestañas, tan largas», 1911)5. La primera versión del poema celaniano incluye esta dedicatoria: «Pour votre anniversaire, mon amour, pour le dix neuf mars – ce soir, le cinq mars 1959». Gisèle Lestrange nació un 19 de marzo, y el texto enviado por carta era un regalo de aniversario que recordaba la lectura «amorosa» hecha por ambos años atrás, cuando compartieron «la palabra de ir-a-lo-profundo» del poeta expresionista alemán. En el poema de Heym (amoroso: ein Liebesgedicht) los ojos de la amada son las aguas oscuras donde el amante desea hundirse: «Déjame hundirme en ellos, / déjame ir hasta el fondo» (Laß mir zur Tiefe gehn). Otros versos predicen el momento en que los amantes irán al borde de un oscuro pozo «para mirar profundo en el silencio, / para buscar nuestro amor» (Tief in der Stille zu sehn, / Unsere Liebe zu suchen). En la elección del poema influyó el imaginario órfico que proyectan sus figuras, cuya ambigüedad tanato-erótica se condensa precisamente en el impulso de ir-a-lo-profundo a través de la palabra leída. Más extrañas e inquietantes —de un efecto casi unheimlich— resultan ciertas coincidencias casuales entre los destinos de los dos poetas. Heym dedica su poema, donde encarece el deseo de hundirse en las oscuras aguas de los ojos amados, a su amiga Hildegard Krohn, joven judía que morirá años más tarde en un campo de concentración víctima de la barbarie nazi; él mismo perece, poco tiempo después de escribir ese poema, ahogado fatídicamente en las aguas del Havel. El 19 de abril de 1970 Celan se suicida arrojándose a las aguas del Sena desde el Pont Mirabeau. Es difícil resistirse al juego de las coincidencias. Las aguas del Sena «como» aquel lugar de ir a lo profundo en el poema de Heym, «como» las oscuras aguas de los ojos de la amada, Hildegard / Gisèle, o «como» la hondura abismal de la propia muerte ya leída (y anunciada) en el texto (y en la muerte) de otro. ¿La escritura celaniana encripta acaso la premonición imposible de una muerte por venir, declarada de antemano por el poema, sobre-venida finalmente? ¿El poema como declaración de la propia muerte y la propia muerte como aclaración del poema? Ahora bien, ¿qué podría aclarar un poema de la muerte, qué turbia claridad podría proyectar sobre la muerte «propia» (si cabe hablar de propiedad alguna en la muerte)? Cuestiones, todas ellas, extrañas e inquietantes que han de quedar por fuerza abiertas. Si en el texto de Heym los ojos de la mujer señalan el lugar tópicamente amatorio de inmersión en la profundidad de otro ser, en el de Celan la palabra que va a lo profundo, leída, queda escrita en el ojo de la persona amada, como en una suerte de espejo en cuyo (sin) fondo aún podrán encontrarse un día los lectores-amantes. Profundidad del amor y la muerte, experiencia última a la que conduce la suspensión de la lectura. En otro poema de La rosa de nadie, «Les Globes», unos ojos de mirada perdida o extraviada, a modo de astros errantes, parecen convertirse en objetos legibles: «En los ojos extraviados —¡lee ahí!» (In der verfahrenen Augen – lies da!). El ojo se convierte en órgano lector y leído, apertura en abîme de una profundidad a la que se accede a través de la lectura. Más aún, el acto de leer es la cópula que une amor y muerte, sella la unión de dos almas en nupcias tanato-eróticas.

Suspendida la lectura, los ojos se alzan, las miradas se cruzan, los amantes, reflejados el uno en el otro, se hunden en la mutua profundidad ya sin palabras. En este enlace de los amantes a través de la lectura siempre hay un tercero, como en el caso de Celan-(Heym)-Gisèle, y en tal ménage à trois cabe hallar la impronta de un momento legendario de la poesía europea, el episodio de Paolo y Francesca en el canto V del Inferno6. Francesca da Rimini cuenta a Dante cómo el amor (cortés: adúltero) la condujo a ella y a su amante a una misma muerte, Amor condusse noi ad una morte. La escena de lectura y la escena amatoria se funden como en un abrazo mortal. «Leíamos un día por placer» (Noi leggiavamo un giorno per diletto), refiere el personaje, la historia de los amores entre Lancelot y la reina Guinevere (Ginebra), cruzando varias veces la mirada turbados por lo leído (Per più fïate li occhi ci sospinse / quella lettura, e scolorocci il viso), hasta que cierto pasaje amatorio estremecedor dio lugar a la interrupción de la lectura:

Cuando leímos que la sonrisa deseada

recibió el beso de tan excelso amante,

este, que ya nunca de mí se ha separado,

la boca me besó todo él temblando.

Galeote fue el libro y quien lo ha escrito:

aquel día ya no leímos nada más.

Quando leggemmo il disïato riso

esser baciato da cotanto amante,

questi, che mai da me non fia diviso,

la bocca mi baciò tutto tremante.

Galeotto fu’l libro e chi lo scrisse:

Quel giorno più non vi leggemmo avante7.

Dante suspende aquí el relato de Francesca, y él mismo cae, movido por un arrebato de piedad, en una suspensión de los sentidos (io venni men così com’io morisse) que pone fin a la lectura del canto V. Así como el libro y el escritor hacen de Galeotto —Galehaut, el amigo alcahuete que terció en los amores entre Lancelot y Guinevere—, así también la lectura estrecha el lazo de la unión amorosa entre Francesca y Paolo. Por eso puede decir ella que la prima radice del nostro amor fue esa lectura compartida, iniciada por placer y terminada en un arrobamiento sensual fatídico. El instante decisivo tiene lugar justo cuando la lectura desata miméticamente el deseo y consuma la emulación del gesto erótico que los personajes leen en el libro. René Girard ha interpretado esta escena en términos de un deseo mimético suscitado por intermediación de lo que otro desea. De modo que Paolo y Francesca solo (se) desearían a través del deseo de ese Otro modélico y fantasmal que forma la pareja de Lancelot y Guinevere8. Resulta sin embargo extraña la clase de mímesis que el texto dantesco y el poema celaniano ponen en juego. No es la platónica copia degradada de la verdadera realidad ni la aristotélica imitación de la naturaleza. Es la réplica a y de un texto anterior, la emulación «manierista» de la fantasía propia de un libro y de un autor (mímesis por tanto de ascendencia longiniana9). Dante imagina y nos da a leer el relato conmovedor de una lectura erótica suspendida, presenta como poéticamente deseable un texto (el Lancelot en prosa, la narración de Francesca) que al mismo tiempo no puede sino calificar de condenable habida cuenta de su contenido moral. Cómo entender, de otro modo, el patetismo de su desvanecimiento final. Lo relevante es el hecho de que la lectura de palabras ajenas pretende suplir la carencia fatal de palabras propias para decir el amor —los «dudosos deseos» de que habla el texto— y la muerte. La mímesis se torna imposible desde el momento en que prevalece el deseo de abandonar la lectura para pasar al acto, al igual que Paolo y Francesca salen del placer de la lectura para ir hacia el goce carnal que los conduce al infierno de un deseo ilegible.

La escritura de un tercero parece mediar siempre entre el deseo y su goce inalcanzable: Celan recurre al poema de Heym para que se escriba en el ojo-espejo de Gisèle «la palabra de ir-a-lo-profundo» que han leído; Francesca y Paolo se pierden unidos a perpetuidad por la lectura «galeótica» del Lancelot; Dante desea y hace desear al lector el condenado romance del amor cortés, lleno de lances trágicos e ilícitos, imaginando un encuentro infernal con dos amantes desgraciados. Los ejemplos podrían multiplicarse. Recordemos, por su relación expresa con la lectura como ejercicio de suspensión espiritual, aquel pasaje donde Teresa de Jesús evoca el impacto decisivo que sobre su conversión tuvo leer las Confesiones de san Agustín:

Como comencé a leer las «Confesiones», paréceme me vía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas y entre mí mesma con gran afleción y fatiga (Libro de la vida, cap. 9, 8).

«Toma y lee, toma y lee» (Tolle lege, tolle lege), las palabras que oyó cantar Agustín a unas voces como de niños, le llevaron a pensar en algo que había oído decir de san Antonio: que había tomado «como dicho para sí lo que había leído» (tanquam sibi diceretur quod legebatur) en una lectura casual de los evangelios, y al punto se había convertido (Confessiones, VIII, 12, 29). Los textos de san Agustín y de santa Teresa reescriben su deseo de conversión leído a través de otro, hallado de improviso en un texto ajeno. En estas conversiones la lectura bordea el goce y, deshecha en lágrimas, se libra a la angustia. La lectura transforma el «propio» deseo en una reescritura imposible de lo ya leído en otro. Paolo y Francesca leen un día por placer, hasta que la angustia comienza a abrirse paso allí donde el goce le corta el aliento a la lectura. El éxtasis, no importa ahora si erótico o místico, es la descarga súbita de la angustia en su expresión más intensa, más literal, pero olvidada de sí, sin saber de sí. Hay en el acto de leer un no sé qué virtualmente extático y erótico ya solo por el hecho de que quien lee de veras tiende siempre a salir de sí (Proust) para perderse en la letra del otro.

El lector también puede ser un tercero dentro del triángulo erótico que se forma entre él mismo, el escritor y el texto. En un libro esencial sobre la lectura en la Grecia antigua, Jesper Svenbro ha indagado los efectos de la escritura y la lectura sobre la relación del poeta con su obra10. Para ello parte de un espacio de enunciación que se vio afectado por la escritura desde época arcaica: las inscripciones funerarias y votivas en monumentos u objetos. Así, en un ánfora ateniense del siglo VI a. C. puede leerse: «Clímaco me hizo y yo soy de él [“de aquel”: ekeínou eimí]». El objeto que lleva la inscripción se enuncia en primera persona, mientras que el autor-escritor es referido en tercera. El demostrativo «aquel» indica en tercera persona la lejanía y hasta el «más allá» (ekeî) donde está ya o estará un día Clímaco, que ha transferido, por así decir, su «yo» al ánfora a sabiendas de que solo lo escrito en el objeto seguirá estando presente y podrá interpelar a un tú cuando él ya no esté y haya desaparecido para siempre. De modo que el yo del texto inscrito es el propio texto como cuerpo presente que habla a un tú virtual (el lector). Si la idea fija de las inscripciones arcaicas es que el escritor queda relegado al plano del ausente o del muerto, en una poeta lírica como Safo, deudora de la tradición oral pero partícipe ya de la incipiente transcripción de los poemas, Svenbro descubre una puesta en escena original del poeta ausente de su obra llevada a la escritura. En la famosa «Oda de los celos» Safo prescinde del uso de la tercera persona para referirse a sí misma y describe a través de un esquema alegórico su ausencia definitiva del poema escrito:

Me parece que es igual a los dioses

aquel hombre que frente a ti se sienta,

y a tu lado absorto escucha mientras

dulcemente hablas

y encantadora sonríes. Lo que a mí

el corazón en el pecho me arrebata;

apenas te miro y entonces no puedo

decir ya palabra.

Al punto se me espesa la lengua

y de pronto un sutil fuego me corre

bajo la piel, por mis ojos nada veo,

los oídos me zumban,

me invade un frío sudor y toda entera

me estremezco, más que la hierba pálida

estoy, y apenas distante de la muerte

me siento, infeliz.

Pero todo habrá que sufrirlo, incluso...

Φαίνεται μοι κῆνος ἴσος θέιοσιν

ἔμμεν' ὤνηρ, ὄττις ένάντιός τοι

ἰσδάνει καὶ πλάσιον ἆδυ φωνεί-

σας ὐπακούει

καὶ γελαίσας ἰμέροεν, τό μ' ἦ μὰν

καρδίαν ἐν στήθεσιν ἐπτόαισεν·

ώς γὰρ ἔς σ' ἴδω βρόχε, ὤς με φώναι-

σ' οὐδ' ἔν ἔτ' εἴκει,

ἀλλ' ἄκαν μὲν γλῶσσα ἔαγε, λέπτoν

δ' αὔτικα χρῶι πῦρ ὐπαδεδρόμηκεν,

ὀππάτεσσι δ' οὐδ' ἒν ὄρημμ', ἐπιρρόμ-

βεισι δ' ἄκουαι,

ἐκαδε μ' ἴδρως ψῦχρoς κακχέεται, τρόμος δὲ

παῖσαν ἄγρει, χλωρoτέρα δὲ ποίας

ἔμμι, τεθνάκην δ' ὀλίγω ’πιδεύης

φαίνομ' ἔμ' αὔται·

άλλὰ πὰν τόλματον ἐπεὶ καὶ

πένητα11.

La oda de Safo contiene también las imágenes de una teoría del poema en la que escritura y lectura son las condiciones de un éxtasis pasional. Cuando se figura premonitoriamente la escena de las nupcias simbólicas entre el tú-poema y el lector-aquel, el yo sáfico enmudece y experimenta una especie de arrebato corporal súbito causado por la pasión amorosa (el erôtikon pathos, una de las variedades de la locura divina según el criterio posterior de Platón). Al autor del tratado De lo sublime (X, 1-2) no solo le debemos la transmisión de esa oda de Safo, sino también la primera lectura crítica en la que se pondera de ella la expresión desatada del pathos como factor del estilo sublime. «¿No te asombras —pregunta el Pseudo-Longino— de que a la vez esté buscando ella el alma, el cuerpo, el oído, la lengua, los ojos, la piel como si todas esas cosas le fueran extrañas y dispersas?». En Safo la pasión amorosa viene a orquestar un «concierto de pasiones» (pathôn synodos) que, sin embargo, se exteriorizan de repente con la violencia explosiva de un desconcierto somático y un desfallecimiento anímico. El referente inmediato de esa patología no es otro que una patografía, el deseo mismo de escritura, el amor loco por el tú-poema de un yo que se sabe destinado a desaparecer de esa relación erótico-textual y a ceder por fuerza la iniciativa a un tercero (el lector). Un poema es siempre el resultado literal del deseo de escribirlo, y este deseo de escritura produce indefectiblemente la extrañeza y la dispersión textuales: en breve, la desideración del poema. En la oda sáfica el placer se desliza así hacia una pasión por la que la escritura deviene en la experiencia destructiva y mortal de un yo-poeta, que se sacrifica en aras del esplendor de ese tú-poema del que quedará prendado en el futuro un él-lector. El texto ostenta, pues, el rostro extático del goce reflejado en el espejo roto de la escritura y la lectura. En su distinción entre texto de placer y texto de goce, Barthes llamaba la atención sobre el hecho de que este último hace enmudecer y tan solo es repetible en la forma desconcertante de una emulación frenética, compulsiva:

El goce es in-decible, inter-dicto. Remito a Lacan («A lo que hay que atenerse es a que el goce es como tal interdicto a quien habla, o incluso que no puede ser dicho más que entre líneas...») y a Leclaire («... el que dice, por lo que dice, se prohíbe [s’interdit] el goce, o correlativamente, el que goza hace que toda letra —y todo dicho posible— se desvanezca en lo absoluto de la anulación que celebra»).

[...]

Con el escritor de goce (y su lector) comienza el texto insostenible, el texto imposible. Ese texto está fuera del placer, fuera de la crítica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce: no se puede hablar «sobre» tal texto, solo se puede hablar «en» él, a su manera, entrar en un plagio desenfrenado, afirmar histéricamente el vacío del goce (y no ya repetir obsesivamente la letra del placer)12.

La lectura repetida de ese vacío que es el goce tendría que liberar no un sentido oculto o una literalidad cifrada, sino del Sentido y sus constantes demandas de logicidad, sensatez y comprensibilidad. Preguntado en cierta ocasión sobre cómo habría que entender sus poemas, tenidos por difíciles y oscuros, Celan replica: «¡Lea, siga leyendo tan solo!, que la comprensión vendrá por sí misma» (Lesen Sie. Immerzu nur lesen! das Verstädnis kommt von selbst)13. ¿Cómo leer a Celan? Antes de dar una respuesta, hay que reivindicar una teoría contemplativa de la lectura, algo que no han hecho las reader-oriented theories de los últimos decenios (salvo, a su modo, la de Roland Barthes). Contemplativa será aquí toda lectura que tiende más a experimentar el goce que el placer del texto, aunque todavía habrá que precisar en qué sentido cabe hablar de la lectura como experiencia gozosa o placentera. De punto de partida nos servirá un libro admirable de Jean Leclercq: El amor a las letras y el deseo de Dios (1957)14. En él distingue el erudito benedictino la lectura escolástica de la lectura monástica. Si la lectio escolástica se centraba en la quaestio y la disputatio, siguiendo los cauces estrictos del análisis y la solución racional de problemas, la lectio monástica se dirigía a la práctica de la meditatio y la oratio, buscando ante todo profundizar en una experiencia espiritual apegada a los textos. Mientras que la primera está orientada a la ciencia y el conocimiento, la segunda está basada en la lectio divina y se consagra a la sabiduría y al «sabor» o gusto textual, que favorece el ejercicio ascético de la experiencia interior: «La palabra maestra», destaca Leclercq, «no es ya quaeritur, sino desideratur, no ya sciendum, sino experiendum». Tratemos de establecer, apoyados en estas distinciones, dos regímenes de lectura que han atravesado la tradición filosófica y filológica:

1. La lectura inquisitiva, lectio disputata, que consiste en todas las formas posibles de cuestionamiento crítico de un texto. La lectura deviene en indagación crítica siempre que ve en el texto un repertorio de problemas y va en busca (zétein, quaerere) de la solución que permita un discernimiento lo más definitivo posible. La krisis de la lectura presupone afrontar un dualismo fundamental, dialectizable en el mejor de los casos, pero en general sometido a una reducción terminante: texto y mundo, forma y contenido, significante y significado (o signo y referente), ficticio y real, verdadero y falso, literal y metafórico, etc. Así, la filología se ha ocupado de averiguar el grado de autenticidad de un códice, ha determinado los rasgos gramaticales que definen el estilo de un autor o ha documentado las fuentes históricas de una obra literaria; la hermenéutica ha tratado de despejar las dificultades u oscuridades del texto, ha descubierto en él sentidos implícitos e intenciones oblicuas, o ha utilizado criterios alegóricos para resolver la articulación de su virtual polisemia; la semiótica ha descrito la significación en términos de código y ha explicado la producción de sentido en función de relaciones formales y conceptuales sujetas a una lógica sistemática. Estas disciplinas giran invariablemente alrededor del texto en tanto que fenómeno cuestionable, problemático, asequible para una lectura inquisitiva y, por tanto, objeto de conocimiento.

2. La lectura contemplativa, lectio meditata, comprende las variedades de experiencia interiorizada o, si se prefiere, de experimentación espiritual a través de un texto. Desde antiguo dicha forma de leer se atiene a las prácticas resumidas en dos curiosos verbos griegos: philologeo, frecuentación atenta y estudio continuo de ciertos textos, y meletao, cuidado y ejercitación del saber meditable que procura la lectura (la página sacra en la lectio divina)15. Leclercq ha destacado tres aspectos característicos de esta lectura, ampliamente cultivada en sede monástica. En primer lugar, la lectura contemplativa persigue la interiorización plena, la metabolización psicosomática del texto. Interiorización corporal e intelectual a la que convenía el vocabulario relativo a la masticación y la digestión, en especial el término ruminatio, particularmente apto para expresar el ejercicio meditativo que vuelve una y otra vez a degustar y paladear las palabras leídas, de manera que letra y sonido lleguen a imprimirse perdurablemente en la memoria del sujeto. Así, a tenor de la lectura intensiva del Cantar de los cantares, san Bernardo dice: «lo rumio dulcemente, y se llenan mis entrañas, y mi interior se alimenta, y de todos mis huesos brota la alabanza»16. La lectura espiritual desemboca al fin en una conversión que implica una transformación del lector en lo leído. Recordemos al respecto la exhortación con la que Angelus Silesius pone punto final a su Peregrino querubínico: «Amigo, ya es suficiente. Si quieres leer más, ve y conviértete tú mismo en el escrito y tú mismo en la esencia» (VI, 263). Una relación amorosa —carnal, erótica— con el cuerpo textual marca esta pasión unitiva del lector con lo leído en la práctica monástica de la meditación17. En segundo lugar, la lectura contemplativa es reminiscente, dado que en ella una palabra suele llevar a otra semejante o diferente, y esta puede evocar un pasaje paralelo de otro texto, en virtud de la asociación de significantes derivada de alguna similitud gráfica o fonética a menudo casual. Por último, esta dispersión reminiscente de voces y palabras hace que la exégesis contemplativa, vertida en el sermo theoricus, sea proclive a la digresión y a la libertad en la composición, interferida por múltiples desvíos y por las más diversas conexiones intertextuales. Así, los Sermones in Cantica de Bernardo de Claraval se demoran y entretienen sin término en un versículo o en un pasaje, encendidamente releído y glosado, hasta el extremo de que el exégeta escribe ochenta y seis sermones en dieciocho años para llegar tan solo al principio del capítulo tercero.

Todo texto es susceptible de una lectura crítica, es en efecto cuestionable, pero no todo texto es meditable, capaz de inducir una experiencia singular que afecta «en cuerpo y alma» a quien lee. La lectura contemplativa tiene que ver con una ejercitación que, sin excluir el placer y el amor por la letra, se asoma vertiginosamente al vacío que abre el goce textual. A diferencia de la lectura inquisitiva, espoleada por el afán de conocimiento, la lectura meditativa se aproxima al umbral de la experiencia que Georges Bataille ha llamado interior, dominada por estados de éxtasis, de arrobamiento o de pasión meditada. Estados que conducen a un lugar de extravío, quizá de sinsentido y, en suma, de no-saber. Hay una cuestionabilidad propia de esta experiencia, un ir (a modo de quête) en busca del límite de lo posible que exige la negación del saber, la certeza y la experiencia misma, por cuanto tiene de normalidad convencional y autoritaria. Negación que, trasladada a la experiencia textual, se torna «suspensión de los sentidos» y determina un tercer régimen de lectura.

3. La lectura desideral, lectio desiderata, emplea a discreción las técnicas de indagación crítica: filológico-históricas, hermenéuticas, retóricopoéticas, semióticas, psicológicas, pero combinándolas tácticamente con las prácticas meditativo-textuales, sin decidir en ningún caso una prelación gnoseológica concluyente entre ellas. No se trata de una simple solución de compromiso entre opciones diferentes o contrapuestas. La lectura desideral pretende hacerse cargo del texto en lo que tiene de «experiencia gozosa» y, por ende, expuesta ella misma a la de-sideración de la letra: desiderium como falta constitutiva de lo real-textual. Sabido es que «desiderar» significaba dejar de ver una estrella o perder de vista la constelación formada por varios astros (sidera). Estas imágenes astrales sugieren desde tiempos remotos el nexo entre contemplación y desideración. Recordemos que contemplatio viene de con-templum (griego temnein, «cortar»), la plataforma situada delante del templo desde la que los augures recortaban visualmente una sección del cielo para observar el vuelo de las aves o escrutar la conjunción de los astros en el firmamento. La contemplación corta y segmenta el espacio avistado para captar el fenómeno e interpretar su manifestación. El texto, decía Barthes, es comparable a un cielo estrellado, texte étoilé, profundo y liso, en el que el comentador, al igual que aquellos augures, «traza zonas de lectura con el fin de observar la migración de sentidos, el afloramiento de códigos, el paso de las citas»18. Las imágenes escriturales de la sideración de las letras y la constelación textual reconducen a Mallarmé, para quien el Libro, reflejo de la «dispersión volátil» del espíritu, describe la trayectoria de palabras lanzadas como dados al azar sobre el espacio vacío de la página, donde la potencialidad diseminante de la escritura queda fijada de mil formas, todas ellas efímeras e ilusorias19. Walter Benjamin vio en la lectura de las constelaciones el paradigma arcaico de una facultad mimética que en otros tiempos permitía leer semejanzas no-sensibles, depositadas más tarde en el lenguaje y la escritura. Semejanzas únicamente legibles en el instante fugaz que las constela aun a pesar de su disparidad aparente. El joven Adorno proponía —abundando en ciertas intuiciones benjaminianas— la lectura constelativa de lo disperso y lo fragmentario como tarea propiamente filosófica: «la idea de interpretación no coincide en absoluto con el problema del “sentido” con el que se la confunde la mayoría de las veces. No es por lo demás tarea de la filosofía exponer ni justificar tal sentido como algo positivamente dado, ni la realidad como “llena de sentido”»20.

La lectura desideral contempla la suspensión del sentido, expone la dispersión del texto, de-siderado como portador de una significación ya siempre constituida y de algún modo establecida en la realidad exterior. «La palabra de ir-a-lo-profundo» lleva quizás al vértigo indecible del amor y la muerte. Pero no es una palabra que comunique con la realidad de un mundo conocido y razonable. Es más bien la grieta que ella misma abre en el lenguaje y la experiencia. El hermetismo que se ha atribuido (y reprochado) a Celan tiene que ver con el hecho de que sus poemas tienden a provocar en el lector un estado de fiebre y angustia, una especie de goce que fluctúa entre la fascinación y el malestar. Leer a Celan supone atenerse a lo que él mismo declara en una carta del 17 de febrero de 1958, fecha, por cierto, de la primera redacción de «Engführung».

Los poemas son... una tentativa de enfrentarse a la realidad, una tentativa de alcanzar la realidad, de hacer visible la realidad (Wirklichkeit). La realidad no es en modo alguno para el poema algo establecido, dado previamente, sino más bien algo que está en cuestión (etwas in Frage Stehendes). El poema hace acontecer lo real, lleva a la realidad. De donde se sigue para los que leen una condición primera: no reconducir lo que en el poema viene al lenguaje (zur Sprache Kommende) al exterior del poema. El poema mismo es bien consciente, en tanto que poema real, de la cuestionabilidad de su comienzo; abordar con ideas inmutables un poema significa así, cuando menos, una anticipación de lo que en el poema mismo es objeto de una búsqueda —de ninguna manera suficiente—21.

La realidad poética no es representable porque está hecha de palabras y nunca se presenta como tal más allá del texto donde irrumpe. Real es el poema, según advirtió muy pronto Beda Allemann22, desde el momento en que los nombres y las cosas se entretejen en él inextricablemente. Pero lo real es también lo que falta, el vacío alrededor del cual giran las palabras del poema describiendo esas figuras de ojos extraviados a las que el lector debe sostener la mirada. Esta realidad defectiva, faltante, depende del poema tanto como lo real precisa del orden literal en las teorías de inspiración lacaniana. Solo es posible evocar lo real como una falta tenaz en relación con el orden literal, falta que le es completamente ajena y en la que, no obstante, se sustenta tal orden. A la pregunta de «¿Qué es lo real?» responde Leclaire: «Es lo que resiste, insiste, existe irreductiblemente y se da, sustrayéndose, como goce, angustia, muerte o castración»23. He aquí el factor de la experiencia suspensiva que depara la lectura de Celan: lo real solo hace su aparición en el poema como ruptura del orden significante, obliteración de la letra en tanto que garante de alguna promesa de sentido. El placer se pervierte en goce siempre que no puede ser dicho. Pero el goce no es concebible más que en relación con eso no-dicho, lo interdicto o prohibido, cuya sombra es proyectada por la suspensión del decir: palabra de ir-a-lo-profundo, más allá del sentido y del principio de placer. «Análogo de la muerte en relación con la vida, el goce y su principio limitativo, el placer, efectúan un cortocircuito: el que anula la tensión de la articulación significante. En el momento del goce, un significante ya no remite a otro»24. Emergencia de lo (in-)significante, es decir, de aquello que no significa nada porque solo tiene lugar en un significante intransitivo o inconexo. Irrupción del goce inseparable de la angustia, que incita a suturar como sea la fractura en el orden literal de la significación. Frente a esta carencia desiderativa de sentido, el criticismo textual deviene en cripticismo, indagación paranoide de sentidos ocultos. Aunque Celan haya insistido en que sus poemas son abiertos, offene Gedichte, y escriba en el ejemplar de La rosa de nadie que dedica a Michael Hamburger, traductor de su poesía al inglés, «En absoluto hermético» (Ganz und gar nicht hermetisch)25, la crítica no ha dejado de abordar sus textos como si fueran jeroglíficos casi indescifrables que intimidan o hacen desistir irremisiblemente al lector «inexperto». Si él mismo no duda en afirmar que «la verdadera poesía es antibiográfica» (Echte Dichtung ist antibiografisch), o está convencido de que sus poemas «no necesitan ninguna legitimación biográfica»26, los intérpretes —entre ellos, algunos ilustres filólogos— han puesto obstinadamente en primer plano las circunstancias biográficas a modo de condición imprescindible para comprender su poesía. A pesar de que fuera para él una exigencia estricta «no hablar en ninguna parte del surgimiento (Entstehung) del poema, sino siempre solo del poema surgido»27, sus escritos han sido objeto de una labor filológica extensa y minuciosa, empeñada en estudiar la génesis del texto y rastrear sus variantes (Entstehungsgeschichte, Textgenese)28.

El intérprete no está obligado a dar la razón al poeta en todo lo que dice, naturalmente, pero tampoco necesita llevarle la contraria en todo. Algunos datos biográficos pueden ser relevantes, a veces indispensables, en la lectura de fechas, nombres, lugares o alusiones históricas, y es evidente que los estudios sobre la génesis de los textos contribuyen al esclarecimiento del proceso compositivo y descubren claves de interpretación contextual que pueden ser reveladoras. El problema se plantea cuando estos u otros métodos sirven de coartada para exorcizar la emergencia de lo (in-)significante y reducir lo real del poema a una realidad domesticada, «llena de sentido». En lo que concierne a Celan, las lecturas críticas han solido aplicar al poema tres estrategias reductivas: a) la reducción referencial, que confiere al texto una verdad «materialista», anclada en condiciones objetivas de carácter histórico-biográfico, de cuyas pruebas empíricas suelen ocuparse las pesquisas documentales de la crítica genética; b) la reducción intencional, que asigna al texto una significación de sesgo «idealista», fundada en la reconstrucción hermenéutica de estados de conciencia, sentimientos y modos de pensar característicos del autor y de su entorno intelectual inmediato; y c) la reducción estructural, que descubre en el texto una fisonomía material de tipo «formalista», obtenida a partir de las relaciones gramaticales o de la pretendida semanticidad de sus elementos constructivos. Las tres perspectivas obedecen en el fondo a un solo y el mismo paradigma ontosemiológico, contra el que lanza un desmentido el siguiente apunte de Celan: «El poema: ningún sistema de signos»29. Esta observación resume la anomalía estructural que presenta el «lenguaje poético». Un poema no se compone de unidades de significación, si se entiende por signo en general la relación triádica que encadena un significante a un significado y un referente, de manera que la semiótica ha de fracasar por fuerza en todo intento de explicar el significante poético como tal o reducirlo a un sentido codificable. La categoría de intención resulta inútil para dar cuenta del pretendido significado de un texto poético. Un poema no es algo que se pueda intentar, no es un objeto subjetivo, no tiene un «ego» que controle de principio a fin el acto de enunciación ni pueda garantizar la consistencia semántica del enunciado. En las notas preparatorias para un libro nunca escrito sobre Baudelaire, Émile Benveniste —uno de los más grandes lingüistas europeos del siglo XX— juzga enteramente inadecuado el concepto de signo en poesía, por la sencilla razón de que las nociones de referente y denotación no son aplicables a la lengua llamada poética:

En poesía el objeto del que habla el poeta no es como en el lenguaje ordinario exterior al lenguaje, y referido por el lenguaje:

es interior al lenguaje y creado por ese lenguaje, por la elección y la alianza de las palabras.

La cosa de la que trata nace de la disposición de las palabras, y de ahí solamente. Modificadas esas palabras, todo lo que expresan desaparece.

La poesía no se refiere a nada. Es justo por eso por lo que sucede que uno se pregunte ante un verso o una serie de versos: «¿Qué quiere decir esto?». Mientras que, en el lenguaje ordinario, la cuestión normalmente no se plantea, salvo precisamente con respecto a «los que hablan para no decir nada».

Al no tener referencia, el lenguaje poético no es jamás repetible...30.

Redundemos en estos enunciados apofáticos: un poema no significa nada, no quiere decir nada, es un significante desideral cuyo sentido no es otro que el conjunto indeterminado de sus posibles efectos, todos ellos, a su vez, (in-)significantes. Ahora bien, para el poema «no significar nada» supone significar de más, producir un remanente de literalidad que, núcleo duro imparafraseable, nunca llega a ser reabsorbido del todo en un sentido o una interpretación. El poema no cesa de decir el deseo, siempre y cuando entendamos por tal, primeramente, la de-sideración del texto en una diáspora de efectos significantes que orbitan en torno a un estricto remanente literal. Roman Jakobson solía afirmar que en el texto poético reina la paronomasia, y que la semejanza fonética es sentida como relación semántica, aunque se trate generalmente de una simple ilusión verbal. En el poema citado de Celan, las palabras iniciales de los dos primeros versos marcan a través de la aliteración una semejanza de significantes: «La palabra... / que nosotros hemos leído» (Das Wort... / das wir gelesen haben). Entre das Wort y das wir no hay más que una similitud fonética y, sin embargo, la ligadura de ambos sintagmas forma el nudo significante del poema. Nosotros —séanos permitida esta paráfrasis— somos aún la palabra que leímos, y la palabra leída, escrita desde entonces en el ojo del tú al que se dirige el yo, es la palabra de ese otro poeta que fue Heym, aprendida en la lección de alemán. Palabra, pues, «de-ir-a-lo-profundo», al seno vacío de la lengua materna, eternamente deseable y de-siderada en el juego del significante. En un poema anterior Celan habla de «una grieta del tiempo / ante la que me condujo la palabra materna»31. Das Mutterwort, la palabra-madre que ha guiado al poeta, señala el sentido direccional de esa otra palabra que irá después a lo profundo. Esta profundidad —insistamos— no quiere decir nada, o no dice sino la nada del deseo, esa cosa del amor y la muerte que emerge entre las líneas como una falta absoluta, siempre en entredicho y aún siempre por decir. Leclaire de nuevo: el «cuerpo de la madre» puede considerarse la metáfora de un fantaseado continente primordial, un libro, un texto del que otro ha surgido como de un orden literal que abre y obstruye las puertas del goce prohibido. Orden literal fecundado por un falo cuya función simbólica procede más bien del verbo fallô (del latín fallere, «faltar»). Evitemos el posible malentendido edípico. No es ya que debamos leer en la poesía celaniana el retorno del deseo de la madre, ni siquiera el de un fantasma materno invocado por el duelo. Es que la lengua materna coincide con ese no-lugar de la falta y la pérdida adonde se encamina la palabra que «nos profundiza lo profundo». El italiano dispone de un nombre muy hermoso para referirse a la lengua materna: madrelingua. Como si fuera, no ya la madre, sino la lengua aprendida de ella la que en verdad nos engendra y nos gesta para traer al mundo a cada ser humano provisto, singularmente, de su palabra-madre. Todo poema es en el fondo matrilingüe: traducción de una lengua perdida u olvidada, lengua tal vez inexistente, que es al mismo tiempo la más extraña y la más íntima. En una carta a Rilke del 6 de julio de 1926, Marina Tsvietáieva hace esta observación sobre la lengua del poema:

El decir poético es ya un traducir de la lengua materna a otra, da igual que sea el francés o el alemán. Ninguna lengua es lengua materna. El decir poético es un redecir (Dichten ist nachdichten). Por eso no comprendo que se hable de poetas franceses o rusos, etc. Un poeta puede escribir en francés, no puede ser un poeta francés. ¡Esto es ridículo!32.

¿En qué lengua están escritos los poemas de Celan? En alemán, sin duda. Pero la respuesta es trivial, ni siquiera permite atisbar el enigma que encierra esa pregunta. Decía Proust que las obras literarias están escritas en una especie de lengua extranjera; y Deleuze glosaba esta misma idea al considerar que la escritura literaria parte quizá de una intimidad agónica con la lengua materna, en la que infunde una extrañeza a través de la cual —más allá de las torceduras de la sintaxis— el lenguaje se abre al afuera que de algún modo es su interior más íntimo33. En efecto, el idioma celaniano pone de manifiesto una de-sideración de la propia lengua como langue, sistema de signos lingüísticos gobernado por categorías y reglas gramaticales, construcciones y giros usuales, paradigmas léxicos. Es habitual pensar que la lengua llamada funcional u ordinaria experimenta en el poema una deformación (Entstellung) análoga a los desplazamientos y condensaciones que implica el contenido manifiesto de los sueños respecto de un contenido latente. Se ha dicho que el idioma poético de Celan, en contraste con la lengua recibida, opera una especie de resemantización que surge de una experiencia de violencia devastadora y se traslada a la palabra a modo de fuerza negativa. La lengua poética celaniana sería así una «contra-lengua», puesto que se debate entre el amor a la propia lengua materna, Muttersprache, y la lucha frenética contra esta misma en tanto que lengua asesina, Mördersprache, imperante en los campos de exterminio34. Pero todo poema está escrito en una contralengua, aunque solo sea por las alteraciones formales que su habla exhibe en comparación con la lengua-sistema desde la que resulta legible a primera vista. Insistir en los efectos destructivos o negativos de esta contrariedad equivale a subordinar el idioma del poema a la lógica, la gramática y la semántica «positivas» de una supuesta lengua primera. Cuando Tsvietáieva sostiene que «ninguna lengua es lengua materna», está sugiriendo que es precisamente la lengua materna la que antecede a cada lengua y la excede por completo. Es esta lengua-madre la que, «traducida» en el poema, deforma y contradice de raíz a la lengua-sistema, sin que deba mediar para ello la menor intención combativa o negativa. Tener lengua materna es haber estado inmerso en la sonoridad y la música afectiva de significantes primordiales que, en sí irrecuperables, tal vez retornen un día convertidos en tartamudeos, lapsus, juegos de palabras, trabalenguas involuntarios: o tal vez en forma de poemas. De la lengua materna, escrita como lalengua (remedo del balbuceo infantil también presente en voces alemanas como lallen o Lallwort), afirma Lacan que no puede sino afectarnos por todo cuanto tiene de «efectos que son afectos»35, deseos e impulsos enigmáticos, situados fuera o más allá de la esfera de lo enunciable por el sujeto hablante.

La lengua madre es para toda lengua un estar-fuera-de-sí o, mejor, el fuera-de-lugar, lo átopon de un espacio nómada donde el habla se interna peligrosamente en lo absurdo. Por eso puede decir Celan en El Meridiano que «el poema sería el lugar donde todos los tropos y metáforas quieren ser reducidos ad absurdum», y añade acto seguido que el estudio de los tópicos (Toposfroschung) tiene sin duda sentido en relación con lo estudiado, es decir, «a la luz de la u-topía» (im Lichte der U-topie)36. La idea del poema como lugar de lo que no tiene lugar, ámbito de lo atópico y lo u-tópico, va asociada en el discurso celaniano a la noción de Gegenwort, «contrapalabra». Con este término el poeta trata de hacer justicia al grito extraño y fuera de lugar lanzado por Lucile, la esposa de Camille Desmoulins, ante los esbirros de la Revolución en La muerte de Danton de Georg Büchner: «¡Viva el rey!». Celan advierte que estas palabras, «un acto de libertad», no rinden homenaje a ningún monarca ni al Antiguo Régimen, sino más bien «a la majestad de lo absurdo que testimonia la presencia de lo humano». Recordemos que Lucile, ciega para el arte, escucha a Camille disertar elocuentemente sobre cuestiones artísticas, y no comprende de qué habla, pero «le gusta verle hablar» (Danton, II, 3). El habla de uno es aquí el lugar visible de palabras atópicas, sinsentido, que sin embargo dirigen hacia sí mismas la atención y el deseo del otro. En Lucile, que ve en el lenguaje «la figura, la dirección y el aliento» de quien habla, no de cualquiera, sino de este ser humano aquí y ahora, único y mortal, Celan cree encontrar la poesía.

La lengua poética no forma un subsistema o una sobreterminación del sistema lingüístico, ni siquiera viene a ser una «contralengua» que se oponga negativa o deconstructivamente a unas cuantas estructuras de esa pura abstracción llamada la lengua. Más que de lenguaje poético habría que hablar de algo así como la dicción-poema: del poema como dicción y dirección (Dichtung es Richtung en Celan) de la palabra hacia un —en cada caso— espacio atópico de de-sideración, donde los órdenes literal y figural «quieren ser reducidos al absurdo», donde la lenguasistema parece haber enloquecido. La dicción-poema tampoco se confunde con la noción de modus loquendi